31 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO XXVII
CICLO C
11-17

11.

Hemos escuchado la sencilla y humilde oración de los apóstoles: "Señor, auméntanos la fe". Creo que ésta debe ser también hoy y cada día nuestra plegaria: "Señor, auméntanos la fe". Porque todos nosotros, sin excepciones, todos y cada uno de nosotros necesitamos que nuestra fe en Jesucristo, en su Evangelio, en el amor del Padre, en la acción del Espíritu Santo que -como nos ha dicho san Pablo- "habita en nosotros,", sea una fe más presente en toda nuestra vida, que la penetre y transforme y renueve.

-Vivir la fe en una sociedad (FE/SECULARIDAD) pluralista, secularizada, pagana.-A veces decimos que hoy esto -vivir la fe cristiana cada día- es más difícil. Que las circunstancias de nuestra sociedad, del mundo actual, lo han hecho más difícil. Porque vivimos en una sociedad pluralista, es decir, en la que conviven diversos modos de entender y de practicar lo que podríamos llamar los "valores humanos", las normas morales. En nuestra sociedad se niegan valores y principios que para el cristiano son fundamentales.

Incluso, a veces, parece que no esté "de moda" ser creyente, que debe casi esconderse el hecho de ser cristiano. Aunque la mayoría, cuando llega el momento, sigan casándose por la Iglesia o bauticen a sus hijos, pero son como hechos aislados en una vida normal que parece tener muy poco que ver con la fe en Jesús, con el tener como máxima norma de conducta el Evangelio.

Vivimos también en una sociedad secularizada, en el sentido de que el hecho "Dios", las convicciones cristianas, parecen pesar poco. Lo que muy a menudo pesa más son las interpretaciones del mundo y de la vida humana que se presentan como "científicas" -con razón o sin razón-, como propias del mundo de hoy, como simplemente humanas.

Y, aún, quizá la mayor dificultad para vivir hoy la fe en Jesucristo, sea la fuerza social de un ambiente que podríamos denominar "pagano", en el que parece prevalecer como máximo criterio el contentarse con vivir bien, buscando el máximo placer posible, desentendiéndose del trabajo por construir una sociedad más justa y fraternal. Con todo, también es verdad que, con frecuencia, quienes luchan por estos valores -que son los valores del Reino de Dios- de mayor justicia, de mayor fraternidad, de mejor convivencia y realización humana, lo hacen basándose en opciones y creencias que no son la fe cristiana. Y, desde estas convicciones, acusan a los cristianos de no trabajar de verdad, con eficacia, por aquello que -dicen- los cristianos afirmamos pero no practicamos.

-Energía, amor, buen juicio.-Con todo -y sin negar estas dificultades actuales- me atrevería a decir que siempre ha sido difícil vivir la fe. Y que, por tanto, las dificultades actuales no nos pueden servir de excusa. Hemos escuchado en la segunda lectura la exhortación de san Pablo a su discípulo Timoteo a vivir la fe no "con un espíritu cobarde, sino con un espíritu de energía, amor y buen juicio". Es lo mismo que nos podría decir hoy. No creo que las circunstancias de entonces -la sociedad de entonces- ofreciera mayores facilidades que la actual. Más bien todo lo contrario. Y, sin embargo, Pablo no afloja en sus exigencias, por fidelidad al Señor. Tampoco nosotros debemos aflojar.

"Dios no nos ha dado un espíritu cobarde" decía Pablo. Son palabras plenamente actuales. Si pensamos que por el hecho de que en nuestra sociedad convivan -y a veces parezca que tienen mayor fuerza- otros modos de pensar y de vivir, por ello estamos excusados de vivir con energía nuestra fe, es que no hemos entendido nada de lo que significa creer en Jesucristo. El no nos ofreció -él no siguió- un camino fácil, triunfante, por todos reconocido. Sino todo lo contrario. Se trata, por tanto, de seguirlo cueste lo que cueste, esté o no de moda. Porque creemos que es el camino de vida, de salvación, para nosotros y para todos.

Pero el apóstol Pablo añade que este espíritu con el que debemos vivir nuestra fe es también de "amor y buen juicio". Nos equivocaríamos si identificáramos el vivir la fe con energía, con un vivirlo a la contra, sin amor, sin comprensión, sin buen juicio. Todo lo contrario: en nuestra sociedad pluralista y secularizada la fe debe vivirse, quizá más que nunca, con una gran carga de amor por todos -creyentes o no creyentes, sea cual sea su ideología y su modo de enjuiciar nuestra fe-; con una gran dosis de "buen juicio", es decir, de comprensión y adaptación a la situación real de nuestra sociedad, de valoración de sus aspectos positivos y de saber oponernos a sus aspectos negativos pero de modo que se entienda, que no sea tanto simple oposición sino oferta de conversión. Para este difícil trabajo de vivir la fe y hacerla presente en nuestra sociedad, la ayuda del Señor nunca nos fallará. Si sabemos pedir -hoy y cada vez que participamos en la Eucaristía- con la misma sencillez de los apóstoles: "Señor, auméntanos la fe".

JOAQUÍN GOMIS
MISA DOMINICAL 1989/19


12.

DINAMISMO DE LA FE

-Fuerza de la fe (Lc 17, 5-10) El evangelio de este día parece presentar dos temas que no se relacionan: por un lado la respuesta a una petición, y por otro una parábola. Y sin embargo, mirándolo más atentamente, ambos pasajes tienen un fuerte lazo entre sí. El primero -respuesta a la petición de los discípulos-, trata de la fe y de todo lo que puede ésta producir cuando tiene una cierta fuerza; el segundo, presenta esa eficacia como resultado de un don de Dios. Los apóstoles reciben la fe como un don, y la eficacia de esta fe no es suya, no tienen en ello ningún mérito, sino que son deudores de Dios como de un don precioso que se les ha hecho.

La petición de los apóstoles es conmovedora, aunque también un tanto especial: reconocen tener fe, pero piden que aumente. Para comprender lo que quieren pedir es necesario situar bien el episodio en su contexto. Esta vez no enseña Jesús a la gente, sino que conversa con sus discípulos, y esto demuestra que el tema es especialmente grave e importante.

