23 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO XX DEL TIEMPO ORDINARIO
18-23


18. INSTITUTO DEL VERBO ENCARNADO

Comentario general

Sobre la Primera Lectura (Is 56, 1. 6-7)

En este oráculo el Profeta exhorta a todos a la fidelidad para con Dios y abre a los extranjeros el acceso a las bendiciones de Israel, a condición de que se sometan a la Ley de la Alianza:

- El Profeta quiere que se dispongan a la Era Mesiánica, que él ve muy cercana. La disposición ha de ser preferentemente moral y espiritual: Practicar la equidad y la justicia. Si ellos quitan los obstáculos, el Señor presto les dará a gozar la Salvación Mesiánica. Notemos la equivalencia de estos dos conceptos: 'Mi Salvación = Mi Justicia' (1), tan frecuente en el estilo de Isaías y que Pablo usará en este mismo sentido (Is 45, 21; 46, 13; 56, y Rom 1, 17, 5, 1, etc.).

- En pura línea isaiana, el oráculo muestra un universalismo generoso: Todos los forasteros residentes en Israel podían, según Éxodo 12, 48, unirse al culto, a la celebración de la Pascua, a condición de que se circuncidaran. Ahora se les pide sólo fidelidad al Sábado. Con ello se equiparan al Pueblo de Dios (3) y reciben la promesa de que Dios les colmará de gozo cuando le presenten sus ofrendas en el Templo (7). El Templo será Casa de oración y de encuentro con Dios para todos los pueblos. El Destierro de Babilonia ha vuelto más abiertos y generosos a los judíos.

- También excluía la Ley a los eunucos. No podían tomar parte en el culto (Dt 23, 2). En cambio, aquí este oráculo se eleva a zona más alta. Lo que de verdad interesa a los ojos de Dios es la fidelidad a su Alianza. El eunuco que la guarde (4) recibirá de Dios una bendición mejor que la de los hijos y la de la fama entre los hombres (5). El Profeta, por tanto, supera el legalismo e interpreta la vieja Ley a una luz superior. La misma luz que permitirá decir al Sabio: 'Dichosa la estéril sin mancilla. Su fecundidad se mostrará en la visita (juicio) de las almas. Dichoso también el eunuco que no obra la iniquidad. Por su fidelidad alcanzará una herencia muy agradable en el Templo (=Cielo) del Señor' (Sab 3, 13-14). Hay, por tanto, una fecundidad, la espiritual, que supera a la corporal. La esterilidad deja de juzgarse como maldición. Jesús elevará aún más el vuelo y nos invitará a la virginidad voluntaria que tendrá una maravillosa fecundidad en el Reino de los cielos (Mt 19, 12). Como igualmente nos aglutinará a todos al fusionarnos en El: 'El Pan que partimos, ¿no es comunión con el Cuerpo de Cristo? Y por cuanto es uno el Pan, un Cuerpo somos la muchedumbre que de este único Pan participamos' (I Cor 10, 17).

Sobre la Segunda Lectura (Rom 11, 13-15. 29-32)

San Pablo, que nos ha presentado las negras sombras del misterio de la infidelidad de Israel, ahora nos muestra las luces y las esperanzadoras perspectivas:

- La infidelidad de Israel no es total. Un ejemplo es el mismo Pablo (1). El, que también es israelita de pura sangre, cree en Jesús-Mesías. Y como él, otros innúmeros judíos. A la manera que en otras ocasiones que Dios castigó a Israel se reservó siempre un núcleo (= Resto) para la futura restauración (2-7), así ahora. La masa de Israel ha visto al Mesías y no le ha reconocido (5). Un apego ciego a sus ritos y culto (= Mesa v 9) ha sido su tropiezo.

- La infidelidad de Israel no es absoluta. Árbol, como es, de raíces santas (= Patriarcas), sigue siendo Pueblo de Dios. Los gentiles convertidos son ramas de acebuche (= olivo silvestre) injertados en el árbol santo de Israel (24). Y por eso judíos creyentes y gentiles formamos el nuevo Israel de Dios. Árbol cuya raíz y tronco (Israel del A.T.) nos sostiene y nos irriga a nosotros, los gentiles, llamados a la fe (18).

