31 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO XXIII - CICLO C
26-31

 

26.

Fuente: Catholic.net
Autor: P. Antonio Izquierdo

Nexo entre las lecturas

La sabiduría es la palabra-clave en las tres lecturas. A la capacidad humana de razonar, tan débil y tan incierta, se opone la sabiduría con que Dios amaestra a los hombres para que alcancen la salvación (primera lectura). La prudencia humana hace cálculos para saber si se cuenta con los medios suficientes para construir una torre o con el número de soldados para atacar al enemigo. Esta prudencia es necesaria, pero para ser discípulo de Jesucristo se requiere además la sabiduría que proviene de Dios (Evangelio). La carta de san Pablo a Filemón, ¿no es por caso una cumbre de tacto humano y de sabiduría, aprendida en la escuela de la fe? (segunda lectura).


Mensaje doctrinal

1. Ciencia del hombre y sabiduría de la fe. Con la primera expresión quiero indicar el esfuerzo del hombre por conocer la verdad en todas sus dimensiones y vivir según ella; con la segunda, la acción de Dios en nuestra inteligencia para hacernos partícipes de su revelación y en nuestra voluntad para inducirnos a vivir conforme a la misma. ¡Cuántas diferencias entre ellas, pero también cuántas ayudas y cuánta complementariedad! La ciencia se caracteriza por el límite; un límite que se supera continuamente, abriendo el paso a otro nuevo, y así una y otra vez; por eso, en principio el hombre del presente tiene más ciencia que el del pasado, y el del futuro tendrá más ciencia que el del presente. En el libro de la Sabiduría leemos: “Si a duras penas vislumbramos lo que hay en la tierra y con dificultad encontramos lo que tenemos a mano, ¿quién puede rastrear lo que está en los cielos?”. La sabiduría no tiene límites, sino únicamente el que le pone nuestra pobre inteligencia. Esto explica que exista la posibilidad de hombres con mayor sabiduría en el pasado que en el presente o de hombres con menor sabiduría en el futuro. Siendo don de Dios, la sabiduría no está subyugada por el tiempo. “¿Quién puede conocer tu voluntad, si tú no le das la sabiduría y le envías tu Espíritu Santo desde el cielo?” (Primera lectura). Se ve claro que la ciencia es esfuerzo humano y la sabiduría don divino; lo que se ignora por la ciencia es con mucho más de lo que se conoce, mientras que por la fe todo se sabe, aunque no todo se llegue a conocer. La ciencia frecuentemente engríe y exalta a quien la posee, la sabiduría hace humilde y agradecido a quien la recibe. La ciencia se acabará con el hombre, la sabiduría es eterna, como lo es Dios, su fuente perenne. En el Evangelio hallamos bellamente formulada la sabiduría de la cruz, y en la segunda lectura la sabiduría de la caridad con un esclavo que ha venido a ser -¡algo inaudito!- hermano.

2. La sabiduría de la fe en acción. El seguimiento de Cristo no es una elección original del hombre, sino elección a partir de una llamada que viene de Dios. Precisamente por eso, el seguimiento de Cristo no es posible en base a puros razonamientos humanos, sino que exige la sabiduría de la fe. El texto evangélico nos sitúa ante algunas opciones que habrán de ser iluminadas por la sabiduría divina. Está el caso de la opción por el seguimiento de Cristo, aun a costa de los más estrechos lazos familiares, cuando éstos entran en conflicto con la llamada. Está la opción por la cruz, siguiendo las huellas de Cristo en su camino hacia Jerusalén. Está la renuncia a todos los haberes, a todas las riquezas, a todo poder, con tal de vivir radicalmente la sequela Christi. ¿No requieren todas estas opciones una profunda sabiduría de fe? En la segunda lectura, Pablo en su carta a Filemón nos brinda un magnífico ejemplo de esta sabiduría divina. Primeramente, la sabiduría de Pablo que se manifiesta en la delicadeza, discreción y tacto admirables con que trata la situación de Onésimo (un esclavo de Filemón, que había huido de su dueño a causa posiblemente de un robo, que Pablo había convertido y bautizado, y que ahora envía de nuevo a Filemón para que lo reciba no ya como esclavo, sino como hermano). Y en segundo lugar, la exhortación de Pablo a la sabiduría propia del creyente, en este caso, Filemón, para que vea en Onésimo un “hijo” de Pablo, su corazón; para que vea en Onésimo no un esclavo (aunque lo siguiera siendo), sino un hermano carísimo en el Señor. En base a esta sabiduría, ¿cómo Filemón no le dará buena acogida en su propia casa? Sin dejar de estar Onésimo en la condición de esclavo, ésta es superada con creces por la fraternidad nacida de la fe.


Sugerencias pastorales

1. La sabiduría al alcance de todos. Una cosa es cierta: no todos están dotados para ser “científicos”, hombres de ciencia, pero todos están capacitados para ser sabios, receptores de la sabiduría de la fe. Otra cosa es cierta, y aparentemente paradójica: Que hay “científicos” que carecen de sabiduría, como hay también ignorantes de ciencia que son, sin embargo, grandes por su sabiduría. No es que necesariamente hayan que estar reñidas la ciencia y la sabiduría; más bien, lo propio es que colaboren y se presten mutuo servicio. ¡Ojalá todos los hombres volásemos con estas dos alas por los espacios de nuestra existencia! Pero no siempre es así, y no son pocos los casos en que el hombre intenta volar con una sola ala, con el peligro real de estrellarse contra el suelo. De todos modos, lo que nos debe llenar de admiración y agradecimiento es el que Dios haya querido poner la sabiduría al alcance de todos. ¿También de los niños? ¿También de los ignorantes y con un cociente intelectual mínimo? ¿También de los discapacitados? La realidad histórica plurisecular, y particularmente del siglo XX, muestra con gran claridad que esos hermanos nuestros gozan muchas veces de una sabiduría divina envidiable. A la vez que se afirma el alcance universal de la sabiduría, no se puede dejar de decir que no todos la aceptan, ni todos la aman, ni todos viven conforme a ella. ¿Por qué no todos la aceptan? ¡Los caminos de los pensamientos humanos son inescrutables! Entran en juego la educación, el ambiente en que se ha crecido y vivido, los principios reguladores de la propia existencia... ¿Por qué no todos la aman? ¡El corazón del hombre es un abismo insondable! Quizá se deba a egoísmo, quizá a endurecimiento del corazón, tal vez a frialdad espiritual o a la fuerza de una pasión... ¿Por qué no todos viven según ella? Está de por medio la libertad humana, y están en juego los condicionamientos del mundo en que vivimos y de las propias pasiones, sumamente poderosas y no pocas veces sin rienda alguna. Es evidente, por ello, que urge aprender desde pequeño esta sabiduría divina, en el seno de la familia y de la parroquia, para que se vaya arraigando poco a poco en la vida.

2. ¿Ciencia versus sabiduría? En una cultura que opera por contrastes y por opuestos, la respuesta positiva a esta pregunta sería la más lógica. A la ciencia del hombre se opone la sabiduría de Dios y a la sabiduría de Dios se opone la ciencia del hombre. Con lo cual, entre ciencia y sabiduría no habría reconciliación posible. Así siguen opinando muchos contemporáneos nuestros, así lo sostienen con calor en la prensa y en los medios de comunicación social. No es ésta, ni puede ser, la posición cristiana. La doctrina cristiana nos enseña a decir: “ciencia y sabiduría”; por tanto, no oposición, sino colaboración, no exclusión, sino complementariedad. La razón para nosotros los creyentes es sencilla: quien da al hombre la capacidad de la ciencia es el mismo Dios que le otorga el don de la sabiduría. Para el no creyente habrá que decir que en ambos casos se trata de la búsqueda de la verdad, aunque sea por caminos diferentes. En esa búsqueda todos nos encontramos juntos: unos volando con un solo motor, otros con dos. ¿Por qué en la búsqueda de la verdad por parte de ambos los resultados son en ocasiones dispares? A mi entender, se trata de una invitación a seguir buscando, por no haber logrado todavía “la verdad completa”, esa verdad que satisfaga las exigencias de la ciencia humana y de la sabiduría divina. Y añadiré que es requisito indispensable por ambas partes el no tener prejuicios de ningún género, y el no enrocarse en las propias posiciones aun a costa de la verdad misma.


27. SERVICIO BÍBLICO LATINOAMERICANO 2004

Para ser cristiano, la Iglesia exige en realidad muy poco. Se bautiza a los niños recién nacidos y apenas se exige nada a sus padres; todo lo más, la asistencia a unas charlas preparatorias del acto del bautismo y un vago compromiso de actuar en cristiano educando al niño según la ley de Dios y los mandamientos de la Iglesia. Sin embargo, esto no era así al principio. Para ser discípulo, Jesús ponía unas duras condiciones, que llevaban a quien quería serlo a pensárselo seriamente. Pocos seríamos cristianos, si para ello tuviéramos que cumplir las tres condiciones que, llegado el caso, Jesús exige a sus discípulos. Y digo llegado el caso, porque estas tres formulaciones del evangelio de hoy que vamos a comentar son “formulaciones extremas”; representan la meta utópica que no debemos perder de vista, estando dispuestos a alcanzarla en el seguimiento de Jesús.

Por la primera (Si uno quiere venirse conmigo y no me prefiere a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a sí mismo, no puede ser discípulo mío), el discípulo debe estar dispuesto a subordinarlo todo a la adhesión al maestro. Si en el propósito de instaurar el reinado de Dios, evangelio y familia entran en conflicto, de modo que ésta impida la implantación de aquél, la adhesión a Jesús tiene la preferencia. Jesús y su plan de crear una sociedad alternativa al sistema mundano están por encima de los lazos de familia.

Por la segunda (Quien no carga con su cruz y se viene detrás de mí, no puede ser discípulo mío) no se trata de hacer sacrificios o mortificarse, que se decía antes, sino de aceptar y asumir que la adhesión a Jesús conlleva la persecución por parte de la sociedad, persecución que hay que aceptar y sobrellevar como consecuencia del seguimiento. Por eso no es necesario precipitarse, no sea que prometamos hacer más de lo que podemos cumplir. El ejemplo de la construcción de la torre que exige hacer una buena planificación para calcular los materiales de que disponemos o del rey que planea la batalla precipitadamente, sin sentarse a estudiar sus posibilidades frente al enemigo, es suficientemente ilustrativo.

