27 HOMILÍAS MÁS PARA EL DOMINGO XXII
19-27

 

19.

Nexo entre las lecturas

¿En qué consiste la religión auténtica? ¿Cuál es el culto verdadero? A estas preguntas responden las lecturas del domingo vigésimo segundo del tiempo ordinario. La primera lectura responde que la religión auténtica consiste en cumplir fielmente todos los mandamientos del Decálogo. Jesucristo, en el evangelio, enseña que la Palabra de Dios (Sagrada Escritura) está por encima de las tradiciones y leyes humanas. Por tanto, la verdadera religión está en el corazón del hombre, que escucha y pone en práctica la Palabra de Dios. Santiago en su carta nos dirá que la religión pura e intachable ante Dios consiste en el amor al prójimo, especialmente a los más necesitados.


Mensaje doctrinal

1. Escuchar y hacer la palabra. La lengua hebrea no distingue entre palabra y hecho. Y por eso no se puede separar el escuchar del hacer, ni el hacer del escuchar. El Decálogo es llamado "las diez palabras" que hay que escuchar y poner en práctica. Esas diez palabras, que resumen toda la legislación mosaica, las "ha pronunciado" Dios para bien de su pueblo y, por tanto, poseen unas características propiamente divinas. Mientras que los otros pueblos se rigen por leyes y preceptos surgidos de la sabiduría y de la voluntad humanas, el Decálogo goza de la sabiduría del mismo Dios. ¿Cuáles son algunas de esas características divinas? 1) Las diez palabras son inmutables. Nada puede sustraerse a ellas y nada ser añadido. Son palabras de Dios "pronunciadas" para que el hombre viva; y el hombre vive cuando tiene unos puntos de referencia fijos, no sometidos a los cambios históricos. 2) En las diez palabras se compendia la sabiduría con la que Dios ha dotado a Israel a los ojos de los demás pueblos. Una sabiduría nada teórica, sino que envuelve la vida y la penetra en todas sus expresiones. Esas diez palabras continúan siendo hasta nuestros días alma del pueblo de Israel y alma de las comunidades cristianas. La auténtica religión y el verdadero culto consisten en escuchar y hacer la Palabra.

2. Mandamiento de Dios versus tradiciones humanas. En polémica con los fariseos y escribas Jesús les echa en cara algo sumamente grave: "Dejando el precepto de Dios, os aferráis a la tradición de los hombres". No es que Jesús rechace las tradiciones de Israel. No se trata de rechazarlas sino de ponerlas en el lugar que les corresponde en el designio de Dios y en el marco de una religión auténtica. Las tradiciones son buenas cuando no apartan del Decálogo ni se oponen a él, sino que nacen como ramas nuevas del mismo árbol del Decálogo. Si en cambio nacen de situaciones meramente circunstanciales o de una voluntad humana rigurosa y estrecha, habrá que afirmar que esas tradiciones son caducas y perecederas. El gran error de los fariseos y escribas es querer conservar a toda costa un gran cúmulo de tradiciones de los antepasados, no sólo atosigando las conciencias del pueblo judío, sino incluso contradiciendo con ellas los principios inmutables y sapientísimos del Decálogo. La verdadera religión es aquélla que pone la Palabra de Dios por encima de las costumbres y usos de los hombres.

3. La palabra de la verdad. La Palabra de la verdad es la revelación de Dios contenida en la Escritura y que el Señor ha sembrado en el corazón de cada uno de los creyentes. El cristiano ha de ser dócil a esta Palabra, de modo que no sólo la escuche sino que la ponga en práctica. ¿Cuál es esa Palabra de verdad? Fundamentalmente el amor a Dios y el amor al prójimo, corazón de la verdadera religión cristiana. Quien cumple esa Palabra de verdad alcanzará la salvación de Dios. El hombre ha de ser muy sincero consigo mismo para no quedarse sólo de oyente, sino llegar a ser también practicante de esa Palabra. Hay que llegar a hacer la Palabra de la verdad. En eso consiste la verdadera religión a los ojos de Dios.


Sugerencias pastorales

1. Una religión del corazón. Hombre religioso es aquél que se siente re-ligado por una relación dialogal con la divinidad. Si el diálogo y la relación humana no puede ser puramente racional ni puramente sentimental, mucho menos el diálogo con Dios. Por eso, yo abogo por una religión del corazón, siendo éste el centro interior de la persona. El corazón, por tanto, visto no sólo como fuente de la afectividad, sino además como sede de la razón, de los sentimientos, de la voluntad, de la conciencia, de la decisión. En la religión del corazón es todo el hombre el que entra en comunicación con Dios: el que habla y escucha, el que es interpelado y responde, el que expresa sus experiencias íntimas y se siente acogido y comprendido. Quizás todavía quede en algunos cristianos huellas de jansenismo, y es necesario acabar con ellas. El cristianismo del futuro está pidiendo una religión del corazón, que llegue a ser el corazón de la religión. En tu experiencia personal, ¿es la religión católica una religión del corazón? ¿Es el culto cristiano un culto del corazón? En la vida litúrgica y sacramental de tu parroquia, ¿se tiene en cuenta esta dimensión integral de la religión, que comprende a toda la persona? Es mucho, muchísimo, lo que se puede hacer todavía para que la religión católica llegue a ser, en cada familia, en cada parroquia, en cada diócesis, en toda la Iglesia, una religión del corazón.

2. Autenticidad versus apariencia. La autenticidad debería ser el carnet de identidad de todo hombre, particularmente de todo cristiano. Pero, ¿qué significa ser auténtico? La respuesta depende de la concepción del hombre que se tenga. En una concepción cristiana, "auténtico" no es el que da curso libre a sus impulsos instintivos, sino el que es fiel a sí mismo y a la imagen del hombre integral que la razón y la fe dibujan en su conciencia. "Auténtico" es el hombre que se guía en su actuación por convicciones, el hombre cuya voluntad es movida siempre hacia su fin como persona humana y como hijo de Dios. En definitiva, ser auténtico se entiende como un ideal de ser uno mismo y no otro, no una máscara. En este sentido "auténtico" es quien no vive de apariencias, ni cifra en las apariencias su valor y su riqueza humana. En la educación de los niños y adolescentes conviene tener esto muy presente, porque, a causa de la televisión y otros medios informativos, es fuerte la atracción de las candilejas, de las pasarelas de modas; es grande la tentación del éxito fácil y deslumbrante, de la fama efímera pero gratificante. En breve, es fácil y tentador querer vivir de apariencias. Pregunta a los adolescentes, ellos y ellas, qué quieren ser de grandes y te darás cuenta, por las respuestas, de la fuerza seductora de las apariencias. ¿Qué vamos a hacer como cristianos para devolver autenticidad a la sociedad, a la educación?


20. DOMINICOS 2003

"Qué tenemos en el corazón"

Cuando estamos celebrando nuestras liturgias, ¿qué palabras tendremos que traer a la memoria?, ¿las del Deuteronomio: “hay alguna nación tan grande que tenga los dioses tan cerca como lo está el Señor Dios de nosotros siempre que lo invocamos?” O las palabras del profeta Isaías, citadas por Jesús para criticar tantos ritos y ceremonias celebrados de manera rutinaria y vacía en la sociedad judía: “así dice Yahvé: este pueblo me honra con los labios pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío”.

Está bien preparar todo lo que rodea a una celebración, empezando por nosotros mismos cuando acudimos a la celebración de la Eucaristía, pero si queremos celebrar desde la fe, lo primero es preparar el corazón para el encuentro con Dios.

Comentario bíblico:
La verdadera religión es liberadora


Iª Lectura: Deuteronomio (4,1-8): La grandeza de los mandamientos
I.1. El libro del Deuteronomio, que es uno de los más famosos de la Torá judía, el Pentateuco cristiano, nos ofrece una bella lectura que nos habla de la grandeza de los mandamientos de Dios. Este libro tuvo una historia muy movida, ya que parece que estuvo escondido (al menos una parte) en el Templo de Jerusalén por miedo a las actitudes antiproféticas de algún rey de Judá, hasta que Josías (s. VII a. C), un gran rey, abrió las puertas de la reforma religiosa. Entonces, los círculos proféticos volvieron sus ojos a este libro, que recogía tradiciones religiosas muy importantes.

I.2. La lectura de hoy era el comienzo del libro en aquella época y se invita al pueblo a considerar con sabiduría los mandamientos de Dios. Porque los mandamientos no deben ser considerados como prohibiciones, sino como la forma en que Dios está cerca de su pueblo y por ello éste debe escucharlo, servirlo y buscarlo. La lectura nos invita, pues, a no avergonzarnos de los mandamientos cuando en ellos se expresa su voluntad salvífica. Es verdad que los mandamientos se entienden, a veces, en sentido demasiado legalista y, entonces, a algunos, les parecen insoportables. Y será Jesús quien libere los mandamientos de Dios de ser una carga pesada, con objeto de acercar a Dios a todos nosotros.



IIª Lectura: Santiago (1,17-27): Abrirse a los dones divinos
II.1. La carta de Santiago recoge la enseñanza de los dones de Dios. Su comparación con los astros del cielo que se eclipsan en momentos determinados, no afecta al Padre de las luces. Es un texto lleno de claves sapienciales en la mejor tradición de la teología judía. Dios ha querido darnos los dones verdaderos y se revelan, para el autor de la carta, en la palabra de Dios.

II.2. Valoramos aquí una legítima teológica de la palabra, ya que en ella está la salvación. Es una palabra que opera la salvación de nuestro corazón y de nuestras mentes. Es verdad que pide, para que pueda salvarnos, ponerla en práctica. Sabemos que la carta de Santiago es de una efectividad incomparable, como sucede en su discusión sobre la fe y las obras. ¿Cómo es posible ponerla en práctica? Atendiendo a los que nos necesitan: a los huérfanos, viudas y los que no tienen nada. Y eso, por otra parte, es la verdadera religión, es decir, la verdadera adoración de Dios.



Evangelio: Marcos (7,1-23): La voluntad de Dios humaniza
III.1. El evangelio, después de cinco domingos en que hemos estado guiados por Jn 6, retoma la lectura continua del segundo evangelio. El tema es la oposición entre mandamientos de Dios y tradiciones humanas. La cuestión es muy importante para definir la verdadera religión, como se ha puesto de manifiesto en la carta de Santiago. El pasaje se refiere a la pregunta que los fariseos (cumplidores estrictos de la tradiciones de los padres) plantean a Jesús, porque algunos seguidores suyos no se lavan las manos antes de comer. La verdad es que esta es una buena tradición sanitaria, pero convertida en precepto religioso, como otras, puede llegar a ser alarmante. Es el conflicto entre lo esencial y lo que no lo es; entre lo que es voluntad de Dios y lo que es voluntad de los hombres en situaciones religiosas y sociales distintas.

III.2. Este conjunto de Mc 7,1-23 es bastante complejo y apunta claramente a una redacción y unificación de tradiciones distintas: unas del tiempo de Jesús y otras posteriores. Son dos cuestiones las que se plantean: 1) la fidelidad a las tradiciones antiguas; 2) el lavarse las manos. En realidad es lo primero más importante que lo segundo. El ejemplo que mejor viene al caso es el de Qorbán (vv.9-13): el voto que se hace a Dios de una cosa, por medio del culto, lo cual ya es sagrado e intocable, si no irreemplazable. Si esto se aplica a algo necesario a los hombres, a necesidades humanas y perentorias, parece un “contra-dios” que nadie pueda dispensar de ello. Si alguien promete algo a Dios que nos ha de ser necesario para nosotros y los nuestros en tiempos posteriores no tendría sentido que se mantenga bajo la tradición del Qorbán. Los mismos rabinos discutían a fondo esta cuestión. La respuesta de Jesús pone de manifiesto la contradicción entre el Qorbán del culto y el Decálogo (voluntad de Dios), citando textos de la Ley: Ex 20,12;21,17;Dt5,16;Lv 20,9). Dios, el Dios de Jesús, no es un ser inhumano que quiera para sí algo necesario a los hombres. Dios no necesita nada de esas cosas que se ponen bajo imperativos tradicionales. La religión puede ser una fábrica inhumana de lo que Dios no quiere, pero si lo quieren los que reemplazan la voluntad de Dios para imponer la suya.

III.3. Los mandamientos de Dios hay que amarlos, porque los verdaderos mandamientos de Dios son los que liberan nuestras conciencias oprimidas. Pero toda religión que no lleva consigo una dimensión de felicidad, liberadora, de equilibrio, no podrá prevalecer. Si la religión, de alguna manera, nos ofrece una imagen de Dios, y si en ella no aparece el Dios salvador, entonces los hombres no podrán buscar a ese Dios con todo el corazón y con toda el alma. La especulación de adjudicar cosas que se presentan como de Dios, cuando responden a intereses humanos de clases, de ghettos, es todo un reto para discernir la cuestión que se plantea en el evangelio de hoy. Esta es una constante cuando la religión no es bien comprendida. Jesús lo deja claro: lo que mancha es lo que sale de un corazón pervertido, egoísta y absurdo. La verdadera religión nace de un corazón abierto y misericordioso con todos los hermanos.

Miguel de Burgos, OP

mdburgos.an@dominicos.org

Pautas para la homilía
Sólo se ve bien con el corazón


Vida y no ritos

El evangelio nos presenta un duro diálogo entre Jesús, que presenta un camino sencillo hacia Dios, y los fariseos, que se empeñan en complicar ese camino a base de prácticas externas, tradiciones vacías… olvidando el interior de las personas.

Jesús, una vez más, no se queda en las apariencias externas de la persona sino que va al corazón. Denuncia la práctica formalista de la Ley, la charlatanería sin las obras. Él quiere vida y nosotros le damos ritos.

Los fariseos acusan a Jesús de algo ridículo: lavarse o no las manos, como está ordenado. Y le echan la culpa a él, que se lo permite a sus discípulos; y piensan que, tal vez, él hace lo mismo. Pero la respuesta de Jesús remite a Isaías y otros profetas del Antiguo Testamento, que criticaron el ritualismo sin contenido de la religiosidad y de la moral farisaica, que se aferra a la literalidad de las palabras. Olvidan que Dios se dirige primordialmente al corazón, la conciencia, al espíritu interior de la persona.

Las tres lecturas de hoy, en definitiva, apelan al cumplimiento auténtico de la voluntad de Dios, que no puede confundirse con una serie detallada y ritualista de normas exteriores, como reivindica la moral judaica.



El amor libera

La moral evangélica, por el contrario, está basada en el amor, y en vez de minucias y legalismos pide verdad y amor al prójimo. Porque el sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado.

La ley de Jesús, la ley del amor, es liberadora, el menudeo de leyecitas es esclavizador. “Sólo una cosa es necesaria”, había dicho Jesús, y nosotros imponemos muchas más. De una religión liberadora, a veces, sacamos un cumplimiento abrumador y esclavizante. Jesús no vino a destruir sino a clarificar y a culminar, a dar cumplimiento de la Ley en el amor.

Dios vive en el corazón de cada persona y ahí hay que buscarle, dentro de uno mismo y de los demás. Y que las manifestaciones externas sean creadoras de un clima propicio para la búsqueda y el encuentro de ese Dios interior.

Al final, con la última frase del evangelio: “todas estas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro”, no queda sino preguntarnos ¿qué sale de nuestro corazón? ¿cómo vemos a los demás?

Fr. Carmelo Preciado, OP
preciado@dominicos.org


21. AGUSTINOS 2003

MEDITACIÓN: "El problema puede está dentro de nosotros"


El Evangelio de San Marcos estaba dirigido principalmente a cristianos que venían del paganismo. Por eso San Marcos explica en el comienzo del pasaje del evangelio de hoy las costumbres judías, que los paganos no conocían, para que pudieran comprender las palabras del Señor.

El lavado de las manos y las purificaciones que hacían los judíos antes de comer no era solamente una cuestión de higiene para ellos, sino que tenía un significado religioso: era un símbolo de la pureza moral con la que hay que acercarse a Dios.

En el Salmo 24 se dice:

“¿Quién subirá al monte de Yahvé y quién permanecerá en su lugar santo?

El hombre de manos inocentes, de corazón puro”

La pureza de corazón aparece como una condición necesaria para acercarse a Dios.

Pero los fariseos se habían quedado en lo exterior, y además habían aumentado la cantidad de ritos y su importancia.

En cambio, descuidaban lo fundamental: la limpieza del corazón, de la cual todo lo externo era solo una señal y un símbolo.

Cuándo los fariseos cuestionan que los discípulos coman sin antes lavarse las manos el Señor responde con energía:

“Hipócritas, ustedes dejan de lado el mandamiento de Dios, por seguir la tradición de los hombres”

La palabra hipócrita es de origen griego y designaba al actor que se vestía con una máscara y un disfraz y asumía una personalidad ajena a la suya. Fingía ante el público ser otro, frecuentemente muy alejado a la realidad. Unas veces representaba un rey, otras un mendigo o un general. Le bastaba con ocultar su propio ser detrás de la máscara y tomar cualidades y sentimientos postizos.

La forma propia de ser de muchos fariseos era la hipocresía porque actuaban para los hombres y no de cara a Dios. Su vida era tan falsa como la de los actores durante la representación. La mentira, la calumnia y la adulación van siempre juntas a la hipocresía.

La verdadera pureza que les reclama el Señor a los fariseos y a todos nosotros, - las manos inocentes del Salmo 24 - es algo más profundo que las manos lavadas. Debe comenzar por el corazón porque de él proceden los malos pensamientos, las codicias, las maldades, la deshonestidad, la envidia, la soberbia.

Las acciones del hombre se originan en el corazón.

Y si el corazón está manchado, el hombre entero queda manchado.

La impureza lleva a la sensualidad, a las ansias desmedidas de los bienes materiales, a mirar a los demás con desconfianza, con mala intención, al rencor. Las obras externas quedan marcadas por lo que hay en el corazón. Muchas faltas externas de caridad con nuestro prójimo tienen su origen en rencores depositados en el fondo del alma, que debieron ser cortados cuando recién aparecieron!

Jesús rechaza la mentalidad de los fariseos que se escondía detrás del cumplimiento de las normas exteriores, y nos enseña a amar la pureza de corazón, que nos permitirá ver a Dios en medio de nuestras tareas.

Nosotros no debemos lavar las manos y los platos, y mantener manchado el corazón. La pureza del alma tiene que ser buscada con empeño, apoyándonos en la gracia de Dios.

La virtud opuesta a la hipocresía, que el Señor les reprocha a los fariseos, es la sinceridad. La antitesis de un hipócrita, es un hombre sin doblez. La falta de veracidad que se manifiesta en la mentira o en la hipocresía, o en la falta de “unidad de vida”, revela una fractura en la personalidad humana. El testimonio que el Señor manifestó acerca de Natanael , indicando que era un israelita sin doblez, es lo mas alto que se puede decir de un hombre: “en él no hay doblez; es de una sola pieza” eso mismo debería poder decirse de cada uno de nosotros, de cada cristiano.

Vivimos en un tiempo en el que la virtud de la sinceridad tiene un gran prestigio. Pero, lamentablemente se confunde con frecuencia el ser sincero, con decir cualquier cosa, en cualquier oportunidad, y a quien sea. Es así como, con total desparpajo, aparece en un medio de prensa alguien que insulta, que calumnia o que difama. Gente que sin ningún pudor, alegando una falsa sinceridad, ataca las buenas costumbres y hace apología de cualquier tipo de aberración. La sinceridad en el hablar tiene que estar acompañada siempre de la prudencia, por la caridad y por la humildad.