- La infidelidad de Israel no es definitiva. Día vendrá en que los judíos contumaces, ramas desgajadas del olivo de Israel, encelados a la vista de cómo los gentiles heredan las bendiciones Mesiánicas, se convertirán a Cristo (24). Cuando esto llegue verá el mundo un rejuvenecer del olivo; es decir, del 'Israel de Dios'. Será como una resurrección. Como una primavera tras un gélido invierno (12. 15). Pablo entra aún más en el interior del misterio y ve planes de misericordia de Dios donde nosotros sólo vemos negros abismos de pecado y tremendos castigos. El misterio o plan secreto de Dios es: judíos y gentiles, todos necesitan por igual de la gracia y misericordia divina (25. 32). Los gentiles sumidos en pecado aceptan de inmediato esta gracia. Israel, sumido ahora en ceguera, se dispone a través de su largo castigo a que dejando de fiar en sí acepte como 'gracia' la salvación del Mesías que le ha de redimir (26. 27). En realidad, el pecado de Israel fue orgullo. Rechazan a un Mesías Redentor porque a ellos les basta su ley.

Sobre el Evangelio (Mt 15, 21-28)

El episodio de la Cananea nos conmueve. La fe de esta mujer pagana merece el elogio de Jesús:

- En el plan del Padre, Jesús tiene la función y misión de predicar a los judíos. Su mensaje llegaría a los gentiles por medio de sus Apóstoles (24),

- Las súplicas tiernas y confiadas de esa mujer pagana obtienen por su piedad, fe y constancia el milagro. Tiene fe. Tiene grande fe (28). Por tanto, ya no es pagana, sino hija de Abraham. Queda así patente que no son títulos de raza y sangre los que dan derechos. Para la Salvación Dios pide la fe.

- Necesitamos la fe firme y perseverante de la Cananea. El orgullo es siempre el mayor obstáculo para la fe. La fe es obediencia. Y el orgullo no obedece: 'Cuando Dios revela hay que prestarle la obediencia de la fe, por la que el hombre se confíe libre y totalmente a Dios; y presta a Dios revelador el homenaje del entendimiento y de la voluntad' (DV 5). La Cananea, con la luz y gracia interior del Espíritu Santo, se adhiere a Jesús. Puesta a prueba, responde con una maravillosa y ejemplar humildad (27). Jesús se rinde a la súplica de la fe y de la humildad.

*Aviso: El material que presentamos está tomado de José Ma. Solé Roma (O.M.F.),"Ministros de la Palabra", ciclo "A", Herder, Barcelona 1979.

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Dr. D. ISIDRO GOMÁ Y TOMÁS

Jesús en la Fenicia: Curación de la hija de una mujer cananea Mt. 15, 21-28

Explicación. — EL LUGAR. (21). — De la riente llanura de Genesaret parte Jesús para la comarca de Tiro y Sidón, así llamada de estas dos ciudades, otro tiempo famosas y rivales, situadas en la costa fenicia del mar Mediterráneo. Era la Fenicia país pagano, lindante con la Galilea por el oeste y el norte. Tiro, hoy "Sur", tiene en la actualidad unos (6.000 habitantes, de ellos cerca de la mitad católicos; Sidón, llamada hoy "Saida", está situada a 35 kilómetros al norte de Tiro, y cuenta con el doble de habitantes, de los que sólo unos 2.500 son católicos. De Tiro, la más próxima, a Cafarnaúm hay unos 55 kilómetros, que pueden salvarse en un par de jornadas: Y saliendo (Jesús) de allí, retiróse a la comarca de Tiro y de Sidón. Lo probable es que Jesús entraría en aquel país pagano, no para evangelizar, que no tenía misión sino para hacerlo en Israel (v. 24), sino para hurtarse a las asechanzas de sus enemigos y hallar, para É1 y sus discípulos, un descanso en país desconocido.

LA CANANEA (22-28). — Era grande la fama de Jesús hasta en tierras de Fenicia. De las regiones de Tiro y de Sidón había venido gran multitud a oír la palabra de Jesús en el Sermón del Monte (Lc. 6, 17); por esto no puede ocultarse a aquellas gentes su presencia. Aun antes que entrara en la Fenicia, súbitamente se le presenta una mujer de aquel país, que tenía una hija poseída del demonio: Y he aquí que una mujer cananea, gentil, sirofenisa, cuya hija tenía un espíritu inmundo... Es cananea, porque los fenicios, como los antiguos habitantes de la Palestina, eran descendientes de Canaan (Gen. 10, 15); gentil, porque eran los fenicios gente idólatra y enemigos de los judíos; sirofenisa, porque en tiempo de Jesús la Fenicia era colonia romana agregada a la provincia de Siria.

La infeliz mujer, tan pronto como oyó hablar de él, antes que Jesús llegara a su país, sale a su encuentro, habiendo salido de aquellos contornos. Presentase a Jesús, y en oración sentidísima clamaba diciéndole: Señor, Hijo de David, ten piedad de mí. Clama la madre, en lo que revela la magnitud de su dolor y la intensidad de su plegaria; llama a Jesús "Señor" e "Hijo de David", en lo que reconoce su majestad y la nobleza de su prosapia: así habría oído llamar a Jesús; tal vez de los mismos judíos había oído que esperaban un salvador descendiente del gran rey; y clama piedad por ella, porque el corazón de la buena madre es atormentado en los miembros de sus hijos, y la hija de aquella mujer sufre el horrendo vejamen del mal espíritu: Mi hija es malamente atormentada del demonio.