La tercera condición (todo aquel de ustedes que no renuncia a todo lo que tiene no puede ser discípulo mío) nos parece excesiva. Por si fuera poco dar la preferencia absoluta al plan de Jesús y estar dispuesto a sufrir persecución por ello, Jesús exige algo que parece esta por encima de nuestras fuerzas: renunciar a todo lo que se tiene, Se trata, sin duda, de una formulación extrema que hay que entender. El discípulo debe estar dispuesto incluso a renunciar a todo lo que tiene, si esto es obstáculo para poner fin a una sociedad injusta en la que unos acaparan en sus manos los bienes de la tierra que otros necesitan para sobrevivir. El otro tiene siempre la preferencia. Lo propio deja de ser de uno, cuando otro lo necesita. Sólo desde el desprendimiento se puede hablar de justicia, sólo desde la pobreza se puede luchar contra ella. Sólo desde ahí se puede construir la nueva sociedad, el reino de Dios, erradicando la injusticia de la tierra.

Para quienes quitamos con frecuencia el aguijón al evangelio y nos gustaría que las palabras y actitudes de Jesús fuesen menos radicales, leer este texto resulta duro, pues el Maestro nazareno es tremendamente exigente.

No en vano el libro de la Sabiduría formula hoy a modo de interrogante la dificultad que tiene conocer el designio de Dios y comprender lo que Dios quiere. Será necesario para ello recibir de Dios sabiduría y Espíritu Santo desde el cielo para adecuar nuestra vida a la voluntad de Dios manifestada por Jesús. Necesitamos ciertamente esa ayuda del cielo para ir contra corriente y tener la capacidad de renuncia total que pide el evangelio y a la que debemos estar dispuestos, llegado el caso. Pero esto que en el evangelio se nos propone como exigencias radicales de Jesús hoy no es tanto el comienzo del camino, sino la meta a la que debemos aspirar, aquello a lo que debemos tender, si queremos seguir a Jesús. Tal vez no lleguemos nunca a vivir con esa radicalidad las exigencias de Jesús, pero no debemos renunciar a ello, por más que nos encontremos a años luz de esa utopía.

Para la revisión de vida

En mi seguimiento de Jesús ¿cómo ha sido mi discernimiento para asumir los valores del Reino? ¿He aceptado fielmente las exigencias de Jesús para seguirlo?

Para la reunión de grupo

- Jesús sigue llamando a seguirlo, con algunas condiciones y exigencias. ¿Cuáles serán esas exigencias para nuestro tiempo? ¿Qué significará desprenderse de los vínculos familiares? ¿Cómo asumimos los cristianos ese cargar con su propia cruz?

- Ante un sistema mundial al que no le importa excluir a los pobres en aras de un crecimiento económico para unos pocos, ¿no valdrá la pena tomar el ejemplo del Evangelio de ponerse a pensar y programar, para después actuar en favor de la Vida? ¿Cómo podríamos organizarnos en contra de la exclusión actual?

Para la oración de los fieles

- -Para que los hombres y mujeres se comprometan a vivir ya desde ahora los valores del Reino, roguemos al Señor...

- -Por todas las organizaciones populares que buscan la vida de sus comunidades, para que en este esfuerzo logren superar los conflictos que esto conlleva...

- -Para que nuestra comunidad cristiana acepte desde el discernimiento las exigencias del seguimiento de Jesús...

Oración comunitaria
Dios Padre nuestro que en Jesús te has acercado a nosotros y nos lo has propuesto como modelo y Camino: ayúdanos a escuchar su invitación a seguirle, y danos coraje y amor para dejarlo todo por su Causa y seguirlo efectivamente, por el mismo Jesucristo nuestro Señor.


28. Instituto del Verbo Encarnado 2004

Comentarios Generales

Sabiduría 9, 13- 19
Nos habla el Sabio en este fragmento de cuán difícil nos es a nosotros encontrarnos con Dios y penetrar sus misteriosos planes:

- El peso de nuestro barro nos instala en lo terreno y sensible. El alma que quiere elevarse a lo suprasensible y divino no puede remontar el vuelo. El cuerpo es lastre y peso abrumador. Y somos superficiales, extravertidos, sensuales. Refractarios a la reflexión, a la oración, a todo esfuerzo de superación.

- Pero dado que el hombre no es sólo carne, no es sólo animal; sino que es también espíritu, espíritu en carne, queda siempre abierto al Espíritu, a Dios. Le es asequible la existencia de Dios y puede conocer algunos de los divinos atributos. Y más ahora que el Hijo de Dios se ha hecho carne y nos ha revelado los misterios de la vida divina.

- Siempre, empero, serán condiciones necesarias para entrar en la zona de los misterios de Dios, y de sus planes de amor, la humildad y la pureza de corazón. La luz divina no puede iluminar corazones embotados por orgullo e impureza. Jesús lo dice en aquella su exultante oración al Padre: “Te celebro, Padre, porque mientras ocultas estas cosas a los sabios y prudentes, las revelas a los pequeñuelos. Nadie conoce al Hijo, sino sólo el Padre; ni nadie conoce al Padre, sino sólo el Hijo, y aquel a quien quisiere el Hijo revelarlo” (Lc 10, 21- 24). Y asimismo nos dirá San Pablo: “El hombre de sola luz natural no capta las cosas del Espíritu de Dios. Para él son necedad; y no las puede conocer, pues se disciernen espiritualmente. El espiritual, en cambio, todo lo discierne. Nosotros, cierto, poseemos el pensamiento de Cristo” (1Cor 2, 14- 16).


Filemón 9. 10. 12- 17
La ocasión de escribir Pablo a Filemón (cristiano noble de Colosas, convertido a la fe por Pablo), la dio un vulgar asunto o lío doméstico. Un esclavo de Filemón- Onésimo- se fugó de la casa de su señor. El fugitivo llegó a Roma. En Roma conoce a Pablo. Y Pablo le bautiza. Y ahora, ya cristiano, lo remite a su señor con esta carta de recomendación. Y el episodio anodino y casero adquiere en la pluma de Pablo calidad de lección trascendente:

- El mundo, a la luz y con la gracia de Cristo, es tan otro, que es ya una nueva creación. Onésimo, otrora esclavo inútil y sin categoría social, es ahora: “hijo de Pablo” (10). Pablo lo ha engendrado para Cristo con el Bautismo y la fe; “entrañas de Pablo” (12); “hermano carísimo de Pablo” (16); y “hermano carísimo de Filemón” (16), puesto que señor y esclavo son, a título de cristianos, hermanos en Cristo.

- Haciendo alusión al nombre griego de “Onésimo”, que significa “útil”, prosigue Pablo: Hasta el presente este esclavo no te fue útil; al presente va a ser utilísimo. Tan útil, que Pablo ruega a Filemón permita a Onésimo volver a su lado (13). Prestaría un gran servicio a la causa del Evangelio. Y cuanto Onésimo le adeuda a Filemón, sea por defraudación, sea por el tiempo que ha estado fugitivo, se ofrece Pablo a pagarlo. Puede ponerlo Filemón a cuenta de Pablo (18).

- Es evidente en la doctrina cristiana que la esclavitud es una injusticia y una violencia que se hace a la persona humana. Pablo, el heraldo de la libertad, lo sabe más que nadie. Pero sabe asimismo que un cambio sano y eficaz no puede hacerse por vías de revolución y guerras sociales, sino por un previo cambio de mentalidad y de sentimientos. Cuando haya penetrado en los corazones, el principio de nuestra dignidad como hijos todos de Dios y hermanos en Cristo, todas las cadenas se quebrarán por sí mismas, y todas las violencias e injusticias cesarán. Leyes y estructuras, costumbres y relaciones sociales, todo quedará impregnado de justicia y caridad. Sin revoluciones sangrientas, Cristo ha roto todas las cadenas de esclavitud: “Ya no hay griego o judío, circunciso o incircunciso, bárbaro, escita, esclavo, libre, sino Cristo, que lo es todo en todos” (Col 3, 11). Hermanos en Cristo, esclavos y libres, todos por igual en Cristo hijos de Dios, debemos estimarnos, valorizarnos, respetarnos, ayudarnos, amarnos. Todos en Cristo somos por igual libres. Libres ante Dios, ante nuestra conciencia, ante todos los hombres. Para la libertad nos rescató Cristo. Y todos por igual somos “siervos” de Dios en servicio de amor filial.


Lucas 14, 25-33:
San Lucas, el evangelista de la “mansedumbre de Cristo” (Orígenes), es el evangelista que más de relieve nos pone el carácter de renuncia y entrega que comporta la vida cristiana:

- Seguidores de un maestro que lo renunció todo hasta “vaciarse”, hasta el anonadamiento de Sí mismo (Flp 2, 7), y por nosotros subió a la cruz, todos sus discípulos debemos, con la cruz a cuestas, seguir sus huellas (27).

- La renuncia aun a lo más querido (padres, esposa, hijos, hermanos) significa que todo queda pospuesto a Cristo. Todo, incluso la propia vida (26). Cierto; el Evangelio no es programa negativo de renuncias: pero las exige como condición previa. Sólo hecho este vacío, vacío que significa desapego de todas las cosas y de sí mismo, de todo egoísmo y afición, puede llenarlo el amor de Cristo. Es evidente que sólo Dios tiene derecho a ser amado y servido a tal precio. Y este “preferir” a Cristo en modo alguno mata el amor a los hermanos. Mata, sí, el egoísmo; y torna el amor puro, generoso, ilimitado.

- Jesús pone a vista de todos el ideal, el ideal más alto y perfecto. Ahora, cada cristiano se acercará más o menos a este ideal, a proporción de la gracia, de la vocación y de su respuesta más o menos generosa.


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San Luis María Grignion de Montfort


Prácticas de la perfección cristiana


Toda la perfección cristiana, en efecto, consiste en:

1º querer ser santo: el que quiera venirse conmigo,

2º abnegarse: que se niegue a sí mismo,

3º padecer: que cargue con su cruz,

4º obrar: y que me siga.

A. «Si alguno quiere venirse conmigo»

Si alguno quiere: y no algunos, se refiere al reducido número de los elegidos (+Mt 20,16), que quieren configurarse a Jesucristo crucificado, llevando su cruz. Es un número tan pequeño, tan reducido, que si lo conociéramos, quedaríamos pasmados de dolor.

Es tan pequeño que apenas si hay uno por cada diez mil. Así fue revelado a varios santos, como a San Simeón Estilita, según refiere el santo abad Nilo, después de San Efrén, San Basilio y varios otros. Es tan reducido que, si Dios quisiera reunirlos, tendría que gritarles, como otra vez lo hizo un profeta: «¡congregaos uno a uno!» (Is 27,12), uno de esta provincia, otro de aquel reino.