Debido al prestigio por el que atraviesa la virtud de la sinceridad, cuando en un reportaje se le pregunta a un personaje público cual es su mayor defecto es común escuchar respuestas como estas: que soy excesivamente sincero, que creo en la honradez de los demás, que soy ingenuo, que dejo llevar por el corazón, que no se pensar en mí mismo. Difícilmente se va a oír a alguien responder: soy envidioso, soy levemente corrupto, miento por vicio, robo latas en el supermercado. Para oír algo como esto se necesitaría de alguien que sea verdaderamente sincero.

La sinceridad tiene buena reputación, sin embargo eso no significa que sea bien practicada. Así como hay virtudes menospreciadas por que nos se las entiende, como el pudor, la obediencia, otras son muy estimadas, probablemente por la misma razón. No se puede confundir la sinceridad, pensando en que consiste en decir lo que se piensa, sin pensar lo que se dice. No se trata de hablar a rienda suelta todo lo que uno siente. Con este criterio, escupir, ladrar o bostezar serían manifestaciones de profunda sinceridad, mientras que peinarse, dar las gracias, sonreír o estrechar las manos serían síntomas de hipocresía.

Pidamos a la Virgen María que nos ayude a comportarnos de tal forma en nuestra vida, que siempre pueda decirse de nosotros las palabras que Jesús dijo de Natanael, he aquí un cristiano sin doblez.


RECURSOS PARA LA HOMILÍA


Nexo entre las lecturas
¿En qué consiste la religión auténtica? ¿Cuál es el culto verdadero? A estas preguntas responden las lecturas del domingo vigésimo segundo del tiempo ordinario. La primera lectura responde que la religión auténtica consiste en cumplir fielmente todos los mandamientos del Decálogo. Jesucristo, en el evangelio, enseña que la Palabra de Dios (Sagrada Escritura) está por encima de las tradiciones y leyes humanas. Por tanto, la verdadera religión está en el corazón del hombre, que escucha y pone en práctica la Palabra de Dios. Santiago en su carta nos dirá que la religión pura e intachable ante Dios consiste en el amor al prójimo, especialmente a los más necesitados.


Mensaje doctrinal

1. Escuchar y hacer la palabra. La lengua hebrea no distingue entre palabra y hecho. Y por eso no se puede separar el escuchar del hacer, ni el hacer del escuchar. El Decálogo es llamado "las diez palabras" que hay que escuchar y poner en práctica. Esas diez palabras, que resumen toda la legislación mosaica, las "ha pronunciado" Dios para bien de su pueblo y, por tanto, poseen unas características propiamente divinas. Mientras que los otros pueblos se rigen por leyes y preceptos surgidos de la sabiduría y de la voluntad humanas, el Decálogo goza de la sabiduría del mismo Dios. ¿Cuáles son algunas de esas características divinas? 1) Las diez palabras son inmutables. Nada puede sustraerse a ellas y nada ser añadido. Son palabras de Dios "pronunciadas" para que el hombre viva; y el hombre vive cuando tiene unos puntos de referencia fijos, no sometidos a los cambios históricos. 2) En las diez palabras se compendia la sabiduría con la que Dios ha dotado a Israel a los ojos de los demás pueblos. Una sabiduría nada teórica, sino que envuelve la vida y la penetra en todas sus expresiones. Esas diez palabras continúan siendo hasta nuestros días alma del pueblo de Israel y alma de las comunidades cristianas. La auténtica religión y el verdadero culto consisten en escuchar y hacer la Palabra.

2. Mandamiento de Dios versus tradiciones humanas. En polémica con los fariseos y escribas Jesús les echa en cara algo sumamente grave: "Dejando el precepto de Dios, os aferráis a la tradición de los hombres". No es que Jesús rechace las tradiciones de Israel. No se trata de rechazarlas sino de ponerlas en el lugar que les corresponde en el designio de Dios y en el marco de una religión auténtica. Las tradiciones son buenas cuando no apartan del Decálogo ni se oponen a él, sino que nacen como ramas nuevas del mismo árbol del Decálogo. Si en cambio nacen de situaciones meramente circunstanciales o de una voluntad humana rigurosa y estrecha, habrá que afirmar que esas tradiciones son caducas y perecederas. El gran error de los fariseos y escribas es querer conservar a toda costa un gran cúmulo de tradiciones de los antepasados, no sólo atosigando las conciencias del pueblo judío, sino incluso contradiciendo con ellas los principios inmutables y sapientísimos del Decálogo. La verdadera religión es aquélla que pone la Palabra de Dios por encima de las costumbres y usos de los hombres.

3. La palabra de la verdad. La Palabra de la verdad es la revelación de Dios contenida en la Escritura y que el Señor ha sembrado en el corazón de cada uno de los creyentes. El cristiano ha de ser dócil a esta Palabra, de modo que no sólo la escuche sino que la ponga en práctica. ¿Cuál es esa Palabra de verdad? Fundamentalmente el amor a Dios y el amor al prójimo, corazón de la verdadera religión cristiana. Quien cumple esa Palabra de verdad alcanzará la salvación de Dios. El hombre ha de ser muy sincero consigo mismo para no quedarse sólo de oyente, sino llegar a ser también practicante de esa Palabra. Hay que llegar a hacer la Palabra de la verdad. En eso consiste la verdadera religión a los ojos de Dios.


Sugerencias pastorales

1. Una religión del corazón. Hombre religioso es aquél que se siente re-ligado por una relación dialogal con la divinidad. Si el diálogo y la relación humana no puede ser puramente racional ni puramente sentimental, mucho menos el diálogo con Dios. Por eso, yo abogo por una religión del corazón, siendo éste el centro interior de la persona. El corazón, por tanto, visto no sólo como fuente de la afectividad, sino además como sede de la razón, de los sentimientos, de la voluntad, de la conciencia, de la decisión. En la religión del corazón es todo el hombre el que entra en comunicación con Dios: el que habla y escucha, el que es interpelado y responde, el que expresa sus experiencias íntimas y se siente acogido y comprendido. Quizás todavía quede en algunos cristianos huellas de jansenismo, y es necesario acabar con ellas. El cristianismo del futuro está pidiendo una religión del corazón, que llegue a ser el corazón de la religión. En tu experiencia personal, ¿es la religión católica una religión del corazón? ¿Es el culto cristiano un culto del corazón? En la vida litúrgica y sacramental de tu parroquia, ¿se tiene en cuenta esta dimensión integral de la religión, que comprende a toda la persona? Es mucho, muchísimo, lo que se puede hacer todavía para que la religión católica llegue a ser, en cada familia, en cada parroquia, en cada diócesis, en toda la Iglesia, una religión del corazón.

2. Autenticidad versus apariencia. La autenticidad debería ser el carnet de identidad de todo hombre, particularmente de todo cristiano. Pero, ¿qué significa ser auténtico? La respuesta depende de la concepción del hombre que se tenga. En una concepción cristiana, "auténtico" no es el que da curso libre a sus impulsos instintivos, sino el que es fiel a sí mismo y a la imagen del hombre integral que la razón y la fe dibujan en su conciencia. "Auténtico" es el hombre que se guía en su actuación por convicciones, el hombre cuya voluntad es movida siempre hacia su fin como persona humana y como hijo de Dios. En definitiva, ser auténtico se entiende como un ideal de ser uno mismo y no otro, no una máscara. En este sentido "auténtico" es quien no vive de apariencias, ni cifra en las apariencias su valor y su riqueza humana. En la educación de los niños y adolescentes conviene tener esto muy presente, porque, a causa de la televisión y otros medios informativos, es fuerte la atracción de las candilejas, de las pasarelas de modas; es grande la tentación del éxito fácil y deslumbrante, de la fama efímera pero gratificante. En breve, es fácil y tentador querer vivir de apariencias. Pregunta a los adolescentes, ellos y ellas, qué quieren ser de grandes y te darás cuenta, por las respuestas, de la fuerza seductora de las apariencias. ¿Qué vamos a hacer como cristianos para devolver autenticidad a la sociedad, a la educación?


22. CLARETIANOS 2003

No todo mandato o mandamiento es sabio. Hay mandatos que enloquecen los sistemas, deterioran a las personas. Una mala orden puede hacer mucho mal. Una mala obediencia propaga el mal. Y es que quienes elaboran los mandatos no siempre se dejan llevar por la justicia o por la voluntad misteriosa de Dios.

Una mala orden en el ámbito informático puede bloquear un ordenador. Todas las mediaciones se tornan entonces agentes del bloqueo. Una legislación perversa puede contaminar y pervertir a toda una sociedad. Hay grupos sociales en los que se imponen las normas de los poderosos, de los grupos de interés. Por eso, a veces la aplicación de las leyes es una forma aparentemente ética de favorecer imperios perversos. Y bien sabemos que lo diabólico es siempre presentado en vestidura angélica y luminosa.

El pueb lo de Israel estába orgulloso de su sistema legistlativo, de sus leyes. Proclamaba a través de sus legisladores y profetas que esos mandatos vbenían de Dios y estaban llenos de sabiduría. Es cierto que a todo sistema le interesa presentar sus mandamientos o leyes como sancionados por la voluntad divina. Con todo, Israel, que se reconocía el más pequeño de los pueblos, tenía una experiencia extraordinariamente intensa de la presencia de Dios en su historia. Por eso, escuchaba, oía la voluntad más profunda de Dios. Consideró a Moisés, amigo íntimo de Dios, y a todos los que actuaron como Moisés, como mediadores de la voluntad divina, plasmada posteriormente en una justísima y santísima legislación: tus mandamientos son sabios.

Jesús abordó este tema. Para Jesús la sabiduría no está en los mandamientos exteriores, sino en las mociones interiores del Espíritu. No mancha al ser humano lo que viene de afuera, sino lo que surge en el interior del corazón humano. El corazón puede ser interiormente movido por una "mala ley", por "malos espíritus" que secretamente actúan. Los malos espíritus, o los malos pensamiento (tal como decía Evagrio), o los pecados capitales, establecen en nuestro interior -si no estamos alerta- un imperio de mandatos de deben ser obedecidos y que nos deterioran siempre más. Quien tiene dentro la raíz de la soberbia o de la lujuria, ¿no experimenta cómo se le imponen los mandatos que le llevan a activar soberbia y lujuria? Quien en cambio, se deja habitar y llevar por el Espíritu Santo, descubre dentro de si una potencialidad nueva: una nueva ley, la ley que lo libera, la ley de la libertad. Las virtudes del Espíritu, cuando se activa, recrean al ser humano y su entorno. Es dentro, en el corazón, donde habita la fuente de la mejor legalidad. "Ama y haz lo que quieras", decìa san Agustín. Entendió perfectamente que la ley del amor envía mandatos a la conciencia, al corazón, al cuerpo... y todo lo consagra con su presencia.

Por eso, quien se deja habitar y conducir por el Espíritu del Amor, que es el Espíritu de amor, escucha y obedece los mandamientos sabios de Dios. La falta de Espíritu hace necesarios los mandamientos exteriores, para que funcione la sociedad. La ley interior, la ley de la libertad, conduce a la sociedad hacia posibilidades inéditas, hacia la auténtica utopía. Estemos muy atentos para que el "Escucha, Israel", aplicado a nuestro vida, tenga siempre como objetiva, seguir la voz del Espíritu


23. INSTITUTO DEL VERBO ENCARNADO

COMENTARIOS GENERALES

 Primera lectura: Deuteronomio 4, 1-2. 6-8:

En este discurso, que se pone en boca de Moisés, se contiene una exhortación cálida a la fidelidad y obediencia a la Alianza pactada en el Sinaí y a sus leyes:

- “No añadiréis nada a lo que os mando ni nada quitaréis, sino que guardaréis los preceptos de Yahvé, vuestro Dios, tal como os los prescribo” (2).

- A esta obediencia y fidelidad están condicionadas todas las promesas de Dios a Israel: “Para que viváis y entréis en posesión de la tierra que Yahvé os da” (1). Esta fidelidad los hará Pueblo de Dios, “Testigo” de Dios a los ojos de todas las naciones. La mejor apología del Dios de Israel serán ellos mismos si son fieles a Dios: “¡Qué pueblo tan sabio e inteligente! ¡Qué grande nación!” (6).

- Bien que la Nueva Alianza es de Espíritu y no de “Ley”, no quiere esto decir que podemos vivir nuestras relaciones con Dios a nuestro capricho. San Pablo, el abanderado de la Libertad con que Cristo nos ha rescatado de la servidumbre de la Ley Mosaica, dice: “Yo, que no estoy sin la Ley de Dios, pues me liga la Ley de Cristo...” (1 Cor 9, 21). Y San Pedro, con no menor precisión: “Comportaos como libres; pero no convirtáis la libertad en un velo que encubra la maldad. Vivid como siervos de Cristo” (1 Pe 2, 16). Vivir en la Ley de Cristo, vivir como siervos de Cristo exige amoldarse a las normas que nos prescribe la Iglesia de Cristo. Paulo VI lamenta: “Las enfermedades que sufre hoy la Iglesia son principalmente debidas a la contestación tácita o pública de su autoridad; es decir, de la confianza, de la unidad, de la armonía, de la unión en la verdad y en la caridad según la cual Cristo la ha concebido e instituido y la tradición la ha desarrollado y transmitido para nosotros” (3-XII-1969). Y rechaza la doctrina de quienes, defensores de una Iglesia carismática a su talante, se desentienden de la Iglesia institucional: “Como si la Iglesia comunitaria y jerárquica, visible y responsable, organizada y disciplinada, apostólica y sacramental fuese una expresión del cristianismo ya superada” (24-VIII-1968). Quien rompe la alianza con la Iglesia la rompe con Cristo. Que el misterio de este Sacramento realice plenamente su virtud: Nos una a Cristo y a su Iglesia (Sup. Oblata).

Segunda Lectura: Santiago 1, 17-18. 21-22. 27:

Santiago, muy empapado en las enseñanzas de la Escritura, nos las recuerda a los cristianos, pero iluminadas y enriquecidas con los valores que ha aportado el Evangelio:

- Lo que Dios nos dice en el v 17 se acerca mucho a aquellas definiciones de San Juan: “Dios es Luz”, “Dios es Padre”, “Dios es Amor”. Santiago nos define a Dios como: “Dador de toda dádiva buena y de todo don perfecto. Como Luz: Luz sin alternativas, sin variación, sin ocaso. Luz Creador de toda luz. Por tanto: Inter mundanas varietates ibi nostra fixa sint corda ubi vera sunt gaudia. Asimismo Dios es: “Padre que por amor nos engendra. Con ello somos entre todas sus creaturas las primicias de su amor, sus predilectos, sus hijos” (18). Ya en la Antigua Alianza es llamado Israel “hijo de Dios”: “Has abandonado la Roca que te creó, has olvidado al Dios que te engendró” (Dt 32, 18). Pero en la Nueva Alianza las realidades de regeneración, renacimiento, filiación, se aplican a la vida sobrenatural que cada creyente recibe de Dios. La filiación es real, plena: Una semel hostia, Domine, adoptionis tibi populum acquisisti (Super Oblata).

- A este amor de Dios que nos engendra respondemos nosotros con la “Fe”: “Nos engendró por la fe en la Palabra de la verdad” (18); es decir, por la fe en el Evangelio de Cristo. Es la Fe la que lo acepta, lo acoge, como semilla divina. “Semilla que plantada en el alma es poderosa para salvaros” (21). En esto el “Evangelio” supera a la vieja “Ley”. El “Evangelio” es llamado por Santiago: Palabra de vida, Palabra salvadora, Palabra sembrada en el alma, Ley perfecta, Ley regia, Ley de libertad, en oposición a la Ley Mosaica, que era imperfecta y sólo preparaba a la Gracia de Cristo.

- Santiago insiste en que la Fe auténtica es “operativa”; debe traducirse en vida, en obras. “Sed ejecutores de la Palabra; y no meros oyentes que os engañáis a vosotros mismos” (22). Y así concuerda con lo que reiteradamente nos avisan los Evangelistas: Mt 7, 24; Lc 47; Jn 13, 17. Como asimismo Pablo, el predicador de la fe, que justifica: “Que no los que oyen la Ley son justos ante Dios, sino los que cumplen la Ley serán justificados” (Rom 2, 13). No olvidemos, con todo, que en la Nueva Alianza la “Ley” está escrita en los corazones por el Espíritu Santo, “el dedo de la diestra del Padre”.

Evangelio: Marcos 7, 1-8:

Los fariseos no pueden comprender que la Ley Mosaica, escrita en piedras, el Mesías va a suplantarla por la Ley del Espíritu, escrita en los corazones:

- Unos escribas venidos de Jerusalén para espiar a Jesús en su predicación y en su conducta encuentran inmediatamente un motivo de acusación: Los discípulos de Jesús no cumplen con los lavatorios impuestos. Los rabinos y puritanos fundaban estas prácticas en la Ley Mosaica. Dado que según la Ley (Lev 5, 2) todo contacto con un objeto impuro manchaba, antes de comer todo judío piadoso cumplía con las lociones rituales (Jn 2, 6). ¿Con qué derecho no exige Jesús a los suyos la práctica de tan piadosa tradición? (5).

- Jesús aprovecha aquel lance para dar una de sus más interesantes lecciones: La pureza y la impureza están en el corazón. Convertir el culto de Dios en rutinas exteriores es hipocresía (7).

- En la Iglesia primitiva hubo el grupo de los “Judaizantes” (fariseos convertidos a la fe cristiana), que querían imponer la práctica de las leyes Mosaicas: circuncisión, purificaciones rituales, alimentos puros e impuros, etc. Era la supervivencia del formulismo religioso. Jesús deja resuelta esta cuestión (v 20); y Pedro la acabará de comprender con la visión de Jope (Act. 10, 9-22).

*Aviso: El material que presentamos está tomado de José Ma. Solé Roma (O.M.F.),"Ministros de la Palabra", ciclo "B", Herder, Barcelona 1979.

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 CATENA AUREA

Pseudo-Crisóstomo

No considerando los judíos más que la purificación corporal, según la ley, y protestando contra esto, quiere el Señor introducir lo contrario. "Entonces, llamando de nuevo la atención del pueblo, les decía: Escuchadme", etc. "Nada de afuera que entra en el hombre puede hacerlo impuro, mas la cosas que proceden o salen del hombre, esas son las que dejan mácula en el hombre", es decir, lo hacen impuro. Las cosas que son de Cristo se consideran, pues, que entran en el hombre; pero las que son de la ley se juzga que salen de él, y a éstas es a las que como corporales debía dar fin en breve la Cruz de Cristo.

Teofilacto

El Señor dice esto queriendo hacer ver a los hombres que las observaciones que da la ley sobre los alimentos se deben entender en sentido espiritual; por ello empieza a explicarles la intención de la ley.

Pseudo-Crisóstomo, vict. ant. e cat. in Marcum

Añade, pues: "Si hay quien tenga oídos para oír esto, óigalo". No declaraba de un modo terminante qué cosas eran las que procedían del hombre y las que lo manchaban, y por esto creyeron los apóstoles que lo dicho antes por el Señor significaba algo más profundo. "Después que se hubo apartado de la gente, y entró en casa, sus discípulos le preguntaban la significación de esta parábola", etc., pues llamaban a la parábola un discurso no claro.

Teofilacto

El Señor, los increpa primero: "Y El les dijo: ¡Qué! ¿También vosotros tenéis tan poca inteligencia?"