A pesar de lo vivo de la plegaria, Jesús no le hace caso en la apariencia, sometiendo a dura prueba su fe: Y el no le respondió palabra. Los discípulos, molestados por las reiteradas voces de la mujer: contrariados porque frustra con su actitud la intención que tiene Jesús de pasar inadvertido; acostumbrados, por otra parte, a ver atendidos los ruegos de los necesitados (Mt. 8, 16; 14, 35.36), piden con instancia al Maestro, intercediendo en favor de la mujer: Y llegándose sus discípulos, le rogaban y decían: Despáchala, porque viene gritando en pos de nosotros. Jesús les responde agravando la frialdad de su silencio con unas palabras que parecen cerrar el paso a toda esperanza: Y el, respondiendo, dijo: No fui enviado sino a las ovejas, que perecieron, de la casa de Israel. La misión de Jesús era universal; vino para salvar a todo el mundo; pero personalmente no debía evangelizar más que la Palestina: el resto del mundo lo hará por sus Apóstoles. La frase de Jesús revela su obediencia a la voluntad del Padre y su especial amor al pueblo judío. Pero con la desabrida y cerrada respuesta, queda la cananea fuera de la acción personal de Jesús.

Más desesperanzada debió aún quedar cuando Jesús, huyendo de sus voces inoportunas, entra en una casa, probablemente gentil, o tal vez en alguna pública hospedería, con el decidido propósito de que nadie supiese dónde paraba: Y habiendo entrado en una casa, quiso que nadie lo supiera, y no pudo permanecer oculto: hizo como hombre cuanto cabía para ocultarse; come Dios, no impidió que se le hallase en su retiro.

Con nuevas armas trató la mujer de conquistar el Corazón de Jesús, la constancia, la humildad, la confianza ciega, la reiterada exposición de la miseria de su hija, que era su propia miseria: Mas ella vino, siguiendo a Jesús hasta en su retiro, entró, se postró a sus pies, y le adoró, y rogábale que lanzara de su hija el demonio, diciendo: ¡Señor, socorredme! Dos veces rechazada, responde Jesús con una tercera repulsa, que parece definitiva: Él, respondiendo, dijo: Deja que primero se sacien los hijos; mis gracias y misericordias son ahora para mi pueblo elegido, Israel, a quien las Escrituras llaman con el nombre de hijo de Dios (Is. 1, 2; Jer. 31, 20; Os. 11, 1). Y agrava más la repulsa Jesús, con una frase durísima en la apariencia: Pues no está bien tomar el pan de los hijos, y echarlo a los perros. Perro era para el judío todo gentil, que no tenía derecho a sentarse a la mesa del gran Padre de familias (Is. 56, 10.11).

A la pobre mujer no le quedan sino los recursos de su fe y de su humildad insondable; se aferra, en su angustia, a las mismas palabras depresivas que pronunció el Señor para re-torcerlas con prudencia en favor suyo; y sabe hallar nuevo motivo de plegaria en lo que pareció ser dicho para rechazarla: Y ella respondió y le dijo: Sí, Señor, pues los perrillos comen de las migajas que caen de la mesa de sus señores. Ella es, en verdad, como todo gentil, una perrilla; los judíos son los señores, que comen en la mesa del Padre de familias que les escogió por su pueblo; pero nada pierden los comensales en que recojan los perrillos, debajo de la mesa, las migajas que se desaprovechan.

Entonces Jesús, respondiendo, como si ya no pudiese contener la manifestación de su bondad y de su admiración en su pecho represadas, le dijo: ¡Oh mujer, grande es tu fe! Grande por su constancia, y porque te ha hecho creer grandes cosas de mí, y porque ha sido tal que ha vencido las repulsas que te di. Y pronuncia definitivamente el fiat que debía llevar la dicha al hogar de la cananea: Hágase contigo como quieres. La voluntad del Señor se ha plegado a la de su criatura, y, regiamente, divinamente, arroja al demonio, a distancia, del cuerpo de la hija de tal madre: Por esta razón, porque tal fe has tenido, anda, que salió de tu hija el demonio.

