31 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO XXII -
CICLO C
8-13
La consolidación de Europa se está llevando a cabo con la afirmación de una conciencia europea en cuyo interior es fácil detectar algunas líneas de fuerza que nos llevarán en una dirección muy alejada del espíritu que animaba a sus primeros impulsores.
Europa se está construyendo desde la decisión unánime de incrementar aceleradamente su desarrollo y su potencial económico para emerger como un gran mercado internacional con pretensiones de beneficiarse de un imperialismo comercial.
Por otra parte, Europa tiene hoy como eje principal de su sistema la promoción de un individualismo hedonista desde el que se busca exclusivamente el disfrute de los propios derechos, mientras se van olvidando las grandes responsabilidades colectivas de la sociedad.
Es patente también un laicismo expansivo y militante que reacciona fuertemente contra las Iglesias cristianas. En nombre del respeto a la libertad religiosa, Dios es silenciado y la dimensión religiosa del hombre queda prácticamente atrofiada.
No es fácil criticar estos vectores de la conciencia europea, pues constituyen hoy la cultura del «progresismo europeo», palabra mágica con la que se puede descalificar a quien ofrezca alguna resistencia o plantee alternativas diferentes. Y, sin embargo, es cada vez más claro el riesgo de una Europa inhumana.
Una Europa centrada en su propio desarrollo puede convertirse en un peligro no sólo para el Tercer Mundo, sino también para la Europa del Este. Y puede ir generando cada vez más en su propio interior ese Cuarto Mundo de marginados y desempleados, abocado a la desintegración social y humana.
Una Europa promotora de hedonismo materialista tiende a pervertir el contenido mismo de los derechos humanos. Banalizando el valor de la familia y del matrimonio estable, despreciando la vida humana desde una postura cada vez más permisiva frente al aborto y la eutanasia, Europa se está derrotando a sí misma.
Por último, una Europa laicista y agnóstica, olvidada de Dios, puede también olvidar peligrosamente el sentido de la vida y de la muerte. El abandono de Dios la puede privar de la fuerza más importante para generar un estilo de vida lleno de humanidad y esperanza. Europa está necesitada de un nuevo espíritu y una nueva conciencia que la liberen del egoísmo colectivo y la orienten hacia la solidaridad con los más necesitados.
Para ello, Europa ha de estar más atenta a las víctimas que puede producir y está ya produciendo. Y ha de aprender a compartir su riqueza, no con los poderosos de la Tierra, sino con esos «pobres» de los que habla Cristo, que ni siquiera pueden «corresponder», pues se hallan hundidos en la miseria. Europa ha de escuchar la voz de ese Dios que sigue preguntando: «¿Dónde está tu hermano?»
JOSE ANTONIO
PAGOLA
SIN PERDER LA DIRECCION
Escuchando a S.Lucas. Ciclo
C
SAN SEBASTIAN 1944.Pág.
101 s.
INVITAR A POBRES
Jesús vivió un estilo de vida diferente. Quien quiere seguirlo con sinceridad, se siente invitado a vivir de manera nueva y revolucionaria, en contradicción con el modo «normal» de comportarse que observamos a nuestro alrededor.
¿Cómo no sentirse desconcertado e interpelado cuando se escuchan estas palabras enormemente claras y sencillas? «Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos ni a tus hermanos ni a tus parientes ni a los vecinos ricos, porque corresponderán invitándote y quedarás pagado... Cuando des un banquete, invita a los pobres, lisiados, cojos y ciegos. Dichoso tú, porque no pueden pagarte; te pagarán cuando resuciten los justos».
Se nos invita a actuar desde una actitud de gratuidad y de comunión con el pobre, opuesta totalmente a la lógica de quien busca acumular, aprovecharse y excluir a los demás de la propia riqueza.
Se nos llama a compartir nuestros bienes gratis, sin seguir la lógica de quien busca siempre cobrar las deudas, aun a costa de humillar a ese pobre «que siempre está en deuda frente al sistema que lo exprime» (H. Echegaray).
Jesús piensa en unas relaciones humanas basadas en un nuevo espíritu de libertad, gratuidad y amor. Un espíritu que está en contradicción con la práctica y el comportamiento normal del sistema.
Unas relaciones propias de una humanidad nueva, germen de una comunidad diferente a esta sociedad que siembra la muerte y desprecia al pobre.