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 JUAN PABLO II

La Pureza

Un análisis sobre la pureza será un complemento indispensable y de las palabras pronunciadas por Cristo en el Sermón de la Montaña, sobre las que hemos centrado el ciclo de nuestras presentes reflexiones. Cuando Cristo, explicando el significado justo del mandamiento: “No adulterarás”, hizo una llamada al hombre interior, especificó, al mismo tiempo, la dimensión fundamental de la pureza, con la que están marcadas las relaciones recíprocas entre el hombre y la mujer en el matrimonio y fuera del matrimonio. Las palabras “'Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón” (Mt 5, 28) expresan lo que contrasta con la pureza. A la vez, estas palabras exigen la pureza que en el Sermón de la Montaña está comprendida en el enunciado de las Bienaventuranzas: “Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mt 5, 8).De este modo, Cristo dirige al corazón humano una llamada: lo invita, no lo acusa, como ya hemos aclarado anteriormente.

Cristo ve en el corazón, en lo íntimo del hombre, la fuente de la pureza pero también de la impureza moral en el significado fundamental y más genérico de la palabra. Esto lo confirma, por ejemplo, la respuesta dada a los fariseos, escandalizados por el hecho de que sus discípulos “traspasan la tradición de los ancianos, pues no se lavan las manos cuando comen” (Mt 15 ,2). Jesús dijo entonces a los presentes: “No es lo que entra por la boca lo que hace impuro al hombre; pero lo que sale de la boca, eso es lo que le hace impuro” (Mt 15, 11). En cambio, a sus discípulos, contestando a la pregunta de Pedro, explicó así estas palabras: “... lo que sale de la boca procede del corazón, y eso hace impuro al hombre. Porque del corazón provienen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los robos, los falsos testimonios, las blasfemias. Esto es lo que hace impuro al hombre: pero comer sin lavarse las manos, eso no hace impuro al hombre” (Cfr. Mt 15, 18-20; también Mc 7, 20-23).

Cuando decimos 'pureza', 'puro', en el significado primero de estos términos, indicamos lo que contrasta con lo sucio. 'Ensuciar' significa 'hacer inmundo', 'manchar'. Esto se refiere a los diversos ámbitos del mundo físico. Por ejemplo, se habla de una 'calle sucia', de una 'habitación sucia'; se habla también del 'aire contaminado'. Y así, también el hombre puede ser 'inmundo' cuando su cuerpo no está limpio. Para quitar la suciedad del cuerpo es necesario lavarlo. En la tradición del Antiguo Testamento se atribuía una gran importancia a las abluciones rituales, por ejemplo, a lavarse las manos antes de comer, de lo que habla el texto antes citado. Numerosas y detalladas prescripciones se referían a las abluciones del cuerpo en relación con la impureza sexual, entendida en sentido exclusivamente fisiológico, a lo que ya hemos aludido anteriormente (Cfr. Lev 1, 5). De acuerdo con el estado de la ciencia médica del tiempo, las diversas abluciones podrían corresponder a prescripciones higiénicas. En cuanto eran impuestas en nombre de Dios y contenidas en los Libros Sagrados de la legislación veterotestamentaria, la observancia de ellas adquiría, indirectamente, un significado religioso; eran abluciones rituales y, en la vida del hombre de la Antigua Alianza, servían a la pureza ritual.

Con relación a dicha tradición jurídico-religiosa de la Antigua Alianza se formó un modo erróneo de entender la pureza moral. Se la entendía frecuentemente de modo exclusivamente exterior y 'material'. En todo caso, se difundió una tendencia explícita a esta interpretación. Cristo se opone a ella de modo radical: nada hace al hombre inmundo 'desde el exterior' ninguna suciedad 'material' hace impuro al hombre en sentido moral, o sea, interior. Ninguna ablución, ni siquiera ritual, es idónea de por sí para producir la pureza moral. Esta tiene su fuente exclusiva en el interior del hombre: proviene del corazón. Es probable que las respectivas prescripciones del Antiguo Testamento (por ejemplo, las que se hallan en Lev 15, 16-24; 18, o también Is 1,5) sirviesen, además de para fines higiénicos, incluso para atribuir una cierta dimensión de interioridad a lo que en la persona humana es corpóreo y sexual. En todo caso, Cristo se cuidó bien de vincular la pureza en sentido moral (ético) con la fisiología y con los relativos procesos orgánicos. A la luz de las palabras de Mt 15, 18-20, antes citadas, ninguno de los aspectos de la 'inmundicia' sexual, en el sentido estrictamente somático, biofisiológico, entra de por sí en la definición de la pureza o de la impureza en sentido moral (ético).

El referido enunciado (Mt 15, 18-20) es importante sobre todo por razones semánticas. Al hablar de la pureza en sentido moral, es decir, de la virtud de la pureza, nos servimos de una analogía según la cual el mal moral se compara precisamente con la inmundicia. Ciertamente, esta analogía ha entrado a formar parte, desde los tiempos más remotos, del ámbito de los conceptos éticos. Cristo la vuelve a tomar y la confirma en toda su extensión: “Lo que sale de la boca procede del corazón, y eso hace impuro al hombre”. Aquí Cristo habla de todo mal moral, de todo pecado; esto es, de transgresiones de los diversos mandamientos, y enumera “los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los robos, los falsos testimonios, las blasfemias”, sin limitarse a un específico género de pecado. De ahí se deriva que el concepto de “pureza” y de “impureza” en sentido moral es ante todo un concepto general, no específico: por lo que todo bien moral es manifestación de pureza y todo mal moral es manifestación de impureza.

El enunciado de Mt 15, 18-20 no restringe la pureza a un sector único de la moral, o sea, al conectado con el mandamiento “No adulterarás” y “No desearás la mujer de tu prójimo”, es decir, a lo que se refiere a las relaciones recíprocas entre el hombre y la mujer, ligadas al cuerpo y a la relativa concupiscencia. Análogamente podemos entender también la Bienaventuranza del Sermón de la Montaña dirigida a los hombres “limpios de corazón”, tanto en sentido genérico como en el más específico. Solamente los eventuales contextos permitirán delimitar y precisar este significado.

El significado más amplio y general de la pureza está presente también en las Cartas de San Pablo, en las que gradualmente individuaremos los contextos que, de modo explícito, restringen el significado de la pureza al ámbito 'somático' y 'sexual', es decir, a ese significado que podemos tomar de las palabras pronunciadas por Cristo en el Sermón de la Montaña sobre la concupiscencia, que se expresa ya en el 'mirar a la mujer' y se equipara a un 'adulterio cometido en el corazón' (Cfr. Mt 5, 27-28). San Pablo no es el autor de las palabras sobre la triple concupiscencia.

Como sabemos, éstas se encuentran en la primera Carta de San Juan. Sin embargo, se puede decir que, análogamente a esa que para Juan (1 Jn 2, 1617) esa contraposición en el interior del hombre entre Dios y el mundo (entre lo que viene 'del Padre' y lo que viene 'del mundo') contraposición que nace en el corazón y penetra en las acciones del hombre como “concupiscencia de los ojos, concupiscencia de la carne y soberbia de la vida”, San Pablo pone de relieve en el cristiano otra contradicción: la oposición y juntamente la tensión entre la “carne y el espíritu” (escrito con mayúscula, es decir, el Espíritu Santo): “Os digo pues: andad en Espíritu y no deis satisfacción a la concupiscencia de la carne. Porque la carne tiene tendencias contrarias a las del Espíritu, y el Espíritu tendencias contrarias a las de la carne, pues uno y otro se oponen de manera que no hagáis lo que queréis” (Gal 5, 16-17). De aquí se sigue que la vida 'según la carne' está en oposición a la vida 'según el Espíritu'. “Los que son según la carne sienten las cosas carnales; los que son según el Espíritu sienten las cosas espirituales” (Rom 8, 5). En los análisis sucesivos trataremos de mostrar que la pureza la pureza de corazón, de la que habló Cristo en el Sermón de la Montaña se realiza precisamente en la 'vida según el Espíritu'.

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DR. D. ISIDRO GOMÁ Y TOMÁS

 

La pureza legal. Discute Jesús con unos escribas y fariseos

Explicación. — El episodio que vamos a comentar, como el hecho de la multiplicación de los panes, de la tempestad calmada y del discurso de Cafarnaúm, ocurrieron en las inmediaciones de la Pascua, la tercera de la vida pública de Jesús. No subió este año el Señor a Jerusalén para celebrarla, según costumbre; tanto había crecido el odio de los principales judíos contra él, que le buscaban para matarle: no debía Jesús presentarse aún espontáneamente a sus enemigos. Por ello se entretuvo recorriendo la Galilea, particularmente la región de Genesaret: “Después de esto andaba Jesús por la Galilea, pues no quería andar por la Judea, porque los judíos le buscaban para matarle”. Pasada ya probablemente la gran fiesta, tal vez comisionados por el Sinedrio para hacer indagatoria sobre la doctrina de Jesús, como otro tiempo lo hicieron con el Bautista (Ioh. 1, 19), vinieron a la Galilea unos escribas y fariseos, con los que sostiene Jesús la siguiente discusión sobre la pureza legal.

PREGUNTA IMPERTINENTE DE LOS ESCRIBAS Y FARISEOS (1.2). — “Entonces se llegaron a él unos escribas y fariseos de Jerusalén”. Lléganse a Jesús, mientras obra estupendos prodigios, no para convertirse a él, sino para atacarle, a él personalmente o en la persona de sus discípulos si observan algo digno de reprobación, en las palabras o en los hechos. La visita, según se deduce del texto griego, no debía ser rápida, sino que se iba a entablar una como inquisición sobre Jesús, tanto había crecido su fama. Pero nada ven en él vituperable sino que algunos discípulos infringen un precepto impuesto desde no mucho tiempo por los doctores de la ley: “Y cuando vieron a algunos de sus discípulos comer con manos inmundas, esto es, sin habérselas lavado, lo vituperaron”.

Las abluciones de manos eran frecuentísimas y minuciosas entre los judíos. No era esto un mal, porque les acostumbraba a los hábitos de limpieza e higiene. El abuso estaba en lo ridículo de estos lavatorios y en la carga insoportable que eran estas prácticas las conciencias. «Quien come el pan sin lavarse las manos, peca igual que si se juntara a una meretriz»; «Quien no lava sus manos después de comer, es igual que si perpetrara un homicidio», dice el Talmud. Sobre el féretro del rabino Eleazar, que había sido negligente en estas prácticas, se colocó una gruesa piedra, para significar que se había hecho acreedor a la lapidación.

En el concepto de los escribas y fariseos que, como tales y en virtud de funciones inquisidoras, debían defender la rigidez de las prácticas legales, la falta de los discípulos del Señor es gravísima. Y a él se dirigen para depurar responsabilidades, diciendo: “¿Por qué tus discípulos traspasan la tradición de los antiguos? Pues no se lavan las manos cuando comen pan”. Marcos, que escribía para los cristianos de Roma, nos da una serie de detalles sobre las abluciones, que concuerdan con las prescripciones del Talmud: “Porque los fariseos y todos los judíos, si no se lavan las manos muchas veces, no comen, siguiendo la tradición de los antiguos: y cuando vuelven de la plaza, no comen, si antes no se bañan; y guardan muchas cosas que tienen por tradición: lavatorios de vasos y de jarros, y de vasijas de metal, y de lechos”, es decir, el maderamen de los divanes donde se reclinan para comer.

La acusación que ante Jesús hacen escribas y fariseos contra sus discípulos es de carácter general y en materia gravísima. Era la tradición para los judíos algo aun más intangible que la misma ley. La integraban una serie de prácticas, estatuidas por el cuerpo de escribas, para garantir la pureza y la observancia de la ley. Hacia el siglo II de nuestra era, fueron recogidas estas prácticas en las enormes compilaciones del Talmud: «Quien peca contra la ley mosaica, decían los doctores, puede lograr su perdón; pero quien se rebela contra la decisión de los doctores, es digno de muerte». Todo ello justifica la gravedad de la imputación concreta que los adversarios de Jesús hacen a sus discípulos. Pero en realidad el ataque va contra el mismo Jesús: porque ¿cómo puede ser un profeta, ni siquiera un justo, quien consiente tales transgresiones a sus discípulos?

RESPUESTA DE JESÚS (3-9). — Es un irrefutable argumento ad hominem, calcado en los mismos moldes que el de sus contrarios. Primero, una imputación de carácter general, mucho más grave que la que hicieron ellos a sus discípulos: “Mas él, respondiendo, les dijo: Y vosotros ¿por qué traspasáis el mandamiento de por vuestra tradición?” No justifica ni condena Jesús la conducta de sus discípulos; no aprueba ni desdeña las tradiciones judías: no quiere entablar cuestión sobre ello; sino que a una denuncia responde con otra mucho más grave: si sus discípulos han pecado, ha sido contra la tradición establecida por los hombres; pero ellos pecan directamente contra la ley de Dios.

Confirma luego su acusación general con un ejemplo de alto relieve: Pues Dios dijo: Honra a tu padre y a tu madre; y quien maldijere al padre o a la madre, muera de muerte (Ex. 20,12; 21, 17; Deut. 5,16). El precepto de la ley es terminante: el hijo viene obligado, bajo pena de muerte, a honrar a su padre y a su madre, dándoles de lo suyo lo que para su sostén necesiten. Pero los escribas subvierten la ley, hasta el punto de hacer sacrílegos a los padres que reclaman este derecho que la voluntad de Dios les concede: Mas vosotros decís: Quien dijere a su padre o a su madre: Ofrenda, «corban», hice a Dios de cuanto mío te pudiera aprovechar, éste ya no tendrá que honrar a su padre y a su madre. Es decir: ¡Oh padre y madre! Lo que os debo por prescripción de la ley de Dios, y que podría aprovecharos, lo he consagrado ya a Dios. Esta consagración, llamada ofrenda o «corban», palabra aramaica que significa ofrenda, hacía intangible el don hecho a Dios, y era un sacrílego quien pusiera sobre ello sus manos, aunque fue sen los mismos padres. Así quedaban burlados la ley y los padres por artificio legal de los escribas: Ya habéis hecho vano el mandamiento de Dios por vuestra tradición.

Después de la aplastante demostración, ningún epíteto podía salir mejor de los labios de Jesús que el de ¡Hipócritas!, con que estigmatiza el Señor a sus adversarios. Hipócrita es el que hace lo contrario de lo que dice o defiende. Los defensores de la ley son, en este caso, sañudos enemigos de la misma ley. Y luego les aplica Jesús unas palabras que Isaías dijo a los judíos de su tiempo, cuyo espíritu han heredado los actuales escribas: Bien profetizó de vosotros Isaías, como está escrito, diciendo: “Este pueblo con los labios me honra; mas el corazón de ellos lejos está de mí” (Is. 29,13). Lejos está de Dios el corazón que se resiste a hacer su voluntad, como el de los escribas, que la frustran: Y en vano me honran enseñando doctrinas y mandamientos de hombres; esto es, han suplantado mi voluntad por preceptos humanos contrarios a los míos, siendo por ello falso el honor que pretenden tributarme. Y hunde más Jesús el clavo de su raciocinio en el corazón soberbio de sus adversarios, y lo remacha enumerando las minucias de sus preceptos, que anteponen a la ley de Dios: Porque dejando el mandamiento de Dios, os cogéis a la doctrina de los hombres: el lavar de los jarros y de los vasos; y hacéis otras muchas cosas semejantes a éstas. Es decir, que anteponen sus invenciones a la ley de Dios, y luego llegan al desprecio de la misma ley divina. Han venido para acusar a Jesús y son ellos los condenados ante el pueblo, que oiría estupefacto la palabra libérrima y triunfante del Señor.

LA VERDADERA PUREZA (10-11). — Escribas y fariseos quedaron confundidos ante la argumentación irrefragable de Jesús. Fue entonces cuando el Señor llama a la multitud, que respetuosa se había retirado para ceder el lugar a los escribas, y les llama la atención sobre una sentencia que va a pronunciar y que encierra gravísimo sentido moral: “Y habiendo otra vez llamado a sí a las gentes, les dijo: Oídme todos, y entended”. He aquí el grave principio sobre la verdadera pureza de vida: “No ensucia al hombre lo que, estando fuera del hombre, entra en la boca”. Siendo todo manjar criatura de Dios, ni el manjar mismo, ni menos la manera de tomarlo, pueden hacer al hombre inmundo ante Dios; en todo caso la impureza vendrá de la transgresión del precepto legítimo, no de una minucia farisaica, como pecaron Adán y Eva, como pecan los intemperantes y los infractores de las leyes de la Iglesia: “Mas lo que sale de la boca, eso ensucia al hombre”; lo que sale de la boca es la manifestación del corazón malvado, y es la revelación de la inmundicia interior y espiritual: esto es lo que coinquina al hombre y le hace indigno del trato de Dios. Y levantando la voz, hincaba Jesús la frase en el corazón de sus oyentes, diciendo: “Quien tenga oídos para oír, oiga”. Era la que acababa de enseñar una doctrina emancipadora de las conciencias, que convenía retener, y en cuyo contenido moral se debía ahondar.

PLÁTICA DE JESÚS CON SUS DISCÍPULOS (12-20). — Confundidos sus adversarios y adoctrinadas las turbas, dejó Jesús a la gente y entró en casa, probablemente la de Cafarnaúm en que se hospedaba. Entretanto, recogían sus discípulos las impresiones de los interlocutores de Jesús, que le transmiten luego: Entonces, habiendo entrado en la casa, dejada la gente, acercándose sus discípulos, dijéronle: ¿Sabes que los fariseos se han escandalizado cuando han oído esta palabra? Refiérense sin duda al apotegma moral que acaba de sentar Jesús; quizás los mismos discípulos han recibido su parte de escándalo de una doctrina tan abiertamente contraria a las costumbres del pueblo judío. Jesús responde en forma autoritaria, claramente condenatoria de sus enemigos, que serán por su Padre eliminados del magisterio de su pueblo: “Mas él, respondiendo, dijo: Toda planta que no plantó mi Padre celestial, arrancada será de raíz”. Y luego, para dar firmeza a los fluctuantes espíritus de los discípulos, les dice con energía: “Dejadlos, ciegos son y guías de ciegos”; son ciegos porque cierra los ojos a la luz del Cristo de Dios; son guías de ciegos porque el pueblo está aferrado a sus doctrinas. La consecuencia es tremenda: “Y si un ciego guía a otro ciego, entrambos caen en el hoyo”, que es el abismo del error y de la mala vida.

Estas graves palabras de Jesús contra sus adversarios no sosiegan la conciencia de sus discípulos, perturbada por el aforismo moral del Señor, contrario a las abluciones legales. Por ello Pedro, cabeza de todos y que hablaba en nombre de todos, le pide a Jesús una aclaración del principio moral propuesto en forma figurada: “Y respondiendo Pedro, le dijo: Explícanos esta parábola”.

Jesús reprende, primero, a sus discípulos por lo tardío de su inteligencia, después de tanto tiempo de tratar con él: Y dijo Jesús: “¿También vosotros sois aún sin entendimiento?”. Con ello acucia su para que penetren el sentido del aforismo, y luego así se lo explica: “¿No comprendéis que toda cosa que desde fuera entra en la boca, no puede hacer inmundo al hombre, por que no entra en su corazón, sino que va al vientre, y es echado en un lugar secreto, purgando todas las viandas?”. Es decir, todo alimento es bueno, como criatura de Dios; si no atraviesa un precepto divino o eclesiástico que interese el entendimiento y la voluntad del que come, el manjar no mancilla al hombre, porque no entra en juego su espíritu: hace su natural camino hasta que se separa, echándolo fuera, lo inútil de lo útil para el organismo.