En san Marcos las enseñanzas de Jesús sobre la fe vienen introducidas por la higuera que el Señor había maldecido y que los discípulos encuentran seca al día siguiente. Cristo les habla entonces de una fe que podría trasladar montañas (Mc 11, 23). En san Mateo, la enseñanza de Jesús responde a la pregunta de los discípulos que no han conseguido expulsar al demonio (Mt 17, 19-20). Más tarde, en el mismo san Mateo, a propósito de la higuera seca, vuelve otra vez la misma enseñanza sobre la fe y su dinamismo (Mt 21, 21). Podríamos, por lo tanto, preguntarnos si la petición de los apóstoles a propósito de la fe no se limita al deseo de hacer milagros. Pero el relato de Lucas no lo demuestra de ninguna manera. Es necesario, pues, ver cómo considera la fe san Lucas, tanto en los Hechos como en su evangelio.

En los Hechos, pone la fe en relación con la adhesión a la palabra. Las expresiones: "abrazaron la fe", "aceptar la fe" "hacer acto de fe", se emplean en relación con la escucha de la palabra de los apóstoles (Hech 4, 4; 6, 7; 13, 12; 14, 1; 17, 12; 17, 34; 21, 20, etc.). En el evangelio, esta relación se señala con menos frecuencia; sin embargo, la encontramos con ocasión del relato de la parábola del sembrador (Lc 8, 12-13). Se trata, igualmente, de creer a la persona misma de Jesús, es decir, de arriesgarlo todo por él, de seguirle (Lc 9, 59.61). No habría, pues, que restringir la fe, que los apóstoles quisieran ver aumentar en si mismos, al único deseo de poder realizar milagros; piden también que su fe pueda entender mejor la palabra y cumplirla y que puedan seguir más perfectamente a Jesús.

Por otra parte, el hecho de que los apóstoles pidan la fe, es importante para la catequesis de Lucas, porque la fe es un don: hay que pedirla. Porque es Dios quien "había abierto a los paganos la puerta de la fe" (Hech 14, 27), y vemos al mismo Jesús orando al Padre por la fe de Pedro (Lc 22, 32). Jesús no responde diciendo que va a acceder a su deseo, sino que les muestra lo que podrían hacer si tuviesen una fe mayor.

Sin embargo, la fe sigue siendo siempre un don, y su eficacia es, asimismo, un don que va ligado a ella. La parábola, en consecuencia, es sencilla: un esclavo no tiene ningún derecho a esperar recompensa por lo que hace: está ligado a su dueño. De la misma manera, los apóstoles en relación a Cristo son siervos, y si realizan obras importantes es precisamente porque el Señor les da la posibilidad de hacerlo; no tiene, por lo tanto, que mostrar su reconocimiento en nada; si algo hacen lo hacen por don de El.

-El justo vivirá por su fidelidad (Ha 1, 2-3; 2, 2-4)

Nos hallamos en un contexto de violencia y abominaciones, saqueos, luchas, contiendas. Un clima abrumador. El profeta Habacuc se queja de que el Señor parece permanecer sordo a sus gritos, y se pregunta hasta cuándo va a durar esta prueba. Conforme a las creencias y costumbres de la época, escribir en un material duro un texto, significaba ya provocar su cumplimiento de algún modo; es una poderosa materialización de la palabra. La respuesta de Dios es tranquilizadora, aunque apela a la paciencia. Al fin, viene el oráculo de Dios: "... el justo vivirá por su fidelidad". El que es paciente y perseverante será justificado.

Hay que reconocer que la elección de este texto con respecto al evangelio de hoy es muy pobre y que no se ve con claridad que aporte ninguna riqueza nueva o comprensión en un comentario litúrgico durante la celebración. Aquí tenemos un poco desarrollado el tema de la perseverancia, de la fidelidad que da la vida; en el evangelio, el tema es la fe que es confianza, donación, seguimiento del Señor. No hay lugar para unir uno y otro.

Pero el evangelio nos ofrece la ocasión de repensar la fe que nos anima y la que nosotros debemos suscitar en los demás. Desde este momento nos vemos invitados por san Lucas a considerar nuestra fe como un don, y todo lo que podamos llevar a cabo, como el efecto de un dinamismo divino. Todo cuanto vemos operarse mediante la Iglesia misionera es don de Dios, y los que trabajan en ello son siervos que no hacen más que su deber. Semejante reflexión no debería, sin embargo, sonar demasiado dura. Ya sabemos que san Lucas piensa también en la recompensa que el Señor dará a quienes hayan trabajado por él: los que hayan sufrido por él (Lc 6, 23), los que se hayan negado a sí mismos (Lc 14, 14; 18, 30), todos cuantos sirven al Señor tendrán su recompensa.

Porque él es nuestro Dios,
y nosotros su pueblo,
el rebaño que él guía.

ADRIEN NOCENT
EL AÑO LITURGICO: CELEBRAR A JC 7
TIEMPO ORDINARIO: DOMINGOS 22-34
SAL TERRAE SANTANDER 1982.Pág. 61 ss.


13. D/SILENCIO LBT/SILENCIO-D 

En nuestra sociedad ya no está de moda ser cristiano, afortunadamente. Lo que ya no es afortunado es que en ella se valoren, casi exclusivamente, la eficacia y la técnica o la búsqueda del máximo placer posible con el mínimo compromiso. Es una sociedad que se desentiende de hacerse más fraternal y justa; que se desentiende de los más necesitados y oprimidos. En ella, cada uno mira para sí mismo. Y, con frecuencia, los que más trabajan por la justicia, la fraternidad... -valores del Reino de Dios-, lo hacen desde ideologías y creencias al margen del cristianismo; a la vez que nos acusan a los cristianos de no trabajar de verdad por aquello que afirmamos pero no practicamos. En un mundo así es difícil vivir la fe.

Por otra parte, la iglesia oficial no acaba de decidirse por el evangelio sin rebajas. Parece que teme las consecuencias, perder el protagonismo y el poder de los "fuertes". Son muchas las voces que se levantan contra ella cuando intenta defender a los privilegiados del Reino: los pobres. Y se refugia en la diplomacia y en los pactos, pensando que por ahí logrará su propósito. Y lo que está logrando es el desprestigio ante los hombres de buena voluntad.

