24 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO XX -
CICLO C
13-24
13. GUERRA Y PAZ
Hace muy pocos domingos nos presentaba la liturgia aquella escena de «María la hermana de Marta, sentada a los pies de Jesús, escuchando su palabra ». Al contemplarla, quizá pudimos caer en la parcialidad de creer que, únicamente creando un ambiente de este estilo, conseguiremos la implantación del Reino: en el remanso de paz de Betania. Vida y dulzura. Un hogar desahogado en el que descanse Jesús, y también nosotros. El cielo en la tierra.
Un vistazo al evangelio de hoy: «Yo no he venido a traer la paz, sino la guerra. En adelante, en una misma familia estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre. . . »
De esta página salió sin duda, hace unos lustros, la obsesión de presentarnos la figura, también parcial, de un Jesús «revolucionario». Para que calara la idea la ilustraban con posters del Che Guevara y otros líderes parecidos.
Pues bien: ¿con qué Jesús nos quedamos: con ese que busca «la paz» en Betania o con este otro que parece estar destinado «a dividir» a los mismos miembros de una familia? Una cosa debe quedar clara desde el principio. La paz, la verdadera paz, la que Cristo vino a traer a la tierra, no puede consistir en una especie de conformismo resignado ante las injusticias reinantes, en una apática indiferencia ante las grandes desigualdades y marginaciones humanas, en un sistemático silencio ante el pecado por miedo a perder nuestro «status» bonancible, en un «hacer la vista gorda», en una palabra, ante las tropelías y atropellos. Ved al bueno de Jeremías en la primera lectura de hoy. Se sentía atrapado entre dos amores: el amor a Dios por quien había sido elegido como profeta y el amor entrañable a su pueblo, al que veía descarriarse del verdadero camino. ¿Qué hacer? ¿Cerrar los ojos y la boca ante aquel desvío obstinado? ¿O condenar su conducta, aunque esta denuncia le acarreara la muerte? ¿Cuál es el papel del Magisterio de la Iglesia, de los educadores, de los padres, de los sacerdotes, de los simples cristianos que solemos autocalificarnos, y con razón, de «profetas»? ¿Cuál es nuestro papel? ¿Liarnos la manta a la cabeza, dejarnos adormecer en la blanda almohada del conformismo, irnos declarando en retirada de trinchera en trinchera...? ¿O dar testimonio de nuestra fe trasmitiendo el «mensaje» que hemos recibido?
El ejemplo auténtico, como siempre, está en Jesús: «Yo no he venido a traer fuego a la tierra y lo que quiero es que arda». A su madre, que «meditaba todas estas cosas en su corazón, aunque no las entendía», Simeón le anunció: «Este niño será blanco de contradicción entre las gentes». Y así fue. Su pueblo, tal como lo dijo Jesús, quedó dividido entre «padres e hijos, yernos y suegros, hermanas y hermanos». Y pidió su muerte. En cuanto a los «poderes establecidos», tanto civiles como religiosos, no vieron en El otra cosa que un estorbo para la paz que ellos querían. Y lo condenaron. Solamente al final, cuando vieron que desde la cruz «no fulminaba» a sus verdugos sino que «les perdonaba porque no sabían lo que hacían», empezaron a entender qué paz traía Jesús.
-Era, en primer lugar, la Paz con Dios.-Un día había dicho: «Mi Padre y yo somos una misma cosa». En coherencia con ese convencimiento, dijo más tarde: «mi alimento consiste en hacer la voluntad de mi Padre». Y el broche final lo puso cuando, al aceptar la muerte, dijo: «no se haga mi voluntad, sino la tuya».
-Paz consigo mismo, en segunda lugar.-Lo proclamó: «Yo he venido para dar testimonio de la verdad». Tras de esa «verdad» caminó siempre, aunque no le secundaran y aunque esa verdad le condujera a la muerte. Porque, El siempre aseguró que «la verdad nos hará libres».
-Finalmente, una paz con todos y para todos.-Pues, aunque aseguró que «sólo los violentos consiguen el Reino de Dios», no defendía más violencia que la que uno se hace a sí mismo precisamente para no ser nunca violento. Por eso había enseñado «a poner la otra mejilla» y a saber «ser perseguidos por causa de la justicia».
ELVIRA-1.Págs. 255 s.
14.
Frase evangélica: «Tengo que pasar por un bautismo»
Tema de predicación: LA VIOLENCIA DEL REINO
1. En el relato que hace del camino de Jesús de Galilea a Jerusalén, Lucas inserta una serie de enseñanzas relativas a determinadas actitudes cristianas y a los conflictos que originan. En el evangelio de hoy, Jesús, al estilo semita, emplea tres brevísimas parábolas para hablar de fuego, de muerte («pasar por un bautismo») y de división.
2. La imagen bíblica del fuego no habla de destrucción, sino de fuerza de vida, tanto en la historia como en el momento último y decisivo. Según Juan Bautista, Jesús será bautizado «en el Espíritu Santo y en el fuego»; y, según el relato lucano de Pentecostés, el Espíritu es fuego; arder es dar fuego con la llama del Espíritu. La imagen del bautismo, por su parte, alude a las aguas de la prueba o al baño de sangre de la cruz y muerte de Cristo para el perdón de los pecados; los bautizados reciben el Espíritu y el perdón. Por último, los profetas y evangelistas anuncian la llegada del Mesías con la paz; una paz que no es fácil, debido a las divisiones y conflictos que ocasiona la implantación de la justicia; la paz de Cristo no es «tranquilidad», sino cruz y tensión en función del reino.
3. En este pasaje evangélico, Jesús es presentado como aquel que alumbra el fuego de Dios, afronta la muerte para el perdón del pecado y llama a todos rompiendo los lazos del orden injusto.
REFLEXIÓN CRISTIANA:
¿Qué lazos nos atan a determinados valores injustos?
¿Somos capaces de decidir evangélicamente, aunque sea costoso?
CASIANO
FLORISTAN
DE DOMINGO A DOMINGO
EL EVANGELIO EN LOS TRES CICLOS LITURGICOS
SAL TERRAE.SANTANDER 1993.Pág. 297
15.
Las lecturas de hoy son un poco desconcertantes y nos invitan a una vida cristiana hecha de energía y de decisiones dinámicas. Va bien que, de cuando en cuando, la celebración eucarística actúe como de despertador espiritual.
SUPERAR EL CANSANCIO DEL CAMINO Y DE LA CARRERA
La primera lectura nos presenta la figura de Jeremías, un profeta al que no le resultó fácil cumplir su misión. Él hubiera preferido quedarse en su pueblo y llevar una vida tranquila y, en todo caso, anunciar cosas agradables. Pero tuvo que decir palabras duras y aconsejar decisiones que no eran del agrado de las autoridades. Por eso intentaron eliminarle, hacerle callar para siempre, dejándole hundido en el fango del pozo. Pero Jeremías fue valiente hasta el final y siguió proclamando la verdad, aunque eso le trajera incomprensiones y persecuciones. Tuvo momentos en que estuvo tentado de dimitir, pero no lo hizo. También la carta a los Hebreos nos presenta la vida desde su lado dinámico y batallador. Como en una carrera, ante un estadio lleno de gente, nos contemplan miles de personas, nuestros antepasados en la fe y los contemporáneos. ¿Cómo corremos? ¿cómo recibimos y traspasamos el "testigo" de la fe en esta carrera de relevos que es la historia de la comunidad cristiana? No resulta fácil vivir como cristianos en este mundo. A veces nos asalta el miedo o el cansancio.
El autor de la carta propone la fuente de la fortaleza: "fijos los ojos en Jesús, pionero de la fe". Cuando los ciclistas del pelotón miran a su líder y le ven firme en su pedaleo, se animan a seguir. También a él, a Cristo, le resultó difícil terminar la carrera, pero nos dio el mejor ejemplo de fe en Dios y siguió hasta el final, hasta dar su vida por todos. A nosotros se nos invita a seguir el mismo camino: "corramos en la carrera que nos toca sin retirarnos... no os canséis, no perdáis el ánimo". En nuestra lucha contra el mal, no podemos dormirnos.
HE VENIDO A PRENDER FUEGO
Todavía es más sorprendente lo que dice Jesús: que no ha venido a traer paz, sino división, que desea prender fuego a este mundo.
Claro que Jesús quiere la paz. Ha venido a reconciliar al hombre con Dios, a los hombres entre sí, a cada hombre dentro de sí mismo. Llama bienaventurados a los que trabajan por la paz. Pero se ve que hay dos clases de "paz", y hay una que él no quiere: la paz perezosa, la paz hecha de compromisos, la paz de los que se instalan en una vida cómoda y no se deciden a seguir un camino exigente. Para él, la fe está hecha de opciones arriesgadas. Cuando era pequeño y le llevaron al Templo, el anciano Simeón anunció que sería signo de contradicción. No se puede permanecer neutral ante lo que nos propone Jesús, ante la verdad o la mentira, ante el bien o el mal.
"He venido a prender fuego". No habla del fuego que devasta los bosques, sino del fuego de un amor decidido, de una entrega apasionada, como la de él, que ya intuía la cercanía de su muerte, pero continuaba su camino. Es el fuego de su Espíritu, que da a los suyos: en Pentecostés bajó sobre los discípulos como un fuego, y con ese fuego se lanzaron por todo el mundo a anunciar el evangelio. Como han hecho después, durante dos mil años, tantos cristianos, cuyo corazón ardía en el mismo amor de Cristo por la salvación de todos. CRISTIANOS VALIENTES EN EL MUNDO DE HOY
La fe en Cristo es exigente y hasta revolucionaria. El que se acerca a Cristo se quema. No podemos contentarnos con las cosas dulces y consoladoras que leemos en el evangelio, apartando las que nos enfrentan a opciones más conflictivas y costosas.
Vivir en cristiano, hoy, pide de nosotros una actitud dinámica y decidida. No se puede compaginar alegremente el mensaje de Cristo con el de este mundo. No se puede "servir a dos señores". Nos resultará incómodo tener que luchar contra el mal y el pecado y adoptar un estilo de vida como el que nos enseña Cristo, que muchas veces va en contra de la visión humana de las cosas. No podemos seguir con medias tintas. En la moral, por ejemplo, el evangelio es mucho más exigente que las leyes civiles.
Si un atleta se toma la carrera con calma y tiene pereza en despojarse de lo que le estorba, no llegará a la meta y ciertamente no ganará medallas. Ser cristianos pide una opción personal constante y una postura enérgica ante la vida. No podemos ser neutrales. No podemos instalarnos en la comodidad.
La fe no nos exigirá siempre que seamos mártires ni héroes. Pero sí que seamos fuertes y valientes, coherentes con el evangelio de Cristo. Sería una falsa paz la que lográramos con un cristianismo "light", hecho a base de componendas. La paz de Cristo, la más profunda y la que da la verdadera alegría, está hecha de fuego y de lucha y de esfuerzo. Claro que es más "pacífico" que el Papa o los obispos o los cristianos digan sólo palabras de consuelo y halago: pero tienen que decir lo que ellos creen que es la verdad, y eso, muchas veces, suscita reacciones y división.
Las lecturas de hoy nos invitan a no desfallecer en el camino. A no desanimarnos. A seguir con fortaleza de ánimo viviendo en cristiano.
J.
ALDAZÁBAL
MISA DOMINICAL 1998, 11, 13-14
16.
Hay fuegos y fuegos. Fuegos que matan y fuegos que hacen revivir; fuegos que destruyen y fuegos que calientan; fuegos que queman y fuegos que renuevan.
- "En el fuego no estaba el Señor": 1 Reyes 19,12
Jesús nos ha sorprendido hoy con estas palabras: "He venido a prender fuego en el mundo". Pero, ¿de qué fuego habla Jesús? Y, más aún, ¿de qué modo Jesús nos trae el fuego?
Decimos: "Esta persona se enciende en seguida". Así describimos a los que se alarman y se irritan fácilmente. Pero, ¿no es verdad que cuesta imaginar a un Jesús encendido de fanatismo y de ira? El Jesús que expulsa a los mercaderes del templo es un Jesús que, como Elías, está celoso por la causa de Dios. Digámoslo de otra manera: un Jesús que se muestra tierno con los pequeños, que con su sensibilidad cautiva a los pecadores y marginados, que es capaz de mantener una cálida conversación nocturna con un sabio como Nicodemo... y así podríamos continuar. ¿cómo imaginarlo exasperado de cólera? Descartamos, por tanto, en Jesús el fuego de la persona fanatizada, encolerizada. Nos seguimos preguntando: ¿Qué quiere decir Jesús al afirmar que ha venido a prender fuego en el mundo?
