21 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO XXIII DEL TIEMPO ORDINARIO
1-8

1. P/INDIVIDUALISMO  CORRECCION-FRATERNA 

Los tres textos de la liturgia de la palabra de este domingo se inscriben en esta línea general: la preocupación por el hermano, como una versión del mandato del amor al prójimo.

Con frecuencia hemos reducido las obligaciones del amor fraterno a hacer el bien a los demás. Entregarse, vivir a favor de los demás, construir un mundo más justo, perdonar y reconciliar han sido normalmente las instancias del amor cristiano más generalmente reconocidas. Pero, con frecuencia, ya no nos parecía necesario entrar en mas detalles. De lo que hiciera él en su vida privada o pública ya no nos sentíamos responsables. Si nuestro hermano peca, no por eso hay que dejar de hacer el bien, pero nuestra responsabilidad -pensábamos- no llega a más. Él es el responsable de sus pecados.

No es eso lo que nos dice la Palabra de Dios. No basta con estar en una actitud benévola hacia nuestro hermano. El amor cristiano va más allá. Es preciso llegar a sentirse corresponsable de sus éxitos o sus fracasos, su crecimiento o su pecado. Sus pecados no son "cosa suya", sino también nuestra. Precisamente porque se le ama debemos sentir sus pecados como un gran fracaso, no sólo suyo, sino también nuestro. Precisamente porque se le ama hay que tratar de evitarle esa gran desgracia que es el estar oprimido por el pecado.

Es hora ya de abandonar una concepción individualista del pecado. El pecado, como la gracia, tiene repercusiones colectivas, comunitarias. No sólo en la comunidad local cristiana, sino en la comunidad eclesial toda (el Cuerpo Místico) y en la comunidad humana.

Por ello es por lo que el profeta Ez se siente interpelado por Dios y hasta acusado de los pecados ajenos si no hace todo lo posible por poner en guardia al "malvado". Y san Mateo nos traduce la normativa de la primitiva comunidad cristiana en lo tocante a la corrección fraterna.

Evidentemente, esta normativa que nos expone el evangelista es hoy impracticable, fundamentalmente porque se refiere a una comunidad cristiana de pequeñas dimensiones, comunidad que ya no es la más común en los ambientes urbanos y desarrollados en que hoy nos movemos. Pero ello no quita el mensaje fundamental que late bajo esta normativa. Quizá hemos olvidado fácilmente esta corresponsabilidad que nos afecta desde el pecado de los hermanos. ¿Qué hacemos hoy en la Iglesia frente a esta corresponsabilidad? Quizá nada.

Claro está que, en la primitiva comunidad tampoco eran quizá materia de corrección fraterna todos y cada uno de los posibles pecados de los cristianos. Lo eran, sobre todo, aquéllos que afectaban más directamente a la vida de la comunidad (la comunidad ha de defender su vida frente a las agresiones del pecado de sus miembros). Aquellos pecados concretos que fueron, sobre todo, tenidos en cuenta en estos aspectos (adulterio, apostasía y homicidio) rebasan hoy, sin duda, las atribuciones de la comunidad cristiana en un ambiente secular y urbano. Incluso tienen repercusiones políticas. ¿Qué hacer? Sin duda, que es una cuestión apta para que se la planteen todas las comunidades cristianas con verdadera vida propia.

Hoy está claro que la comunidad cristiana no debe sentirse corresponsable sólo del pecado de sus miembros cristianos. El prójimo no es sólo el hermano de comunidad cristiana, sino el mundo, la sociedad. El cristiano, la comunidad cristiana debe sentir su responsabilidad no sólo sobre sus pecados -que es, sin duda, un primer paso necesario- sino también sobre los pecados del mundo. La comunidad debe ser profética, debe anunciar el Reino de Dios y ello no puede hacerse sin estar denunciando con ello mismo todo cuanto se opone a la construcción de ese Reino, el pecado instalado en los corazones y las estructuras. La comunidad cristiana así deberá ser una presencia crítica en medio de la sociedad, un bastión inexpugnable de denuncia de todo pecado social.