“Mas lo que sale de la boca, del corazón sale, y esto ensucia al hombre”. El corazón, en el lenguaje de 1a Biblia, es el alma, el entendimiento y la voluntad, como centro de la vida espiritual; por ello es la fuente de donde mana todo acto criminal del hombre: el pensamiento y la voluntad se desvían de la ley de Dios, y de forman la vida: “Porque del corazón salen los pensamientos malos”, origen toda acción mala, “homicidios, adulterios, fornicaciones, hurtos, falsos testimonios, blasfemias, ambiciones, maldades, dolos, deshonestidades, envidia, soberbia, locura”, es decir, toda suerte de extravagancias pecaminosas.

Recapitula Jesús y acentúa la doctrina que acaba de exponer: “Todas estas cosas malas son las que salen de adentro y manchan al hombre”. Y termina por donde empezaron los escribas su acusación: “Mas el comer con las manos sin lavar, no ensucia al hombre”; será ello incultura personal, no pecado.

Lecciones morales. — A) v. 2. — “¿Por qué tus discípulos traspasan la tradición de los antiguos?” Aparece aquí con todo su relieve el espíritu farisaico, material, ritualista, tan complicado en las prácticas exteriores de la religión como vacío del verdadero espíritu. La religión verdadera es en espíritu y verdad, como dice el mismo Jesús (Ioh. 4, 23); todo acto externo de religión debe ser como la floración de un acto interno, solidario del acto externo; un rito vacío de verdad, de sentimiento, de atención, de intención, de poco sirve. Y aun puede ser nocivo, como lo eran estas prácticas farisaicas de las abluciones múltiples y minuciosas, cuando se les da un alcance moral que no tienen o cuando son una sobrecarga para los espíritus.

B) v. 3. — “Y vosotros, ¿por qué traspasáis el mandamiento de Dios por vuestra tradición?” — Jesús, dice el Crisóstomo, no excusa a sus discípulos, sino que reacusa rápidamente a sus adversarios, demostrando con ello que 1os que cometen grandes pecados no tienen derecho a señalar y reprender las pequeñas faltas de los demás. Es ésta grave lección para quienes, como los escribas, tienen el deber de celar por la observancia de la ley; los pecados propios les atan las manos para la corrección de los ajenos.

C) v. 5 — “Quien dijere a su padre o a su madre...” — Según la interpretación talmúdica, el hijo que pronunciaba sobre sus propios bienes la palabra sacramental «Corban», que equivale a «ofrenda a Dios», no venía obligado a socorrer con ellos a sus padres; ni éstos podían, sin un sacrilegio, dice San Jerónimo, tocar los bienes ofrendados del hijo; antes debían perecer de inedia. En lo que aparece la crueldad y el egoísmo de aquellos malos legisladores que, con pretexto del templo y de Dios, derivaban los bienes de los hijos para el provecho de los sacerdotes, a cuya clase pertenecían la mayor parte, autorizando la infracción de un precepto divino y natural, como es el del honor y auxilio a los padres. Para que aprendan los superiores y legisladores a no favorecer la injusticia, cegados como pueden estar por el propio interés o conveniencia, que puede llevarles al abuso de la autoridad y de la fuerza.

D) v. 11. —“No ensucia al hombre lo que entra en la boca...” — Si es así, ¿por qué el Apóstol prohíbe comer de las mesas de los ídolos (1 Cor. 8, 7-10), y por qué la Iglesia nos manda abstenernos de ciertos manjares en determinados días? Porque la invocación del demonio hace inmundos los manjares idolátricos, que a su vez contaminan espiritualmente a quienes los comen con conciencia idolátrica. Cuanto a los manjares vedados por la Iglesia, en su naturaleza o en su cantidad, no es el alimento lo que coinquina al hombre, sino el menosprecio de la ley que lo prohíbe. Como no hay pecado sin voluntad, así no puede haber contaminación por un manjar si no entra en juego una ley, que es la que regula la voluntad.

E) v. 13. — “Toda planta que no plantó mi Padre celestial, arrancada será de raíz”. — No quiere, Dios en su campo, que es la Iglesia, como antiguamente era la Sinagoga, haya nada plantado por otro que no sea Él, o por otros inspirados de Él. «Plantó Pablo, regó Apolo, y Dios dio el crecimiento» (1 Cor. 3, 6). Aunque no fue Dios en este caso quien plantó, pero fue en el espíritu de Dios que Pablo plantó, y vino la ayuda de Dios que dio incremento a la obra. Pero si viene otro a plantar fuera de Dios o contra Él, Dios, celoso de su obra y de su campo, cuidará de arrancar, esterilizándola, hundiéndola tal vez estrepitosamente, la obra que no viene de Dios y que no cuenta por ello con el vigor y la savia de Dios.

F) v. 14. — “Ciegos son y guías de ciegos...” — Hay muchos de estos ciegos que lo son porque están privados de la luz de la fe y de los mandamientos de Dios; y son guías de ciegos porque hay infelices que se entregan a su dirección; y éstos son ciegos porque ni tienen luz de Dios ni saben ver la ceguera de los que tomaron por guías. La consecuencia es fatal: todos, guías y guiados, caen en el precipicio de la mala vida y caerán en el del infierno. Dejémonos guiar siempre por los hombres iluminados de Dios, y pidamos a Dios nos libre de la ceguera propia y de la de los hombres ciegos.

G) v. 19. — “Del corazón salen los pensamientos malos...” — No está en el cerebro lo principal del alma, como quiso Platón, dice San Jerónimo, sino en el corazón, es decir, en la voluntad. Porque se le pueden a uno sugerir malos pensamientos, por el demonio, por los sentidos, por una conversación; pero la voluntad es la que los hace malos, aceptándolos, fomentándolos, llevándolos a la práctica. Una sugestión mala no lo es más que objetivamente si la rechazamos con un acto de nuestra voluntad; entonces no sólo no nos daña, sino que puede acarrearnos mérito; mas si la voluntad la admite y se complace en ella, no sólo pasa a ser un mal moral personal, sino que puede ser origen de todos los crímenes; porque el pensamiento es el principio de la acción si la voluntad se alía con él. Por esto dice el Señor: «Del corazón salen los malos pensamientos, homicidios, adulterios», etc.

(Dr. D. Isidro Gomá y Tomás, El Evangelio Explicado, Vol. II, Ed. Acervo, 6ª ed., Barcelona, 1967, p. 9-16)

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 GIUSEPPE RICCIOTTI

LA “TRADICIÓN DE LOS ANCIANOS”

Trasladándose a Galilea, Jesús se había substraído a las insidias de los fariseos de Jerusalén, pero no por ello abandonaron éstos la partida. En Galilea no campaban, cierto, tan a sus anchas como en Jerusalén; pero siempre podían hacer algo, como era hostigar a Jesús y recoger nuevas pruebas contra él. En efecto, ya de vuelta Jesús a Galilea, juntos se presentaron los fariseos y algunos de los escribas venidos de Jerusalén (Marcos, 7, 1). La táctica predilecta de aquellos enviados fue atosigar al irreducible Rabí con observaciones y comentarios sobre su conducta, ya para humillarle a sus propios ojos, ya para desacreditarlo ante el pueblo. Notaron pronto que los discípulos del Rabí no se lavaban las manos antes de comer, violación gravísima de la “tradición de los ancianos” tremendo delito que equivalía, según la sentencia rabínica, a “frecuentar una meretriz” y merecía el castigo de ser “desarraigado del mundo”. Descubierto el delito, lo denunciaron inmediatamente al Rabí, como responsable moral.

Jesús acepta la batalla, pero desde el caso singular se remonta a más elevadas consideraciones. Admite que todas aquellas abluciones de manos y limpieza de vajillas están prescritas por la “tradición de los ancianos”. Pero los ancianos no son Dios ni su tradición ley de Dios lo cual es infinitamente superior. De modo que primeramente hay que atenerse a la ley de Dios y no preferir nunca a ella las tradiciones de los hombres. Y se daba este caso: la ley de Dios, el Decálogo, había prescrito honrar padre y madre y luego subvenir a sus necesidades proporcionándoles ayudas materiales. Los rabinos, por su parte, habían establecido la norma de que si un israelita decidía ofrecer un objeto al Templo, el objeto era inalienable y sólo al tesoro del Templo debía ir a parar. En tal caso bastaba pronunciar la palabra Qorban (sacra) y el objeto pasaba a ser propiedad sagrada del Templo por voto irrevocable. Así sucedía a menudo que un hijo mal dispuesto hacia sus padres pronunciaba Qorban sobre cuanto poseía personalmente y sus padres, aun a punto de morir de hambre, no podían tocar nada de cuanto el hijo poseía, mientras él continuaba gozando tranquilamente de los bienes ofrecidos en voto (puesto que así lo permitían los rabinos) hasta que los entregaba efectivamente al Templo o hallaba un ardid para no entregarlos, ya que tampoco faltaban argucias rabínicas en tal sentido.

Así las cosas, Jesús interpeló a quienes le hostigaban: Donosamente despreciáis el mandamiento de Dios por observar vuestra tradición. Porque Moisés dijo: “Honra a tu padre y a tu madre” y “Quien maldiga a su padre o a su madre sea muerto”. Y vosotros decís: “Si un hombre dice al padre o a la madre: (Sea) Qorban lo que te podría ser de provecho, (debe mantenerlo)”. Y no le dejáis hacer nada por su padre o su madre aboliendo la palabra de Dios con la tradición vuestra que habéis transmitido (Marcos, 7, 9-13). Refiriéndose luego a otros casos no tratados, agrega: Y cosas semejantes de esta índole hacéis muchas. La conclusión estaba sacada de un pasaje de Isaías (29, 13) ¡Hipócritas! Bien profetizó de vosotros Isaías diciendo: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón se mantiene lejos de mí, y en vano me rinden culto enseñando enseñanzas (que son) mandatos de hombres” (Mateo, 15, 7-9).

Los fariseos que le criticaban habían recibido buena respuesta, y parece que no replicaron. Jesús, no obstante, se preocupó de las turbas que habían escuchado y que tenían la cabeza realmente abrumada por las minuciosas prescripciones farisaicas respecto a pureza o impureza de los alimentos, y por eso, volviéndose a ellos, continuó: “Oíd todos y entended: Nada hay exterior al hombre que entrando en él pueda contaminarlo. Empero las cosas que salen del hombre son las que contaminan al hombre” (Marcos, 7, 14-15). Como otras veces, Jesús había hablado también aquí como revolucionario y los fariseos se escandalizaron. Los mismos discípulos no comprendieron la fuerza del ataque a los fariseos, y cuando estuvieron solos con Jesús le pidieron explicación. La explicación fue elemental: cuanto entra en el hombre no alcanza el corazón, que es el verdadero santuario del hombre, sino el vientre, de donde los alimentos ingeridos son expulsados poco después. En cambio, del corazón del hombre salen los pensamientos malvados, los adulterios, las blasfemias y todo el cortejo de malas acciones, y sólo éstas tienen el poder de contaminar al hombre.

Para Jesús, pues, el hombre era esencialmente espíritu y criatura moral: todo el resto en él era accesorio y subordinado a aquella esencia superior.

(Giuseppe Ricciotti, Vida de Jesucristo, Ed. Miracle, 3ª Ed., Barcelona, 1948, Pág. 430-431)

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 GIOVANNI PAPINI

EL NO DESEADO

Mientras Jesús condena el Templo y a Jerusalén, aquellos a quienes el Templo mantiene y los señores de Jerusalén están preparando su condena.

Todos aquellos que poseen enseñan y mandan, esperan solamente el momento oportuno para asesinarlo sin correr riesgos. Quien tiene un nombre, una dignidad, una escuela, una tienda, un oficio sagrado, una fracción de autoridad está contra él. Ha venido contra ellos y ellos están contra él. Creen, con la necedad propia de los sitiados, que se salvarán condenándolo a muerte, e ignoran que precisamente su muerte es necesaria para dar principio a los castigos.

Para imaginarse bien el odio que hacía acomunarse a las altas clases de Jerusalén contra Jesús — odio sacerdotal, odio escolástico, odio mercantil — hay que recordar que la santa ciudad aparentemente vivía para la fe, pero en realidad sobre la fe. Solamente en la metrópoli del judaísmo se podían ofrecer sacrificios válidos y aceptables al antiguo Dios y por eso acudían a ella, todos los años, particularmente en los días de las grandes fiestas, aluviones de israelitas salidos de las tetrarquías palestinas y de todas las provincias del imperio. El Templo no era solamente el santuario legítimo de los Judíos sino que, para aquellos que le estaban adscriptos y para los otros que vivían a sus pies, era la gran ubre nutricia, que abrevaba la capital con los productos de las víctimas, de las ofrendas, de los diezmos y, particularmente, con las ganancias que dejaba la continua afluencia de huéspedes. Flavio Josefo cuenta que, en circunstancias extraordinarias, llegaban a encontrarse en Jerusalén hasta tres millones de peregrinos.

La población estable comía todo el año en cuanto existía el Templo; a fortuna de los chalanes, de los vendedores de alimentos, de los cambistas de moneda, de los posaderos y de los mismos que ejercían algún arte, dependía de la fortuna del Templo. La casta sacerdotal que, sin los Levitas — que era una buena tropilla — contaba en tiempos de Cristo veinte mil descendientes de Araón, sacaban sus rentas de los diezmos en especies, de las tasas del Templo, de los rescates de los primogénitos — también los primogénitos de los hombres pagaban cinco siclos por cabeza! y se nutrían con las carnes de los animales sacrificados, de los cuales sólo se quemaba la grasa. A ellos pertenecían las primicias de los ganados y de la cosecha. Hasta el pan se lo proveía el pueblo, porque todo jefe de la familia debía pasar a los sacerdotes la vigésima cuarta-ava parte del pan que se cocía en su casa. Muchos de ellos, como lo hemos visto, lucraban también con la cría de los animales que los fieles debían comprar para las ofrendas; otros eran socios de los cambistas y no es imposible que algunos de ellos fueran verdaderos banqueros, porque el pueblo depositaba con gusto sus ahorros en la caja del Templo.

Un conjunto convergente de intereses partía, pues, del castillo herodiano para llegar hasta la estera del feriante y el chiribitil del vendedor de sandalias. Los sacerdotes vivían a cuenta del Templo y muchos de ellos eran mercaderes y ricos; los ricos necesitaban del Templo para aumentar sus ganancias y mantener al pueblo sumiso; los mercaderes negociaban con los ricos que pueden gastar, con los sacerdotes que se asociaban y con los peregrinos de todas las partes del mundo atraídos hacia el Templo: los obreros y los pobres vivían con las sobras y las migajas que caían de las mesas de los sacerdotes, de los ricos, de los mercaderes y de los peregrinos.

Era, por consiguiente, la religión la mayor de las industrias y, acaso, la única de Jerusalén; quien atentaba contra la religión, contra sus representantes, contra el monumento visible, que era la sede más famosa y fructífera de la religión, debía ser por fuerza considerado enemigo del pueblo de Jerusalén, y en particular de las castas más acomodadas y más aprovechadoras.

Jesús con su Evangelio amenazaba directamente las posiciones y las rentas de aquellas clases. Si todas las prescripciones de la ley (CXXVII) debían reducirse a la práctica de: amor, no quedaba más sitio para los escribas y doctores de la ley, los cuales de la enseñanza de la misma sacaban que comer. Si Dios despreciaba los sacrificios animales y sólo pedía la pureza del alma y la oración secreta, los sacerdotes bien podían cerrar las puertas del santuario y cambiar de oficio; los negociantes de bueyes, de terneros, de ovejas, de corderos, de cabritos, de palomas y de pájaros habrían visto disminuir y, tal vez, desaparecer sus entradas. Si para ser amados por Dios, era necesario cambiar de vida y no. bastaba lavar la copa y pagar puntualmente los diezmos, la doctrina y la autoridad de los Fariseos quedaban reducidas a la nada. Si por último, llegaba el Mesías y declaraba decaído el primado del Templo e inútiles los sacrificios, la capital del culto se habría convertido, de un día para otro, en una ciudad decapitada y, con el andar del tiempo, en una obscura aldea de empobrecidos, en un desierto.

Jesús, que prefería los pecadores, con tal que fueran puros y amorosos, a los sanedristas; que estaba con los pobres contra los ricos; que estima más a los niños ignorantes que a los escribas enceguecidos sobre los misterios de las escrituras, debía por fuerza concentrar sobre su cabeza el odio de los levitas, de los mercaderes y de los doctores. El Templo, la Academia y la Banca estaban contra él: cuando la víctima esté pronta, llamarán, con pena pero obligados, la espada romana para que la sacrifique a su tranquilidad.

Ya de algún tiempo atrás la vida de Jesús no estaba segura. Al decir de los Fariseos, desde los últimos tiempos de su estada en Galilea, Herodes lo buscaba para matarlo. Tal vez fue este aviso el que lo llevó a Cesárea de Filipo, fuera de Galilea, donde predijo su pasión.

Desde que llegó a Jerusalén, los príncipes de los sacerdotes, los Fariseos y los Escribas, lo rodeaban continuamente, tendiéndole lazos y anotando sus palabras. Aquella gusanera inquieta y enconada le lanzó detrás algunos espías destinados a convertirse, a la vuelta de pocos días, en falsos testigos y, según Juan, dióse también la orden a ciertas guardias, de detenerlo; pero éstas no tuvieron el valor de ponerle las manos encima. Los azotes a los chalanes y a los cambistas, la invectiva contra los Escribas y los Fariseos pronunciada a voz en cuello, la alusión a la ruina del Templo colmaron la medida. El tiempo apremiaba. Jerusalén estaba llena de forasteros y eran muchos los que le escuchaban. Podía suscitarse algún desorden, un tumulto, quizá una sublevación de las bandas provincianas que estaban menos apegadas a los privilegios y a los intereses de la metrópoli. Hay que detener el contagio desde el principio, y no se veía medida más eficaz que suprimir al blasfemo. No había tiempo oque perder. Y las raposas del altar y del negocio, que ya se habían puesto de acuerdo a media voz, resolvieron convocar al Sanedrín para acordar la ley con el asesinato.

El Sanedrín era la asamblea de los próceres, el consejo supremo de la aristocracia dominante en la capital. Se componía de sacerdotes, celosos de la clientela del Templo, que les daba poderes y prebendas; de Escribas, encargados de conservar la pureza de la ley y de trasmitir la tradición; de Ancianos que representaban los intereses de la burguesía adinerada y moderada.

Todos fueron de parecer de que era necesario apoderarse de Jesús con engaño, y hacerlo morir como blasfemo contra el sábado y contra Dios. Nicodemo aventuró una defensa en curialesca, pero le taparon inmediatamente la boca. “¿Qué hacemos?” decían. Este hombre obra milagros y muchos lo siguen. Si lo dejamos estar, todos creerán en él y vendrán los Romanos y nos quitarán nuestra ciudad y nuestra nación”. Es la razón de Estado, la salvación de la patria que las camarillas secretas invocan siempre en su auxilio para disfrazar de legalidad ideal la defensa de sus ventajas particulares.