- "Será como una bandera discutida; así quedará clara la actitud de muchos corazones": Lucas 2,34)
Hay hombres y mujeres que atraen y arrastran. Su personalidad es capaz de cautivar incluso a aquellos que son muy apáticos. Ante ellos o frente a ellos se hace imposible permanecer indiferente, ya que provocan adhesiones incondicionales o rechazos extremos. No sólo por sus ideas; es su misma vida, su actitud. Así como el fuego de la fragua moldea el hierro o lo deshace, lo une o lo divide, la personalidad de éstos llega a ser para muchos tan decisoria como el fuego.
Imaginemos por un momento a María,la madre de Jesús. Imaginémosla escuchando cómo su hijo se dirige a los discípulos diciéndoles: "Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla! ¿Pensáis que ha venido a traer al mundo paz? No, sino división". Imaginad a María viendo a su hijo cómo hablaba y actuaba. Seguramente que el recuerdo la lleva treinta años atrás, en el templo, cuando el anciano Simeón toma un pequeño de cinco semanas de nombre Jesús y dice a su madre: "Éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida; y a ti una espada te traspasará el alma".
Como el fuego divide el hierro, así Jesús es discutido y contradicho, o bien, amado y seguido. Ante Jesús no valen medias tintas; frente a él, la neutralidad es imposible. Y de nuevo la pregunta: ¿es éste el fuego de Jesús? Ciertamente, ya pisamos terreno de Jesucristo. Pero aún estamos llamados a avanzar más.
- "Como llamaradas": Hechos 2,3
En nuestra historia de salvación hay una persona clave: Jesús. Su vida, su muerte, su resurrección afectan de manera definitiva a nuestras vidas. Clarifican la situación: o con él o contra él. Seguir a Jesús significa dejar que nuestro corazón sea seducido por él, aunque eso implique sufrimiento, silencio, división en nuestra propia casa. Por su causa pueden romperse los lazos más fuertes: la relación de sangre o de parentesco.
Somos la Iglesia de Pentecostés, que con María reza y recibe el Espíritu de Jesús. "Como llamaradas... posándose encima de cada uno. Se llenaron todos de Espíritu Santo". Somos la Iglesia que desde entonces proclama y vive en ella misma la vida, la muerte y la resurrección del Señor hasta que vuelva. Somos la Iglesia del 1998, que a dos años vista del cambio de milenio, por deseo del papa Juan Pablo se pregunta: ¿Cómo avanzar en el fuego del Espíritu de Jesús?
- «Un puñado de harina en la orza": 1 Reyes 17, 12
Mientras, nosotros, en la sencillez de nuestra vida, nos dejamos convertir y nos hacemos dóciles al fuego del Espíritu de Jesús. Escuchamos su palabra, palabra que ilumina nuestro interior tan contradictorio y nos hace decidir. Rezamos y nuestra plegaria nos enseña cómo tenemos que vivir la fe. Y comemos el pan. Pan cocido al fuego; pan que nos es vida; pan que es Jesús.
"He venido a prender fuego en el mundo". Pero, ¿qué fuego nos trae Jesús?
EQUIPO-MD
MISA DOMINICAL 1998, 11, 17-18
17.
La paz que Jesús propone no consiste en hacer la vista gorda ante la injusticia. Su proyecto, el Reino de Dios, es un fuego intenso que enciende los ánimos tanto de partidarios como de opositores. Es un fuego que crea inevitables conflictos y tensiones en las familias, en la sociedad y en todo lado.
Jesús era consciente de que, en algún sentido, ésa era su labor: ser causa de división entre los muchos partidarios del inmovilismo, y suscitar a muchos que lucharan por un mundo nuevo. Por eso prendió la ira de los funcionarios del templo y de todos los que se consideraban dueños de la verdad. El fuego de la Palabra de Dios no era para funcionarios lúgubres, saturados de doctrinas y sedientos de poder.
Pero el fuego de Jesús no es el fuego de las pasiones políticas. Es el fuego del Espíritu que tiene que ser probado en la entrega total, en el bautismo de la donación personal. Es un fuego que prende allí donde se han abandonado los intereses personales y se busca un mundo de hermanos.
Porque la paz de Jesús es un fuego purificador que no se confunde con la "Pax Romana", aquella paz que Roma (y cualquier imperio de turno) se esfuerza por proclamar. Esta es sólo una tranquilidad institucional que garantiza la ventaja de los opresores sobre los oprimidos, del imperio sobre los subalternos, de la injusticia sobre el derecho.
El fuego purificador de Jesús hace madurar a los mensajeros, a los discípulos, a los profetas, a los apóstoles. El destino de ellos, como el del maestro, es salir al encuentro a la oscuridad con una lámpara que pone en evidencia todo lo que el orden actual esconde tras el decorado. El fuego pone en evidencia también, todas las deficiencias personales, las ambiciones soterradas, los deseos reprimidos. Fuego que se prueba con la entrega total al servicio del evangelio.
Nosotros en la actualidad tememos el fuego de Jesús. Nos aterra que el tiempo y nuestras múltiples obligaciones laborales, familiares y económicas opaquen la luz de esa llama, pero tememos encenderla dentro de nosotros. Por eso tememos el conflicto que las exigencias puedan producir en nuestro interior.
Nuestras iglesias han metido el fuego de Jesús en una lampara de cristal para intentar volverlo inofensivo. Sin embargo, ese fuego prende en uno y otro lado, incluso con gran frecuencia por fuera de los límites institucionales. Es un fuego que amenaza constantemente con encender los ánimos y lanzar a los pasivos fieles a los desafíos del Reino.
El fuego de Jesús está listo para prender en cualquier momento, pero también está presto para ser probado en la entrega total y generosa de la vida. Si nosotros lo recibimos, debemos aceptar las consecuencias. Hemos de ser probados en la lenta fragua de la vida cotidiana donde irrevocablemente se define quién es quién. Hemos de madurar con su luz y calor, porque no nos trae un fácil paraíso terrenal, sino un compromiso en que tendremos que empeñar la totalidad de la existencia.
Es bueno decir que es un fuego que no permite a quienes lo reciben convertirse en funcionarios tranquilos o en espectadores pasivos. El fuego del Espíritu los interpela y los lanza a revisar las posiciones ideológicas para sacarlas de su estancamiento y ponerlas en movimiento.
La segunda lectura, continuando la del domingo anterior, nos presenta a Jesús como el "iniciador y consumador de nuestra fe", modelo en el que tener fijos los ojos para mantener en pie nuestra esperanza.
Bibliografía
-BRAVO, Carlos, Jesús, hombre en conflicto, Sal Terrae, Santander 1986
-CASALDALIGA-VIGIL, Espiritualidad de la Liberación, cap.: "Cruz, conflictividad,martirio", varias ediciones
-BOFF, Leonardo, Pasión de Cristo, pasión del mundo, cap. IX: "¿Cómo predicar hoy la cruz de nuestro Señor Jesucristo?", Indoamerican Press, Bogotá 1978; varias otras ediciones.
-VIGIL, J.M., Fijos los ojos en la utopía de Jesús, http://www.uca.ni/koinonia/relat/52.htm
Para la conversión personal
-¿Trabajamos por una paz como la que propone Jesús?
-¿Emprendemos con ánimo la misión que nos encomienda la iglesia o caemos fácilmente en actitudes suaizantes por temor al conflicto?
Para la reunión de la comunidad o del círculo bíblico
-Se dice que ya no es tiempo de éxodo, denuncias, de profecía, de martirio, de conflicto... sino de exilio, silencio, de sabiduría, de saber sobrevivir con astucia a este momento difícil... Después de tres fecundas décadas de mártires en América Latina, ¿será que ya las palabras de Jesús en el evangelio de hoy no encuentran en nuestro tiempo su mejor momento de aplicación?
Para la oración de los fieles
-Para que la Iglesia de Jesús sea siempre la continuadora de aquel predicador que "vino a traer fuego a la tierra", roguemos al Señor.
-Para que predique la Buena Noticia a los pobres sin temor al conflicto...
-Para que "fijos los ojos en Jesús" mantenga siempre siempre en alto su utopía evangélica precisamente con más fuerza en estos tiempos de desánimo y de desaparición de las utopías...
Oración comunitaria
Dios Padre Nuestro, que en la muerte de Jesús nos has mostrado el destino conflictivo que el amor tiene en este mundo de pecado, y en su resurrección nos has evidenciado, de qué parte te sitúas tú en ese conflicto; animados por esta tu toma de posición, te rogamos nos concedas no avergonzarnos jamás de Jesús, y ponernos también nosotros como él, de tu parte: del lado de los pequeños y de todos los injusticiados de la historia, con la esperanza inclaudicable de que triunfará siempre la resurrección. Por J.N.S.
Servicio Bíblico Latinoamericano
18. El fuego que separa
Entre otras muchas, una escena que asimila Jeremías a Jesús de Nazaret, es la de su entrega hecha por el rey Sedecías, hombre voluble y de débil voluntad, a sus dignatarios, que al decirle al rey: "Ese hombre debe morir porque está desmoralizando a los soldados y a todo el pueblo con sus discursos", respondió: "Ahí lo tenéis". Y lo arrojaron en el aljibe. Jeremías cayó de golpe y se hundió en el lodo. ¡Qué precio tan alto hay que pagar por la verdad! (Jeremías 38, 4).
A la oración del profeta gritada con angustia: "Señor, date prisa en socorrerme", sigue la respuesta del Señor, que se inclinó y escuchó su grito, y por medio de un extranjero etíope, criado y eunuco, que como un buen samaritano se compadeció de Jeremías, "le sacó de la fosa fatal, de la charca fangosa, afianzó mis pies sobre la roca y aseguró mis pasos" (Salmo 39).
El profeta sufre la más cruel persecución. Sus enemigos intentan matarle y para eso lo arrojan en una cisterna. Jerusalén sufre un asedio prolongado de dieciocho meses. Se multiplican las escenas de terror: hay madres que se comen a sus propios hijos y beben sus propios excrementos. Cuando el rey Sedecías huía con su familia ha sido capturado en Jerícó, y han asesinado a sus hijos uno por uno en su presencia. La ciudad ha sido saqueada, demolida e incendiada, los supervivientes han sido desterrados a Babilonia, y Jeremías, salvado de la prisión y conducido a Egipto, muere apedreado por sus compatriotas. Jeremías, tipo auténtico de Jesús, inspirador del poema del Siervo Paciente de isaías, anticipa también la resurrección de Cristo al ser liberado de la muerte en la cisterna. San Juan de la Cruz lo rememora en la Noche oscura del espíritu, como prototipo de aniquilamiento.
"He venido a prender fuego en el mundo: ¡y ojalá estuviera ya ardiendo!". Jeremías, entregado por el rey Sedecías con las palabras entreguistas: "Ahí tenéis al Hombre", anticipa la entrega de Jesús al pueblo por Pilato, con las mismas palabras: Ecce Homo. Y arrojado en el fango de la cisterna para que allí se pudra, y liberado, anticipa el calabozo donde Jesús fue metido, y la crucifixión horrorosa, y la liberación por el Espíritu con su resurrección. Y Jesús no se echa atrás ante lo que le espera, porque sabe que no hay otra manera de redimir al mundo y cumplir la voluntad del Padre.
El Dios de Jesús no es un dios griego que actúa de espectador de la acción del mundo, como "convidado de piedra", sino que actúa como Redentor. Es un actor más de la historia humana. Introduce a su Hijo amado en la vorágine de las pasiones de los hombres para que sufra y padezca con ellos y sea discutido por ellos, convertido en bandera discutida y en "Signo de contradicción" (Lc 2, 35). No viene a quemar el mundo con el fuego de su Espíritu desde fuera del mundo, sino metiéndose en el mar proceloso del pecado y de los intereses creados de los hombres, del poder y del mal.
Jesús no es un pirómano que enciende el fuego impunemente desde fuera, sino un acelerador y propagador del fuego, que está deseando meterse entre las llamas para destruir el mundo viejo de pecado y crear un mundo nuevo de redención y de gracia. Toda su vida desde el pesebre hasta el Calvario, ha sido un reguero de amor. Con ese amor purifica a los hombres y los salva. Unos le aceptan, otros le contradice. Pero él no ha venido a traer al mundo una paz falsa y ficticia, que deje las cosas como están. Los que se quieran separar de él, no serán forzados a permanecer con él. Cuando sus discípulos comiencen a extender su fuego de amor, "más fuerte que la muerte" (Cant 8, 6), experimentarán las palabras del maestro. Si él fue discutido, también ellos lo serán (Jn 15, 20). La palabra de Jesús viene a separar a los hombres, y a romper los lazos de la sangre y del egoísmo, para crear una familia nueva y universal, la familia de los hijos de Dios, que "cumplen la voluntad de su Padre" (Lucas 12, 49). Pero el mal, la mediocridad, y la visión mundana de la vida no se dejan arrebatar la presa sin lucha, incluso en el santuario más íntimo y primigenio de la familia y del hogar. Santa Juana de Chantal tuvo que vencer, como tantos, la resistencia de su propia familia al seguimiento de Cristo.