Un punto concreto de todo este problema ha de ser el amor concreto al opresor. Hoy somos especialmente sensibles -gracias a Dios- a las categorías de opresión y explotación del hombre por el hombre, algo que va directamente contra el Reino de Dios y el amor fraterno. El explotador es una figura típica -aunque no ciertamente la única- del pecador. También con su pecado somos corresponsables. Y también el amor hacia él debe comprometernos a su salvación. Su salvación y liberación no vendrá, sino por la liberación de su pecado. Porque amo al explotador -no porque lo odiase, porque entonces no sería cristiano- porque lo amo es por lo que debo liberarle de su pecado. Este amor hacia él no me obliga a caer en la ingenuidad de dejar de considerarle socialmente como un enemigo, en cuanto que es contrario a los intereses del pobre, con el que yo estoy o quiero estar solidarizado. Entonces, mi amor al explotador tendrá que revestir formas duras muchas veces, de verdadero conflicto, para denunciarle, impedirle que pueda seguir explotando.

En cualquier caso, todo esto, toda esta corresponsabilidad y denuncia del pecado de los otros no deberá perder de vista la necesaria humildad -yo también soy pecador- y el necesario amor cristiano en que debe estar inspirado. No es el odio ni la venganza ni la intolerancia lo que inspira esta corresponsabilidad con el pecado ajeno, sino sólo el amor.

DABAR 1978/50


2. 

Lo que cuenta es la recuperación del hermano. Esta es la preocupación fundamental, no la de hacerle ver que está equivocado, o que merece castigo, o que hay que llamarlo al orden.

Poco antes Jesús ha contado la parábola del pastor y de la oveja perdida (18. 12-13). El pastor no se considera rico porque tiene 99 ovejas. Se considera pobre porque le falta una.

No se resigna a perderla. Las 99 no le consuelan, ni le resarcen de la perdida. La parábola termina con una afirmación solemne que es un poco la clave de lectura de nuestro texto: "Vuestro Padre del cielo no quiere que se pierda ni uno de estos pequeños". Así pues, en la comunidad cristiana, además de la inversión de los criterios humanos de grandeza y de la abolición de las diferencias, tenemos una diversa contabilidad. Hay un valor infinito en cada persona. Incluso un solo hombre cuenta, es importante, de gran valor. De gran valor por la preocupación, por el ansia de Dios.

Y hay que hacer lo imposible para no perderlo. (...). Frente a la falta del hermano, se habla de ello inmediatamente con todos, se hace publicidad de ella, se divulga en cada esquina (incluso con las debidas amplificaciones). Después, a lo mejor y por fin, también el pobre hombre es informado de lo que todos dicen, desde hace mucho tiempo, a sus espaldas. El culpable, a veces, es el único que no sabe la tempestad que se avecina sobre su cabeza... Cristo ha enseñado un procedimiento opuesto al que practicamos nosotros. Y pasemos a algunas observaciones prácticas:

1.Se llama "corrección fraterna". O sea, se corrige porque somos hermanos. Se reprende porque se ama. La corrección nunca puede ser una venganza inconsciente y nunca debe enmascarar un instinto de superioridad. Lo único que debe preocupar es el bien del hermano. Por eso: verdad y caridad van juntas.

2.Atentos para no confundir el pecado con lo que es distinto a mi manera de pensar. A no definir como "mal" lo que no entra en nuestros gustos y en nuestros esquemas. Atentos, sobre todo, a no intervenir continuamente por tonterías, por cosas absolutamente marginales.

Parece que ciertas personas religiosas tienen el arte de "asfixiar", en vez de liberar, ayudar, promover. (...).

ALESSANDRO PRONZATO
EL PAN DEL DOMINGO CICLO A
EDIT. SIGUEME SALAMANCA 1986.Pág. 199 ss.


3. C/PERDÓN: EL SECRETO DE QUE LA COMUNIDAD PERMANEZCA UNIDA A PESAR DE LAS FUERZAS DISGREGADORAS NO ES SU TALLA HUMANA SINO EL PERDÓN.

