34 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO XXVI
CICLO C
11-17

 

11.

FALSA SEGURIDAD DE LOS RICOS

-Suerte final del rico y del pobre (Lc 16, 19-31)

La parábola de Lázaro y el rico es bien conocida y tiene antecedentes egipcios y judaicos bastante semejantes, con frecuencia citados en los comentarios. Los actores representan dos tipos opuestos y clásicos en los escritos del Antiguo Testamento: el rico y el pobre. La parábola tiene como finalidad fundamental presentar un cambio de situación: en el más-allá, el rico, en medio de los tormentos, ve a Lázaro en el seno de Abraham. Las condiciones generales de vida en ese más allá no interesan a la parábola, salvo en lo que toca de cerca a los dos actores principales cuya situación ahora ha dado la vuelta.

Nos hallamos ante el tema habitual del rico condenado y del pobre glorificado; inversión de situaciones presentada frecuentemente en el Antiguo Testamento. El Nuevo Testamento hereda esta temática, según constatamos en las Bienaventuranzas.

El estado de los que se hallan en el más-allá es irrevocablemente definitivo, y se abre un abismo inmenso entre los que están en la vida dichosa y los otros, hasta el punto de no ser posible ninguna comunicación entre ellos. En medio de su desgracia, el rico sólo puede arriesgar una plegaria, implorando que se pre venga a sus amigos en la tierra para que piensen en convertirse.

Tocamos aquí el verdadero centro útil de toda la parábola. Por eso la petición del rico es artificiosa; no sirve más que para introducir la enseñanza central de la parábola: "Tienen a Moisés y a los profetas: que los escuchen... Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto".

Dos puntos importantes emergen, por tanto, de esta parábola: escuchar y convertirse. CV/ESCUCHA:

Escuchar. Es, sin duda, privilegio de los humildes, de los pobres, poder escuchar sin verse entorpecidos por las riquezas y todas sus consecuencias, como por ejemplo el orgullo. La parábola, por otra parte, está toda ella construida teniendo en cuenta a los jefes de los fariseos; se trata, en efecto, de que habría que escuchar a Moisés y a los profetas. Pero ese es precisamente el drama que Jesús vive: los judíos no escuchan, están bloqueados por su seguridad y su orgullo. Si no escuchan a Moisés y a los profetas, ¿por qué habrían de escuchar a un muerto que viniera del más-allá para advertirles? Tal es la primera lección, dura y sin piedad, de la parábola.

Convertirse. Es el otro punto importante de la parábola: la urgencia de la conversión, tantas veces ya predicada en los evangelios. La conversión se anuncia porque el juicio está próximo. Son numerosos los pasajes en los que el tema es la necesidad de la conversión (Lc 3, 3; 10, 13; 11, 32; 13, 3.5; 24, 27). Los Hechos de los Apóstoles muestran que es el tema más frecuente de la predicación apostólica (Hch 2, 38; 3, 19; 5, 31; 11, 18; 14, 15; 17, 30; 26, 18). Como se ve, san Lucas considera este tema como capital para Israel.

-Una civilización podrida (Am 6, 1... 7)

El profeta Amós se alza vigoroso contra la vida de su tiempo Formula una dura crítica de los ricos y, en general, de la sociedad de su época, una sociedad que se entrega a todos los lujos y a todos los excesos con una increíble sensación de seguridad. La descripción corresponde admirablemente a la que nosotros podríamos hacer de ciertas sociedades de hoy día. Una vida a espaldas de la realidad, toda vez que no se ve entre estas personas ninguna preocupación por la situación real de Israel, que el profeta considera desastrosa. Porque esos ricos viven a costa de la sociedad y de los pobres sobre todo. Allí ya no se ven la fe de Israel ni su Ley; ¿dónde queda la Alianza en esta forma de vivir? Sin duda que el profeta no pretende condenar el aumento de bienestar, sino los abusos y la distancia demasiado grande entre diferentes condiciones de vida, viviendo unos del trabajo de los otros y de su indigencia. La protesta de Amós apunta sobre todo a los que viven en medio del abuso aun profesando externamente la religión de Israel. Aunque nos es difícil situar históricamente la historia social de Israel en ese momento, el texto mismo nos indica bastante de ella para entender a quién se dirige la dura crítica del profeta. Este se siente rebasado por la vida actual, en la que no ve relación alguna con los principios básicos de la Alianza. Es una vida pagana vivida por gentes que, sin embargo. están oficialmente incluidos en la Alianza. Esto constituye para él un escándalo que se resolverá con un castigo ejemplar: irán al destierro a la cabeza de los cautivos. "Se acabó la orgía de los disolutos".

La lectura no relaciona estos excesos con la vida futura, sino que predice castigos ya en este mundo. ¿Harán éstos reflexionar y podrán ser un signo para todos?

-Guardar el mandamiento del Señor hasta su vuelta (1 Tim 6, 11-16) Cabe relacionar esta 2ª lectura con las otras dos; esta coincidencia fortuita puede constituir un enriquecimiento en lo que a la enseñanza de este domingo respecta. En efecto, sus elementos son convergentes con las lecciones que se desprenden de la lectura del evangelio y del profeta: Apostar por la fe y la caridad; en concreto, velar por la fe y luchar por ella; tener ante la vista el fin de los tiempos.

Hay que procurar ser justo y religioso, vivir sinceramente la personal búsqueda de Dios. Para san Pablo, practicar la justicia y la religión no es una apariencia; significa vivir en la fe, el amor, la paciencia y la delicadeza: las cualidades opuestas al retrato que Amós nos hace de la sociedad de su tiempo, y lo opuesto a la actitud del rico de la parábola.