Las palabras de Jesús continúan siendo verdaderas y actuantes, sobre todo cuando vamos a traerle sobre el altar con el fuego del Espíritu, presencializando "el bautismo con el que él deseaba ardientemente ser bautizado", el de su sangre derramada en su muerte en la cruz para destruir nuestros pecados y los de todo el mundo. Y conducirnos a la intimidad de su vida resucitada, con el Padre y con el Espíritu Santo.
J. MARTI BALLESTER
19.
NEXO ENTRE LAS LECTURAS
“El escándalo de la verdad” podría servir de título a nuestra reflexión sobre la liturgia de hoy. La verdad que proclama el profeta Jeremías escandaliza a sus contemporáneos (primera lectura). Las palabras de Jesús sobre el fuego del juicio, sobre el bautismo en la sangre de la cruz y sobre la espada que divide, también escandalizaron a sus oyentes, porque no respondían a sus expectativas. ¿Y no es verdad que no pocas veces escandaliza a los hombres la pedagogía divina que recurre, aunque no únicamente, a la corrección y al castigo?
MENSAJE DOCTRINAL
El escándalo de Jeremías. Jeremías era un hombre de natural sensible y tranquilo. Amaba la belleza y tuvo que predicar, por vocación divina, destrucción y horrendas matanzas. Amaba la tranquilidad y quietud, y estuvo metido hasta los tuétanos en los acontecimientos tan azarosos y desgraciados de Jerusalén y del reino de Judá. El Dios que lo había seducido le impulsaba a hablar cosas desagradables e inesperadas, a realizar acciones simbólicas que suscitaban indignación y adversidad. Sus palabras y sus acciones escandalizaron a los habitantes de Jerusalén y de Judá. Y “escandalizar” quiere decir para los que le oyen que no busca el bien sino el mal de su pueblo, que es un pesimista y un aguafiestas que descorazona a los soldados y al pueblo. Jeremías con todo sabe que dice la verdad, una verdad que no se la ha inventado él, sino que la ha escuchado en la intimidad de su conciencia como Palabra venida de Dios. El escándalo de la verdad hará sufrir a Jeremías (será bajado a un pozo lleno de cieno para que allí muera olvidado y abandonado), pero no importa, él sabe que Dios no lo abandonará (le salvará por medio de un etíope, de un pagano), y que la verdad de Dios por él transmitida prevalecerá y vencerá. Y así fue. Jerusalén fue tomada y destruida por el ejército babilonio, y gran parte de la población deportada, como esclava, a la tierra de los vencedores.
El escándalo de Jesucristo. Jesús se dirige a sus contemporáneos con palabras hirientes, escandalosas. Habla del fuego del juicio, capaz de quemar y destruir la situación presente para generar una nueva, pero los oyentes no están dispuestos a la radicalidad del cambio ni a la irrupción de la novedad. Jesús habla de bautismo en referencia a la sangre de la cruz, en la cual él deberá ser bautizado para lavar los pecados del mundo cargados sobre sí. Pero, ¿qué necesidad hay de ese bautismo? ¿No es suficiente el bautismo de Juan, el bautismo de los esenios? ¡La cruz, escándalo para los judíos!, nos recordará Pablo en la primera carta a los corintios. Jesús dice claramente que no ha venido a traer la paz sobre la tierra, sino la espada que divide a los hombres: con Cristo o contra Cristo, sin posibilidad de estado neutral. Esta espada divisoria escandalizó enormemente a los judíos. Ante estos tres signos que Jesucristo ofrece a sus contemporáneos, éstos no saben leerlos correctamente, juzgarlos como es debido, ¡y se escandalizan! La verdad que Jesucristo les predica es un escándalo insoportable. Un escándalo que costó a Jesucristo la condenación y la muerte ignominiosa en una cruz.
El escándalo de Dios. No sólo Jeremías, no sólo Jesús, el mismo Dios puede provocar escándalo. A la comunidad a la que va dirigida la carta a los Hebreos podía resultar “escandaloso” que Dios les permitiese pasar por un sin fin de sufrimientos; más aún, se les podía presentar con fuerza el “escándalo” del martirio, mediante el derramamiento de la propia sangre. ¿Cómo era posible que Dios dejase intervenir las fuerzas del mal en modo tan manifiesto? Por eso, el autor de la carta les invita a poner la mirada en Jesús, el autor y perfeccionador de la fe, que se sometió a la cruz soportando la ignominia, y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios. En lenguaje más coloquial se podría formular así: ¿Os escandalizáis? ¡Mirad a Jesucristo en la cruz! ¿Os desanimáis ante esta perspectiva? ¡Mirad a Jesucristo sentado a la derecha del trono de Dios! A la luz de Cristo vuestro escándalo se convertirá en testimonio de fe y en gloria.
SUGERENCIAS PASTORALES
¡Escandaliza, que algo queda! No estoy recomendando el escándalo inmoral, como por ejemplo el escandalizar a los niños con acciones malas o desproporcionadas a su capacidad de juicio. Propongo el escándalo de la verdad, y la verdad puede no gustar, puede ser más o menos oportuna, pero nunca podrá catalogarse de inmoral. Propongo el repetir muchas veces este escándalo de la verdad, para que a base de repetición genere al menos un interrogante, un estímulo, un paso hacia adelante en su conocimiento. Porque, ¿no hay acaso una serie de verdades que escandalizan a muchos hombres de hoy? Por ejemplo, la verdad de un único Salvador de la Humanidad, nuestro Señor Jesucristo, centro y eje de la historia y del cosmos; la verdad de una única Iglesia, fundada por Cristo, que subsiste en la Iglesia católica; la verdad de un único Creador del universo y del hombre; la verdad de Dios unitrino, activamente comprometido con la historia del hombre y con su destino; la verdad de un pueblo sacerdotal, sin distinción de sexos, pero de un ministerio sacerdotal, al que Dios llama sólo a los varones; la verdad del matrimonio, constituido únicamente por la unión estable de un hombre y una mujer; la verdad del destino universal de todos los bienes de la tierra, etc., etc. Estas verdades escandalizan a muchos oídos en nuestra sociedad. En vez de callarlas, hablemos de ellas, digámoslas una y otra vez, de formas diversas, con la sencillez y la convicción que la misma verdad entraña. Digámoslas en público y en privado. Digámoslas todos: los sacerdotes, los educadores, los profesores de religión, los catequistas, los teólogos, los obispos. ¡Escandalicemos a nuestra sociedad con verdades fundamentales de la fe y de la moral cristianas!
“La verdad os hará libres”. En un ambiente social, en el que la verdad parece ser causa de esclavitud y servidumbre, porque se ignora o se menosprecia sea la naturaleza de la verdad sea la capacidad del hombre para la misma, los cristianos estamos convencidos de que la verdad en sí, y particularmente la verdad de nuestra fe nos hace libres. En realidad, toda verdad contribuye a construir al hombre y al cristiano en su identidad y carácter más específicos. Y está claro que entre más nos identifiquemos con nuestro ser hombre y con nuestro ser cristiano, viviremos mejor y más plenamente la verdadera libertad de ser lo que hemos de ser, según está inscrito en nuestra naturaleza o en el gran libro de la revelación de Dios. Porque el hombre no es libre de ser “lo que quiere”, es libre de ser la verdad de su ser. La libertad no es un absoluto, dice referencia a la verdad, que por sí misma nos atrae y subyuga. Allí donde hay verdad, hay libertad, y donde no hay verdad, hay necesariamente alguna forma de esclavitud. ¿Buscamos la verdad? ¿Vivimos en la verdad? ¿Amamos la verdad? ¿Permanecemos en la verdad? ¿Defendemos la verdad? Entonces podemos decir que somos auténticamente libres, incluso si estamos encerrados en las cuatro paredes de una prisión o somos considerados “material inútil” por la sociedad circundante. ¿O acaso tenemos miedo a la verdad, a su fuerza subyugadora? Sí, en un mundo relativo, dan miedo tal vez las verdades absolutas. Pero, si todo es relativo, ¿no estamos haciendo de lo relativo lo único absoluto? Tener miedo a la verdad, en definitiva, es tener miedo a ser uno mismo, es tener miedo a ser coherente, es dejarse dominar por la ley absoluta de la mayoría, es perder dignidad humana. La verdad te hará libre. No lo dudes. Es la experiencia de los hombres grandes.
P.
Antonio Izquierdo, L.C.
Profesor de Sagrada Escritura en el
Ateneo Pontificio Regina Apostolorum de Roma
20. COMENTARIO 1
UN EVANGELIO DESCAFEINADO
Algunas palabras del evangelio resultan desconcertantes, demasiado duras como
para haber sido pronunciadas por Jesús, presentado con frecuencia como
conciliador, cuya imagen dulce se ha utilizado para mantener el ‘desorden
establecido’, cuya mansedumbre se ha confundido con neutralidad; ese Jesús
resulta inquietante y provocador cuando se le devuelve su rostro originario,
libre de tanta ganga sobreañadida a lo largo del tiempo.
«Fuego he venido a encender en la tierra, y ¡qué más quiero si ya ha prendido!
Pero tengo que ser sumergido en las aguas y no veo la hora de que eso se cumpla.
¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? Paz no, división; porque de
ahora en adelante una familia de cinco estará dividida; se dividirán tres
contra dos y dos contra tres; padre contra hijo e hijo contra padre, madre
contra hija e hija contra madre, la suegra contra su nuera y la nuera contra su
suegra» (Lc 12,49-53).
Desconcertante párrafo con dos palabras claves: fuego y división.
- Fuego. Jesús ha venido a prender fuego a la tierra, como había anunciado Juan
Bautista: «El os va a bautizar con Espíritu Santo y fuego» (Lc 3,16); fuego que
es el mismo Espíritu, como aparece en Hch 2,3: «Y vieron aparecer unas lenguas
como de fuego, que se repartían posándose encima de cada uno de ellos.» Ese
Espíritu-fuego viene a prender en la tierra para devolverle la unidad perdida
desde Babel, momento en que Dios confundió las lenguas de los hombres,
dispersándolos por la faz de la tierra. El Espíritu-fuego, que viene a traer
Jesús, es la fuerza de la vida, de una vida cualitativamente distinta en la que
la norma suprema no sea el enfrentamiento con Dios o con el prójimo por la
rivalidad, la competencia, la dominación, el egoísmo, el homo homini lupus.
Pero la sociedad, basada en estos pilares, no está dispuesta a dejar prender
este fuego de vida solidaria y fraterna. Por ello llevará a Jesús a la muerte:
.... «Tengo que ser sumergido por las aguas y no veo la hora de que eso se
cumpla.» Doloroso, angustioso momento que le llegará a Jesús en Getsemaní,
donde pedirá a Dios: «-Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; sin embargo,
que no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22,42).
- División. Aunque, por motivos opuestos, la situación de división que existía
en la humanidad en tiempos del profeta Miqueas (7,5), a causa de la injusticia
de los poderosos, se va a reproducir con el anuncio e implantación del mensaje
de Jesús en el seno de la familia; si antes la práctica de la injusticia creaba
la división, ahora será el anuncio del reinado de Dios el que va a unir a todos
los que se oponen a él para luchar contra los que se adhieren al evangelio.
Con el anuncio del evangelio se acaba esto que llamamos paz social', que no
pasa, con frecuencia, de ser un 'desorden consensuado'.
A este desorden ha contribuido la presentación de un evangelio descafeinado por
parte de quienes debieran haber anunciado, 'sin pelos en la lengua', la dureza
del mensaje, aunque hubiera sido a cambio de tener que beber, como Jesús, el
amargo cáliz de la muerte.
21.
COMENTARIO 2
GUERRA A LA FALSA PAZ
¡Qué fácilmente nos engañan y nos dan otra cosa (pasividad, indiferencia y hasta
muerte) con el nombre de «paz». Jesús no quiere esa falsa paz, basada en la
mentira y en la injusticia, ni la unidad fundada en el sometimiento y la
complicidad; y declara la guerra a la falsa paz. Por supuesto que esta guerra no
contradice su compromiso de amor: nace de él.
PAZ, PAZ, Y NO HAY PAZ
La palabra de Dios, si se escucha, no puede producir indiferencia: o se acepta
apasionadamente, o provoca el más violento rechazo. Los profetas, los voceros de
Dios, han experimentado esta realidad al encontrarse entre la fidelidad a Dios
y las presiones de los que su palabra pone en evidencia. Valgan como ejemplo
estas palabras de Jeremías: «Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; me
forzaste y me violaste. Yo era el hazmerreír todo el día, todos se burlaban de
mí. Siempre que hablo tengo que gritar "Violencia", proclamando "Destrucción".
La palabra de Dios se volvió para mí oprobio y desprecio todo el día. Me dije:
No me acordaré de él, no hablaré más en su nombre; pero ella era en mis entrañas
fuego ardiente, encerrado en los huesos; intentaba contenerlo y no podía» Jr
20,79). No fue sólo burlas lo que sufrió el profeta: en la primera lectura de
hoy podemos leer uno de los graves conflictos en los que estuvo a punto de
perder la vida.