Pueden pensar unos enamorados adolescentes que no cabrá conflicto en la solidez de su amor; puede un político creer que aunará voluntades sin posibilidad de grietas en su partido; puede un entrenador estar convencido de sus dotes psicológicas para mantener la unidad del equipo... La marcha de la vida se impone; y la vida es conflicto, intereses encontrados, proyectos y esperanzas de uno que chocan con las del otro. Tan fuerte es la realidad y tan a la vista está, que no sorprende el establecimiento de todo un sistema de pensar y de actuar sobre la lucha de clases: intereses encontrados, conflicto inevitable y victoria del más fuerte. (...).

Ni Jesús ni los evangelios han visto la Iglesia como lugar libre de conflictos y de ofensas personales. Ni la comunidad de clausura, ni el grupo apostólico, ni el equipo sacerdotal, ni la parroquia, ni la diócesis, ni grupo alguno se verá libre de esta dinámica universal: el otro -o los otros- con su modo distinto de ser, pensar o actuar, viene de algún modo a destruir mi yo, y se convierte de algún modo en mi enemigo. Y pido al lector que lea en la palabra "enemigo" toda la gama de variedades: desde el simple recelo hasta el odio cordial.

Este miedo al conflicto dificulta fuertemente en la Iglesia la corrección fraterna. Disfrazado de prudencia o de culto a la unidad, lo que realmente existe es miedo al conflicto por falta de ejercicio de reconciliación. Todo miedo es paralizante y esterilizador; y en este caso se paraliza la salvación del hermano, y se esteriliza la posibilidad de honda comunión.

Es bueno que la Iglesia no aparezca libre e impoluta de tensiones de grupo y de ofensas personales. ¿Cómo hombres que viven y se mueven no van a rozarse? El primer favor que Dios nos hace con nuestros pecados de división, es curarnos de orgullo e invitarnos a un corazón misericordioso con los que sufren el mismo mal en otros campos de la actividad humana. El segundo favor es abrirnos los ojos a la Buena Noticia del perdón de los pecados. Lo triste sería una Iglesia sin respuesta original para sus propios conflictos y, por consiguiente, sin mensaje propio para anunciarlo como fermento salvador del mundo conflictivo.

El arma secreta, el invento divino, el descubrimiento evangélico es el perdón de los pecados. La reconciliación. El amor al enemigo. Invento divino, porque desde Dios viene y de su omnipotencia mana. La Palabra del domingo próximo ahondará más en esta fuerza de Salvación que Dios suscita en medio de su Pueblo.

Queda para hoy el apunte de san Mateo de unas normas precisas, que probablemente están reflejando una práctica de comunidades primitivas. Importa actualizarlas en las comunidades de hoy: la corrección y el perdón en el tú a tú; el valor del pequeño grupo en este terreno; y la dimensión comunitaria del Sacramento de la Reconciliación, que ha de manifestar al mundo dónde está el secreto de que la comunidad permanezca unida a pesar de las fuerzas disgregadoras que se generan en su interior: no es su talla humana; es un Don que viene de lo alto: el Amor hecho Perdón.

MIGUEL FLAMARIQUE VALERDI
ESCRUTAD LAS ESCRITURAS
REFLEXIONES SOBRE EL CICLO A
DESCLÉE DE BROUWER/BILBAO 1989 .Pág. 143


4. HERMANO/PAL-GASTADA: PALABRA ENVILECIDA POR EL USO.

Iniciamos hoy -en las lecturas evangélicas- una extensa serie dedicada a la vida comunitaria (casi hasta final del año litúrgico). Hoy se nos presenta la comunidad cristiana como lugar de corrección fraterna y de oración y el próximo domingo como lugar de perdón.

En estos dos domingos es significativo que en los evangelios aparezca repetidamente la palabra "hermanos". Y más aún si se tiene en cuenta que se trata de lo que los exegetas llaman "el sermón sobre la Iglesia". El discurso proclama el espíritu que debe distinguir a los miembros en sus mutuas relaciones. Y, podríamos añadir, estas relaciones las sitúa JC como relaciones entre hermanos.