Combatir por la fe. Es la principal actividad de todos en el intervalo que nos separa del último día. Hemos sido llamados a la vida eterna y vamos a ella mediante la fe, la que hemos profesado delante de muchos testigos.

Guardar los mandamientos. Porque la fe sola no salva, requiere las obras. Se trata de permanecer "sin mancha ni reproche, hasta la venida de nuestro Señor Jesucristo". La vida entera es una preparación para el último día.

Ultimo día, porque el Señor de los Señores, el Rey de reyes, el que habita en una luz inaccesible, a quien nadie puede ver, mostrará a Cristo en tiempo oportuno.

Termina la lectura con una bellísima doxología, himno litúrgico de gloria, que afirma el poder y la gloria de aquel que da su verdadero sentido a toda vida.

Ciertamente, las lecturas de este día conectan con nuestras necesidades actuales: tener ante los ojos la parusía que llega, saber juzgar las cosas en su justo valor y, ante todo, mantenerse firme en la fe, ajustando a ella nuestra conducta, ese es el ideal cristiano. La verdad es que, con demasiada frecuencia, buscamos la seguridad y creemos hallarla en un bienestar ilusorio, mientras que podemos estar acercándonos a la catástrofe. Estamos hechos para el más-allá; no hay que pensar en ello con una cierta tristeza por abandonar valores que pasan, sino persuadidos de que quedaremos fijos en el bien o en el mal, según el fervor de nuestra búsqueda de Dios en la fe.

ADRIEN NOCENT
EL AÑO LITURGICO: CELEBRAR A JC 7
TIEMPO ORDINARIO: DOMINGOS 22-34
SAL TERRAE SANTANDER 1982.Pág. 53 ss.


12. P/RIQUEZA 

1. La riqueza es un pecado social inadmisible

Este texto vuelve a tratar el tema de la riqueza y a criticarla duramente. Que en el mundo haya personas ricas y personas viviendo en la miseria, naciones ricas y naciones pobres, es un mal. Un mal que se agrava si pensamos que, a causa de unos pocos que son muy ricos, la ingente muchedumbre de la población mundial pasa hambre de pan, de cultura, de libertad, de justicia...

La existencia del rico y del pobre, aunque es real y haya existido siempre, no es aceptable; no podemos acostumbrarnos a ella; es un pecado social inadmisible. Dios no creó a los hombres desiguales. Fue la maldad y la ambición humanas quienes han creado la desigualdad insultante que padecemos.

Este pasaje evangélico nos presenta bien claro el contraste: uno no tiene nada porque el otro lo tiene todo. Y no vale decir que el rico ha tenido sagacidad, inteligencia, suerte o fortuna, porque todas esas cosas hay que vivirlas en solidaridad con los demás. ¿No siembra y recoge para los demás el labrador, y vive de ello? ¿No debe estudiar el médico medicina para el servicio a la sociedad? ¿Por qué un rico no es consciente de lo mismo y pone todo lo que tiene al servicio de la humanidad? Es verdad que estos ejemplos tienen un riesgo: muchos profesionales amasan grandes fortunas y se olvidan del objetivo esencial de su misión: servir. En las profesiones que ejerce el pueblo llano se puede ver mejor lo que intento decir.

Jesús habla con la máxima dureza a los ricos porque sabe el peligro que corren, porque quiere evitarles que sigan por un camino sin futuro. Porque el dinero hace sordo y ciego: impide ver y oír los gritos de la humanidad desgarrada por la miseria, escuchar la llamada constante a la conversión que Dios nos dirige a todos y entender el sentido de los acontecimientos de la historia de los hombres. No se trata de reducir los bienes de los ricos para que los pobres sean menos pobres, lo que sería un paso importante. La única solución verdadera es acabar con la división de ricos y pobres, naciones ricas y pobres. Jesús luchó por un mundo de hermanos, por una fraternidad universal; y por eso debemos luchar los cristianos. ¿No llamamos Padre a Dios? ¡Será porque todos somos iguales y hermanos!

2. El rico vive de espaldas a Dios y al prójimo

Jesús sigue dirigiéndose a los fariseos que se burlaban de él por despreciar y atacar las riquezas (Lc 16,14-15). Y lo hace con una parábola que tiene un esquema muy sencillo: un rico que vive rodeado de toda clase de bienes materiales deja que a su lado muera un pobre hambriento, enfermo y solo. En el más allá se invierten los términos.

La enseñanza de la parábola, exclusiva de Lucas, es similar a la del juicio final (Mt 25,31-46): las figuras del rico y Lázaro se encuentran en relación con las dos grandes divisiones de Mateo, aunque no coincidan completamente. Lucas intenta ayudarnos a penetrar en el sentido último de la historia de aquí abajo; nos presenta a un rico que olvida todas las obras de misericordia, y por eso acaba mal. Del pobre no dice que hiciera algo por los demás. La razón está en que la parábola se centra en el rico porque está dirigida a ellos.