La razón de estos conflictos reside en que la palabra de Dios tiende siempre a
iluminar los lados oscuros de nuestra realidad, y los que viven cubriéndose por
la tiniebla intentarán siempre apagar esa luz (véase Jn 1,5). Por eso, para
evitarse problemas, siempre ha habido quienes, queriendo vivir a costa de la
palabra de Dios -profetas profesionales- (Am 7,14), la han dulcificado,
limándole las aristas, convirtiéndola en apoyo del sistema establecido, en un
mensaje de salvación para la otra vida, sin nada que decir sobre la presente. A
éstos son a los que denuncia el profeta Jeremías, porque engañan al pueblo
ocultándole que está enfermo y haciendo así imposible su curación: «Porque,
pequeños y grandes, todos procuran aprovecharse; profetas y sacerdotes
practican el engaño. Pretenden curar a la ligera la fractura de mi pueblo
diciendo: paz, paz, y no hay paz» Jr 6,13-14).
PAZ NO SINO DIVISION
Fuego he venido a lanzar a la tierra, y ¡qué más quiero si ya ha prendido! Pero
tengo que ser sumergido por las aguas y no veo la hora en que se cumpla.
¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? Os digo que paz no sino
división.
Jesús, ya anunció el anciano Simeón a María, su madre, que sería una «bandera
discutida» (Lc 2,34), sabe que es necesario que la palabra de Dios cree
conflictos en medio de un mundo en el que domina la injusticia, la miseria y la
muerte. El sabe que la humanidad está dividida: en pobres hambrientos que lloran
y en ricos hartos que ríen, y sabe que, ante esta situación, hay falsos profetas
que tratan de no crearse conflictos, de quedar bien con todos, especialmente con
los que tienen poder para hacerles daño, y profetas verdaderos que por decir la
verdad y denunciar la injusticia son marginados, insultados y proscritos (Lc
6,20-26); Jesús sabe que «anunciar la buena noticia a los pobres» y «la libertad
a los presos», devolver «la vista a los ciegos», tratar de «poner en libertad a
los oprimidos» y proclamar sólo «el año favorable del Señor» y no el día de su
venganza (Lc 4,18-19) le traerá problemas con los ricos, los carceleros, los
responsables de la ceguera del pueblo, los opresores y los que hacen del rencor
y de la venganza el motor de sus vidas; y de la misma manera sabe que tiene que
entrar en conflicto y enfrentarse con la institución religiosa, desvelando la
mentira de quienes dicen que hablan en nombre de Dios y lo que hacen en realidad
es explotar al pueblo (Lc 5,12-16; 9,51; 19,45), y anunciando que dicha
institución ha llegado ya a su fin (Lc 5,33-39), y diciendo que el Hombre, el
bien del hombre, es un criterio de mayor rango que la ley religiosa (Lc 6,1-5),
declarando que la fe, esto es, la adhesión personal y libre al proyecto de Dios
es lo que de verdad importa y no la raza, la nación y la religión (Lc 6,2-10),
juntándose con descreídos (Lc 5,29-31), dejándose acariciar por una prostituta
delante de un grupo de beatos y poniéndola de ejemplo para ellos (7,36-50),
presentando como modelo de oración la de un colaborador de los opresores
romanos que había tomado conciencia de su crimen (Lc 18,9-14) y diciéndole a
todo un pueblo que se sentía orgulloso de ser el pueblo elegido de Dios, que
estaban a punto de dejar de ser la viña de Dios (20,9-19), y sabía que, por ese
enfrentamiento, se atraería el odio de los letrados y de los sumos sacerdotes.
Pero no le importó, como tampoco se echó para atrás a la hora de llamarle «don
nadie» al mismísimo rey Herodes (Lc 13,31-33) o de declarar que no sólo no
había que pagar los impuestos a los romanos, sino que había que romper con todo
lo que representaba el poder del César (Lc 20,20-26).
Estos son algunos ejemplos de la guerra de Jesús: guerra contra la pobreza, la
injusticia y la explotación del hombre por el hombre, contra la hipocresía, la
manipulación de Dios y la opresión de los débiles; pero en esta guerra no se
derramará más sangre que la suya -«tengo que ser sumergido por las aguas... » y
la de algunos de sus seguidores, desde Esteban a Romero y a Ignacio y sus
compañeros, testigos apasionados de la justicia y el amor.
Y nosotros, los cristianos de final del siglo XX, ¿hasta qué punto estamos
dispuestos a complicarnos la vida para ser fieles a la palabra de Dios que
escuchamos y anunciamos?. «Aún no hemos llegado a la sangre en nuestra lucha
contra el pecado» (segunda lectura).
COMENTARIO 3
La secuencia relativa a la instrucción de los discípulos concluye con una serie
de sentencias: «Fuego he venido a lanzar sobre la tierra, y ¡qué más quiero si
ya ha prendido!» (12,49). El fuego que trae Jesús no es un fuego destructor ni
de juicio (contra la expectación de Juan Bautista, cf. 3,9.16.17), sino el fuego
del Espíritu (cf. Hch 2,3), fuerza de vida que él infunde en la historia y que
causa división entre los hombres. La reacción de la sociedad no se hará esperar:
«Pero tengo que ser sumergido por las aguas y no veo la hora de que eso se
cumpla» (Lc 12,50). La sociedad reaccionará dándole muerte («ser sumergido por
las aguas»), pero él sabe muy bien que la plena efusión del Espíritu será fruto
de su muerte, llevando a término así su obra (cf. 23,46 y Hch 2,33). «¿Pensáis
que he venido a traer paz a la tierra? Os digo que paz no, sino división.
Porque, de ahora en adelante, una familia de cinco estará dividida: tres contra
dos y dos contra tres; se dividirá padre contra hijo e hijo contra padre, madre
contra hija e hija contra madre, la suegra contra su nuera y la nuera contra la
suegra» (Lc 12,51-53). Jesús viene a romper la falsa paz del orden establecido (cf.
Miq 7,6). El juicio lo hace la actitud misma que la persona adopte ante el
mensaje. Los vínculos que crea la adhesión a Jesús son más fuertes que los de
sangre.
22.
COMENTARIO 4
En el Evangelio Jesús pronuncia una frase que para muchos de nosotros es dura e
incomprensiva y con ella condena de antemano toda postura cómoda o neutral ante
su persona y su mensaje: "¿Piensan que he venido a traer la paz a la tierra? No,
sino división". Esto quiere decir que ningún hombre puede permanecer indiferente
ante Jesús y su evangelio; necesariamente tiene que hacer una opción: o con
Jesús, o contra él; o bien se le acepta y se tiene vida, o bien se le rechaza y
se experimenta la muerte. Nada de coacciones, desde luego: cada hombre debe
decidirse por Jesús o contra Jesús, pero aceptando las consecuencias de su
opción.
La causa del Evangelio no necesita de funcionarios bien entrenados, ni de
burócratas, secretarios o ceremonieros, ni tampoco necesita de severos maestros
de la ortodoxia o rígidos defensores de fórmulas frías o rituales carcomidos por
el tedio y la rutina. Anunciar la Palabra sin emoción, sin convencimiento ni
compromiso, sin sentir muy dentro su voz, es traicionar al mismo Jesús, porque
el Evangelio se difunde por contagio como el fuego, que va tocando y abrasando
por donde va pasando.
Jesús ha venido a traernos una Buena Noticia que, como el fuego, debe
convertirse en incendio. Esta Buena Noticia perturba, amenaza la tranquilidad
pública, la paz familiar, y además provoca divisiones, desgarramientos y
confrontación. Jesús se nos presenta ayer y hoy como un "signo de
contradicción", como una bandera, que puede ser la bandera de la paz, o la
bandera de la guerra. Por eso no podemos extrañarnos: una gran pasión lleva
necesariamente a la Pasión y la entrega de la propia vida. El ser apasionados
significa padecer como Jesús, verdadero signo de contradicción para todos los
hombres. Es decir, Jesús se convierte para cada hombre en auténtico divisor y
piedra de escándalo. Ante él es necesario tomar una postura en la vida: unos lo
aceptaran y se salvarán; otros lo rechazarán y se perderán. Por eso el
Evangelio, que es esencialmente un mensaje de paz, se convierte al mismo tiempo
en una declaración de guerra. Y él será el único criterio de profunda y
definitiva división entre los hombres, hasta que Dios en el juicio final (Mt 25,
31ss) haga su propia división.
Las lecturas de hoy nos invitan a hacer memoria de todos aquellos que como
Jeremías, Jesús y muchos otros más, se niegan a pensar que todo está bien,
porque no se prestan al juego deshonesto de alimentar ilusiones y se obstinan en
hacer abrir los ojos de los demás hacia una realidad, gritando a los cuatro
vientos la situación que se esta viviendo; esos hombres y mujeres son
considerados peligrosos. La palabra profética cuando no asegura el bienestar,
cuando fastidia a los que están bien, cuando crea molestias a los poderosos, es
considerada subversiva y ha de callarse por todos los medios. Por eso han
quitado brutalmente del medio a tantos hombres y mujeres. Pueden acabar con el
caminante peno no con el camino. La Palabra, aunque despreciada, escarnecida,
pisoteada, vuelve a crecer de nuevo para seguir sembrando sospechas en las
personas.
COMENTARIOS
1. Jesús Peláez, La otra lectura de los evangelios II, Ciclo C, Ediciones El
Almendro, Córdoba
2. R. J. García Avilés, Llamados a ser libres, "Para que seáis hijos". Ciclo C.
Ediciones El Almendro, Córdoba 1991
3. J. Mateos, Nuevo Testamento (Notas al evangelio de Juan). Ediciones
Cristiandad Madrid.
4. Diario Bíblico. Cicla (Confederación internacional Claretiana de
Latinoamérica).
23.Comentarios Generales
Jeremías 38, 4-6; 8-10
Podríamos calificar a Jeremías como Profeta en agonía: en contradicción con todo
y con todos:
— En agonía consigo mismo. Su temperamento le guía a la paz hogareña, al calor
de familia. Pero su vocación le lanza a la agitación de la vida activa; sin
hogar, sin esposa, sin hijos, sin amor. En agonía con su pueblo. Le gustaría
ganar su amor y su adhesión con predicación y mensajes de paz y optimismo.
Siente como nadie el legítimo amor a la Tierra Santa, a sus tradiciones, a su
capital, a su templo. Pero sólo puede ofrecer perspectivas de destrucción:
«Siempre que hablo tengo que gritar: ¡Ruina! ¡Guerra! ¡Devastación!» (20, 8). El
mensaje que transmite en nombre de Yahvé es duramente antipatriótico: «Que se
rindan a Babilonia; que se expatríen; que abran las puertas al enemigo.» Debe
cumplir su misión: «destruir, arrancar, asolar, arruinar» (Jer 1, 10). Sólo
sobre estas ruinas, con el «Resto» purificado y convertido, realizará Dios su
Obra Salvífica.
— Es normal que los Profetas palaciegos y los sacerdotes, en nombre de la
religión tradicional que consideraba invulnerable el templo, y todos los jefes
civiles y militares en nombre del fiero patriotismo que siempre animó a Israel,
se pusieran en contra de este Profeta de calamidades: «¡Ay de mí, madre mía!.
¿Por qué me engendraste? Soy objeto de querella y de contienda para todos: Todos
me maldicen» (Jer 15, 10).
— Es notable Jeremías como tipo de Jesús-Profeta, rechazado por su pueblo. En la
escena que leemos hoy (vv 4-6) vemos un esbozo de otra que vivirá Cristo: «Con
estos discursos va a perder a todo el pueblo», dicen de Jeremías. «Conviene que
muera Este para que no perezca la nación» (Jn 11, 50), dirán de Jesús Caifás y
el Sanedrín. Y el Rey Sedecías entrega a Jeremías en manos de sus verdugos con
estas palabras: «Ahí le tenéis. El Rey nada puede contra vosotros», tan
semejante a las que usa Pilatos para entregar a Jesús a la muerte: «Soy inocente
de la sangre de este Justo... Y tras hacer flagelar a Jesús, se lo entregó para
que fuera crucificado» (Mt 27, 35).
Hebreos 12, 1-4
El autor de la Carta a los Hebreos sigue exhortándonos a la «Fidelidad»:
— Para ello nos invita a tener ante los ojos a cuantos han sido fieles con
perseverancia y heroísmo en medio de persecuciones y tormentos. Ahora ellos, ya
vencedores, forman una «nube de testigos» (v 1), innumera y gloriosa que
contemplan nuestra lucha. Su recuerdo y su mirada nos sostienen y nos enardecen.
En el N. T. tenemos todavía modelos más ejemplarizantes que en el A. T.