De esta manera, los creyentes debemos sentirnos llamados a prolongar la actuación de Jesús, aunque sea en gestos muy modestos y humildes.
Esta es nuestra misión evangelizadora. Dinamizar la historia desde ese espíritu revolucionario de Jesús. Contradecir la lógica de la codicia y la acumulación egoísta. Romper con nuestro comportamiento esa escala de valores que nos está deshumanizando a todos.
Quizás, no lograremos cambios espectaculares y, menos, de manera inmediata. Pero, con nuestra actuación solidaria, gratuita y fraterna, criticaremos el comportamiento social actual como algo caduco y llamado a desaparecer, y anunciaremos así el hombre nuevo que nacerá un día en la plenitud del Reino.
El que sigue de cerca a Jesús sabe que su actuación resulta absurda, incómoda e intolerable para la «lógica» de la mayoría. Pero sabe también que con su actuar está apuntando a la salvación definitiva, cuando, por fin, el hombre podrá ser humano.
JOSE ANTONIO
PAGOLA
BUENAS NOTICIAS
NAVARRA 1985.Pág. 341 s.
10.
1. El sitio del hombre
Los textos evangélicos de hoy se enmarcan en un cuadro amplio, todo él relacionado con el Reino de Dios. Sobre el signo general del banquete -típica expresión del Reino- se desarrollan varios momentos: la curación de un hidrópico en sábado, la exhortación a la humildad, la exhortación a dar sin esperar recompensa y, finalmente, la parábola de los invitados al banquete del Reino.
Toda la escena se desarrolla estando Jesús en casa de un fariseo y rodeado por fariseos que espiaban todos sus actos y palabras, lo que nos da una pista general para interpretar estos textos: fundamentalmente, Jesús vuelve a contraponer la postura farisaica ante el Reino de Dios -expresado en la presencia del mismo Jesús -y la de los pobres y humildes que son los primeros en recibir los beneficios de una acción de Dios abierta a todos, y principalmente a la parte más desheredada de la sociedad.
La actitud farisaica está caracterizada por varios elementos significativos: el cumplimiento de la ley por encima de la necesidad del prójimo; el orgullo y la presunción ante Dios por su mejor cumplimiento de la Ley, lo que nos lleva a cierta exigencia de la recompensa; por último, las excusas para no acceder al auténtico Reino de Dios por su apego al pasado y a sus queridas tradiciones.
La liturgia de hoy nos invita a reflexionar sobre dos de estos elementos, a los que Jesús contrapone, como es obvio, dos actitudes fundamentales: la humildad y el desinterés. «Todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.»
Al ver Jesús cómo los invitados elegían los mejores puestos del banquete, convencidos de su propia dignidad y valimiento, para ser depuestos después por el dueño de casa que tenía una visión más integral de los invitados y de su dignidad, tuvo la oportunidad de resolver un problema que también interesaba a sus discípulos: quién sería primero en el Reino de Dios o quién merecería un premio más abundante.
El tema está relacionado con el del domingo pasado: no sólo están los que preguntan quiénes se salvarán, sino también los que se preocupan de «salvarse más» que los otros, repitiendo en el Reino de Dios las categorías sociales que dividen a las personas en más dignas y menos dignas.
Ante tan ridícula pretensión Jesús afirma la primacía de la humildad, continuando con la más pura tradición religiosa de su pueblo, como lo recuerda la primera lectura de hoy del libro del Eclesiástico: «Hijo mío, procede con humildad..., hazte pequeño en las grandezas humanas y alcanzarás el favor de Dios; porque es grande la misericordia de Dios y revela sus secretos a los humildes.»
Pero, nos preguntamos: ¿en qué consiste esta humildad? HUMILDAD/QUÉ-ES El concepto correspondiente a la virtud de la humildad ha sido uno de los que más se ha deteriorado ante la mentalidad moderna y, debemos reconocer que, en gran medida, justamente deteriorado.
En efecto, la humildad fue presentada como una virtud eminentemente negativa en oposición al orgullo, vicio positivo. El hombre no puede empeñar sus energías «para no ser orgulloso», expresión que a su vez fue a menudo usada para impedir el desarrollo del pensamiento crítico en las comunidades cristianas, propiciándose al mismo tiempo una obediencia servil que hacía del cristiano un perpetuo «menor de edad».