El rico vivía entre banquetes (Epulón viene del latín "epulabatur", banquetear); todos los días se vestía de fiesta: la indumentaria exterior era de lana adornada de púrpura fenicia; la interior, de lino finísimo importado de Egipto. Vive como si no existiera Dios. ¿Qué falta le hace, si lo tiene todo? No actúa en contra de Dios ni tampoco oprime al pobre. Pero es un hombre de corazón duro, indiferente al sufrimiento de los demás. No comete ningún pecado mortal de los que nosotros tenemos como tales en nuestras listas. Su único pecado era de omisión: se olvidaba del pobre. Pero eso no tenía importancia. Y sigue sin tenerla. ¿Somos conscientes de nuestros pecados de omisión?, ¿nos convertimos de ellos?, ¿o preferimos seguir colando la menta y el comino -atacando las ideologías que no están de acuerdo con nosotros, por ejemplo- y tragándonos el camello -la radical injusticia social actual, también por ejemplo-? (Mt 23,23-24)

Los ricos son hombres que viven de espaldas a Dios, porque han vuelto la espalda al prójimo. Han caído en la esclavitud. Han cambiado todos los planes de Dios sobre la convivencia humana; planes de amor y de fraternidad. Acumulan la riqueza de la humanidad y se dedican a llevar una vida de gastos escandalosos, a costa de la miseria de los demás. Gastan lo que no es suyo, sin importarles que se hundan los pueblos y que agonicen los pobres. Viven tan despreocupados que no se dan cuenta -ni quieren dársela- de que son ellos la causa de muchos males de la humanidad. Los ricos existen porque pisotean los derechos humanos. Es mucho más grave robar en los negocios que para comer, aunque sean estos últimos los que vayan a la cárcel. Pero ¿qué tendrán los guantes blancos y el dinero para hacer creer en tantas ocasiones que la injusticia y el robo son iguales a la honradez y a la ley? Injusticias que engendran delincuencia, marginación, hambre, paro, opresión... ¡Pobre sociedad a la que no le caben en las cárceles los delincuentes que ella misma fabrica!

En las casas acomodadas se utilizaban migajas en la comida para limpiarse las manos y luego se tiraban debajo de la mesa. El pobre Lázaro -significa "Dios ayuda"- suspiraba por ellas, pero nadie se las daba. Los perros le lamían las llagas, pero los invitados del rico -ricos también- lo ignoraban.

3. La muerte da sentido a la vida

Ambos mueren. Todavía una última diferencia: el rico es sepultado con pompa y fasto. El entierro del pobre ni se menciona.

Apenas la muerte ha hecho su obra, la acción de Dios realiza el cambio de situaciones. Al pobre "los ángeles lo llevaron al seno de Abrahán", en tanto que al rico "lo enterraron". La muerte descubre el verdadero sentido de cada uno. Lázaro es admitido en el banquete del reino. El rico es sepultado "en el infierno", sin pecados mortales conocidos. La parábola no quiere decirnos que el otro mundo sea así en realidad. Jesús utilizaba las imágenes tradicionales para anunciar su doctrina de forma gráfica y penetrante. La vida del rico ha terminado en un total fracaso: equivocó el sentido de la vida. ¿Para qué tanta ambición de dinero y de placer, tantas posesiones, fincas, acciones..., si perdió la vida verdadera? (Mt 16,26) Muere harto de todo, pero en realidad no tenía nada. El juicio del rico es definitivo: está llamado a desaparecer. Mejor sería que desaparecieran ahora para poder arreglar la sociedad en el aspecto material.

Es importante que los evangelios nos hablen del juicio, del final verdadero del hombre y de la humanidad. Porque nos ayuda a darnos cuenta de que los hombres no tenemos la última palabra sobre la historia. La tiene Dios. Y eso es el juicio: la última palabra. La última palabra que no varía por influencias poderosas, que no será arbitraria y que se podrá intuir antes que se realice. El juicio de Dios no es más que la fidelidad de Dios a sí mismo y a la palabra que ha dado a los hombres.

Ponerse al servicio del dinero, de sí mismo, lleva al fracaso definitivo. Abrirse al amor es caminar hacia la vida. Para "conquistar la vida eterna" (I Cor 6,12) necesitamos compartir la suerte de los pobres.

Cuando pienso en la eternidad, encuentro la vida de una belleza extraordinaria y de un pleno sentido. Y me da pena que los hombres, con raras excepciones, nos afanemos por las cosas que pasan tan deprisa. Nada que tenga fin puede llenar nuestros corazones ni merece la pena. La vida actual sólo adquiere su pleno sentido si la contemplamos desde una perspectiva de plenitud y de eternidad, porque la historia no termina con el tiempo presente.

4. La eternidad se prepara ahora y aquí PROPIEDAD/ABUSO

Los judíos creían que su padre Abrahán podía con su intercesión librarlos incluso del infierno. Por eso Jesús nos presenta al rico implorando la mediación del patriarca. Será en vano: ninguna influencia podrá ya salvarlo. Ya no es posible la esperanza. Ya no hay tiempo: la eternidad se prepara ahora y aquí.

Una frase de Abrahán es escalofriante y trágicamente actual: "Entre nosotros y vosotros se abre un abismo inmenso..." El abismo que separa a Abrahán y a Lázaro del rico es el mismo abismo que separa hoy en la tierra a los ricos de los pobres. Un abismo que, si en el más allá es imposible saltar, la experiencia nos dice lo difícil -¿imposible también?- que es cubrirlo aquí: ha generado la espantosa división de la humanidad en clases sociales antagónicas en ideologías, en posibilidades de acceder a los más elementales derechos de la persona; es causa de humillaciones, opresiones, hambre, esclavitudes, guerras, exterminio de pueblos enteros; y se mantiene a pesar de tantas declaraciones y planes humanitarios.

