22 HOMILÍAS MÁS PARA EL DOMINGO XX
1-8

 

1.

Cordero pascual y maná, eran dos grandes recuerdos de la historia de Israel. La carne del cordero evocaba la noche gloriosa en que un Pueblo se aprestaba, en talante peregrino -la cintura ceñida, sandalias en los pies, un bastón en la mano-, a emprender la difícil marcha de la liberación. La sangre del cordero, tiñendo los dinteles de las puertas, había sido el signo que los libró de la muerte en la noche del exterminio. Y cuando en el desierto conocieron el hambre de los peregrinos, el maná fue la providencia de Dios que los mantuvo fuertes en su caminar.

¿Pretendía acaso el profeta de Nazaret colocarse por encima de Moisés y del Éxodo? ¿Qué metáfora era esa del "pan que da vida al mundo?" Y ahora todavía materializaba más la imagen: "El pan que yo os daré es mi carne, para la vida del mundo". ¿Cómo puede este hombre darnos a comer su carne? ¿No son palabras de loco? Pudieron los judíos posiblemente creer que todo era un lenguaje metafórico: lo que pretende es llamar la atención de hasta qué punto su doctrina es importante. Pero las palabras de Jesús eran cada vez más crudas y realistas, y sus afirmaciones más tajantes: "Si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros... Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida".

Pudieron los judíos creer que hablaba en metáfora, aunque lo realista de las expresiones les desconcertaba y escandalizaba. Pero la Comunidad en cuyo seno se originó el Evangelio de Juan, proclamaba y escuchaba estas palabras desde una experiencia vital: toda la Asamblea se hacía -se hace- testigo de cómo esta Palabra se cumplía en medio de ellos. Acorralados por la persecución, eran el Nuevo Pueblo al que Dios había elegido para ponerlo en camino hacia la Salvación.

Ayer era Egipto quien se oponía a la liberación; ahora eran el Imperio Romano, el ambiente pagano hostil, la misma familia, su propia debilidad, sus pasiones, sus pecados incluso. Aquí se entiende el nuevo maná con el que Dios responde, manifestando su gloria, a un pueblo que, perplejo por tanta dificultad, no puede menos de interrogarse a veces: "¿Está o no está Dios en medio de nosotros?" Aquí la celebración festiva de ese maná que restaura las fuerzas de quienes, de otra manera, quedarían tirados en el camino, porque "la marcha es dura, recio el sol, lento el caminar". Y el echar mano de los salmos para cantar ese maná: "trigo y pan del cielo", "pan de los fuertes", "pan de los ángeles que habitan en el cielo".

Es la Comunidad que celebra la presencia del "Cordero de Dios que quita el pecado del mundo". Su carne es alimento que fortalece, y su sangre bebida que purifica. Alimento para caminantes cuya vida es una permanente carrera de obstáculos externos e íntimos; purificación de unos hombres que experimentan a diario la debilidad de la carne. Cuerpo y sangre de Cristo Resucitado, de cuya vida nos es permitido participar. Quien lo coma y beba, vivirá por él en el tiempo y en la eternidad. No como los padres que salieron de Egipto, a los que solamente sirvió en su travesía del desierto: lo comieron y luego murieron. El que coma de este pan, vivirá para siempre. Nueva definición del Dios Eterno, Infinito e Inefable. No se le pudo ocurrir a filósofo alguno, y amenaza con escandalizar al hombre religioso. Pero al hombre secular, cansado de maestros, leyes y doctrinarios, lleno de hambre insaciable de vivir y de dificultades para conseguirlo, le cae -nunca mejor dicho- "como maná llovido del cielo" esta Palabra de Dios encarnada en Jesús: -Dime, Señor: ¿quién eres? -Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan, vivirá para siempre. "La sabiduría ha preparado el banquete... Venid a comer mi pan y a beber el vino..."

MIGUEL FLAMARIQUE VALERDI
ESCRUTAD LAS ESCRITURAS
REFLEXIONES SOBRE EL CICLO B
Desclee de Brouwer BILBAO 1990.Pág. 144


 

2.

Está comprobado que no es evidente que los cristianos estén catequizados; antes bien: cada vez empieza a ser más grande el abismo que se produce entre los "cristianos sociológicos", que se mueven en un mundo no sólo de rutinas y superficialidades, sino también de deficiencias e ignorancias, de desconocimientos y carencias que llegan a asombrar y a hacer pensar como increíble tal grado de "ignorancia"; y los cristianos que están preocupados por conocer en profundidad su fe, su comunidad, su historia y su vida.

Todo esto no es ninguna novedad; cualquier sacerdote conoce ampliamente esta cuestión que hemos intentado reflejar en un breve párrafo. Pero, poco a poco, se está descubriendo que hay un trabajo más urgente que realizar en la Iglesia, y que es previo al de catequizar: evangelizar, anunciar el Evangelio. Más urgente que la comprensión y estructuración de la fe es el empezar por que "haya" fe, incluso entre los oficial y sociológicamente cristianos. "Evangelizadora, la Iglesia comienza por evangelizarse a sí misma. Comunidad de creyentes, comunidad de esperanza vivida y comunicada, comunidad de amor fraterno, tiene necesidad de escuchar sin cesar lo que debe creer, las razones para esperar, el mandamiento nuevo del amor" (Pablo VI, Evangelii Nuntiandi, núm. 15).

EVAR/QUÉ-ES: Evangelizar, la urgente necesidad de nuestro tiempo, teniendo presente que tal tarea "no se trata solamente de predicar el Evangelio en zonas geográficas cada vez más vastas o poblaciones cada vez más numerosas, sino de alcanzar y transformar con la fuerza del Evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las línea de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad..." (·Pablo-VI, Ibíd., núm., 19). Todo lo cual, no lo podemos negar, falta con más frecuencia de lo que sería de desear entre los autodenominados cristianos; por eso "la Iglesia no se siente dispensada de presentar una atención igualmente infatigable hacia aquéllos que han recibido la fe y que, a veces desde hace muchas generaciones, permanecen en contacto con el Evangelio. Trata así de profundizar, consolidar, alimentar, hacer cada vez más madura la fe de aquéllos que se llaman ya fieles o creyentes, a fin de que lo sean cada vez más... Evangelizar debe ser, con frecuencia, comunicar a la fe de los fieles este alimento y este apoyo necesarios" (Pablo VI, ibíd., núm 54).

Todo esto, evidentemente -lo hemos leído ya antes en escrito de Pablo VI-, no se trata de una simple cuestión de "anuncio teórico del Evangelio", sino de vivirlo y anunciarlo con el propio testimonio; por eso todos debemos preguntarnos: "se nos pregunta: ¿Creéis verdaderamente lo que anunciáis? ¿Vivís lo que creéis? ¿Predicáis verdaderamente lo que vivís? Hoy más que nunca el testimonio de vida se ha convertido en una condición esencial con vistas a una eficacia real de la predicación. Sin andar con rodeos, podemos decir que en cierta medida nos hacemos responsables del Evangelio que proclamamos" (Pablo VI, ibíd.,num 7).