I/FRATERNIDAD: La fraternidad es, pues, la primera consigna constitucional para la Iglesia. La constitución de la Iglesia tiene -podríamos imaginar- este artículo fundamental: "Todos sois hermanos. Comportaos como hermanos". Una fraternidad no sentimental o puramente humanista, sino fruto de lo que constituye la fe cristiana: "Todos sois hijos de Dios. Comportaos como hijos del Padre que es Amor".

Esta utilización evangélica de la palabra "hermanos" podría ser también ocasión para recordar su sentido cuando la utilizamos en las celebraciones. No como una fórmula, una palabra que toca decir, sino como la expresión más real -y más comprometedora- de lo que somos los miembros de la Iglesia. Es como el "test" de nuestra fe: ¿nos consideramos, nos tratamos como hermanos? No podemos llamarnos hijos de Dios -decir que Dios es nuestro "Padre"- si no hay una práctica de fraternidad entre nosotros.

TODOS SOMOS RESPONSABLES UNOS DE OTROS. Es quizá la enseñanza básica del evangelio de hoy. Si somos hermanos no podemos desentendernos unos de otros. Debemos reconocer que lo fácil es desentenderse o limitarse a una crítica insolidaria, a espaldas del afectado. Debemos ayudarnos mutuamente a vivir como cristianos. A través del "buen ejemplo" -o con palabras más actuales- a través de un real testimonio de vida cristiana; todos sabemos por propia experiencia que lo que más nos ha ayudado a seguir el camino de JC es ver hermanos que vivían la fe, el amor, la esperanza de JC.

Pero también -cuando convenga- esta ayuda debe concretarse en un saber "hablar con el hermano". Esto no es fácil: porque o pesa la costumbre tan propia de nuestra sociedad de no querer "meterse" en la vida de los demás, "no te compliques la vida" decimos a menudo, o se hace como quien juzga y condena. En una y otra posición falta espíritu de auténtica fraternidad (ni es fraternidad el no meterse ni lo es hacerlo juzgando). (Es buena ocasión para valorar y favorecer la formación de "grupos cristianos" que -en grupos de revisión de vida, de pequeñas comunidades o como sea- se encuentran para ayudarse en su vida cristiana. Porque en estos grupos es más fácil ejercer esta ayuda mutua, esta crítica fraternal).

J. GOMIS
MISA DOMINICAL 1978/16


5.

Hemos iniciado hoy una serie de evangelios en que Jesús nos habla fundamentalmente de cómo ha de vivir el cristiano. Y también, más en concreto, de cómo debe ser la comunidad que formamos -¡qué deberíamos formar!- los cristianos.

Quizá ahora que nos disponemos a iniciar un nuevo curso, en lo personal de muchos de nosotros y también en la vida de nuestras comunidades, estos evangelios nos pueden ayudar a realizar algún paso adelante, algún paso de mejora personal y comunitaria. Y quizá también, en la perspectiva del Sínodo episcopal sobre la vida cristiana de los laicos -que tendrá lugar durante el próximo octubre en Roma-, estos evangelios que podríamos denominar "comunitarios", nos ayuden a pensar y a actuar sobre todo esto que a todos interesa.

-Responsables los unos de los otros

A veces decimos "yo no me meto con nadie". Y quizá lo decimos como si fuera algo bueno. Es una frase que corresponde a un comportamiento que tiene como norma suprema el vivir para uno mismo y preocuparse de los demás sólo en aquello que nos interesa. Pero más allá de esto, que cada uno haga lo que quiera.

Sin embargo hay una práctica peor. Es la de meterse en la vida de los demás y meterse con mala intención, perjudicando, haciendo mal. Un ejemplo muy frecuente en ciertos ambientes nuestros (entre vecinos, en el trabajo, en la compra...) es el de meterse para criticar. Algo que parece a veces intrascendente, pero que a menudo causa mucho daño. En el evangelio de hoy hemos escuchado la opinión de Jesucristo sobre este tema. Un juicio que se basa en aquello que ya hemos encontrado en la primera lectura: todos somos responsables los unos de los otros. Y por ello, porque somos responsables mutuamente de nuestra vida, es necesario que nos metamos en la vida del otro -cuando sea oportuno, cuando podamos ayudar- pero siempre con amor.