Caifás que en aquel año era Gran Sacerdote, disipó todas las dudas con la máxima que ante la sabiduría del mundo ha justificado siempre la inmolación del inocente: “Vosotros no sabéis nada. No pensáis que os conviene que un solo hombre muera por el pueblo y que no perezca toda la nación”. La máxima, en boca de Caifás y en aquella ocasión, y por lo que dejaba entender sin decirlo, era infame y, como todos los discursos del Sanedrín, hipócrita. Pero elevada a un sentido superior y trasladada a lo absoluto — cambiando nación por humanidad — el presidente del patriciado circunciso enunciaba un principio que el propio Jesús había aceptado en su corazón y que, en otra forma se había de convertir en el misterio atormentador del cristianismo. Caifás ignoraba, él que debía entrar, solo en el “Sancta Sanctorum” desierto, para ofrecer a Jehová sacrificio por los pecados del pueblo, cuán de acuerdo con su víctima estaban sus palabras, tan groseras en la expresión y tan cínicas en el sentimiento.

El pensamiento de que solamente el justo puede pagar por la injusticia, que solamente el perfecto puede descontar los delitos de los brutos, que solamente el puro puede extinguir la deuda de los innobles, que solamente Dios, en su infinita magnificencia, puede expiar las culpas que el hombre ha cometido contra El, ese pensamiento que parece al hombre el vértice de la locura precisamente porque es el “summum’’ de la sabiduría no brillaba por cierto en el alma infecta del saduceo, cuando arrojaba a las fauces de sus setenta cómplices, para que lo rumiaran, el sofisma destinado a hacer callar los eventuales remordimientos. Caifás, que debía ser, junto con las espinas de la corona y con la esponja de vinagre, uno de los instrumentos de la Pasión, no se imaginaba en ese momento que ofrecía un testimonio solemne, aunque velado e involuntario, de la divina tragedia que estaba por comenzar.

Y sin embargo, el principio de que el inocente puede pagar por los culpables, de, que la muerte de uno solo puede contribuir a la salvación de todos, no era del todo desconocido a la conciencia, antigua. Los mitos heroicos de los paganos conocían y celebraban los sacrificios voluntarios de los inocentes. Recordaban a Pílades que se ofrecía al suplicio en lugar de Orestes culpable; a Macana, de la sangre de Heracles, que salvaba, con la propia, la vida a sus hermanos; a Alcestes que aceptaba la muerte para desviar de su Admeto la venganza de Artemisa; a las hijas de Erecteo que se inmolaban para que el padre escapase a los golpes de Neptuno; al viejo rey Codro que se arrojaba al Iliso para que sus atenienses consiguieran la victoria; y a Decio Mus y al hijo que se consagraban a los Manes en medio del entrevero, para que triunfaran los Romanos sobre los Samnitas; y a Curcio que e precipitaba, completamente armado, a la hoguera por la salvación de su patria, y a Ifigenia, que presentaba la garganta a la duchilla para que la flota de Agamenón navegara con felicidad hacia Troya. En Atenas, durante las fiestas Targe has, dos hombres eran matados para alejar de la ciudad las sanciones divinas. Epiménides el sabio, para purificar a Atenas profanada con el asesinato de los secuaces de Cilón, recurrió a los sacrificios humanos sobre las tumbas. En Curio de Chipre, en Terracina, en Marsella, cada año, como pago por los delitos de la comunidad, era arrojado un hombre al mar y se le consideraba como salvador del pueblo.

Pero estos sacrificios, cuando eran espontáneos, eran por la salvación de un solo ser o de un reducido grupo de hombres; cuando eran forzados añadían un crimen nuevo a los que se pretendía expiar: casos de cariño privado o crímenes supersticiosos. No, se había visto todavía a un hombre que cargase con todos los pecados de los hombres, a un Dios que se encarcelase en la carne para salvar al género humano y hacerle capaz de ascender de la bestialidad a la santidad, de la humillación de la tierra al Reino de los Cielos. El perfecto que asume todas las imperfecciones, el puro que se carga con todas las infamias, el justo, que toma sobre sí todas las in justicias de todos, había aparecido bajo el aspecto de miserable y de fugitivo, en los días de Caifás. Aquel que debe morir por todos, el obrero Galileo que turba a los ricos y a los sacerdotes de Jerusalén, está allí, en el Monte de los Olivos, a poca distancia del Sanedrín. Los setenta que no saben que, en este momento, están obedeciendo a la voluntad del perseguido, deciden hacerlo prender antes que llegue la Pascua. Pero porque son cobardes, como todos los patrones, no tienen más que una dificultad: el miedo a la gente que ama a Jesús. “Y los príncipes de los sacerdotes y los escribas andaban buscando cómo prenderlo con engaño y matarlo; pero decían: no lo hagamos en el día de la fiesta, no sea que se origine algún tumulto en el pueblo”. A sacarlos del pantano, para fortuna suya, se presentó al día siguiente, uno de los Doce: el que tenía la bolsa, Judas de Iscariote.

(Giovanni Papini, Historia de Cristo, Ed. Lux, 2º ed., Santiago de Chile, Pág. 293-299)

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 MANUEL DE TUYA, O.P.

 

Discusión sobre las tradiciones rabínicas. 7,1-13 (Mt 15,1-20)

Cf. Comentario a Mt 15,1-20

1 Se reunieron en torno a El fariseos y algunos escribas venidos de Jerusalén, 2 los cuales vieron que algunos de los discípulos comían pan con las manos impuras, esto es, sin lavárselas, 3 pues los fariseos y todos los judíos, si no se lavan cuidadosamente, no comen, cumpliendo la tradición de los antiguos; 4 y de vuelta de la plaza, si no se aspergen, no comen, y otras muchas cosas que han aprendido a guardar por tradición: el lavado de las copas, de las ollas y de las bandejas. 5 Le preguntaron, pues, fariseos y escribas: ¿Por qué tus discípulos no siguen la tradición de los antiguos, sino que comen pan con manos impuras? 6 El les dijo: Muy bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, según está escrito: «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí, 7 pues me dan un culto vano, enseñando doctrinas que son preceptos humanos». 8 Dejando de lado el precepto de Dios, os aferráis a la tradición humana. 9 Y les decía: En verdad que anuláis el precepto de Dios para establecer vuestra tradición. 10 Porque Moisés ha dicho: Honra a tu padre y a tu madre, y el que maldiga a su padre o a su madre es reo de muerte. 11 Pero vosotros decís: Si un hombre dijere a su padre o a su madre: «Corbán», esto es, ofrenda, sea todo lo que de mí pudiera serle útil, 12 ya no le permitís hacer nada por su padre o por su madre, 13 anulando la palabra de Dios por vuestra tradición que se os ha transmitido, y hacéis otras muchas cosas por el estilo.

Tratan este tema Mc-Mt. La narración de Mc es más extensa, sobre todo por razón de la explicación que hace de ciertos usos judíos a los lectores gentiles (v.2-4). Los puntos característicos de la narración de Mc son los siguientes:

V. I. Los «escribas» venidos de Jerusalén eran «algunos». El número de éstos está restringido con relación a los fariseos venidos. Acaso vienen, como especialmente técnicos en la Ley, para garantizar la obra de espionaje, o para completar esta representación de espionaje enviada, más o menos oficiosamente, por el sanedrín, o al menos con su implícita complacencia (Jn 1,19.22).

V.3-4. Mc explica a los lectores lo que significaban estos usos en la mentalidad judía y en la preceptiva rabínica. Se expone en el Comentario a Mt 15,2ss.

V.2. «Comer pan» es hebraísmo para expresar la comida (v.34; cf. Mt 15,2).

V.2.5. «Comer con las manos impuras». Manos «impuras», literalmente «manos comunes» (koinaís) para todo, es equivalente al calificativo rabínico khol, y significa profano, impuro (Act 10,14- 28; II, 8; Rom 14,14; Heb 10,29) 1

V.3. Una expresión de este versículo es oscura: «Los fariseos y los judíos, si no se lavan (pygmé) las manos», etc. Esta expresión griega es discutible. Se ha propuesto: a) lavarse las manos frotando con el puño, es decir, fuertemente, diligentemente 2; o «meticulosamente», como hace la Peshitta 3; b) la Vulgata y el códice sinaítico lo traducen por «frecuente» (pyhna) como sinónimo, y por influjo de Lc 5,33, en la Vulgata; c) con el «puño» cerrado, indicando la juntura de los dedos para purificarlos 4; d) podría tener, como en otros casos, un sentido más amplio: sería lavarse no sólo las manos, sino el antebrazo: del puño o dedos al codo 5; e) con abundante agua, que había de ser recogida en un recipiente con la mano (pygmé).

V. 13 b. Mc no sólo recoge un caso concreto de «qorbán» como motivo de censura, por anular la Ley de Dios por las «tradiciones» de los hombres, sino que alude a otra perspectiva mayor: «Y hacéis otras muchas cosas por el estilo».

V.8- 10. Es muy fuerte la contraposición de lo que legisló Moisés y la «tradición» humana. Aquello tiene valor; esto es presentado como capricho y elaboración simplemente humana: farisaico- rabínica. Anulan «la palabra de Dios» (Moisés) por «vuestra tradición».

La verdadera pureza. 7,14-23 (Mt 15,10-20)

Cf. Comentario a Mt 15,10-20

14 Llamando de nuevo a la muchedumbre, les decía: Oídme todos y entended: 15 Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda mancharle; lo que sale del hombre, eso es lo que mancha al hombre. 16 El que tenga oídos para oír, que oiga. 17 Cuando se hubo retirado de la muchedumbre y entrado en casa, le preguntaron los discípulos por la parábola. 18 El les contestó: ¿Tan faltos estáis vosotros de sentido? ¿No comprendéis—añadió, declarando puros todos los alimentos— que todo lo que de fuera entra en el hombre no puede mancharle, 19 porque no entra en el corazón, sino en el vientre y va al seceso? 20 Decía, pues: Lo que del hombre sale, eso es lo que mancha al hombre, 21 porque de dentro, del corazón del hombre, proceden los pensamientos malos, las fornicaciones, los hurtos, los homicidios, 22 los adulterios, las codicias, las maldades, el fraude, la impureza, la envidia, la maledicencia, la altivez, la insensatez. 23 Todas estas maldades proceden del hombre y manchan al hombre.

Tema propio de Mc-Mt. Después de la exposición anterior, Cristo llama a la muchedumbre y les expone la «parábola» contenida en los y. 15-17. La negligencia del pueblo no pidió más explicaciones de la misma. Pero, ya en casa, los «discípulos», acaso a iniciativa de Pedro (Mt), le piden una explicación. Y la explicación se la hace detalladamente, no sin antes dirigirles un reproche de afecto y pedagogía, registrado en ambos evangelistas: «¿Tan faltos estáis vosotros de sentido?» (Mc). En realidad, el sentido fundamental de la «parábola» era claro. Pero esto hace ver la necesidad de ilustración que tenían los apóstoles, y la fidelidad de su narración a la hora de la composición de los evangelios. No deja de extrañar el que, si Cristo declara la verdadera pureza e impureza moral de la legislación «legal» sobre los alimentos (Lc II; Dt c.14), aparezcan en la primitiva Iglesia dudas y discusiones sobre ello (Act 15,28-29; 10,14; Gál 2,11-17, etc,). Pero se explica teniendo en cuenta que la exposición de Cristo era una enseñanza genérica, destacándose el aspecto moral de la misma legislación, mientras que los «judaizantes» planteaban el aspecto jurídico de la vigencia de la ley mosaica como soporte del cristianismo.

V.2 La clasificación de estas faltas morales que trae Mt se presta a una triple clasificación moral. Pero Mc trae una amplificación mucho mayor de éstas, acaso teniendo en cuenta los lectores a quienes iba destinada, ya que no era otra cosa que explicitación de la doctrina de Cristo.

Mc trae como propios: iniquidades, lascivias, la envidia, que la describe como «ojo indigno» ; la «maledicencia» contra el prójimo, y no blasfemia contra Dios, pues es el sentido que parece reclamar aquí el contexto ; embrutecimiento moral (aphrosyne), embrutecimiento racional culpable, que desprecia las cosas divinas .

(Profesores de Salamanca, Manuel de Tuya, Biblia Comentada, B.A.C., Madrid, 1964, p. 679-681)

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 TIHAMER TOTH

 

AÚN ESTÁ EN PIE EL MONTE SINAI

En la bodega de un viticultor había un enorme tonel lleno del más sabroso vino añejo. El dueño enseñaba con todo orgullo el tonel: diez fuertes aros unían de tal suerte sus duelas, que no se perdía una sola gotita de su precioso contenido.

Los huéspedes admiraban y alababan tanto el vino magnífico que éste se enorgulleció y empezó a agitarse. “¡Yo soy el único valor de toda esta bodega! ¡En mí hay una vida exuberante! ¡En mí madura la fuerza! ¡En mí está la fragancia del sabroso buen humor! Y todo en vano: estos diez aros de hierro me atenazan y me tienen prisionero, y- ¡no me permiten crecer, desarrollarme, gozar de 1a libertad! ... Y el vino añejo se hizo de día en día más orgulloso y más rebelde. Y empezó a forcejear. Intentaba librarse del abrazo duro de los aros. Al principio con preocupación, con cierto temor, no sabiendo lo que sucedería. Después, cuando uno que otro de los aros cedía un poco, le parecía que ya estaba para abrirse la puerta de la cárcel. Reunía más fuerzas: consiguió hacer saltar uno de los aros. ¡Bravo! ¡Adelante! Se embriagaba con el éxito. ¡Ahora viene mi día! ¡Ahora viene la libertad! Un aro caía después del otro. Pero en cuanto cayó el último, las duelas se desplomaron y el contenido precioso se derramó por el suelo enfangado.

Lo que acabo de pintar no es un cuadro pintado por mí. Es un cuado simbólico que se ve muchas veces en las paredes de antiguos monasterios.

Y debajo del cuadro hay esta inscripción: “Libertate penit”, “perdió la libertad”.

¿Cuadro simbólico? Ah, no. ¡Realidad! ¡Realidad que se repite innumerables veces en la vida de los individuos, como en la de las familias, de las naciones, de toda la humanidad, cuando al hombre o a la humanidad que se desarrollan en medio de la civilización, les sube a la cabeza el humo del orgullo, del progreso, y su razón altanera les hace creer que ya no necesitan aquellos diez aros de los diez Mandamientos de la ley de Dios, que durante los años de desarrollo unían tan provechosamente sus fuerzas en ebullición; cuando piensan que estos mandatos son obstáculos para el progreso posterior, y se los sacuden. “¡Mi vida comercial, mi vida económica hoy día ya es tan compleja, mi vida moral, familiar y social han hecho tal evolución que los diez aros antiguos me molestan!” —dice el hombre, y rompe los aros, quebranta las diez leyes.

Y trata de vivir sin ellas.

Lo ensaya…, y perece en el ensayo.

I. Cómo perece el hombre sin los diez Mandamientos; y II. ¿Qué haremos para no perecer? —serán los dos polos en torno de los cuales agruparé las moralejas de toda esta obra del Decálogo.

I

¿POR QUÉ PERECE EL HOMBRE SIN LOS DIEZ MANDAMIENTOS?

1. En Rusia, a las orillas del Volga, en la ciudad de Ivangorod, el Soviet erigió una gigantesca estatua. Esta representa a un hombre de grandes proporciones, que con el puño cerrado amenaza con rabia el cielo: ¡es la estatua de Judas Iscariote! Como lo consigna una revista suiza, la U.R.S.S. estuvo dudando durante mucho tiempo, para ver a quién había de levantar una estatua: a Lucifer, a Caín o a Judas. Por fin se decidió, y desde aquel día la estatua de Judas —seguramente la única que tiene en el mundo entero— se yergue allí a las orillas del Volga.

¿Sientes, lector, la realidad espantosa que pregona esta estatua que con el puño amenaza el cielo? De un modo visible no hay más que esta estatua; pero invisiblemente ahí laten millares y millares de estatuas de Lucifer, Caín y Judas en el sinnúmero de manifestaciones de la vida moderna; y son millares los que les rinden homenaje.

Ahí está, en primer lugar, el pecado de Lucifer: el orgullo, la soberbia desenfrenada. La ciencia es un don de Dios, la técnica es una bendición para la humanidad; pero la ciencia puede hacer orgulloso al hombre y la técnica puede cegarle; y entonces son su perdición. ¡Que por lo tanto no hemos de aprender, investigar? ¡Y tanto! Aprendamos mucho, investiguemos las leyes de la naturaleza, pero no nos olvidemos de inclinar nuestra frente ante el Creador de la naturaleza, Dios nuestro Señor. El pecado de Lucifer es el pecado de la cabeza orgullosa, y la enfermedad de la cabeza, la enfermedad del cerebro es un mal fatal.

Y ahí está el pecado de Caín: la ira, la envidia, el odio que llega hasta el fratricidio. ¿No ves, lector amigo, cómo la humanidad se inclina ante las numerosas e invisibles estatuas de Caín? Si alguno tiene un poco de suerte, ya tiene que soportar el odio del más pobre que él; el analfabeto aborrece al que es un poco más versado en letras; el obrero al intelectual; una clase a la otra, un pueblo al otro.

Y ahí está también el pecado de Judas: la infidelidad, la traición, la idolatría del dinero. A este mundo moderno que lo vendo todo, que por el dinero conculca sus principios, su moral, su patria, su fe, hemos de gritarle: ¡Es necesario el dinero, no podemos vivir sin él, pero... por encima del dinero, por encima del oro, por encima de la carrera, por encima del éxito, está el alma, está el honor!

2. Se han multiplicado en nuestra vida las estatuas de las ideas paganas... ¿y se ha hecho mejor, más feliz, más holgada la vida del hombre? ¿Quién se atreve a contestar afirmativamente? ¿No anda el hombre moderno tras el espejismo de la suerte terrena, del bienestar y del goce, como persiguen los galgos a la liebre mecánica, sin poderla tomar jamás?

¿Qué es la liebre mecánica? Pues un invento raro; en el extranjero se divierten con ella hombres que siempre tienen tiempo de sobra. Antiguamente se conocía la caza con galgos, pero ésta ya no satisface al hombre moderno. No hay liebre tan veloz que no pueda tomar fácilmente un buen galgo. Ahí viene el invento. En el estadio sueltan una liebre de máquina, una liebre eléctrica, y tras ella toda una jauría de galgos: La liebre corre que corre, los galgos enloquecidos tras ella. Ya están para tomarla, pero entonces se intensifica la corriente eléctrica, la liebre corre con velocidad más loca todavía.., los galgos tras ella.

Una corriente más fuerte aún: la liebre corre como el huracán..., los galgos, con los ojos inyectados en sangre, la persiguen. No ven, no oyen nada. Sacan la lengua, su cuerpo está completamente sudado, jadean, están a punto de sofocarse... y, sin embargo, no pueden alcanzar la liebre.

No pueden alcanzar la liebre... ¡así como el hombre moderno no puede alcanzar la felicidad! ¿No es así el cuadro que presenta la vida de muchos hombres de hoy? Divisan ante sí la imagen engañosa de la felicidad, del dinero, de los placeres... ¡adelante, a tomarla! Y cuando casi la alcanzan, se les escapa de las manos. Así y todo, no cejan en su empeño, la persiguen más y más. No ven; ni oyen. No ven que por la caza enloquecida del dinero han pisoteado a su prójimo. No sienten cómo se contagia su sangre, cómo se queda esponjoso su cerebro en las orgías de los sentidos. No oyen cómo levanta la voz su conciencia. ¡Adelante! ¿Y al final? Cuando llegan a la meta, ¡están delante de la tumba! Se han agotado en perseguir la felicidad y no pudieron alcanzarla.