Si alguno quiere: aquel que tenga una voluntad sincera, una voluntad firme y determinada, no ya por naturaleza, costumbre o amor propio, por interés o respeto humano, sino por una gracia victoriosa del Espíritu Santo, que no a todo el mundo se da: «no a todos ha sido dado a conocer el misterio» (Mt 13,11). De hecho, el conocimiento del misterio de la Cruz ha sido dado a unas pocas personas. Para que un hombre suba al Calvario y se deje crucificar con Jesús, en medio de su propia gente, es necesario que sea un valiente, un héroe, un decidido, un discípulo de Dios, que pisotee el mundo y el infierno, su cuerpo y su propia voluntad; un hombre resuelto a dejarlo todo, a emprender todo lo que sea y a sufrirlo todo por Jesucristo.

Sabedlo bien, queridos Amigos de la Cruz: aquellos de entre vosotros que no tengan esta determinación andan sólo con un pie, vuelan sólo con un ala, y no son dignos de estar entre vosotros, porque no merecen llamarse Amigos de la Cruz, a la que hay que amar, como Jesucristo, «con un corazón generoso y de buena gana» (2Mac 1,3). Basta una voluntad a medias para contagiar, como una oveja sarnosa, a todo el rebaño. Si una de éstas hubiera entrado en vuestro redil por la puerta falsa del mundo, en el nombre de Jesucristo crucificado, echadla fuera, pues es un lobo en medio de las ovejas (Mt 7,15).

Si alguno quiere venirse conmigo, que tanto me humillé (+Flp 2,6-8) y que me anonadé tanto que llegué a «parecer un gusano, y no un hombre» (Sal 21,7); conmigo, que no vine al mundo sino para abrazar la Cruz -«aquí estoy» (Sal 39,8; Heb 10,7-9)-; para alzarla en medio de mi corazón -«en las entrañas» (Sal 39,9)-; para amarla desde joven -«la quise desde muchacho» (Sab 8,2)-; para suspirar por ella toda mi vida -«¡cómo la ansío!» (Lc 12,50)-; para llevarla con alegría, prefiriéndola a todos los goces y delicias del cielo y de la tierra -«en vez del gozo que se le ofrecía, soportó la cruz» (Heb 12,2)-; conmigo, en fin, que no hallé la plena alegría hasta morir en sus divinos brazos.

B. «Que se niegue a sí mismo»

El que quiera, pues, venirse conmigo, así anonadado y crucificado, debe, a imitación de mí, no gloriarse sino en la pobreza, en las humillaciones y en los sufrimientos de mi Cruz: «que se niegue a sí mismo».

¡Lejos de los Amigos de la Cruz esos que sufren con orgullo, esos sabios según el siglo, esos grandes genios y espíritus fuertes, que están rellenos e hinchados con sus propias luces y talentos! ¡Lejos de aquí esos grandes charlatanes, que hacen mucho ruido y que no dan más fruto que el de su vanidad! ¡Lejos de aquí los devotos soberbios, que hacen resonar en todas partes aquel «no soy como los demás» del orgulloso Lucifer (Lc 18,11); que no aguantan que les censuren, sin excusarse; que los ataquen, sin defenderse; que los humillen, sin ensalzarse!

Tened mucho cuidado para no admitir en vuestra compañía a estos hombres delicados y sensuales, que se duelen de la menor molestia, que gritan y se quejan por el menor dolor, que jamás han conocido la cadenilla, el cilicio y la disciplina, ni otro instrumento alguno de penitencia, y que unen a sus devociones -aquellas que están de moda- una sensualidad y una inmortificación sumamente encubiertas y refinadas.

C. «Que cargue con su cruz»

«Que cargue con su cruz», con la suya propia. Que ese tal, que ese hombre, esa mujer excepcional -«toda la tierra, de un extremo al otro, no alcanzaría a pagarle» (Prov 31,10]-, tome con alegría, abrace con entusiasmo y lleve sobre sus hombros con valentía su cruz, y no la de otro; -su propia cruz, aquélla que con mi sabiduría le he hecho, en número, peso y medida exactos (+Sab 11,21]; -su cruz, cuyas cuatro dimensiones, espesor y longitud, anchura y profundidad, tracé yo por mi propia mano con toda exactitud; -su cruz, la que le he fabricado con un trozo de la que llevé sobre el Calvario, como expresión del amor infinito que le tengo; -su cruz, que es el mayor regalo que puedo yo hacer a mis elegidos en esta tierra; -su cruz, formada en su espesor por la pérdida de bienes, humillaciones y desprecios, dolores, enfermedades y penas espirituales, que, por mi providencia, habrán de sobrevenirle cada día hasta la muerte; -su cruz, formada en su longitud por una cierta duración de meses o días en los que habrá de verse abrumado por la calumnia, postrado en el lecho, reducido a la mendicidad, víctima de tentaciones, sequedades, abandonos y otras penas espirituales; -su cruz, constituida en su anchura por todas las circunstancias más duras y amargas, unas veces por parte de sus amigos, otras por los domésticos o los familiares; su cruz, en fin, compuesta en su profundidad por las aflicciones más ocultas que yo mismo le infligiré, sin que pueda hallar consuelo en las criaturas, pues éstas, por orden mía, le volverán la espalda y se unirán a mí para hacerle padecer.

«Que la cargue», que la cargue: no que la arrastre, ni que la rechace o la recorte o la oculte. Es decir, que la lleve en lo alto de la mano, sin impaciencia ni tristeza, sin quejas ni murmuraciones voluntarias, sin componendas ni miramientos naturales, y sin sentir por ello vergüenza alguna o respetos humanos.

«Que la cargue», es decir, que la lleve marcada en su frente, diciendo aquello de San Pablo: «en cuanto a mí, no quiera Dios que me gloríe sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo» (Gál 6,14], mi Maestro.

Que la lleve sobre sus hombros, a ejemplo de Jesucristo, para que la cruz venga a ser el arma de sus conquistas y el cetro de su imperio (Is 9,6-7].

En fin, que él la grabe en su corazón por el amor, para transformarla así en zarza ardiente, que día y noche se abrase en el puro amor de Dios, sin consumirse (+Ex 3,2].

«La cruz». Que cargue con la cruz, pues nada hay tan necesario, nada tan útil, tan dulce ni tan glorioso, como padecer algo por Jesucristo (+Hch 5,41].

(…)

D. «Y que me siga»

Pero no basta con sufrir: también el demonio y el mundo tienen sus mártires. Es preciso que cada uno sufra y lleve su cruz siguiendo a Jesucristo: «que me siga» (Mt 16,24), es decir, llevándola como él la llevó. Y para eso habéis de guardar estas reglas:

1º No os busquéis cruces a propósito ni por culpa propia. No hay que hacer el mal para que venga el bien (Rm 3,8). No conviene, sin una inspiración especial, hacer las cosas mal para atraerse el desprecio de los hombres. Hay que imitar, más bien, a Jesucristo, del que se dijo «todo lo ha hecho bien» (Mc 7,37), y no por amor propio o vanidad, sino por agradar a Dios y para ganar al prójimo. Y si os dedicáis a cumplir lo mejor que podáis vuestros deberes, nos os faltarán contradicciones, persecuciones y desprecios, pues la divina Providencia os los enviará, contra vuestra voluntad y sin que lo elijáis.

2º Si vais a hacer cualquier cosa en sí indiferente, que, aunque sea sin motivo, pudiera escandalizar al prójimo, absteneos de hacerlo por caridad, para evitar el escándalo de los débiles (+1Cor 8,13). Y el acto heroico de caridad que en esa ocasión hacéis vale infinitamente más de lo que hacías o queríais hacer.

Sin embargo, si el bien que hacéis es necesario o útil al prójimo, aunque algún fariseo o mal espíritu se escandalice sin motivo, consultad con alguien prudente para aseguraros de que lo que hacéis es necesario o muy útil al común de los prójimos; y si él así lo considera, continuad haciéndolo y dejadles murmurar, con tal de que os dejen actuar, contestando en esta ocasión aquello que respondió Nuestro Señor a algunos de sus discípulos, cuando vinieron a decirle que había escribas y fariseos que se escandalizaban de sus palabras y actos: «dejadles; están ciegos» (Mt 15,14).

3º Algunos santos y varones ilustres han pedido, buscado e incluso procurado por medios ridículos cruces, desprecios y humillaciones. Pues bien, eso debe movernos a adorar y admirar la obra extraordinaria del Espíritu Santo en sus almas, y a humillarnos ante tan sublime virtud; pero no ha de llevarnos a pretender volar tan alto, pues nosotros, comparados con esas águilas veloces y esos leones rugientes, no pasamos de ser pollos mojados y perros muertos.

4º No obstante, podéis e incluso debéis pedir la sabiduría de la cruz, que es una ciencia sabrosa y experimental de la verdad, por la que se entienden a la luz de la fe los más ocultos misterios, entre otros el de la cruz; pero es ciencia que no se alcanza sino a través de muchos trabajos, profundas humillaciones y fervientes oraciones. Si necesitáis este espíritu generoso (Sal 50,14), que permite llevar con valor las más pesadas cruces; este espíritu bueno (Lc 11,13) y suave, que hace, en lo parte superior del alma, gustar las amarguras más repugnantes; este espíritu puro y firme (Sal 50,12), que solamente busca a Dios; esta ciencia de la cruz, que contiene todas las verdades; en una palabra, este tesoro infinito que nos hace partícipes de la amistad de Dios (Sab 7,14), pedid la sabiduría; pedidla incesantemente, con toda insistencia, sin vacilar (Sant 1,5-6), sin temor de no alcanzarla, e infalible-mente la recibiréis. Y entonces comprenderéis claramente, por experiencia, cómo se puede llegar a desear, a buscar y a gustar la cruz.

5º Cuando por ignorancia o incluso por culpa propia hayáis cometido cualquier torpeza que os acarree alguna cruz, humillaos inmediatamente bajo la mano poderosa de Dios (1Pe 5,6), sin consentir en turbaciones, diciendo interiormente, por ejemplo: «¡éstos son, Señor, los frutos de mi huerto!». Y si en vuestra falta hubiese algún pecado, aceptad como un castigo la humillación que os sobreviene. Muchas veces, permite Dios que sus mejores servidores, que son los más levantados por su gracia, cometan las faltas más humillantes para humillarlos ante sí mismos y ante los hombres, y para quitarles así la vista y la consideración orgullosa de las gracias que Él les concede y del bien que hacen, a fin de que, como dice el Espíritu Santo, «ningún mortal pueda enorgullecerse ante Dios» (1Cor 1,29).