Ni es cristiano despreocuparse ni lo es atacar sin amor, criticar para perjudicar. Seguramente todos lo haríamos mejor si entendiéramos qué significa que somos hermanos, hijos de un mismo Padre. El evangelio de hoy comenzaba diciendo: "Si tu hermano...". Aquí está la clave de cómo hemos de actuar con los demás: ni indiferentes, ni superiores, sino hermanos.

-Corresponsabilidad en la Iglesia

Las palabras de Jesucristo que hemos escuchado situaban esta intervención fraternal en el interior de la comunidad cristiana (se trata seguramente de palabras que nos reflejan la práctica vigente en las primeras comunidades). Este referirse a la relación entre cristianos, no significa que sea lícito despreocuparse de los que no son de la iglesia. Pero sí significa que el hecho de formar parte de la comunión de los cristianos nos lleva a caminar juntos, íntimamente responsables unos de otros.

Caminamos juntos. Por tanto, el pecado o el error o la tibieza de uno u otro, afecta a todos. Por eso, aunque en la iglesia hay unos responsables con autoridad, nadie puede desentenderse de esta preocupación común, de este interés por el camino de todos. Hay una responsabilidad de cualquier cristiano en la Iglesia, un derecho y un deber a la palabra ("díselo a la comunidad" dice Jesucristo), un derecho y un deber a la intervención, a la ayuda.

Un derecho y un deber a preocuparse por el conjunto de la comunidad y por cada uno de sus miembros.

Pero siempre -no lo olvidemos- fraternalmente. Una comunidad que se pelea, que está dividida, que vive continuas tensiones o susceptibilidades, no es una comunidad cristiana. Como tampoco lo es una comunidad callada, en la que -por lo que sea- se deja la responsabilidad en manos de un pequeño grupo o quizá de una sola persona. "Uno que ama a su prójimo -dice Pablo- no le hace daño".

Podríamos añadir: ni deja de hacerle bien. Si esta norma de preocupación fraterna por los demás presidiera nuestra vida en todas partes, pero especialmente en el seno de las comunidades cristianas, entonces podríamos estar seguros de continuar el camino de Jesucristo. Entonces realmente su reino vendría a nosotros.

"Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos", nos ha dicho hoy el Señor. Y por ello: "si dos de vosotros se ponen de acuerdo para pedir algo, se lo dará mi Padre". Que estas palabras den fuerza y confianza a nuestra comunidad. Vigilando que realmente estemos reunidos en el nombre de JC, es decir, que exista en nosotros una realidad de comunión fraternal.

J. GOMIS
MISA DOMINICAL 1987/17


6.

-Fue voluntad de Dios constituir un pueblo

A partir de este domingo, las lecturas que leemos tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento se centran en la vida comunitaria. Para situarnos ante esta "vida comunitaria" -para entender qué significa para nosotros- quizá sea conveniente recordar una realidad que el Concilio Vaticano II puso de relieve sobre la Iglesia como Pueblo de Dios, como comunidad visible que unida proclama a Jesús como Cristo y Señor glorificado.

En la constitución dogmática sobre la Iglesia, el concilio recuerda que "fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un PUEBLO, que le confesara en verdad y le sirviera santamente" (n. 9). Y añade el texto que Dios pactó con su pueblo y lo instruyó gradualmente. Esta realidad del Pueblo de Israel y la interrelación que debe darse entre los miembros que lo componen, aparece en la 1.lectura, al exigirnos Dios el velar por el buen comportamiento del prójimo: "Si tú pones en guardia al malvado para que cambie de conducta..., tú has salvado la vida".

-El nuevo pueblo y la ley del amor

Pero el Pueblo de Israel -sigue diciendo el Concilio Vaticano II- era "preparación y figura de la alianza nueva y perfecta que había de pactarse en Cristo" (N. 9). La Iglesia es el nuevo Pueblo de Israel, al cual nosotros pertenecemos por el bautismo (Catecismo de la doctrina cristiana). Ahora bien, si todos nos sentimos orgullosos, en el plano humano, de formar parte de un pueblo noble, de tradiciones sanas..., en el plano religioso nosotros constituimos "un linaje escogido, sacerdocio regio, nación santa..." (1 Pe 2, 9-10) y todos somos llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella santidad con la que es perfecto el Padre celestial (cfr. LG, n. 11).

