36 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO XXVIII
CICLO C
11-18

11. V/DON.

1. ¡Qué le vamos a hacer, es la vida! Hermanos: llevamos ya unos días metidos en el nuevo curso. Y quizás las primeras dificultades y tropiezos que supone la monotonía cotidiana han empezado, ya, a desmantelar nuestra euforia inicial.

Creíamos haber regresado cambiados de las vacaciones, sabiendo dónde estaban nuestras dificultades, y ahora resulta que somos los mismos de siempre: nos angustian los mismos problemas, caemos en los mismos fallos... Y, después de algunos intentos fatigosos por seguir adelante, decepcionados por nuestra falta de recursos personales, quizás sentimos la tentación de abandonarnos a una resignada inercia, y exclamamos: "¡que le vamos a hacer, es la vida!" Pero, ¿es que realmente vivir es esto?

2.Capacidad de sorpresa

Como mínimo, nos hemos dado cuenta de una cosa: que para vivir en plenitud, no basta con ser conscientes de cuáles son nuestras dificultades o defectos. Ni siquiera basta con que momentáneamente seamos curados de ellos, mediante unos días de reposo o de vacaciones, o, si preferís, incluso de retiro o de ejercicios espirituales. Si en todo esto no acertamos con el auténtico enfoque de la vida, muy pronto se nos van a terminar los recursos y el propio impulso, y nos hallaremos desengañados y sin ánimos para nada. ¿No es ésta la lección que quiere darnos Lucas en el evangelio de hoy? Sí, todos los leprosos fueron conscientes de su mal y, por una palabra del Señor, se sintieron curados. Pero, ¿de qué va a servirles gozar de buena salud si no saben a ciencia cierta por qué viven, y limitan todas sus posibilidades humanas a un mero cumplimiento material "de lo que está mandado", porque "¡qué remedio nos queda, la vida es así!"... Llegará un momento en que se van a encontrar vacíos y decepcionados.

Solamente uno de ellos intuyó, en su misma curación, el amor desbordante de Aquel que es la fuente de la vida, y que le llamaba a una plenitud aún mayor. Y actuó en consecuencia: "Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos...".

Solamente uno tuvo la capacidad de sorpresa indispensable para encaminarse a las fuentes de la salvación. Porque el primer paso de la fe es descubrir, como escribió Rabindranath ·Tagore-R, que "la vida es la constante sorpresa de ver que existimos"...

3.¡Gracias por la vida!

Inmediatamente "se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias". Lucas, después de habernos presentado el hecho con total objetividad, cuando ya no existe el peligro de que lo tergiversemos con nuestros prejuicios, añade: "era un samaritano". Es decir, un extranjero heterodoxo, uno que estaba al margen de la ley. Con frecuencia parece que los evangelistas encuentren un gusto especial en poner de relieve la actitud creyente de aquellos de quien nadie esperaría nada. Como podría ser, actualmente, el caso de Tami Hogan, una niña californiana de 9 años que murió atacada de leucemia.

Pocos días después del entierro, sus padres, contemplando sus cuadernos, se encontraron con un poema de la pequeña, titulado: "¡Gracias por la vida!" Únicamente cuando tenemos la capacidad de experimentar la vida como don -a pesar de los innegables contrapuntos de todos los días- estamos en camino de salvación, puesto que sintonizamos con la misma actitud interior de Jesucristo: "Todo lo he recibido de mi Padre".

¿Y qué es la Eucaristía que ahora estamos celebrando, sino la acción de gracias al Padre, unidos a Jesucristo, por el don de nuestra vida? Y esto es lo que nos salva, si nos arriesgamos a desplegar todas sus consecuencias, en una vida solidaria con los hermanos. Lo proclamaremos dentro de unos momentos: "Es nuestro deber y salvación darte gracias, Padre Santo, siempre y en todo lugar, por Jesucristo, tu Hijo amado".

Esta es la Buena Nueva que todo cristiano está llamado a anunciar con la propia existencia agradecida, incluso entre las dificultades de toda clase que le asedian, puesto que -como Pablo- tiene la esperanza de que "si morimos con él, viviremos con él. Si perseveramos, reinaremos con él"...

4.Hermanos, ¡podéis ir en paz! ¡Vuestra fe os ha salvado!

Hermanos: todos nosotros formamos una comunidad de personas que, como los diez leprosos, hemos iniciado esta celebración reconociendo nuestro pecados y diciendo: "Jesús, maestro, ten compasión de nosotros". E incluso es posible que nos hayamos sentido curados y perdonados. Pero no nos quedemos aquí, convirtiendo la celebración de la Eucaristía solamente en un precepto tranquilizador. Esforcémonos por reconocer de corazón que NUESTRA VIDA ENTERA ES UN DON DE DIOS. De este modo, la despedida final del sacerdote se convertirá para nosotros en un regreso renovado a la lucha cotidiana, como lo fueron las palabras de Jesús al samaritano: "Levántate, vete, tu fe te ha salvado".

JORDI CATALA
MISA DOMINICAL 1983/19


12.

"Gracias", de palabra y de corazón

Los niños y las niñas que estáis aquí sabéis que vuestros padres procuran enseñaros a pedir las cosas "por favor" y a que os acostumbréis a dar las gracias cuando alguien os da algo, cuando alguien os hace algún servicio. Y me parece importante que también entre vosotros, entre hermanos, amigos y compañeros, os salga fácilmente de la boca -y del corazón- la palabra "gracias". Igual que nosotros, los mayores, no deberíamos olvidarnos de daros las gracias a vosotros, los más pequeños, cuando también vosotros nos hacéis un servicio, nos ayudáis a hacer eso o aquello, nos dáis alguna cosa.

