16 HOMILÍAS MÁS PARA EL DOMINGO XXIV
(8-16)

 

8. SOL Y SOMBRA

Pedro luminoso, Pedro oscuro. Pedro, descubridor de la salvación que nos viene del Mesías, Pedro, obstáculo para que dicha salvación se realice. Pero, piedra sobre la que se edificará la Iglesia»; Pedro, piedra de tropiezo para el «arquitecto» de la Iglesia. Pedro, Pontífice; Pedro impidiendo que Jesús tienda ese «puente» entre la tierra y el cielo. Cara y cruz de una misma moneda. El mismo Pedro que, iluminado por Dios, a la pregunta de Jesús «¿Quién dice la gente que soy?», responde: «Tú eres el Hijo de Dios», ese mismo Pedro, inspirado por Satán, increpa a Jesús que quiere «subir a Jerusalén», diciéndole: «No lo permita Dios». ¡Pedro grande, Pedro pequeño! ¡Hombre rico, hombre pobre! ¡Blanco y negro! ¡O, por lo menos, gris, bastante gris!

¿Qué es el hombre Señor? Por un lado, su grandeza. Me doy cuenta de que he sido colocado en una alta esfera. Ciudadanos del cielo, moradores de la casa de Dios, sobre esta maravilla de nuestra naturaleza humana, ha sido construida una sobre-naturaleza, por la que «mirad qué amor nos ha tenido Dios, que no sólo nos llamamos hijos de Dios, sino que de verdad lo somos», dirá Juan. A lo que añadirá Pablo: «Y si somos hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo».

No son frases hechas. En la intersección de lo humano y lo divino, llevamos «semillas de eternidad», «llevamos tesoros infinitos en vasijas de barro», según Pablo. Y según los salmos, «Dios nos hizo un poco inferiores a los ángeles, nos coronó de gloria y todo lo sometió bajo nuestros pies». Sí, ése es nuestro luminoso costado. Pero ved su reverso.-El mismo Pablo hace el retrato: «Llevo yo en mí un ángel de Satanás que me esclaviza». Y en otro lugar: «Por eso, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero». Consecuencia, por lo visto, de lo que confesó David: «En la iniquidad fui concebido y en el pecado me dio a luz mi madre». Ese es mi retrato. Ángel y demonio. Capacitado, por la gracia, para llegar a la santidad. En peligro de aterrizar, por la tentación, en la ignominia.

I/SANTA-PECADORA: Y como Tú, Señor, así aceptaste a Pedro -luz y sombra-, para que empuñara el timón de la Iglesia y a nosotros, oscilantes entre el bien y el mal, nos elegiste como ladrillos de tu edificio, he ahí el resultado: tu Iglesia es «santa» y así lo proclamamos; pero también «pecadora» y así lo constatamos. «Creo en la santa Iglesia pecadora», resume Cabodevilla.

Es santa, sí. Porque es capaz de santificar a los pescadores. Porque tiene la medicina para nuestras enfermedades. Porque en ella vive y actúa el Espíritu. Porque tiene y distribuye el pan de la Palabra y el Pan de la vida. Porque en su seno ha crecido «una multitud inmensa, que nadie podría contar» de seguidores del Cordero. Porque, en fin, ya aquí en la tierra, es el borrador del «Reino de los cielos» que un día llegará «a la medida de la edad adulta, a la plenitud».

Pero también es pecadora. Igual que el hombre, ha caído en todos los pecados: en la avaricia y el ansia de poder, en la cobardía y en la intolerancia, en la pereza y en la dureza de trato para con sus hijos, en el ritualismo paralizante y en no reconocer que es pecadora. Por eso también a ella, como «Pueblo de reyes y asamblea santa», le urge escuchar a Pedro que advierte: «Nuestro enemigo el diablo nos ronda buscando a quién devorar». Y a Pablo: «Quien crea estar seguro, ¡ojo!, no caiga». Sobre todo a Jesús, que dice: «Vigilad y orad, para que no caigáis.. . ».

ELVIRA-1.Págs. 179 s.


9. SEGUIMIENTO EN EL SIGNO DE LA CRUZ

«Quien quiera venir en pos de mí... tome su cruz y sígame» (Mc 8,34). La leyenda, que se ha entretejido en torno al hecho de la exaltación de la santa cruz, presenta la exigencia de esta frase en una imagen extraordinariamente plástica. El emperador Heraclio, que había logrado arrebatar de nuevo la cruz a los persas, la lleva él mismo en procesión triunfal, adornado con las insignias del poder mundano, hacia el monte Gólgota. Habiendo llegado a la puerta de la ciudad, de repente se ve imposibilitado de dar un paso más. El obispo Zacarías de Jerusalén le explica por qué no puede seguir, diciéndole: «advierte, oh emperador, que tú, con este ornato triunfal, imitas muy poco, al llevar la cruz, la pobreza y la humillación de Jesucristo». Entonces el emperador se despoja de sus lujosos ropajes y, vestido con ropas «plebeyas», puede llevar la cruz hasta el final.

La verdad interior de la leyenda es bien clara: el que pretende seguir a Cristo debe arrojar, de una u otra manera, el lastre. Durante algún tiempo puede la vida cristiana desarrollarse en la mejor armonía con el mundo, sin desgarramientos ni problemas. Pero cada generación y cada individuo llega alguna vez a un límite, donde esto no puede darse ya. Todos llegan a una situación, en la que hay que decidir, en la que hay que realizar una ruptura, aparecer como cómico o tomar el camino de la cruz.

Hace algún tiempo me preguntaron si el cristiano no se hallaba inevitablemente ante una absurda alternativa: o bien establece un compromiso respecto a los demás y pierde su honradez, o bien vive su ser-cristiano de un modo consecuente y cae en el aislamiento, en la emigración y, finalmente, en la resignación. Ahora bien, cierta «emigración» va asociada de hecho con el ser de cristianos: y esto se remonta hasta el mismo Abrahán, el cual en el país de su futuro no fue más que un «paroikos», uno que vivía junto a los otros, y, en último extremo, como alguien que no era del mismo país. En nuestra palabra parroquia (paroikia) se ha conservado este rasgo abrahámico de la fe, y deberíamos procurar que esta hermosa palabra bíblica no quedara entre bastidores.

Pero seamos más claros: sin contradicción, sin un elemento «paróiquico», no se da la vida cristiana. Esto es lo que tenemos que aceptar abiertamente y una concepción de la «apertura al mundo» que olvidara esto no tendría de su parte ni a la iglesia ni a la Biblia. Pero la resignación no tiene por qué e incluso no debe surgir de ahí: precisamente el que ha abandonado los miramientos y el conformismo, y ha dejado de someterse a los dictados del espíritu del tiempo, se convierte en libre, en maduro, en fértil. Él inaugura e inicia el futuro. Cuán real es esta promesa, en la que desemboca este evangelio de hoy; se puede reconocer si se dirige la mirada a algunos de los santos de este mes (septiembre): Gregorio Magno, Hildegard de Bingen, Ruperto, Virgilio o Nicolás de Flue. No sólo en el mundo venidero, sino también en este mundo, es verdad que «quien pierda la vida por mí... la salvará» (Mc 8,35).

JOSEPH RATZINGER
EL ROSTRO DE DIOS
SÍGUEME. SALAMANCA-1983.Págs. 103-105


10.

LA FE, SI NO TIENE OBRAS, ES MUERTA

Cuando empiezan las lecturas de este domingo parece como si nos trasladaran de nuevo al tiempo de Pasión, por el canto del Siervo de Isaías. Pero se ha elegido esa lectura para preparar la afirmación de Jesús en el evangelio sobre el estilo de su mesianismo.

Lo que sí tiene personalidad propia, y se podría comentar en la homilía, antes de pasar al mensaje del evangelio, es lo que nos dice Santiago en su carta.

A la fe la tienen que acompañar las obras. Esta afirmación no va en contra, naturalmente, de la que repite una y otra vez san Pablo, que no son las obras lás que salvan, sino la fe en Jesús. Pero él opone esta fe a las "obras de Moisés", o sea, a las prácticas de los judaizantes, que no querían dar el paso del Antiguo al Nuevo Testamento. . Lo que pide Santiago -y Pablo también- es coherencia entre la fe y el estilo de vida. ..

El lenguaje de Santiago es vivo, y denuncia la tendencia que todos tenemos a contentarnos con las palabras -palabras bonitas, solemnes- paró sin pasar a cumplirlas en la vida. El ejemplo que pone es gráfico, nuestra conducta con los que no tienen que comer ru que vestir: decirles palabras de ánimo y no ayudarles de hecho. Siguen siendo ejemplos válidos hoy. Mirañdo a países más pobres, o mirando sencillamente a nuestro alrededor, referido a lo económico, o también a lo humano: ¡cuántos necesitan de nuestro interés; de nuestro tiempo, de nuestra acogida, de nuestra esperanza! Y podemos quedarnos en palabras muy bien sonantes ?comunidad, solidaridad, justicia, democracia, amor fraterno? y no pasar a lo concreto, a una actuación coherente. También lo decía Juan en su primera carta: "Hijos, no amemos de palabra ni de lengua,.sino con obras y de verdad" (1 Jn 3,18).