Nuestra misma actuación personal está regida por otros valores distintos a los de Jesús. Lo mismo nuestra vida familiar, profesional y social... Parece como si estuviéramos perdiendo la fe en la vida, en las personas y en Dios. Los contratiempos de cada día nos van desgastando y endureciendo. Apenas encontramos algo que nos motive. Mientras tanto, Dios está callado. Por más que le pidamos, por más gritos de injusticia que se eleven hasta él, Dios calla. ¡Qué extraña manera de gobernar el mundo! Porque entre los que sufren hay muchos niños e inocentes... ¿Por qué lo soporta Dios? ¿Es que no le importa? ¿Por qué tanto mal ante el que nos sentimos impotentes?...

El silencio de Dios nos desespera, nos pone nerviosos. A muchos les lleva a negar su existencia. Si Dios existe, debería oír el grito ininterrumpido de los oprimidos y ver la injusticia que nos rodea por todas partes. El silencio de Dios nos tortura. Pero no tanto porque no hable cuanto porque nos enfrenta a nosotros mismos, a nuestras responsabilidades ante las injusticias, para que digamos nosotros esa palabra que estamos esperando de Dios. El silencio de Dios nos obliga a hablar, a actuar a nosotros. Lo que Dios podría remediar con su palabra es labor del hombre, en cuyas manos Dios ha puesto la historia y su destino.

Para aceptar el silencio de Dios y trabajar por llevar adelante su Reino hace falta una gran fe. El silencio de Dios nos enfrenta a nosotros mismos y supone un gran respeto a la responsabilidad dada al hombre sobre el mundo. El silencio de Dios es la libertad de los hombres. El silencio de Dios deja de ser escandaloso cuando hay un testimonio de creyente. Dios habla en la medida en que los hombres nos comprometemos. Dios está mudo porque nosotros no pronunciamos ninguna palabra significativa.

Cristo es la palabra de Dios. Nosotros la proclamamos en el mundo cuando imitamos su vida. Siguiéndole, vamos llenando la historia de palabras llenas de sentido. Porque la historia, aunque realizada bajo el impulso del Espíritu, es obra nuestra. Dios no es mudo; los que permanecemos mudos, por temor a pronunciar una palabra comprometida, somos nosotros.

2. "Auméntanos la fe" FE/QUÉ-ES FE/EFICAZ

Los apóstoles han comprendido que a su fe hay que añadirle fe si quieren ser fieles a lo que exige Jesús. Reconocen que tienen fe, pero comprenden que no es suficiente y que esta fe es un don. No se trata de aumentar cantidades, sino de acoger con disponibilidad el don que el Padre ha sembrado en nosotros para que lleguemos a dar el fruto que debemos. Es aceptar con nuestra vida el misterio del Dios que se revela en Jesús, valorar lo que él valora y como él lo valora, traduciéndolo en una conducta consecuente. Esta petición de los apóstoles nos sitúa en el centro de toda la oración cristiana.

"Pedirle a Jesús que nos aumente la fe es pedirle algo muy serio y arriesgado. No es pedirle capacidad para aceptar intelectualmente algo que no alcanzamos a entender y que afirmamos como revelado por Dios. Es pedirle capacidad de acción revolucionaria y liberadora que no deje las cosas como están; una acción que tenía entonces como riesgo la cruz, en la que se ajusticiaba a los zelotes.

Todos los cristianos deberíamos hacer nuestra esta petición de los apóstoles, porque aguardamos de Jesús la fuerza necesaria para cumplir lo que nos pide, porque es el don fundamental de Dios sobre el que descansan los demás dones. "Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: 'Arráncate de raíz y plántate en el mar', y os obedecería".

Parece que Jesús no responde exactamente a la petición de sus discípulos. Aprovecha, más bien, la ocasión para expresar la eficacia de la fe, de la verdadera fe, capaz de obtenerlo todo de Dios. ¿Obtenerlo todo? Es lo que, sin duda, expresa la comparación. Marcos (/Mc/11/23) y Mateo (/Mt/17/20; /Mt/21/21) hablan de desplazamiento de una montaña; Lucas ha preferido pensar en una morera.

La fe es más poderosa, tiene más valor y consistencia que todas las realidades físicas -el árbol, la montaña, el río...-. La fe llega hasta el fondo de Dios y de los hombres, a ese fondo de Jesús en el que todo se sustenta. La fe hace partícipes de la vida del Dios que todo lo puede, del Dios que no tiene límites en su amor.

La fe es una inmensa fuerza que permite vencerlo todo, superar lo que parece imposible. Es una convicción que nos hace decir: "A pesar de todo seguimos adelante". Nos hace preguntarnos por un porqué último, final, absoluto.

La fe nos da el convencimiento de que en la lucha por la transformación del mundo el mal puede ser arrancado de raíz. Es el poder que vence al mundo (/Jn/16/33; /1Jn/05/04). Es esa tozuda confianza en la promesa de un Dios que está empeñado en hacer nuevas y de nuevo todas las cosas (Ap 21,1-7).

La fe es una manera nueva de vivir en el mundo y por el mundo. Es realista: sabe lo que ocurre en el mundo y el porqué empuja a solucionar las situaciones de injusticia. Nos lleva a liberarnos de la reflexión y el pensamiento para trascender a Dios.

Nos mantiene en la vertiente verdadera de las cosas y de las personas: en la vertiente de Dios. Es una fuerza interior que nos empuja y nos hace capaces de afrontar las dificultades de la vida.

La fe no es sólo creer que Dios existe: también lo creen los demonios (/St/02/19). Es mucho más: es fiarse, esperar, caminar por donde Jesús caminó guiados por su palabra. Fiarse, esperar, caminar... sabiendo desde lo más profundo de nosotros mismos que, si creemos, no es porque nosotros lo hayamos logrado con nuestro trabajo, sino porque el Padre nos ha llamado y nos ha dado su mano, nos ha hecho descubrir que todo esto merecía la pena.

Esta fe crece en la noche, en las tinieblas, en las dificultades. Estas palabras de Jesús han sido interpretadas con frecuencia desde una perspectiva milagrera, cercana a la magia, como si los problemas se resolvieran con sólo pedírselo a Dios. ¿No es ésta la mentalidad en que se mueven la mayoría de los cristianos? ¿Qué objeto tienen esos novenarios infalibles, los santuarios famosos, las devociones mágicas...?