A todos -de cualquier edad y condición- nos debería salir fácilmente del corazón y de la boca la palabra "gracias". En casa, en la familia, en el trabajo o en la escuela, cuando vamos en un transporte público -¿por qué, por ejemplo, no decimos "gracias" al empleado que nos vende el billete o la tarjeta?-, en todos los mil lugares y circunstancias de nuestra vida de cada día. Y no sólo como una palabra y una costumbre de buena educación, de buena convivencia, sino como algo más importante, más hondo. Porque tener en nosotros un sentimiento -una actitud- habitual de gratitud hacia los demás en uno de los aspectos importantes de aquel amor que Jesús nos dijo que nos hemos de tener los unos con los otros. Porque la gratitud significa valoración del otro, significa tratarle con respeto y consideración, estimarle. En cambio, cuando nos domina el egoísmo, el considerarnos el centro del mundo, cuando actuamos con exigencia o imposición, cuando pensamos que todas las relaciones humanas se reducen a una trama de derechos y deberes, sin gratuidad -o incluso sin colorear de gratuidad los derechos y los deberes-, entonces nos alejamos de aquel amor que Jesús nos encomendó.

-La raíz es la misma

El evangelio de hoy nos ha hablado de un samaritano -de un extranjero- que supo volver para dar gracias por su curación. ¿Por qué volvió éste y no los otros nueve? Probablemente, creo, porque éste estaba acostumbrado a dar gracias -de corazón y de palabra- en su vida normal. Y los otros nueve, no. Por eso, el que estaba acostumbrado a ser agradecido a los hombres, supo serlo ante Jesucristo, y así halló la gracia del Señor, encontró la fe y la salvación.

Y es que no podemos separar -como si no tuvieran nada que ver- la acción de gracias a nuestros hermanos los hombres y la acción de gracias a Dios. En nuestro corazón, la raíz de la gratitud para con los hombres y para con Dios es la misma. Si nuestra relación con Dios la vemos también sólo como una trama de derechos y deberes, como un "te doy para que me des", o de "cumplo porque me lo mandas", no descubriremos la relación más profunda, íntima y personal que es la del amor agradecido.

EU/GRATITUD: La Misa: gracias al Padre

Y sin esta actitud y este sentimiento que nos haga fácil decir "gracias" a Dios, tampoco comprenderemos el sentido de la Misa. De la Misa, que por algo llamamos "Eucaristía" que -como sabéis- significa en griego "acción de gracias". La parte central de la Misa, lo que llamamos la "plegaria eucarística", es fundamentalmente un decir "gracias" al Padre, gracias por su amor que nos ha manifestado en el amor de J.C., gracias por su Espíritu Santo que nos da para que también nosotros vivamos de y en el amor.

Por eso el sacerdote inicia esta gran plegaria diciendo a toda la asamblea, con los brazos extendidos: "Demos gracias al Señor, nuestro Dios". E inmediatamente, viene el prefacio, que es siempre un cántico de gratitud que culmina con el canto del "Santo" porque la gratitud desemboca en la alabanza. Y después, la plegaria eucarística -las diversas plegarias eucarísticas- son sobre todo un "memorial", es decir, un recuerdo de los grandes motivos que tenemos para que nos brote del corazón y de la boca la palabra "gracias".

Y por eso, el centro de la plegaria eucarística, es la renovación de lo que dijo e hizo Jesús en la Ultima Cena, al dejarnos el memorial -el recuerdo vivo- de aquel amor suyo. De aquel amor por el Padre y por nosotros, que le llevó a asumir la muerte en la cruz y le ganó la batalla a la muerte con su resurrección, que es puerta y esperanza de nuestra resurrección ya ahora y para siempre.

Termino. Y permitid que vuelva a dirigirme especialmente a los niños y niñas que están aquí. Recordad una cosa muy importante: cuando venís, aunque a veces os cueste, a Misa, recordad que lo más importante aquí no es -aunque también lo sea- escuchar o pedir esto o aquello. Recordad que lo más importante aquí es saber decir a Dios, nuestro Padre del cielo: gracias, gracias por todo, pero sobre todo gracias porque nos ha hecho conocer, querer y seguir a Jesús. Gracias porque nos has dado a tu Hijo Jesús.

JOAQUÍN GOMIS
MISA DOMINICAL 1989/19


13.

1. Lo humano y lo cristiano

Estamos en la última etapa del camino de Jesús hacia Jerusalén. Su actividad anterior la ha realizado en el ámbito de Galilea, con muy pocos cruces de frontera. La inestable vida errante es relevada por el camino resuelto hacia Jerusalén. Pronto llegará a Judea, que ya no abandonará hasta su muerte. Con el nombre de Judea resuena lo critico y decisivo. También en este pasaje el centro es la fe, la gratitud para con Dios. Opone el comportamiento de unos judíos al de un samaritano. Y, como siempre que esto ocurre, el desenlace favorece a este último. Deberíamos prestar mucha más atención los cristianos a esta constante evangélica y sacar conclusiones para nuestro ahora.

¿Cómo vamos a descubrir la fe y la gratitud para con Dios si no vivimos y valoramos ambas en nuestras relaciones humanas? Creer en Dios nos obliga a creer en los hombres; para ser agradecidos con él es necesario serlo antes con los que nos rodean. ¿Cómo vivir cristianamente sin vivir hasta el fondo todo lo humano? Quien no vive las realidades más profundas de su camino humano no podrá vivirlas como realidades del camino cristiano. ¿Cómo entender y vivir, por ejemplo, la realidad "Dios-amor" si no sabemos vivir de verdad todo lo que hay de amor en nuestra vida, si no lo valoramos como lo más importante de ella?

Lo que decimos, hacemos o creemos carece de sentido si está desvinculado de nuestra vida diaria. Y ¿cómo es nuestra vida de cada día? Si nos pudiéramos ver en una pantalla, objetivamente, es posible que nos viéramos como máquinas vivientes que se saben unas frases, realizan unas actividades, hacen unos gestos.... siempre los mismos, que vamos repitiendo como si fuera todo lo que se espera de nosotros. No es que no haya más en nuestra vida, pero sí que esta rutina diaria nos tiene dominados. Y prisioneros de este nivel superficial de nuestra existencia, apenas nos queda tiempo y libertad para ver y vivir en el nivel más profundo de cada uno de nosotros, de estas mismas cosas que hacemos, de estas mismas personas que tratamos, de todo lo que compone nuestra vida. Y es lástima, porque es precisamente en este nivel más profundo donde se juega lo más importante de la vida humana, lo que caracteriza nuestra vida de hombres. Y es en este nivel más profundo donde adquiere su valor y sentido todo lo que hacemos. Es fundamental que caigamos en la cuenta de que si somos superficiales, distraídos, prisioneros de la rutina y de las ocupaciones y preocupaciones más inmediatas, no podremos progresar en la vida cristiana. Lucas, siempre preocupado por todos los marginados, nos presenta un milagro de leprosos. Son signo de los hombres que reciben la gracia salvadora de Dios, que los transforma.