La evangelización, la vivencia sincera y auténtica de la fe: dos necesidades urgentes, incluso entre los cristianos.

LUIS GRACIETA
DABAR 1985, 42


 

3.

JESÚS ES EL PAN DE VIDA

Juan hace un largo discurso hablando del pan de vida. Parte de un hecho real y cotidiano, el pan material, para llevarnos progresivamente a un nivel espiritual más profundo. Son muy significativas las palabras de Jesús: "No me buscáis porque hayáis percibido señales, sino porque habéis comido pan hasta saciaros" (6, 26-27). Por lo tanto, en lo que Jesús dice y hace hay que ver un signo o señal de cosas más profundas. Vamos a tratar de descubrirlas siguiendo muy de cerca a Juan.

Hay un primer nivel, y punto de partida de este lenguaje que usa Jesús, que es el pan material, alimento universal en las economías de subsistencia, pero no en las del bienestar. Jesús hace un milagro para que coma la multitud hambrienta, que, agradecida, quiere hacerle rey, quiere que asuma el poder político. Jesús se enfrenta y reprocha a la multitud duramente, porque ésta parece no buscar y querer otra cosa que el alimento corporal. La masa se queda únicamente en este nivel del discurso sobre el pan de vida.

Es claro que Jesús va más allá, que, aunque haga un milagro para saciar el hambre de la multitud en un momento determinado, su misión no consiste en mejorar los cultivos para que no haya necesidades primarias, ni tomar el poder para asegurar el suministro y la justicia en el reparto.

La solución de Jesús no va por ahí, aunque siente como el que más que haya pobres que pasen hambre de pan, y que su mensaje bien entendido lleva a que no falte pan para nadie. Para Jesús no basta el pan que satisface las necesidades materiales ni la justicia que se puede hacer desde el poder. Por eso él emprende otro camino y habla de otro pan de vida, sin despreciar el que se hace de trigo o centeno.

El pan para Jesús es una señal, un signo. Se trata de otro pan, de otro alimento, de otra vida. ¿Qué otro pan es éste? Es una doctrina, un camino que pueda orientar y dar sentido a las preguntas más profundas del hombre. Es la que en Jesús como enviado del Padre Dios. "La obra que Dios quiere es ésta: que tengáis fe en su enviado" (6, 29-30). "Quien tiene fe, posee vida eterna" (6, 47-48).

Pero Jesús es pan de vida en un sentido más profundo y misterioso. Jesús nos dice que es el pan vivo bajado del cielo y que quien coma su carne y beba su sangre, ofrecidas en sacrificio por el hombre, resucitará en el último día. "Pues sí, os aseguro que si no coméis la carne y no bebéis la sangre de este Hombre, no tendréis vida en vosotros" (6, 53-54). Jesús es el pan que se da, que se parte y comparte, y la sangre que se derrama en sacrificio por todos nosotros. Este es el sentido de su vida, y especialmente de su muerte, que ha quedado hecho signo y realidad mística en la Eucaristía. Por eso la Eucaristía es memoria de lo que Jesús dijo e hizo y momento cumbre de toda celebración cristiana. Es el sacramento de los sacramentos. Convertirla en ruina, mero rito u obligación es degradarla. Jesús habla de comer su carne y beber su sangre con un realismo tal que muchos de sus discípulos, ahora no se trata de la multitud, se echan atrás y no le siguen ya. Estas expresiones de Jesús tienen un sentido bien concreto para los cristianos. Es la comunión más profunda y misteriosa que cabe imaginar y el pan de vida más extraordinario que puede apetecer al hombre.

En este discurso sobre el pan de vida hay, en síntesis, como tres consecuencias a sacar:

-Tenemos, en primer lugar, el pan material, el alimento del cuerpo, y en esta línea se puede ver la lucha de los cristianos para que no falte este pan y esta justicia, ya que Jesús dijo a los discípulos: "Dadles de comer vosotros" (Lc. 9, 13). Sin este pan y esta justicia es imposible que lleguemos a los niveles más profundos a donde nos quiere conducir Jesús.

-Entender la fe en Jesús, para nosotros y para los demás, como lo que da sentido a los interrogantes más vitales del hombre. Hacer ver esta conexión profunda. El sentido de la vida es tal vez la pregunta mayor del hombre de nuestro país. Poner ahí la fe. Es un lugar válido y actual.

-Valorar la Eucaristía en lo que tiene de comunión profunda con Dios, con Jesús y con los hermanos, lo que tiene de fraternidad y solidaridad. Y, consecuentemente, lo que tiene de encuentro, descanso y fiesta. En última instancia, la liberación del hombre tiene que venir por aquí. A estos tres niveles, Jesús es el pan de vida.

DABAR 1979, 47


 

4.

-La permanencia de Jesús en nosotros y la nuestra en él son lo mismo que "comunión de vida". Vida es la gran promesa, el gran contenido de la esperanza. Es lo más elemental que el hombre anhela y, al mismo tiempo, aquello de lo que el hombre por sí mismo no dispone, puesto que por todas partes se ve amenazado por la muerte. La promesa de vida es el elemento que se hace presente a lo largo de todo el Evangelio, lo más característico, especialmente en la versión de San Juan.

VE/QUÉ-ES: "Vida eterna" no significa naturalmente que esto que aquí nosotros llamamos vida se prolongue sin término. Se refiere más bien a aquella vida que vive Dios. Ahora bien, tener una vida así por sí mismo sólo corresponde a Dios. Por eso se dice en la Escritura "el Dios viviente", y aquí habla Jesús del "Padre que vive". Pero el Padre "ha dado al Hijo el tener vida por sí", como él mismo la tiene. Y el Hijo vive esa vida de manera humana, en la historia del mundo y en relación con sus condicionamientos. ¿Cómo la vive? Tal como el evangelio nos lo testimonia: en todo el conjunto de la existencia y en cada uno de los detalles. Esto lo podemos percibir con la máxima claridad cuando nos adentramos en el significado de los hechos y las palabras de Jesús. Escrutar lo que Jesús dice y hace -y ponerlo en relación con la expresión "como yo vivo por el Padre..." -nos llevará a comprender de qué clase de vida se trata y cómo, en unión con él, puede también originarse en nosotros tal vida, hasta el punto de que se prolongue en una perspectiva sin fin: a ser una vida eterna. Exactamente esto es lo que, en definitiva, promete Jesús a quien "le come", es decir, a quien participa de la comida eucarística con profunda comprensión creyente acerca de la vida humana como germen de la vida eterna.