TÚ ERES EL MESÍAS

El evangelio de Marcos -que es el que leemos este año en las misas dominicales- había empezado así: "Comienzo del evangelio de Jesús Mesías, Hijo de Dios". Hoy, ya en el capítulo 8, escuchamos, por fin, por boca de Pedro, la confesión de fe de alguien que sí ha creído en él: "Tú eres el Mesías". Una página decisiva en el evangelio de Marcos, la confesión de Cesarea.

Es una pregunta clave también hoy: ¿quién es Jesús? Junto a los que le rechazan o no creen en él, están los que le tienen sólo por un profeta, o por un predicador admirable, o como un modelo de entrega por los demás. Los que están presentes en la Eucaristía dominical seguramente tienen un concepto más profundo sobre Jesús: es el Mesías, el Enviado de Dios; más aún: es el Hijo de Dios, el hombre en quien habita la plenitud de la divinidad. Por eso creemos en él, le amamos, le intentamos seguir en nuestra vida. Porque él es quien da sentido a todo en nuestra existencia.

Nos podemos espejar en ese apóstol que se ha constituido en portavoz de los demás, Pedro, que irá madurando poco a poco en su conocimiento de Jesús, porque todavía es muy superficial su seguimiento y tendrá, en la Pasión, momentos incluso de traición y negación. Luego, después de la Pascua y con la fuerza del Espíritu, será un apóstol incansable y dará su propia vida como testimonio de su fe en Cristo. Los que nos rodean irán interesándose en Cristo Jesús y su mensaje si a nosotros, que nos decimos cristianos, nos ven con un estilo de vida que hace creíble nuestro testimonio de fe.

UN MESÍAS QUE PADECERÁ, MORIRÁ Y RESUCITARÁ

Una cosa que Pedro y los demás no quisieron entender, al principio, es que el mesianismo, tal como lo entiende Jesús, pasa por el sufrimiento y la muerte. Y eso que ya lo había anunciado el profeta Isaías, en su canto del Siervo, cuando hablaba de que este Siervo enviado por Dios recibiría golpes e insultos y salivazos, aunque contando siempre con la ayuda y la fuerza de Dios. Por eso, la actitud que triunfará en él es la confianza: "No quedaré avergonzado".

Junto a la alabanza que merecía Pedro por su lapidaria?profesión de fe, recibe según el evangelio de hoy, una de las réplicas más duras de Jesús: "Apártate de mí, Satanás". Pedro y los demás no entienden que Jesús ha venido, no a ser servido, sino a servir; a cumplir su misión con una solidaridad plena con la familia humana, incluido el dolor y la muerte; y que va a salvar al mundo precisamente con su muerte, con su entrega total. A Pedro -y la nosotros- le gustaban las palabras suaves de Jesús, las consoladoras. Le gustaba el monte Tabor, el de la transfiguración de Jesús. No quería entender el sentido del otro monte: el Calvario.

Tampoco a nosotros nos gusta que Jesús nos haya dicho que el que quiera ser su discípulo, debe tomar su cruz cada día y seguirle. Creer en Jesús no sólo de palabra, sino viviendo según su estilo de vida -de nuevo parece resonar el mensaje incisivo de Santiago- supone seguramente renunciar a criterios más atrayentes de este mundo, elegir el camino más difícil, organizar nuestra vida siguiendo el ejemplo de Jesús, sobre todo con la entrega por los demás. No basta con que digamos que creemos en Jesús, sino tenemos que aceptarle por entero, también en lo que tiene de exigencia y de cruz.

J. ALDAZÁBAL
MISA DOMINICAL 2000 12 7-8


11.

Tú eres el Mesías

"Tu eres el Mesías". Ésta es la profesión de fe que Pedro proclamó. Todos admiran a Jesús. Descubren en él a un gran profeta, un hombre extraordinario según la mayoría. Como en tiempos de Jesús. Pero Pedro lo proclama como Señor, como Salvador, como Mesías. El Espíritu inspiró a Pedro para que hiciera este acto de fe. Y sin la luz de Dios nadie puede creer.

Hoy debemos preguntarnos sobre nuestra fe. Sabemos que es una suerte creer en Jesús. Y sabemos también que este don no es fruto de nuestro esfuerzo. Es gracia de Dios. Y esta gracia nos ayuda a decir sí a Dios. ¿Nos percatamos de la importancia que tiene creer? ¿Damos por ello gracias a Dios? Debiéramos pensarlo y, con mucha humildad, saber agradecérselo al Señor.

También nosotros, como Pedro, podemos decir: "¡Tú eres el Mesías!". Y esta fe nos ayuda a entender nuestra persona y nuestro entorno con una nueva luz. Todo es diferente. Tenemos a Alguien en quien creer y que da sentido a nuestra vida. Jesús es el Señor y el amigo, es la luz y la fuerza, es Aquel en quien hemos puesto toda nuestra esperanza. Sabemos con quién podemos contar y que nunca nos fallará. Es aquello que afirma San Pablo: "Sé muy bien en quien he creído, y estoy seguro de que es lo suficientemente fuerte como para conservar hasta el último día el tesoro de la fe que me ha sido confiado" (2Tm 1,12).

El seguimiento de Jesús

Los discípulos necesitaban esta respuesta de Jesús para ser capaces de encajar lo que Jesús les dice a continuación. Les anuncia el camino que tiene por delante: la pasión, muerte y resurrección.

Jesús les habla con toda claridad. Instintivamente rechazan el sufrimiento. A nadie le complace sufrir. Por eso Pedro, aquel que acababa de pronunciar su profesión de fe, le contradice. Y Jesús, a quien tampoco gustaba el sufrimiento, le contesta: "¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!". El seguimiento de Jesús no consiste en un camino de rosas. Para seguir sus pasos es necesario negarse uno a sí mismo, tomar nuestra propia cruz y acompañarlo. En cada persona están presentes los sufrimientos de todo tipo. Y Jesús quiere ayudarnos a hallar su luz en medio de la oscuridad que el dolor comporta. No estamos solos. Podemos vivir el sufrimiento acompañados por Jesús. Y eso nos ayuda a encontrar incluso en el sufrimiento un poco de luz, un poco de sentido. Se trata de la luz y del sentido que hallamos en Jesús que nos acompaña en la contrariedad. Ojalá que sepamos aprovechar en medio de las situacions adversas esa compañía del Señor.

Continúa diciendo Jesús: "El que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará". Perder la vida para salvarla. Y ya desde aquí. No vivir atrapados por el egoísmo. Vivir amando, haciendo el bien, como Jesús. Vivir en plenitud, con solidaridad. Vivir para los demás. Jesús quiere ayudarnos a entender todo esto y a vivirlo. Pidámosle que nos haga esta gracia.

Una fe consecuente

Las lecturas de este domingo son muy importantes porque nos ayudan a valorar el don de la fe y, también, a vislumbrar un poco de luz ante el sufrimiento. Y, además, para que no nos engañemos, Santiago nos decía en la segunda lectura que la fe se ha de probar con las obras. Y para confirmar esta afirmación nos habla de la ayuda a los necesitados. Si nuestra fe no les beneficia, esa fe es inútil. Es una fe muerta.

El lenguaje es claro. Merece la pena saber qué nos pide el Señor. También él puede y quiere ayudar a que actuemos en consecuencia. Esta Eucaristía que ahora celebramos nos dé la fuerza que necesitamos para vivir con mayor intensidad la enseñanza de Jesús.

JOAN SOLER
MISA DOMINICAL 2000 12 12


12. 2003

Is 50, 5-10:Dios me ha abierto los oídos
Salmo responsorial: 114, 1-6.8-9
Sant 2, 14-18: La fe y las obras van unidas
Mc 8, 27-35: ¿Quién es Jesús?

La primera lectura nos presenta uno de los cantos del Siervo de Yahveh del segundo Isaías. El siervo habla de las persecuciones, de los abatimientos que le ha tocado sufrir, los cuales ha podido resistir porque ha sido fiel a la palabra que Dios le ha encomendado anunciar. El profeta desde su experiencia de oyente de la Palabra que resuena en su interior, configura su tarea y su misión como servidor de Yahveh. En la Palabra el siervo se identifica como mensajero y destinatario; lo que el siervo dice de sí mismo debe escucharlo el pueblo abatido. En definitiva, el mensaje que nos transmite este canto es que el profeta reconoce a Dios en el sufrimiento y en la persecución como un amigo que lo salva y lo defiende, que le ha abierto los oídos para que escuche su Palabra y cumpla la misión de ser su servidor.

El texto de la segunda lectura nos permite rebatir una antigua discusión en torno al tema de si es la fe la que salva, o las obras, es decir, si la salvación la obtenemos o no por el cumplimiento ciego de la ley. Santiago nos dice que la fe se tiene que ratificar en las obras, por eso, la fe no puede ser entendida como un acto intelectual, como la unión del entendimiento y la conciencia, a un mensaje que nos propone el mismo Dios a través de la Iglesia. De igual manera, las obras deben ser entendidas como la praxis cristiana. La fe supone el creer y creer no es solamente admitir unas verdades de fe, sino aceptar el compromiso vital de la fe, que no es otra cosa que el amor al prójimo y el amor al prójimo, debe ser real y concreto, debe ser un amor eficaz.