— Pero, sobre todo, debemos fijar los ojos en Jesús «Caudillo y Guía» de nuestra
fe. En este ejército de peregrinos que caminamos hacia la Patria, tenemos a
Jesús como Jefe y Precursor. El va delante; y nos alienta a todos con su
ejemplo, a la fidelidad y perseverancia. Jesús ha pasado victoriosamente por
todas las pruebas y tentaciones; incluso por la prueba de la sangre (v 4). Su
fidelidad al Padre se muestra a lo largo de toda la vida de Jesús. En Getsemaní
y en la cruz la fidelidad de Jesús tiene su respuesta más valiente y radiante:
«Padre, no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Mt 26, 39). «Padre, sálvame de
esta hora. Mas para esto he venido, para esta hora» (Jn 12, 26).
— En la traducción del v 2 hay una preposición en el original griego (antí) que
permite a los exegetas una doble interpretación: «Jesús, rechazando el gozo que
se le ofrecía, escogió la cruz.» Podemos aceptar este sentido y recordar cómo a
cuantos le proponían un mesianismo de comodidad Jesús los rechazó como
tentadores (Mt 4, 11; Mc 9, 33; 15, 30; Jn 6, 14). Eligió la cruz. Pero puede
también interpretarse: «Jesús, a la vista del gozo que se le ofrecía como
premio, soportó la cruz.» La lección en su sentido ambivalente nos es muy
provechosa. La de Jesús que nunca se deja desviar a mesianismos terrenos. Y la
de Jesús que, con rasgo muy humano, se anima a sufrir las ignominias de la cruz
teniendo a la vista su glorificación por el Padre (Jn 12, 28; 17, 1).
Lucas 12, 49-53
San Lucas nos presenta, una vez más, con trazos claros e infalsificables el
programa mesiánico: el que Jesús vive y predica; y el que nosotros debemos vivir
y practicar:
— El «Bautismo» que Jesús ha de recibir y por el que suspira no es otro que el
de su pasión y crucifixión. De este Bautismo habla a los Apóstoles (Mc 10, 38),
y se lo propone como condición necesaria para ser de verdad seguidores y
discípulos.
— El «Fuego» con que Jesús quiere y anhela abrasar la tierra es el Espíritu
Santo. Como fruto de su Pasión tendremos el Pentecostés, el diluvio del Espíritu
Santo. Al «Bautismo» de Jesús, bautismo de su Pasión, sucederá el «Bautismo» de
Espíritu Santo de toda su Iglesia: « Vosotros seréis bautizados con Espíritu
Santo» (Hch 1, 5).
— Ya no nos extraña la ineludible exigencia de participar en la Pasión de Cristo
para ser partícipes de ese Bautismo de Espíritu Santo y vida divina. De ahí que
Jesús nos avise a todos: « ¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No,
por cierto, os lo aseguro, sino más bien la guerra» (v 31). Para todos los
seguidores de Cristo, lo que de inmediato se les plantea es el serio compromiso
de renuncias. La fidelidad sincera a la Persona y al programa de Cristo es
siempre pasión y crucifixión: del cuerpo, del corazón, del espíritu: «Sólo me
glorío en la cruz de Cristo, por quien el mundo está crucificado para mí y yo
para el mundo» (Gál 6, 14).
(José Ma. Solé Roma O.M.F.,"Ministros de la Palabra", ciclo "C", Herder,
Barcelona, 1979, p. 200-203)
San Ambrosio
Tratado sobre el Evangelio de San Lucas.
Yo he venido a poner fuego en la tierra, y ¿qué debe querer sino que arda? Tengo
que recibir un bautismo, y ¡cómo me angustio hasta que eso se cumpla! En los
párrafos anteriores nos ha expresado su deseo de vernos vigilantes, esperando en
todo momento la venida del Señor de la salvación, para que nadie, mientras
abandona y olvida con negligencia su trabajo, difiriéndole de un día para otro,
cuando llegue, por la propia muerte, el juicio futuro, pierda la recompensa de
su esfuerzo. Aunque la presentación general del precepto va dirigida a todos,
sin embargo, el tenor de la comparación siguiente parece estar dirigida a los
dispensadores, es decir, a los sacerdotes (obispos), por lo cual deben saber
que, al fin de la vida, se harán acreedores de un gran castigo si, preocupados
por el bienestar de este mundo, gobiernan con negligencia la casa del Señor y el
pueblo a ellos encomendado.
Pero como el provecho de aquellos que son apanados del error por temor del
suplicio, es mínimo, y escaso también el cúmulo de sus méritos (porque
ciertamente es de mucho mayor valor la caridad y el amor), el Señor agudiza
nuestro interés para merecer su gracia y nos inflama en el deseo de poseer a
Dios, diciéndonos: He venido a poner fuego a la tierra, pero no un fuego que
destruye los bienes, sino ese que hace germinar la buena Voluntad y enriquece
los vasos de oro de la casa de Dios destruyendo el heno y la paja (1Cor.
3,l2ss); ese fuego divino que agosta los deseos terrenos, elaborados por los
placeres mundanos, los cuales deben perecer como obra de la carne; ese fuego, en
fin, que era el que ardía con fuerza dentro de los huesos de los profetas, como
dice ese gran santo que fue Jeremías: Lo que arde dentro de mis huesos es como
un fuego abrasador (Ier 20,9). En efecto, el fuego del que está escrito: Arderá
un fuego delante de El (Ps 96,3) es el fuego del Señor. Y aun el propio Señor es
ese fuego, como El mismo lo dijo: Yo soy el fuego que quema y no consume (Ex3,
22; cf24, 17; Deut4, 24: Hebr12, 29); porque el fuego del Señor es una luz
eterna, y con este fuego es con el que se: encienden esas lámparas de las que se
dijo más arriba: Estén vuestros lomos ceñidos y encendidas vuestras lámparas. Y
puesto que el día de esta vida es como una noche, es necesaria una luz. También
Ammaus y Cleofás fueron testigos de este fuego que el Señor les había infundido,
cuando dijeron: ¿No ardían nuestros corazones, mientras en el camino nos
explicaba las Escrituras? (Lc24, 32). Ellos aprendieron, en efecto, con claridad
cuál es la acción propia de este fuego, que ilumina lo más íntimo del corazón.
Por eso, quizás, el Señor vendrá al fin con la señal del fuego (Is66, 15-16),
con objeto de destruir, en el momento de la resurrección, todos los vicios,
llenar los deseos de cada cual con su presencia y arrojar luz sobre los méritos
y sobre los misterios.
Tanta es la condescendencia del Señor, que atestigua tener en su corazón un gran
deseo de infundirnos la devoción, de consumar en nosotros la perfección y de
llevar a cabo, en favor nuestro, su pasión. Este Señor, que nada tenía que
debiese estar sujeto al dolor, quiso angustiarse por nuestros sufrimientos, y en
el momento de la muerte se dejó llevar de una tristeza, que no era causada por
el miedo a su propia muerte, sino motivada por el retraso de nuestra redención;
y por eso está escrito: ¡Y qué angustiado estoy basta que se cumpla! Lo cual nos
explica claramente que El, que se angustia hasta que se cumpla lo que desea,
está seguro de que se va a llevar a cabo. Pero también dijo en otro lugar: Mi
alma está triste hasta la muerte (Mt26, 38). El Señor no está triste por la
muerte, sino hasta la muerte, porque lo que le angustia no es el temor a ella,
sino el sentimiento de su condición corporal. Pero El que se hizo carne, debió
tomar también todo lo que era propio de la carne, como el tener hambre, sed,
angustia, tristeza, aunque la divinidad no conozca alteración por estas
impresiones. Al mismo tiempo nos enseñó que, en la lucha contra el dolor, la
muerte corporal es una liberación del sufrimiento y no un paroxismo del dolor.
La separación predicada en el Evangelio
¿Pensáis que he venido a traer la paz a la tierra? Os digo que no traigo la paz,
sino la separación. Porque en adelante estarán en una casa cinco divididos, tres
contra dos y dos contra tres. Se dividirá el padre contra el hijo y éste contra
su padre, y la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra
la nuera y la nuera contra la suegra. Aunque de casi todos los pasajes
evangélicos se puede extraer un sentido espiritual, sin embargo, en este actual
se exige, con mayor insistencia, ablandar el sentido literal con una
profundización espiritual, para que a nadie resulte dura esta sencilla
narración, sobre todo tratándose de la sacrosanta religión, que invita siempre,
con exhortaciones llenas de humanidad y con el ejemplo de una piedad humilde, a
todos, aun a los extraños a la fe, a que la reverencien, con el fin lograr, por
medio de una educación atrayente, la aniquilación de unos prejuicios,
endurecidos por supersticiones, y obligar dulcemente a los corazones, cautivos
del error, a creer con fe con esa fe que ha logrado vencerles a base de bondad.
En verdad, cuando los corazones, faltos de fortaleza, no pueden comprender
profundidades de la fe, creen que hay que adorar todas aquellas cosas que se les
ha mandado hacer, y, de la misma manera que cosas justas son un testigo de un
ser justo y las santas de uno santo, así también los bienes de un ser
testimonian la bondad de su autor.
Si, pues, el Señor ha unido en un mismo mandamiento la reverencia a la divinidad
y la gracia de la bondad, diciendo: Amarás al Señor, tu Dios, y amarás a tu
prójimo, ¿vamos a creer que ha querido dar un cambio a ese mandamiento hasta el
punto de desterrar dicha relación y romper esos lazos de afecto, pensando que
puede haber mandado esa división entre sus hijos queridos? Si estos es así,
¿cómo va a ser nuestra paz El, que hizo de dos pueblos uno solo? (Eph2, 14)Y
¿cómo explicar esa afirmación suya: si ha venido a separar a los hijos de sus
padres y a éstos de sus hijos, deshaciendo así sus lazos? ¿Cómo coordinar aquel
maldito quien no honra a su padre (Deut27, 16) y esto otro de que quien abandona
a su padre, practica la religión?
Pero nada más que nos damos cuenta de que la religión ocupa el primer lugar en
importancia y la piedad. El segundo, veremos que esta paradoja se aclara
bastante; porque ciertamente es necesario posponer las cosas humanas a las
divinas. Pues, si hay que dar el honor correspondiente a los padres, ¡cuánto más
al Creador de los padres, a quien tú debes dar gracias por tus mismos padres! Y
si ellos no le reconocen en absoluto como a su Padre, ¿cómo los puedes tú
reconocer a ellos? En realidad, El no dice que haya que renunciar a todo lo
querido, sino que hay que dar a Dios el primer lugar. Y por eso lees en otro
libro: El que ama a su padre o a su madre más que a Mí, no es digno de Mí (Mt10,
37). No se te prohíbe amar a tus padres, sino el anteponerlos a Dios; porque las
cosas buenas de la naturaleza son dones del Señor, y nadie debe amar más el
beneficio que ha recibido que a Dios, que es quien conserva el beneficio
recibido de El. Luego, aun literalmente, no carecen los inteligentes de una
explicación religiosa, aunque, no obstante, creemos que hace falta investigar
más para buscar un sentido más profundo, y por eso añade: Estarán en una casa
cinco divididos, tres contra dos y dos contra tres. Y ¿quiénes son estos cinco,
cuando parece que las palabras que siguen citan seis personas, es decir, el
padre, el hijo, la madre y la hija, la suegra y la nuera? No hay duda que la
madre y la suegra se pueden identificar, porque la que es madre de un hijo, es,
al mismo tiempo, suegra de su esposa, de modo que, aun literalmente, no resulta
absurdo ese cálculo del número y claramente aparece cómo la fe no está presa
bajo las ataduras de la naturaleza, puesto que, aunque están obligados a los
deberes de la piedad, con todo, permanecen libres por la fe.
No parece, por tanto, algo superfluo el que tratemos de dar una solución a este
pasaje con una interpretación mística. La casa es una, y único también el
hombre; en efecto, cada hombre es una morada de Dios o del diablo. Por eso una
casa espiritual es lo mismo que un hombre espiritual, como leemos en la epístola
de Pedro: Vosotros, como piedras vivas, sois edificadas como una casa espiritual
para un sacerdocio santo (1Perr 2,5). En esta casa, pues, están divididos dos
contra tres y tres contra dos. Frecuentemente leemos que el cuerpo y el alma son
dos realidades: y, cuando se reúnen dos sobre la tierra (Mt18, 19), de los dos
se hacen uno (Eph2, 14) y en otra parte: Castigo mi cuerpo y lo someto a
servidumbre (2Cor 9,27), es decir, que uno es el que sirve y otro distinto aquel
a quien está sujeto.
Si ya hemos reconocido a esos “dos”, tratemos ahora de conocer a los otros
“tres”, a los que es fácil llegar partiendo de esos dos. En efecto, tres son las
disposiciones del alma, mientras reside en el cuerpo, una racional, otra
concupiscible e irascible la tercera. Esto es: "No se trata, pues, de una lucha
de dos contra dos, sino de dos contra tres y tres: contra dos. Pues el hombre,
por la venida de Cristo, de irracional que era se hizo racional. Antes éramos
semejantes a los animales que carecen de razón, éramos carnales, terrenos, según
consta: Tierra eres y a la tierra volverás (Gen 3,9). Pero vino el Hijo de Dios,
envió su Espíritu a nuestros corazones (Gal4, 6) y nos hemos convertido en hijos
espirituales.