-Comprender fielmente (con profunda fe) que en comunión con Jesús, el Cristo, el hombre cobra vida y la va aumentando significa también comprender ésta -igual que en el caso de Jesús- como una misión: "Así como el Padre me ha enviado, os envío yo a vosotros", porque "así como vivo yo en el Padre, quien me come vivirá por mí".

Jesús explica, pues, que configurar la vida como un encargo en obediencia a Dios no es un peso o una reducción, sino que precisamente en ello se encuentra el gozo de las verdadera vida. Lo característico del mensaje de san Juan sobre la eucaristía consiste en la subordinación de la celebración sacramental a la aceptación del pan que da la vida en la figura de la palabra de Dios que es Jesús. Por eso el Evangelista preanuncia la liturgia eucarística dentro de un marco de acogida fiel de la palabra: en la eucaristía, la comunidad reconoce a quien revela al Padre, cree en su palabra, recibe la vida verdadera y se siente enviada a comunicarla.

EUCARISTÚA 1985, 39


 

5.

Jesús habla en la sinagoga de Cafarnaún del "pan de vida bajado del cielo". El Padre nos regala a todos con este pan que es el mismo Jesús en persona, pero a su vez también Jesús es el que nos alimenta con su cuerpo y sangre. El es también el sujeto que voluntariamente se entrega a sí mismo en los dones eucarísticos: "El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo... Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros... El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna... Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida". El realismo de estas palabras reiteradamente confirmadas una y otra vez no deja ningún camino abierto a la simple metáfora. Jesús compara su cuerpo al maná que en otro tiempo comieron los israelitas en el desierto y afirma que este cuerpo es el verdadero pan de vida, y no el maná.

Ante estas afirmaciones claras, tajantes, del Señor, inmediatamente se nos plantea un fuerte interrogante: ¿Realmente esto es así en nuestras vidas? Porque nosotros comemos una y otra vez de este pan y, sin embargo, no damos señales de esa vida. ¿Por qué? Es posible que tengamos un concepto falso de la eficacia del sacramento. Es posible que creamos que la fuerza del sacramento actúa mecánicamente sobre nosotros y entonces nos comportamos como simples consumidores, sin saber lo que el Señor quiere de nosotros. Pues el sacramento es también un signo, una palabra, y solamente puede animar nuestras vidas si la recibimos con fe, si aportamos libremente nuestra respuesta. Ahora bien, el cuerpo de Cristo es pan de vida precisamente porque es el cuerpo que se entrega para la vida del mundo. ¿Entendemos lo que esto significa, lo que exige de nosotros cuando comulgamos? Jesús instituyó el sacramento de la eucaristía la noche antes de padecer y, al repartir el pan entre sus discípulos, les invitó a todos a tomar parte activamente en el sacrificio de la cruz.

Entonces le dejaron solo, y esto es seguramente lo que invalida también hoy nuestras comuniones. Recibimos el cuerpo de Cristo, pero no comulgamos con su pasión y muerte. Eso es, no entregamos nuestras vidas para la salvación del mundo. Recibimos el pan de los ángeles, pero no comulgamos con los problemas de los hombres. De esta suerte, nosotros queremos alcanzar la vida al margen de la norma que Jesús estableció como único camino para conseguirlo: "El que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por el Evangelio, la salvará" (Mc, 8, 35). Comulgar con la misión de Cristo es hacer nuestros los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren" (Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, 1). Nada verdaderamente humano puede estar lejos del corazón de los discípulos de Cristo.

San Pablo, en su carta a los corintios, critica severamente la manera como celebraban aquellos cristianos la Cena del Señor: les advierte que es menester examinarse sobre el amor antes de recibir el cuerpo del Señor, pues "quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo. Por eso hay entre vosotros muchos enfermos, muchos débiles y mueren no pocos" (I Cor. 11, 22-30). ¿No recaerá también sobre nosotros el castigo de Dios? Porque hemos hecho de nuestro cristianismo una consumición y hemos olvidado el compromiso de vivir para los demás. Por eso, de nada nos serviría multiplicar nuestras comuniones si no intensificamos cada vez más el espíritu de servicio al mundo. No lo olvidemos: No basta con recibir muchas veces el pan de los ángeles... Es preciso unir nuestras vidas a la de Cristo, que muere por todos los hombres. Solamente así será para nosotros el cuerpo de Cristo el verdadero pan de vida bajado del cielo.

EUCARISTÍA 1970, 48


 

6. EN TORNO A UNA MESA

El que come mi carne...

Los sacramentos han ido adquiriendo a lo largo de los siglos un carácter cada vez más ritualizado hasta el punto de que, a veces, llegamos a olvidar el gesto humano que está en sus raíces y de donde arranca su fuerza significadora. Los cristianos llamamos a la Eucaristía «la cena del Señor», hablamos de «la mesa del altar», los manteles... pero, ¿en qué queda ese gesto humano básico del «comer juntos» en la experiencia ordinaria de nuestras misas? La Eucaristía hunde sus raíces en una de las experiencias más primarias y fundamentales del hombre que es «el comer». El hombre necesita alimentarse para poder subsistir. No nos bastamos a nosotros mismos. La vida nos llega desde el exterior, desde el cosmos.

Esta experiencia de indigencia profunda y dependencia radical nos invita a alimentar nuestra existencia en el Dios creador. Ese Dios amigo de la vida, que se nos revela en Cristo resucitado como salvador definitivo de la muerte. Pero el hombre no come sólo para nutrir su organismo con nuevas energías. El hombre está hecho para «comer-con-otros». Comer significa para el hombre sentarse a la mesa con otros, compartir, fraternizar. La comida de los seres humanos es comensalidad, encuentro, fraternización. Pero, además, la comida humana, cuando es banquete, encierra una dimensión honda de fiesta y ocupa un lugar central en los momentos festivos más importantes. ¿Cómo celebrar un nacimiento, un matrimonio, un encuentro, una reconciliación, si no es en torno a una mesa?

En su estudio «De la misa a la eucaristía», X. Basurko uno de los teólogos más lúcidos de nuestra tierra, se pregunta si no han perdido nuestras eucaristías esa triple dimensión de alimento, fraternidad y fiesta que, sin embargo, tienen arraigo tan hondo en nuestro pueblo. Una celebración digna de la Eucaristía nos obliga a preguntarnos dónde estamos alimentando en realidad nuestra existencia, cómo estamos compartiendo nuestra vida con los demás hombres y mujeres de la tierra, cómo vamos nutriendo nuestra esperanza y nuestro anhelo de la fiesta final.

Cuando uno vive alimentando su hambre de felicidad de todo menos de Dios, cuando uno disfruta egoístamente distanciado de los que viven en la indigencia, cuando uno arrastra su vida sin alimentar el deseo de una fiesta final para todos los hombres, no puede celebrar dignamente la Eucaristía ni puede entender las palabras de Jesús: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna».