El desarrollo de una antropología positiva tendente a poner de manifiesto las grandes virtualidades que el hombre tenía que desarrollar en sí mismo, tanto en el plano individual como en el social, trajo como consecuencia el total desprestigio de la tradicional humildad, considerada como una anti-virtud ya que, como comúnmente se la presentaba, disminuía al hombre y lo empobrecía psíquicamente. Estos hombres así de humildes poco podían servir para construir un mundo nuevo que exige, por el contrario, audacia, fuerza, ambición, empuje y, ¿por qué no?, cierto orgullo de ser hombre.
De más está decir que este concepto de humildad, propio de un cristianismo decadente y semimaniqueo, muy difícilmente podría ser aplicado al mismo Jesús, modelo supremo de humildad, si tomamos en cuenta los datos evangélicos que nos lo presentan en los escasos años de su vida pública como muy dueño de sí mismo, seguro frente a sus adversarios, duro y hasta hiriente en sus ataques verbales, firme y recio ante un Pilato o un Herodes; un Jesús que se llama Hijo del Hombre, que se proclama camino de la vida, luz de los hombres, pan de vida, etc., o que, como narra el evangelio de hoy, come con los fariseos y allí mismo les echa en cara sus vicios sin muchos miramientos. Sin embargo, Jesús parecía consciente de su humildad, pues llegó a decir sin tanta modestia: «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón.»
Santa Teresa decía que «la humildad es la verdad», y difícilmente encontraremos una mejor definición de tan discutida virtud. En efecto, la humildad, por ser una postura religiosa, define la situación del hombre ante Dios y el lugar que ocupa dentro de la creación. En este sentido el hombre debe sentirse orgulloso de ser hombre, creado a imagen del mismo Dios, dotado de inteligencia, amor, voluntad, creatividad, etc. Orgulloso de poder servir a una causa tan maravillosa como es la construcción de la historia humana, historia de liberación, desarrollo y crecimiento. Si Dios nos ha creado y puesto aquí en el mundo, no es para que anulemos nuestras capacidades ni para que le presentemos como obsequio la pobreza de nuestra mente, o un cuerpo degradado por las enfermedades, unos sentimientos reprimidos o una voluntad endeble e infantil.
Al contrario, todas las reflexiones sobre la vigilancia cristiana han urgido al hombre a desarrollar todo lo posible el don de su vida porque de ello debía dar cuenta a Dios, como tan bien puntualiza la famosa parábola de los talentos y del siervo perezoso.
La humildad, entonces, es la postura interna que el hombre adopta frente al Reino de Dios: simplemente, la de un hombre. En la parábola de Jesús es interesante observar que mientras se critica a los que acaparan los primeros puestos por su propia cuenta, se pone bien en claro que el dueño de la casa, y solamente él, puede dar a cada uno el puesto que le corresponde. De otra manera: que cada uno mire por sí mismo para hacer las cosas lo mejor posible; el juicio queda en manos de Dios que conoce hasta lo íntimo de cada uno.
En la parábola de los trabajadores de la viña (Mt 20,1-16) el dueño de la misma paga tanto al que trabajó todo el día como al que llegó hacia el final de la tarea, pues así él lo había convenido. Es como decir: que cada uno se ocupe de su vida y de desarrollarse según sus capacidades. Dios hará su parte, un poco mejor de lo que haríamos nosotros.
En una actitud humilde es el mismo hombre el que confiere dignidad a las cosas que hace o que usa; la dignidad del hombre nace de dentro, de la intencionalidad, de la rectitud de corazón, como pone de manifiesto el final de este evangelio. La humildad es como la hermana de la sinceridad, así como el orgullo es hermano de la hipocresía y del fariseísmo.
Una vez más, por lo tanto, Jesús marca bien el límite del hombre frente a la acción del Reino de Dios. Inmiscuirse en el terreno de Dios y pretender dictarle normas o condiciones es lo que Jesús denuncia, poniendo en guardia a sus discípulos para que no mezclen los criterios del hombre con los de Dios, o para que no transformen el Reino en una caricatura de la Iglesia. La óptica cristiana es inversa: es la Iglesia la que debe reflejar el modelo del Reino; es ella la servidora.
En síntesis: nuestro cometido es desarrollar toda la potencialidad del hombre. Allí está la humildad. Por lo demás: dejemos de fantasear sobre cómo Dios tiene que hacer las cosas, qué premio tiene que darnos o cómo organizar el cielo y el infierno. Humildemente volvamos a nuestro sitio y no pretendamos actuar ahora como los consejeros del Reino de Dios.