El relato va a constar de cuatro momentos: súplica a Jesús, curación, agradecimiento del samaritano y su salvación- liberación.

2. Todos quedan curados

Jesús camina hacia Jerusalén. Sólo en función de esta ciudad donde le espera la muerte, podemos comprender su camino y su acción, el riesgo y el sentido de todo lo que hace. "Vinieron a su encuentro diez leprosos". Nueve son judíos y uno samaritano. La enfermedad y la miseria reúnen a los hombres y les hacen olvidar los odios nacionales. Los leprosos no podían habitar dentro de las ciudades amuralladas; estaban obligados a vivir solos, en los descampados (Lv 13,45-46).

La enfermedad les sitúa en posición de búsqueda. ¡Cuántas cosas está dispuesto a hacer un enfermo para recobrar la salud! ¡Cuántas veces la enfermedad es la única forma de despertar al hombre de la rutina en que vive muriendo!

A gritos suplican a Jesús que los cure. Lo llaman "maestro", nombre que en Lucas sólo le han dado hasta ahora los apóstoles. Por sí mismos los enfermos no pueden hacer más que gritar pidiendo auxilio. En su petición está implícito el grito de todos los hombres que descubren sus límites y llaman a la puerta del misterio en busca de socorro. Los leprosos gritan a Jesús. Han oído hablar de sus milagros y le salen al encuentro. Parece que no han oído nada sobre el valor liberador de su doctrina, si nos atenemos a su reacción posterior. Jesús les manda al sacerdote, al representante de la sociedad, para que testifique oficialmente la curación -único que podía hacerlo- y puedan volver a formar parte del pueblo.

Mientras iban al encuentro de los sacerdotes se produce el milagro externo: todos quedan curados. Los nueve judíos siguieron su camino hacia los sacerdotes, como si nada especial hubiera pasado por sus vidas; aceptan el prodigio con naturalidad y se muestran dispuestos a integrarse, sin más, en la vida humana y religiosa de Israel, su pueblo. La curación no les aporta nada nuevo, porque vuelven a ser lo que ya antes habían sido. Se acercaron a Jesús solamente para la curación física y la habían conseguido. Ahora se reintegrarían a sus respectivas comunidades judaicas, y su curación sería una anécdota más de la vida. Su encuentro con Jesús no ha sido más que un episodio superficial y pasajero. Es la reacción de los "hijos fieles".

3. Sólo uno llega al fondo de lo sucedido

El décimo leproso -samaritano, extranjero y herético-, al sentirse curado de la lepra que lo tenía apartado de la sociedad, volvió a Jesús para darle las gracias. Lo hace "alabando a Dios a grandes gritos y echándose por tierra a los pies de Jesús". Sólo uno sabe descubrir el fondo de lo sucedido. Los otros han quedado prisioneros de las normas establecidas. Sólo uno acierta a sentir que hay algo más importante que las normas y los ritos: dar gracias. Ha encontrado en Jesús algo decisivo, verdaderamente liberador, y ha vuelto para darle las gracias y ponerse a su servicio. Ya iría después a los sacerdotes para poder reintegrarse a la sociedad.

Sólo uno intuyó en su curación el amor del Padre que le llamaba a una plenitud de vida, a no quedarse en el signo externo. Y actuó en consecuencia. Sólo uno tuvo la capacidad de sorpresa necesaria para encaminarse hacia Jesús. Los evangelistas tienen un constante interés en poner de manifiesto la actitud creyente de aquellos de quien nadie esperaría nada.

Los nueve judíos no saben dar gracias a Jesús porque tampoco sabían hacerlo en la vida ordinaria. Como eran judíos, miembros del pueblo elegido, creerían que tenían derecho a esa curación, por lo que no tenían nada que agradecer. Están encadenados a sus prescripciones. No saben reconocer la propia pobreza ante el don de Dios ni tener la mínima actitud de agradecimiento. Decididamente, el evangelio quiere convencernos de que la verdadera fe y el correspondiente amor no suelen florecer donde uno podría esperar.

Jesús parece que confiaba en que todos volverían a dar "gloria a Dios" por él. Una "gloria" que no significa decir "Señor, Señor", sino descubrir, reconocer, agradecer, vivir de su presencia en nosotros; vivir en comunión con el Dios que nos ha manifestado Jesús. Dios no espera de nosotros agradecimientos a la manera paternalista de los llamados bienhechores. El agradecimiento que él espera es nuestra estima, nuestro abrirnos a la sorpresa, a la novedad, a la alegría, a la alabanza, a la celebración de sus prodigios cada día. Sin palabras. Como el niño que dice gracias saltando de alegría mientras abre el regalo.

Llama poderosamente la atención que los que más cerca se creen de Dios son los más ciegos a la hora de ver lo nuevo de su mensaje y los más reacios a llegar a un verdadero cambio de vida.

Lo más normal es que vivan en la rutina religiosa en la que se muere el espíritu, muere la búsqueda y cesa todo crecimiento.

Detrás de las formas y de las fachadas religiosas es frecuentísimo descubrir un vacío que va causando la muerte de una fe comprometida verdaderamente con el reino de Dios. Aunque parezca contradictorio, la rutina y la superficialidad tienen una maligna predilección por los que más se ufanan de su vida religiosa o cristiana. Los obispos, los sacerdotes, los religiosos y religiosas, los laicos piadosos..., difícilmente podemos evitar ese sopor religioso que nos va invalidando como personas de fe. Rodeados de palabras, rezos, reuniones, cantos, sacramentos, cursillos, técnicas..., perdemos de vista lo fundamental: el constante retorno a Jesús, a su evangelio, el ahondar cada día en nosotros mismos, en purificar nuestras actitudes...