6º Estad bien convencidos de que todo cuanto hay en nosotros está todo corrompido por el pecado de Adán y por los pecados actuales (+Rm 3,23), y no sólo los sentidos del cuerpo, sino también las potencias del alma. Y de que desde el momento en que nuestro espíritu corrompido considera algún don de Dios en nosotros con morosidad y complacencia, ese don, esa acción, esa gracia se ensucian y corrompen, y Dios aparta de ellas su divina mirada. Y si las mismas miradas y pensamientos del espíritu humano echan así a perder las mejores acciones y los dones más divinos ¿qué diremos de los actos de la propia voluntad, que aún son más corruptos que los del entendimiento?

Después de eso, no nos extrañemos, pues, si Dios se complace en ocultar a los suyos en el asilo de su presencia (Sal 30,21), para que no se vean manchados por las miradas de los hombres ni por su propio conocimiento. Y para ocultarlos así ¡qué cosas permite y hace ese Dios celoso! ¡Cuántas humillaciones les procura! ¡De qué tentaciones permite que sean atacados, como San Pablo (+2Cor 12,7)! ¡En qué incertidumbres, tinieblas y perplejidades les deja! ¡Oh! ¡Qué admirable es Dios en sus santos, y en las vías que Él dispone para conducirles a la humildad y la santidad!

7º Tened mucho cuidado de creer, como los devotos orgullosos y engreídos, que vuestras cruces son grandes, que no son sino pruebas de vuestra fidelidad, y testimonios de un amor singular de Dios hacia vosotros. Esta trampa del orgullo espiritual es sumamente sutil y delicada, pero está llena de veneno. Pensad más bien:

1) que vuestro orgullo y delicadeza os hacen tomar como postes lo que no son más que pajas, como heridas las picaduras, como elefantes los ratones, como atroces injurias y abandono cruel una palabrita que se lleva el viento, en realidad una nadería;

2) que las cruces que Dios os envía son más bien amorosos castigos de vuestros pecados, y no muestras de una benevolencia especial;

3) que por más cruces y humillaciones que Él os envíe, os perdona infinitamente más, dado el número y la gravedad de vuestros crímenes; pues habéis de considerar éstos a la luz de la santidad de Dios, que no soporta nada impuro, y a quien vosotros habéis ofendido; a la luz de un Dios que muere, abrumado de dolor a causa de vuestros pecados; a la luz de un infierno eterno que habéis merecido mil y quizá cien mil veces;

4) que en la paciencia con la que padecéis mezcláis lo humano y natural bastante más de lo que creéis; prueba de ello son esos miramientos, esas búsquedas secretas de consuelos, esas expansiones del corazón tan naturales con vuestros amigos, y quizá con vuestro director espiritual, esas excusas tan sutiles y prontas, esas quejas, o más bien maledicencias contra quienes os han hecho mal, tan bien formuladas, tan caritativamente expuestas, ese reconsiderar y complacerse delicadamente en vuestros males, ese convencimiento luciferino de que sois algo grande (Hch 8,9), etc. No acabaría nunca si hubiera de describir todas las vueltas y revueltas de la naturaleza incluso en los sufrimientos.

8º Aprovechaos de los pequeños sufrimientos aún más que de los grandes. No mira Dios tanto lo que se sufre como la manera en que se sufre. Sufrir mucho y mal es sufrimiento de condenados; sufrir mucho y con aguante, pero por una mala causa, es sufrir como mártir del demonio; sufrir poco o mucho, sufriendo por Dios, es sufrir como santo.

Si se diera el caso de que pudiéramos elegir nuestras cruces, optemos por las más pequeñas y deslucidas, frente a otras más grandes y llamativas. El orgullo natural puede pedir, buscar e incluso elegir y tomar las cruces más grandes y espectaculares. En cambio, sólo puede ser fruto de una gracia excelente y de una gran fidelidad a Dios ese elegir y llevar alegremente las cruces pequeñas y oscuras. Actuad, pues, como el comerciante en su mostrador, y sacad provecho de todo: no desperdiciéis ni la menor partícula de la verdadera Cruz, aunque sólo sea la picadura de un mosquito o de un alfiler, la dificultad de un vecino, la pequeña injuria de un desprecio, la pérdida mínima de un dinero, un ligero malestar del ánimo, un cansancio pasajero del cuerpo, un dolorcillo en uno de vuestros miembros, etc. Sacad provecho de todo, como el que atiende su comercio, y así como él se hace rico ganando centavo a centavo en su mostrador, así muy pronto vendréis vosotros a ser ricos según Dios. A la menor contrariedad que os sobrevenga, decid: «¡Bendito sea Dios! ¡Gracias, Dios mío!». Y guardad en seguida en la memoria de Dios, que viene a ser vuestra alcancía, la cruz que acabáis de ganar. Y después ya no os acordéis más de ella, si no es para decir: «¡Mil gracias, Señor!» o «¡Misericordia!»

9º Cuando se os pide que améis la cruz no se está hablando de un amor sensible, que es imposible a la naturaleza.

Hay que distinguir bien entre tres clases de amor: el amor sensible, el amor racional y el amor fiel y supremo. Dicho de otro modo: el amor de la parte inferior, que es la carne; el amor de la parte superior, que es la razón; y el amor de la parte suprema o cima del alma, que es el entendimiento iluminado por la fe.

Dios no os exige que améis la cruz con la voluntad de la carne (Jn 1,13). Siendo ésta completamente corrupta y criminal, todo lo que de ella nace está corrompido (3,6), y ella misma no puede por sí misma someterse a la voluntad de Dios y a su ley crucificante. Por eso Nuestro Señor, refiriéndose a ella en el Huerto de los Olivos, dice: «Padre mío, que se haga tu voluntad y no la mía» (Lc 22,42). Si la parte inferior del hombre en el mismo Jesucristo, siendo toda ella santa, no fue capaz de amar la cruz sin alguna interrupción, con más razón la nuestra, completamente corrompida, la rechazará. Es cierto que podemos experimentar a veces, como no pocos santos han experimentado, una cierta alegría sensible en nuestros sufrimientos; pero esa alegría, aunque esté en la carne, no procede de la carne; proviene de la parte superior, que está tan llena del gozo divino del Espíritu Santo que lo hace desbordar sobre la parte inferior, de modo que entonces la persona crucificada puede decir: «mi corazón y mi carne retozan por el Dios vivo» (Sal 83,3).

Hay otro amor a la cruz que llamo racional; está en la parte superior, que es la razón. Este amor es completamente espiritual, y como nace del conocimiento de la felicidad que hay en sufrir por Dios, es perceptible y es percibido por el alma, a la que alegra y fortalece interiormente. Pero este amor racional, aunque bueno y muy bueno, no siempre es necesario para sufrir alegremente y según Dios.

Y es que existe otro amor de la cima, del ápice del alma, como dicen los maestros de la vida espiritual -o de la inteligencia, como dicen los filósofos-. Por él, sin sentir alegría alguna en los sentidos, sin captar en el alma ningún placer razonable, sin embargo, se ama y se gusta, a la luz de la pura fe, la cruz que se lleva; y eso aunque muchas veces esté en guerra y lágrimas la parte inferior, que gime y se queja, que llora y busca alivio, de manera que dice con Jesucristo: «Padre mío, que se haga tu voluntad y no la mía» (Lc 22,42); o con la Santísima Virgen: «he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (1,38).

Pues bien, con uno de estos dos amores de la parte superior hemos de amar y aceptar la cruz.

10º Decidíos, queridos Amigos de la Cruz, a sufrir toda clase de cruces, sin exceptuar ninguna y sin elegirlas: cualquier pobreza, cualquier injusticia, cualquier pérdida, cualquier enfermedad, cualquier humillación, cualquier contradicción, cualquier calumnia, cualquier sequedad, cualquier abandono, cualquier pena interior y exterior, diciendo siempre: «Mi corazón está firme, Dios mío, mi corazón está firme» (Sal 56,8; +107,2). Disponeos, pues, a ser abandonados por los hombres y los ángeles, y hasta del mismo Dios; a ser perseguidos, envidiados, traicionados, calumniados, desprestigiados y abandonados por todos; a sufrir hambre, sed, mendicidad, desnudez, exilio, cárcel, horca y toda clase de suplicios, aunque seáis inocentes de los crímenes que se os imputan. Imaginaos, en fin, que después de haber sido despojados de vuestros bienes y de vuestro honor, después de haber sido expulsados de vuestra casa, como Job y Santa Isabel reina de Hungría, se os tira al barro, como a esta santa, o se os arrastra a un estercolero, como a Job, hediondo y cubierto de llagas (Job 2,7-8), sin que se os dé un trapo con que cubrir vuestras heridas, sin un trozo de pan, que no se niega a un caballo o a un perro, para comer, y que en medio de tales males extremos, Dios os abandona a todas las tentaciones de los demonios, sin aliviar vuestra alma con la menor consolación sensible.

Creedlo firmemente: ahí está la meta suprema de la gloria divina y de la felicidad verdadera para un verdadero y perfecto Amigo de la Cruz.

11º Para ayudaros a sufrir bien, tomad la santa costumbre de considerar estas cuatro cosas:

En primer lugar, la mirada de Dios que, como un gran rey en lo alto de una torre, mira en el combate a su soldado, complacido y alabando su valor. ¿Qué mira Dios sobre la tierra? ¿A los reyes y emperadores en sus tronos? Con frecuencia no los mira sino con desprecio. ¿Mira las grandes victorias de los ejércitos del Estado, las piedras preciosas, en una palabra, las cosas que los hombres consideran más grandes? Lo que es más estimable a los ojos de los hombres es abominable ante Dios (Lc 16,15). ¿Qué es, pues, lo que mira con placer y gozo, y de qué pide noticias a los ángeles y a los mismos demonios? -Dios mira al hombre que por Él lucha contra la fortuna, el mundo, el infierno, y contra sí mismo, al hombre que lleva con alegría su cruz. ¿No has visto sobre la tierra una maravilla inmensa, que todo el cielo contempla con admiración?, dice el Señor a Satanás: ¿no te has fijado en mi siervo Job, que sufre por mí (Job 2,3)?