Podemos decir que en esta casa se encuentran otros cinco, a saber: el olfato, el
tacto, el gusto, la vista y el oído. Por tanto, si según lo que oímos o leemos,
ponemos a un lado el sentido de la vista y del oído, excluyendo los placeres
superfluos del cuerpo, que proceden del gusto, del tacto y del olfato, vemos que
ya está la división de dos contra tres; y es que el espíritu, cuando tiene ya
hábitos, no se deja dominar por el atractivo de los vicios, sino que, para
acercarse a la virtud, se abstiene de las cosas agradables del placer y no
consiente con nada que la pueda llevar hacia el error, antes, por el contrario,
por medio de la división, logra que se distancien los deseos del corazón de los
deberes de la virtud. Pero si este pasaje lo referimos a los cinco sentidos del
cuerpo, entonces los vicios y pecados corporales quedan fuera de esta
interpretación. Cabe también ver en esos cinco a aquellos que el rico lujurioso
del Evangelio (Lc16, 23) llama hermanos suyos y que, cuando se nos muestra
atormentado en el infierno, ruega se les avise para que sepan despreciar las
comodidades en este mundo a fin de que sus anhelos de virtud puedan encontrar el
descanso después de esta vida.
Otra interpretación que alguno da consiste en considerar al cuerpo y al alma
separados del gusto, tacto y olfato de la Injuria, los cuales en una misma casa
están en lucha contra los vicios que les asaltan; ese cuerpo y esa alma que se
someten a la Ley de Dios, apartándose de la ley del pecado. Aunque su desacuerdo
haya teñido a la naturaleza motivado por la prevaricación del primer hombre, de
suerte que, si cada uno ama sus deseos, no puede caminar juntos hacia la virtud,
sin embargo, cada vez que el Señor destierra tanto las enemistades como la ley
de los mandamientos (Eph2, 14-16) por medio de su cruz salvífica, pueden
jactarse y unirse en amistad, puesto que Cristo, nuestra paz, descendiendo del
cielo, hizo de los dos pueblos uno, derrumbando el muro de separación de la
enemistad, anulando en su carne la ley de los mandamientos, formulada en
decretos para hacer en sí mismo, de los dos un solo hombre nuevo, estableciendo
la paz y reconciliándolos a ambos en un solo cuerpo con Dios. Y ¿quiénes son
estas realidades sino una la parte interna y otra la externa? Una considera el
vigor del alma y la otra representa la sensibilidad del cuerpo; y es cierto que
ambas estarán plenamente de acuerdo en la unión de sus inseparables
sentimientos, cuando la carne, sometida a la parte más noble, obedezca a los
imperios salvadores de ésta; y eso no porque la carne tome la naturaleza del
alma, penetrando ésta, por medio de su sutileza, en la materia, sino que es la
carne, la que, renunciando a los placeres y limpia de toda mancha de pecados,
comenzará a camina por la senda de una vida celestial por medio del amor a la
obediencia, no resistiendo, como antes, a la ley del espíritu, sino más bien, al
estar liberada de la ley del pecado por la misma ley del alma y por el Espíritu
de la vida, para que la carne sea como algo espiritual, estará dispuesta a no
servir ya más a los vicios para ser una imitadora o mejor alguien que persigue
con ahínco la virtud.
Yel alma que poco sucumbe ante los atractivos del cuerpo se deja vencer por la
delectación de los placeres carnales, antes por el contrario, con mente pura y
desprendida de la servidumbre de este mundo, convierte y atrae los sentidos del
cuerpo hacia sus gustos, de suerte que, con el hábito de oír y leer, se irá
robusteciendo la virtud y se saciará de alimentos espirituales, con cuya virtud
no existirá para ella el hambre; en efecto, la sabiduría es el alimento del
alma, y es un alimento lleno de suavidad, ya que no comunica pesadez a los
miembros ni se convierte en algo vergonzoso, sino en ornato de la naturaleza;
entonces es precisamente cuando el alma, antes llena de todos los placeres, se
transforma en templo de Dios, y lo que fue antes morada de todos los vicios
comienza a ser un santuario de virtudes. Lo cual se lleva, en verdad, a cabo
cuando la carne, vuelta a su realidad primera, reconoce aquello que alimenta su
vitalidad y, depuesto todo juicio de soberbia, se une estrechamente al alma que
la gobierna; ése era su estado cuando recibió como morada rodos los lugares del
paraíso, aun los más recónditos, antes de haber sentido el hambre sacrílega,
envenenada por la serpiente mortífera, y de haber despreciado, por el placer de
comer, el recuerdo de los preceptos divinos, recuerdo que anidaba dentro de los
sentimientos del alma.
Se nos ha revelado que este pecado procede del cuerpo y del alma, siendo ambos
como padres de él; en realidad, cuando la naturaleza corporal fue tentada, el
alma sintió una morbosa compasión. Si ella hubiese refrenado el apetito del
cuerpo, se hubiese extinguido en su misma fuente el origen del pecado, que se
comunicó al alma como por un acto de virilidad del cuerpo, quedando también
corrompido en ella su vigor y engendrándole, al quedar embarazada de agentes
extraños. Así, el sexo más fuerte y potente resulta como dominado por el
poderoso impulso de la pasión viril, mientras que el otro se aplica a guardar
una actitud más suave que violenta.
Y por esta razón, los movimientos de las distintas pasiones han adquirido en
mayor relieve. Pero Cuando el alma vuelva a entrar en sí misma, avergonzada, en
su pudor, de un parto deforme, entonces renegará de su bastardo heredero,
renunciará a las pasiones y tomará horror al pecado. Y también la Carne, cuando,
anonadada por los duros trabajos y aburrida por lo penoso de su lamentable
infortunio, se haya dolido intensamente de verse dominada: por esas pasiones que
eran como espinas de este mundo y que ella misma había engendrado, entonces se
apresurará a desnudare del hombre viejo para separarse de él, con el fin de no
ser una madre poco previsora que traiciona a la posteridad que de ella nacerá.
Igualmente, el movimiento irracional de los apetitos, atraído por el cebo de los
vicios, como haciendo caso al agradable aspecto de una cierta apariencia, se les
ha como unido para vivir en sociedad. Y por eso, al vicio, precisamente por
haberse unido a los movimientos de los apetitos perversos, se le puede
considerar como la nuera del cuerpo y del alma.
Y así, mientras permaneció en la misma casa esa unión inseparable e indivisible,
estrechada por la conspiración de los vicios, no era posible división alguna.
Pero, cuando Cristo trajo a la tierra el fuego que abrasaba los delitos de la
carne, o la espada que es como el cuchillo, que simboliza un poder que se ejerce
y “que penetra en lo más secreto del espíritu y de la médula, entonces la carne
y el alma, renovados por el misterio de la regeneración y olvidando lo que eran,
comienzan a ser lo que no eran, separándose de la compañía del antiguo vicio,
antes tan querido para ellos, y rompen así todo lazo con su pródiga posteridad;
y todo para que, en realidad, los padres se dividan contra los hijos, es decir,
la templanza del cuerpo destierre la intemperancia, y el alma evite la unión con
la culpa, no dando lugar en sí a esa realidad externa a ella, venida de fuera,
que es el vicio.
Los hijos también están divididos contra los padres cuando esos vicios
inveterados se rinden a la censura senil del hombre renovado, logrando que ese
vicio joven, gracias a la piedad filial, sea alejado del modo de vivir de una
casa seria. No está, ciertamente, fuera de propósito el creer que también éstos
se dividirán, con el fin de hacerse mejores que sus padres, sobre todo
atendiendo a lo que dice más adelante: Si alguno viene a Mí y no aborrece a su
padre, a su madre, a sus hijos, a sus hermanos y hermanas y aun su propia vida,
no puede ser mi discípulo (Lc14, 26). Y por eso, según la interpretación más
clara, el hijo que sigue a Cristo saca ventaja a sus padres paganos; pues la
religión es algo más elevado que los deberes de la piedad filial.
Existe también otro sentido más profundo; a la verdad, el pecado nace de la
carne y actúa, por así decirlo, en su seno, y por eso, refiriéndose a esto, dijo
el Apóstol: Pero si hago lo que no quiero, ya no soy yo quien lo hace, sino el
pecado que habita en mí (Rom7, 20). Cuando la sangre del Señor, derramada por la
redención de este mundo, abolió los vicios, logró que el hombre pasara de la
desgracia a su amistad —porque abundó el pecado, para que sobreabundara la
gracia (Rom5, 20) — y consiguió que la penitencia, hija del pecado, fuera capaz
de empujar a ese hombre hacia el cambio de vida y a que desease la gracia del
espíritu. Y así aquello mismo que me era mortal me valdrá para la salvación
(Rom7, 10). Y por eso el pecado, cuando ha sido lavado por las aguas de la
fuente, se divorcia de la carne que le había engendrado, y, en fin, este proceso
del paso de la culpa a un deseo sincero de penitencia, le es necesario a todo
aquel que desee redimirse del pecado.
También es un hecho que la palabra de Dios cambia la concupiscencia de las cosas
malas, y aun ese apetito más fuerte de deseo pasional, en un anhelo vehemente de
caridad y amor divinos, y en la misma naturaleza se lleva a cabo una
transformación, logrando que, al ser despreciado el apetito del cuerpo y del
alma, el placer de los misterios celestiales sea mucho más deseable que aquél.
Pues el espíritu se alimenta del conocimiento de las cosas, y, una vez cautivado
por las promesas de los bienes futuros, puesto que está en un estado más
elevado, va cogiendo asco a las antiguas obras del alma, pues el hombre animal
no percibe las cosas del Espíritu de Dios; son para él, locura; mientras que el
hombre espiritual juzga de todo, pero a él nadie le puede juzgar (1Cor2, l4).
(San Ambrosio, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas, Obras de San Ambrosio,
t. I, BAC, 1966, 411-422)
Cardenal Gomá
Del fuego que Jesús trajo al mundo - Las señales del tiempo
Explicación
Termina el capítulo 12 de San Lucas con dos pensamientos importantísimos: es el
primero, la razón porque sus discípulos deben estar en vela y es que los que
quieran seguirle habrán de sufrir grandes trabajos y peligros (49-53). En
segundo lugar, excita al pueblo a que sacuda la indiferencia, y reconozca la
gravedad de los tiempos y la necesidad de hacer penitencia para entrar en el
reino mesiánico (54-59).
Jesús trajo fuego a la tierra (49-53)
El Señor ha expuesto tranquilamente te su doctrina sobre la vigilancia. De
pronto, como si se adentrase en sí mismo, pronuncia dos frases vehementes,
llenas de sentido teológico. Es la primera: Fuego vine a poner en la tierra: y
¿qué quiero sino que arda? Dios es fuego consumidor y devorador (Deut. 4, 24; 9,
3); el Mesías es fuego purificador (Mal. 3, 2.3; Is. 1, 25; 4, 4); Jesús vino
del cielo a la tierra a poner fuego en las almas para depurarlas, quemar sus
escorias, y hacerlas pura plata y oro ante Dios: es el fuego de la santidad, de
la caridad; es todo el sistema de santificación que trajo Jesús al mundo. Y
Jesús quiere que arda el mundo de las almas, porque el fin de su misión es la
destrucción de todo lo malo y el incremento de todo bien. Algunos, con todo, han
interpretado el fuego, de las forzosas discordias que la religión de Jesús ha
debido llevar al mundo moral para establecerse. Maldonado interpreta la metáfora
del fuego en el sentido de las tribulaciones y persecuciones que deben sufrirse
por el nombre de Jesús; abona esta explicación el evidente sentido de la
metáfora del bautismo que sigue a ésta, de la que vendría a ser como una
aplicación al mismo Jesús. Es la segunda frase: Con bautismo es menester que yo
sea bautizado: y ¡cómo me angustio hasta que se cumpla! Está íntimamente trabada
con la primera: vendrá el fuego depurador; pero antes deberá merecerlo Jesús
para el mundo: es la expiación y santificación que deben venir por la Pasión del
Señor, a la que llama él su bautismo; las aguas son el símbolo de la tribulación
(Ps. 17, 17; 31, 6; 65, 12; 68, 16, etc.); le cubrirá su propia sangre, y éste
será su cruento bautismo. Ello produce a Jesús angustias prematuras, como en
Getsemaní; le tortura la aprensión de sus futuros tormentos; pero le acucia al
propio tiempo el deseo de sufrirlos, porque es la voluntad del Padre y la
condición de la salvación del mundo.
Y porque vino Jesús a poner al mundo el fuego purificador, por ello se entablará
tremenda lucha entre los elementos contrarios, el bien y el mal: ¿Pensáis que
viene a poner paz en la tierra? Los vv. 51-53 son análogos a los de Mt. 10,
34.35.