No hace falta demasiada imaginación para darnos cuenta de que esos nueve leprosos reflejan a la perfección el estilo religioso de nuestros países llamados cristianos y de muchas de nuestras instituciones religiosas y apostólicas. Es tan enorme la superficialidad y la falta de compromiso, que ya nada mueve nuestra atención, nada es vivido en profundidad, nada nos empuja a una renovación. Somos capaces de recibirlo todo y de hacerlo todo con una plena indiferencia. Hemos logrado tener un cristianismo perfectamente cosificado y codificado: todo se hace según tradiciones estipuladas, pensadas y dirigidas desde arriba, ejecutadas mecánicamente, como si el solo hecho de hacer cosas piadosas o de recibir sacramentos fuese suficiente para crecer y madurar en la fe; como si no quedara lugar para el esfuerzo e iniciativa personales, para la revisión o la crítica.

4. Comprendió que su vida no podía ser la misma de antes

"Levántate, vete; tu fe te ha salvado". ¿En qué manifestó fe el samaritano? En que, al encontrarse curado de forma inesperada, fue capaz de interpretarlo como un gesto de Dios. Y si el acontecimiento era una acción de Dios, su autor inmediato tenía que ser por fuerza un enviado suyo. Y comprendió que su vida no podía ser ya la misma de antes. Se convirtió en creyente: el don recibido de Dios lo transformó en una forma nueva de existencia. Se introdujo voluntariamente en el campo del don de Dios que Jesús le había ofrecido, por lo que el milagro se pudo realizar en él de una forma plena y total. Lo que había comenzado siendo una curación física se convirtió en "salvación" definitiva. La salvación para un enfermo empieza en la curación; es verdadera salvación cuando se encuentra en ella a Dios, ya que su presencia le da infinitud.

FE/QUÉ-ES: La fe para Jesús no significa cumplir unas normas religiosas, sino vivir abierto a la acción de Dios en nuestra vida. Es decir vivir en el nivel profundo de nuestra vida, en todo lo que hay de Dios en ella: amor, verdad, gratitud...

La fe es un acto existencial que integra a todo el hombre. Arranca de la gracia divina y de la libertad humana. Es un don de Dios y decisión del hombre. La fe, vista desde Dios, es gracia que crea permanentemente la libertad humana. La fe, vista desde el hombre, es libertad que se entrega. La fe es acción directa, inmediata y total de Dios, que crea permanentemente la libertad del hombre, y, al mismo tiempo, es acción directa, inmediata y total del hombre, que acoge el amor de Dios en su corazón y le corresponde con la autodonación, con la entrega, con la ofrenda de su vida.

Dios y el hombre no están en el mismo plano. Dios constituye el hombre en su consistencia propia, en su autonomía y en su libertad. El hombre decide libre y autónomamente.

La fe es confianza en Dios, adhesión intelectual a la verdad, al bien; ofrenda y entrega a Dios, decisión y compromiso, amor.

Existir cristianamente es vivir desde Dios y para Dios, desde Jesús y para Jesús, desde los otros y para los otros.

La fe es descubrir a Dios siempre presente y activo en nuestra vida, en nosotros y con nosotros, no con un poder arbitrario e imprevisible, sino con amor y comunión. De esta fe surge una actitud de alabanza, de gratitud, de no querer reconoce ningún otro Dios, ningún otro ídolo, ningún otro absoluto.

En este texto evangélico late una esperanza para nuestro cristianismo rutinario y sin fuerza de convocación: si los que se dicen -nos decimos- amigos de Dios y creyentes terminamos por sumirnos en una vida vulgar, la palabra de Dios siempre encontrará destinatarios que estén dispuestos a entregarle la vida. Son esos "leprosos" -incluso ateos y agnósticos-, gente humilde y marginada social y culturalmente, los que quizá mantengan despierto el espíritu de Jesús, al margen de la iglesia en muchas ocasiones. Países africanos y latinoamericanos, principalmente, están dando hoy una respuesta lúcida a este pasaje.

Para vivir en plenitud no basta con conocer nuestras dificultades y defectos; ni basta con vernos libres momentáneamente de ellos. Es imprescindible que acertemos con el verdadero enfoque de la vida. De otra forma, pronto se terminan los buenos propósitos y nos volvemos a encontrar desengañados y sin ánimos para nada.

Vemos cómo todos los leprosos fueron conscientes de su mal y se sintieron curados. Pero ¿de qué les servirá a los nueve judíos si no han descubierto lo más importante: el sentido de la vida? Volverán a la rutina de cada día...

Nadie se convencerá de nuestra curación hasta que ésta sea más contagiosa que nuestra enfermedad.

Este texto nos tiene que ayudar a nosotros para que recordemos una vez más cuáles son las cosas más importantes, tanto en nuestra vida de cada día en la relación con los demás como en nuestra vida de fe, de relación con Jesús y con Dios.

Porque nos puede ocurrir que creamos que lo importante es hacer lo que tenemos que hacer, como los nueve leprosos judíos. Hemos de ser conscientes de que el amor se demuestra con algo más que cumpliendo el deber. Si lo único que nos preocupa es hacer lo que debemos y cumplir con nuestras obligaciones, nuestra vida estará lejos de lo que Dios quiere.

Lo que valora Jesús es que hagamos con amor lo que tenemos que hacer; que sepamos ser agradecidos, amables, solidarios; que ayudemos a construir, en cada momento y en cada situación, esta vida feliz que Dios quiere para todos. Porque si somos muy cumplidores, pero somos incapaces de decir una palabra de ánimo al que tenemos al lado cuando está triste, ¿de qué nos sirve tanto cumplimiento del deber?

De los diez leprosos, nueve hicieron lo que tenían que hacer. Pero Jesús sólo alabó al que volvió a dar las gracias.

El hombre religioso sabe que nada de cuanto posee es merecido; ni siquiera sus pensamientos y palabras. Sabe que su vida no es suya por méritos propios, por lo que nunca exige nada para sí.

No andemos distraídos ante el milagro de la vida, ante las sorpresas de los acontecimientos cotidianos. Busquemos las huellas del paso de Dios a través de los hechos más ordinarios. No demos por sabido todo lo que se nos ofrece, aunque lo hayamos oído mil veces. Aprendamos a descubrir las "improvisaciones" de Dios aun en sus dones más frecuentes. Y permanezcamos siempre en actitud de agradecimiento.