En segundo lugar, considerad la mano de este Señor poderoso, que permite todo el mal que nos sobreviene de la naturaleza, desde el mayor hasta el menor. La misma mano que aniquiló un ejército de cien mil hombres (+2Re 19,35) es la que hace caer la hoja del árbol o el cabello de vuestra cabeza (+Lc 21,18). La mano que hirió tan duramente a Job (+Job 1,13-22; 2,7-10) es la misma que os roza suavemente con esa pequeña contrariedad. La misma mano que hace el día y la noche, el sol y las tinieblas, el bien y el mal, es la que permite los pecados que os inquietan: no ha causado la malicia, pero ha permitido la acción. (…).

Considerad que Dios, con una mano infinitamente poderosa y prudente os sostiene, mientras os hiere con la otra. Con una mano mortifica, con la otra vivifica; humilla y enaltece (Lc 1,52). Con sus dos brazos abarca por completo vuestra vida dulce y fuertemente (Sab 8,1): dulcemente, sin permitir que seais tentados y afligidos por encima de vuestras fuerzas (1Cor 10,13); fuertemente, pues os ayuda con una gracia poderosa, que corresponde a la fuerza y duración de la tentación y de la aflicción; fuertemente, sí, porque, como lo dice por el espíritu de su santa Iglesia, Él se hace «vuestro apoyo junto al precipicio ante el que os halláis, vuestro guía si os extraviáis en el camino, vuestra sombra en el calor abrasador, vuestro vestido en la lluvia que os empapa y en el frío que os hiela, vuestro vehículo en el cansancio que os agota, vuestro socorro en la adversidad que os abruma, vuestro bastón en los pasos resbaladizos, y vuestro puerto en las tormentas que os amenazan con ruina y naufragio» [Breviario antiguo].

En tercer lugar, mirad las llagas y los dolores de Jesús crucificado. Él mismo os dice: «¡vosotros, los que pasáis por el camino lleno de espinas y cruces por el que yo he pasado, mirad, fijaos! (Lam 1,12). Mirad con los ojos corporales y ved con los ojos de la contemplación si vuestra pobreza y desnudez, vuestros desprecios, dolores y abandonos, son comparables con los míos. Miradme, a mí que soy inocente, y quejaos vosotros, que sois los culpables».

El Espíritu Santo nos manda por boca de los Apóstoles esa misma mirada a Jesús crucificado (Gál 3,1); nos ordena armarnos con este pensamiento (1Pe 4,1), arma más penetrante y terrible contra todos nuestros enemigos que todas las demás armas. Cuando os veáis atacados por la pobreza, la abyección, el dolor, la tentación y las otras cruces, armaos con el pensamiento de Jesucristo crucificado, que será para vosotros escudo, coraza, casco y espada de doble filo (Ef 6,11-18). En él hallaréis la solución de todas las dificultades y la victoria sobre cualquier enemigo.

En cuarto lugar, mirad en el cielo la hermosa corona que os espera, si lleváis bien vuestra cruz. Ésta es la recompensa que sostuvo a los patriarcas y profetas en su fe en medio de las persecuciones; y es la que ha animado a Apóstoles y Mártires en sus trabajos y tormentos. Preferimos, dicen los patriarcas con Moisés, ser afligidos con el pueblo de Dios, para gozar eternamente con él, a disfrutar momentáneamente de un placer culpable (+Heb 11,24-26). Soportamos grandes persecuciones en espera del premio, dicen los profetas con David (+Sal 68,8; Jer 15,15). Somos por nuestro sufrimientos como víctimas condenadas a muerte, como espectáculo para el mundo, para los ángeles y los hombres, y somos como basura y anatema del mundo (1Cor 4,9.13), dicen los Apóstoles y Mártires con San Pablo, por el peso inmenso de gloria que nos prepara la momentánea y ligera tribulación (2Cor 4,17).

Contemplemos sobre nuestra cabeza a los ángeles que nos gritan: «Guardaos de perder la corona señalada con la cruz que se os ha dado, si la lleváis bien. Pues si no la lleváis como se debe, otro la llevará como conviene y os arrebatará el premio. Combatid valientemente, sufriendo con paciencia, nos dicen todos los santos, y recibiréis un reino eterno» (Mt 5,10-12; 11,12). Escuchemos, en fin, a Jesucristo, que nos dice: «no daré yo mi premio sino a quien haya sufrido y vencido por su paciencia» (Ap 2,7.11.17.26-28; 3,5.12. 21; 21,7).

Contemplemos abajo el lugar que hemos merecido, y que nos espera en el infierno con el mal ladrón y los condenados, si como ellos sufrimos con protesta, despecho y venganza. Exclamemos con San Agustín: quema, Señor, corta, poda, divide en esta vida, castigando mis pecados, con tal que me los perdones en la eternidad.

12º Jamás os quejéis voluntariamente, murmurando de las criaturas de que Dios se sirve para afligiros. Y distinguid en las penas tres modos de quejas:

-La primera es involuntaria y natural: es la del cuerpo que gime y suspira, que se queja y llora, que se lamenta. Mientras el alma, como he dicho, esté sometida a la voluntad de Dios en su parte superior, no hay en esto pecado alguno.

-La segunda es razonable: nos quejamos y manifestamos nuestro mal a quienes pueden remediarlo, como al superior, al médico. Es una queja que pueda ser imperfecta si es demasiado ansiosa, pero en sí misma no es pecado.

-La tercera es criminal: se da cuando nos quejamos al prójimo para evitar el mal que nos hace sufrir o para vengarnos, o cuando nos quejamos del dolor que padecemos, consintiendo en la queja y añadiéndole impaciencia y murmuración.

13º Nunca recibáis una cruz sin besarla humildemente con agradecimiento. Y si Dios en su bondad os favorece con alguna cruz de mayor peso, agradecédselo de un modo especial y pedid a otros que hagan lo mismo. Seguid el ejemplo de aquella pobre mujer que, habiendo perdido en un pleito injusto todos sus bienes, con la única moneda que le quedaba, encargó celebrar una misa para dar gracias a Dios por la buena suerte que le había deparado.

14º Si queréis haceros dignos de las cruces que os vendrán sin vuestra participación, y que son las mejores, procuraos algunas cruces voluntarias, con el consejo de un buen director.

Por ejemplo; ¿tenéis en casa algún mueble inútil al que estáis aficionados? Dadlo a los pobres, diciendo: ¿quisieras tener cosas superfluas, mientras Jesús es tan pobre?

¿Os repugna algún alimento, ciertos actos de virtud, algún mal olor? Probad, practicad, oled: venceos.

¿Estáis excesivamente apegados a alguna persona o a determinados objetos? Apartaos, privaos, alejaos de aquello que os halaga.

¿Tenéis muchas ganas naturales de ver, de actuar, de aparecer, de ir a tal sitio? Deteneos, callaos, ocultaos, desviad vuestra mirada.

¿Sentís natural repugnancia por un objeto o por una persona? Usadlo a menudo, frecuentad su trato: dominaos.

Si de verdad sois Amigos de la Cruz, el amor, que es siempre ingenioso, os hará encontrar muchas pequeñas cruces, con las que os iréis enriqueciendo sin daros cuenta y sin peligro de vanidad, que no pocas veces se mezcla con la paciencia cuando se llevan cruces más deslumbrantes. Y por haber sido fieles en lo poco, el Señor, como lo prometió, os constituirá sobre lo mucho (Mt 25,21.23); es decir, sobre muchas gracias que os dará, sobre muchas cruces que os enviará, sobre mucho gloria que os preparará...


(San Luis María Grignion de Montfort, Carta a los Amigos de la Cruz, II)


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Dr. D. Isidro Gomá y Tomás

De la abnegación de sí mismo

Explicación.- Indícanse en este fragmento las condiciones que se requieren para lograr el Reino de Dios: todas ellas se reducen a la abnegación o renunciamiento de nosotros mismos, diametralmente opuesto al criterio de expansión y dominio que prevalecía entre los judíos. Pero tiene este renunciamiento diferentes denominaciones, según el aspecto psicológico bajo el que se les considere: son, por el valor en desprendernos de los nuestros y de los nuestro, siempre que pueda ser un estorbo para lograr el Reino de Dios (25- 27); la prudencia y resolución en calcular el esfuerzo que ello deba costarnos (28- 33); y la perseverancia (34- 35).

Abnegación de afecciones y aceptación de trabajos (25- 27).- Una turba numerosa siguió, llena de entusiasmo, a Jesús a la salida de casa del fariseo: Y muchas gentes iban con él, pero movidas tal vez por pensamientos demasiados humanos, presagiando quizá la gloria temporal del reino mesiánico. El Señor va a adoctrinar al pueblo sobre el verdadero concepto de su reino: Y, volviéndose, pues iría a la cabeza del grupo, les dijo, vaciando en una metáfora de sentido moral el hecho material del seguimiento de las turbas: Si alguno viene a mí, y no me ama más que a su padre, y madre, y mujer e hijos, y hermanos y hermanas, y aún más que a su propia vida, no puede ser mi discípulo; la frase es hiperbólica, y significa que debemos estar dispuestos al desamor de cuanto es más caro para nosotros si ello es obstáculo para el seguimiento de Cristo: incluso debemos posponer la vida al amor y por la causa de Cristo. La Vulgata traduce el verbo griego “misei” por “odiar”; según lexicógrafo tan eminente como el P. Zorell, dicho verbo equivale en este contexto a “posponer”, “amar menos”.

Ni solo debemos despegarnos de lo que queremos, sino que debemos abrazarnos con valor con las penas y trabajos de la vida: Y el que no lleva su cruz a cuestas, y viene en pos de mí, siguiendo las pisadas del Señor, no puede ser mi discípulo. Así, de un trazo, describe Jesús el ideal espiritual de su reino y destruye el vano concepto de un reino glorioso en la tierra.

Prudente cálculo del esfuerzo que exige el seguir a Jesús (28- 33).- Ni el amor de los seres queridos y de la propia vida, ni los trabajos, deben separarnos de Jesús; por ello, y para no incurrir en la responsabilidad de un ridículo de orden moral, antes de aceptar tan costosos sacrificios debemos considerar seriamente si somos de ello capaces: lo que demuestra el Señor con dos breves y sugestivas parábolas: Primera: La torre: Porque ¿quién de vosotros, queriendo edificar una torre, de las que se construían en medio de los campos para poner en ella guardianes, no cuenta primero de asiento, con prolongados cálculos, los gastos que son necesarios, viendo si tiene para acabarla? No sea que, después que hubiere puesto el cimiento y no la pudiese acabar, todos los que lo vean comiencen a hacer burla de él, diciendo: Este hombre comenzó a edificar, y no ha podido acabar. Es detalle de fina observación popular. Así caerá en ridículo, aún ante los enemigos de Cristo, aquel que, habiéndole dado su nombre, le abandonare por miedo a los trabajos y persecuciones; la causa de Jesús no quiere cobardes: mejor es no empezar que abandonar torpemente lo comenzado.