Si después de leer y reflexionar esta parábola seguimos en la práctica con la postura del rico es porque nuestra ceguera es tal que el "abismo inmenso" jamás podrá ser franqueado. Es imperdonable que los cristianos aún no sepamos distinguir entre el rico y el pobre. La parábola nos descubre que el problema no es nuevo, que la codicia de bienes -sean materiales, culturales, espirituales...- ciega al hombre contra toda evidencia. Los ricos, los que lo tienen todo y sólo piensan en sí mismos y en el modo de vivir mejor, por muchas palabras que oigan y muchos milagros que vean, tienen el corazón tan endurecido que son incapaces de cambiar.

El rico insiste. Al ver dónde fue a parar su holgada vida, se preocupa de sus hermanos, también ricos. Parece indicar que él ha llegado a esa situación por ignorancia. Abrahán le recuerda que sus hermanos deben escuchar a Moisés y a los profetas, que para eso están. La auténtica religión no puede existir sin amor y sin desprendimiento de los propios bienes en beneficio de toda la comunidad humana. El amor y la fe deben concretarse en obras ahora y aquí:

Hermanos míos:

¿De qué le sirve a uno decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Es que esa fe lo podrá salvar?

Supongamos que un hermano o una hermana andan sin ropa y faltos de alimento diario, y que uno de vosotros les dice: "Dios os ampare: abrigaos y llenaos el estómago", y no le dais lo necesario para el cuerpo; ¿de qué sirve? Esto pasa con la fe: si no tiene obras, está muerta por dentro.

Alguno dirá:

-Tú tienes fe y yo tengo obras. Enséñame tu fe sin obras, y yo, por las obras, te probaré mi fe.

Tú crees que hay un solo Dios; muy bien, pero eso lo creen también los demonios y los hace temblar.

¿Quieres enterarte, tonto, de que la fe sin obras es inútil? ¿No aceptó Dios a Abrahán nuestro padre por sus obras, por ofrecer a su hijo Isaac en el altar? Ya ves que la fe actuaba en sus obras, y que por las obras la fe llegó a su madurez. Así se cumplió lo que dice aquel pasaje de la Escritura: "Abrahán creyó a Dios y se le contó en su haber". Y en otro pasaje se le llama "amigo de Dios".

Véis que Dios acepta al hombre cuando tiene obras, no cuando tiene sólo fe. Por lo tanto, lo mismo que un cuerpo, que no respira es un cadáver, también la fe sin obras es un cadáver (Sant 2,14- 24.26).

Muchos cristianos han defendido y defienden su privilegiada posición económica diciendo hipócritamente que la fe no debe inmiscuirse en cuestiones temporales, que la liberación de Jesús es interior y espiritual. Sin embargo, en la Biblia descubrimos que toda la historia de la salvación está al servicio del pueblo esclavizado, de los humillados por los poderosos, de los pobres y de los desamparados aun en sus más elementales derechos humanos y cívicos.

¿Por qué mantenemos una práctica tan opuesta a la palabra de Dios? ¿Qué intereses han influido en la Iglesia para que haya dejado tan de lado las palabras de Jesús, que tanto machacaron también los primeros cristianos?

La constitución Gaudium et Spes, del concilio Vaticano II, comienza así: Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón.

Y Pablo VI, en la encíclica Populorum Progressio:

La propiedad privada no constituye para nadie un derecho incondicional y absoluto. No hay ninguna razón para reservarse en uso exclusivo lo que supera a la propia necesidad cuando a los demás les falta lo necesario (23).

Y Juan Pablo II en su viaje a Brasil:

La opción por los pobres es la primera opción cristiana. ¿Por qué no lo demostramos? Hace ya muchos siglos decía san Ambrosio: La naturaleza da todo en común a todos. Dios ha creado los bienes de la tierra para que los hombres los disfruten en común y para que sean propiedad común de todos. Es la naturaleza, por consiguiente, la que ha establecido la igualdad. Y la violencia la que ha creado la propiedad privada.

San Cirilo dijo que la propiedad privada se introdujo por "la codicia humana". Y san Agustín afirmó que existía "por virtud del derecho imperial". Jamás por derecho divino, como dicen tantos.

5. "Ni aunque resucite un muerto"

Es difícil no sentir cierto estremecimiento al leer la conclusión de la parábola: "Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto". Si los gritos de los explotados y marginados, de los cuales se hacen portavoces los profetas, no logran cambiarnos, ya no habrá argumentos o "milagros" que lo consigan.

Y esto es tan cierto, que los cristianos seguimos afirmando nuestra fe en Cristo resucitado, sin que ello nos impida negar a los Lázaros de hoy las migajas que caen de nuestras mesas. No podemos olvidar que fue la resurrección de Lázaro de Betania la última razón que decidió a los dirigentes religiosos de Israel a dar muerte a Jesús (Jn 11,4~53). Si la cosa es así, ¿hay alguna solución? Me parece que, si queremos ser fieles al evangelio, sólo podemos proponer una solución casi imposible: dejar de ser ricos. Las riquezas son una realidad envenenada que compromete radicalmente la vida futura de quienes las poseen. Únicamente la práctica del compartir nos permitirá escapar de sus garras.

Volvamos a las fuentes de nuestra fe y descubramos que, hoy y aquí, Dios sigue jugando sus cartas en favor de los pobres, que optar por Jesús es optar también por ellos. De otra forma, la palabra de Dios nos juzgará, como al rico de la parábola, de un modo irrevocable.