2. Los que no pueden pagar
Que la humildad y la rectitud en las intenciones deben ir juntas, es lo que parece sugerir Jesús cuando le dice a su anfitrión: «Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos ni a tus parientes ni a los vecinos ricos, porque corresponderán invitándote y quedarás pagado. Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; dichoso tú, porque no pueden pagarte; te pagarán cuando resuciten los justos.»
En el texto hay dos perspectivas: una, la que es desarrollada en la parábola de los invitados a las bodas. El Reino de Dios, desechado por los que primero fueron llamados, se abrirá a los que hasta ahora habían permanecido al margen de la historia de la salvación.
La otra perspectiva nos interesa más de cerca: estamos cerca del Reino de Dios cuando no actuamos en función del premio o del castigo, sino por un amor puro y desinteresado. También eso es obrar con humildad.
De esta manera, las relaciones dentro de la comunidad se van dando a imagen de la manera como obra Dios en su Reino; y la comunidad se va transformando en un signo y reflejo del banquete del Reino.
O la religión es un bien en sí mismo, o no es un bien sino una conveniencia... A menudo tratamos de vivir en la virtud porque así está mandado, o lo pide la religión, o lo manda la Iglesia, o nos reserva un lugar en el cielo. Esa virtud aún no ha crecido en la medida de Cristo. A menudo se oye: «Si no fuera pecado..., si el Papa dijese lo contrario...», etc., dándose a entender que nuestra ética cristiana no tiene más fundamento que cierto contrato legal por el que seremos retribuidos o condenados según vivamos de una manera o de otra.
Madurar nuestra fe implica revisar a fondo esa forma de obrar tan extendida en nuestros países cristianos. Basta observar cómo, cuando se levantan ciertas censuras, inmediatamente cambia la vida de mucha gente que no tiene actitudes internas que rijan su conducta sino que solamente saben adaptarse externamente a una ética formalista y exterior.
Finalmente, el texto de Jesús tiene también una incidencia para la vida de la Iglesia y de cada comunidad: no pueden ser las conveniencias sociales las que muevan las relaciones de los cristianos, sino únicamente el servicio a los más necesitados. Dar y servir a los que tienen para poder recibir de ellos después la paga correspondiente es un viejo vicio en la historia de nuestra Iglesia. El acercamiento a los ricos y a los poderosos tuvo su alto precio para la pureza de la fe cristiana y para la evangelización de los pobres y de las clases proletarias. Hoy lo vemos más claro, pero ya había sido dicho por Jesús: Invitemos a los que no pueden pagarnos. Entonces sí que se pone de manifiesto que esa invitación se hace en nombre de Jesucristo.
Una vez más llegamos a una conocida conclusión: la evangelización de los pobres y su lugar de privilegio dentro de la Iglesia son el signo más claro de que el Reino de Dios ha tendido su mesa en medio de los hombres.
SANTOS
BENETTI
CAMINANDO POR EL DESIERTO. Ciclo C.3º
EDICIONES PAULINAS.MADRID 1985.Págs. 223 ss.
11. MARGINADOS/CRMO
Los seres humanos últimos
Un marxista, Lucio ·Lombardo-Radice, escribía hace ya algunos años lo siguiente: «Desde el punto de vista cristiano es también importante dedicarse a una criatura humana, cuidarla y amarla, aunque esta entrega nuestra sea improductiva. Para el cristiano es importante dar todo su tiempo con gozo y alegría al enfermo e incurable, y dárselo "gratuitamente". Para el cristiano es importante acompañar con amor y con paciencia al anciano, ya "inútil", en su camino hacia la muerte; es importante cuidar bondadosamente a los seres humanos "últimos", a los más infelices y a los más imperfectos, incluso a aquellos en los que resultan ya casi indiscernibles los "rasgos humanos"». El texto es espléndido y, al mismo tiempo, llamativo por la personalidad de su autor.
He leído también que la hija de K. Marx atribuía a su padre la frase de que «al cristianismo le podemos perdonar muchas cosas, porque nos ha enseñado a amar a los niños». Y hay que decir que, en contra de esa tendencia tan fuerte de desacreditar a la Iglesia, existente en tantos medios de comunicación, el cristianismo ha dado, a lo largo de veinte siglos de historia, testimonios admirables de entrega a los más pobres y débiles; y las vidas de los santos están muchas veces llenas de páginas de entrega a aquellos «en los que resultan ya casi indiscernibles los "rasgos humanos"».