FRANCISCO BARTOLOME GONZALEZ
ACERCAMIENTO A JESUS DE NAZARET - 3 PAULINAS/MADRID 1985.Págs. 162-168


14.

1. Un proceso de impermeabilización

El domingo pasado hablábamos de la fe fácil y de la fe difícil. Pues bien, el texto evangélico de hoy nos muestra un acontecimiento concreto que ejemplifica las reflexiones en nuestra jornada anterior.

Diez leprosos fueron curados por el Señor, que así manifestaba que la era mesiánica había llegado. Pues bien: los nueve leprosos judíos que habían gritado: «Maestro, ten compasión de nosotros», y que fueron curados durante el camino hacia Jerusalén, siguieron su camino como si nada especial hubiese pasado en sus vidas. Se acercaron a Jesús solamente por la curación física y la habían conseguido. Ahora se integrarían a sus respectivas comunidades judaicas y su curación sería una anécdota más de la vida. Su fe fácil les dio la salud de la piel, pero se perdieron lo mejor: el seguimiento de Cristo.

El décimo leproso -un extranjero herético, un samaritano-, al sentirse curado de la lepra que lo tenía segregado de la vida social, volvió hasta Jesús para dar gloria a Dios por el signo manifestado y comprendió que su vida no podía ser la misma de antes. Entonces escuchó la palabra de Jesús: «Levántate, vete; tu fe te ha salvado.»

Como fácilmente podemos advertir, el milagro transcurre sobre un trasfondo histórico muy concreto: los judíos no supieron descubrir nada especial en Jesús; en todo caso, el contacto con él sólo les sirvió para seguir aferrados a su comunidad judaica sin dar el paso nuevo. Sólo los extranjeros que no participaban del pueblo de Dios, los verdaderos marginados, encontraron en Jesús el principio de una nueva vida y la integración a una nueva comunidad: la Iglesia.

De esta manera se cumple lo insinuado por la primera lectura: el extranjero sirio Naamán fue curado de la lepra por Eliseo y entonces se le abren los ojos: decide de allí en adelante adorar solamente al Dios de Israel, para lo cual lleva tierra de Palestina hasta Damasco a fin de percibir en esa tierra la presencia de Yavé. Si su esquema religioso aún es torpe -pues todavía no ha descubierto que Dios no está atado ni a tierras ni a montes, como le dijo Jesús a la samaritana-, ya se insinúa lo que la liturgia relaciona con Jesús: mediante la fe, cualquier hombre en cualquier lugar del mundo podrá conocer al Dios verdadero y pertenecer a su comunidad mediante Jesucristo salvador.

Lo que nos llama la atención en el relato -y que el mismo Jesús señala- es lo contradictorio de la conclusión: los que más cerca están de Dios, de la Biblia y de las sagradas tradiciones son los más ciegos a la hora de ver lo nuevo del mensaje de Dios y los más reacios a llegar a un verdadero cambio de vida. Su fe fácil se ha transformado en un auténtico «acostumbramiento» o rutina religiosa bajo la cual muere el espíritu, muere la búsqueda y cesa todo crecimiento. La cercanía constante de lo sagrado -como se decía antaño de los sacristanes- termina por hacerlos sentirse dueños de lo sagrado, manoseando y prostituyendo lo religioso, de tal forma que termina por perder todo sentido o sabor.

Detrás de las formas y fachadas religiosas se va produciendo aquel vacío que esteriliza la vida y que transforma a las comunidades en sombras del pasado o restos puramente folclóricos.

Al cabo del tiempo todo pierde sabor y sentido: los sacramentos -sobre los cuales se estudian hasta los más ínfimos detalles- se reciben como aquellos leprosos recibieron la curación: como un puro trámite social, como un simple lavado externo. Pero internamente nada ha cambiado. No hay en ellos esa «fe que salva», esa fe difícil que es rendirse ante Dios para seguir su camino, el nuevo camino de Jesucristo.

El acto de comulgar no es más que un recibir la hostia con la idea de que algún extraño poder sagrado obrará un efecto especial llamado gracia. Pero, minutos después o quizá segundos, todo sigue su eterna rutina. Termina la misa y termina todo...

Aunque parezca contradictorio, la rutina y la superficialidad se enseñorean de los que más se ufanan de su vida religiosa o cristiana: sacerdotes, obispos, cardenales, religiosos, laicos piadosos, etc., difícilmente pueden evitar el sopor religioso que no sólo los invalida como hombres o mujeres de fe, sino que los socava en su misma dinámica existencial.

Embadurnados de palabras, rezos, cantos, ritos y lecturas religiosas, pierden la perspectiva fundamental: el constante retorno a Jesucristo y el reavivar permanente de esa fe difícil que consiste en ahondar cada día en uno mismo, en purificar actitudes, en desechar la hojarasca hasta llegar al meollo de la fe: un corazón libre y sincero.

De ahí la insistencia de los evangelios y de las cartas de Pablo en la necesidad de liberarnos en nombre de Cristo tanto de la Ley como del culto, como asimismo de las tradiciones y normas inveteradas para no caer nuevamente bajo un yugo intolerable.

No hace falta demasiada imaginación para darnos cuenta de que esos nueve leprosos reflejan muy bien el estilo religioso de nuestros países llamados cristianos y de muchas de nuestras instituciones calificadas de «religiosas» o «apostólicas». Es tal el poder inflacionario de lo religioso, que llega un momento en que nada mueve la atención, nada es vivido en profundidad, nada tiene valor ni impulsa a una praxis de renovación. Tenemos inmensas catedrales y multitud de templos, infinidad de instituciones religiosas de todo tipo, documentos y libros religiosos de todo estilo y tamaño; se multiplican los actos de culto, las devociones, los congresos, concilios y sínodos; se hacen ediciones a millones de Biblias y libros religiosos... y, como sucedió con aquellos nueve, todo se recibe con santa indiferencia, como una lluvia que resbala mansamente sobre nuestros paraguas bien abiertos. Es una religión perfectamente cosificada y codificada: todo se hace según horarios y tradiciones estipuladas; todo viene pensado y dirigido desde arriba y se ejecuta mecánicamente, como si el solo hecho de hacer cosas piadosas fuese suficiente para crecer y madurar en la fe; como si no quedara lugar para el esfuerzo personal, para la iniciativa, para la revisión o la crítica.