La fe nos obliga a una opción. Una opción que tiene algunas características: se da en el corazón y arrebata a toda la persona, que tiene la sensación de haber nacido de nuevo (Jn 3,3-8); es una orientación interior, permanente y global de la vida: todo lo que somos y tenemos se coloca en una sola dirección; se da cuando somos capaces de arriesgarlo todo..., cuando nos decidimos por la vida, a pesar de experimentar que la estamos perdiendo (Mt 16,25); cuando nos situamos a favor de la luz, a pesar de seguir en tinieblas, cuando confiamos en la acogida de Dios, sin saber si nos acoge o no; cuando arriesgamos lo que tenemos seguro por lo que esperamos... ¿No conocemos personas que tienen una nueva sensibilidad, una visión distinta de los acontecimientos y de las cosas, otra mentalidad, otros valores?

La fe nos concede la sabiduría de la vida, nos permite mirar la realidad desde su verdadera vertiente: la de Dios. ¿Es ésta nuestra opción? ¿Son nuestros esquemas de valores los del mundo? ¿Cuál es la dirección fundamental de nuestras vidas? ¿Cuáles son nuestras preocupaciones? ¿Qué esperamos?... La fe nos libera de ataduras sociales, de preceptos, de clases... El que opta por ella descubre que el cristianismo es fácil (Mt 11,28-30). Este es uno de los prodigios del evangelio. Los que buscan la facilidad sienten su peso.

3. Todo es don de Dios

Los doctores de la ley entre los fariseos concebían la relación entre Dios y los hombres como una relación de prestación por prestación. Si se cumple la ley, si se hace lo que Dios tiene mandado, nos debe recompensa. También hoy muchos piensan que Dios tiene con nosotros la obligación de premiar nuestras buenas obras; que tiene sobre nosotros unos derechos por los que nos puede imponer unos mandatos, y que, si los cumplimos, mereceremos recibir la recompensa. Conciben la ley como una imposición; suponen que el premio corresponde a las obras realizadas, por lo que pueden exigirle a Dios la "paga".

Para desterrar esta idea farisea de los propios méritos y de un Dios obligado a corresponder, Jesús propone la parábola del criado que, obedeciendo al amo, no hacía más que cumplir con su deber. El criado es criado y tiene que hacer lo que se le mande. Jesús no se pronuncia sobre esta situación social, tan irritante para nuestro modo de pensar; la toma únicamente como ejemplo para explicarnos nuestras relaciones con Dios.

DEBER/CUMPLIMIENTO: Parece que en nuestra sociedad el cumplimiento del deber tiene mala prensa. La mayor parte de las personas ven en él exclusivamente su lado duro, severo. Pero el deber es como un espejo: presenta el rostro de quien lo mira. Al que lo observa ceñudo, el deber se le presenta como una carga difícil de soportar. A quien lo considera amigablemente, porque lo lleva en el corazón, casi no se deja sentir.

Llegaremos a entablar relaciones amistosas con el propio deber si conseguimos ahondar en su significado, aceptándolo como lo que es: el camino para realizarnos como personas y colaborar a mejorar el mundo; el camino para pagar la deuda contraída con la vida por el hecho de haber nacido, siendo fiel a esa vida. Decía Tagore que la vida la merecemos dándola. Todo lo que somos y tenemos lo hemos recibido ( I Cor 4,7). Si no nos sentimos deudores, estaremos siempre alegando sólo derechos, pretensiones; no sentiremos el deber de corresponder. Quien no ama el deber no posee el sentido de la grandeza y del valor de la vida y vivirá perdiendo el tiempo.

La parábola es clara en un significado global: el criado que hace lo que está estipulado en su contrato no tiene por qué exigir nada. Simplemente, ha cumplido con su deber. Es lo que sucede con el hombre de fe: su deber es encontrarle un sentido a la vida y ser fiel a ese sentido. Ya es suficiente premio vivir de esa manera: tener a Dios como punto de referencia para mirar de frente la propia vida; cuestionarse desde la fidelidad a sí mismo todas las cosas; construir lenta y trabajosamente un modelo de hombre que viva en la libertad interior y en el amor... Porque tener fe es aprender a vivir con total intensidad, con gozo sereno, con la experiencia humilde de sentirse hombre, sin envanecerse por ello porque está haciendo lo que debe: vivir como persona verdadera aquí y ahora.

Cuando ya no podemos más por el cansancio, cuando nos hayamos dado del todo, cuando hayamos agotado todos los recursos..., podremos presentarnos tranquilamente ante el Padre y decirle: ¡Gracias! Porque lo único que hemos hecho ha sido corresponder a un amor que nos lo ha dado todo, ser agradecidos y dejarnos llevar por la corriente de vida que nos rodea por todas partes y que el Padre nos ofrece gratuitamente. Sentir la alegría de reconocer que no somos más que "unos pobres siervos", sin ningún mérito; porque en las cuentas del amor del Padre no existen las reclamaciones por méritos: sólo hay vida compartida, esperanza compartida, libertad infinitamente compartida...

Vivir en los otros y con los otros, con todos los otros en el Otro, ¿será la felicidad, la vida verdadera? Creo que por ahí va. Ante esto, ¿cómo reclamar algo? Para interpretar rectamente estas ideas debemos situarnos en el contexto de una verdadera amistad, de una confianza profunda y auténtica: amigo es el que ayuda al otro sin hablar de premio o recompensa. El amigo no necesita leyes ni mandatos; sabe qué es lo que agrada al amigo y lo realiza porque cree que merece la pena hacerlo.

MERITO/RECOMPENSA: Esa es la actitud que debemos tener ante Dios. Descubrimos su voluntad y la cumplimos. No importa en principio el premio. Sabemos que Dios no está obligado a nada. Sin embargo, porque es amigo, sabemos que se preocupa de nosotros y que podemos confiar en su ayuda. Es un amigo que nos quiere mucho más de lo que nosotros podamos imaginar. Por eso estamos seguros en sus manos, que siempre son mucho mejores que las nuestras. No sabemos lo que nos dará, pero tenemos una inmensa confianza en que siempre será mucho más que todo lo que hubiéramos soñado (I Cor 2,9).

Esto no significa que las buenas obras sean inútiles y no sirvan para nada, sino que la recompensa siempre debe ser esperada y recibida como un don de la bondad del Padre. Jesús sostiene sin miramientos los derechos de Dios, aunque a primera vista rebaje casi hasta la nada al hombre. Aparentemente, porque coloca las relaciones entre ambos a un nivel muy superior: el de la amistad.