El evangelio nos dice que Jesús salió con sus discípulos a territorio pagano, a los pueblos de Cesarea de Filipo, allí se sentía con más libertad. Y camino a ese lugar Jesús le pregunta a sus discípulos “¿quién dice la gente que soy yo?”. La pregunta en Lucas supone una toma de conciencia sobre la identidad del maestro. Las respuestas de la gente acerca de la identidad de Jesús son diversas, pero todas apuntan a ver a Jesús como un profeta más. Jesús se da cuenta que la gente no había entendido que él era el mensajero último del Reino de Dios; por eso, la pregunta fundamental es la que Jesús le dirige a sus discípulos: “y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?”. Pedro se hace el vocero del grupo y responde diciendo que Jesús es el Mesías; pero las condiciones todavía no estaban dadas, por eso les impuso una estricta orden de silencio. Sin embargo, Jesús comenzó a enseñarles cuales eran las consecuencias de su misión, quería ser claro con ellos para que después no se sintieran engañados. Les dijo eso con toda claridad, para que no quedara duda ni de la certeza que tenía, ni de su decisión de llegar hasta el final. Y aún así, Pedro no entendió; su idea sobre el Mesías está en la línea del pensamiento israelita, él como sus compatriotas esperaban un Mesías que comenzara las luchas contra el poder romano, por eso, aparta a Jesús, se interpone en su camino y comienza a regañarlo, “Jesús entonces reprende a Pedro y le dice: ¡Pasa detrás de mí, Satanás! Tus ambiciones no son las de Dios, sino de los seres humanos”. Jesús le pide que cambie de lugar y de mentalidad y que se coloque detrás de él, es decir, en la actitud del discípulo. Sólo en la actitud del discípulo que sigue a su maestro es posible comprender el camino de Jesús y asumir las implicaciones que tiene para los discípulos; negarse a sí mismo, cargar con la cruz, perder la vida para ganarla, como Jesús.

Sonaba imposible que alguien quisiera así seguir con él. Era como caminar al fracaso. Por eso les dijo que lo que estaba en juego en la decisión que enfrentaban, era la vida misma. Si alguien quería asegurar la vida, guardándola como en conserva, la perdería; pero quien la arriesgara por la causa del Reino, la causa del evangelio, la salvaría. Y ahora pensemos nosotros: ¿de qué nos servirá conquistar el mundo entero, a costa de nuestra propia vida?. ¿Qué pago podremos dar a cambio de ella?. Pues sepan que aquel que se avergüence de Jesús y de las exigencias del Reino ante los demás, también el hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga en la gloria de su Padre entre los santos ángeles. La paradoja que Jesús vivió y cuya verdad experimentó a fondo: que la existencia humana sólo se asegura definitivamente a través de la muerte.

Confesar a Jesús no es problema de contenidos doctrinales, sino de comprometer nuestra vida hasta llegar a dar testimonio del proyecto que Él asumió con radicalidad en su propia vida. Llegar a confesar que Jesús es el Mesías es declarar desde lo más profundo de la existencia que Él es único absoluto de la historia y que su proyecto lo asumimos hasta las últimas consecuencias, es decir, dar la vida si es necesario.

SERVICIO BÍBLICO LATINOAMERICANO


13. 14 de septiembre de 2003

“NOSOTROS HEMOS DE GLORIARNOS EN LA CRUZ DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO” (Gálatas 6,14).

“NO SON EQUIVALENTES LOS SUFRIMIENTOS DE ESTE MUNDO CON LA GLORIA QUE NOS ESPERA”

1. La cruz, escándalo para los judíos, que era el instrumento de tortura más cruel y vil, se ha convertido en instrumento de salvación, porque en él ha sido clavado el Redentor que, despojándose de su rango de Dios, quiso morir colgado y torturado en ella. Con la pregunta dubitativa: “¿Quién creyó nuestro anuncio?”, comienza el Profeta Isaías el capítulo 53 de su Profecía. El mundo, con el señuelo y la novedad del progresismo, de la innovación y de la singularidad, resulta más camaleónico de lo que se cree. Le parece que está inventando la historia y produciendo novedades cuando sólo está renovando viejísimos errores en nombre de la nueva cultura. Y junto a la consecuencia directa de la ignorancia, incoherencia y entronización de la carencia de rigor, llega al pensamiento débil y a las ideas heréticas. Salvarnos sin cruz, o con cruces deleitables, es un revivir el epicureismo y el hedonismo pagano. Algunos cristianos tratan de desvirtuar la cruz, rebajando el vino del evangelio con el agua de la mediocridad, o pagando tributo al relativismo, o  con la escasa formación acomodaticia  como ya decía San Pablo: “Los judíos piden señales y los griegos buscan saber, nosotros predicamos un Cristo crucificado, escándalo para los judíos, locura para los paganos, en cambio para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Mesías que es portento de Dios y sabiduría de Dios: porque la locura de Dios es más sabia que los hombres y la debilidad de Dios más potente que los hombres” (1 Cor 22).

2. Pablo se sabe «crucificado con Cristo» (Gal 2,19) y «configurado a su muerte» (Fl 3,10). «Llevo en mi cuerpo las marcas de Jesús» (Gal 6,17). «Cinco veces recibí de los judíos cuarenta azotes menos uno. Tres veces fui azotado con varas; una vez apedreado; tres veces naufragué; un día y una noche pasé en el mar. Viajes frecuentes; peligros de ríos; peligros de salteadores; peligros de los de mi raza; peligros de los gentiles; peligros en ciudad; peligros en despoblado; peligros por mar; peligros entre falsos hermanos; trabajo y fatiga; noches sin dormir, muchas veces; hambre y sed; muchos días sin comer; frío y desnudez». Expresará su dolor a los filipenses «Con lágrimas en los ojos» porque: «muchos viven, según os dije tantas veces, y ahora os lo repito con lágrimas, como enemigos de la cruz de Cristo...» (Fl 3, 18). «Pasa dolores de parto» (Gal 4,19). «¡Hijos míos!, por quienes sufro de nuevo dolores de parto hasta ver a Cristo formado en vosotros» (Gal 4,19). Pero como la mujer sufre hasta dar a luz, luego se goza por haberle dado un hijo al mundo (Jn 16,21), así el apóstol sufre lo indecible, pero el resultado final es: «ver a Cristo formado en vosotros». «Llevamos siempre en nuestros cuerpos por todas partes la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo» (2 Cor 4,10). «Completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24). «Así la muerte actúa en nosotros, mas en vosotros la vida» (2 Cor 4,12). Sufriendo por los hombres, «continuamente entregados a la muerte por causa de Jesús», transmite a los hombres «la vida de Jesús» (2 Cor 4,10). «¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo!» (Gal 6,14). «Me glorío en mis debilidades... en las persecuciones padecidas por Cristo» (2 Cor 12,9). Desde este perspectiva se iluminan sus expresiones paradójicas: «Estoy lleno de consuelo  y sobreabundo de gozo en todas nuestras tribulaciones» (2 Cor 7,4). En él se hace presente el misterio pascual en su integridad: fuerza en la debilidad, vida en la muerte, gozo en el sufrimiento. «Me alegro de sufrir por vosotros». Tanto las tribulaciones como el consuelo, tienen valor salvífico: «si somos atribulados, lo somos para consuelo y salvación vuestra; si somos consolados, lo somos para el consuelo vuestro, que os hace soportar con paciencia los mismos sufrimientos que también nosotros soportamos» (2 Cor 1,6). Cuando poco antes de su muerte escriba a Timoteo, le dirá: «yo estoy a punto de ser derramado en libación» (2 Tim 4,6). Dios mismo había reconciliado al mundo consigo por medio de su Hijo, al cual había constituido víctima por los pecados de los hombres (2 Cor 5); si a él se le ha confiado el ministerio de la reconciliación (v.18), sólo puede colaborar eficazmente en la reconciliación de los hombres con Dios, con la ofrenda de la propia vida.