Segunda: El rey: O ¿qué rey queriendo salir a pelear con otro rey, no considera antes, de asiento, si podrá salir con diez mil hombres a hacer frente al que viene contra él con veinte mil? Es uno contra dos; la victoria no es imposible, pero es muy difícil; preciso es pensarlo mucho antes no ponerse en situación peor con la derrota, en que pierda quizá reino y libertad: De otra suerte, aún estando aquel lejos, envíale su embajada pidiéndole tratados de paz: sucumbir en un empeño es peor que no tenerlo. Aplica Jesús las parábolas en esta sentencia: Pues así cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo: piense, pues, gravemente el que quiere ser discípulo de Jesús lo que se le exige y las fuerzas que tiene, para que no fracase ridículamente, como el de la torre y el rey.

Lecciones morales.- a) v. 26.- Si alguno viene a mí, y no me ama más que a su padre…- Pero cabe preguntar, dice San Gregorio, ¿cómo se puede mandar que aborrezcamos a nuestros padres y consanguíneos, cuando se nos manda que amemos a los enemigos? Si examinamos el fondo del precepto, responde, ambas cosas podemos hacer, si distinguimos: amando a quienes están unidos a nosotros con parentesco carnal y a todos los que reconocemos como prójimos, y huyendo y aborreciendo a cuantos conozcamos ser nuestros adversarios en el seguimiento de los caminos de Dios; una especie de odio es no oír a quienes, siendo sabios según la carne, nos sugieren cosas perversas. Y éstas nos las pueden sugerir las personas más allegadas y queridas.

b) v. 27.- Y el que no lleva su cruz a cuestas…- No que debamos cargar un madero sobre nuestros hombros, dice el Crisóstomo, sino que tengamos siempre la muerte ante nuestros ojos, como San Pablo, que “moría cada día” (1 Cor. 15, 31) y despreciaba la muerte. El cual, añade San Basilio, tomando la cruz anunciaba la muerte del Señor, diciendo: “El mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo” (Gal. 6, 14). Lo cual hacemos nosotros también por el bautismo, en el cual el hombre viejo es crucificado, para que se destruya el cuerpo de pecado (Rom. 6, 6)

c) v. 30.- este hombre comenzó a edificar, y no ha podido acabar.- No que desistiera voluntariamente del empeño, sino obligado por la penuria de su caudal. ¡Cuántas veces hemos fracasado en nuestras empresas de orden espiritual por no haber calculado con prudencia las reservas de nuestra energía! No hemos trabajado al compás de nuestras fuerzas, sino según el insano empuje de nuestros deseos, aunque laudables, y hemos tenido que ceder. Grandes pasos no pueden darse con cortas piernas, y tal vez hayamos querido llegar a metas demasiados lejanas: mortificaciones imprudentes, actos de virtud impremeditados, progresos excesivamente rápidos; ha venido el cansancio, la desilusión, y hemos sucumbido. No nos carguemos con yugos insoportables.

d) v. 33.- Cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo.- Con los anteriores ejemplos de la torre y del rey, no quiere significar el Señor que es libre a cada uno de nosotros hacerse su discípulo o no, como era libre el de la torre de poner o no los cimientos; sino que intenta enseñarnos la imposibilidad de agradar a Dios en medio de las cosas que distraen el alma y en las que peligra de sucumbir por la astucia del diablo. Por otra parte, añade San Beda, hay gran diferencia entre “renunciar a todo” y “dejarlo todo”; esto es propio de los pocos perfectos, y equivale a dejar los cuidados del mundo, no sea uno poseído por el mundo.

(Dr. D. Isidro Gomá y Tomás, El Evangelio Explicado, vol. II, Ed. Acervo, 6ª ed., 1967, p. 231-234)


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San Gregorio

El alma se enardece cuando oye hablar de los premios de la gloria, y quisiera encontrarse allí, en donde espera gozar eternamente; pero los grandes premios no pueden alcanzarse sino por medio de grandes trabajo. Por esto se dice: "Y muchas gentes iban con él, y volviéndose les dijo:".

Pero debe examinarse por qué se nos manda aborrecer a nuestros padres y nuestros parientes carnales, cuando se nos manda amar a nuestros enemigos. Si examinamos el sentido del precepto veremos que podemos hacer una y otra cosa con discreción ; de modo que amemos a los que están unidos con nosotros por los vínculos de la carne y que conocemos como prójimos, e ignoremos y huyamos de los que encontremos como adversarios en los caminos del Señor; pues no escuchando al que, sabio según la carne, nos conduce al mal, venimos a amarle por decirlo así con nuestro odio...

...El Señor, para dar a conocer que este odio hacia los prójimos, no debe nacer de la afección y de la pasión, sino de la caridad, añadió lo que sigue: "Y aun también su vida". Porque es evidente que amando debe aborrecer al prójimo en que le aborrece como a sí mismo; puesto que aborrecemos con razón nuestra vida cuando no condescendemos con sus deseos carnales, cuando contrariamos sus apetitos y resistimos a sus pasiones. Ahora, puesto que despreciada se vuelve mejor, vine a ser amada por el odio...

...Manifiesta cuál debe ser este aborrecimiento de la vida añadiendo: "Y el que no lleva su cruz a cuestas", etc.... O porque la palabra cruz quiere decir tormento, nosotros llevamos la del Señor de dos maneras: cuando mortificamos la carne por la abstinencia, o cuando hacemos nuestras las aflicciones de nuestros prójimos por la compasión. Pero como algunos hacen ver las mortificaciones de su carne, no por Dios, sino por vanagloria, y son compasivos, no espiritual, sino materialmente, con razón añade: "Y viene en pos de mí". Llevar la cruz e ir en pos de Jesucristo, es lo mismo que guardar la abstinencia de la carne y compadecerse del prójimo con el afán de ganar la eterna bienaventuranza...

...Como los mandamientos ya dados son sublimes, añade en seguida la comparación de un gran edificio diciendo: "Porque, ¿Quién de vosotros, queriendo edificar una torre no cuenta primero de asiento", etc. Por tanto, todo lo que hacemos debemos prepararlo con la medición debida. Si proyectamos levantar la torre de la humildad, primero debemos prepararnos a sufrir las adversidades de este mundo.


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San Agustín

"He aquí que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido... no dejaron grandes fortunas, puesto que eran pobres; pero se puede decir que han dejado grandes riquezas quienes han vencido todos sus deseos... los apóstoles abandonaron todo lo que poseían...¿qué haz dejado a Pedro? Una navichuela y una red... la pobreza total, es decir, el pobre de todo, tiene pocas requisas, pero muchos deseos. Dios no se fija en lo que tiene, sino en lo que desean.. se juzga la voluntad que escruta invisiblemente el invisible. Por tanto, todo lo dejaron, y hasta el mundo entero dejaron, puesto que cortaron todas sus esperanzas en este mundo y siguieron a quien hizo el mundo y creyeron en sus promesas. Muchos hicieron esto mismo después de ellos... No solo los plebeyos, no solo los artesanos, los pobres, los necesitados, los de clase media, sino también muchos ricos opulentos, senadores, e incluso mujeres de la más alta alcurnia social renunciaron a todas sus cosas...."

....Nos declara el sentido de esta parábola diciendo en esta ocasión; "Pues así cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo". Por tanto el dinero para edificar la torre, y la fuerza de diez mil contra el que viene con veinte mil, no significa otra cosa sino que cada no renuncie a todo lo que posee. Lo dicho antes de ahora concuerda con lo que ahora se dice, porque en renunciar cada uno a todo lo que posee se contiene también el aborrecer a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas, y aun su propia vida. Todas estas cosas son propias de cada uno y son obstáculo e impedimento para obtener, no lo temporal y transitorio, sino lo que es común a todos y habrá de subsistir siempre.


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Juan Pablo II

La abnegación de si mismo

La familia cristiana es animada y guiada por la ley nueva del Espíritu y en íntima comunión con la Iglesia, pueblo real, llamada a vivir su "servicio" de amor a Dios y a los hermanos. Como Cristo ejerce su potestad real poniéndose al servicio de los hombres, así también el cristiano encuentra el auténtico sentido de su participación en la realeza de su Señor, compartiendo su espíritu y su actitud de servicio al hombre: "Este poder lo comunicó a sus discípulos, para que también ellos queden constituidos en soberana libertad, y por su abnegación y santa vida venzan en sí mismos el reino del pecado.

Más aún, para que sirviendo a Cristo también en los demás, conduzcan con humildad y paciencia a sus hermanos al Rey, cuyo servicio equivale a reinar. También por medio de los fieles laicos el Señor desea dilatar su reino: reino de verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de amor y de paz. Un reino en el cual la misma creación será liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios. (Familiares Consortio, III, IV, 2, 63).

El sacerdote es el hombre de la caridad y está llamado a educar a los demás en la imitación de Cristo y en el mandamiento nuevo del amor fraterno (cf. Jn 15, 12). Pero esto exige que él mismo se deje educar continuamente por el Espíritu en la caridad del Señor. En este sentido, la preparación al sacerdocio tiene que incluir una seria formación en la caridad, en particular en el amor preferencial por los «pobres», en los cuales, mediante la fe, descubre la presencia de Jesús (cf. Mt 25, 40) y en el amor misericordioso por los pecadores.

En la perspectiva de la caridad, que consiste en el don de sí mismo por amor, encuentra su lugar en la formación espiritual del futuro sacerdote la educación en la obediencia, en el celibato y en la pobreza. En este sentido invitaba el Concilio: «Entiendan con toda claridad los alumnos que su destino no es el mando ni son los honores, sino la entrega total al servicio de Dios y al ministerio pastoral. Con singular cuidado edúqueseles en la obediencia sacerdotal, en el tenor de vida pobre y en el espíritu de la propia abnegación, de suerte que se habitúen a renunciar con prontitud a las cosas que, aun siendo lícitas, no convienen, y a asemejarse a Cristo crucificado». (Pastores Dabo Vobis, V, I).

Se pide a las personas consagradas un nuevo y decidido testimonio evangélico de abnegación y de sobriedad, un estilo de vida fraterna inspirado en criterios de sencillez y de hospitalidad, para que sean así un ejemplo también para todos los que permanecen indiferentes ante las necesidades del prójimo. Este testimonio acompañará naturalmente el amor preferencial por los pobres, y se manifestará de manera especial en el compartir las condiciones de vida de los más desheredados. No son pocas las comunidades que viven y trabajan entre los pobres y los marginados, compartiendo su condición y participando de sus sufrimientos, problemas y peligros. (Vita consacrata).