Las señales del tiempo (54-59)
Las anteriores lecciones iban dirigidas con preferencia a los discípulos del
Señor (y. 1. 22). Ahora se dirige Jesús especialmente al pueblo. Daría una
mirada a la multitud, y vería su indiferencia e incomprensión, y la increpó
duramente: Y decía también al pueblo: Cuando veis asomar la nube de parte de
poniente, de la región del Mediterráneo, luego decís: Va a llover; y así sucede:
las lluvias suelen ser en la Palestina con viento de poniente; Y cuando sopla el
austro, decís: Hará calor; y es así: es el viento sur, del desierto, que produce
en aquella región calores sofocantes.
¡Hipócritas!, sigue Jesús: lo son porque les ciega la yana observancia de la ley
y carecen de verdadera virtud: Sabéis pronosticar por el aspecto del cielo y de
la tierra: pues ¿cómo no sabéis reconocer el tiempo presente? Tenéis el
testimonio múltiple de Juan; los milagros y doctrinas que propongo; el
cumplimiento de las semanas de Daniel; la expectación general por la inminente
venida del Mesías: y no sabéis conocer que yo soy. Además, podéis conocerlo por
el testimonio de vuestras propias conciencias, que os dicen que ha llegado la
hora, y no os preocupáis de oír su dictamen: Y ¿por qué no juzgáis por vosotros
mismos lo que es justo?
La consecuencia es natural: si pueden conocer el tiempo, la llegada del Mesías,
pueden asimismo conocer la obligación que tienen de hacer penitencia, que va
aneja a su llegada; que se reconcilien con Dios antes de la venida del juez (Is.
4, 4; Ez. 34, 20; Mal. 3, 2; Mt. 3, 10-12, etc.). A esto les exhorta Jesús con
una viva parábola: Cuando vas con tu contrario ante el magistrado... Es la misma
que propuso ya Jesús en el Sermón del Monte (Mt. 5, 25.26).
Lecciones morales
A) v. 49 Fuego vine a poner en la tierra... — Es el fuego del espíritu Santo que
trajo Jesús del cielo a los hombres. Fuego divino de verdad, capaz, por lo que
tiene de virtud nativa, de consumir toda escoria del mundo moral; más aún, capaz
de comunicar a los corazones humanos los mismos incendios del divino amor que
abrasan a los celestiales espíritus. Fuego de doctrina que consume todo error;
fuego que da calor a los corazones para que germine en ellos toda semilla del
bien obrar. Fuego que ablanda la dura naturaleza del hombre, dura y torcida, y
permite enderezarla en el sentido del bien; fuego de altísima temperatura, capaz
de derretir la piedra berroqueña de nuestro desgraciado ser, para grabar en él
la misma efigie de Dios, endiosándolo, haciéndolo hijo y hermano de Cristo y su
coheredero de la gloria. No pongamos en nosotros obstáculo a la voracidad de
este fuego; digamos con la Iglesia: «Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de
tus fieles, y enciende en ellos el fuego de tu amor.»
B) v. 50— ¡Cómo me angustio hasta que se cumpla! —Tantafue la indignación del
Señor, dice San Ambrosio, que en sus deseos de consumar nuestra perfección, le
acosaban las ansias de que llegara pronto su pasión. Y no teniendo de sí de qué
dolerse, añade San Beda, se dolía de nuestras miserias y dolores, prolongando la
tristeza de su pasión, no por el miedo que tuviese a la muerte, sino por la
tardanza de nuestra redención. Puede de ello colegirse que la memoria de la
Pasión acompañó a Jesús toda su vida, disponiéndose a ella como para un acto que
debía ser la síntesis de toda su obra y el punto culminante de su existencia.
Para que aprendamos también nosotros a meditar continuamente la pasión del
Señor, imprimiéndola profundamente en nuestro espíritu.
C) v. 52. — De aquí adelante, estarán cinco en una casa divididos... — Si
Jesucristo hubiese sido puro hombre, dice el Crisóstomo jamás hubiera podido
predecir cosa tan inverosímil como es el que los padres le amen a El más que a
sus hijos, y éstos más que a los padres, y los maridos más que a sus esposas. Y
esto no en una casa o en ciento, sino en toda la redondez de la tierra; y no
sólo lo predijo, sino que la predicción se ha cumplido. En lo que aparece una
demostración de la divinidad de Jesús y la prueba de la virtud acérrima de su
doctrina y de su ley, que cosas tan extraordinarias ha producido en el mundo.
D) v. 56. — ¿Cómo no sabéis reconocer el tiempo presente? — Obra Dios
continuamente en la humana historia. Sin daño de la libertad de los hombres, los
conduce, en el orden individual y social, por los senderos que él quiere. A él
se debe el engrandecimiento y la ruina de las naciones. De tal suerte pone El en
juego los humanos factores, que saca de ellos el resultado que a él le place, no
lo que los hombres quieren. ¡Ay de los pueblos el día que Dios no proveyera de
ellos! Esta es la llave de la historia y toda su filosofía. Y, sin embargo, hay
hombres necios, o hipócritas, como los judíos, que no saben leer en los humanos
hechos los caracteres indelebles que deja en ellos Dios al dirigirlos. Seamos
providencialistas, y pidamos a Dios gobierne el mundo sin tomar cuenta de
cuantos en él le blasfeman o ignoran.
E) v. 57. — ¿Por qué no juzgáis por vosotros mismos lo que es justo? — Prueban
estas palabras de Jesús, dice Orígenes, que por ley misma de naturaleza, tenemos
nosotros aptitud para juzgar lo que es justo en lo fundamental de la vida; por
ello, dice San Beda, los oyentes de Jesús en este caso, aunque fuesen
iliteratos, podían rectamente juzgar de su legación divina, porque las obras que
hacía eran tales que le delataban como Enviado de Dios. Más que ellos puede todo
hombre en nuestros tiempos juzgar de la verdad y justicia de nuestra santa
religión; porque posteriormente a Jesús se han multiplicado los hechos que
demuestran que es Dios: el cumplimiento de sus profecías, la propagación del
Evangelio, la santidad de su Iglesia, el número de sus mártires, la restauración
del mundo en todos los órdenes. Y, no obstante tanta claridad, muchos hombres no
quieren juzgar lo que es justo, contraviniendo las leyes de la misma naturaleza.
F) v. 58.— Cuando vas con tu contrario ante el magistrado... — ¿Quién es nuestro
contrario sino la palabra de Dios, dice San Beda, adversario de nuestros deseos
carnales en esta vida, del cual nos libramos poniéndonos en paz con él, haciendo
lo que él nos manda? Peor si no nos ponemos en paz con él y con nuestra
conciencia formada según él, porque seremos irremisiblemente condenados, y no
saldremos de la cárcel del infierno hasta que no paguemos el último céntimo.
(Dr. D. Isidro Gomá y Tomás, El Evangelio Explicado, Vol. II, Ed. Acervo, 6ª ed.,
Barcelona, 1967, p. 194-197)
Manuel de Tuya
Exigencias de la doctrina de Cristo
Yo he venido a echar fuego en la tierra, ¿y qué he de querer sino que se
encienda? Tengo que recibir un bautismo, ¡y cómo me siento constreñido hasta que
se cumpla! ¿Pensaba que he venido a traer paz a la tierra? Os digo que no, sino
la disensión, en adelante estarán en una casa cinco divididos, tres contra dos y
dos contra tres; se dividirán el padre contra el hijo, y el hijo contra el
padre, y la madre contra la hija, y la hija contra la madre, la suegra contra la
nuera, y la nuera contra la suegra.
El primer versículo: «Yo he venido a poner fuego en la tierra, ¿y qué he de
querer sino que arda?», es como el tema que abarca un doble incendio: en él y en
los otros. El desea que este fuego se «encienda». Ha de ser algo excelente.
Algunos Padres lo interpretan del Espíritu Santo, de la caridad, del celo.
Este primer fuego es El. Acaso se agrupe aquí esta sentencia por un contexto
lógico (Mt 10,34-37). El ha de recibir un «bautismo», y hasta que llegue está en
ansia. Este es la cruz. Es el momento culminante de su fuego de amor, que lo
«bautizas (sumerge) en la muerte. (Mc 10,38-39).
Pero este fuego que El pone en la tierra va a exigir tomar partido por El. Va a
incendiar a muchos, y por eso El trae la «disensión», no como un intento, sino
como una consecuencia. Es el modo semita de formular la causalidad o permisión.
Y esta disensión se la expresa llegando a lo más entrañable de la vida: la
familia. Bien se ve esto aun en los países mahometanos cuando un miembro de la
familia se hace cristiano. Se cumplen a la letra las palabras del Señor.
(Profesores de Salamanca, Manuel de Tuya, Biblia Comentada, B.A.C., Madrid,
1964, p. 855)
Benedicto XVI
CARTA ENCÍCLICA DEUS CARITAS EST
DEL SUMO PONTÍFICE BENEDICTO XVI
Introducción
« Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él » (1
Jn 4, 16). Estas palabras de la Primera carta de Juan expresan con claridad
meridiana el corazón de la fe cristiana: la imagen cristiana de Dios y también
la consiguiente imagen del hombre y de su camino. Además, en este mismo
versículo, Juan nos ofrece, por así decir, una formulación sintética de la
existencia cristiana: « Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y
hemos creído en él ».
Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción
fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o
una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que
da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva. En su
Evangelio, Juan había expresado este acontecimiento con las siguientes palabras:
« Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que todos los que
creen en él tengan vida eterna » (cf. 3, 16). La fe cristiana, poniendo el amor
en el centro, ha asumido lo que era el núcleo de la fe de Israel, dándole al
mismo tiempo una nueva profundidad y amplitud. En efecto, el israelita creyente
reza cada día con las palabras del Libro del Deuteronomio que, como bien sabe,
compendian el núcleo de su existencia: « Escucha, Israel: El Señor nuestro Dios
es solamente uno. Amarás al Señor con todo el corazón, con toda el alma, con
todas las fuerzas » (6, 4-5). Jesús, haciendo de ambos un único precepto, ha
unido este mandamiento del amor a Dios con el del amor al prójimo, contenido en
el Libro del Levítico: « Amarás a tu prójimo como a ti mismo » (19, 18; cf. Mc
12, 29- 31). Y, puesto que es Dios quien nos ha amado primero (cf. 1 Jn 4, 10),
ahora el amor ya no es sólo un « mandamiento », sino la respuesta al don del
amor, con el cual viene a nuestro encuentro.
En un mundo en el cual a veces se relaciona el nombre de Dios con la venganza o
incluso con la obligación del odio y la violencia, éste es un mensaje de gran
actualidad y con un significado muy concreto. Por eso, en mi primera Encíclica
deseo hablar del amor, del cual Dios nos colma, y que nosotros debemos comunicar
a los demás. Quedan así delineadas las dos grandes partes de esta Carta,
íntimamente relacionadas entre sí. La primera tendrá un carácter más
especulativo, puesto que en ella quisiera precisar —al comienzo de mi
pontificado— algunos puntos esenciales sobre el amor que Dios, de manera
misteriosa y gratuita, ofrece al hombre y, a la vez, la relación intrínseca de
dicho amor con la realidad del amor humano. La segunda parte tendrá una índole
más concreta, pues tratará de cómo cumplir de manera eclesial el mandamiento del
amor al prójimo. El argumento es sumamente amplio; sin embargo, el propósito de
la Encíclica no es ofrecer un tratado exhaustivo. Mi deseo es insistir sobre
algunos elementos fundamentales, para suscitar en el mundo un renovado dinamismo
de compromiso en la respuesta humana al amor divino.
(...)
12. Aunque hasta ahora hemos hablado principalmente del Antiguo Testamento, ya
se ha dejado entrever la íntima compenetración de los dos Testamentos como única
Escritura de la fe cristiana. La verdadera originalidad del Nuevo Testamento no
consiste en nuevas ideas, sino en la figura misma de Cristo, que da carne y
sangre a los conceptos: un realismo inaudito. Tampoco en el Antiguo Testamento
la novedad bíblica consiste simplemente en nociones abstractas, sino en la
actuación imprevisible y, en cierto sentido inaudita, de Dios. Este actuar de
Dios adquiere ahora su forma dramática, puesto que, en Jesucristo, el propio
Dios va tras la « oveja perdida », la humanidad doliente y extraviada. Cuando
Jesús habla en sus parábolas del pastor que va tras la oveja descarriada, de la
mujer que busca el dracma, del padre que sale al encuentro del hijo pródigo y lo
abraza, no se trata sólo de meras palabras, sino que es la explicación de su
propio ser y actuar. En su muerte en la cruz se realiza ese ponerse Dios contra
sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es amor
en su forma más radical. Poner la mirada en el costado traspasado de Cristo, del
que habla Juan (cf. 19, 37), ayuda a comprender lo que ha sido el punto de
partida de esta Carta encíclica: « Dios es amor » (1 Jn 4, 8). Es allí, en la
cruz, donde puede contemplarse esta verdad. Y a partir de allí se debe definir
ahora qué es el amor. Y, desde esa mirada, el cristiano encuentra la orientación
de su vivir y de su amar.