Basta observar lo que ha sucedido con los documentos pontificios sobre cuestiones sociales: en gran medida han sido documentos «for export», cuando dentro de la misma Iglesia se infringen las más elementales leyes sociales y se mantienen férreamente la distinción y categorías de personas y clases sociales.

Hemos llegado a un punto de impermeabilización religiosa precisamente los que nos decimos cristianos y personas religiosas... Por eso, el evangelio de hoy es una severa y alarmante llamada de atención: cuidado con esa gracia de Dios que pasa como la lluvia torrencial que muere a los pocos segundos en las cunetas o grietas de la tierra.

O como decíamos el domingo pasado: basta un poquito de fe auténtica -como la de ese leproso samaritano- para que las cosas cambien. Poca y sentida; poca y sincera.

2. La palabra no está encadenada

Nos viene otra reflexión de la segunda lectura. Pablo, prisionero en Roma por su fe en Cristo, tiene coraje para gritarle a Timoteo: «¡Pero la palabra de Dios no está encadenada!»

Es la otra gran lección del texto evangélico de hoy -un típico texto de Lucas-: la palabra de Dios no puede quedar encadenada ni por los que abiertamente la hostigan ni por los que la pretenden ahogar bajo el cúmulo de cosas sagradas que adormecen los espíritus.

Es el signo de esperanza de este evangelio: si los que se dicen amigos de Dios terminan por sumirse en la rutina de una vida vulgar, la palabra de Dios siempre encuentra hombres y mujeres dispuestos a prestarle su fuerza y su juventud. Algo similar a lo sucedido en el siglo XVI: mientras la Europa cristiana se deshacía en la rutina religiosa y en guerras fratricidas por cuestiones religiosas o eclesiásticas, nuevos pueblos de América y Asia se acercaban a Jesucristo con toda la sencillez y frescura de su heterodoxia pagana. Son estos leprosos heréticos y extranjeros -gente humilde y marginada social y culturalmente- los que mantienen despierto el espíritu del Evangelio sin tanta hojarasca preciosista ni triunfalismos de ninguna especie.

Y si abrimos bien los ojos, también descubriremos en nuestra sociedad, en esta comunidad quizá, hombres y mujeres que están provocando el cambio propuesto por el Evangelio sin ostentación pero con eficacia, viviendo la pobreza en la lucha diaria por el propio sustento, el amor en una solidaridad efectiva con los que necesitan, la piedad en una vida interior llena de serenidad y libertad.

Como parece sugerir el Evangelio, estos hombres podrán ser pocos estadísticamente -uno sobre nueve-, pero sus vidas actúan como la levadura en la masa. Podrán muchas veces tener toda la apariencia de gente que no pertenece a nuestra comunidad cristiana, podrán parecer ignorantes religiosos y hasta podrán tener ideas extrañas y poco teológicas... Pero miremos sus vidas, sus gestos, sus actitudes. Por allí puede pasar el Reino de Dios, pasar y quedarse para crecer más y más.

Como sucede con tantos otros textos evangélicos, también éste debe movernos a una profunda y sincera reflexión. ¡Cuánta gracia de Dios caída en vano! ¡Cuánta estructura religiosa y cristiana que se esteriliza en lo grande y en lo ampuloso, pero que no fructifica para el Reino de Dios!

Hoy mismo estamos celebrando la Eucaristía: ¿Cuántas misas ha habido en nuestra vida? ¿Cuántas predicaciones? ¿Cuántas oraciones y comuniones?

¿No nos estará pasando como a aquellos nueve judíos, que sólo venimos por lo que nos interesa -por cumplir un precepto, por una tradición, por una rutina formal- para salir después como si nada hubiera pasado?

Y cuando nada pasa, no hay pascua, no hay paso liberador de Dios. Por lo tanto: no hay fe ni existe cristianismo.

«Tu fe te ha salvado»... Sólo cuando esta frase puede aplicarse a nuestra vida, cuando sentimos que ya no somos los mismos de antes, cuando la fe cristiana produce un verdadero cambio en la persona y en la sociedad, sólo entonces podemos comenzar a sentirnos cristianos.

Entre tanto, retornemos a Cristo, al Cristo de la fe difícil y comprometida, no sea que en su nombre nos estemos alejando cada día más.

Como aquel leproso, volvámonos alabando a Dios a grandes gritos y echémonos a los pies de Jesús, dándole gracias porque hoy su palabra nos ha abierto los ojos.

SANTOS BENETTI
CAMINANDO POR EL DESIERTO. Ciclo C.3º
EDICIONES PAULINAS.MADRID 1985.Págs. 304 ss.


15.

LA GRATITUD PARA CON DIOS

-No se ha visto que volvieran para dar gloria a Dios (Lc 17, 11-19)

El grito de los leprosos es conmovedor por su fe; el doble título que dan a Cristo subraya esta fe profunda: "Jesús", "Maestro". Como es sabido, esta ardiente plegaria de los leprosos: "Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros", convertida en: "¡Señor, Jesucristo, hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador!", es la formula frecuente de la oración de los monjes y también de los fieles bizantinos; la consideran como la oración continua que se desgrana a modo de rosario. Oración bíblica, ya que es frecuente en los salmos, por ejemplo, en el 31 (30) y 51 (50).

Jesús no responde de inmediato, al menos aparentemente, a la petición de fe de los leprosos, sino que los envía a los sacerdotes, que han de dar constancia de su enfermedad, según el Levítico. ¿Es que no han ido ya? Es una prueba de fe que Jesús les impone. Pero mientras iban, quedaron limpios. El evangelista no insiste más en el milagro, del que no hace descripción ninguna. No es su objetivo. Lo que él quiere enseñar es, por un lado, la importancia de la fe, pero también el agradecimiento. Pero lo que pretende enseñar más todavía es que fe y reconocimiento pueden darse también en un no-judío. Por otra parte, el relato termina con esta amarga observación de Cristo: "Los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?". La curación de los otros, ingratos, no significa, por tanto, su salvación, ya que sólo al extranjero que ha vuelto le dice el Señor: "Levántate. vete; tu fe te ha salvado".