La traducción que se ha hecho con frecuencia de "siervos inútiles" no es del todo precisa. Los discípulos no son inútiles nunca. Dios se sirve de ellos -de nosotros- para su obra. Nos enseña el trabajo generoso y abnegado por el reino, sin exigencias personales, puesto que todo es un don de Dios. El apóstol, el siervo, "comerá y beberá después", tendrá una recompensa escatológica, fruto de la esplendidez de Dios.

FRANCISCO BARTOLOME GONZALEZ
ACERCAMIENTO A JESUS DE NAZARET - 3
PAULINAS/MADRID 1985.Págs. 155-161


14.

1. El justo vive por su fe La liturgia de hoy nos da la oportunidad de hacer dos reflexiones sobre la fe cristiana, en unos textos no suficientemente explícitos y más bien sugerentes. A la petición de los apóstoles de que se les aumente la fe, Jesús responde indirectamente hablando del poder y sentido de la fe. Basta un mínimo de fe para mover el mundo, parece contestarles el Maestro.

La frase de Jesús fue a menudo interpretada desde una perspectiva milagrera, tomando la expresión en un sentido burdamente literal; como si la fe fuese un recurso extremo ante ciertas circunstancias dramáticas, de tal modo que los problemas pudieran resolverse casi por arte de magia con sólo abrir los labios y poner a Dios a nuestro servicio.

Esta fe mágica no parece conjugarse mucho con lo que Pablo dice a Timoteo: «Aviva el fuego de la gracia de Dios... porque Dios no nos ha dado un espíritu cobarde, sino un espíritu de energía, amor y buen juicio. No tengas miedo de dar la cara por nuestro Señor... Toma parte en los duros trabajos del Evangelio, según las fuerzas que Dios te dé... Vive con fe y amor cristiano...»

Es cierto que estas palabras están dirigidas a un pastor de una comunidad cristiana, pero son igualmente válidas para toda persona que pretenda vivir cristianamente. No hemos recibido un espíritu de miedo, pereza y cobardía, sino que se nos urge a «dar la cara» ante el mundo y ante la vida; a combatir para lograr los objetivos de la evangelización; en fin, a darle a la fe una dimensión activa y vivificadora.

Desde esta perspectiva podemos volver a la frase de Jesús y ahondar en su simbolismo: la fe se nos presenta como un poder interior por medio del cual somos capaces de afrontar la vida, particularmente las circunstancias adversas, sabiendo que, al fin y al cabo, todo lo que existe tiene un sentido y todo está bajo cierta óptica o mirada de Dios. Podemos así hablar hoy de una fe fácil y de una fe difícil. La fe fácil -directamente emparentada con la magia y el antropomorfismo religioso- no es más que una forma de infantilismo o inmadurez psíquica. En efecto: se trata de una fe que subraya la supremacía de Dios y su poder absoluto, de tal manera que el hombre no se sienta llamado a buscar y trabajar porque ya Dios se ocupa de todo; y si no se ocupa, hay que recordarle sus deberes. En el fondo, en eso consistiría la fe: en pedirle a Dios que mueva las montañas que surgen a nuestro paso, que nos allane el camino, que nos aligere el peso de la existencia. Que los ateos se dediquen a trabajar y esforzarse; el creyente tiene a Dios de su parte. Esta fe fácil creó toda una mentalidad de la cual aún no nos hemos liberado del todo: cierto desprecio por las actividades humanas, cierta desvalorización de los valores antropológicos y sociales, y, como contrapartida, un constante subrayar los llamados valores del espíritu, de espíritus desencarnados o pretendidamente desencarnados. De esta fe fácil también habla la segunda parte del evangelio, por lo que volveremos luego al tema.

La fe difícil es la que nos muestra el profeta Habacuc (primera lectura) con aquel angustioso: «¿Hasta cuándo clamaré, Señor, sin que me escuches? (...) ¿Por qué me haces ver desgracias, me muestras trabajos, violencias y catástrofes, surgen luchas, se alzan contiendas?»

Ese «hasta cuándo», que nunca se termina porque acompaña al hombre a lo largo de toda su vida, es el signo de una fe que busca, que inquiere, que se pregunta, que mira alrededor, que ve desgracias, muerte y violencia, y que se pregunta por un porqué último, final, absoluto. No importa que la respuesta de Dios no llegue en seguida; más bien el texto parece sugerir que puede tardar en llegar, que se debe esperar con confianza aun contra toda evidencia, ya que finalmente Dios mostrará su fidelidad.

Ese «hasta cuándo» que tantas veces está en boca del salmista al borde de la desesperación, que estuvo en boca de Jesús en la hora del Getsemaní y en la cruz con aquel «Dios mío, por qué me has abandonado», es el "hasta cuándo" que hoy conforma lo más auténtico de nuestra fe de hombres que caminan en el desierto.

La fe en Cristo no es un recetario de fórmulas mágicas ni un libro de horóscopos más o menos halagüeños. Es, en cambio, una manera de afrontar la vida, de mirarla de frente para asumir sus dificultades y para encontrar respuesta a sus interrogantes, tanto a nivel teórico como práctico.

Arrancar de raíz la morera y plantarla en el mar es una utopía. Pero esa utopía es el signo de la vida humana: hacer de un niño endeble un adulto responsable; transformar un corazón duro y egoísta en un alma generosa y abnegada, sacar vida de donde hay muerte, salud de donde hay enfermedad, libertad de donde existe esclavitud. Mientras que la fe fácil busca el milagro barato para gozo espectacular de los sentidos y del sentimentalismo, la fe difícil busca el milagro difícil de transformar esta condición humana, esta situación histórica, este momento particular que estamos viviendo. La fe es capaz de resolver las contradicciones de la vida, el absurdo de plantar un árbol en el mar. Porque si miramos serenamente la vida humana, la encontramos llena de absurdos, de callejones sin salida, de guerras y violencias que no tienen ninguna justificación lógica, de actitudes que sólo el enajenamiento mental puede ser capaz de sostener.

Y, sin embargo, la fe, esa fe difícil, lejos de aislarnos de esta existencia un tanto absurda, nos obliga a mirarla de frente, a criticarla, a ver sus aristas, sus posibles porqués. Jesús dice que basta un poco de fe para ponernos en esta actitud, porque es la poquita fe que el hombre necesita para enfrentarse a su propia existencia.