Como se ve, la curación de la endemoniada fue instantánea, desde el momento de la palabra de Jesús. Y fue definitiva, siendo para siempre expulsado de ella el maligno espíritu: Y desde aquella hora fue sana su hija. Fue asimismo total. Y cuando llegó a su casa encontró a su hija echada sobre la cama, descansando plácidamente, y que había salido de ella el demonio. Al par de este beneficio, había alabado Jesús la fe de aquella gentil, como había alabado la del gentil centurión (Mt. 8, 10), cosa, que no hizo jamás con ningún judío, presagiando con ello la copiosa mies que más tarde cosecharían los Apóstoles en los pueblos de la gentilidad.

Lecciones morales. — A) v. 23. — Y él no le respondió palabra... — Gritaba la mujer, en pos de Jesús y su comitiva, diciendo en su dolor: ¡Ten piedad de mí! Jesús ni se vuelve, ni la mira, ni la responde. Con ello se redobla la fe de la mujer, y logra interesar en favor suyo a los discípulos del Señor. En ello debemos aprender a no desmayar en el aparente fracaso de nuestras oraciones, y a buscar la colaboración de la plegaria de personas santas y amigas de Dios.

B) V. 25. — Mas ella vino, y le adoró... — La que clamaba en pos de Jesús, quizás por no atreverse a comparecer ante él, después de la primera repulsa, entra resueltamente en la casa donde está Jesús, se postra ante él y le adora. Sabe que quiere Dios ser importunado, y ser importunado como Dios, invocando los títulos de su poder, de su bondad, de su misericordia, todo ello desde los abismos de la más profunda humildad. No ruega la cananea a Jesús que ruegue por ella; dice simplemente: "Señor, valedme." Este contacto humilde de la baja criatura, llena de necesidades, con la omnipotencia y magnificencia de Dios, es la que arranca los dones de sus manos divinas. "Oyeme, porque soy un desamparado y pobre", le decía el profeta (Ps. 85, i).

c) v. 26. -- No está bien tomar el pan de los hijos, y echarlo a los perros. — Jesús, hablando en judío, llama perros a los paganos. "Las naciones del mundo son como perros", decía el Talmud; y en otra parte: "Quien come con un idólatra, come con un perro..." Pero, ¿qué diferencia hay de hombre a hombre ante los ojos santísimos de Dios? El título de hijo de Dios que tenemos los cristianos es a veces motivo de mayor responsabilidad ante el Padre celestial de todos. Como perrillos debemos considerarnos debajo de la mesa opípara donde tiene Dios preparados los manjares de sus dones: primero, por razón de humildad, ya que menos somos ante Dios, de lo que tenemos nuestro, que el perrillo es para el dueño de la casa; y en segundo lugar, como título que hagamos valer ante su bondad y munificencia, que también los perrillos se regodean con las sobras de la mesa de sus amos.

D) V. 28. — ¡Oh mujer, grande es tu fe! — Parece, dice un intérprete, que Jesús debía decir: Grande es tu constancia, cuando sigues aún rogando después de mi silencio, después de desoídas las súplicas de mis Apóstoles, después que te he rechazado equiparándote a los perros. Pero Jesús, que penetra en los corazones, alaba la fe de la mujer, tan grande, que pudo superar con su magnitud las negativas, las repulsas, las ignominias.

E) Mc. V. 30. — Encontró a su hija echada sobre la cama... — Descansó tranquilamente, a la palabra de Jesús la que había sido terriblemente vejada por el demonio. Este es el efecto de la palabra de Jesús sobre el alma: paz, sosiego, descanso reparador. Porque Jesús es la fuerza de las almas: cuando se entregan a É1 hallan el reposo todas las facultades. Es el Príncipe de la paz: y la da de buena voluntad a quienes en él se refugian. Y es el Señor poderoso que, con una sola palabra: "Calla, enmudece", hace que se sosieguen las tempestades de nuestro corazón, cualquiera que sea su causa.

(El Evangelio Explicado Vol. III Ed. Rafael Casulleras, Barcelona, 1949, Pág. 18 y ss)

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Mons. Fulton J. Sheen

La Fe

1. La fe no consiste en creer que algo va a ocurrir, ni tampoco en la aceptación de lo que se opone a la razón, ni tampoco es un reconocimiento intelectual dado por el hombre a lo que no entiende o que su razón no puede demostrar, por ejemplo, la relatividad. La fe es la aceptación de una verdad, ante la autoridad de la revelación Divina.

La fe es, por lo tanto, una virtud sobrenatural, inspirada y asistida por la gracia de Dios; creemos verdaderas las cosas que El nos reveló, no porque la verdad de esas cosas sea claramente evidente para la razón en sí, sino porque las apoya la autoridad de Dios, que no puede ni engañar ni ser engañada.

Antes de la fe, uno efectúa una investigación por la razón. Así como ningún negociante nos daría crédito sin algún motivo que lo indujera a hacerlo, tampoco se espera que pongamos nuestra fe en alguien sin motivo. Antes de poseer la fe, hay que estudiar los motivos por los cuales creeremos; por ejemplo, ¿por qué pondremos nuestra fe en Cristo?