Hoy ya es un tópico hablar de la impresionante labor de la madre Teresa de Calcuta y las hermanas de su congregación al servicio de los moribundos de la India o de los enfermos de sida en occidente. Pero es como la punta del iceberg de una labor que sigue hoy existiendo, aunque queda casi oculta. Puedo citar también el testimonio de tantos sacerdotes que siguen al pie del cañón en pueblos en que todo el mundo se ha marchado, pero ellos continúan allí entre un puñado de ancianos..., o el testimonio de una hija de la Caridad -como otras tantas- trabajando con entusiasmo en un hospital psiquiátrico.
Todos estos ejemplos son realización del mensaje de Jesús en el evangelio de hoy. Al comentar este texto, es importante traer a la memoria la frase del Maestro con la que finalizaba el evangelio del domingo pasado: «Hay últimos que serán primeros y primeros que serán últimos». El tema de la invitación a un banquete es el que da unión a varias enseñanzas de Jesús, contenidas en el capítulo catorce de Lucas.
Aunque no lo expresa el texto que hemos leído hoy, Jesús cura en sábado a un hombre enfermo de hidropesía e, inmediatamente después, nos presenta un doble mensaje. El primero se centra en la crítica de aquellos que buscan los primeros puestos, que Jesús sintetiza en la frase: «Todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido», que empalma con la frase del domingo pasado. «Hay primeros que serán humillados y hay últimos que serán enaltecidos»: podría ser una síntesis de las dos máximas de Jesús.
La liturgia de la Iglesia ha subrayado este aspecto, al presentar una primera lectura que es una llamada a la humildad, a rehuir los primeros puestos. Así lo expresaba Ben Sirá, el autor del libro del Eclesiástico: «En tus asuntos procede con humildad... Hazte pequeño en las grandezas humanas y alcanzarás el favor de Dios, que revela sus secretos a los humildes».
El segundo mensaje de Jesús se sitúa en un nivel distinto: ya no habla de humildad, sino de generosidad, de dar sin esperar respuesta. Jesús presenta aquí una nueva bienaventuranza, que no estaba contenida en las cuatro de Lucas, así como tampoco en las ocho de Mateo: «Dichoso tú, porque no pueden pagarte». Recordando las afirmaciones del sermón del monte sobre la oración, el ayuno y la limosna, afirma que el invitar a comer a los pobres y los lisiados, no quedará sin paga ante el Padre que ve en lo escondido «cuando resuciten los justos».
Un comentarista del evangelio de hoy insiste en que existe una estrecha unión entre los dos mensajes que acabo de subrayar. El punto de unión es el desapego del dinero: se necesita un desapego poco común al dinero para prestar a fondo perdido y para aplazar la devolución de la deuda hasta la resurrección de los muertos, «pero, ¿no se necesita también para abstenerse de buscar en todo momento las situaciones más notadas, para dejar a los demás los puestos interesantes, para no hacer del pequeño mundo en que uno vive una jungla regida por la única ley de la lucha de la vida?» (L. Monloubou).
Porque indiscutiblemente la tendencia humana es a dar esperando siempre respuesta, pero también lo es a buscar los primeros puestos, allí donde se cuecen los influjos y hasta el tráfico de influencias. Incluso puede decirse que, más en el fondo, está ahí resonando la frase de Jesús que constituye un centro de gravedad de su enseñanza: el que pierde su vida la ganará. El que renuncia a los primeros puestos, el que es capaz de perdonar la deuda de los demás, económica o del tipo que sea, no pierde su vida, la está ganando; es dichoso «porque no pueden pagarle». Es precisamente lo que decía la frase de Lombardo-Radice que cité al comienzo: «Es importante cuidar bondadosamente a los seres humanos "últimos", a los más infelices y a los más imperfectos». Es otra forma de expresar la frase del maestro: «Dichoso tú, porque no pueden pagarte».