FRANCISCO BARTOLOME GONZALEZ
ACERCAMIENTO A JESUS DE NAZARET - 2
PAULINAS/MADRID 1985.Págs. 315-321


13. CÁRCEL DELINCUENCIA NO INTERESAN

No interesan apenas a nadie. No entran en la lista de reivindicaciones de ningún grupo político o colectivo social importante. Son los últimos de nuestra sociedad, los más rechazados y marginados. Ahí están sufriendo en las cárceles y centros penitenciarios. Pero nosotros preferimos ignorarlos.

Muchos de ellos arrastran tras de sí una historia desgarrada. No han conocido el calor de un hogar ni la seguridad de un trabajo. Sumergidos muy pronto en el mundo de la droga o la delincuencia, hoy se encuentran atrapados en un proceso de autodestrucción que no parece tener salida.

Es difícil olvidar sus rostros deteriorados por la enfermedad y el aislamiento. En torno al 7O% son toxicómanos. Un 4O% están afectados por el SIDA. En bastantes casos, nadie los espera a la salida. No pocos viven acompañados por un sentimiento de culpabilidad y automenosprecio.

El desarraigo de sus familias, el temor a quedarse sin el afecto de nadie, la privación de libertad, la dureza de las relaciones humanas dentro de la cárcel y la falta de futuro van minando poco a poco incluso a los más fuertes, hundiendo a bastantes en la depresión y la desesperanza.

Pero, ¿por qué tiene que ser así? ¿Es esto lo único que una «sociedad progresista» sabe ofrecer a estos hombres y mujeres que no han tenido, muchos de ellos, ni capacidad ni oportunidades para abrirse paso a un vida normal en una sociedad competitiva y exigente?

La Ley General Penitenciaria establece que el objetivo de las prisiones es «la reeducación y la reinserción social de los sentenciados» (art. 25,2), pero todo el mundo sabe que la cárcel actual, excepto raras excepciones, lejos de rehabilitar a los delincuentes, los deteriora todavía más y hasta los hunde para siempre en el mundo del delito. Y si esto es así desde hace muchos siglos, ¿por qué no se abre en la sociedad un debate de fondo sobre la función de la cárcel? ¿Por qué la clase política no urge una reforma penitenciaria que humanice la vida de los presos y desarrolle nuevos caminos de carácter más terapéutico y rehabilitador? ¿Por qué no se protesta ante la escasez de recursos que, año tras año, se asignan en los presupuestos generales para la mejora de las cárceles?

No nos preocupa en absoluto el sufrimiento y la destrucción de estos hombres y mujeres. Más aún, podemos caer en la fácil tentación de pensar que son «los malos», los malogrados, los que ponen en peligro la sociedad, en contraposición a «los buenos», los ciudadanos ejemplares que somos nosotros.

El rasgo inhumano del rico descrito por Jesús en una parábola inolvidable es su absoluta indiferencia ante el sufrimiento del miserable Lázaro. ¿No retrata esta parábola la poca humanidad de esta sociedad nuestra que pretende progresar y alcanzar mayor bienestar olvidando el sufrimiento de los más débiles y desafortunados?

JOSE ANTONIO PAGOLA
SIN PERDER LA DIRECCION
Escuchando a S.Lucas. Ciclo C
SAN SEBASTIAN 1944.Pág. 109 s.


14.

NUEVO CLASISMO

banqueteaba espléndidamente...

Conocemos la parábola. Un rico despreocupado que «banquetea espléndidamente», ajeno al sufrimiento de los demás y un pobre mendigo a quien «nadie daba nada». Dos hombres distanciados por un abismo de egoísmo e insolidaridad que, según Jesús, puede hacerse definitivo, por toda la eternidad.

Adentrémonos un poco en el pensamiento de Jesús. El rico de la parábola no es descrito como un explotador que oprime sin escrúpulos a sus siervos. No es ése su pecado. El rico es condenado sencillamente porque disfruta despreocupadamente de su riqueza sin acercarse a la necesidad del pobre Lázaro.

RIQUEZA-INJUSTA: Esta es la convicción profunda de Jesús. La riqueza en cuanto «apropiación excluyente de la abundancia», no hace crecer al hombre, sino que lo destruye y deshumaniza pues lo va haciendo indiferente, apático e insolidario ante la desgracia ajena.

El fenómeno del paro cada vez más masivo está haciendo surgir un nuevo clasismo entre nosotros. La clase de los que tenemos trabajo y la clase de los que no lo tienen. Los que podemos seguir aumentando nuestro bienestar y los que están parados. Los que exigimos una retribución cada vez mayor y unos convenios cada vez más ventajosos y quienes ya no pueden «exigir» nada.

La parábola es un reto a nuestra vocación de solidaridad. ¿Podemos seguir organizándonos nuestras «cenas de fin de semana» y continuar disfrutando alegremente de nuestro bienestar, cuando el fantasma de la pobreza está ya amenazando a muchos hogares?

Nuestro gran pecado puede ser la apatía social y política. El paro se ha convertido en algo tan «normal y cotidiano» que ya no escandaliza ni nos hiere tanto. Nos encerramos cada uno en «nuestra vida» y nos quedamos ciegos e insensibles ante la frustración, la humillación, la crisis familiar, la inseguridad y la desesperación de estos hombres y mujeres.

El paro no es sólo un fenómeno que refleja el fracaso de un sistema socio-económico y que obliga a las naciones a preguntarse qué es lo que no funciona.

El paro son personas concretas que ahora mismo necesitan la ayuda de quienes disfrutamos de la seguridad de un trabajo. Quizás daríamos algún paso concreto de solidaridad si nos atreviéramos a contestar a esta pregunta: ¿necesitamos realmente todo lo que compramos? ¿Cuándo termina nuestra necesidad real y cuándo comienzan nuestros caprichos?