El hombre que no se deja guiar por el la seriedad relampagueante del monte Sinaí los diez Mandamientos, ha de ser llevado a propia y triste experiencia, que le ofrece la vida: ¡Todavía está en pie el monte Sinaí! ¡Puede haber una vida digna del hombre!

Todavía está en pie el monte Sinaí, y desde sus cimas cubiertas de humo se oye la voz sublime del Señor: Tu destino terreno no es un juego... ¡tómalo en serio! El nombre de Dios no es un juego...; ¡pronúncialo siempre con respeto! El principio de la autoridad no es un juego...; inclínate ante él. La vida humana no es un juego... ¡no la toques! La lengua humana no es un juego... ¡no la manches!

3. ¡Aún hoy día está en pie el monte Sinaí!

En nuestros tiempos, los hombres ven por doquiera lemas como éstos: “el Decálogo es una cosa vieja”, “la vida ya no puede ser orientada según el Decálogo”, “hay que reformar el Decálogo”.

a) Hay países donde realmente se ha reformado ya el Decálogo.

Reforman el primer Mandamiento: “Yo soy el Señor Dios tuyo”; ya no se permite enseñar la adoración de este Dios en las escuelas. Hay países en que fue sometido a una reforma el sexto Mandamiento: “No fornicarás”. Se permite el divorcio y las ulteriores nupcias, que la Sagrada Escritura tilda de fornicación! Hay países en que quieren reformar el quinto Mandamiento: “No matarás”. ¡Quieren echar como presa libre a la maldad humana la vida del niño aún no nacido!

No queremos engañarnos. Realmente son muchos los males que hoy nos acosan; pero justamente por esta razón, lo que necesita el Decálogo no es que se le reforme, sino que se le observe. La falta no estriba en el Decálogo, sino en nuestro proceder, en no guardarlo. Al momento se haría más humana, más ordenada, más feliz esta vida si tomase incremento entre nosotros el respeto a la autoridad según el cuarto Mandamiento; el respeto a la propiedad ajena, según el séptimo y el uso recto de la propiedad privada, según el décimo; si fuera en auge entre nosotros el aprecio de la vida, según el quinto Mandamiento, el aprecio del honor del prójimo, según el octavo; y si, en consecuencia, con el sexto y el noveno, fuese más ordenada la vida de la juventud y más pura la vida en el hogar.

¿Hay que someter el Decálogo a una reforma? ¡Oh, el hombre no puede tocarlo! Refiriéndose al Decálogo, dice NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO: “No he venido a destruir la doctrina de la ley ni de los profetas..., sino a darle su cumplimiento”.

De modo que con la venida de Nuestro Señor Jesucristo no queda derogado el Decálogo, sino que debemos observarlo con una conciencia más delicada todavía aún, porque ayudándonos Él adquirimos fuerzas para cumplirlo. Por esto agrega el Señor a la frase anterior: “Con toda verdad os digo, que antes faltarán el cielo y la tierra, que deje de cumplirse perfectamente cuanto contiene la ley, hasta una sola jota o ápice de ella”. ¿Es lícito, pues, enmendarla en algo? Y prosigue todavía el Señor: “Y así, el que violare uno de estos Mandamientos, por mínimos que parezcan, y enseñe a los hombres a que hagan lo mismo, será tenido por el más pequeño en el reino de los cielos”.

b) ¿Reformar el Decálogo? ¡Ah! Si se dejara en manos de los hombres, lo reformarían con gusto. Pero gracias a Dios, no está en nuestras manos. Porque es necesario que haya reglas morales que no provengan de nosotros, con las cuales no podamos contemporizar, de las cuales no nos sea lícito cambiar ni un ápice.

Al introducir el sistema métrico para medir, y convenir los hombres en que la diez millonésima parte del cuadrante de un meridiano terrestre sería “un metro”, aún fue preciso vencer la gran dificultad de hacer “un metro” que sirviera de modelo auténtico. Hoy día este metro-modelo se guarda en París, y con él han de coincidir todos los metros del mundo. Pero ¡cuántos cálculos y ensayos hasta llegar a un acuerdo!: de qué materia tenía que fabricarse para sufrir lo menos posible de los cambios de la temperatura y de la presión del aire. Porque sería un grave contratiempo, ocasionaría increíbles conflictos en la vida de la humanidad, si el metro fuese más corto un día y otro más largo, según la temperatura más fría o más caliente, Según la presión menor o mayor del aire.

c) Hay que conceder que las leyes del Decálogo muchas veces cortan en lo vivo, que muchas veces es difícil observarlas; sin embargo, hemos de agradecerlas: ellas son —como dice SAN PABLO nuestros ayos que nos conducen a Cristo.

Las familias romanas distinguidas tenían esclavos especiales para conducir los muchachos a sus maestros —de ahí su nombre: “paedagogus” (guía de niños) —, pero además de esto se preocupaban mucho de los niños también en casa, y no dejaban sin castigo severo ninguna desobediencia, ningún acto de pereza. Así llegaban los tiernos niños romanos a ser caracteres firmes. Y San Pablo dice que las leyes de Dios son severas con nosotros, lo son tan sólo para conducir nuestras almas a Dios.

Por lo tanto, al ver que sin el Decálogo se dibujan en el rostro de la humanidad las señales del marchitarse y del perecer, de la desazón y de la infidelidad, se nos presenta la cuestión:

II

¿QUE HAREMOS PARA NO PERECER?

PLINIO, al dirigirse a Trajano, escribía de esta manera respecto de los primeros cristianos: “Los cristianos son hombres que se obligan con voto solemne a evitar todo acto malo; nunca cometen robo, adulterio; no juran en falso, nunca faltan a su palabra, no se apropian los bienes a ellos confiados”.

¡Qué alabanza de nuestros antepasados cristianos, en labios de un gentil! Pero ¡qué acusación tremenda contra la frivolidad que impera hoy entre nosotros!

1. Y con esta cuestión tocamos a uno de los mayores problemas del mundo. ¿Sabes, amigo lector, cuál es? Ver si sabemos ser más profunda, sinceramente cristianos de lo que fuimos hasta hoy. Tal es el deber más grande de la humanidad moderna, el único gran problema de hoy. Y no lo afirmo en tono lúgubre, sin alma. Ni lo afirmo como un sacerdote de la Iglesia, a quien se le puede colgar con facilidad el “¡Claro está, tiene que hablar así!”

No. Ahora me siento a la vera del camino, del camino real de la vida, como uno de los cien millones de hombres: miro y escucho. Miro los autos que corren sin freno, llevando a los delegados de la Sociedad de las Naciones, a Ginebra; miro el cielo del Oriente que hace decenios flamea con luces rojas; observo los corazones que arden también en desesperación. Y escucho. Escucho el traqueteo de las máquinas de las fábricas: escucho el ronquido de las hélices de los aviones; escucho el ruido subterráneo del odio mal contenido... ¿Qué vamos a ver todavía? Qué cosas nos esperan?

Vienen los biliosos, que dicen con voz de triunfo: ¡He ahí la bancarrota del cristianismo! ¡Hay que reformarlo!

¿Reformar el cristianismo? ¡Oh, no! Sino reformar a los que se llaman cristianos, y no lo son en verdad.

Nuestro mal está en que no todos ven con la debida luz las fuerzas que roen y socavan el edificio de la sociedad humana. Hay muchos que juzgan peligrosas para la sociedad tan sólo aquellas agitaciones que atacan la propiedad privada, la casa, la tierra, la fábrica, y que amotinan a las clases pobres contra las acomodadas.

Se comprende que se tilden de peligrosas también estas agitaciones. Pero no seamos miopes. Si es peligrosa para la sociedad humana la revuelta que combate la propiedad privada, cien veces más peligrosa es la que ataca la religión, los principios morales, la indisolubilidad y la pureza del matrimonio. Y, sin embargo, son responsables en esta clase de agitaciones también algunos que no pueden tildarse de comunistas ni de anárquicos. Pero es de hipócritas fariseos hacer inmediatamente un llamamiento al precepto de la Ley Divina si se trata del propio dinero, y no preocuparse lo más mínimo de la religión. Por lo tanto, el que quiera trabajar sinceramente contra la revolución, ha de trabajar contra el desmoronamiento de la vida religiosa y social.

2. Acaso nunca se ha oído con más frecuencia esta queja:

“¡Vivimos en un mundo malo! ¡Son malos de veras los hombres!” Todo el mundo se queja. Los obreros se quejan de los patronos, los patronos de los obreros. Los padres se quejan de los hijos, y los hijos de los padres. El profesor se queja de sus discípulos, el criado del señor, el aldeano del hombre de la ciudad...; todos repiten a coro: ¡Vivimos en un mundo perdido!

a) “¿en un mundo malo?” No importa. No hemos de quejarnos con espíritu de triste renuncia, sino todo lo contrario: hemos de procurar enmendarlo.

¿Cómo? ¿Vamos a enmendar el mundo? ¿Seremos figurines ridículos? ¿“Reformadores del mundo”, descontentos de todo, que todo lo critican? No, no. Empecemos a enmendar el mundo... en nosotros mismos. En mi propia vida, en mi ambiente, en mi familia, en mi oficina, en mi ciudad, en mi casa.

“¡Reformar el mundo a través de mi propia persona!” — ¡qué pensamiento más auténticamente cristiano! ¡Hacer un gran viaje de descubrimiento en mi propia alma: cuán deficientes son en ella la rectitud moral, la conciencia del deber, el amor al prójimo, la comprensión de los demás, el espíritu de perdón! Y entonces exclamar con asombro: ¡Ah, yo me tenía por buen cristiano, y, sin embargo, cuán pocas cualidades cristianas descubro en mí!

Pero no basta con asombrarse. Sino que hay que hacer firme propósito de cambiar. ¡Empezar la reforma del mundo por la propia persona!

Al erigir el Sóviet la estatua de Judas, hizo derribar antes las estatuas antiguas que consideraba obstáculo a las nuevas ideas. A nosotros nos toca asumir un deber de coloso, el deber de levantar los ideales cristianos en medio del paganismo moderno, podrido hasta el fondo. Pero, para lograrlo, tenemos que derribar —antes de todo en nuestro interior—, las estatuas invisibles de Lucifer, de Caín, de Judas.

b) “¡Vivimos en un mundo malo!” No importa. ¡No vamos a huir del mundo!

Montmartre, se ve desde lejos el blanco templo del Corazón de Jesús. El Santísimo Sacramento está expuesto allí de día y de noche a la pública adoración, y no hay noche en que no haya 40-50-100 hombres que se quedan en el templo, adorando, durante la noche, al Señor. Y este mundo de sublimidad espiritual dispuesta para el sacrificio, la basílica de Montmartre, álzase a unos pocos pasos de otro mundo infame, la nueva Sodoma y Gomorra, que se agita en plena orgía. La torre del magnífico templo de expiación se yergue hacia el cielo, pero no lejos de ella van dando vueltas las aspas del molino.., que fascina con la luz roja de las bombillas eléctricas, las aspas del Monlin-Ronge..., donde se abisma en el pecado la hez de la metrópoli.

¡Qué símbolo! Pero ¡qué símbolo! El templo que se yergue hacia el cielo, como un gigantesco punto de exclamación en me dio del diluvio del pecado! Punto de exclamación. …, pero también ¡señal de aliento!

¿Se nubló el cielo definitivamente sobre nuestra cabeza? ¿Está podrida hasta el fondo la humanidad? No. Hemos de registrar también las magnificas señales de una vida moral seria. Los franceses creyentes tenían antiguamente un dicho interesante: Por muy nublado que esté el cielo, si se ve un trocito azul, no mayor que el que baste para hacer un manto a la Virgen María, no hay que perder todavía la esperanza. Pues bien; hemos de notar también nosotros los muchos trozos azules que hay en nuestro cielo nublado. ¡Los secretos esfuerzos heroicos, los combatientes coronados de la vida pura, los héroes abnegados del Decálogo!

Notémoslos y démonos cuenta de que aquellos que observan la ley de Dios, que viven conforme a los santos Mandamientos, estos tales son los héroes, los valientes, las columnas firmes de la humanidad. No los héroes del deporte, no las estrellas de la pantalla, no los que van de juerga hasta la madrugada, o los egoístas ricachones, no, no, éstos no. Sino: los héroes silenciosos del deber diario, de los que nadie sabe nada..., nadie más que Dios; las madres que trabajan, sufren y sonríen en silencio; los jóvenes que llevan una vida pura corno la nieve; los padres que no se desalientan y sudan en el trabajo; el que no toca lo de otro, pero da de lo suyo; el que si recibe un golpe en una mejilla, ofrece la otra al ofensor; el que si alguien quiere moverle litigio y quitarle su túnica, se la cede, y el que si alguno le obliga a acompañarle cien pasos, le acompaña dos veces más allá; el que está enfermo y no se rebela; el que sufre y reza… ¡Éstos son los que afianzan la sociedad humana!

Aquellos para quienes el Decálogo es libertad: liberación de las cadenas de la materia. Aquellos para quienes el Decálogo es energía, fuerza que impele hacia las alturas. Aquellos para quienes el Decálogo es escalera, cuya cima toca los cielos. Aquellos para quienes el Decálogo es una subida, desde la vida instintiva, animal, sensual, degradada. Aquellos — ¿para qué proseguir ?—, aquellos de quienes dijo NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO: “Quien ha recibido mis Mandamientos y los observa, ese es el que me ama: Y el que me ama, será amado de mi Padre”.

No puedo decir otra cosa al despedirme de mis amados lectores, que lo que dijo Moisés a su pueblo, después de promulgar el Decálogo: “Ya veis que hoy os pongo delante la bendición y la maldición: La bendición, si obedeciereis a los Mandamientos de Dios vuestro Señor, que yo os intimo hoy: La maldición, si desobedeciereis dichos Mandamientos del Señor Dios vuestro, desviándoos del camino que yo ahora os muestro… Yo invoco hoy por testimonio al cielo y a la tierra, de que he propuesto la vida y la muerte, la bendición y la maldición. Escoge desde ahora la vida”.

Lectores, hermanos: ¡escoged la vida!

* * *

Y ahora, para terminar el Decálogo, una tierna leyenda.

En la alta cima de una montaña había una antigua, antiquísima torre de iglesia. El tiempo había reducido a polvo el monasterio adosado a la misma; los monjes hacía ya tiempo que se deshacían bajo tierra; pero la torre seguía en pie, desafiando el viento, el huracán. Enredaderas la abrazaban, el polvo la cubría, difícilmente se podía creer que un día la campana resonaba en ella con orgullo y cantaba las alabanzas de Dios.

Llegó al pie de la torre un turista, no sé de dónde, y tuvo un pensamiento extraño: “Habría que tirar de la cuerda de la campana. ¿Qué sucedería?”

Tomó la cuerda, le dio un tirón fuerte, y la campana se puso repiquetear. Un toque, otro toque, y otro toque. . . y de repente se notó movimiento en la torre, gorriones, pájaros asustados empezaron a revolotear con espanto; y salían de la torre en que durante años y decenios anidaron con tanta tranquilidad, y que hasta entonces ensuciaban...

¡No le faltaba otra cosa a nuestro hombre!

Tomó con ambas manos la cuerda y daba tirones y más tirones a la vieja campana, como Dios le dio a entender. ¡Qué alboroto se armó allí! Todos los animales nocturnos, que durante decenios se metieron en la torre altiva, se dieron a la fuga enloquecidos: la lechuza y el búho, el murciélago y todas las alimañas de la oscuridad corrían espantados por todas partes; y cuando el turista, cansado, acabó de tocar la campana, la torre antigua se erguía orgullosa, limpia ya de sus oscuros parásitos, bañada en los rayos resplandecientes del sol.

También yo iba tañendo la campana en páginas y más páginas: tocaba la campana de alarma y admonición del Decálogo de Dios; y doy gracias al Señor, si a su voz huyeron de muchas almas las aves nocturnas del pecado y de las pasiones.

Ahora dejo de tocar, pero espero que no correré la suerte de aquel turista. Porque no he referido todavía el final del cuento. Apenas se hubo extinguido el último tañido de la campana, apenas hubo abandonado las ruinas del peregrino, la bandada espantada de aves empezó a revolotear nuevamente en torno de la torre, y se metieron los murciélagos de silencioso vuelo y no tardó mucho en volver todo a su anterior estado: todo se llenó nuevamente de inmundicias.

Amigo lector: ¿no será así, verdad? ¿Verdad que no?

¿Qué debemos hacer para que no lo sea?

En obra voluminosa hemos estudiado lo que el Señor prescribió entre truenos y relámpagos en el monte Sinaí. Pero nos otros ya no podemos quedarnos de asiento en el monte Sinaí. Hemos de pasar a otro monte.

Porque no basta conocer la ley: hay que cumplirla. Y ¿quién nos da fuerza para ello?

Nuestra vida es una lucha continua entre el bien y el mal, entre la negligencia y el deber, entre el cuerpo y el alma, entre la virtud y el pecado. ¿Quién nos da fuerza? Hay una colina, que aún hoy día se levanta por encima de las olas tempestuosas y sucias: el monte Calvario. Allí bulle aquélla fuente, de agua cristalina, que puede fortalecer al que la beba, de suerte que permanezca enhiesto en medio de mil tentaciones, y lavar al que han rozado las inmundas olas.

De la cruz brotan todas nuestras fuerzas.

La corriente del pecado corre desbordada...; parece que saltaron todos los diques...; el mundo se ahoga en un diluvio de cosas sórdidas...; ¡pero está de pie, triunfalmente, venciendo al mundo, la cruz del Señor!

¡Oh, cruz santa, al luchar yo contra el pecado, sé tú mi fuerza! ¡Oh, cruz santa, cuando aparezcas en el cielo el día del juicio, sé tú el galardón infinito de mis combates!

Arrodillémonos al pie de la cruz y con la frente humillada recitemos la plegaria:

“El que bebe una vez el cáliz de tu gozo,

no puede desear otra cosa

ni puede pasearse por el gran Campo de la vida

entre mil y mil flores de subido color.

No puede tomar lilas ni amarantos;

tan sólo blancos lirios y rosas blancas.

Señor, el que sigue tu ruta, no puede mirar atrás,

ni puede tomar en el camino de espinas, claveles y margaritas.

No puede mirar hacia la derecha ni hacia la izquierda:

¡tan sólo adelante! Tan sólo hacia Ti: hacía el triunfo”.

¡Tan sólo adelante!... ¡Tan sólo hacia Dios..., hacia el triunfo!

(Tihamér Tóth, Los diez Mandamientos, Ed. Poblet, Bs. As., 1944, pp.562-573)

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 EJEMPLOS PREDICABLES

 

Santa María Goretti (1890-1902)

María había visto la luz el 16 de octubre de 1890, en Corinaldo, provincia de Ancona, Italia, en el seno de una familia pobre de bienes terrenales pero rica en fe y virtudes: oración en común y rosario todos los días, y los domingos Misa y sagrada Comunión. María es la tercera de los siete hijos de Luigi Goretti y Assunta Carlini. Al día siguiente de su nacimiento es bautizada y consagrada a la Virgen. Recibirá el sacramento de la Confirmación a la edad de seis años.