3. Tanto Lutero como Calvino negaron la necesidad de cooperar a la gracia, enseñando que sólo la fe justifica y nos aplica los méritos de Cristo. “Sola fides; sola gratia; sola Scriptura”. Desde que Pablo VI entrara en la última sesión del Vaticano II con un cilicio en sus carnes y dijera a mi Arzobispo entre sollozos: “Tuta Chiesa e inficionata”, ¡cuántos avances han conseguido estos gravísimos errores, cuántos virus Blaster y Sobig. F y otros innumerables, han extendido la epidemia difusa y larvada que nos invade, más perniciosa que los virus informáticos que han invadido millones de ordenadores, contradiciendo a la Sagrada Escritura y al Magisterio, que es el único que tiene el carisma y la misión ministerial de interpretar la Biblia. Es preferible, decía el famoso teólogo Rahner, ser granos de trigo dentro de la Iglesia, que árboles frondosos fuera. Y ¡cuántos son los que pretenden suplantar esta interpretación por el “libre examen personal”!. ¿Qué sentido tiene proclamarse teólogos católicos, si se apartan de la fe de la Iglesia y de su Magisterio? ¿Pretenden que les sigamos  a ellos y nos apartemos de la Cabeza, a quien Cristo confió el ministerio de confirmar en la fe a sus hermanos? "La fe sin obras es muerta" (Sant 2,20). "No son justos los que oyen la ley, sino aquéllos que la cumplen" (Rom 2,13). Y el mismo Cristo declara que en el juicio final serán sentados a la derecha los que hayan practicado las obras de misericordia (Mt 25,34). Y "Si quieres entrar en la vida eterna, guarda los mandamientos" (Mt 19,17). Y San Agustín dice: "El que te creó sin ti, no te salvará sin ti". Para esta supuesta cultura, la teología de la cruz es una locura o una necedad, como decía el Apóstol, y no duda en preguntar Isaías: “¿Quién creyó nuestro anuncio? ¿A quién se reveló el brazo del Señor?”.

4. El enigma misterioso de la cruz sólo Dios lo entiende. Y los Santos, en la medida que él les concede. San Juan María María Vianney se escapaba de su parroquia de Ars porque no se veía capaz. No le era más fácil la vida en Ars, pues en nigún monasterio por estricto que fuera, habría vivido una vida tan dura como la que él mismo se impuso en Ars. Desde las dos de la mañana en el confesonario, lo que le dolían eran los pecados que escuchaba y perdonaba, pues él no buscaba en su parroquia vivir una tranquila vida; era un hombre de una penitencia durísima, y en cualquier monasterio habría comido tres veces al día, por lo menos, y no las patatas mohosas que el mismo se cocía para toda la semana, ni los sacrificios asombrosos que se imponía para convertir a los pecadores. Y, ¿cuáles eran los motivos de los llantos en la misa de San Pío de Pietrelcina? Los pecados. Por cierto, a Jesús lo crucificaron los Romanos instigados por las autoridades religiosas de los judíos. Pero, se me ocurre preguntar: ¿Quién crucificó a Francisco de Asís? ¿Quién transverberó a Santa Teresa? Y más cerca de nosotros: ¿Quién estigmatizó a San Pío de Pietrelcina? El pecado es una tremenda realidad, un misterio de iniquidad, dice San Pablo. “Mirad, mi siervo tendrá éxito, subirá y crecerá mucho. Como muchos se espantaron de él, porque desfigurado no parecía hombre ni tenía aspecto humano; así asombrará a muchos pueblos; ante él los reyes cerrarán la boca, al ver algo inenarrable y contemplar algo inaudito. ¿Quién creyó nuestro anuncio?”. ¿Quién es el que ve la distancia del pensamiento del hombre del pensamiento de Dios?. “Mi siervo tendrá éxito”. A un  compañero párroco que se lamentaba al Cura de Ars de lo fría que estaba su feligresía, respondía San Juan María Vianney: - “¿Habéis orado, habéis ayunado? ¿Os habéis disciplinado?”- Una vecina suya oía todas las noches los golpes de su penitencia y, asombrada y compadecida, decía: -¡Cuándo pararás! ¡¡Cuándo pararás!!-. Pero él, que se había encontrado una comunidad parroquial descristianizada, a los quince años de su pastoreo, decía: “Ars ya no es Ars…El cementerio de Ars es un relicario”… Con mis propios ojos he visto las gotas de sangre de San Francisco de Borja, Duque de Gandía, conservadas en los azulejos del oratorio del palacio ducal. Un día, vestido con la pobre sotana y manteo de jesuíta, llevaba una olla para los pobres, lo que suponía una gran humillación para él, que había sido el hombre de mayor confianza del emperador Carlos V y Virrey de Cataluña. Intentó esconderla debajo del manteo, y para vencer la tentación  se la colocó sobre la cabeza. Es verdad que lo más importante es amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos. Pero no hay amor más grande que morir por los amigos, dijo Jesús.

5. No puede la teología dejar de enseñar, tanto los antiguos como los modernos y aún los actualísimos, uno de los mayores y Padre del Concilio Vaticano II, Hans Urs Von Balthasar, creado Cardenal por Juan Pablo II, las distintas opciones de Dios ante el pecado: dejar al género humano sufriendo sus consecuencias; perdonarlo sin reparación adecuada, como lo destaca Guardini, que tampoco es Santo Tomás; o exigir una satisfacción condigna, término teológico que significa proporcionalidad entre lo que se debe y lo que se paga. Dicho de otro modo: El pecado es una ofensa infinita, por el término ad quem, que es Dios infinito. O Dios no es misericordioso y abandona al hombre, lo cual es imposible; o perdona al hombre sin exigirle reparación justa. Elije y determina la satisfacción condigna, la más digna según su justicia, sabiduría y misericordia. Esta satisfacción exige pagar la deuda de la ofensa infinita, pero, como el hombre no es capaz de pagar de esta manera, pagará él. El Verbo se hará hombre para poder morir y  reparará la ofensa y las demás consecuencias del pecado. Esto se llama Redención, misterio inescrutable. El misterio de la Encarnación consiste en la unión de la naturaleza humana con la divina en la persona del Verbo de Dios. Dios formó una concreta naturaleza humana en las entrañas de la Virgen María y la hizo subsistir en la persona divina del Verbo. Por esta unión hipostática de la persona divina del Verbo con la naturaleza humana, Cristo, que es verdadero Dios, es también verdadero hombre. El hombre pecó por soberbia: "Seréis como dioses”, y Dios se hará hombre por obediencia, para hacer al hombre Dios. Al encarnarse Dios, se manifiesta su bondad infinita; su misericordia; su justicia; su sabiduría, para unir la misericordia con la justicia; su poder infinito, porque es imposible realizar gesta mayor que la encarnación del Verbo, al juntar en ella lo finito con lo infinito. Dios, Juez Supremo, pudo haber perdonado el pecado gratuitamente, o pudo haber exigido una reparación congrua. Quiso unir la justicia con la misericordia. Dice Santo Tomás de Villanueva: "Muchos medios he intentado y buscado para que los hombres dejen la vanidad y me sigan, y ninguno sirve de nada; uno sólo resta para convencerlos, que es darles a entender cómo infinitamente los amo, haciéndome hombre".

6. Y maniféstandoles cuánto les amo con la prueba de lo mucho que sufro, infinitamente más que ningún hombre ha sufrido pues "Mirad y ved si hay dolor como mi dolor" (Is 1, 12). Santo Tomás, comentando el texto de Isaías  explica por qué el dolor físico y moral de Cristo ha sido el mayor de todos los dolores: Por las causas de los dolores: el dolor corporal fue acerbísimo, tanto por la generalidad de sus sufrimientos, como por la muerte en la cruz. El dolor interno fue intensísimo, pues lo causaban todos los pecados de los hombres, el abandono de sus discípulos, la ruina de los que causaban su muerte y, por último, la pérdida de la vida corporal, que naturalmente es horrible para la vida humana natural. Por la sensibilidad del paciente: el cuerpo de Cristo era perfecto, muy sensible, como conviene al cuerpo formado por obra del Espíritu Santo. De ahí que, al tener finísimo sentido del tacto, era mayor el dolor. Lo mismo puede decirse de su alma: al ser perfecta comprendía efícacísimamente todas las causas de la tristeza. Por la pureza misma del dolor: porque otros que sufren pueden mitigar la tristeza interior y también el dolor exterior, con alguna consideración de la mente, Cristo en cambio no quiso hacerlo. Porque el dolor asumido era voluntario. Y así, por desear liberar de todos los pecados, quiso sufrir el dolor en proporción al fruto. Y de ahí se sigue que el dolor de Cristo ha sido el mayor de cuantos dolores ha habido (Suma III; q 46, a 6). "¿Quién no amará al que nos amó de tal manera?. "Nos lavó de nuestros pecados con su sangre" (Ap ,5). 