JOSE ANTONIO PAGOLA
BUENAS NOTICIAS
NAVARRA 1985.Pág. 347 s.


15.

Si nuestra fe se redujera a un conjunto de pensamientos y dichos piadosos o unos ejercicios privados de culto tendría bien poco valor: algo así como papel mojado. Creer en Dios salvador es una actitud que anida en las decisiones y actividades todas de la vida (extraordinarias o cotidianas) que discurre bajo la atenta mirada de aquel que juzga y ama. Por eso, de la misma manera que Amós grita con claridad a su pueblo. "Se acabó la orgía de los disolutos", así la palabra de Jesús sobre Lázaro y el rico se convierte a nuestros oídos en una chispa que prende una inmensa hoguera.

El ejemplo que propone comienza casi como un cuento, para después denunciar públicamente y de manera radical la relación de los hombres entre sí. Jesús no entra, ahí, en cuestiones sociales, como podría parecer a primera vista, ni ofrece doctrina alguna sobre cómo es la vida después de la muerte. Se trata únicamente de presentar a nuestros ojos de manera plástica cómo son o debieran ser las cosas en el aquí y ahora de nuestra vida.

También tenemos que precavernos de un error: quien pretende ver precipitadamente que en el más allá tiene lugar un cambio de roles, de modo que el rico se sitúa debajo del pobre, ése es sospechoso de la clásica ideología según la cual la revolución de la injusticia en este mundo es imposible, puesto que la justicia es un asunto exclusivo del cielo.

Precisamente por este error fue denunciado el cristianismo como adormidera del pueblo. Quien explica así el Evangelio, le da la vuelta como a una manga, pues nada hay más extraño al sentir de Jesús que justificar la injusticia terrena mediante una posterior justicia divina. El Evangelio no conoce orden divino alguno que sancione las necesidades del mundo.

Un tema que una y otra vez aparece en la Biblia es el abismo existente entre los hombres: entre ricos y pobres, entre libres y esclavos, entre los dominadores y los "pobres diablos" de siempre, que jamás alcanzan la cara soleada de la vida. Esto contradice sin más el orden de Dios. Dios, Padre eterno, ha establecido entre sus hijos una familia de semejantes con igualdad de derechos. Al cristiano tiene, pues, que asaltarle el dolor y la indignación a la vista de las distancias y separaciones.

Jesús describe el fin de tales despropósitos. ¿Orden social? No habla de eso, sino de sensibilidad profundamente humana de cara al hermano que vive en la misma Tierra. Eso es lo que describe con drásticas imágenes.

¿Quién es el rico? No se dice su nombre. Es cualquiera. Siempre se trata de aquel cuya vida guarda para sí. El rico es aquel que sólo tiene ojos para atender a lo que sucede con relación a él mismo. La cuestión de sus cuentas bancarias no le produce problemas. Se trata en este tipo de personas que tienen una enfermedad de los ojos (ceguera), la cual se le ha extendido hasta el corazón. De ahí que no pueda soportar que alguien de su especie se le presente a la puerta. Pero esto, naturalmente, tiene fatales consecuencias: "Quien no ama a su hermano, al que ve, ¿cómo puede amar a Dios, al que no ve?(1 Jn 4,20).

El pecado del rico no consiste en ser rico, sino en que tiene a su hermano por demás. Lo mira, pero prescinde de él. En un crítico autoexamen tal vez podríamos descubrirnos muchos de nosotros en ese modelo, en los que no quieren que sus prójimos les molesten o inquieten. Indiferencia frente a las personas es lo más parecido que existe a "lejanía de Dios". Frialdad para con las personas puede ser signo de vaciedad o muerte interna: así es el sepulcro blanqueado.

Y ¿quién es Lázaro? Ahí se presenta el pobre, el desasistido que nos necesita. En cualquier caso, siempre se tata del miserable, de aquel que es tan malo como yo mismo. Cuando se abren nuestros ojos y despierta nuestra sensibilidad, descubrimos ante nuestra puerta más personas de las que creemos: amargados, depravados, acobardados, intimidados, empobrecidos. Muchas veces, el asunto que presentan nada tiene que ver con dinero o ayudas materiales (muchas veces sí, y de manera constante), sino con calor humano, acogida y dedicación de tiempo. Sin detenerse a pensar, ocurre con mucha frecuencia que tanto creyentes como increyentes o indiferentes nos excusamos para no atender a una situación: "yo no sabía...", o, como afirmó un escolar en una ocasión (seguramente aprendido de un adulto), "Dios no me lo había encomendado".

¿De verdad que no? Dios nos sale al encuentro mediante formas muy distintas y sorprendentes. Donde no se le puede buscar es entre los ángeles: con demasiada frecuencia, el justificante de nuestra consciente inhibición frente a los demás son argumentos refinadamente razonados, que nos los presentamos a nosotros mismos con todos los visos de afianzarse en la verdad. Porque el otro, por ejemplo, está lleno de defectos que debería corregir..., tiene mala voluntad..., miente... o está así porque quiere ("yo no doy veinte duros para que ése, con pinta de borracho, se los gaste en vino"). ¿No es cierto que, aun así, Dios se presenta realmente a nuestra puerta? Son los ojos y el corazón los que precisan de una mirada sensible, para que no tropecemos con Dios y creamos que no es más que una piedra en el camino.