Un tema de continua discusión teológica es el de qué es lo peculiar de la ética cristiana. La tendencia general afirma que el cristianismo no trae consigo preceptos o normas morales nuevas, distintas de las que cualquier hombre puede encontrar en su propia conciencia; que lo peculiar del cristianismo son las motivaciones de su fe en virtud de las cuales se intenta vivir de acuerdo con esas normas. Pero también se ha insistido en que las verdaderas exigencias éticas humanas se oscurecen frecuentemente ante las razones vigentes en la cultura en la que estamos inmersos; que el mensaje cristiano aporta siempre un efecto crítico y estimulante que nos impide dejarnos arrastrar por la corriente que nos rodea. ¿No hay que decir, en torno a la frase de Lombardo-Radice, que vivimos en sociedades que priman el valor de los seres humanos cargados de vitalidad, eficacia y rendimiento, y son muy poco sensibles ante el valor de los ancianos, los seres humanos últimos y los más infelices e imperfectos? El debate ético y legal está abierto entre nosotros en relación con el comienzo y el final de la vida humana, el aborto y la eutanasia. ¿No es inevitable que el seguidor de Jesús tenga un horizonte distinto ante estos dos graves temas? Parafraseando la afirmación de Lombardo-Radice, y enfocándola desde el horizonte de la eutanasia, hay que decir que desde un punto de vista cristiano hay que dedicarse a cuidar y amar a todo ser humano, aunque esta entrega sea improductiva porque estamos en una situación irreversible; que para el cristiano existe una exigencia de dar su tiempo con gozo y alegría al enfermo incurable, de acompañar con amor y con paciencia al anciano en su camino hacia la muerte. ¿No nos lleva ello a afirmar que el gran reto, ante las situaciones del final de la vida, no es su supresión, sino el acompañamiento y el amor hacia los que viven estas situaciones?
Y esto mismo debe decirse en relación con el comienzo de la vida: para un cristiano hay una exigencia de amar y cuidar aun a los seres humanos más imperfectos, a los que aún son incapaces de vivir fuera del seno materno, «incluso a aquellos en los que resultan aún indiscernibles los "rasgos humanos"». ¿No son también ellos esos pobres, lisiados y ciegos a los que Jesús nos dice que hay que invitar a la comida de la vida? Estas son también actitudes -junto a otras que deben mostrar que estamos en favor de toda vida humana- que son portadoras de esa nueva bendición de Jesús: «Dichoso tú, porque no pueden pagarte». Es tu Padre, que ve en lo escondido, el que te pagará «cuando resuciten los muertos».
JAVIER
GAFO
DIOS A LA VISTA
Homilías ciclo C
Madrid 1994.Pág. 303 ss.
12. Humildad/que-es:
1. «En el último puesto». Se podría decir que el evangelio de hoy trata de la humildad. Pero es difícil definir la humildad como virtud. En realidad no se debe aspirar a ella, porque entonces se querría ser algo; no se la puede ejercitar, porque entonces se querría llegar a algo. Los que la poseen no pueden ni saber ni constatar que la tienen. Simplemente se puede decir negativamente: el hombre no debe pretender nada para sí mismo. Por eso no debe ponerse por propia iniciativa en el primer puesto, donde se le ve, se le considera y se le aprecia y agasaja sobremanera; tampoco debe calcular a quiénes debe invitar a comer para que le inviten después a él. Si se pone en el último puesto, no es para ser tenido por humilde, y si se le dice que suba más arriba, no se alegra por él, sino porque ve la benevolencia de su anfitrión. No se valora a sí mismo, porque no le interesa el rango que ocupa entre los hombres. Y si el Señor le dice que su actitud se verá recompensada «cuando resuciten los justos», probablemente para él esto sólo significará que se le promete que estará cerca de Dios. Pues sólo esto le preocupa: que Dios está infinitamente por encima de él en bondad, poder y majestad.
2. "Os habéis acercado a la «ciudad del Dios vivo».
La segunda lectura le asegura que pertenece ya a la «ciudad del Dios vivo», donde habitan innumerables ángeles, primogénitos, justos, por encima de los cuales se eleva Dios, el «juez de todos», y «Jesús, el mediador de la Nueva Alianza». Se alegra de pertenecer a esta ciudad y comprende que es una gracia de Dios poder estar en tan grata compañía, poder vivir en una sociedad congregada en torno a Dios. No se pregunta si es digno o indigno de pertenecer a ella, al igual que un niño tampoco se pregunta si es digno o no de participar en un banquete de adultos; simplemente goza con las cosas buenas que se le ofrecen y con la compañía de que disfruta. Es en esto un modelo para nosotros, hijos de Dios, a los que les ha tocado en suerte algo tan hermoso. Naturalmente, sin haberlo «merecido»: pues ¿en virtud de qué hubiéramos podido «merecerlo»? Pero nos encontramos muy bien en semejante compañía y no tenemos necesidad de sentirnos «forasteros» en ella.