Nuestra razón investiga los milagros que Él realizó, las profecías que lo preanunciaron y la concordancia de su enseñanza con nuestra razón. Estos constituyen los preámbulos de la fe, gracias a los cuales nos formamos un juicio de credibilidad: "Esta verdad, que Cristo es el Hijo de Dios, es digna de ser creída." Pasando luego a lo práctico, agregamos: "Debo creerla."

De allí en adelante damos nuestro consentimiento y nuestro asentimiento: "Creo que es el Hijo de Dios, y por lo tanto, cualquier cosa que nos haya revelado la aceptaré como la Verdad de Dios." El motivo de nuestro asentimiento dentro de la fe es siempre la autoridad de Dios, que nos dice que esa cosa es cierta. No creeríamos, a menos que comprendiéramos que debemos creer.

Creemos en las verdades de la razón porque presentan una evidencia intrínseca; creemos en las verdades de Dios porque presentan una verdad extrínseca. Uno cree que el sol dista tantos kilómetros o miles de kilómetros de la tierra, aunque no hayamos medido nunca la distancia; creemos que Moscú es la capital de Rusia, aunque nunca la hayamos visto. Del mismo modo aceptamos las Verdades del Cristianismo por la autoridad de la Revelación de Dios, por intermedio de su Hijo Jesucristo, Nuestro Señor.

La fe, por lo tanto, no es nunca ciega. Como nuestra razón depende de la Razón increada o Divina Verdad, se deduce que nuestra razón debe inclinarse ante lo que Dios nos revela. Ahora creemos, no a causa de los argumentos, que sólo fueron un preliminar necesario. Creemos porque Dios lo dijo. La antorcha brilla con su brillo propio.

La naturaleza del acto de fe fue revelada por la actitud de Nuestro Señor ante los fariseos incrédulos. Habían visto milagros realizados y profecías cumplidas. No les faltaban motivos para creer. Pero seguían decididos a no creer. Nuestro Señor llevó a un niñito ante su presencia, y les dijo: "En verdad, os digo, quien no recibe el reino de Dios como un niño, no entrará en él" (Marcos 1o, 15 5).

Con esto quiso decir que el acto de fe tiene más en común con la fe ciega de un niño en su madre, que con el asentimiento del crítico. El niño cree lo que su madre le dice, porque lo dijo ella, nada más. Su fe es un homenaje, sencillo y confiado, que le rinde a ella.

Cuando el cristiano tiene fe, la tiene no porque en el fondo de su conciencia recuerde los milagros de Cristo, sino a causa de la autoridad que para él representa Aquel que no puede ni engañar ni ser engañado. "Si aceptamos el testimonio de los hombres, mayor es el testimonio de Dios porque testimonio de Dios es éste: que Él mismo testificó acerca de Su Hijo. Quien cree en el Hijo de Dios, tiene en sí el testimonio de Dios; quien no cree a Dios, le declara mentiroso, porque no ha creído en el testimonio que Dios ha dado de Su Hijo" (I Juan, 5, 9-10).

2. No podemos llegar a la fe por la discusión, o el estudio, o la razón, o el hipnotismo. La fe es un don de Dios. Cuando alguien nos instruye en la doctrina cristiana, no nos da la fe. Es solamente un agricultor espiritual, que ara el terreno de nuestra alma, arranca algunas hierbas malas y rompe los terrones del egoísmo. Dios arrojará la semilla. "Porque habéis sido salvados gratuitamente por medio de la fe; y esto no viene de vosotros: es el don de Dios" (Efesios 2, 8).

Si la fe fuera el deseo de creer, podríamos llegar a la fe por un acto de voluntad. Pero lo único que podemos hacer es disponernos a la recepción de la fe de manos de Dios. Así como un palo seco está mejor dispuesto para el fuego que un palo mojado, así el hombre humilde está más dispuesto a la fe que el que cree saberlo todo. En cualquier caso, así como en el fuego que arderá la leña debe provenir de afuera, así la fe debe provenir de afuera, es decir, de Dios.

Cuando tratamos de aclararnos todo mediante la razón, de algún modo sólo conseguimos confundirnos aún más. Una vez que uno introduce un solo misterio, todo lo demás se vuelve claro a la luz de ese misterio. El sol es el "misterio" en el universo; es tan brillante que no podemos mirarlo; no podemos "verlo". Pero a la luz del sol, todo se vuelve claro. Como dijo una vez Chesterton: "Es cierto que podemos ver la luna y las cosas a la luz de la luna, pero la luna es la madre de los lunáticos."