A veces pedimos demasiada fe, una fe «grande» que nos aligere el peso de pensar, de buscar, de equivocarnos, de luchar, de desalentarnos, de caer y volver a levantarnos. Es esa fe grande que se busca en novenarios infalibles, en santuarios famosos, en devociones mágicas: una fe grande como una montaña pero que no es capaz de mover ni siquiera un granito de arena.

De esa fe está llena nuestra cultura cristiana, que crea inmensos templos pero que no puede resolver el problema de la vivienda o de la salud o de la cultura del pueblo; que está llena de documentos, libros y oraciones, pero que no resuelve el odio entre las confesiones cristianas ni es capaz de enfrentarse con los problemas reales que viven tanto los laicos como los miembros de la jerarquía.

Hoy Jesús nos recuerda que nos basta una fe pequeñita, siempre y cuando sea auténtica fe, es decir, una manera digna de mirar la vida desde la perspectiva del Evangelio. Frente a lo mucho que tenemos que hacer o resolver, el hombre de la fe parece algo pequeño e insignificante. Sin embargo, ha sido ese hombre pequeño el que ha generado este formidable proceso de humanización de la vida.

Jesús, el pequeño e insignificante personaje de un siglo señalado por grandes hombres, es el prototipo de la pequeñez de la fe que acomete la gran tarea de liberar al mundo de la montaña de sus odios, prejuicios y ancestrales calamidades.

Por eso, hoy, dejemos de pedir que se nos aumente la fe fácil, porque nos basta ese poquito de fe difícil -la fe del «hasta cuándo»- para sentirnos con paso seguro en la incierta senda de nuestra vida. Así fue ayer y así es hoy.

2. Hacer lo que tenemos que hacer FE/FACIL:

La segunda perícopa del texto evangélico de hoy presenta otra faceta de esta fe fácil y difícil.

La parábola del siervo campesino es bastante clara en su significado global: el siervo que hace lo que le ha estipulado su contrato de trabajo, no tiene por qué pedir ni exigir un trato especial u otro tipo de privilegios. Simplemente, ha cumplido con su deber. Así sucede con el hombre de fe: su deber de hombre creyente es encontrarle un sentido a la vida y ser fiel a ese sentido. Ya es suficiente premio el vivir de esa manera. La fe fácil busca a Dios, no por él mismo, sino por los posibles beneficios que le pueda reportar.

La fe difícil busca a Dios como un punto de referencia para mirar de frente la propia vida, allí donde está el trabajo del hombre caminante. La fe fácil se preocupa por el premio que Dios debe darle por el buen cumplimiento de sus preceptos y mandamientos. Es una fe para que el hombre gane sin arriesgar. La fe difícil trata de ganar la batalla de la vida; arriesga todo con tal de darle un valor a las cosas diarias. No hace bien las cosas porque están mandadas ni evita el mal porque está prohibido. Simplemente, es su conciencia de hombre recto que lo impulsa en esta o en Ia otra dirección.

La fe fácil trata de atar a Dios para que él cumpla lo que el hombre propone y desea. Es la fe que fabrica una teología desde los intereses y criterios del hombre. La fe difícil cuestiona al hombre desde sí mismo, teniendo como punto de partida la Palabra de Dios tal como la reveló Jesucristo. Elabora una teología desde el Evangelio y como camino para vivir mejor el Evangelio en cada circunstancia concreta. La fe fácil se refugia en las devociones y en los actos de culto, amontona oraciones sobre oraciones y se siente satisfecha cuando ha cubierto la cuota estadística de la piedad. Se siente segura porque está en contacto con "las cosas sagradas" y se enorgullece de poder creer tanto y sin ningún tipo de dudas. Es una fe triunfalista y eufórica.

La fe difícil -la pequeña fe que puede mover montañas- busca construir lenta y trabajosamente un modelo de hombre que viva en la libertad interior, aun cuando ello le suponga inseguridades y contradicciones. Se afirma en la sinceridad del corazón y desde allí busca expresarse con formas externas que son siempre reflejo de una actitud y praxis de vida.

Podríamos seguir enumerando características de una y otra fe, pero estos ejemplos son suficientes como para que asumamos el seguimiento de Cristo con humildad y sencillez, porque al fin y al cabo «el justo vive por la fe». Quien no vive no puede decir que tiene fe, por más prácticas religiosas que haga. Pero, a la inversa, tener fe es aprender a vivir con total intensidad, con gozo sereno, con la experiencia humilde de sentirse hombre. Por eso el hombre de fe no se ufana y envanece por su fe; porque simplemente está haciendo lo que es suyo: vivir como hombre aquí y ahora. Con esta fe pequeña como un grano de mostaza tenemos suficiente y de sobra para sentirnos plenamente satisfechos.

SANTOS BENETTI
CAMINANDO POR EL DESIERTO. Ciclo C.3º
EDICIONES PAULINAS.MADRID 1985.Págs. 292 ss.


15. FE/DUDA 

ORAR DESDE LA DUDA

Auméntanos la fe

En el creyente pueden surgir dudas que se refieren a uno u otro punto del mensaje cristiano. La persona se pregunta cómo ha de entender una determinada afirmación bíblica o un aspecto concreto del dogma cristiano. Son cuestiones que están pidiendo una mayor clarificación.

Pero hay personas que experimentan una duda más radical, que afecta a la totalidad. Por una parte, sienten que no pueden o no deben abandonar el cristianismo, pero, por otra, no se sienten capaces de pronunciar con sinceridad ese «sí» total que implica la fe. El que se encuentra en este estado suele experimentar, por lo general, un malestar interior que le impide abordar con paz y serenidad su situación. Puede sentirse también culpable.

¿Qué ha podido pasar para llegar a esto? ¿Qué puede hacer uno en estos momentos? Tal vez, lo primero es abordar positivamente esta situación para vivir honestamente ante Dios.

La duda nos hace experimentar que no somos capaces de «poseer» la verdad del cristianismo. Ningún hombre «posee» la verdad última de Dios. Aquí no sirven las certezas que manejamos en otros órdenes de la vida. Ante el misterio último de la existencia hay que caminar con humildad y sinceridad.

La duda, por otra parte, pone a prueba mi libertad. En este asunto de la fe nadie puede responder en mi lugar. Soy yo el que me encuentro enfrentado a mi propia libertad y el que tengo que pronunciar un «sí» o un «no».