En la 2 lectura, la carta de san Pablo a los cristianos de Roma, se hace hincapié en unas expresiones que bien entendidas constituyen el núcleo fundamental de nuestro comportamiento en relación con el prójimo, es decir, dimensión comunitaria de nuestro ser cristiano: "A nadie le debéis nada, más que amor; porque el que ama tiene cumplido el resto de la ley".

A decir verdad, las constataciones de no cometer adulterio, de no matar, de no robar, no envidiar, que san Pablo expone seguidamente de la frase anterior, responden a una exigencia de la dignidad de la persona humana y del respeto que la otra persona nos merece por su misma dignidad. No hace falta ser cristiano para obligarse a sí mismo a respetar al prójimo en sus diversas facetas morales, sexuales, económicas, etc. Pero el cristianismo las cualifica. Por eso, cuando san Agustín escribe: "AMA Y HAZ LO QUE QUIERAS" ("ama et fac quod vis"), significa que el que ama de verdad, solamente puede querer el bien y no desear el mal.

-La corrección entre hermanos y el perdón de Dios

Finalmente en el evangelio se concretan más las apreciaciones anteriores porque hace una doble referencia comunitaria. La primera se puede traducir con la expresión: corrección fraterna.

Pero, alerta, porque se trata de un asunto muy delicado, exige finura de espíritu y simpatía cristiana por el prójimo. Los moralistas enseñan que el mandamiento de amar al prójimo nos obliga a hacer cuanto podamos para librarle de cualquier miseria, incluso espiritual. Pero siempre debemos contar con elementos serios y fundamentales para sentirnos obligados a adelantarnos a corregir la conducta del otro.

La segunda referencia es un complemento de la anterior. Jesús se dirige a sus discípulos y les da el poder de perdonar los pecados. Nos limitamos a subrayar que ese don del Espíritu está unido con el servicio de la reconciliación. La reconciliación es un bien para el individuo y para la comunidad.

El evangelio de hoy terminaba con esta promesa o constatación de Jesús que tiene plena resonancia en nuestra reunión eucarística de cada domingo: "Os aseguro que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre del cielo. Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos". Que estas palabras nos den plena confianza en nuestra oración, al pedir que como miembros del pueblo de Dios sepamos vivir en el amor, ayudándonos unos a otros, en nuestro camino de cada día.

J. RIERA
MISA DOMINICAL 1990/17


7.

AYUDARNOS A SER MEJORES

Repréndelo a solas

Cansados por la experiencia diaria, nacen a veces en nosotros preguntas inquietantes y sombrías. ¿Podemos ser los hombres mucho mejores? ¿Podemos cambiar nuestra vida de manera decisiva? ¿Transformar nuestras actitudes equivocadas y adoptar un comportamiento nuevo?

Con frecuencia, lo que vemos, lo que escuchamos, lo que respiramos en torno a nosotros, no nos ayuda a ser mejores, no eleva nuestro espíritu ni nos anima a ser más humanos.

Por otra parte, se diría que hemos perdido capacidad para adentrarnos en nuestra propia conciencia, descubrir nuestro pecado y renovar nuestra existencia.

No queremos interrogarnos a nosotros mismos. El tradicional «examen de conciencia» que nos ayudaba a hacer un poco de luz en nuestra existencia, ha quedado arrinconado como algo ridículo y sin utilidad alguna. No queremos inquietar nuestra tranquilidad. Preferimos seguir ahí, «sin interioridad», sin abrirnos a ninguna llamada, sin despertar responsabilidad alguna. Indiferentes a todo lo que pueda interpelar nuestra vida, empeñados en asegurar nuestra pequeña felicidad por los caminos egoístas de siempre.

¿Cómo despertar en nosotros la llamada al cambio? ¿Cómo sacudirnos de encima la pereza? ¿Cómo recuperar el deseo de la bondad, la generosidad o la nobleza? ¿Cómo experimentar de nuevo la necesidad de vivir en la verdad?

Los creyentes deberíamos escuchar hoy más que nunca la llamada de Jesús a corregirnos y ayudarnos mutuamente a ser mejores.

