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H O M I L Í A S 

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DOMINGO XXVII
TIEMPO ORDINARIO

CICLO A

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Este canto de la viña, compuesto por Isaías al principio de su ministerio y recitado, probablemente, con ocasión de la fiesta de la vendimia, es una de las piezas líricas más hermosas de toda la Biblia. Se trata de lo que hoy llamaríamos una canción-denuncia, por lo que interesa mucho conocer la situación socio-política del momento. De esta situación podemos hacernos idea si leemos después las siete maldiciones que se pronuncian contra los acaparadores de tierras y fortunas, los especuladores del suelo y los estafadores, los jueces corrompidos, los campeones en beber vino y los que banquetean despreocupados, los que confunden el mal y el bien y los que son sabios a sus propios ojos...

En el poema se habla mucho del trabajo del viñador. Se trata de un amor que no se sacia con palabras, necesita obras de toda clase, constantes. Tales obras apuntan a que el pueblo obre la justicia. Dios quiere que le corresponda el pueblo practicando el amor con los demás, esta es la justicia.

Conviene entender bien el texto para no hacerlo derivar en una correspondencia a Dios que supone un Dios egoísta y necesitado de amor. Yahvé busca la justicia: amarle a él es imposible sin amar al prójimo. Su amor no encierra, sino que abre. Si Dios necesita algo de nosotros es que nos amemos los hombres.
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El modelo de comportamiento que se propone a los creyentes es el del mismo Pablo, en tanto que su vida es una vida en Xto. El cristiano no será nunca un hombre pasivo, sino que se interesa por todo lo bueno y justo que hay en el mundo: las cualidades que aquí se enumeran («lo que es verdadero, noble, justo...») formaban parte del ideal del mundo pagano de la época. Todo esto lo vivirá el cristiano desde su pertenencia a Xto y dará como fruto la presencia de Dios en él.
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Aunque nunca haya ocurrido que una piedra desechada por los arquitectos que la consideraban inutilizable, terminara por ser la pieza principal del edificio, sí ha sucedido, al menos una vez, que un hombre desechado por sus contemporáneos, que llegaron hasta hacerle morir, se haya convertido en la base de una comunidad nueva. Esta maravilla de la que sólo Dios es capaz, se produjo una vez en Jesús.

A los oyentes de la parábola toca ahora elegir. Cada uno ha de tender a estar ligado a esta piedra, para con ella, por ella, gracias a ella, encontrarse integrado en el edificio; cada cual ha de atender a que esta piedra no sea la roca sobre la que uno cae y se rompe los huesos, o la piedra que se desprende y cae, aplastando al que se encuentra debajo.
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Con la misión del Hijo se pone en evidencia el último intento realizado por Dios, su extremo y definitivo «mensaje» para los rebeldes. Marcos (12. 1-12) precisará: «...Todavía le quedaba uno, su hijo querido».

Es una expresión que me desconcierta cada vez que la leo.

Parece que Dios ha quedado al borde de la pobreza.

Le queda solamente el hijo.

Por causa de los hombres, ha dilapidado todos los recursos, agotado todas las posibilidades.

Excepto el Hijo. El último tesoro que arriesgar en ese «juego» en donde hasta ahora sólo ha encontrado mala suerte.

Sigue diciendo Marcos: «Y se lo envió el último...» (mejor que Lc: «por último, les mandó»).

Jesús es verdaderamente el último, el «eskatos», desde la perspectiva de Dios.

No el último en relación al tiempo, no el último de una serie de intentos.

El ultimo, es decir, el definitivo, todo. Después del cual ya no queda nada (Ver San Juan de la Cruz: SUBIDA DEL MONTE CARMELO, libro II, cap. 22).

Ahora Dios es verdaderamente el pobre por excelencia. Pobre porque ha dado todo. En su incurable pasión por los hombres no se ha quedado ni con su Hijo. También se lo «ha jugado».

Dios es pobre. La prueba está en que, con la venida de Jesús, no les falta nada a los hombres.
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La conducta de los labradores se juzga durante la ausencia del amo.

Se diría que la ausencia de Dios garantiza el trabajo del hombre.

Nadie está desocupado, gracias a ella.

«El Dios de la confianza es también el Dios de la ausencia. Pero hay que comprender exactamente esta ausencia. Esta significa sólo que Dios nos toma en serio, nos deja el campo libre. Desaparece.

Deja su puesto. No se trata ni de abandono, ni de evasión ni de deserción.

Es un signo de amor. Se podría decir que se va el Dios de los filósofos y de los sabios (el Dios de la Religión). Y se queda en medio de nosotros únicamente el Dios confiado, pero débil, de la revelación. El Dios que pretende actuar exclusivamente a través del amor que lleva a los hombres». El Dios de Jesús.

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