Por eso, la duda puede ser un revulsivo para despertar de una fe infantil y superar un cristianismo convencional. Lo primero no es intentar encontrar respuesta a mis interrogantes concretos, sino preguntarme qué orientación global quiero dar a mi vida. ¿Deseo realmente encontrar la verdad? ¿Estoy dispuesto a dejarme interpelar por la verdad del evangelio? ¿Prefiero vivir sin buscar ninguna verdad?

En definitiva, la fe no está encerrada en las nociones seguras ni en las definiciones bien explicadas. La fe brota del corazón sincero del hombre que se detiene a escuchar a Dios. Como dice el teólogo catalán E. Vilanova, «la fe no está en nuestras afirmaciones o en nuestras dudas. Está más allá: en el corazón... que nadie, excepto Dios, conoce». Lo importante es ver si nuestro corazón busca a Dios o más bien lo rehuye. A pesar de toda clase de oscuridades e incertidumbres, si de verdad buscamos a Dios, siempre podemos decir desde el fondo de nuestro corazón esa oración de los discípulos: «Señor, auméntanos la fe.» El que ora así es creyente.

JOSE ANTONIO PAGOLA
SIN PERDER LA DIRECCION
Escuchando a S.Lucas. Ciclo C
SAN SEBASTIAN 1944.Pág. 111 s.


16.

FE BLOQUEADA

En el curso de un diálogo con P. Ricoeur, publicado años más tarde, G. Marcel hacía esta confesión: «Me he encontrado durante años en la situación extremadamente singular de un hombre que cree profundamente en la fe de los demás y está perfectamente convencido de que esa fe no es ilusoria, pero que, sin embargo, no se siente con fuerzas o con derecho para hacerla propia».

Esta experiencia no es hoy tan rara como pudiera parecer. Son bastantes los que aprecian la fe de sus amigos, incluso la envidian quizás, pero sienten que, honradamente, no pueden adherirse a esa misma fe.

Sienten que su fe está bloqueada. Falta una comunicación real con Dios. No saben cómo encontrarse de nuevo con El. Se les hace imposible toda relación. Algo parece haber muerto en su corazón creyente.

Durante muchos años han vivido la fe como un deber. Hoy la sienten, quizás, como un estorbo que les impide vivir intensamente la experiencia humana. ¿Es posible desbloquear esa fe amenazada de muerte? ¿Es posible descubrirla de nuevo en el fondo de nuestro ser como una fuerza vital capaz de dinamizar toda nuestra existencia? ¿Creer de nuevo en «esa dulce y secreta intuición» (Rilke) de un Dios que no está lejos de ningún viviente y cuya ternura salvadora puedo experimentar yo mismo? Sin duda, todo lo que es importante en nuestra existencia es siempre algo que va creciendo en nosotros de manera lenta y secreta, como fruto de una búsqueda paciente y como acogida de una gracia que se nos regala.

En concreto, nuestra fe puede comenzar a despertarse de nuevo en nosotros, si acertamos a gritar desde el fondo mejor de nosotros mismos lo que los discípulos gritan al Señor: «Auméntanos la fe~.

Puede parecer una oración demasiado pobre, modesta y de poco prestigio. Una oración dirigida a Alguien demasiado ausente e incierto. Lo que importa es que sea humilde y sincera.

Cuando uno lleva mucho tiempo decepcionado por la «religión» y distanciado interiormente de la Iglesia, cuando uno no puede creer en Dios porque su silencio se le ha hecho ya demasiado impenetrable, tal vez, sólo esta oración humilde puede devolvernos a la fe viva.

Acosados por toda clase de dudas e interrogantes, este grito, repetido sinceramente, puede hacernos dudar de nuestras propias dudas y puede ayudarnos a descubrir de nuevo a Dios como fuente de vida.

Lo que puede cambiar nuestro corazón no son las palabras o las ideas, sino la comunicación con Aquel que está siempre activo en lo secreto de los seres. Quizás el recogimiento de este tiempo de otoño sea para algunos una invitación callada a hacer la experiencia.

JOSE ANTONIO PAGOLA
BUENAS NOTICIAS
NAVARRA 1985.Pág. 351 s.


17.MAL/ESCANDALO:

«Te conocía sólo de oídas»

Un buen amigo mío, ucraniano, que ha vivido con enorme ilusión y alegría todos los cambios producidos en la antigua Unión Soviética y la nueva libertad religiosa que vive su país, me decía estos días que se siente como «enfadado con Dios», al ver todas las desgracias que siguen aquejando al mundo y a los hombres a pesar de que se ha desmoronado el muro que separaba al este del oeste.

Es la misma queja que ya formulaba, en la primera lectura, el profeta Habacuc, uno de los profetas menos conocidos y citados. Sin embargo, se ha afirmado que el texto de hoy es uno de los más importantes del Antiguo Testamento y uno de los testigos más misteriosos de la fe bíblica, porque Habacuc se atreve respetuosamente a pedir cuentas a Dios sobre su comportamiento en este mundo y que explique su extraña forma de gobernarlo.

ESCANDALO/SUFRIMIENTO: Seiscientos años antes de Jesucristo hace esa pregunta que siempre ha acompañado al destino humano; se pregunta sobre el problema del mal, escándalo perenne de todos los hombres de pensar profundo. San Jerónimo decía de Habacuc que era un hombre que «luchaba con Dios», antes de que otro hombre, Job, expresase quejas similares hablando con Dios y discutiendo con unos amigos que le quieren explicar el incomprensible gobierno de Dios en el mundo. Esta queja ha acompañado siempre al hombre. Es la misma queja del Ivan Karamazov de Dostoievski: «Si el dolor de los niños está destinado a completar esa suma de dolor que es necesario para comprar la armonía eterna, no es que no acepte a Dios, Aloscha, pero le devuelvo con el mayor respeto mi billete». O lo que expresará ese santo ateo, que presenta A. Camus en La peste, el Dr. Rieux: «Rehusaré hasta la muerte esta creación donde los niños son torturados». Esta es la queja de Habacuc: «¿Por qué me haces ver desgracias, me muestras trabajos, violencias y catástrofes?».

Esa era la queja de mi amigo ucraniano y también, nuestra propia queja: «¿Por qué mueren de inanición los niños del tercer mundo, son ametrallados en Sarajevo víctimas inocentes en la cola para comprar un poco de pan? ¿Por qué son violadas y asesinadas niñas inocentes en nuestro país? ¿Por qué Dios lo permite?».