JOSE ANTONIO PAGOLA
BUENAS NOTICIAS NAVARRA 1985.Pág. 219 s.


 

7.

Continuación del discurso en el que Jesús promete la Eucaristía. Esta vez la imagen anticipada, no es, como el domingo pasado, el profeta, sino la Sabiduría.

1. «Venid a comer mi pan».

La Sabiduría de Dios, en la primera lectura, ha preparado el banquete divino para los hombres; ha dispuesto todo, ha enviado a sus criados para invitar al banquete a los comensales. Como es la Sabiduría divina la que invita, la invitación no es para los que ya son sabios, sino para los «inexpertos», los simples, los «faltos de juicio», los ignorantes. Los manjares que la Sabiduría ofrece curan la «necedad» o la credulidad y llevan por «el camino de la prudencia». La dificultad de esta invitación es que se dirige a los que no son sabios y deben dejarse conducir a la Sabiduría. Y si no son sabios es o bien porque se tienen ya por tales (por ejemplo: los fariseos y los letrados) o bien porque no pueden comprender la invitación de la Sabiduría, porque la consideran absurda.

2. La Sabiduría encarnada de Dios invita en el evangelio a su banquete, un banquete que de nuevo sólo es comprensible desde dentro de la misma Sabiduría divina. Por eso los que no son sabios, aunque se tengan por tales, discuten entre sí: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?». Dentro del mundo de la ignorancia esta objeción es sumamente comprensible. Que un hombre como los demás pretenda ofrecerse como alimento es el colmo de la insensatez. Pero la Sabiduría de Dios encarnada en Jesús no responde a la objeción, sino que refuerza, por el contrario, lo absolutamente necesario de su oferta: «Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros». Los necios a los ojos de Dios son incluso superados por la locura de Dios: se les obliga a algo que les parece totalmente absurdo. No se les ofrece sólo una ventaja terrenal, sino la salvación eterna: el que se niega a participar en este banquete no resucitará a la vida eterna en el último día. Para poder encontrar una explicación a esto hay que remontarse al misterio último e impenetrable de Dios: al igual que el Hijo vive únicamente por el Padre, «del mismo modo, el que me come, vivirá por mí». Los que se creen sabios son colocados ante el misterio para ellos incomprensible de la Trinidad, para hacerles comprender que no pueden alcanzar la vida definitiva más que en virtud de este misterio. El amor de Dios nunca ha hablado más duramente que aquí a los hombres miopes que creen tener buena vista. No se avanza con ellos paso a paso, sino que se los coloca desde el principio ante el Absoluto.

3. «No seáis insensatos».

En la segunda lectura Pablo nos exhorta a «no ser insensatos, sino sensatos». La sensatez de la que Pablo habla aquí no es la mera inteligencia, seca y calculadora, sino que incluye el júbilo del corazón, que, en alta voz o en silencio, recita ante Dios los cánticos que inspira el Espíritu Santo. Esto no es más que la respuesta al júbilo del corazón de Jesús, que alaba al Padre porque él, el Hijo, puede entregarse por los hombres. Es un júbilo de alegría sobrenatural, algo totalmente opuesto a la embriaguez natural. El júbilo cristiano puede expresarse en cualquier situación vital, hasta en lo más profundo de las tinieblas de la cruz.

HANS URS von BALTHASAR
LUZ DE LA PALABRA
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 186 s.


 

8.

6. Discurso del pan de vida

"Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí no pasará nunca sed". Así comienza el discurso del pan de vida. Jesús, ante las exigencias y los deseos de la gente, se presenta como ese pan esperado, como el revelador de toda la verdad de Dios. Un pan que debe ser "comido" por la fe y que lleva a asimilarnos a Jesús si seguimos su camino de vida. Así como el alimento que comemos se convierte en vida para nosotros, lo mismo sucede si "comemos" a Jesús: nos transformamos en él. Siempre lo más asimila lo menos. De esa forma obtenemos la calidad de vida que lleva al hombre a su plenitud. Un pan que es amor y que comunica la vida de Dios al mundo.

Jesús les dice -y nos sigue diciendo hoy a nosotros- que si siguen su camino, si son capaces de mirar más allá de su pequeña vida, alcanzarán la vida para siempre: no pasarán hambre, no pasarán nunca sed, alcanzarán la saciedad definitiva y ya no tendrán necesidad de acudir en busca de otros alimentos, porque él puede llenar el deseo de Dios que anidamos todos los hombres en nuestro interior. La fidelidad a la ley dejaba a los israelitas -lo mismo que ahora las prácticas religiosas entre los cristianos- una continua insatisfacción. Jesús no actúa como la ley: no centra al hombre en el cumplimiento de unas normas o en la búsqueda de la propia perfección, sino en el don de sí mismo. Mientras la perfección es abstracta y está sujeta a grandes equívocos por tener una meta tan ilusoria y tan lejana como la propia conveniencia, el don de sí mismo es concreto y puede ser total, como el de Jesús.

J/ABSOLUTO: ¿Quién puede afirmar, sin provocar escándalo, que "el que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí no pasará nunca sed"? La pretensión de Jesús es absoluta; por ello sólo le quedarán unos pocos seguidores. ¿Cómo compaginar esto con los cientos de millones de cristianos actuales sin sostener, fundadamente, que el "cristianismo" de tantos millones de personas nada tiene que ver con los planteamientos de Jesús de Nazaret?

Ir a Jesús es lo mismo que creer en él. Es Jesús el verdadero maná, el alimento que da vida al mundo y satisface toda necesidad del hombre. Es la respuesta plena a todas las búsquedas humanas. Para irlo descubriendo es necesario buscar... Y se descubre en la medida en que la búsqueda es más profunda, más desinteresada, más verdadera. Eso es lo que significa ser "el pan de vida". Este buscador no pasará hambre, porque esa hambre se irá saciando según va surgiendo. Esa hambre de libertad, de justicia, de amor, de amistad, de fraternidad... No pasará hambre porque, aunque no llegue a saciarla nunca, intuye el porqué. Y en lo profundo de su corazón se sabe en el camino de la verdadera humanidad. Y tampoco pasará sed, porque Jesús la irá apagando paulatinamente en los logros que vaya consiguiendo en su lucha por una vida más verdadera.