Jesús nos invita, sobre todo, a actuar con paciencia y sin precipitación, acercándonos de manera personal y amistosa a quien está actuando de manera equivocada. «Si tu hermano peca, repréndelo a solas, entre los dos. Si te hace caso, habrás salvado a tu hermano». Cuánto bien nos puede hacer a todos esa crítica amistosa y leal, esa observación oportuna, ese apoyo sincero en el momento en que nos habíamos desorientado.

Todo hombre es capaz de salir de su pecado y volver a la razón y a la bondad. Pero necesita con frecuencia encontrarse con alguien que le ame de verdad, le invite a interrogarse y le contagie un deseo nuevo de verdad y generosidad.

Quizás lo que más cambia a muchas personas no son las grandes ideas ni los pensamientos hermosos, sino el haberse encontrado en la vida con alguien que ha sabido acercarse a ellas amistosamente y las ha ayudado a renovarse.

JOSE ANTONIO PAGOLA
BUENAS NOTICIAS
NAVARRA 1985.Pág. 107 s.


8.

LA CORRECCION-FRATERNA:

-Salvar a tu hermano (Mt 18, 15-20)

San Mateo nos proporciona acceso a la vida íntima de una comunidad cristiana de los primeros tiempos y nos muestra cómo se practica en ella la corrección fraterna, tal como intentaron luego establecerla los legisladores monásticos en las familias por ellos constituidas.

Para entender mejor el deber de corrección fraterna, parece más útil empezar por los últimos versículos del texto que se nos proclama y que ponen ante nuestros ojos lo que es una comunidad, una Iglesia local.

"Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos". "Reunirse en nombre de Jesús" significa para san Mateo reunirse en Iglesia, y por lo tanto la Iglesia es para él, siguiendo las palabras de Jesús, aquellos que se encuentran reunidos en Nombre de Jesús.

Esa asamblea de dos o tres tiene asegurada la presencia del Señor; para la Iglesia se trata de la presencia de Cristo glorioso. San Mateo refiere las palabras de Cristo: "Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28, 20).

Ese es el motivo de que Cristo diga en el verso anterior: "Si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre del cielo". Porque Cristo está presente -a condición de que se esté reunido en nombre de Jesús-, Dios escucha y acoge la oración. En el capítulo 21 san Mateo refiere este otro dicho de Cristo: "Todo cuanto pidáis con fe en la oración, lo recibiréis" (Mt 21, 22).

En esta Iglesia local, en la que el Señor vive, rogado por sus fieles y escuchándolos, viven personas bautizadas que no por ello dejan de ser hombres; por eso existe y se verifica la posibilidad del pecado. Se impone entonces el deber de corrección fraterna. La comunidad no puede admitir que uno de sus miembros viva en contradicción con lo que es. No es la reprobación la reacción primera, sino el amor fraterno. Tampoco se puede evitar un planteamiento claro en nombre del cuerpo que es la Iglesia.

El proceso es delicado. Jesús lo sabe, y propone tres estadios en el cumplimiento de este deber.

Hablar a solas con el hermano; intentar que haga caso. ¡Qué alegría si atiende! En tal caso, "has salvado a tu hermano". Es la primera iniciativa de la caridad fraterna Si el pecador sigue en su convicción y no cae en la cuenta de lo que hace, o si tiene la impresión de que las advertencias son subjetivas, es conveniente entonces llevar consigo a otro o a otros dos hermanos. Quizá esa coincidencia produzca su efecto. Existe la posibilidad de que el hermano quede impresionado y caiga mejor en la cuenta de la gravedad de su caso.

Si el pecador sigue sin atender y se obstina, entonces, siempre en la caridad y porque se trata del bien mismo de la comunidad, habrá que decírselo a ésta.

Se llega a una decisión dolorosa pero necesaria: y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, habrá que considerarlo como un pagano o un publicano. Porque esa persona no tiene el sentido de la presencia del Señor en la comunidad; es una ofensa al Señor que vive en la comunidad.