La conversión del corazón, condición esencial de toda auténtica búsqueda de la unidad, brota de la oración y ésta la lleva hacia su cumplimiento: «Los deseos de unidad brotan y maduran como fruto de la renovación de la mente, de la negación de sí mismo y de una efusión libérrima de la caridad. Por ello, debemos implorar del Espíritu divino la gracia de una sincera abnegación, humildad y mansedumbre en el servicio a los demás y espíritu de generosidad fraterna hacia ellos». (Ut unum Sint, I, 25).


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Catecismo de la Iglesia Católica

La abnegación de si mismo

943 Debido a su misión regia, los laicos tienen el poder de arrancar al pecado su dominio sobre sí mismos y sobre el mundo por medio de su abnegación y santidad de vida.

2223 Los padres son los primeros responsables de la educación de sus hijos. Testimonian esta responsabilidad ante todo por la creación de un hogar, donde la ternura, el perdón, el respeto, la fidelidad y el servicio desinteresado son norma. El hogar es un lugar apropiado para la educación de las virtudes. Esta requiere el aprendizaje de la abnegación, de un sano juicio, del dominio de sí, condiciones de toda libertad verdadera. Los padres han de enseñar a los hijos a subordinar las dimensiones "materiales e instintivas a las interiores y espirituales". Es una grave responsabilidad para los padres dar buenos ejemplos a sus hijos. Sabiendo reconocer ante sus hijos sus propios defectos, se hacen más aptos para guiarlos y corregirlos:

El que ama a su hijo, le corrige sin cesar... el que enseña a su hijo, sacará provecho de él (si 30,1-2). Padres, no exasperéis a vuestros hijos, sino formadlos más bien mediante la instrucción y la corrección según el Señor (Ef 6,4).


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EJEMPLOS PREDICABLES

“Señor, lo que quiero que me deis es trabajos que padecer por vos”

“Una noche –quizá en la primavera de 1591, la última que fray Juan pasó en Segovia y en la tierra- después de cenar, toma de la mano a Francisco y sale con él a la huerta. Las noches primaverales segovianas en la huerta del convento son deliciosas: ambiente puro, quietud de soledad con sonoridades de aguas lejanas, olor a flores silvestres, firmamento profundo... Cuando están solos los dos hermanos, fray Juan se dispone a confiar a Francisco algo que guarda como un secreto. Conoce la santidad de sus hermanos: virtud heroica, extraordinarios recibos del cielo, visiones, revelaciones... Y todo un fondo de sencillez y de naturalidad encantadoras. El padre Carro, jesuita de Medina, que le confiesa, ha dicho que “tan gran santo es Francisco de Yepes como su hermano””. Ningún confidente, pues, mejor que él, por hermano y por santo. Fray Juan comienza a hablarle con sencillez.

“Quiero contaros una cosa que me sucedió con nuestro Señor. Teníamos un crucifijo en el convento y, estando yo un día delante de él, parecióme estaría más decentemente en la iglesia, y con deseo de que no sólo los religiosos le reverenciasen, sino también los de fuera, hícelo como me había parecido. Después de tenerle en la iglesia puesto lo más decentemente que yo pude, estando un día en oración delante de él me dijo: “Fray Juan, pídeme lo que quisieres, que yo te lo concederé por este servicio que me has hecho”. Yo le dije: “Señor, lo que quiero que me deis es trabajos que padecer por vos y que sea menospreciado y tenido en poco”. Esto pedí a nuestro Señor, y Su majestad lo ha trocado, de suerte que antes tengo pena de la mucha honra que me hacen tan sin merecerla”.

No fue un crucifijo, como por impresión dice Francisco de Yepes; fue un cuadro. Aun se conserva: es el busto del Señor con la cruz a cuestas pintado sobre cuero. Apenas destaca más que la faz doliente coronada de espinas. Emociona su expresión melancólica, dolorida y afable a la vez, con los labios entreabiertos, como si acabase de pronunciar las palabras que fray Juan oyó aquel día orando ante él en la iglesia del Carmen de Segovia”.

(Verbum Vitae, t.II, B.A.C., Madrid, 1955, p. 1199)


29. Reflexión:

Sentido común sobrenatural

De sobra sabemos los cristianos que es para nosotros Dios el sentido de nuestra vida: la razón de ser de nuestra existencia y de cuanto nos rodea. Pensamos, por tanto, que el comportamiento humano no es igualmente válido cualquiera que sea, con tal de que proceda de la libre iniciativa personal y esté de acuerdo con las leyes. Los hijos de Dios, en coherencia con la fe, estamos persuadidos de que los criterios divinos, que nos ha revelado Jesucristo –hijo de Dios hecho hombre para nuestra salvación– han de constituir la trama de nuestra vida libre.

Las palabras de Nuestro Señor que consideramos en este domingo, parecen un punto de partida necesario para una vida en Cristo. Cualquier interés, en efecto, cualquier ilusión, afecto, negocio, preocupación..., debe ser despreciada –odiada, dice Jesús–, si representara un obstáculo para lo único que es imprescindible: el amor a Dios. Un amor, que como queda muy claro, por el conjunto de las páginas evangélicas, sólo se puede lograr siguiendo los pasos de Cristo. El que no carga con su cruz y viene detrás de mí, no puede ser mi discípulo, concluye el Señor. El seguimiento de Cristo –necesario para alcanzar nuestro destino en Dios, gozo y plenitud de la vida del hombre– nos conduce a través de un camino arduo. En cierta medida –en buena medida podríamos decir siendo realistas– nuestra existencia, cuanto más cristiana es, es más un continuo ir con la cruz del cansancio, de la incomprensión, del servicio inadvertido y no agradecido, de la indiferencia y hasta el desprecio de muchos, del dolor físico...

En realidad, como afirmaba de diversos modos san Pablo, debemos ser otros cristos con nuestra vida. La participación de su naturaleza divina en la nuestra, acaba configurándonos con Él de modo visible. Según decía san Josemaría: cada cristiano debe hacer presente a Cristo entre los hombres; debe obrar de tal manera que quienes le traten perciban el bonus odor Christi, el buen olor de Cristo; debe actuar de modo que, a través de las acciones del discípulo, pueda descubrirse el rostro del Maestro. Un rostro amable, optimista y alegre de Jesús, que santifica los ambientes de los cristianos, de modo especial cuando vamos con nuestra cruz, siguiendo su consejo.

El consejo de Nuestro Señor, que nos transmite a continuación san Lucas, es una razonable llamada a la coherencia. El Reino de los Cielos, como es evidente, no nos está accesible de modo inmediato, en nuestra condición de criaturas terrenas. ¿Estamos poniendo los medios para lograrlo, proporcionados al objetivo sobrenatural que pretendemos? Los ejemplos de Jesús, del constructor y del rey que se prepara para guerrear, nos resultan luminosos. Posiblemente debamos traerlos con frecuencia a la memoria, porque podríamos dar por supuesto, con excesiva facilidad, que hacemos ya lo necesario para culminar con éxito la obra de nuestra santificación, o ganar la batalla contra las bajas pasiones.

La prudencia que nos recomienda el Señor, nuevamente nos remite a la cruz. Es acerca de nuestra cruz de cada día, de cada hora, sobre lo que debemos vigilar prudentemente, calcular, por si estuviéramos descuidando llevarla como Jesús nos ha enseñado. Nos interesa, pues, preguntarnos en la sinceridad de nuestra oración, por la exigencia en los diversos quehaceres que llenan nuestra jornada. Es asimismo necesario, para seguir realmente con nuestra cruz en pos del Señor, mantener un trato con los demás impregnado de caridad. No es fácil siempre, porque de hecho, la cruz puede ser bastantes veces esa ocasión que se nos presenta –sin buscarla– de callar ante la acusación injusta, que no es necesario contestar, pues no lo requiere el bien ajeno; de soportar la compañía molesta, inoportuna incluso, a quien, sin embargo, tenemos la oportunidad de distraer, poniendo para ello la necesaria imaginación, y venciendo la pereza y el orgullo; o de no pedir algo a lo que tenemos derecho, pero de lo que podemos prescindir con facilidad por evitarle a otro la molestia...

Que nunca pensemos que será demasiado –excesivo– el peso de nuestra cruz siguiendo la Cristo! En realidad, movidos por la fe y el amor, y con ojos esperanzados, notamos que es la misma de Jesús esa cruz nuestra, y que, como afirma san Josemaría, Él mismo la sigue llevando por nosotros a poco que lo intentamos

Mira con qué amor se abraza a la Cruz. —Aprende de Él. —Jesús lleva Cruz por ti: tú, llévala por Jesús.

Pero no lleves la Cruz arrastrando... Llévala a plomo, porque tu Cruz, así llevada, no será una Cruz cualquiera: será... la Santa Cruz. No te resignes con la Cruz. Resignación es palabra poco generosa. Quiere la Cruz. Cuando de verdad la quieras, tu Cruz será... una Cruz, sin Cruz.

Y de seguro, como Él, encontrarás a María en el camino.


Fluvium.org


La Palabra de Dios y la Eucaristía de este Domingo.

El Hijo de Dios quiso hacerse semejante en todo a nosotros, menos en el pecado. Y así no retuvo para sí mismo el ser semejante a Dios, sino que se anonadó a sí mismo y tomó nuestra condición de esclavos. Hecho uno de nosotros nos enriqueció con su pobreza. Su anonadamiento llega hasta el extremo de hacerse Pan, Pan que nos alimenta y nos da Vida eterna. Mediante este Misterio de su Pascua nosotros entramos en Comunión de Vida con Él, renovando nuestra Alianza para pertenecerle sólo a Él. Así no sólo venimos a la Eucaristía para orar por costumbre, sino para dejar que su Espíritu Santo nos asemeje cada vez más al Hijo de Dios y podamos, no sólo hablar de Él a los demás, sino ser portadores de su Evangelio y de su Vida para que lleguen a todos los hombres, y puedan encontrar así en Cristo la salvación que todos anhelamos.

La Palabra de Dios, la Eucaristía de este Domingo y la vida del creyente.