EUCARISTÍA 1992/45


16.

Esta parábola forma una antítesis con la que le precede, la parábola del administrador, con su comentario. En el versículo 9, que sigue a esta última historieta, Jesús pide a los ricos que utilicen el "dinero injusto" para hacerse con amigos que les reciban, en aquel gran día de la pérdida de las riquezas terrestres, en las moradas eternas. Si hay alguien que haya sabido servirse así del dinero, ése es ciertamente el administrador; él mismo lo había dicho: "Ya sé lo que voy a hacer para que encuentre quien me reciba en su casa". En cambio, el torpe interlocutor de Lázaro, el rico, hizo todo lo contrario. No supo hacerse del pobre un amigo que le recibiera en el día de la tremenda urgencia. De hecho, una vez llegado ese día, Lázaro, a través de Abraham, se niega a "recibir en las moradas eternas" a quien le despreció antaño.

La parábola de este domingo muestra lo que es el mal uso del dinero y a qué conduce inexorablemente. Incluso quiere enseñar lo que es y a lo que conduce el dinero si no se ha usado de la única manera juiciosa que cabe: compartiéndolo.

La parábola termina, en fin, con una pesimista descripción del corazón del rico, en quien el dinero se convierte en causa de una insuperable incredulidad. Ni la Ley de Moisés, ni la palabra de los Profetas, ni la predicación de la Iglesia hablando en nombre de Jesús resucitado, consiguen ablandar el corazón de quienes están encerrados en los bienes que poseen.

Es indiscutible: la riqueza es, para Lucas, una realidad envenenada, que compromete radicalmente la vida futura de quienes la poseen; ella les lleva a la inhumanidad para con el prójimo y a la incredulidad con respecto a la palabra de Dios, y conduce a los ricos, finalmente, a ser víctimas de esos vuelcos fundamentales en que consiste el gesto de Dios. Únicamente la práctica del compartir permite escapar a tales dramas amenazantes. "Pues entonces, ¿quién se podrá salvar?", preguntarán más adelante los Apóstoles. "Lo que es imposible para los hombres -y, por lo tanto, la salvación de los ricos-, responderá Jesús, es posible para Dios" (/Lc/18/24-27). Posible para Dios, que se muestra efectivamente, unos versículos más adelante, capaz de hacer que reciba la salvación un rico indigno, como era Zaqueo (19. 9).

LOUIS MONLOUBOU
LEER Y PREDICAR EL EVANGELIO DE LUCAS
EDIT. SAL TERRAE SANTANDER 1982.Pág. 266


17.

1. Un inmenso abismo

La palabra de Dios de hoy continúa con la temática del domingo precedente, de la cual no es más que un ejemplo concreto en forma de parábola. La parábola tiene un esquema muy simple: el que en esta vida vivió como «rico» tendrá una vida pobre en el más allá; y a la inversa: el que vivió aquí como pobre gozará de la riqueza del Reino de Dios.

Como ya comentamos en anteriores oportunidades, no es la riqueza en sí misma la que condena al rico, sino la cerrazón de su corazón, que le impidió ayudar al pobre y transformar así su situación de hombre pudiente en un medio para granjearse la amistad de Dios y de los hombres, tal como expresaba la parábola del domingo pasado.

Hay una frase que nos llama poderosamente la atención en el diálogo entre Abraham y el rico. El patriarca, después de recordarle el motivo de sus sufrimientos, le dice: «Además, entre nosotros y vosotros se abre un abismo inmenso...»

El abismo que separa a Abraham y Lázaro del rico opresor es el mismo abismo que separa en la tierra a los ricos poderosos de los pobres humillados. Un abismo que, si en el más allá es imposible ya de cubrir, la experiencia nos dice cuán difícil es cubrirlo aquí en la historia concreta de los hombres. Es el abismo que ha generado la espantosa división de la humanidad en clases sociales antagónicas, no sólo por las ideologías, sino por la posibilidad de acceder a los más elementales derechos de la persona. Es un abismo de humillación, de hambre. de esclavitud, de guerras y de incontables historias de opresiones de pueblos enteros.

Un abismo que aún hoy se mantiene a pesar de tantas declaraciones y planes humanitarios. Si nos atenemos a las estadísticas, de cada cien habitantes del planeta seis poseen la mitad del dinero del mundo; y de los noventa y cuatro restantes, veinte poseen prácticamente la otra mitad .

De cada cien, seis tienen 15 veces más posesiones materiales que los restantes 94 juntos. Seis tienen el 72 por ciento de la media de alimentos necesarios; dos tercios de los 94 tienen mucho menos de lo necesario, y muchos de ellos se están muriendo de hambre. Seis tienen un promedio de vida de setenta años, los otros 94 no pueden aspirar más que a una edad media de treinta y nueve años.

Estos datos fríos y otros muchos más que todos los días nos ofrece la prensa no son más que el signo de ese inmenso abismo que separa a quienes se han adueñado prácticamente de los bienes del mundo sin tener en cuenta, como en la parábola, la miseria de la inmensa mayoría que no reclama más que el derecho elemental a una vida digna.

¿Cómo es posible que este seis por ciento, entre los cuales quizá estemos nosotros, habitantes de los países del occidente cristiano, no pueda abrir los ojos y tratar de invertir la situación?

La parábola nos muestra que el problema no es nuevo y nos hace ver hasta qué punto la codicia de bienes -tanto materiales como culturales, espirituales, etc.- ciega al hombre contra toda evidencia, tanto de la razón como de las Sagradas Escrituras.