7. Pagó la pena debida por los pecados. "Llevó la pena de todos nuestros pecados sobre su cuerpo en el madero de la Cruz" (1 Pe 2,24). Aunque Cristo satisfizo por nuestros pecados en todos los actos de su vida, quiso que sus satisfacciones y sus méritos sólo produjesen sus efectos después de su pasión, refiriéndolo todo a su muerte. Por eso la Sagrada Escritura atribuye todas las satisfacciones y méritos de Cristo al sacrificio de la Cruz. La satisfacción de Cristo fue voluntaria: "Fue ofrecido porque él mismo lo quiso", (Is 53,7); "Nadie me arranca la vida, sino que la doy por propia voluntad" (Jn 10,18). Fue completa  porque es suficiente para reconciliarnos con Dios y borrar nuestros pecados"La sangre de Cristo nos purifica de todo pecado" (1 Jn 1,7); condigna y superabundante porque hay proporción entre lo que se debe y lo que se restituye. El acreedor que perdona una parte de la deuda al deudor, recibe satisfacción deficiente y no condigna. La satisfacción de Cristo fue condigna, porque guardó proporción con la ofensa. Si la ofensa causada a Dios con el pecado es “quodammodo infinita”, la satisfacción de Cristo fue de valor infinito. Me explico: La magnitud de una ofensa se mide por la dignidad de la persona ofendida. Es mucho más grave la ofensa a un Jefe de Estado, que a un soldado raso. Siendo Dios de majestad infinita, la ofensa hecha a El con el pecado, es en este sentido infinita. La satisfacción de Cristo fue superabundante; pagó más de lo que debíamos. "Donde abundó el pecado sobreabundó la gracia" (Rom 5,20). Cualquier acto del Hijo de Dios era infinito, porque procedía de la persona infinita del Verbo.  Su satisfacción es superabundante y "su redención copiosa" (Sal 20, 7). No sólo nos perdonó el pecado y la pena debida, sino que nos mereció la gracia y el derecho al cielo. La satisfacción de Cristo y sus méritos son una verdadera restauración del hombre, pues le devuelven los dones de orden sobrenatural arrebatados por el pecado. "Si por el pecado de uno sólo murieron todos los hombres, mucho más copiosamente la gracia de Dios se derramó sobre todos" (Rom. 5,10). "Tenemos la firme esperanza de entrar en el santuario del cielo por la sangre de Cristo" (Heb10,19). "Nos bendijo con toda suerte de bienes espirituales en Jesucristo" (Ef 1,3). "El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó, ¿cómo será posible que no nos dé con El todos los bienes?" (Rom 8, 32). Dice Santo Tomás: "La cabeza y los miembros pertenecen a la misma persona; siendo, pues, Cristo nuestra cabeza, sus méritos no nos son extraños, sino que llegan hasta nosotros en virtud de la unidad del cuerpo místico" (Sent 3, c18, a 3). "Como todos mueren en Adán, todos en Cristo han de recobrar la vida" (1 Cor 15,22). Al P. Luis de Sant Angelo en  Segovia, escribe San Juan de la Cruz: “Si en algún tiempo, hermano mío, le persuadiere alguno, sea o no prelado, doctrina de libertad y más alivio, no la crea ni abrace, aunque se la confirme con milagros, sino penitencia y más penitencia y desasimiento de todas las cosas; y jamás, si quiere llegar a la posesión de Cristo, le busque sin la cruz. Pues Jesús realizó la gesta más grande para redimirnos cuando estaba en la cruz desnudo de lo sensitivo, de lo afectivo y en la mayor aflicción, incluso abandonado del Padre”. ¡Qué sabe el que no ha padecido! Jesús nos pide que amemos al Padre y a los hermanos, pero no hay prueba mayor de amor que morir por los amigos. 

8. “Si tiene que escoger, no dude ni un segundo. Decídase por la vida del bebé”, dice  al ginecólogo, Gianna Emmanuela Bereita Molla, beatificada el 24 de abril de 1994, ante la presencia de su esposo y su hija de treinta y dos años, Gianna Emmanuela, nacida a costa de la vida de su madre. Juan Pablo resbaló en su cuarto de baño. Tras permanecer en el apartamento durante la noche, al día siguiente fue trasladado a la Policlínica Gemelli donde se le implantó una cadera artificial para solucionar la fractura del fémur. Ya nunca podría caminar como antes. Como la familia es atacada, dice Juan Pablo II, el Papa tiene que sufrir para que el evangelio del sufrimiento guíe a todas las familias del tercer milenio. Karol Woytyla ha escrito un poema en el que San Estanislao dice al rey de Polonia: “Mis palabras no te han convencido; mi sangre te convencerá”. Desde el punto de vista bíblico, a veces el dolor, no una represalia divina, un castigo, sino una oportunidad para reconstruir el bien en el sujeto que sufre. No, Dios no es rencoroso; es un gran señor elegantísimo; un amigo delicadísmo e infinitamente delicado. No se dedica a echar sal en las heridas; jamás hace una gracia al estilo de aquel padre grosero y rudo que quiere hacerle una caricia al niño y le saca un ojo. No es como aquel médico zafio de tiempos lejanos, que se empeñaba en curar a los enfermos a pellizcos o a pescozones y frotando las heridas con papel de lija, justificando su práctica desquiciada. Los hombres, por la escasez de su horizonte, siempre han trasladado a Dios sus propios defectos y pasiones, y por lo mismo, también a los otros hombres, según el refrán popular: Piensa el ladrón que todos son de su condición. Lógico. No son capaces de descubrir en los demás motivaciones que puedan ser más elevadas que las suyas. Pero Dios es muchísimo más sensible, infinitamente más, que el Beato Juan XXIII, que acostumbraba cuando teenía que corregir, hacerlo con delicadeza, porque -decía- era mejor una caricia que un pellizco; y que el Cardenal Montini, futuro Pablo VI quien, siendo Arzobispo de Milán, sufría tanto cuando tenía que amonestar, que enviaba a su secretario a consolar al dolorido paciente con estas o parecidas palabras: “Dígale que es el mismo para el Señor Cardenal, no ha perdido su confianza, es el mismo que antes”. Y ambos tenían autoridad, la máxima autoridad y misión. Al hombre le puede ocurrir lo que acaba de declarar un presidente de una Comunidad Autónoma de España: “Yo necesito pais para hacer socialismo”. No “necesita socialismo para hacer pais”, sino todo lo contrario. Ha confundido los términos. El fin el socialismo, los medios, el país. Dios el medio, el hombre el fin.

9. Ninguna explicación puramente descriptiva del dolor sería capaz de abordar con acierto el profundo misterio humano con el que guarda relación. Tampoco la razón nos puede decir que “el amor es  la fuente más completa de la respuesta a la pregunta del sentido del dolor”. Para ello hacía falta una demostración, que Dios ha “dado en la cruz de Jesucristo”, cuyo dolor como hombre y como único Hijo de Dios posee una "hondura e intensidad incomparables”. Después de la entrevista del Papa con Ali Agca, escribió la carta apostólica “Savifici doloris” sobre el sentido del sufrimiento. La humanidad ha sido redimida por el dolor de Cristo. El dolor, dice el papa, «parece ser particularmente esencial a la naturaleza del hombre». Contrariamente a lo que sostienen algunas ideas contemporáneas, el dolor no es accidental ni evitable. "Es uno de esos puntos donde el hombre está "destinado" a ir más allá de si mismo.» En el mundo hay dolor porque hay mal.  El sufrimiento mayor es la muerte, que Cristo conquistó con su «obediencia hasta la muerte», superada en la resurrección.  El dolor sigue presente en el mundo, pero el cristiano que sufre, ya puede identificar su dolor con la agonía de Cristo en la cruz, y penetrar más a fondo en el misterio de la redención, que es el misterio de la liberación humana. Mediante el encuentro con esa liberación, el individuo que sufre descubre nuevas dimensiones de la vida como vocación. El dolor existe «para de­sencadenar el amor en la persona humana, ese don desinteresado del "yo" en beneficio de otras personas, sobre todo de las que sufren». «El mundo del dolor humano» hace que surja «el mundo del amor humano». La dinámica de la solidaridad en el dolor es otra confirmación de la ley del don de sí inscrita en el corazón humano.

10. ¿Quién creyó nuestro anuncio? ¿A quién se reveló el brazo del Señor? Creció en su presencia como brote, como raíz en tierra árida, sin figura, sin belleza. El Señor quiso triturarlo con el sufrimiento y entregar su vida como expiación; verá su descendencia, prolongará sus años, lo que el Señor quiere prosperará por su mano. Por los trabajos de su alma verá la luz, el justo se saciará de conocimiento. Mi siervo justificará a muchos, porque cargó con los crímenes de ellos. Le daré una multitud como parte, y tendrá como despojo una muchedumbre. Porque expuso su vida a la muerte y fue contado entre los pecadores, él cargó con el pecado de muchos e intercedió por los pecadores. Alégrate, estéril,que no dabas a luz, rompe a cantar con júbilo la que no tenías dolores; porque la abandonada tendrá más hijos que la casada. Ensancha el espacio de tu tienda, despliego sin miedo tus lonas, alarga tus cuerdas, hinca bien tus estacas; porque te extenderás a izquierda y derecha. Tu estirpe heredará las naciones y poblará ciudades desiertas” (Is 53-54).