Hay en el hombre que lucha por realizarse una lista interminable de esperanzas profundas: librarse de la envidia, del egoísmo, de la cerrazón, de las ganas de criticar, de las enemistades... Esperanza de llegar un día a comunicarse sinceramente con los demás, de amar y de sentirse amado, de vivir en un mundo solidario y justo -en el que no haya ricos y pobres, la cultura y el tiempo libre sean para todos, no se destruya la naturaleza, no haya armas ni hambre...-. Esperanza en que un día desaparezca la muerte como puerta hacia la nada... Es colocándose en el camino de estas esperanzas como podemos encontrar a Jesús. Si no deseamos solamente "el alimento que perece", sino que deseamos muy profundamente "el alimento que perdura, dando vida eterna", significa que, en el fondo, a quien buscamos es a Jesucristo. Porque todas estas esperanzas de plenitud son, realmente, esperanzas de Dios -de todo lo que Dios significa-. Y cuantos andan por el camino de estas esperanzas están, aunque no lo sepan, por el camino de Dios. "Pero como os he dicho, habéis visto y no creéis". A aquella gente estas palabras de Jesús no la entusiasmaron lo más mínimo. Sus obras eran manifestación del Espíritu de Dios que habitaba en él. Ellos lo han presenciado, pero no han descubierto su persona. Desean sus dones, pero lo rechazan a él. Prefieren mantenerse a distancia, donde no haya peligro de comprometerse. Quieren recibir, pero se niegan a amar. Y lo que Jesús les presenta no es la aceptación de una doctrina, sino la adhesión a su persona, manifestada en unas obras como las suyas. Es como si dijera: porque os quiero os he dado de comer, pero os pido que os queráis unos a otros y os deis mutuamente de comer. Se han quedado en el comer gratuito, sin ningún tipo de respuesta.

Las acciones de Jesús explican lo que él mismo es, son palabras que explican la Palabra. El pan que les repartió era una palabra que, significando el amor, lo comunicaba, era un gesto de común-unión. Al comer el pan sin aceptar su significado se cerraban a Jesús y, por tanto, a todas sus exigencias y a su vida. ¿No es lo que pasa con nuestras "comuniones frecuentes"?

"Todo lo que me da el Padre vendrá a mí, y al que venga a mí no lo echaré afuera". "Todo" subraya la unidad, el bloque que deben formar los que le sigan; es una comunidad humana, indivisible, de la que nadie puede ser separado y perderse.

FE/DON-TAREA: Lo esencial es "ir a Jesús". Pero es una ida que no está al alcance del hombre sin más. La acción del hombre será siempre una respuesta al Padre, porque ir a Jesús sólo puede hacerse por la fe en él, y la fe es un don de Dios: es gracia y, al mismo tiempo, tarea y quehacer humanos; exige una ineludible responsabilidad de decisión. De otra forma el pecado no podría ser imputado al hombre, nadie podría ser juzgado. "He bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado". ¡Qué difícil es renunciar a la propia voluntad!, sobre todo cuando arrecian las dificultades y vemos en peligro el futuro. Es mucho más fácil y frecuente disfrazar de "voluntad de Dios" los propios intereses. La fidelidad de Jesús al Padre hace de él la presencia de Dios entre los hombres hasta el punto de poder decir de sí mismo: "El que me ha visto a mí, ha visto al Padre" (Jn 14,9). El objetivo de ambos es el mismo: comunicar a los hombres la verdadera vida. "Esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en él tenga vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día". A través de las acciones que realiza Jesús, de su vida entregada "hasta el extremo" (Jn 13,1), hemos de reconocer en él al Hombre pleno, acabado, cumbre de la humanidad, que es al mismo tiempo Hijo de Dios, la presencia de Dios en el mundo. El hombre, creado "a imagen y semejanza de Dios" (Gn 01 26), encuentra en Jesús su plenitud. Y así es la imagen del Padre (2 Co 4, 4). Por fin, un hombre "copió" totalmente a Dios y "llegó" a Dios.

En Jesús se identifican Dios y el hombre, la "gran realidad" y su "imagen". Creer en Jesús lleva ineludiblemente a seguirle, y en ese seguimiento se nos va comunicando la plenitud de la vida definitiva, cuya culminación será la resurrección, que nos abrirá las puertas de la vida eterna. La muerte de Jesús será el verdadero "último día", en el que concederá la resurrección a todos los que el Padre le ha entregado. En ese último día terminó la creación del hombre al llegar éste a su plenitud en Jesús. Desde él la creación va adquiriendo su condición definitiva.

7. Nos escandalizamos

Las palabras de Jesús provocaron el escándalo de los que le escuchaban. Y no podemos extrañarnos de ello, porque son palabras realmente escandalosas si las tomamos con seriedad. Si a veces no lo son para nosotros es porque no las profundizamos. ¿Cómo van a admitir que un hombre como ellos, del que conocen su origen, pueda pretender haber "bajado del cielo" y poseer y dar la vida en plenitud y para siempre? Los adictos a la institución religiosa lo critican. Es natural: es muy difícil que se dejen enseñar por Dios, al que creen que conocen desde pequeños -como pasa ahora desde que fuimos a la catequesis de preparación de la primera comunión-. No quieren que los saque de la condición terrena en la que viven.

La pretensión de Jesús, hombre de carne y hueso, es inadmisible. La piedra de escándalo es su humanidad. Para ellos, Dios y el hombre están separados; la ley les impide conocer a un Dios cercano y humano, encarnado en la vida de cada día, caminando de la mano de la humanidad. El hombre mundano, superficial -lo mismo que el seguro de la fe que ya posee-, no comprende ni acepta la revelación que Jesús ha hecho sobre su origen divino. Los primeros sólo dan valor a lo que pueden tocar y palpar; los segundos leen la Escritura en pasado -ahora, los evangelios-, en lugar de leerlos en presente, como acontecimientos que suceden aquí y ahora y que son siempre imprevisibles.

FE/MURMURACION: La murmuración sustituye siempre a la fe cuando ésta compromete las propias seguridades. Aquí, el origen terreno de Jesús les impide ver su dimensión divina, su origen de Dios. Es lo que sucedió y sucede en la historia de los que nos llamamos cristianos: aceptamos a los profetas después de muertos, cuando ya no pueden importunarnos demasiado... A los de ahora los "despachamos" con un "¡vete a saber de dónde ha salido y qué pretende!" Los del tiempo de Jesús debían vencer un obstáculo: conocían a su familia y el oficio de su padre y el suyo; nosotros también tenemos que hacer un esfuerzo para comprender dónde se encuentra algo de verdad y de honestidad, esté donde esté y la diga quien la diga.

La murmuración es el índice más claro de no querer creer. Sólo cuando existe una verdadera apertura al movimiento de Dios, cuando se cesa de murmurar, puede tener lugar la atracción que Dios hace del hombre hacia Jesús. Aquellos judíos estaban dispuestos a ir con Jesús porque les solucionaba problemas y les permitía vivir tranquilos. Pero ahora se dan cuenta que no es así: que Jesús les pide, y les ofrece, una vida plena, un constante crecimiento, un serio compromiso. Y eso les resulta demasiado complicado y exigente, y no quieren aceptarlo. Y se defienden con su origen humano: "¿No es éste Jesús, el hijo de José?..."