O, con palabras del mismo Habacuc: «¿Hasta cuándo clamaré sin que me escuches?». Ciertamente ese profeta desconocido, de cuya vida se sabe muy poco, es expresión de una honda inquietud humana y, por ello, una de las figuras más importantes del Antiguo Testamento.

«Auméntanos la fe», es la bella petición de los discípulos a Jesús en el evangelio de hoy. Como dice L. Monloubou, se comprende que Lucas mencione esta oración, ya que ha visto cómo Jesús acoge a todo el que le suplica y atiende a los que le exponen los deseos más humanos. El mismo Jesús, que había rechazado las peticiones que no eran dignas, por ejemplo el que viniese fuego del cielo sobre las ciudades de Samaría, había exhortado a sus oyentes a pedir las realidades esenciales: el Espíritu Santo, la venida del Reino y, en el evangelio de hoy, la fe.

La respuesta de Jesús parece insatisfactoria. Vuelve a recurrir al grano de mostaza, que en las parábolas del Reino, se convertía en un gran arbusto que acoge a las aves del campo, para expresar que una fe, aun tan pequeña como la más pequeña de las semillas, puede hacer que una morera quede plantada en mitad del mar. En los pasajes paralelos de Mateo y Marcos, Jesús utiliza una imagen distinta, la de la montaña que se abalanza sobre el mar; Lucas pone, como consecuencia de la fe, esa imagen surrealista -que podría haber pintado nuestro Salvador Dalí-: el árbol de morera, arrancado de raíz y plantado en mitad del mar.

E inmediatamente después, Jesús cuenta la parábola sobre el amo y el criado que debe decir, al final de su trabajo: «Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer». Pero la pregunta sigue quedando en pie: quizá mi fe pudiese servir para lograr desenraizar una morera y trasplantarla al mar, pero lo que me preocupa realmente son los porqués de Habacuc, de Job, de Camus, de Dostoievski, los que me hago tantas veces al ver imágenes de televisión.

Y, sin embargo, tenemos que reconocer, honestamente, que no tenemos una respuesta satisfactoria ante esos porqués. O como suelo decir, si seguimos creyendo es a pesar de esos porqués que no sabemos responder, ni nunca lo podremos hacer hasta que veamos el rostro de Dios. Es lo que refleja Habacuc en su apasionado diálogo con Dios, en el que recibe una primera respuesta: Dios invita a Habacuc a ver cómo es el Altísimo, el que conduce los hilos de la historia.

Pero Habacuc no se contenta con esa respuesta y sigue insistiendo: ¿por qué continúa entonces el sufrimiento del inocente? Esta segunda pregunta se queda sin respuesta; la única respuesta es que Habacuc debe esperar y que «el justo vive de la fe».

El profeta del Antiguo Testamento escribe con anticipación el mismo proceso que vivirá Jesús: el que pedirá que «si es posible pase de mí este cáliz», el que gritará ese terrible: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», que también quedará sin respuesta. La única respuesta no viene de Dios, sino del mismo Jesús: «En tus manos encomiendo mi espíritu», la idea final de un salmo que Jesús había iniciado con su grito de «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?».

No es una respuesta lógica a su porqué; es la fe de que el Dios que cuida de los lirios y de las aves del campo, sigue estando cerca de nosotros hombres de poca fe. Es a él, al que hoy nosotros pedimos: «Aumenta nuestra fe», que no se trata de un aumento de cantidad -como si la fe se pudiese pesar y medir-, sino de calidad, de saber de quién me he fiado y de que el justo vive de la fe.

Son impresionantes, por su actualidad, su belleza y su dramatismo, los diálogos de Job. El hombre Job, el hombre de todos los tiempos, habla a su Dios y le hace las preguntas que el hombre se hará siempre que sea hombre. Al final del libro, cuando Dios habla desde el seno de la tormenta, Job responderá: «Me siento pequeño, ¿qué replicaré? He hablado una vez, y no insistiré... Reconozco que lo puedes todo y ningún plan es irrealizable para ti. Te conocía sólo de oídas, ahora te han visto mis ojos».

«Te conocía sólo de oídas, ahora te han visto mis ojos»: hoy ya no podemos vivir de una fe meramente heredada y sociológica, sostenida y apoyada por un ambiente, que ha cambiado radicalmente. Ya no podemos seguir viviendo de una fe «sólo de oídas»; necesitamos ver con los ojos, con los ojos iluminados del corazón de los que hablaba san Pablo. Necesitamos esa vivencia honda y personal de Dios que nos lleve a decir, a pesar del incomprensible problema del dolor y del mal: «Sé de quién me he fiado»; o, como decía Habacuc: «La visión espera su momento..., y no fallará; si tarda, espera, porque ha de llegar sin retraerse».

DEISMO/ATEISMO:Henri de Lubac escribía que «el deísta es un hombre que aún no ha tenido tiempo de hacerse ateo». Es verdad: en un mundo en el que las convicciones creyentes están amenazadas, no nos puede bastar con ese rudimentario acto de fe de que «algo habrá» o de que los misterios sobre el origen del universo siguen en pie. Necesitamos esa experiencia de fe, ese acceso a Dios «por vía cordial», como decía Miguel de Unamuno, capaz de soportar los escándalos de esos porqués que carecen de explicación, que nos lleven a afirmar, humilde pero convencidamente, que sabemos de quién nos hemos fiado. No sabemos por qué Lucas, al hablar de la eficacia de la fe, no usa la imagen de la montaña precipitada en el mar. Su imagen de la morera plantada en el mar es un espléndido símbolo de lo que es nuestra fe: una realidad que florece a pesar del mar y del abismo de las dudas y de los porqués sin respuesta.

«Auméntanos, Señor, la fe»: que sepamos descubrirte en nuestro ser, en la vida, en los hombres, en la Iglesia. Y que también digamos humildemente lo de la parábola de hoy: «Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer». O lo que decía Job: «Me siento pequeño, ¿qué replicaré? He hablado una vez, y no insistiré... Reconozco que lo puedes todo y ningún plan es irrealizable para ti».

JAVIER GAFO
DIOS A LA VISTA
Homilías ciclo C
Madrid 1994.Pág. 329 ss.