(Conozca su Religión, EMECÉ Editores, Buenos Aires 1957, Pag. 174 y ss.)

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SAN AGUSTÍN

Los judíos llamaron perros a los gentiles como a gente inmunda. De aquí que también el Señor, cuando le voceaba a su espalda la mujer cananea, no judía, queriendo inclinar la misericordia de Cristo a curar a su hija, Él, previendo todas las cosas, conociéndolas todas, pero queriendo patentizar la fe de la mujer, retardó concederla el beneficio y la tuvo suspensa. ¿Cómo la entretuvo? Diciéndole: Sólo he sido enviado a las ovejas que perecieron de la casa de Israel. A Israel; a las ovejas. ¿Y a los gentiles qué? No está bien echar el pan de los hijos a los perros. Luego llamó perros a los gentiles por causa de la impureza. ¿Qué hace aquella mujer hambrienta? No protestó de estas palabras, más bien soportó con humildad el ultraje, y recibió el beneficio. Pues no debía llamarse ultraje el dicho del Señor. Si algo parecido dice el siervo a su señor, ciertamente es una injuria; pero, si el señor llama a su siervo tal cosa, más bien puede decirse que es un honor. Así es- dice ella-, ¡oh Señor! ¿Qué significa: Así es? Dices verdad, sin duda es cierto, soy un perro. Pero también los perros- añade- comen de las migajas que caen de la mesa de sus señores. El Señor le responde al instante: ¡Oh mujer!, grande es tu fe. Antes la llamó perro, ahora mujer. ¿Por qué llama ahora mujer a la que poco antes llamó perro? Por confesar con humildad y no rechazar lo que por el Señor había sido llamada. Luego los gentiles son perros, y, por lo mismo, hambrientos. Bien les está a los judíos que se reconozcan pecadores; y, aunque sea a la tarde, se conviertan, y pasen hambre como perros. Demasiado saturado estaba aquel que decía: ayuno dos veces a la semana. Por el contrario, el publicano era perro que sentía hambre, y por eso ansiaba nutrirse del beneficio del Señor, pues decía: Sedme propicio a mí, pecador. Luego se conviertan también aquellos a la tarde y padezcan hambre como perros.

(Tomado de Enarraciones sobre los Salmos, XX, Madrid, 1965, 475)

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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 16 de diciembre de 1987

El milagro como llamada a la fe

1. Los “milagros y los signos” que Jesús realizaba para confirmar su misión mesiánica y la venida del reino de Dios, están ordenados y estrechamente ligados a la llamada a la fe. Esta llamada con relación al milagro tiene dos formas: la fe precede al milagro, más aún, es condición para que se realice; la fe constituye un efecto del milagro, bien porque el milagro mismo la provoca en el alma de quienes lo han recibido, bien porque han sido testigos de él.

Es sabido que la fe es una respuesta del hombre a la palabra de la revelación divina. El milagro acontece en unión orgánica con esta Palabra de Dios que se revela. Es una “señal” de su presencia y de su obra, un signo, se puede decir, particularmente intenso. Todo esto explica de modo suficiente el vínculo particular que existe entre los “milagros-signos” de Cristo y la fe: vínculo tan claramente delineado en los Evangelios.

2. Efectivamente, encontramos en los Evangelios una larga serie de textos en los que la llamada a la fe aparece como un coeficiente indispensable y sistemático de los milagros de Cristo.

Al comienzo de esta serie es necesario nombrar las páginas concernientes a la Madre de Cristo con su comportamiento en Caná de Galilea, y aún antes y sobre todo en el momento de la Anunciación. Se podría decir que precisamente aquí se encuentra el punto culminante de su adhesión a la fe, que hallará su confirmación en las palabras de Isabel durante la Visitación: “Dichosa la que ha creído que se cumplirá lo que se le ha dicho de parte del Señor” (Lc 1, 45). Sí, María ha creído como ninguna otra persona, porque estaba convencida de que “para Dios nada hay imposible” (cf. Lc 1, 37).

Y en Caná de Galilea su fe anticipó, en cierto sentido, la hora de la revelación de Cristo. Por su intercesión, se cumplió aquel primer milagro-signo, gracias al cual los discípulos de Jesús “creyeron en él” (Jn 2, 11). Si el Concilio Vaticano II enseña que María precede constantemente al Pueblo de Dios por los caminos de la fe (cf. Lumen gentium, 58 y 63; Redemptoris Mater, 5-6), podemos decir que el fundamento primero de dicha afirmación se encuentra en el Evangelio que refiere los “milagros-signos” en María y por María en orden a la llamada a la fe.