Es posible que también nosotros estemos convencidos de estar bien como estamos, que no tenemos nada que cambiar. Si es así, cuando oigamos la llamada de la fe, a través de los sucesos de cada día o de personas muy cercanas, también responderemos como aquellos judíos. ¡Qué difícil es aceptar el testimonio de gente que conocemos mucho! ¿Qué pueden decirnos que no sepamos ya? Son inútiles las discusiones sobre el origen de Jesús si cada uno no se deja atraer por el Padre y no vive impulsado por su Espíritu, que se traduce en la vida diaria en desear y trabajar por lo justo. Es necesaria la atracción del Padre, una atracción real pero indefinible, fecunda pero misteriosa; una invitación a caminar, a abrirse a la vida. El que quiera vivir de verdad y con todas sus consecuencias en la justicia, en la libertad, en el amor..., sabrá reconocer en Jesús al enviado de Dios, capaz de dar vida eterna a los que creen en él.

Jesús no entra en la discusión sobre su origen, pero sí denuncia la actitud que muestran los que le critican. Para acercarse a él hay que dejarse empujar por el Padre. ¿Qué significa esto? Dejarse empujar por el Padre es lo mismo que descubrir que el único criterio válido para entender a Jesús es comprender su actividad en favor de los oprimidos, de los marginados, y en contra de los que detentan los poderes económicos, políticos y religiosos.

Entonces y ahora. ¿Cómo van a dejarse atraer por el Padre los que buscan únicamente sus privilegios y sus sueldos, aunque lo camuflen con abundantes prácticas religiosas? El Padre empuja hacia Jesús porque éste es su don a la humanidad, la expresión de su amor a todos los hombres. El pueblo, manejado por sus dirigentes religiosos, no se interesa por ese don: ni lo esperan ni lo desean. Cada uno busca su propio provecho. La religión que les han enseñado les impide ser dóciles a Dios: todo se reduce a unos ritos externos que dejan en toda su crudeza las desigualdades entre los hombres y entre las naciones. Conciliar el origen humano de Jesús con su origen divino sólo puede lograrse con el don de la fe. El Padre atrae al hombre a esa fe; no lo hace a la fuerza, sino en libertad. Nos invita a descubrirlo en la Escritura. Todos los que la leen rectamente y traten de ponerla en práctica llegarán a Jesús.

La resurrección, admitida y defendida por los fariseos, era el premio a la observancia de la ley. Jesús afirma que la resurrección no se logra por esa observancia, sino por la adhesión a su persona. No hay más resurrección que la que él da y que va incluida en la vida que comunica.

"Serán todos discípulos de Dios". Jesús toma un texto profético (Is 54,13) para indicarnos que el Padre no enseña a observar la ley, sino a imitarle a él.

8. Escuchar y ver al Padre

"Todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende, viene a mí". El Padre no elige a algunos privilegiados para que crean en Jesús; ofrece a todos la fe en él. Pero es necesario que aprendamos del Padre y nos dejemos empujar. Todo el que descubra que Dios es el aliado incondicional del hombre, principalmente de los más despreciados y abandonados, se sentirá atraído por Jesús y querrá continuar su obra de liberación-salvación. Ellos no creen porque no están a favor del hombre. Por eso se oponen a Jesús. Jesús habla un lenguaje universal para anunciarnos que la nueva comunidad que está tratando de fundar estará abierta a todos los hijos de Dios dispersos; no será una continuación ni una restauración de Israel como pueblo.

Aunque nosotros no le hagamos caso, Jesús sigue llamando. Una llamada que promete todo lo más grande que podamos esperar, si queremos de verdad ir hacia él, si queremos dejarnos llevar por el Padre, si queremos vivir como Jesús ha vivido. "Nadie ha visto al Padre, a no ser el que viene de Dios..." No es posible una experiencia de Dios fuera de la vida concreta de cada día. Si los dirigentes hubieran prestado atención a su antigua historia y la hubieran enseñado al pueblo, les habría bastado para comprender que Dios está a favor del hombre y, por tanto, a favor de Jesús. El Padre no es accesible más que a través de Jesús, único que procede de él y le conoce (Jn 1,18). Si ahondamos en las enseñanzas y en la vida de Jesús, iremos conociendo a Dios.

9. "Yo soy el pan de la vida" J/PAN-DE-VIDA

"El que cree tiene vida eterna", repite Juan. El seguimiento de Jesús origina en el hombre una vida plena y definitiva. El que cree que lo más importante de nuestro mundo es el hombre y es consecuente con esa fe, vive en una nueva realidad, en una nueva calidad de vida: la de Dios, manifestada en el Hijo. ¿Qué lugar ocupa Jesús en nuestras decisiones concretas?

"Yo soy el pan de la vida". Jesús no es sólo nuestra respuesta a cada pregunta sobre el sentido del mundo, ni un consuelo para los momentos de desgracia, ni un mero intercesor para conseguir algo de Dios, ni un lejano personaje ejemplar que admirar... Para los creyentes es mucho más, aunque aparentemente sea mucho menos. Es mucho más porque es Dios presente en nuestra vida de cada día, y es mucho menos porque está en ella con la sencillez del pan.

Jesús es el pan de la vida porque asegura al hombre la liberación de la muerte con el logro de una vida definitiva no sólo en el sentido de duración infinita, sino también de una calidad nueva. Su duración indefinida es la consecuencia de su perfección, por ser la vida que pertenece al mundo definitivo, a la creación terminada. El maná no comunicaba la vida verdadera: todos los que lo comieron murieron antes de poder lograr llegar a la tierra prometida (Núm 14,21-23). El pueblo formado en el desierto y alimentado con el maná no logró su objetivo. La comunidad que funda Jesús tiene todas las posibilidades de alcanzar la meta. Si le seguimos en su estilo de vida, gozaremos de la vida que no puede destruirse. Imitarle evita el fracaso humano, porque es "trabajar por el alimento que perdura, dando vida eterna".

Jesús "es el pan que baja del cielo" sin cesar, es la constante comunicación de la vida de Dios a los hombres a través del Espíritu. Una vida que vamos asimilando -"comiendo"- en la medida en que seguimos sus pasos; mejor dicho: una vida que nos va asimilando a nosotros. ¿Qué significa "bajar del cielo"? Significa venir de Dios y vivir su vida: vivir en la verdad, en la paz, en la libertad, en la justicia, en el amor, en la comunicación... Es dar testimonio con la propia vida de la verdad sobre Dios, sobre la vida humana, sobre la alegría... Y comunicarlo con la palabra y con la vida, con un amor total hasta la muerte. "Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo". "El pan que baja del cielo" continuamente, como don siempre ofrecido, se describe ahora como "el pan vivo que ha bajado del cielo" para señalarnos el comienzo de la presencia de Jesús en el mundo.