13. Jesús ha perpetuado este acto de entrega mediante la institución de la
Eucaristía durante la Última Cena. Ya en aquella hora, Él anticipa su muerte y
resurrección, dándose a sí mismo a sus discípulos en el pan y en el vino, su
cuerpo y su sangre como nuevo maná (cf. Jn 6, 31-33). Si el mundo antiguo había
soñado que, en el fondo, el verdadero alimento del hombre —aquello por lo que el
hombre vive— era el Logos, la sabiduría eterna, ahora este Logos se ha hecho
para nosotros verdadera comida, como amor. La Eucaristía nos adentra en el acto
oblativo de Jesús. No recibimos solamente de modo pasivo el Logos encarnado,
sino que nos implicamos en la dinámica de su entrega. La imagen de las nupcias
entre Dios e Israel se hace realidad de un modo antes inconcebible: lo que antes
era estar frente a Dios, se transforma ahora en unión por la participación en la
entrega de Jesús, en su cuerpo y su sangre. La « mística » del Sacramento, que
se basa en el abajamiento de Dios hacia nosotros, tiene otra dimensión de gran
alcance y que lleva mucho más alto de lo que cualquier elevación mística del
hombre podría alcanzar.
Fray Justo Perez de Urbel
Disposiciones del que ha de seguir a Cristo
Nunca las palabras de Cristo habían tenido un acento tan severo como en esta
época; nunca había predicado con tanta insistencia la necesidad de la
abnegación, del sacrificio, de la vigilancia, del heroísmo. Son las últimas
consecuencias del sermón de la montaña, cuyos ecos creemos escuchar en estas
excursiones apostólicas a través de la Perea. Los oyentes acuden por millares,
según la expresión de San Lucas; pero más que la admiración por el Maestro, les
empuja todavía una vaga esperanza de interés y de ambición terrena. Es necesario
destruir ilusiones y disipar equívocos. Para seguir a Cristo se exigen
condiciones, que suponen un valor heroico. Pueden resumirse en tres puntos: el
discípulo de Cristo debe amar a su maestro, más que a los padres, a los hijos y
a los hermanos; debe amarle más que a su propia persona física y moral; debe
amarle más que a los bienes materiales. “Si alguno viene a Mí—dice Jesús—y no
odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus
hermanas y a sí mismo, no puede ser mi discípulo. Y el que viene a Mí y no toma
su cruz, tampoco puede ser mi discípulo. Ninguno de vosotros puede ser mi
discípulo si no renuncia a todo cuanto posee.” Para el semita, amar menos es
odiar, como vemos repetidas veces en las Sagradas Escrituras, y esto debe
tenerse presente para comprender el pasaje que acabamos de citar. Además, Cristo
habla aquí intencionadamente con franca rudeza ante una multitud que en su
mayoría iba a buscarle impulsada por su superioridad espiritual, por el brillo
de SUS milagros, por la vaga esperanza del triunfo y de la gloria o por
compartir con Él el dominio y la riqueza cuando estableciese su reino. Un día,
predicando sobre la vigilancia, se interrumpió bruscamente, y como si hablase
consigo mismo, añadió: “Yo he venido a traer el fuego a la tierra, y ¿qué es lo
que quiero sino que se encienda? Pero antes debo ser bautizado con un bautismo
cuya expectación me llena de congoja.” Ese incendio purificador comenzará con el
derramamiento de su sangre. Después será necesario ir con Cristo o contra
Cristo, y comenzará una lucha angustiosa en el corazón de los hombres. “Pensáis
que he venido a traer la paz sobre la tierra? No vine a traer la paz, sino la
espada. En adelante, en una familia cinco personas estarán divididas: tres
contra dos y dos contra tres; el padre contra el hijo, y el hijo contra el
padre.”
(Fray Justo Perez de Urbel, Vida de Cristo, Ed.Rialp 1987, p. 461-462)
José María Lagrange
Jesús signo de contradicción
Jesús era amado, y los que le seguían sentían más vivos deseos de amar más, a
Dios. De lejos veía el nuevo fuego de caridad que debía consumir los corazones.
Por eso exclamó: «Fuego vine a poner sobre la tierra, ¡y cuánto deseo que arda!»
Dando su vida por los hombres será como moverá sus corazones. Quisiera que esa
hora hubiera ya pasado, porque la parte sensible de su alma repugna someterse a
tantos sufrimientos, y porque solamente entonces se avivará y tomará incremento
esta llama, esta efusión del amor que Él tan al vivo siente. Compara su pasión a
un bautismo. "Debo recibir un bautismo y ¡cómo me angustio hasta que se haya
cumplido!"¿Vendrá entonces la paz? No, al contrario, es también su destino el
fuego del odio y de las disensiones. «Creéis que vine a paz en la tierra? No, os
lo aseguro, sino disensión. Porque n de aquí en adelante cinco en una casa
divididos: tres contra dos y dos contra tres: el padre estará dividido contra el
hijo y el hijo contra el padre.»
Extrañas como tantas otras son estas palabras, y su sentido, más que de las
mismas palabras, brota del acento con que fueron dichas. ¿Quién consentirá en
creer a Jesús con intención de sembrar discordias en las familias? San Juan no
se engañó al poner como voto y suprema aspiración de Jesús la unidad, y era en
los momentos en que Jesús sabía que sus discípulos serían expuestos al odio del
mundo.
Solo amor quisiera inspirar Jesús, pero su misión tenía un lado doloroso, que
era ser ocasión de que el odio se desencadenase. ¡He ahí lo que vino a hacer! Se
avivará el fuego, ¿podrá quejarse de ello? Va al encuentro de una Pasión, que Él
desea para la salvación del mundo, aunque el solo pensamiento de ella le haga
estremecerse, y después de esto romperá los dulces lazos de la familia... ¿Quién
hubiera creído que el Mesías no sería el príncipe de la paz? He aquí su misión,
tal como la malicia de los hombres la ha disfrazado.
Si fuera permitido substraerse a la profunda impresión de aquella confidencia
patética en que Jesús, con toda su alma, protesta contra el servido material de
las palabras, fuera necesario recordar que no hay en eso más que un aspecto de
su misión, de tal manera aflictivo, que por el momento no deja ver otra cosa: la
paz interior devuelta a los hombres y su unión en una sociedad regida por el
amor. Es necesario también hacer notar que estas palabras tan evidentemente
auténticas — ¿quién se hubiera atrevido a proponer esta paradoja? — son el
mentís más decisivo contra esos críticos que no ven en Jesús más que el profeta
de un reino de Dios inminente, en perfecta inocencia, bajo la salvaguardia del
Mesías.
Lo que Jesús había ya anunciado de las persecuciones que esperaban a sus
mensajeros lo abarca de una sola mirada por el lado más penoso a su amante
corazón, ve una larga cadena de disensiones y de querellas. ¡Si al menos estas
disensiones y querellas sólo fueran entre sus discípulos y los extraños!
(José María Lagrange, El Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo, Editorial
Litúrgica Española, Barcelona, 1933, p. 279-281)
EJEMPLOS PREDICABLES
Santa Bárbara, Mártir del Siglo III.
Una antigua tradición escrita en griego en el siglo VII cuenta lo siguiente
acerca de Santa Bárbara:
Era hija de un tipo de tremendo mal genio llamado Dióscoro. Como ella no quería
creer en los ídolos paganos de su padre, éste la encerró en un castillo, al cual
le había mandado colocar dos ventanas. La santa mandó a los obreros a que
añadieran una tercera ventana para la religión. Por eso la pintan con una
espada, y con una palma (señal de que obtuvo la palma del martirio) y con una
corona porque se ganó el reino de los cielos.
Y dice la antigua tradición que cuando Dióscoro bajaba del monte donde habían
matado a su hija, le cayó un rayo y lo mató. Por eso a santa Bárbara le reza la
gente para verse libre de los rayos de las tormentas.
Dicen que junto a ella fue martirizada su amiga Juliana, y que en su sepulcro se
obraron muchos milagros.
También añade la antigua tradición que lo último que santa Bárbara pidió a Dios
fue que bendijera y ayudara a todos los que recordaran su martirio.
24
Predicador del Papa: La nueva y auténtica paz que
Jesús trae a los hombres
Comentario del padre Cantalamessa a la liturgia del próximo domingo
ROMA, viernes, 17 agosto 2007 (ZENIT.org).- Publicamos el comentario del padre
Raniero Cantalamessa, ofmcap. -predicador de la Casa Pontificia- a la liturgia
del próximo domingo, XX del tiempo ordinario.
* * *
XX Domingo del tiempo ordinario
Jeremías 38, 4-6.8-10; Hebreos 12, 1-4; Lucas 12, 49-57
He venido a traer división en la tierra
El pasaje del Evangelio de este domingo contiene algunas de las palabras más
provocadoras jamás pronunciadas por Jesús: «¿Creéis que estoy aquí para dar paz
a la tierra? No, os lo aseguro, sino división. Porque desde ahora habrá cinco en
una casa y estarán divididos; tres contra dos, y dos contra tres; estarán
divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre; la madre contra la
hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la
suegra».
¡Y pensar que quien dice estas palabras es la misma persona cuyo nacimiento fue
saludado con las palabras: «Paz en la tierra a los hombres», y que durante su
vida había proclamado: «Bienaventurados los que trabajan por la paz»! ¡La misma
persona que, en el momento de su prendimiento, ordenó a Pedro: «¡Mete la espada
en la vaina!» (Mt 26, 52)! ¿Como se explica esta contradicción?
Es muy sencillo. Se trata de ver cuál es la paz y la unidad que Jesús ha venido
a traer y cuál es la paz y la unidad que ha venido a suprimir. Él ha venido a
traer la paz y la unidad en el bien, la que conduce a la vida eterna, y ha
venido a quitar esa falsa paz y unidad que sólo sirve para adormecer las
conciencias y llevar a la ruina.
No es que Jesús haya venido a propósito para traer la división y la guerra, sino
que de su venida resultará inevitablemente división y contraste, porque Él sitúa
a las personas ante la disyuntiva. Y ante la necesidad de decidirse, se sabe que
la libertad humana reaccionará de forma variada. Su palabra y su propia persona
sacará a la luz lo que está más oculto en lo profundo del corazón humano. El
anciano Simeón lo había predicho al tomar en brazos a Jesús Niño: «Éste está
puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de
contradicción a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos
corazones» (Lucas 2, 35).
La primera víctima de esta contradicción, el primero en sufrir la «espada» que
ha venido a traer a la tierra, será precisamente Él, que en este choque perderá
la vida. Después de Él, la persona más directamente involucrada en este drama es
María, Su Madre, a la que de hecho Simeón, en aquella ocasión, dijo: «Y a ti una
espada te traspasará el alma».
Jesús mismo distingue los dos tipos de paz. Dice a los apóstoles: «Mi paz os
dejo, mi paz os doy. No os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro
corazón ni tenga temor» (Juan 14,27). Después de haber destruido, con su muerte,
la falsa paz y solidaridad del género humano en el mal y en el pecado, inaugura
la nueva paz y unidad que es fruto del Espíritu. Ésta es la paz que ofrece a los
apóstoles la tarde de Pascua, diciendo: «¡Paz a vosotros!».
Jesús dice que esta «división» puede ocurrir también dentro de la familia: entre
padre e hijo, madre e hija, hermano y hermana, nuera y suegra. Y lamentablemente
sabemos que esto a veces es cierto y doloroso. La persona que ha descubierto al
Señor y quiere seguirle en serio se encuentra con frecuencia en la difícil
situación de tener que elegir: o contentar a los de casa y descuidar a Dios y
las prácticas religiosas, o seguir éstas y estar en contraste con los suyos, que
le echan en cara cada minuto que emplea en Dios y en las prácticas de piedad.
Pero el choque llega también más profundamente, dentro de la propia persona, y
se configura como lucha entre la carne y el espíritu, entre el reclamo del
egoísmo y de los sentidos y el de la conciencia. La división y el conflicto
comienzan dentro de nosotros. Pablo lo explicó de maravilla: «La carne de hecho
tiene deseos contrarios al Espíritu y el Espíritu tiene deseos contrarios a la
carne; estas cosas se oponen recíprocamente, de manera que no hacéis lo que
querríais».
El hombre está apegado a su pequeña paz y tranquilidad, aunque es precaria e
ilusoria, y esta imagen de Jesús que viene a traer el desconcierto podría
indisponerle y hacerle considerar a Cristo como un enemigo de su quietud. Es
necesario intentar superar esta impresión y darnos cuenta de que también esto es
amor por parte de Jesús, tal vez el más puro y genuino.
[Traducción del original italiano realizada por Zenit]