3. Esta llamada se repite muchas veces. Al jefe de la sinagoga, Jairo, que había venido a suplicar que su hija volviese a la vida, Jesús le dice: “No temas, ten sólo fe”. (Dice “no temas”, porque algunos desaconsejaban a Jairo ir a Jesús) (Mc 5, 36).

Cuando el padre del epiléptico pide la curación de su hijo, diciendo: “Pero si algo puedes, ayúdanos...”, Jesús le responde: “Si puedes! Todo es posible al que cree”. Tiene lugar entonces el hermoso acto de fe en Cristo de aquel hombre probado: “¡Creo! Ayuda a mi incredulidad” (cf. Mc 9, 22-24).

Recordemos, finalmente, el coloquio bien conocido de Jesús con Marta antes de la resurrección de Lázaro: “Yo soy la resurrección y la vida... ¿Crees esto? “Sí, Señor, creo...” (cf. Jn 11, 25-27).

4. El mismo vínculo entre el “milagro-signo” y la fe se confirma por oposición con otros hechos de signo negativo. Recordemos algunos de ellos. En el Evangelio de Marcos leemos que Jesús de Nazaret “no pudo hacer...ningún milagro, fuera de que a algunos pocos dolientes les impuso las manos y los curó. Él se admiraba de su incredulidad” (Mc 6, 5-6).

Conocemos las delicadas palabras con que Jesús reprendió una vez a Pedro: “Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?”. Esto sucedió cuando Pedro, que al principio caminaba valientemente sobre las olas hacia Jesús, al ser zarandeado por la violencia del viento, se asustó y comenzó a hundirse (cf. Mt 14, 29-31).

5. Jesús subraya más de una vez que los milagros que Él realiza están vinculados a la fe. “Tu fe te ha curado”, dice a la mujer que padecía hemorragias desde hacia doce años y que, acercándose por detrás, le había tocado el borde del manto, quedando sana (cf. Mt 9, 20-22; y también Lc 8, 48; Mc 5, 34).

Palabras semejantes pronuncia Jesús mientras cura al ciego Bartimeo, que, a la salida de Jericó, pedía con insistencia su ayuda gritando: “¡Hijo de David, Jesús, ten piedad de mi!” (cf. Mc 10, 46-52). Según Marcos: “Anda, tu fe te ha salvado” le responde Jesús. Y Lucas precisa la respuesta: “Ve, tu fe te ha hecho salvo” (Lc 18, 42).

Una declaración idéntica hace al Samaritano curado de la lepra (Lc 17, 19). Mientras a los otros dos ciegos que invocan volver a ver, Jesús les pregunta: “¿Creéis que puedo yo hacer esto?”. “Sí, Señor”... “Hágase en vosotros, según vuestra fe” (Mt 9, 28-29).

6. Impresiona de manera particular el episodio de la mujer cananea que no cesaba de pedir la ayuda de Jesús para su hija “atormentada cruelmente por un demonio”. Cuando la cananea se postró delante de Jesús para implorar su ayuda, Él le respondió: “No es bueno tomar el pan de los hijos y arrojarlo a los perrillos” (Era una referencia a la diversidad étnica entre israelitas y cananeos que Jesús, Hijo de David, no podía ignorar en su comportamiento práctico, pero a la que alude con finalidad metodológica para provocar la fe). Y he aquí que la mujer llega intuitivamente a un acto insólito de fe y de humildad. Y dice: “Cierto, Señor, pero también los perrillos comen de las migajas que caen de la mesa de sus señores”. Ante esta respuesta tan humilde, elegante y confiada, Jesús replica: “¡Mujer, grande es tu fe! Hágase contigo como tú quieres” (cf. Mt 15, 21-28).

¡Es un suceso difícil de olvidar, sobre todo si se piensa en los innumerables “cananeos” de todo tiempo, país, color y condición social que tienden su mano para pedir comprensión y ayuda en sus necesidades!

7. Nótese cómo en la narración evangélica se pone continuamente de relieve el hecho de que Jesús, cuando “ve la fe”, realiza el milagro. Esto se dice expresamente en el caso del paralítico que pusieron a sus pies desde un agujero abierto en el techo (cf. Mc 2, 5; Mt 9, 2; Lc 5, 20). Pero la observación se puede hacer en tantos otros casos que los evangelistas nos presentan. El factor fe es indispensable; pero, apenas se verifica, el corazón de Jesús se proyecta a satisfacer las demandas de los necesitados que se dirigen a Él para que los socorra con su poder divino.

8. Una vez más constatamos que, como hemos dicho al principio, el milagro es un “signo” del poder y del amor de Dios que salvan al hombre en Cristo. Pero, precisamente por esto es al mismo tiempo una llamada del hombre a la fe. Debe llevar a creer sea al destinatario del milagro sea a los testigos del mismo.