-Naamán vuelve para dar gloria a Dios (2 Re 5, 14-17)

En el evangelio, la fe va seguida de la curación, aquí es la curación lo que provoca la fe de Naamán. El relato escogido por la liturgia de este domingo empieza por el momento del milagro. Pero es conocida la inicial irritación de Naamán cuando Eliseo le ordenó que fuera a bañarse en el Jordán. Naamán se imaginaba más ceremonias para su curación. Cede, sin embargo, ante la insistencia de sus servidores, sin creer de verdad en su curación. Pero se cura y vuelve para dar las gracias a Eliseo y ofrecerle un regalo que el profeta rehúsa. Entonces Naamán hace su profesión de fe. Su curación y su gratitud le han valido ese don.

Nosotros, los cristianos, somos salvados, pues, por la fe -que es un don- ya seamos judíos o paganos: es lo que quería enseñar san Lucas, insistiendo a la vez en el noble sentimiento del agradecimiento, hallado sólo en el corazón de un extranjero. La liturgia de hoy nos muestra, a un tiempo, esa misma delicadeza del agradecimiento y el don de la fe en un extranjero, Naamán. Fe y salvación son para todos nosotros dones de Dios que no podemos merecer y cuyo agradecimiento olvidamos a menudo, no manifestando nuestra acción de gracias.

ADRIEN NOCENT
EL AÑO LITURGICO: CELEBRAR A JC 7
TIEMPO ORDINARIO: DOMINGOS 22-34
SAL TERRAE SANTANDER 1982.Pág. 69 s.


16.

-El agradecimiento

No es una novedad afirmar que muy a menudo somos víctimas de la ley del péndulo. Así, antes se daba "gracias" por todo, ahora no se dan casi por nada. Si caemos en la tentación de levantarnos en el autobús o en el metro para ceder nuestro asiento y nos dicen "gracias" nos habrá tocado la lotería. Pero, si nosotros damos las gracias al conductor porque nos ha aceptado un billete de mil pesetas para cobrar el importe del viaje, nos mirará como si viniéramos de otra galaxia. No se estila ya "dar las gracias".

Los nueve leprosos curados y que no agradecieron la curación recibida debían ser de por aquí: el que sí lo hizo, evidentemente, era un extranjero, un samaritano. Y si lo importante no son las palabras -no cuesta mucho decir "gracias"- sino lo que hay en el corazón, entonces...

Incluso por egoísmo tendríamos que ser agradecidos! El agradecimiento atrae nuevos beneficios.

-La vida

Estoy seguro de que estaréis de acuerdo conmigo: el don más grande que hemos recibido, que se nos ha dado, es el de la vida. Todos queremos vivir, y vivir más y mejor. Y es lógico, es natural. Para eso Dios nos ha puesto en este mundo: ¡para que vivamos! El no quiere la muerte de nadie. Incluso del que vive ignorándolo dice: "No quiero la muerte del pecador, sino que se convierta y tenga vida". Cuando los hombres estábamos muertos nos envió a su propio Hijo para llenarnos de vida, como nos manifestó él mismo: "Yo he venido para que tengáis vida y la tengáis abundamentemente". Y al culminar su tarea en la tierra, nos promete: "Os enviaré el espíritu de la verdad, del amor, de la vida", para que no nos cueste tanto vivir, se nos haga más fácil amar, ya que sólo vive el que ama.

Además, estamos tan acostumbrados cada mañana a despertarnos a un nuevo día, que no le damos ninguna importancia. Seguro que ni pensamos en agradecerlo. ¡Cuánta gente habrá que no se despertará, que dormirá para siempre! Un don tan preciado -a pesar de la actual crisis de valores- como es la VIDA, y ¿lo agradecemos suficientemente? ¿La vivimos con alegría y plenitud? Agradecerla sería celebrarla, quiero decir: no sólo alabando a Dios que nos la ha concedido, sino haciendo rendir cada segundo de tiempo el máximo de eternidad, no dejando escaparla sin sacarla todo el jugo. Vivir haciendo vivir, no simplemente dejando vivir (como normalmente hacemos).

-La palabra de Dios

Cuando se tiene hambre, uno descubre lo bueno que es el pan. Preguntádselo si no al hijo pródigo de la parábola. Dios le pilló por el estómago vacío para devolverlo a la casa paterna.

Cuando se está enfermo uno se da cuenta de lo que es la salud, gastada muy a menudo de una manera tonta, para ganar dinero, y después debes invertirlo para recuperarla. Naamán, a pesar de la resistencia inicial, -"¿no valen más las aguas de los ríos de Damasco... que todas las aguas de Israel?"- bajó al Jordán y se bañó en él siete veces, como le había dicho Eliseo, "el hombre de Dios". Y se curó.

Y, los diez leprosos del evangelio por haber clamado: "Jesús, maestro, ten compasión de nosotros" y haber obedecido el mandato de ir a presentarse a los sacerdotes "mientras iban de camino, quedaron limpios". Así de sencillo: "Tu fe te ha salvado".

Y, amigos, ¿hay que abrir mucho los ojos para darse cuenta de que todos estamos enfermos? Y no me refiero al lujo de visitarse con un psiquiatra, sino a algo más grave: no amamos nunca como hay que amar, ni vivimos, como apuntábamos antes, con aquella alegría del vivir cristiano, contagiosa a tantos hermanos nuestros entristecidos, aburridos, aletargados, que no saben o no se deciden a vivir.

¡El don de la vida! ¡Ah!, y no basta esta vida vegetativa que muchos disfrutamos. Un cristiano, un bautizado (tampoco agradecemos suficientemente este don de nuestro bautismo), agradecido, gozoso, consciente de su participación de la vida de Dios, tendría que proclamar, sin aspavientos ni estridencias, más que con palabras, con actitudes, con la vida toda, que estamos salvados, que estamos perdonados, que vivimos arropados por el amor de Dios, siempre y en todas partes. La BUENA NUEVA tendría que ser luz, fuerza y vida para todos.