11. San Pablo, a los presbíteros de la iglesia de Filipos, que ya están ambicionando los primeros cargos, cosa tan humana, pues según el mundo “vale más ser cabeza de ratón que cola de león”, les recuerda el ejemplo de la aniquilación de Cristo, que se despoja de su categoría de Dios, tomó la condición de esclavo pasando por uno de tantos, un cualquiera, y se sometió a todas las condicionantes humanas hasta la muerte de cruz. Ahí tenéis el modelo. ¿Queréis estar arriba? Pues ya sabéis lo que os toca. Sufrir más que nadie, porque estáis en el lugar de Cristo y Cristo sufrió pobreza, hambre, desnudez, humillaciones colmadas y muerte pública de esclavo, vilipendiado y humillado, anonadado. Triturado y molido en el lagar de la cruz. Y así, han de ser humildes y no ambiciosos, modestos, y no altivos, servidores y no señores, reflejando el rostro de Jesús de Nazaret, y no poniendo de relieve su propia personilla, aprovechando su cargo para representar algo. Aprendiendo a obedecer para saber mandar. Y como Dios es justo, y lo que han hecho con su Hijo es una injusticia, le exaltará sobre todo y le dará un nombre brillantísimo por encima de todo nombre. “El que se humilla será ensalzado”.

12. Viviendo un poco a la ligera y a locas, parece que si no alcanzamos renombre en la tierra, vamos a ser unos fracasados y frustrados. Parece que no va a haber tiempo de que los humillados sean ensalzados, como quien ignora que el mundo pasa y la vida no termina aquí, sino que continúa y se prolonga por siempre. Pero somos míopes y nos quedamos en este pequeño horizonte porque sólo utilizamos los sentidos corporales y tenemos desactivado el sexto sentido, el de la fe. Pidamos esa fe ardiente que nos permita ver la ganancia del sufrimiento, de la inmolación y del dolor, porque no puede ser el discípulo de mejor condición que el Maestro.

JESÚS MARTÍ BALLESTER
 


14.

Y USTEDES ¿QUIÉN DICEN QUE SOY YO?

Comentando la Palabra de Dios

Is. 50, 5-9. La actitud que se expresa en aquellas palabras: Heme aquí, ¡oh Dios!, que vengo a hacer tu voluntad, es vivida hasta su máxima expresión por Jesús, el Hijo de Dios hecho Hombre. Él mismo expresará: Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió. Él nos enseñó a orar, no sólo con los labios, sino con las obras, con las actitudes y con la vida misma expresando: Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo. María, la Madre de Jesús, ante el requerimiento de Dios pronunciará desde el fondo de su ser aquella frase que indica su actitud de fidelidad a Dios: Hágase en mí, según tu Palabra. Caminar en la voluntad de Dios es dejarlo hacer su obra en nosotros, como el alfarero toma entre sus manos el barro tierno y lo moldea conforme a su voluntad. El camino de fidelidad a la voluntad de Dios nos lleva a ser perfectos como Él es perfecto; a ser perfectos como Él quiere que lo seamos. Y esto, además de requerir nuestra libertad puesta en sus manos, requiere nuestra disposición a pasar por todas las pruebas a que seamos sometidos sabiendo que Él siempre estará a nuestro lado para que jamás quedemos avergonzado. Sólo al final, glorificados junto con Jesús a la diestra del Padre, podremos, junto con Cristo decir: Era necesario padecer todo esto para entrar, así, en la gloria. Sin embargo no vamos a buscar el dolor por el dolor con una mente enfermiza; más bien hemos de decidirnos a caminar hacia nuestra plena identificación con Cristo aceptando todos los riesgos que tal decisión conlleve; finalmente son los riesgos que aceptamos cuando hemos decidido amar como Él nos amó primero a nosotros.

Sal. 115. No pensemos que el Señor está lejos de nosotros. Nuestro Creador y Padre habita en lo más profundo del hombre; Él está siempre a nuestro lado para librarnos de la mano de nuestros enemigos. Él no quiere ni siquiera la muerte del pecador, sino más bien que se convierta y viva. Tampoco quiere la destrucción de sus hijos. Mediante la muerte y resurrección de Jesús, su Hijo, nos abre a la esperanza de la vida, que va más allá de la muerte que hemos de sufrir, y que, finalmente, no tendrá la última palabra. Puesto que Dios quiere la vida para nosotros, ya desde ahora vela por nosotros y nos protege. Por eso hemos de poner toda nuestra confianza en el Señor, dejarnos amar por Él y permitir que su Espíritu nos conduzca en la voluntad de Dios para que, al final, hagamos nuestra, de modo definitivo, la salvación y la vida que proceden de Él.

Stgo. 2, 14-18. Muchas veces hemos pensado en el depósito de la fe y hemos dicho que hay que creer, bajo riesgo de condenarse si no se aceptan, en todas aquellas verdades que son propuestas como dogmas de fe por el magisterio de la Iglesia. Ojalá y no olvidemos que la fe es, antes que nada, la adhesión personal a Cristo. Él mismo nos dice: La voluntad de mi Padre es que todos los que vean al Hijo y crean en Él tengan vida eterna, y yo los resucitaré en el último día. Y creer en Cristo significa aceptar en nosotros su persona, en alianza de totalidad que nos lleve a identificarnos con Él, de tal forma que, por la Fuerza del Espíritu Santo, seamos transformados en un signo concreto de su amor salvador en la historia. Sólo a partir de entonces podremos preocuparnos de los demás y hacerles el bien con la seguridad de que no somos nosotros, sino del Señor quien, por medio nuestro continúa su obra de salvación en el mundo. Entonces los Dogmas serán certezas que no aceptamos con la cabeza inclinada, sino con el corazón de quien, por medio del amor, ha descubierto al Señor como la Luz y la Verdad que iluminan los pasos del hombre haciéndole descubrir algo de Aquel que es la Verdad eterna e inmutable.

Mc. 8, 27-35. Y ustedes, ¿Quién dicen que soy yo? Ante este requerimiento del Señor no podemos quedarnos en la profesión de un dogma acerca de Jesús, Verdadero Hijo de Dios e Hijo del hombre. Más allá de esa respuesta el Señor nos invita a responderle de un modo vital. Si en verdad Él significa algo en nuestra vida, nos hemos de identificar con Él de tal forma que, tomando nuestra cruz de cada día, vayamos tras sus huellas. El hombre que ha depositado su fe en Jesús es porque ha hecho suya la Buena Nueva proclamada por Jesús; es porque, amando como Él, es capaz de entregar su vida por los demás. Quien, finalmente quiera conservar para sí mismo su propia vida, quien rehuya a amar hasta el extremo aceptando el riesgo de la propia oblación en favor de aquellos a quienes ama, quien no es capaz de hacer de su vida un signo de la entrega amorosa de Cristo, no puede decir que es un signo del Señor sino de Satanás. El Señor nos invita a que profesemos nuestra fe en Él no sólo con los labios, sino con las obras, con las actitudes y con la vida misma.

La Palabra de Dios y la Eucaristía de este Domingo.

Cómo quisiéramos un Dios conforme a nuestra voluntad y a nuestros criterios. Sin embargo, este voluntarismo echaría por tierra la aceptación de Jesús como es en realidad. Podemos pensar mucho acerca del Señor; pero, aceptarlo en la fe es tanto como adentrarnos en las Escrituras y conocer su camino hacia la glorificación, pasando por la muerte aceptada por el amor que nos tiene. Cuando Dios creó todas las cosas y creó al hombre por amor totalmente libre, se comprometió a ser fiel a Sí mismo, fiel a su amor y al hombre y al mundo. El suyo es amor que no retrocede ante nada y que alcanza a manifestar que el amor es más grande que el pecado y que la debilidad humana. La Eucaristía que estamos celebrando nos manifiesta ese empeño de Dios por salvar y llevar junto a Sí todo lo que le pertenece y que se había desviado por senderos de maldad y de muerte. Quienes participamos de esta Eucaristía y entramos en comunión de Vida con Cristo, no podemos inventarnos una religión a nuestra medida, a nuestros gustos. Cristo, el Camino, nos ha manifestado no sólo lo que hemos de creer, sino lo que hemos de vivir para que, realizando nuestra vida bajo el peso de la cruz de cada día, con gran amor, yendo tras sus huellas amando a todos, salvando a todos, dando nuestra vida como oblación de amor por todos, podamos, finalmente, participar de la gloria que Él ha reservado para quienes le viven fieles.

La Palabra de Dios, la Eucaristía de este Domingo y la vida del creyente.

Tomar la cruz de cada día y echarse a caminar tras de Jesús. Esto habla del dolor, del sufrimiento, de, incluso la muerte en favor de los demás. No podemos quedarnos en la aceptación del dolor en sí mismo; no podemos, de modo masoquista, enfermizo, buscar el dolor o inferírnoslo a nosotros mismos pensando que así pagamos nuestras propias culpas o lavamos las culpas de los demás. Tomar la cruz de cada día significa amar haciendo el bien a los demás; es ayudarles a encontrarse con Cristo; es esforzarnos por construir una sociedad de hermanos; es engendrar día a día un mundo más justo; es compartir lo nuestro con los más desprotegidos; es esforzarnos para que el reino de Satanás desaparezca del corazón del hombre. Siendo congruentes con nuestra fe no estancada, sino hecha camino de salvación y liberación en el amor, afrontemos el riesgo de ser incluso entregados a la muerte por quienes no son capaces de abrir sus ojos ante la salvación y ante el amor al prójimo; seamos capaces de aceptar desvelarnos, quedarnos con hambre y desnudos con tal de que los demás alcancen a tener una vida más digna y experimente el amor de Dios. Perder la vida por Cristo y por su Evangelio, finalmente es el riesgo de amar como el Señor nos ha amado a nosotros. Quien sólo busca su comodidad; quien dedica un tiempo, incluso prolongado, a anunciar el Nombre del Señor, pero cierra sus entrañas ante las necesidades de aquellos a quienes proclamó el Evangelio, y retorna a su casa a vivir entre comodidades y lujos, tendrá, finalmente que cuestionarse si es sincero en su fe y si realmente cree en Jesús, entregado por nosotros. Quien medita a profundidad el Evangelio, si no le da un nuevo giro a su vida comprometiéndose a vivir como el Señor nos enseñó, no puede sino llamarse, tal vez, erudito en las verdades de fe, pero no una persona realmente de fe en Cristo, pues no va tras sus huellas, sino que sólo utiliza al Señor para tener prestigio como un buen predicador, pero no como un buen testigo.