Unidos a Cristo debemos darle un nuevo rostro a la humanidad. El Señor nos llamó y nos hizo suyos no sólo para que disfrutemos de sus dones de un modo egoísta. Su Vida y su Espíritu en nosotros deben convertirnos en testigos del amor de Dios para cuantos nos traten. Muy por encima de nuestros intereses personales y familiares debemos ocuparnos de la realización del bien en favor de todas las personas. Jesucristo debe continuar salvando a todos por medio nuestro. Pero también debe continuar inclinándose, por medio nuestro, ante el hombre que sufre, que padece la pobreza o que es objeto de las injusticias de los demás para tratar, por todos los medios posibles, de remediar esos males. Entonces podremos decir que no sólo vamos tras las huellas de Cristo, sino que hemos hecho nuestra su Vida y la Misión Salvadora que el Padre Dios le confió.

Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda la gracia de ser fieles al amor y a la fe que hemos depositado en Cristo Jesús, Señor nuestro. Amén.

Homiliacatolica.com


30. Homilía de Juan Pablo II en Loreto
En la misa de beatificación de Pere Tarrés, Alberto Marvelli y Pina Suriano

LORETO, domingo, 5 septiembre 2004 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía que pronunció Juan Pablo II este domingo en Loreto al beatificar al sacerdote Pere Tarrés i Claret (1905-1950) y a los laicos Alberto Marvelli (1918-1946) y Pina Suriano (1915-1950).

* * *

[En italiano]
1. «¿Qué hombre podrá conocer la voluntad de Dios?» (Sabiduría 9, 13). La pregunta, planteada por el libro de la Sabiduría, tiene una respuesta: sólo el Hijo de Dios, hecho hombre por nuestra salvación en el seno virginal del María, puede revelarnos el designio de Dios. Sólo Jesucristo sabe cuál es el camino para «llegar a la sabiduría del corazón» (Salmo responsorial) y lograr paz y salvación.

Y, ¿cuál es este camino? No los ha dicho él en el Evangelio de hoy: es el camino de la cruz. Sus palabras son claras: «El que no lleve su cruz y venga en pos de mí, no puede ser discípulo mío» (Lucas 14, 27).

«Llevar la cruz en pos de Jesús» significa estar dispuestos a cualquier sacrificio por su amor. Significa no poner a nada ni a nadie antes que él, ni siquiera a las personas más queridas, ni siquiera la propia vida.

2. Queridos hermanos y hermanas, reunidos en este «espléndido valle de Montorso», como ha dicho el arzobispo Comastri, a quien agradezco de corazón las afectuosas palabras que me ha dirigido. Con él, saludo a los cardenales, arzobispos y obispos presentes; saludo a los sacerdotes, religiosos, religiosas, personas consagradas; y sobre todo os saludo a vosotros, pertenecientes a la Acción Católica que, guiados por el asistente general, monseñor Francesco Lambiasi y por la presidenta nacional, la licenciada Paola Bignardi, a quien doy las gracias por su caluroso saludo, habéis querido reuniros aquí, bajo la mirada de la Virgen de Loreto, para renovar vuestro compromiso de fiel adhesión a Jesucristo.

Vosotros lo sabéis: adherir a Cristo es una opción exigente. No es casualidad el que Jesús hable de «cruz». Sin embargo, precisa inmediatamente después: «en pos de mí». Este es el gran mensaje: no llevamos solos la cruz. Ante nosotros camina Él, abriéndonos el camino con la luz de su ejemplo y con la fuerza de su amor.

3. La cruz, aceptada por amor, genera libertad. Lo experimentó el apóstol Pablo, «ya anciano y ahora prisionero a causa de Cristo Jesús», como él mismo se define en la carta a Filemón, pero interiormente totalmente libre. Esta es precisamente la impresión que da la página que se acaba de proclamar: Pablo está encadenado, pero su corazón es libre, pues está lleno del amor de Cristo. Por este motivo, desde la oscuridad de la prisión en la que sufre por su Señor, puede hablar de libertad a un amigo que está fuera de la cárcel. Filemón es un cristiano de la ciudad de Colosos: Pablo se dirige a él para liberar a Onésimo, que todavía era esclavo, según el derecho de la época, y hermano por el bautismo. Renunciando al otro como posesión suya, Filemón recibirá como don a un hermano.

La lección que ofrece este episodio es clara: no hay mayor amor que el de la cruz; no hay libertad más verdadera que la del amor; no ha fraternidad más plena que la que nace de la cruz de Jesús.

[En castellano]
4. De la cruz de Jesús se han hecho humildes discípulos y testigos heroicos los tres beatos, apenas proclamados.

Pedro Tarrés i Claret, primero médico y después sacerdote, se dedicó al apostolado laical entre los jóvenes de Acción Católica de Barcelona, de los cuales, en lo sucesivo, fue asistente. En el ejercicio de la profesión médica se entregó con especial solicitud a los enfermos más pobres, convencido de que «el enfermo es símbolo de Cristo sufriente».

Hecho sacerdote, se consagró con generosa intrepidez a las tareas del ministerio, permaneciendo fiel al compromiso asumido en vísperas de la ordenación: «Un solo propósito, Señor: sacerdote santo, cueste lo que cueste». Aceptó con fe y heroica paciencia una atroz enfermedad, que lo llevó a la muerte con sólo 45 años. A pesar del sufrimiento repetía frecuentemente: «¡Cuán bueno es el Señor conmigo! Y yo soy verdaderamente feliz».

[En italiano]
5. Alberto Marvelli, joven fuerte y libre, generoso hijo de la Iglesia de Rímini y de la Acción Católica, concibió toda su breve vida, de apenas 28 años, como un don de amor a Jesús por el bien de los hermanos. «Jesús me ha rodeado de su gracia», escribía en su diario; «ya sólo le veo a él, no pienso más que en Él». Alberto había hecho de la eucaristía cotidiana el centro de su vida. En la oración también buscaba inspiración para el compromiso político, convencido de la necesidad de vivir plenamente como hijos de Dios en la historia para hacer que sea una historia de salvación.

En el difícil período de la segunda guerra mundial, que sembraba muerte y multiplicaba violencia y sufrimientos atroces, el beato Alberto vivía una intensa vida espiritual, de la que surgía ese amor por Jesús que le llevaba a olvidarse constantemente de sí mismo para cargar a cuestas la cruz de los pobres.

6. La beata Pina Suriano, nacida en Partinico, en la diócesis de Monreal, también amó a Jesús con un amor ardiente y fiel, hasta el punto de poder escribir con toda sinceridad: «No hago más que vivir de Jesús». Se dirigía a Jesús con corazón de esposa: «Jesús, hazme siempre tuya. Jesús, quiero vivir y morir contigo y para ti».

Adhirió siendo muchacha a la Juventud Femenina de la Acción Católica, de la que después fue dirigente parroquial, encontrando en la Asociación importantes estímulos de crecimiento humano y cultural en un clima intenso de amistad fraterna. Maduró poco a poco la sencilla y firme voluntad de entregar a Dios como ofrecimiento de su amor su joven vida, en particular por la santificación y perseverancia de los sacerdotes.

7. ¡Queridos hermanos y hermanas, amigos de la Acción Católica, reunidos en Loreto procedentes de Italia, de España y de muchas partes del mundo! Con la beatificación de estos tres siervos de Dios, el Señor os dice hoy: el don más grande que podéis hacer a la Iglesia y al mundo es la santidad.

Llevad en vuestro corazón lo que lleva la Iglesia en el suyo: que muchos hombres y mujeres de nuestro tiempo queden conquistados por el atractivo de Cristo; que su Evangelio vuelva a brillar como luz de esperanza para los pobres, los enfermos, los hambrientos de justicia; que las comunidades cristianas sean cada vez más vivas, abiertas, atractivas; que nuestras ciudades sean acogedoras y agradables para todos; que la humanidad pueda seguir los caminos de la paz y de la fraternidad.

8. A vosotros, laicos, os corresponde testimoniar la fe a través de las virtudes que son más específicas de vuestro estado de vida: la fidelidad y la ternura en familia, la competencia en el trabajo, la tenacidad a la hora de servir al bien común, la solidaridad en las relaciones sociales, la creatividad para emprender obras útiles para la evangelización y la promoción humana. A vosotros os corresponde también mostrar --en cercana comunión con los pastores-- que el Evangelio es actual, y que la fe no saca al creyente de la historia, sino que lo sumerge más profundamente en ella.

¡Ánimo, Acción Católica! ¡Que el Señor guíe tu camino de renovación!

31.-

Temas de las lecturas: ¿Quién comprende lo que Dios quiere? * Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación. * Recíbelo, no como esclavo, sino como hermano querido * El que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío

1. La Sabiduría como Regalo

1.1 La primera lectura de hoy nos invita a apreciar la necesidad de la sabiduría, así como su valor incomparable. Es tan valiosa que finalmente llegamos a concluir que no la podemos alcanzar con nuestras solas fuerzas y que sólo podemos poseerla si llega a nosotros como regalo.

1.2 Con una influencia platónica reconocible, esta primera lectura, tomada del libro de la Sabiduría, expresa una realidad que todos conocemos: nuestro pensamiento no vuela libre; bien sentimos el peso de nuestro "cuerpo" y de las cosas "terrenales." Nuestras reflexiones son inseguras y de hecho, si leemos la historia de la filosofía, vemos que los grandes pensadores no terminan de ponerse de acuerdo ni siquiera en los elementos básicos de su reflexión. Esto no significa que todo filosofar sea perder el tiempo, sino que ese no será el camino que nos lleve a las respuestas más hondas.

1.3 Las respuestas más bien nos van llegando como un don: Dios se deja conocer, revela su plan, nos habla como amigo, nos deja sentir su amor. De este modo nuestro pensamiento se habitúa a su escala, a su estilo, a su manera de obrar. La sabiduría que él nos concede no es simplemente conocimiento sino camino de vida y fuente de gozo.

2. La sabiduría como Opción

2.1 El evangelio de hoy prolonga el tema de la sabiduría desde una óptica diferente: lo mismo que el rey que evalúa si conviene o no entrar en combate, el discípulo de Cristo debe evaluar con gran sabiduría y ponderación si quiere entrar en la batalla. ¿Cuál batalla?

2.2 No se trata tanto de un combate exterior cuanto de esa serie de opciones íntimas y de renuncias profundas que vamos encontrando a medida que todos nuestros afectos y valores se confrontan con Cristo. Es fácil proclamar que Jesús es el Señor pero para que ello sea una realidad es preciso que cada cosa y cada persona, cada afecto y cada recuerdo, cada pensamiento y cada proyecto que tenemos, comparezca ante Jesucristo. A menudo esto implica renuncias y división interior. La victoria sin embargo es incomparable: la amistad con Cristo, la paz del corazón, la verdadera e imperecedera luz