3. «Los humildes glorifican al Dios vivo».
Esto lo sabe ya el antiguo sabio (texto de la primera lectura según la Biblia de Zurich). Dios es honrado solamente por aquellos que no se dan importancia; porque tampoco Dios se da importancia: simplemente es el que es, el Señor, el Poderoso. Es El el que distribuye todas las cosas buenas, todos los dones, y el hombre no debe comportarse ante El como el «magnánimo» que reparte sus dones. El hombre humilde puede haber recibido muchos bienes, puede incluso ser considerado como una persona importante por los demás hombres; pero él sabe que todo lo que tiene se lo debe al único que de verdad es «Magnánimo». Es todo oídos para la sabiduría de Dios, pues goza con ella y se olvida de sí mismo.
HANS URS von
BALTHASAR
LUZ DE LA PALABRA
Comentarios a las lecturas dominicales
A-B-C
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág.
280 s.
13. LOS VERDADEROS LIDERES
Cuando escribo esta glosa, nuestro Miguel Indurain ha dejado muy claro, con la fuerza y la sabiduría de sus pedaladas, que es el número «1», el «as» del ciclismo mundial. Y así, con tales hazañas, se ha constituido en «ídolo de multitudes». Pero de ahí lo mejor: tanto la hinchada como la prensa especializada han destacado en él otra virtud más rara: su sencillez, su no-arrogancia, su humildad. (¡Dios se la conserve siempre!). Y han dicho de él una cosa tan bella y extraña como ésta: que «gana y deja ganar».
No te desilusiones, lector. Aunque estemos todavía deslumbrados por sus «maglias» y sus «maillots», aunque podía extenderme a otras satisfacciones en lo deportivo, la mía no quiere ser una crónica deportiva. Es simplemente el prólogo para entrar en el evangelio de hoy que versa también «sobre los primeros y los últimos puestos».
Escuchad lo que dice el Juez único de la gran competición de la vida: «Cuando te conviden a una boda, no te sientes en el puesto principal, no sea que haya otro convidado de más categoría. Al revés, cuando te conviden, siéntate en el último puesto» etc., etc... La verdad es que hoy resultan extrañas, y seguramente desfasadas, estas recomendaciones. Vivimos en una sociedad en la que el principal objetivo es triunfar, triunfar en todo: en la política, en la profesión elegida, en el dinero, en la belleza, en el deporte. Toda la propaganda que nos inunda y circunda no tiene otra finalidad que ésa. Nadie puede salirse de la gran maquinaria de la competitividad. Si alguien se saliera, se convertiría en un «cero a la izquierda». Nada.
Y sin embargo, ahí quedan las palabras de Jesús: «En los banquetes, no busquéis los primeros puestos...» etc. ¿Qué quería decir?
-No trataba, por supuesto, de reglas referentes al «protocolo y a la buena educación». A nadie se le oculta, en efecto, que es bueno y saludable, es nuestro deber y obligación guardar los principios y las normas de la convivencia social. Pero ya comprendéis que el Jesús, que, en cierta ocasión excusó a sus discípulos -«que no se lavaron las manos antes de comer»-, no había venido al mundo a eso.
-Tampoco trató de amaestrarnos en una sofisticada estrategia diplomática con la que, bajo la apariencia de «perdedores», resultáramos «ganadores». Como si nos invitara a ser «lobos rapaces vestidos con piel de oveja». Lo cual sería entrar en el mundo de la competitividad de una manera mucho más taimada. No.
-Se trata de algo mucho más serio, profundo y fundamental: de proceder con verdad ante los ojos de Dios. Es decir: que en ningún momento pierda el cristiano de vista su menguada estatura, las dimensiones microscópicas de su pequeñez frente al poder infinito de Dios, frente a su inmensa grandeza, frente a su insondable majestad. Ese es el sentido de sus recomendaciones. «Andar en verdad», como definía la humildad Santa Teresa. Y rogando siempre a Dios lo que pedía San Agustín: «que te conozca, Señor y que me conozca». Ese estudio comparativo entre Dios y yo producirá necesariamente, en mí, la humildad.
ELVIRA-1.Págs. 259 s.