"El que coma de este pan vivirá para siempre". Tenemos que estar demasiado acostumbrados para no sorprendernos y admirarnos ante este anuncio de vida definitiva que nos hace Jesús. Es su gran anuncio, el anuncio por el que se lo juega todo y por el que pierde a mucha gente que le seguía hasta ahora.

EU/FE: Con estas palabras nos está indicando que creer en él implica necesariamente "comer el pan". Existe una relación indisoluble entre la fe y el sacramento; un doble nivel en que debe moverse la vida del cristiano para ser plena. Por la fe somos atraídos misteriosamente por el Padre hacia Jesús, somos "instruidos" en nuestro interior para que descubramos que en aquel "hijo de José", hombre normal, se da la plenitud humana, que es realización divina que sólo puede dar Dios. ¿Cómo deducir por la simple experiencia humana que Jesús es "el pan de vida"? Fiándonos de Jesús y procurando vivir como él obtenemos los hombres la vida eterna, aunque resulte extraño y escandaloso. Pero hay otro paso aún más escandaloso: el que ha sido atraído hacia Jesús y se ha unido a él tiene a su alcance un signo palpable y quien lo come tiene vida eterna: su carne y su sangre. El primer paso es la fe; sería -es- ridículo celebrar la eucaristía sin ella. Jesús viene de Dios para ser el alimento y la fuerza del hombre. Sin su ayuda nada podemos hacer (Jn 15,5). Nos alimenta en el silencio, en la reflexión, en la oración, en la lectura reposada y comprometida del evangelio, en la lucha en favor del hombre oprimido...

A través de su palabra nos penetra su Espíritu y nos llenamos de su vida. Nos alimenta cuando nos habla del amor a todos y a todo, cuando anuncia el amor y la paz como una gran alegría, cuando proclama el gran don del amor de Dios en medio de las irracionalidades humanas. Nos alimenta dándonos el espíritu que dio sentido a su vida, que le hizo fuerte y fiel en medio de un mundo tan adverso como el nuestro. Su alimento nos es necesario sobre todo cuando parecen más claras las razones de la desesperanza, del abandono, del "no hay nada que hacer". Un alimento que adquiere todo su sentido después de la experiencia de las crueles injusticias humanas, de la oscuridad de la vida y de la dolorosa constatación de las propias limitaciones.

La fe en Jesús y la participación en el sacramento de su entrega nos hacen participar ya desde ahora en la vida eterna, al hacernos entrar en la comunión de vida y de amor que se da entre el Padre y el Hijo. Jesús, aceptado en la fe, es como el alimento que nos asegura la vida íntegra, imperecedera, sin ocaso: la vida de Dios. "El pan de vida" es una persona, el Hijo de Dios. Encontrar a Jesús de Nazaret, seguirlo y que él sea el pan que alimenta nuestro camino de vida es lo que constituye el ser cristiano. ¿Entendemos así nuestra fe?

10. La eucaristía expresa la fe

"Y el pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo". No hay don de Espíritu donde no hay don de "carne", porque el Espíritu no se da fuera de la realidad humana concreta. Es a través de la "carne", de la vida diaria, como se manifiesta y se comunica el Espíritu. A través de la "carne" de Jesús, el don de Dios se hace visible, concreto, histórico. A través de Jesús, Dios busca el encuentro con el hombre. Mientras Dios pone su interés en acercarse y en establecer comunión con los hombres, nosotros tendemos continuamente a alejarlo y a situarlo en una esfera trascendente, donde no nos moleste.

Es en el hombre y en los acontecimientos actuales donde podemos encontrar a Dios, donde podemos verle y aceptarle o rechazarle. No está en el "más allá": se ha hecho presente en Jesús. A los judíos, que piensan en el Dios del "más allá" -como ahora los cristianos-, la "encarnación" de Dios les escandaliza. No creen que Dios pueda ser visto y tocado; y menos "comido". Pero el Dios de Jesús quiere entrar -y ha entrado- en el campo de la experiencia humana.

Jesús dará su "carne" para que el mundo viva, con lo que da por supuesto que la humanidad carece de vida. Es una experiencia que todos podemos tener si observamos en qué empleamos el tiempo de la vida la mayoría de los hombres. ¿Cuántos fundan su vida en el amor sin fronteras? El don de la vida verdadera se ofrece a todos en la realidad humana de Jesús. Jesús, pan que da vida, nos ha dejado la eucaristía para que reunidos celebremos todo lo que él nos ofrece: la vida verdadera. Porque en ella no comulgamos con una "cosa", sino con una "vida": la de Jesús.

La facilidad con que nos acercamos a recibir el sacramento y la pérdida del sentido del pecado tiene unos riesgos que debemos analizar. Es frecuente comulgar mecánicamente, sin que la eucaristía exprese nada de nuestra vida y sin que influya directamente en nuestras actitudes y comportamientos. La eucaristía, como sacramento de la fe nos exige una vida consecuente, nos pide que la poseamos antes de poder recibirla. El hombre primero cree y conforma su vida con esa fe, luego sella esta fe con el bautismo y la confirmación y al final la celebra en la eucaristía. Este proceso es una ley. Nadie puede expresar visiblemente, sacramentalmente, una fe que no tiene. Un sacramento recibido sin una fe encarnada en la vida diaria es ininteligible, "no dice nada". La eucaristía sin fe no tiene sentido.

Es necesario que nos planteemos esto en profundidad. Para entrar en comunión con este sacramento necesitamos haber descubierto y aceptado todo el misterio de Jesús de Nazaret. Descubrir a Dios en Jesús es el acto fundamental de la fe. Una fe que es, a la vez que sabiduría, vida: una vida iluminada y realizada según Dios, que se manifiesta con un modo de vivir distinto, que choca. Juan establece un paralelismo entre "vida eterna" y "pan de vida". Este pan, este estilo de vida es el que engendra la vida eterna. Pero nadie puede apetecer este pan sin fe, porque la fe es el principio vital que informa nuestro comportamiento. ¿Tendrá algo que ver la intención de Jesús con las primeras comuniones actuales y con nuestras eucaristías dominicales?

11. "¿Cómo puede darnos a comer su carne?"

Del mismo modo que Nicodemo entendió lo de volver a nacer en sentido físico y, por tanto, absurdo (Jn 3,4), también aquí los judíos parece que entienden literalmente la referencia a la carne de Jesús. La respuesta de éste no va a ayudarles precisamente a deshacer el equívoco, y más cuando añadirá la mención de la sangre, que la ley prohibía terminantemente beber.