Después del nacimiento de su cuarto hijo, Luigi Goretti, demasiado pobre para poder subsistir en su región de origen, emigra con su familia a las grandes llanuras de los campos romanos, todavía insalubres en aquella época. Se estableció en Ferriere di Conca, al servicio del conde Mazzoleni, donde María no tarda en revelar una inteligencia y una madurez precoces. No hay en ella ni un solo atisbo de capricho, ni de desobediencia, ni de mentira. Es realmente el ángel de la familia.

Tras un año de trabajo agotador, Luigi contrae una enfermedad que acaba con él en diez días. Para Assunta y sus hijos empieza un largo calvario. María llora a menudo la muerte de su padre, y aprovecha cualquier ocasión para arrodillarse delante de la verja del cementerio. Quizás su papá se encuentre en el purgatorio, y como ella no dispone de medios para encargar misas por el reposo de su alma, se esfuerza en compensarlo con sus plegarias. Pero no hay que pensar que la muchacha practica la bondad sin esfuerzo, ya que sus sorprendentes progresos son el fruto de la oración. Su madre contará que el rosario le resultaba necesario y, de hecho, lo llevaba siempre enrollado alrededor de la muñeca. De la contemplación del crucifijo, María se nutre de un intenso amor a Dios y de un profundo horror por el pecado.

"QUIERO A JESÚS"

María suspira por el día en que recibirá la Sagrada Eucaristía. Según era costumbre en la época, debía esperar hasta los once años, pero un día le pregunta a su madre: -Mamá, ¿cuándo tomaré la Comunión?. Quiero a Jesús. -¿Cómo vas a tomarla, si no te sabes el catecismo? Además, no sabes leer, no tenemos dinero para comprarte el vestido, los zapatos y el velo, y no tenemos ni un momento libre. -¡Pues nunca podré tomar la Comunión, mamá! ¡Y yo no puedo estar sin Jesús! -Y, ¿qué quieres que haga? No puedo dejar que vayas a comulgar como una pequeña ignorante.

Finalmente, María encuentra un medio de prepararse con la ayuda de una persona del lugar, y todo el pueblo acude en su ayuda para proporcionarle ropa de comunión. Recibe la Eucaristía el 29 de mayo de 1902.

La recepción del Pan de los ángeles aumenta en María el amor por la pureza y la anima a tomar la resolución de conservar esa angélica virtud a toda costa. Un día, tras haber oído un intercambio de frases deshonestas entre un muchacho y una de sus compañeras, le dice con indignación a su madre: -Mamá, ¡qué mal habla esa niña! -Procura no tomar parte nunca en esas conversaciones. -No quiero ni pensarlo, mamá; antes que hacerlo, preferiría...Y la palabra morir queda entre sus labios. Un mes más tarde, la voz de su sangre terminará la frase.

Al entrar al servicio del conde Mazzoleni, Luigi Goretti se había asociado con Giovanni Serenelli y su hijo Alessandro. Las dos familias viven en apartamentos separados, pero la cocina es común. Luigi se arrepintió enseguida de aquella unión con Giovanni Serenelli, persona muy diferente de los suyos, bebedor y carente de discreción en sus palabras. Después de la muerte de Luigi, Assunta y sus hijos habían caído bajo el yugo despótico de los Serenelli, María, que ha comprendido la situación, se esfuerza por apoyar a su madre: -Ánimo, mamá, no tengas miedo, que ya nos hacemos mayores. Basta con que el Señor nos conceda salud. La Providencia nos ayudará. ¡Lucharemos y seguiremos luchando!

Desde la muerte de su marido, Assunta siempre está en el campo y ni siquiera tiene tiempo de ocuparse de la casa, ni de la instrucción religiosa de los más pequeños. María se encarga de todo, en la medida de lo posible. Durante las comidas, no se sienta a la mesa hasta que no ha servido a todos, y para ella sirve las sobras. Su obsequiosidad se extiende igualmente a los Serenelli. Por su parte, Giovanni, cuya esposa había fallecido en el hospital psiquiátrico de Ancona, no se preocupa para nada de su hijo Alessandro, joven robusto de diecinueve años, grosero y vicioso, al que le gusta empapelar su habitación con imágenes obscenas y leer libros indecentes. En su lecho de muerte, Luigi Goretti había presentido el peligro que la compañía de los Serenelli representaba para sus hijos, y había repetido sin cesar a su esposa: -Assunta, ¡regresa a Corinaldo! Por desgracia Assunta está endeudada y comprometida por un contrato de arrendamiento.

UNA AZUCENA INMACULADA

Al estar en contacto con los Goretti, algunos sentimientos religiosos han hecho mella en Alessandro. A veces se agrega al rezo del rosario que realizan en familia, y los días de fiesta oye Misa. Incluso se confiesa de vez en cuando. Pero todo ello no impide que haga proposiciones deshonestas a la inocente María, que en un principio no comprende. Más tarde, al adivinar las intenciones perversas del muchacho, la joven está sobre aviso y rechaza la adulación y las amenazas. Suplica a su madre que no la deje sola en casa, pero no se atreve a explicarle claramente las causas de su pánico, pues Alessandro la ha amenazado: -Si le cuentas algo a tu madre, te mato. Su único recurso es la oración. La víspera de su muerte, María pide de nuevo llorando a su madre que no la deje sola, pero, al no recibir más explicaciones, ésta lo considera un capricho y no concede ninguna importancia a aquella reiterada súplica.

El 5 de julio, a unos cuarenta metros de la casa, están trillando las habas en la era. Alessandro lleva un carro arrastrado por bueyes. Lo hace girar una y otra vez sobre las habas extendidas en el suelo. Hacia las tres de la tarde, en el momento en que María se encuentra sola en casa, Alessandro dice:

-Assunta, ¿quiere hacer el favor de llevar un momento los bueyes por mí? Sin sospechar nada, la mujer lo hace. María, sentada en el umbral de la cocina, remienda una camisa que Alessandro le ha entregado después de comer, mientras vigila a su hermanita Teresina, que duerme a su lado.

-¡María!, grita Alessandro. -¿Qué quieres? -Quiero que me sigas. -¿Para qué? -¡sígueme! -Si no me dices lo que quieres, no te sigo. Ante semejante resistencia, el muchacho la agarra violentamente del brazo y la arrastra hasta la cocina, atrancando la puerta. La niña grita, pero el ruido no llega hasta el exterior. Al no conseguir que la víctima se someta, Alessandro la amordaza y esgrime un puñal. María se pone a temblar pero no sucumbe. Furioso, el joven intenta con violencia arrancarle la ropa, pero María se deshace de la mordaza y grita: -No hagas eso, que es pecado... Irás al infierno. Poco cuidadoso del juicio de Dios, el desgraciado levanta el arma: -Si no te dejas, te mato. Ante aquella resistencia, la atraviesa a cuchilladas. La niña se pone a gritar: -¡Dios mío! ¡Mamá!, y cae al suelo. Creyéndola muerta, el asesino tira el cuchillo y abre la puerta para huir, pero, al oírla gemir de nuevo, vuelve sobre sus pasos, recoge el arma y la traspasa otra vez de parte a parte; después, sube a encerrarse a su habitación.

María ha recibido catorce heridas graves y se ha desvanecido. Al recobrar el conocimiento, llama al señor Serenelli: -¡Giovanni! Alessandro me ha matado... Venga. Casi al mismo tiempo, despertada por el ruido, Teresina lanza un grito estridente, que su madre oye. Asustada, le dice a su hijo Mariano: -Corre a buscar a María; dile que Teresina la llama. En aquel momento, Giovanni Serenelli sube las escaleras y, al ver el horrible espectáculo que se presenta ante sus ojos, exclama: -¡Assunta, y tú también, Mario, venid!. Mario Cimarelli, un jornalero de la granja, trepa por la escalera a toda prisa. La madre llega también: -¡Mamá!, gime María. -¡Es Alessandro, que quería hacerme daño! Llaman al médico ya los guardias, que llegan a tiempo para impedir que los vecinos, muy excitados, den muerte a Alessandro en el acto.

¡NI UNA GOTA DE AGUA!

Después de un largo y penoso viaje en ambulancia, hacia las ocho de la tarde, llegan al hospital. Los médicos se sorprenden de que la niña todavía no haya sucumbido a sus heridas, pues ha sido alcanzado el pericardio, el corazón, el pulmón izquierdo, el diafragma y el intestino. Al comprobar que no tiene cura, mandan llamar al capellán. María se confiesa con toda lucidez. Después, los médicos le prodigan sus cuidados durante dos horas, sin dormirla. María no se lamenta, y no deja de rezar y de ofrecer sus sufrimientos a la santísima Virgen, Madre de los Dolores. Su madre consigue que le permitan permanecer a la cabecera de la cama. María aún tiene fuerzas para consolarla: -Mamá, querida mamá, ahora estoy bien... ¿Cómo están mis hermanos y hermanas?

A María la devora la sed: -Mamá, dame una gota de agua. -Mi pobre María, el médico no quiere, porque sería peor para ti. Extrañada, María sigue diciendo: -¿Cómo es posible que no pueda beber ni una gota de agua? Luego, dirige la mirada sobre Jesús crucificado, que también había dicho ¡Tengo sed!, y se resigna. El capellán del hospital la asiste paternalmente y, en el momento de darle la sagrada Comunión, la interroga: -María, ¿perdonas de todo corazón a tu asesino? Ella, reprimiendo una instintiva repulsión, le responde: -Sí, lo perdono por el amor de Jesús, y quiero que él también venga conmigo al paraíso. Quiero que esté a mi lado... Que Dios lo perdone, porque yo ya lo he perdonado. En medio de esos sentimientos, los mismos que tuvo Jesucristo en el Calvario, María recibe la Eucaristía y la Extremaunción, serena, tranquila, humilde en el heroísmo de su victoria. El final se acerca. Se le oye decir: -Papá. Finalmente, después de una postrera llamada a María, entra en la gloria inmensa del paraíso. Es el día 6 de julio de 1902, a las tres de la tarde. No había cumplido los doce años.

ESTÁ PERDIENDO EL TIEMPO, MONSEÑOR

El juicio de Alessandro tiene lugar tres meses después del drama. Aconsejado por su abogado, confiesa: -Me gustaba. La provoqué dos veces al mal, pero no pude conseguir nada. Despechado, preparé el puñal que debía utilizar. Es condenado a treinta años de trabajos forzados. Aparenta no sentir ningún remordimiento del crimen. A veces se le oye gritar:

-¡Anímate, Serenelli, dentro de veintinueve años y seis meses serás un burgués! Pero María no lo olvida. Unos años más tarde, monseñor Blandini, obispo de la diócesis donde está la prisión, siente la inspiración de visitar al asesino para encaminarlo al arrepentimiento. -Está perdiendo el tiempo, monseñor -afirma el carcelero-, ¡es un duro! Alessandro recibe al obispo refunfuñando, pero ante el recuerdo de María, de su heroico perdón, de la bondad y de la misericordia infinitas de Dios, se deja alcanzar por la gracia. Después de salir el prelado, llora en la soledad de la celda, ante la estupefacción de los carceleros.

Una noche, María se le aparece en sueños, vestida de blanco en los jardines del paraíso. Trastornado, Alessandro escribe a monseñor Blandino: "Lamento sobre todo el crimen que cometí porque soy consciente de haberle quitado la vida a una pobre niña inocente que, hasta el último momento, quiso salvar su honor, sacrificándose antes que ceder a mi criminal voluntad. Pido perdón a Dios públicamente, ya la pobre familia, por el enorme crimen que cometí. Confío obtener también yo el perdón, como tantos otros en la tierra". Su sincero arrepentimiento y su buena conducta en el penal le devuelven la libertad cuatro años antes de la expiración de la pena. Después, ocupará el puesto de hortelano en un convento de capuchinos, mostrando una conducta ejemplar, y será admitido en la orden tercera de san Francisco.

Gracias a su buena disposición, Alessandro es llamado como testigo en el proceso de beatificación de María. Resulta algo muy delicado y penoso para él, pero confiesa: "Debo reparación, y debo hacer todo lo que esté en mi mano para su glorificación. Toda la culpa es mía. Me dejé llevar por la brutal pasión. Ella es una santa, una verdadera mártir. Es una de las primeras en el paraíso, después de lo que tuvo que sufrir por mi causa".

En la Navidad de 1937, se dirige a Corinaldo, lugar donde se había retirado con sus hijos Assunta Goretti. Lo hace simplemente para hacer reparación y pedir perdón a la madre de su víctima. Nada más llegar ante ella, le pregunta llorando. -Assunta, ¿puede perdonarme? -Si María te perdonó -balbucea-, ¿cómo no voy a perdonarte yo? El mismo día de Navidad, los habitantes de Corinaldo se ven sorprendidos y emocionados al ver aproximarse a la mesa de la Eucaristía, uno junto a otro, a Alessandro y Assunta.

"¡MIRADLA!"

La influencia de María Goretti, canonizada como mártir por el Papa Pío XII el 26 de junio de 1959, continúa en nuestros días. El Papa Juan Pablo II la presenta especialmente como modelo para los jóvenes: "Nuestra vocación por la santidad, que es la vocación de todo bautizado, se ve alentada por el ejemplo de esta joven mártir. Miradla, sobre todo vosotros los adolescentes, vosotros los jóvenes. Sed capaces, como ella, de defender la pureza del corazón y del cuerpo; esforzaos por luchar contra el mal y el pecado, alimentando vuestra comunión con el Señor mediante la oración, el ejercicio cotidiano de la mortificación y la escrupulosa observancia de los mandamientos" (29 de septiembre de 1991).

La realidad y el poder de la ayuda divina se manifiestan de una manera particularmente tangible en los mártires. Elevándolos al honor de los altares, "la Iglesia ha canonizado su testimonio y declara verdadero su juicio, según el cual el amor implica obligatoriamente el respeto de sus mandamientos, incluso en las circunstancias más graves, y el rechazo de traicionarlos, aunque fuera con la intención de salvar la propia vida" (Veritatis Splendor, 91). Indudablemente, pocas personas son llamadas a padecer el martirio de la sangre. Sin embargo, ante las múltiples dificultades, que incluso en las circunstancias más ordinarias puede exigir la fidelidad al orden moral, el cristiano, implorando con su oración la gracia de Dios, está llamado a una entrega a veces heroica. Le sostiene la virtud de la fortaleza, que -como enseña san Gregorio Magno- le capacita para amar las dificultades de este mundo a la vista del premio eterno" (id, 93).

Por eso el Papa no teme decir a los jóvenes: "No tengáis miedo de ir contracorriente, de rechazar los ídolos del mundo", y explica: "Mediante el pecado, damos la espalda a Dios, nuestro único bien, y elegimos ponernos del lado de los ídolos que nos conducen a la muerte ya la condenación eterna, al infierno". María Goretti "nos alienta a experimentar la alegría de los pobres que saben renunciar a todo con tal de no perder lo único que es necesario: la amistad de Dios... Queridos jóvenes, escuchad la voz de Cristo que os llama, también a vosotros, al estrecho sendero de la santidad" (29 de septiembre de 1991).

Santa María Goretti nos recuerda que "el estrecho sendero de la santidad" pasa por la fidelidad a la virtud de la castidad. En nuestros días, con frecuencia, la castidad es objeto de burla y de desprecio. El cardenal López Trujillo escribe al respecto: "Para algunas personas que se hallan en ambientes donde se ofende y se desacredita la castidad, vivir castamente puede exigir una dura lucha, a veces heroica. De todas formas, con la gracia de Cristo, que se desprende de su amor de Esposo por la Iglesia, todos pueden vivir castamente, incluso si se hallan en circunstancias poco favorables a ello" (“Verdad y sentido de la sexualidad humana”, Consejo pontifical para la familia, 8 de diciembre de 1995, 19).

UN LARGO Y LENTO MARTIRIO

Conservar la castidad implica rechazar ciertos pensamientos, frases y actos pecaminosos, así como huir de las ocasiones de pecado. "Que la alegre infancia y la ardiente juventud aprendan a no abandonarse desesperadamente a los gozos efímeros y vanos de la voluptuosidad, ni a los placeres de los vicios embriagadores que destruyen la apacible inocencia, engendran sombría tristeza y debilitan más pronto o más tarde las fuerzas del espíritu y del cuerpo", advertía el Papa Pío XII con motivo de la canonización de Santa María Goretti. El Catecismo de la Iglesia católica recuerda lo siguiente: "O el hombre controla sus pasiones y obtiene la paz, o se deja dominar por ellas y se hace desgraciado" (2339). Por eso resulta necesario seguir un modelo de vida que "requiera mucha fuerza, una constante atención y una renuncia valiente a las seducciones del mundo. Debemos ser capaces de vigilar incesantemente, sin desistir bajo ningún pretexto... hasta el término de nuestro recorrido terrenal. En definitiva, se trata de una lucha contra sí mismo que podemos asimilar a un largo y lento martirio. El Evangelio nos exhorta con claridad a emprender esa lucha: El Reino de los cielos sufre violencia, y los violentos -los que se esfuerzan- la conquistan. (Mt 11:12). (Juan Pablo II, id).

Para poder crear un clima favorable a la castidad, es importante practicar la modestia y el pudor en la manera de hablar, de actuar y de vestir. Con esas virtudes, la persona es respetada y amada por sí misma, en lugar de ser contemplada y tratada como objeto de placer. De ese modo, los padres deberán velar para que ciertas modas no profanen la casa, en especial a través de un mal uso de los medios de comunicación de masas. Habrá que animar a los niños y adolescentes a estimar y practicar el dominio de sí mismos, a ser discretos, a vivir con orden, a realizar sacrificios personales en medio de un espíritu de amor por Dios y de generosidad hacia los demás, sin sofocar los sentimientos y las tendencias de cada uno, sino canalizándolas hacia una vida de virtud (cfr. “Consejo pontifical para la familia”, íd. 56,-58). Siguiendo el ejemplo de María Goretti, los jóvenes descubrirán "el valor de la verdad que libera al hombre de la esclavitud de las realidades materiales", y podrán "descubrir el gusto por la auténtica belleza y por el bien que vence al mal" (Juan Pablo II, íd).

¡Santa María Goretti, consigue para nosotros de Dios, mediante la intercesión de la santísima Virgen y de san José, esa fuerza sobrenatural que te hizo preferir la muerte al pecado, a fin de que podamos seguir tus luminosas huellas con alegría, con energía y con afán!

(Dom Antoine Marie, OSB Abadía de Saint Joseph de Clairval, Texto extraído de la revista Ave María, nº 667,

 

María Goretti, un ejemplo para adolescentes y jóvenes

(Juan Pablo II consagró su intervención de un domingo, antes de rezar la oración mariana del «Angelus», a recordar el ejemplo de amor dejado por santa María Goretti, al cumplirse el centenario de su fallecimiento).

Ciudad del Vaticano, miércoles 7 de julio 2002.

¡Queridos hermanos y hermanas!

1. Hace cien años, el 6 de julio de 1902, moría María Goretti, gravemente herida el día anterior por la ciega violencia que le había agredido. Mi venerado predecesor, el siervo de Dios Pío XII, la proclamó santa en 1950, proponiéndola a todos como modelo de valiente fidelidad a la vocación cristiana hasta el supremo sacrificio de la vida.

He querido recordar esta importante fecha con un mensaje especial dirigido al obispo de Albano, subrayando la actualidad de esta mártir de la pureza, deseando que sea más conocida por los adolescentes y los jóvenes.

Santa María Goretti es un ejemplo para las nuevas generaciones, amenazadas por una mentalidad de falta de compromiso, a la que les cuesta comprender la importancia de los valores sobre los que no es lícito llegar a compromisos.