Conscientes que solos no podemos nada, pidamos que esta Eucaristía que todos juntos vamos a celebrar con Cristo, sea la expresión de toda nuestra gratitud al Padre que tanto nos ama.

JAUME BAYO
MISA DOMINICAL 1992/13


17.

UNA VIDA AGRADECIDA

Con frecuencia, los cristianos nos hemos preocupado más de las exigencias éticas de la fe que de revitalizar nuestra relación gozosa con Dios.

Por otra parte, hemos insistido en el cumplimiento y la práctica religiosa, pero no hemos aprendido a celebrar con emoción a Dios como fuente amorosa de la vida.

AGNOSTICISMO/FE  FE/ALEGRIA: No es extraño que nos vean un rostro poco entusiasta. Así escribe ·Tierno-Galván-E: «En estos momentos, el agnosticismo parece el único camino para devolver al hombre la seguridad y el entusiasmo, frente a tantos millones de cristianos decepcionados, para los que Dios... es tan sólo un juguete roto».

¿No necesitamos los creyentes redescubrir a Dios como Dios y aprender a vivir gozosamente en acción de gracias al Creador?

Nuestro instinto religioso está tan atrofiado y es tan grande nuestro temor a una religiosidad alienante, que esta misma pregunta levantará sospechas en más de uno: ¿Qué puede aportar eso a la construcción de una sociedad mejor? ¿Para qué sirve alabar al Creador cuando hay tantas cosas que hacer?

La queja dolorida de Jesús ante los nueve leprosos que se apropian de la salud sin que se despierte en su vida el agradecimiento y la alabanza entusiasta, nos tiene que interpelar. ¿No ha vuelto nadie sino este extranjero para dar gloria a Dios?

Cuando únicamente se vive con la obsesión de lo útil y lo práctico, ordenándolo todo al mejor provecho y rendimiento, no se llega nunca a descubrir la vida como regalo. Cuando reducimos nuestra vida a ir «consumiendo» diversas dosis de objetos, bienestar, noticias, sensaciones, no es posible percibir a Dios como fuente de una vida más intensa y gozosa.

Cuando nos pasamos la vida dominando a las personas, estrujando las cosas y manipulándolo todo, nos hacemos incapaces de contemplar la existencia como un don del Creador.

Pero hay otro modo de vivir distinto. El de aquellos que se van liberando lentamente de tanto empobrecimiento interior y descubren que «existimos desde un origen amoroso» (J. Martín Velasco) y que estamos llamados desde ahora a una plenitud de vida que desafía las limitaciones del tiempo y del fracaso humano.

No son muchos, pero su vida está animada por una hondura, una gratitud y una alegría insospechada para el que la observa desde fuera. Dios es «un juguete roto» sólo para quien no sabe disfrutar de su regalo con gratitud.

JOSE ANTONIO PAGOLA
BUENAS NOTICIAS
NAVARRA 1985.Pág. 353 s.


18.

AGRADECER

La gratitud es un sentimiento profundamente arraigado en el ser humano. Desde muy pequeños nos enseñan a dar gracias pues el agradecimiento es la actitud más noble ante lo que vamos recibiendo en la vida. Pocas cosas hay más humillantes que llamar a alguien con verdad «desagradecido».

Y, sin embargo, son muchos los creyentes que no saben vivir de manera agradecida. Sólo se acuerdan de Dios para expresarle sus quejas o pedir su auxilio en momentos de necesidad.

Nunca nace de ellos el agradecimiento o la alabanza por lo bueno que hay en sus vidas. Para agradecer, lo primero es saber captar lo positivo de la vida. No dejar de asombrarnos ante tanto bien: el sol de cada mañana, el misterio de nuestro cuerpo, el despertar de cada día, el amor y la amistad de las personas, la alegría del encuentro, el placer, el descanso reparador, la música, el deporte, la naturaleza, la fe, el hogar. No se trata exactamente de vivir con espíritu observador, sino de estar atento y saber acoger todo lo jugoso, lo hermoso, lo positivo de la vida, bien nuestra o la de los demás.

V/DON/AGTO: Es necesario, también, percibir todo eso como don proveniente de Dios, fuente y origen último de todo bien. La vida se convierte entonces, casi espontáneamente, en alabanza. Y uno comprende que lo primero en la vida es agradecer. A pesar de todos los sinsabores, fracasos y pecados, la vida es don que hemos de acoger cada día en actitud de agradecimiento y alabanza.

ALEGRIA/SEGUIMIENTO: El agradecimiento pide, además, reaccionar con gozo y expresar la alegría de vivir recibiéndolo todo de Dios. La alegría está hoy bastante desacreditada. Muchos la ven como la virtud ingenua de quienes todavía no han escarmentado ante la dureza de la vida. Y, sin embargo, puede ser la reacción de quien vive desde la misma raíz de la existencia. Recordemos las palabras de S. ·Kierkegaard: «Todo el que de verdad quiere tener relación con Dios y frecuentarlo, no tiene más que una sola tarea: la de estar siempre alegre.»

La alabanza a Dios es manifestación de vida sana y acertada. Quien no es capaz de alabar y agradecer la vida, tiene todavía en su interior algo enfermo. Los diez leprosos quedan curados de la terrible enfermedad, pero sólo uno vuelve «glorificando a Dios», y sólo él escucha las palabras de Jesús: «Levántate y vete, tu fe te ha salvado.» Todos han sido curados físicamente, pero sólo él queda sanado de raíz.

ALABANZA :Tal vez, uno de los mayores pecados de la Iglesia y de los creyentes es la falta de alabanza y de acción de gracias. Recordemos unas palabras recientes de ·Häring-B: «La Iglesia será cada vez más una Iglesia curativa, cuando sea una Iglesia más glorificadora y eucarística... Es el camino de la salvación: siempre y en toda ocasión es digno y justo dar gracias a Dios y alabarle».

JOSE ANTONIO PAGOLA
SIN PERDER LA DIRECCION
Escuchando a S.Lucas. Ciclo C
SAN SEBASTIAN 1944.Pág. 113 s.