Los judíos no entienden este lenguaje. Mientras Jesús les habló del pan creían comprender. Pero al decirles que ese pan es su carne, su misma realidad humana, no entienden. Buscan una explicación, pero no la encuentran. Juan escribe para su comunidad de seguidores de Jesús, para los que el significado es claro. Parece que traspasa la narración de la eucaristía, que debería haber hecho como los otros evangelistas en la última cena, a los versículos que vienen a continuación. Todas las afirmaciones que siguen son eucarísticas y se entienden perfectamente desde la última cena, por lo que es muy posible que no fueran pronunciadas en la sinagoga de Cafarnaún, sino en el Cenáculo de Jerusalén. Las pondría aquí por el parecido que tienen con el discurso del pan de vida, para profundizar más su significado. "Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros..." Jesús hace su segunda declaración, que completa la primera, añadiendo el elemento "sangre". La separación de "carne" y "sangre" indica muerte violenta. Cuando su carne y su sangre sean separadas por la violencia del odio, quedará patente el amor a la humanidad que hay en él y que fue la base de toda su vida.

La expresión "Hijo del hombre" es la "carne" llena del espíritu, indica al hombre pleno. "Comer su carne" significa aceptarle, seguirle, asimilar su realidad humana. A través de esa "comida" recibimos su Espíritu, que nos lanza a la misma entrega a la que llevó a Jesús. El verdadero discípulo de Jesús es el que, siguiendo sus huellas, se da a sí mismo hasta la muerte por el bien del hombre; no se detiene, lo mismo que Jesús, ni ante la muerte violenta, pues es consciente de poseer una vida que supera a la muerte biológica. Sólo siguiendo a Jesús por el camino del amor, explicitado en las bienaventuranzas, nos podemos realizar en plenitud, porque la vida se recibe en la medida en que se da, se posee en la medida en que se entrega. Hacer que la propia vida sirva de "alimento" para los demás, como la de Jesús, es la ley de la nueva comunidad humana por él fundada. Comunidad que no se realizará por una intervención milagrosa de Dios, sino por el esfuerzo y la dedicación de los seguidores de Jesús.

En este segundo discurso se nos dice que la vida eterna se consigue "comiendo su carne y bebiendo su sangre". En el anterior bastaba con creer en él. Es un paso más: creer en él es seguirle, lo que equivale a "comer" y "beber". Una fe que no lleve a un seguimiento, ¿en qué queda? Ahora el protagonista ya no es el Padre, sino Jesús. El vocabulario es distinto al utilizado en el discurso del pan de vida: en el primero, "pan", "hambre", "sed"; ahora, "carne" y "sangre".

CARNE/SANGRE: Carne y sangre es una típica expresión semita que indica a toda la persona en cuanto tiene vida. Ser carne es ser hombre relacionado con los demás, ser un íntimo del otro. La sangre es la expresión de la vida. En algunas religiones antiguas los fieles después de sacrificar ciertos animales a la divinidad, comían su carne como señal de unión con el dios, pues la carne ya ofrecida sobre el altar volvía a ellos como si fuese el mismo dios en persona.

12. Jesús vive en el creyente

"El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él". Estas palabras nos muestran la profunda comunión que se establece, por la eucaristía, entre Jesús y el creyente. La adhesión a Jesús no queda en lo externo, como si fuera un modelo exterior que imitar, sino que nos lleva a una comunión íntima. Al ser una adhesión de amor, establece una comunión de vida. Jesús, alimento de su comunidad, produce en ella la entrega del amor: el don recibido lleva el don de sí; al amor recibido respondemos con nuestro amor. En la eucaristía comulgamos con la vida de Jesús; una vida que creemos es "el camino, la verdad y la vida" (Jn 14,6). Una vida que es carne y sangre, lucha y entrega; una vida que se da hasta la muerte.

"El Padre que vive me ha enviado y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí". La vida que posee Jesús procede del Padre. "Vivo por el Padre" significa que vive totalmente dedicado a cumplir su voluntad (Jn 4,34), que es la de descubrir a los hombres la vida verdadera. Jesús, en lugar de guardar esa vida para él, la comunica a los suyos, que la reciben según vayan siguiendo sus pasos. El mismo vínculo de vida que existe entre el Padre y Jesús existe entre Jesús y sus seguidores: vida entregada, recibida y dedicada.

"El que come este pan vivirá para siempre". Tener la vida eterna significa estar en unión con la vida de Jesús, que es lo mismo que estar en unión con la vida del Padre. Es preciso estar demasiado acostumbrados -como quizá lo estamos nosotros- para no sorprendernos y admirarnos ante el anuncio de vida que nos hace Jesús. ¿No ha sido frecuente la presentación del cristianismo como una doctrina de negación, de prohibición, de limitación? ¿No se vive de la misma manera? Sin embargo, la realidad del anuncio de Jesús es muy distinta: su mensaje, por el que se lo juega todo y por el que mucha gente que le seguía le abandona, es un anuncio de vida para siempre. Una vida que esperamos, pero que también creemos tener ya ahora.

Existen dos panes del cielo: uno falso, el maná; otro verdadero, la persona de Jesús. El primero no consiguió llevar a los que lo comieron a la tierra prometida; Jesús sí lleva a sus seguidores hasta el final. Da a la eucaristía un carácter de sacramento escatológico: ahora nos da vida eterna, después de la muerte Jesús resucitará a quienes hayan participado de él. Jesús habla aquí en singular; se refiere al individuo, no a la comunidad. ¿Por qué? Porque su comunidad está formada por hombres adultos, donde cada uno hace su opción personal y libre y tiene su propia responsabilidad en su seguimiento.

Jesús nos explica la única forma de crear la sociedad humana que Dios quiere, la única que nos permitirá a los hombres vivir una vida plenamente humana y cumplir el proyecto de Dios sobre la creación: el don de sí mismo, el amor de todos y cada uno por todos los demás, sin regatear nada, hasta la muerte. El nos ha dado la posibilidad de ese amor y de esa vida, abriéndonos el camino. No tenemos más que seguir sus huellas... Es la última explicación del reparto de los panes. Jesús no ha venido a darnos "cosas", sino a darse él mismo para enseñarnos a vivir. Viviendo como él, nos vamos redimiendo, liberando, salvando. El pan que daba contenía su propia entrega, era el signo que la expresaba. Y esta misma es su exigencia para sus seguidores: debemos dar lo que tenemos como signo del don que hacemos de nuestro propio ser, como signo de amor a cada uno de los hombres que nos rodean y, en ellos, a toda la humanidad. Quien no da lo que tiene, ¿cómo podrá darse? Sólo el que dé todo lo que tiene y todo lo que es -primera bienaventuranza- encontrará la plenitud de la vida verdadera aquí y ahora. Y como esa entrega es prácticamente imposible mientras vivamos en este mundo, esa plenitud siempre será para después de la muerte. Todo este estilo de vida se expresa en la eucaristía, en la que experimentamos el amor del Padre a través del Hijo y lo manifestamos en el amor a los hermanos con el compromiso de una vida de servicio como la de Jesús.

FRANCISCO BARTOLOMÉ GONZÁLEZ
ACERCAMIENTO A JESÚS DE NAZARET - 3
PAULINAS/MADRID 1985.Págs. 38-51