El rico es un verdadero insensato, pues no sólo se destruye a sí mismo como persona, sino que provoca una desgraciada situación colectiva que lleva a la humanidad a la trágica alternativa por la que atraviesa.

De ahí la insistencia del Evangelio de Lucas -insistencia desoída posteriormente por la Iglesia- en subrayar el poder alienante de la codicia y su absoluta incompatibilidad con el Reino de Dios. Hay un abismo insalvable entre la codicia opresora y los valores de Evangelio del Reino.

Por su parte el profeta Oseas denuncia la mentalidad de quienes, mientras pretenden fiarse de la religión como salvaguardia, viven en el derroche junto a los que se duelen en sus desastres.

Este es el escándalo clavado como una espina en el corazón de la Iglesia y de nuestras comunidades, un escándalo que a pesar de haber sido tantas veces denunciado no parece conmover -tal como anticipa la parábola- el corazón de los que se empeñan en afirmar su amor a Dios sobre el desprecio y el olvido de los pobres.

2. Volver a las Sagradas Escrituras

En efecto, el rico, al ver dónde fue a parar su holgada vida, parece preocuparse por sus hermanos, también ricos, para que no caigan en su trampa. Pero Jesús -en la voz de Abraham- es claro en su sentencia: basta mirar las Escrituras para darse cuenta inmediatamente de que la auténtica religión no puede existir sin amor a los pobres y sin desprendimiento de los propios bienes en beneficio de toda la comunidad.

A menudo a los cristianos nos encanta hablar del amor al prójimo, de la solidaridad en Cristo, etc., etc., pero esta parábola tan simple y rudimentaria nos vuelve a la cruda realidad: ese amor debe concretarse aquí y ahora. Como recuerda la Carta de Santiago, también los demonios creen en Dios y eso no cambia para nada su situación. De ahí que si la fe cristiana no nos lleva a eliminar toda acepción de personas y toda distinción de clases sociales, y si no nos induce a una fe fructífera en obras concretas en favor del desnudo y del hambriento, esa fe es absolutamente vacía y -añadimos nosotros- es un verdadero lastre en la sociedad (véase el capítulo 2 de dicha carta).

A menudo muchos cristianos, tanto laicos como miembros jerárquicos, han defendido su privilegiada posición, aludiendo hipócritamente a que la fe tiene que ir más allá de las cuestiones sociales o económicas, que la liberación de Jesucristo es fundamentalmente interior y espiritual, que la Iglesia no debe inmiscuirse en cuestiones temporales, etc. Si tales argumentos sirvieran para que la comunidad civil tuviera las manos más libres para dedicarse a sus cuestiones, la argumentación sería digna de loa.

Pero, desgraciadamente, la experiencia nos dice que esos argumentos se suelen emplear cuando hay que defender privilegios de todo tipo, pero que se los olvida tan pronto como la Iglesia se ve despojada de antiguos poderes sobre la sociedad.

Por eso Jesús reclama nuestra atención a lo escrito en la Biblia: allí descubrimos que toda la historia de la salvación está al servicio del pueblo esclavizado, de los humillados por los poderosos, de los pobres y de los desamparados aun en sus más elementales derechos humanos y cívicos.

¿Y qué podemos decir los cristianos cuando tenemos el testimonio de Jesucristo y el ejemplo y la predicación de la primitiva Iglesia? ¿Cómo es posible que mantengamos una praxis tan opuesta no sólo al espíritu sino hasta a la letra de lo que consideramos Palabra de Dios?

Una celebración litúrgica no es el momento para elaborar planes económicos o sociales, ni para buscar argumentación sociológica a nuestra fe. Hoy se nos reclama para que encontremos en la misma palabra de Dios una motivación tal que nos impulse a revertir la situación que estamos describiendo. Y si después de leer y reflexionar en la Sagrada Escritura seguimos en la postura del rico de la parábola, es porque realmente nuestra ceguera es tal, que el «inmenso abismo» jamás podrá ser franqueado.

Llama poderosamente la atención que los cristianos, después de dos mil años de lectura y meditación de la Palabra de Dios, aún no sepamos distinguir entre el rico y el pobre, que no sepamos condenar ese sistema que defiende a unos y destruye a los otros, que no hayamos abierto los ojos para darnos cuenta de que hasta la misma historia -los «signos de los tiempos»- está trazando -a menudo a sangre y fuego- el camino que en su momento trazara Jesucristo.

Y si esta ceguera nos entristece, eso no debe impedirnos que la condenemos porque es una ceguera consciente y responsable. Un cristiano tiene demasiados elementos en la palabra de Dios como para no querer ver lo que esta cruda parábola nos pone ante los ojos. Como bien concluye Jesús: "Si no escuchan a Moisés a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto".

Tan cierto es, que los cristianos seguimos afirmando nuestra fe en Cristo resucitado, sin que ello nos impida negar al pobre Lázaro las migajas que caen de nuestra mesa. Volvamos, pues, a las fuentes de nuestra fe, la Historia de la Salvación, para entender que hoy y aquí Dios sigue jugando sus cartas en favor de los pobres. Optar por Cristo es optar también por ellos. Si no lo hiciéramos, esa fe cristiana de la que nos orgullecemos -mala fe en todo el sentido de la palabra- ya nos juzga como al rico de la parábola y nos declara culpables para toda la eternidad.

SANTOS BENETTI
CAMINANDO POR EL DESIERTO. Ciclo C.3º
EDICIONES PAULINAS.MADRID 1985.Págs. 281 ss.