Que Dios nos conceda, por intercesión de María, nuestra Madre, no sólo escuchar la Palabra de Dios y llamarle Señor, Señor con los labios, sino manifestar nuestra fe mediante nuestras obras de amor, de cariño, de respeto, de comprensión, de perdón, de cercanía a los que sufren, de preocupación efectiva y activa para que la salvación llegue a todos y podamos, juntos, participar de los bienes eternos. Amén.

www.homiliacatolica.com

 


15.-Fuente: Catholic.net  Autor: P. Antonio Izquierdo

Nexo entre las lecturas

¿En qué consiste la esencia del hombre? La liturgia de hoy nos da una respuesta. En la primera lectura, tres son los rasgos del hombre según el designio de Dios: el hombre es un ser "que escucha", que sufre, que experimenta la presencia y asistencia de Dios. El evangelio presenta a Jesús como la perfecta realización del hombre: el Ungido de Dios, el varón de dolores, el siervo obediente hasta la muerte, el que pierde su vida para salvar las de los hombres. Finalmente, Santiago en la segunda lectura enseña que el hombre es aquel en quien fe y obras se unen en alianza indisoluble para lograr la perfecta realización humana.


Mensaje doctrinal

1. El hombre según Dios. Pienso que la definición del hombre no ha de buscarse ni sólo ni principalmente en el hombre (aunque no ha de excluirse esta búsqueda), dado que no es autocreativo ni se llama a sí mismo a la existencia. La definición más auténtica del hombre la puede dar quien le ha creado y le ha llamado del no ser al ser, de la nada a la existencia. En el tercer canto del Siervo se delinea en cierta manera una síntesis de antropología teológica. El primer rasgo, no reportado por la lectura litúrgica, define al ser humano como quien recibe de Dios el don de hablar palabras de vida para los demás, sobre todo para el cansado y agobiado. Luego, aparecen en este canto, otros tres rasgos que se hallan en el texto litúrgico:

1) El hombre es el ser a quien Dios le ha capacitado para "escuchar", igual que los discípulos. Es un discípulo de Dios, que implica no sólo la escucha teórica, sino a la vez la escucha que conduce a la praxis, a la realización de lo escuchado, de la voz originaria que le precede y que norma su vida. En otros términos, el hombre es un discípulo obediente de Dios.

2) El hombre no es un ser para la muerte, como diría Heidegger, pero sí un ser para el sufrimiento. El sufrimiento es el yunque en que se forja el hombre; es el molde en que se configura su personalidad; es la frontera, el caso-límite que revela su temporalidad; es la cifra real y misteriosa de la condición humana.

3) El hombre es el ser asistido por Dios, en quien Dios muestra su presencia constante y eficaz. Esa presencia divina resulta ser la roca en que se fundan todas las grandes certezas del hombre; el faro luminoso que orienta al hombre en la oscuridad; el estandarte que le enardece en la batalla por ser y hacerse hombre cada día. A modo de conclusión, se puede decir que quien excluye la solidaridad, la escucha, el dolor, la presencia divina de la concepción del hombre, no sabe realmente qué es el hombre.

2. Cristo, el verdadero hombre. Jesús es en primer lugar el Mesías, el Ungido de Dios, que somete toda su persona a la misión que Dios le confía, llegando incluso hasta la obediencia de la cruz. Por eso, en Jesús se unen el Ungido y el Siervo del sufrimiento, no como dos títulos contrapuestos de su condición humana, sino como dos nombres de una misma persona que lo definen y lo caracterizan. Incluso cuando a Jesús se le compara con otras figuras de la Biblia (Moisés, Elías, Juan Bautista, Salomón, Jonás...), él es distinto. Como él mismo dirá: "He aquí uno mayor que Jonás... he aquí uno mayor que Salomón". Por otra parte, en su condición sufriente Jesús no se autolesiona ni reniega de su suerte, sino que mantiene una absoluta confianza en Dios, que le asistirá en medio del dolor y que le resucitará de entre los muertos. Por todo ello, Jesús llama a Pedro satanás cuando éste intenta apartarle sea de su misión redentora sea de su perfecta condición humana según Dios. En Jesús, finalmente, se hace realidad también otro rasgo señalado por Santiago en la segunda lectura: la coherencia entre la fe y las obras; no las obras de la ley, sino las obras de la fe. Podemos decir que la autoconciencia de Jesús coincide con su autorrealización.


Sugerencias pastorales

1. Hombre y cristiano. No pocas veces en la historia del pensar -y también probablemente del vivir- estas dos realidades han marchado por caminos distintos. Casi parecía a algunos que no se puede ser plenamente hombre siendo perfectamente cristiano o que no se puede ser plenamente cristiano, siendo perfectamente hombre. En definitiva, es, en términos antropológicos, el dilema planteado desde hace siglos entre fe y razón, entre ciencia y fe. En un nuevo clima cultural y espiritual, Juan Pablo II, en continuidad con la doctrina católica, ha afirmado rotundamente: "La fe y la razón son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad". Traduciendo la frase en términos antropológicos, se puede afirmar: "El hombre y el cristiano son como las dos alas con las que el espíritu humano se eleva hacia la realización de su plena humanidad". Tal vez pueda ser fructuoso preguntarnos por qué, en el pasado y probablemente también hoy, se ha separado al hombre del cristiano o al cristiano del hombre. ¿Qué aspectos, que rasgos del vivir cristiano han podido oscurecer e incluso alienar de una concepción del hombre auténtica? ¿Qué modelos de cristiano se han presentado o se presentan en nuestros días que puedan parecer a otros, cristianos o no, menos humanos o hasta deshumanizantes? El concilio declaró bellamente que Cristo revela el hombre al hombre, pero cabe preguntar: ¿Seguimos en esto todos los cristianos las huellas de Cristo? No cabe duda que en esto queda un largo camino. Recorrerlo es tarea de cada uno y de todos los cristianos.

2. La paradoja cristiana. "Quien quiera salvar su vida la perderá, pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará", nos dice Jesús. Es la gran paradoja cristiana, es decir, humana. En términos paradójicos, Jesucristo plantea la gran batalla de la existencia humana. Es la batalla entre el egoísmo y la entrega, entre la seducción del yo y la atracción de Dios, entre el culto a la personalidad y el culto a la verdadera humildad. Normalmente, pero de modo equivocado, se piensa que siendo egoísta se va uno a realizar, a salvar su identidad, a lograr una personalidad de gran talla. El resultado después de un cierto tiempo es la conciencia de estar buscando lo imposible, la frustración por tantas energías gastadas inútilmente, y ojalá también, al darse cuenta de haber errado el camino, aceptar el propio error y enderezar los pasos por el camino justo. Ese camino justo es el de vaciarse de sí para llenarse de Dios, el de darse a los demás desinteresadamente sin buscar compensaciones de ningún género, es el de la humildad profunda de quien sabe y acepta que todo lo que es y tiene proviene de Dios y lo debe poner al servicio de los demás. Éste es el camino de la salvación. Éste es el camino de la auténtica realización del hombre. Éste es el camino de la paradoja cristiana. Hermano, caminemos juntos y alegres por él. Es el camino que Cristo nos ha enseñado a sus discípulos.
 


16. Autor: Neptalí Díaz Villán CSsR.             Fuente: www.scalando.com

 

FE Y OBRAS

Cesarea de Filipo era una localidad al pie del monte Hermón, sobre la fuente principal del río Jordán. Desde tiempos antiguos se le rendía culto al Dios Baal, hasta que con la conquista de los griegos se empezó a adorar al dios Pan. Por eso la ciudad adoptó el nombre de Paneas y a su santuario se le llamó Panión. El Rey seléucida Antíoco III (de cultura helénica) libró y ganó allí la batalla definitiva contra los Tolomeos y se quedó con el poder de Palestina, en el año 200 a.C.

 

Herodes el Grande, reyezuelo sujeto a los romanos, que tenían el poder desde el año 63 a.C., edificó allí un templo de mármol dedicado al emperador Augusto César, quien le había cedido la ciudad. Posteriormente el tetrarca Felipe, hijo de Herodes el Grande, durante el reinado del mismo emperador le dio el nombre de Cesarea de Filipo, para diferenciarla de Cesarea de Palestina, y para dejar su propio nombre.[1]

 

El evangelio que leemos hoy nos presenta a Jesús en camino hacia Cesarea de Filipo. Una tierra con mucha influencia no judía y con toda una historia de luchas por el poder.