La Iglesia tiene el poder de juzgar, de atar y de desatar. Lo afirma el Señor. Las palabras de Jesús se refieren a un adagio rabínico que él utiliza, parece, para establecer no el poder doctrinal de la Iglesia, sino su poder "disciplinar", el de mantener en el orden y proteger a la comunidad. Al juicio de la Iglesia que ata o desata, corresponde la misma actitud por parte de Dios. El pecador que no quiere cambiar de vida, se ve, pues, condenado por la Iglesia pero, a la vez, por el Señor mismo; porque la Iglesia actúa en su nombre y ésta debe saber que su decisión conlleva la misma toma de postura por parte de Dios.

-Poner en guardia al malvado (Ez 33, 7-9)

El Antiguo Testamento conoce deberes semejantes. Ezequiel percibe que el Señor se le impone: "A ti, hijo de Adán, te he puesto de atalaya en la casa de Israel". Israel ha olvidado sus deberes de fidelidad con el Señor.

Todo se acabó; es un nuevo destierro; queda Ezequiel como único recurso, él debe seguir proclamando la justicia y moviendo a la conversión. Dios le constituye en guardián, el último que puede hacer algo por volver a encauzar al pueblo en el camino recto. Sin embargo, Dios ofrece siempre su perdón, pero hace falta que el pecador reconozca que lo es, y que alguien le advierta de la muerte que le amenaza. Ese será el papel de Ezequiel. Si el profeta no cumple su función, se hará culpable de la muerte del hombre: si el no le dice que abandone su mala conducta, el malvado morirá por su pecado. Y al contrario, si el pecador no escucha, morirá por su pecado, pero el profeta habrá salvado su vida: Dios le hubiera pedido cuenta de su negligencia para con el pecador.

-Amar es cumplir la Ley entera (Rm 13, 8-10)

Lo que ha de impulsar al cristiano a la corrección fraterna es el amor, cumplimiento perfecto de la Ley. Esta lectura, ligada por casualidad a las anteriores, nos permite sacar esta conclusión. La corrección fraterna satisface una deuda de amor para con el otro. Tal deuda de amor fraterno es permanente; no se llega nunca a satisfacerla; siempre es un deber amar al prójimo. Nos encontramos aquí en plena mística de la comunidad cristiana. El mandamiento mayor es el del amor. El domingo 30 (ciclo A) nos proclamará las palabras de Jesús en san Mateo: "Amar al prójimo como a sí mismo" (Mt 22, 34-40). El cristiano ejerce la caridad y lleva así la Ley a su plenitud, cosa que hizo Cristo muriendo por nosotros (Rm 10, 4). Amar al prójimo no es, pues, sólo una obligación, es adentrarse en el camino mismo de Cristo, imitarle y vivir como él.

No cabe duda de que las condiciones de la vida actual y de nuestra civilización moderna no hacen posible la exacta imitación del procedimiento recomendado por Jesús. No obstante, el espíritu que le animaba sigue siendo imperioso para todos nosotros. La reacción del cristiano ante un hermano que se encuentre en el pecado ha de inspirarse siempre en él: se trata de ganar a un hermano. Divulgar su falta antes de haberlo intentado todo para corregirle con delicadeza, según las posibilidades que se ofrecen en concreto, es no haber entendido el amor. Por otra parte, dejar en peligro a toda la comunidad, no aceptar ser un vigía que afiance la vida de la Iglesia, es negarse al amor fraterno. Y esto no tiene nada que ver con la delación ni con la manía de deshacer entuertos, y menos aún con la nefasta costumbre de juez pronto a denunciar sin el ardiente deseo de curar ante todo.

Nuestras grandes instituciones, que ya no se mantienen a nivel humano, hacen difícil y a veces imposible el ejercicio sereno de la corrección fraterna, señal, no obstante, de la vitalidad espiritual de un pueblo guiado por el Señor; siquiera, es preciso que cada uno se pregunte por sus deberes y se preocupe por sus actitudes con respecto al hermano débil y culpable.

ADRIEN NOCENT
EL AÑO LITURGICO: CELEBRAR A JC 7
TIEMPO ORDINARIO: DOMINGOS 22-34
SAL TERRAE SANTANDER 1982.Pág. 23 ss.