2. Si bien tenía poca instrucción escolar, María, que no había cumplido todavía los doce años, poseía una personalidad fuerte y madura, formada por la educación religiosa recibida en su familia. De este modo, fue capaz no sólo de defender su propia persona con castidad heroica sino incluso perdonar a su asesino.

Su martirio recuerda que el ser humano no se realiza siguiendo sus impulsos de placer, sino viviendo su propia vida en el amor y la responsabilidad.

Sé muy bien, queridos jóvenes, que sois sumamente sensibles a estos ideales. En espera de encontrarme con vosotros dentro de dos semanas en Toronto, quisiera repetiros hoy: ¡no dejéis que la cultura del tener y del placer adormezca vuestras conciencias! Sed «centinelas» despiertos y vigilantes para ser auténticos protagonistas de una nueva humanidad.

3. Dirijámonos ahora a la Virgen, de quien santa María Goretti lleva el nombre. Que la criatura más pura ayude a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo, en especial a los jóvenes, a redescubrir el valor de la castidad y a vivir las relaciones interpersonales en el respeto recíproco y en el amor sincero.


24. Autor: Neptalí Díaz Villán CSsR.                  Fuente: www.scalando.com 

 

LA GRANDEZA DE UN PUEBLO

 

Un misionero que trabaja en África me dijo: “Siento admiración cuando voy por las grandes ciudades de Estados Unidos y Europa, y veo la majestuosidad de sus construcciones, sus vías, sus museos, todo su desarrollo. Pero me repugna a su vez saber que gran parte de ese “desarrollo” lo tienen gracias al saqueo de sus antiguas o nuevas colonias en África y Latinoamérica”. Elevaron muy alto su nivel de vida y no están dispuestos a ceder un milímetro, aún a costa de la explotación y la miseria para muchos pueblos.

 

Causan admiración las pirámides de Egipto. ¿Pero cuántos miles de esclavos fueron obligados a entregar sus vidas para hacer posible la ostentación funeraria de los faraones y su deseo de inmortalidad? El faraón Keops (2638-2613 a.C.), segundo de la IV Dinastía, tuvo como proyecto central de su gobierno la construcción de la Gran Pirámide de Gizeh. Un monumento colosal que hoy es conocido como una de las siete maravillas del mundo antiguo. Desde su barco funerario solar de 38 metros, esperaba transportar su alma a través de los cielos, siguiendo al dios Sol. ¿Qué bien le hizo a la gente semejante sacrificio humano?

 

Al pueblo de Israel también le causaba admiración la grandeza de los pueblos vecinos. Envidiaba sus ejércitos, sus grandes construcciones, su comercio y todo su poder. Sus dioses por supuesto, pues pensaba que ellos les daban el poder y la fuerza a los humanos para tener ese desarrollo.

 

Muchos en Israel se dejaron tentar, abandonaron el proyecto tribal y la ley en general, que los identificaban como pueblo, y asumieron la identidad de sus vecinos. Quisieron tener un rey como todos los pueblos grandes, quisieron tener varios dioses, como todos los pueblos grandes. Quitaron del centro de su vida religiosa al Dios de Israel y lo reemplazaron por otros dioses. Ésto fue lo que se llamó la idolatría. Pero se fueron por leche y terminaron ordeñados. Pues lo que hacía posible todo ese esplendor era el sistema esclavista que explotaba una gran masa humana tratada como una mercancía más.

 

El libro del Deuteronomio propone otro tipo de grandeza. Claro que el Dios de Israel quería que su pueblo fuera grande, pero no tanto por las fastuosas construcciones que solo servían para llenar los vacíos existenciales de los reyes. La grandeza del pueblo de Dios deberían ser sus mandamientos y decretos justos, que hacían posible una vida digna para todas las personas.[1] Así mismo, la gloria de Dios se da de manera especial cuando se genera vida digna para los seres humanos, no tanto “construyéndole” un gran templo para saciar los delirios de grandeza de los sumos sacerdotes y el vano orgullo de todos los fieles.[2] ¿Cómo ser realmente grandes en sentido humanitario? ¿Cómo queremos rendirle hoy culto al Señor?

 

 

PUREZA

 

Sucedió con el pueblo de Israel. Sucedió con las comunidades cristianas. Sucede con los clubes, con el matrimonio, con nuestra iglesia, con las instituciones en general y con todo lo humano. Al principio de una obra hay entusiasmo, deseos por entregarlo todo para sacarlo adelante. Una vez consolidada la obra o incluso antes, vienen la rutina,  el funcionalismo y el ritualismo. Los ánimos caen.

 

El empuje de las tribus lideradas por los jueces, poco a poco fue cayendo en la rutina, en el cansancio institucional. Maduraron en algunas cosas pero a su vez se fueron llenando tradicionalismos, auspiciados por algunos dirigentes que se servían de la religión para su propio beneficio, robándole el verdadero sentido. Las primeras comunidades cristianas vivieron su propio proceso. Después de un tiempo de dedicación y fervor por la misión, los ánimos comenzaron a ceder y las comunidades cayeron en relaciones puramente funcionales. De este modo se perdía la fraternidad que le daba sentido a la unidad y se hundían en una sofocante rutina que le quitaba valor a su ser y quehacer.

 

El evangelio responde a esa realidad. A Jesús lo atacaron porque sus discípulos no guardaban unas tradiciones inservibles que escondían detrás des sí la hipocresía de los que las practicaban. Mientras favorecían una supuesta pureza ritual, olvidaban lo esencial: el bienestar de las personas. Jesús aprovechó para hacer una crítica a ese tipo de religiosidad vacía, ritualista y mercantil que les hacía olvidar lo importante y enfatizar en las banalidades.

 

Para Jesús el culto verdadero llevaba consigo una vida honesta delante de Dios y de los hermanos. Para él la suciedad no consistía en dejar de hacer unos ritos vacíos, sino en olvidarse de los necesitados y en aprovecharse de los demás tratándolos como cosas que se utilizan y se botan, y no como seres humanos con igualdad de derechos. Y la suciedad más descarada era la que se ocultaba detrás de la pureza legal y de una santidad socarrona.

 

Pero no critiquemos tanto a los fariseos de esa época, porque el fariseismo no es historia. Lo reencauchamos cada vez que domesticamos el evangelio y lo reducimos a una serie cánones que se deben cumplir si no queremos pecar. Caemos en lo mismo cuando criticamos y hasta enjuiciamos a los demás, por no cumplir las normas que a lo largo de la tradición cristiana hemos inventado, olvidándonos de lo esencial. Algunas normas y tradiciones tuvieron validez en su época, pero el ser humano no es estático, es dinámico y cambia con el mundo en continua evolución.

 

Vale la pena evaluar hoy nuestra vivencia religiosa, y revisar nuestra normatividad a la luz del evangelio y de los signos de los tiempos. La música, los ritos, la disciplina, la institución, las estructuras en general, son un medio necesario para vivir una fe auténtica que nos haga crecer como personas. Pero si las absolutizamos y defendemos enfermizamente como algo revelado, estático e incambiable por los siglos de los siglos, las convertimos no solo en un estorbo sino en un veneno mortal que mata el espíritu[3] y convierte el hermoso camino de Jesús en una pieza de museo.

 


[1] “… ¡Qué pueblo tan sabio y tan inteligente es esa gran nación! Pues ¿qué nación, por grande que sea, tiene un dios tan cerca como lo está el Señor nuestro Dios, siempre que lo invocamos? ¿Y cuál de las grandes naciones tiene unos mandatos y decretos tan justos como toda esta ley que les promulgo hoy?” (1ra lect.)

[2] “Así dice el Señor: El cielo es mi trono y la tierra el estrado de mis pies: ¿Qué templo podrán construirme?: ¿O qué lugar para mi descanso? Todo esto lo hicieron mis manos, todo es mío – oráculo del Señor -. En ése pondré mis ojos: en el humilde y el abatido que se estremece ante mis palabras.” (Is 66,1-2)

[3] La carta de Santiago (2da lect.)nos cuestionaba sobre lo mismo. Debemos estar en guardia para no convertir la fe en una religión ritualista y de prácticas piadosas sin un sentido humano.

 


 

25.  Evangelio del domingo: Trasplante de corazón

Meditación del padre Pedro García, misionero claretiano

ROMA, viernes, 28 de agosto de 2009 (ZENIT.org).- Publicamos la meditación que ha escrito el padre Pedro García, misionero claretiano, conocido evangelizador en América Central, sobre el Evangelio de este domingo (Marcos 7,1-23), vigésimo segundo del Tiempo Ordinario.

 

* * *

 

El Evangelio de Marcos que nos trae este domingo es curioso y nos enseña una lección, aparentemente muy elemental, pero que tiene una gran repercusión en la vida del hombre, especialmente del cristiano.

Todo empieza por culpa de los mismos escribas y fariseos, maestros de Israel, cuyas prácticas religiosas --rigurosas, infantiles y hasta ridículas muchas veces, inventadas por ellos mismos, o recibidas de sus antepasados--, chocaban con la libertad sana, ecuánime y seria que Jesús practica con sus discípulos.

Jesús se atiene a la Ley, mientras que los escribas y fariseos desvirtúan la Ley con sus añadiduras tan divertidas... Así es que empiezan por preguntarle a Jesús: "¿Por qué tus discípulos -no se atreven a decirle: empezando por ti mismo-, comen con manos impuras, sin lavarse antes, rompiendo así la tradición de los mayores?".

Podía seguir inmediatamente la respuesta de Jesús, pero Marcos -que escribe en Roma para los romanos que no conocen las costumbres de Israel- añade un inciso muy simpático: "Y es que los fariseos, y todos los judíos amaestrados por ellos, no comen si no se lavan antes las manos hasta el codo, y al volver del mercado no comen sin haber asperjado los alimentos. Y conservan otras muchas costumbres, como lavar bien los vasos, jarras, vajilla de cobre y hasta los divanes".

Como ven que Jesús no hace cuestión de semejantes tonterías, le preguntan casi furiosos: "¿Por qué tus discípulos comen con manos inmundas, sin hacer caso a la tradición de los mayores?".

La respuesta de Jesús va a ser contundente: "¿Y por qué vosotros, por conservar esas costumbres de los hombres, os pasáis por alto el mandato de Dios? Sois un pueblo que honra a Dios con los labios, pero el corazón lo tenéis bien lejos de Dios".

Jesús no quiere seguir discutiendo. Prefiere volverse a los discípulos y a la gente sencilla que le rodea, para enseñarles una verdad muy profunda.

"¡A ver si me entienden todos bien! Nada de lo que entra en el hombre le hace malo, sino lo que sale del hombre lo mancha y lo hace malo de verdad. Porque, a ver: ¿dónde nacen las cosas malas que hacen los hombres? ¿Nacen dentro o fuera del hombre? ¿No es verdad que dentro? Porque de dentro, o sea, del corazón, salen todas las malas intenciones: las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, la avaricia, la maldad, el engaño, la deshonestidad, la envidia, la calumnia, la soberbia, la necedad. ¿De dónde salen todas estas acciones sino del corazón? ¡Todos estos actos malos, y no el comer sin lavarse las manos, son los que manchan de verdad a una persona!..."

Jesús no había estudiado sicología en ninguna universidad. Pero Jesús, el formador del corazón del hombre, y observador muy atento siempre, ganaba en sicología a cualquier profesor...

Efectivamente, podemos considerar cada acción que hacemos como una criatura que nace de nosotros. La hemos concebido en nuestra mente y gestado en nuestro corazón. Le hemos dado mil vueltas antes de llevarla a la práctica. Hemos mirado los pros y los contras. Realizarla es como darla a luz. Nace la criatura que nosotros hemos concebido voluntariamente.

Entonces, viene la sinceridad con nosotros mismos.

¿Una acción buena? Ha tenido una gestación muy feliz dentro de nuestra cabeza y de nuestro corazón.

¿Una acción mala? Ha tenido, por desgracia también, una gestación muy larga. Por lo mismo, somos responsables de nuestras acciones, de las buenas como de las malas...

Es muy cierto aquel principio de sicología y de moral aplicado a los males que una persona comete y de los cuales nos habla Jesús en este Evangelio tan grave: "Nadie se hace malo de repente. Empiezan por cosas muy pequeñas los que caen después en cosas muy graves".

¿Por dónde se comienza? Normalmente por un simple pensamiento: "¡Qué bien que me iría hacer eso!...". Ya está dentro el germen del mal. Después, viene el darle vueltas y más vueltas ilusionándose por ello: "¿Y si lo hiciera?". Finalmente, viene el realizarlo: "¿Y por qué no lo voy a hacer? ¡Pues, claro que sí!". Este es el proceso de lo que hoy nos habla Jesús. ¡De dentro, de dentro ha venido todo el mal!....

Ahora, si se quiere prevenir el mal, o rectificar después de cometido el disparate, vendrá el volverse a la razón y, sobre todo, al mismo Jesucristo.

A la razón, primeramente. Y aquí nos vienen los versos del poeta latino: "¡Al tanto con los principios! La medicina llega tarde cuando los males han crecido mucho por haber retrasado el remedio...". Al pensamiento y al deseo hay que atajarles el camino cuanto antes.

Si miramos ahora a Jesucristo, nos viene sin más a la memoria lo de San Pablo: "Tened los mismos sentimientos que el Señor Jesús". Hoy, nos gustaría traducir este consejo del Apóstol con una expresión como ésta: "¡Un trasplante de corazón!". Que desaparezca de nuestro pecho ese corazón nuestro tan lleno de imperfecciones, para meter dentro, en sustitución, el mismo Corazón de Cristo. Éste sí que sería remedio de remedios...

¡Señor Jesucristo!

El mundo padece de muchos males, es cierto, y Tú diagnosticas acertadamente su origen más profundo. ¿Por qué no nos cambias el corazón? ¿Por qué los tuyos -nosotros, al menos- no pensamos como Tú, no amamos como Tú, no somos puros y bondadosos y generosos como Tú, para no producir más que obras buenas que sanearían el mundo?... Jesucristo, cirujano divino, ¡cámbianos el corazón!

 


 

26. Fray Nelson Medina, op.

Temas de las lecturas: No añadáis nada a lo que os mando. . ., así cumpliréis los preceptos del Señor. * Llevad a la práctica la palabra * Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres.

1. El mal viene de dentro

1.1 ¿Has visto con cuánta facilidad los niños buscan disculpas a sus equivocaciones o errores? La palabra "disculpa" alude a quitarse una culpa, pero eso en realidad no sucede así. La mayor parte de las dis-culpas lo que pretenden es disolver, diluir, ocultar la culpa, pero no la admiten, ni la reconocen, ni la sanan.

1.2 Estas reflexiones nacen del evangelio de hoy. Jesús se opone a una visión simple e irresponsable que quiere encontrar las causas de la impureza afuera del hombre, causando un grave engaño implícito: "por fuera me ensucian pero por dentro soy limpio". Lo grave, en efecto, de la postura de los fariseos es eso: mientras miran lo sucio como algo "exterior", se están declarando interiormente limpios. Y el que se cree limpio no se limpia.

1.3 Eso explica la actitud fuerte, casi punzante, de Jesucristo. Él ha venido precisamente a traer salud, pureza, verdad. Aquel que ya se considera sano, puro y verdadero no tiene qué recibir de Jesús. Esto significa que lo que nos puede parecer simple disgusto o ira de Cristo en realidad es fruto de un amor que no quiere que nos engañemos ni quiere que perdamos los dones y bendiciones que él ha venido a traernos y por los que ciertamente entregó hasta su propia sangre.

2. Una palabra para tu vida

2.1 Tanto la primera como la segunda lectura de este domingo nos hablan de un tema muy hermoso y práctico: la Palabra que Dios nos ha dado pertenece al ámbito de la vida. No podemos separar la vida de la palabra ni la palabra de la vida.

2.2 El mandamiento no es un capricho; no es la exigencia de un Dios que se alimenta de ver nuestros rostros desencajados por el esfuerzo. El objetivo del mandamiento es claro en la Biblia: los israelitas han de practicar la voluntad del Señor "para que puedan vivir y entren a tomar posesión de la tierra que el Señor, Dios de sus padres les va a dar", según dice la lectura de hoy.

2.3 Y esto es verdad para todo mandato que viene de Dios. Desde la moral sexual hasta la justicia social el propósito de los mandamientos es que tengamos vida, que no nos dejemos encadenar por las seducciones que acaban en muerte, especialmente muerte de los más pobres. Por eso una señal, la gran señal, de la religión pura es, en palabras del apóstol Santiago, "visitar a huérfanos y viudas en sus tribulaciones y en guardarse de este mundo corrompido".

 



27. La Biblia en su contexto: la "custodia del corazón" constituye la obra por excelencia del hombre espiritual

Orlando Segundo Carmona


El capítulo 7 del Evangelio de Marcos recoge una enseñanza de importancia capital, una enseñanza que por sí misma constituye una de las cumbres de la historia religiosa de todos los tiempos. El pasaje Mc 7,1-8.14-15 toma como punto de partida la pregunta que le hacen a Jesús los fariseos y los maestros de la Ley -las personas calificadas del ambiente religioso y cultural de aquel tiempo relacionada con el uso judío de las abluciones. A la ley mosaica sobre la pureza ritual (cf.vv. 3ss; Lv 11-15; Dt 14,3-21) habían ido añadiéndose cada vez más prescripciones, que, transmitidas oralmente, eran consideradas vinculantes, con la misma fuerza que la ley escrita y, como ésta, reveladas por YHWH. A Jesús se le interroga sobre la inobservancia de tales prescripciones («la tradición de los antepasados»: v. 5) por parte de sus discípulos. Jesús no responde directamente, sino que, citando Is 29,13, saca a la luz lo falso y vacío que es el modo de obrar de los fariseos: su culto es sólo formal, dado que a la exterioridad de los ritos y de la observancia de la Ley no le corresponden el sentimiento interior y la práctica de vida coherente. La tradición de los hombres acaba así por sobreponerse y cubrir el mandamiento de Dios (v. 8).
 
En los w. 14ss se afirma el criterio básico de la moral universal, introducido por la invitación: «Escuchadme todos». Todas las cosas creadas son buenas, según el proyecto del Creador (cf. Gn 1), y, por consiguiente, no pueden ser impuras ni volver impuro a nadie. Lo que puede contaminar al hombre, haciéndole incapaz de vivir la relación con Dios, es su pecado, que radica en el corazón. El corazón del hombre, por tanto, es el centro vital y el centro de las decisiones de la persona humana, del que depende la bondad o la maldad de las acciones, palabras, decisiones. No corresponde a la voluntad de Dios ni se está en comunión con él multiplicando la observancia formal de leyes con una rigidez escrupulosa, sino purificando el corazón, iluminando la conciencia de manera que las acciones que llevemos a cabo manifiesten la adhesión al mandamiento de Dios, que es el amor.
 
En este sentido, la "custodia del corazón" constituye la obra por excelencia del hombre espiritual, la única verdaderamente esencial. En esta lucha es menester ejercitarse: es preciso, en primer lugar, saber discernir nuestras propias tendencias pecaminosas, nuestras propias debilidades, las tendencias negativas que nos marcan de un modo particular; en consecuencia, hemos de llamarlas por su nombre, asumirlas y no removerlas y, por último, sumergirnos en la larga y fatigosa lucha dirigida a hacer reinar en nosotros la Palabra y la voluntad de Dios.