 

En el nuevo testamento es muy simbólico presentar a Jesús en esa actitud con sus discípulos. El discípulo es el que hace camino con el maestro. Lo que Jesús ofrece más que una meta es un camino para ser más humano delante de Dios y de los hermanos.

 

Durante el recorrido era necesario clarificar algunas cosas. Tanto para los primeros discípulos de Jesús, como para las primeras comunidades cristianas, a quines está destinado el evangelio, y para nosotros, es importante saber qué se dice acerca de Jesús.

 

“¿Quién dice la gente que soy yo?”, les preguntó Jesús.  En aquella época unos decían que era Juan Bautista, otros que Elías u otro de los profetas. Hoy la gama de respuestas es aún más variada. Esa pregunta ha hecho correr ríos de tinta y hay tantas cristologías como para volverse loco, si uno no está con los pies sobre la tierra. Algunos creen en Jesús y lo aceptan como su salvador, otros lo ven como un personaje más de la historia, otros como un guerrero que quiso tomarse el poder y no pudo;  inclusive hay quienes lo ven como un impostor que se atribuyó el título de Mesías sin serlo y que murió como debía morir.

 

Hay muchos estudios de algunos especialistas a cerca de Jesús: psiquiatras que analizan su inteligencia, médicos que investigan las causas físicas de su muerte, psicólogos que estudian su capacidad de amar y paleontólogos que buscan la tumba para hallar sus huesos. Hay curanderos que dicen tener sus poderes, exorcistas que aseguran ser capaces de expulsar siete demonios en su nombre y pitonisas que adivinan la suerte invocando su espíritu. Hay sociólogos, filósofos y teólogos, “hippies”, caminantes y vagos,  artistas, metafísicos y espiritistas… Hasta curas que se atreven a decir que actúan “in persona Cristi capitis” (en la persona de Cristo Cabeza) y otros más atrevidos que se denominan sus vicarios, y, como tal, exigen que sus palabras deban ser tomadas como infalibles. Unos enfatizan en su carácter de protestante, otros en su autoridad o en su vida interior, en sus reflexiones existenciales, o en sus milagros… en fin… aquí hay de todo, como en botica.

 

Responder a esta pregunta es importante y necesario en nuestro proceso como discípulos. Pero hay otra que va más allá: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?” Los primeros discípulos quedaron callados ante esa pregunta. Era más fácil responder la primera, pues se trataba de un conocimiento intelectual a cerca de lo que decían. Pero para responder a esta se necesitaba todo un discernimiento interior. No solamente una respuesta desde la razón sino desde el corazón. Desde los sentimientos que les hacía brotar y las esperanzas que despertaba en ellos, desde la ligera certeza de sentirse acompañados por un hombre de Dios, hasta la convicción de estar caminando con el Mesías.

 

Los evangelios sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas) nos dicen que fue Pedro quien se atrevió a responder: “Tú eres el Mesías”. El Mesías encerraba todas las esperanzas del pueblo de Israel desde los tiempos de David. Todos esperaban un guerrero que reconquistara la tierra y los liberara del dominio extranjero, en ese momento, de Roma.

 

Seguramente descubrir a Jesús como el Mesías les produjo mucha alegría. Según sus esperanzas, eso quería decir que ellos dejarían de ser personajes del montón y pasarían a ser parte de la cohorte del nuevo rey de Israel. Nada mal para unos pescadores acostumbrados a pasar por el mundo “sobreviviendo”, como dice la canción.

 

Pero como decían nuestros viejos: “no sabían lo que le iba pierna arriba”; pues compartir la vida con el Mesías más que un privilegio era un compromiso muy peligroso. Las circunstancias históricas eran muy adversas. Las estructuras sobre las que estaba montado el mundo se resistirían al cambio con todas sus fuerzas.[2] Jesús, que de tonto no tenía nada, sabía con toda seguridad que no iba a ser fácil enfrentar ese mundo estructuralmente injusto y perfectamente corrompido. Por eso fue muy claro con sus compañeros de camino: al Hijo del Hombre lo van a hacer sufrir, lo van a procesar, a condenar y  ejecutar. Sólo después vendría el triunfo.

 

Pero faltaba otra cosa muy importante: El “Mesianismo” de Jesús no era nada parecido a la concepción del Mesías guerrero, poderoso triunfador, que ellos esperaban. Su trabajo empezaría desde las bases y no desde las estructuras, desde el servicio y no desde el poder. Y sus aspiraciones no eran precisamente tomarse el poder, sino unir a más personas para vivir en comunidad y constituir una familia unida, no tanto por medio de lazos sanguíneos sino por el amor de Dios que nos hace hermanos con igualdad de deberes y derechos.

 

Y, como es natural, cuando se trata de brindar, de estar con el ganador y de ser ganadores, todo el mundo está ahí. Cuando un equipo de fútbol es campeón, le salen hinchas de los sitios más recónditos y lucen la camiseta con orgullo. Pero cuando se trata de enfrentar peligros, persecuciones e inseguridades, como dice el refrán: “ahí empieza Cristo a padecer”. Y cuando se estrellaron con que lo que buscaba el nazareno no se parecía en nada a sus anhelos de poder, fama y privilegios, la decepción fue aún más grande. Fue Pedro quien trató de disuadirlo para que no fuera así. ¡Claro que era un honor y una gran noticia estar con el Mesías! Pero con el que ellos tenían en la cabeza, no con el que tenían al frente.

 

Porque Pedro era como nosotros, que preferimos quedarnos tranquilos en nuestras cómodas poltronas rezando y alabando a Dios. Confesar  nuestra fe con palabras no nos cuesta mucho. Hoy en día no matan a nadie por decir que es cristiano. Pero cuando se trata no sólo de decir que somos cristianos sino de ser cristianos, de buscar la justicia de Dios en un mundo estructuralmente injusto, eso no es tarea fácil. Y cuando comprendemos que debemos enfrentar nuestro propio mundo interior, nuestra búsqueda de seguridades personales y hasta nuestro propio egoísmo. Cuando debemos reconocer que también dentro de nosotros habitan un tirano y un terrorista, un mico, un gato, un perro, un ratón y todo un zoológico peligroso, y que primero debemos cambiar nosotros antes de pretender cambiar el mundo, eso toca nuestras fibras internas y de pronto aparecen muchos reparos, como le pasó a Pedro.

 

Es necesario dar una respuesta y estar dispuestos a asumir el compromiso que lleva consigo dicha respuesta. Si Jesús para nosotros no es más que un personaje de la historia, con una vida chévere, no hay mucho que hacer. Pero si lo confesamos como Mesías, como el camino, la verdad, la vida, como el Pan vivo bajado del cielo, es necesario estar dispuestos a seguirlo hasta el final. A negarse así mismo y cargar la cruz.

 

De ninguna manera se trata de negarnos como individuos, ni de negar los valores humanos por los que tanto luchó la modernidad. Es negar la construcción de la vida a partir del egoísmo y del individualismo, puesto que eso nos llevaría irremediablemente a la frustración de nuestra naturaleza humana.

 

Tomar la cruz no es sinónimo de masoquismo, ni de resignación. No es huir del mundo externo o interno, para refugiarnos luego en una dimensión desconocida. Es enfrentar la vida tal como viene, aceptar nuestra realidad histórica con sus luces y sus sombras, y trabajar porque cada vez haya menos crucificadores y crucificados en este mundo. Seguirlo es caminar con Él hasta el final  y asumir la vida sin escapar de ella, sin drogas ni pretextos alienantes. Es entregarlo todo por el Reino de justicia, amor y verdad, aún sabiendo que se corre el mismo peligro que corrió Jesús.[3]

 

¿De qué sirve confesar a Jesús como Mesías si luego estamos poniendo reparos y nos quedamos sólo en los discursos? Aquí no se trata sólo de confesar la fe de palabra. Pues como dijo Santiago (2 lect): “la fe si no produce obras es una fe estéril”. Que Jesucristo nos dé la gracia de conocerlo, amarlo, seguirlo y confesarlo de palabra y obra hasta el final.


[1] Cfr. Douglas, J. D., Nuevo Diccionario Biblico Certeza, (Barcelona, Buenos Aires, La Paz, Quito: Ediciones Certeza) 2000, c1982. Hoy se llama Banias y es de dominio musulmán. Allí hay un santuario dedicado al musulmán Khidr-al

 

[2] Como bien lo dibuja el libro del Apocalipsis (Cap.13) cuando dice que la bestia, aunque estaba herida, se resistía a morir y estaba dispuesta a destruirlo todo para no caer.

 

[3] De esta manera la cruz y el Dios de la cruz no son, como decía el viejo Nietzsche: “una maldición contra la vida ni una flecha indicadora para huir de la vida”, sino un fermento para buscar una humanidad digna, justa, libre y feliz.