Esto vale para los mismos Apóstoles, desde el primer “signo” realizado por Jesús en Caná de Galilea; fue entonces cuando “creyeron en Él” (Jn 2, 11). Cuando, más tarde, tiene lugar la multiplicación milagrosa de los panes cerca de Cafarnaum, con la que está unido el preanuncio de la Eucaristía, el evangelista hace notar que “desde entonces muchos de sus discípulos se retiraron y ya no le seguían”, porque no estaban en condiciones de acoger un lenguaje que les parecía demasiado “duro”. Entonces Jesús preguntó a los Doce: “¿Queréis iros vosotros también?”. Respondió Pedro: “Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros hemos creído y sabemos que Tú eres el Santo de Dios” (Cfr. Jn 6, 66-69). Así, pues, el principio de la fe es fundamental en la relación con Cristo, ya como condición para obtener el milagro, ya como fin por el que el milagro se ha realizado. Esto queda bien claro al final del Evangelio de Juan donde leemos: “Muchas otras señales hizo Jesús en presencia de los discípulos que no están escritas en este libro; y éstas fueron escritas para que creáis que Jesús es el Mesías, Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre” (Jn 20, 30-31).

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CATECISMO

Jesús enseña a orar

2610 Del mismo modo que Jesús ora al Padre y le da gracias antes de recibir sus dones, nos enseña esta audacia filial: "todo cuanto pidáis en la oración, creed que ya lo habéis recibido" (Mc 11, 24). Tal es la fuerza de la oración, "todo es posible para quien cree" (Mc 9, 23), con una fe "que no duda" (Mt 21, 22). Tanto como Jesús se entristece por la "falta de fe" de los de Nazaret (Mc 6, 6) y la "poca fe" de sus discípulos (Mt 8, 26), así se admira ante la "gran fe" del centurión romano (cf Mt 8, 10) y de la cananea (cf Mt 15, 28).

2611 La oración de fe no consiste solamente en decir "Señor, Señor", sino en disponer el corazón para hacer la voluntad del Padre (Mt 7, 21). Jesús invita a sus discípulos a llevar a la oración esta voluntad de cooperar con el plan divino (cf Mt 9, 38; Lc 10, 2; Jn 4, 34).

2612 En Jesús "el Reino de Dios está próximo", llama a la conversión y a la fe pero también a la vigilancia. En la oración, el discípulo espera atento a aquél que "es y que viene", en el recuerdo de su primera venida en la humildad de la carne, y en la esperanza de su segundo advenimiento en la gloria (cf Mc 13; Lc 21, 34-36). En comunión con su Maestro, la oración de los discípulos es un combate, y velando en la oración es como no se cae en la tentación (cf Lc 22, 40. 46).

2614 Cuando Jesús confía abiertamente a sus discípulos el misterio de la oración al Padre, les desvela lo que deberá ser su oración, y la nuestra, cuando haya vuelto, con su humanidad glorificada, al lado del Padre. Lo que es nuevo ahora es "pedir en su Nombre" (Jn 14, 13). La fe en El introduce a los discípulos en el conocimiento del Padre porque Jesús es "el Camino, la Verdad y la Vida" (Jn 14, 6). La fe da su fruto en el amor: guardar su Palabra, sus mandamientos, permanecer con El en el Padre que nos ama en El hasta permanecer en nosotros. En esta nueva Alianza, la certeza de ser escuchados en nuestras peticiones se funda en la oración de Jesús (cf Jn 14, 13-14).

2615 Más todavía, lo que el Padre nos da cuando nuestra oración está unida a la de Jesús, es "otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad" (Jn 14, 16-17). Esta novedad de la oración y de sus condiciones aparece en todo el Discurso de despedida (cf Jn 14, 23-26; 15, 7. 16; 16, 13-15; 16, 23-27). En el Espíritu Santo, la oración cristiana es comunión de amor con el Padre, no solamente por medio de Cristo, sino también en El: "Hasta ahora nada le habéis pedido en mi Nombre. Pedid y recibiréis para que vuestro gozo sea perfecto" (Jn 16, 24).

Jesús escucha la oración

2616 La oración a Jesús ya ha sido escuchada por él durante su ministerio, a través de los signos que anticipan el poder de su muerte y de su resurrección: Jesús escucha la oración de fe expresada en palabras (el leproso: cf Mc 1, 40-41; Jairo: cf Mc 5, 36; la cananea: cf Mc 7, 29; el buen ladrón: cf Lc 23, 39-43), o en silencio (los portadores del paralítico: cf Mc 2, 5; la hemorroísa que toca su vestido: cf Mc 5, 28; las lágrimas y el perfume de la pecadora: cf Lc 7, 37-38). La petición apremiante de los ciegos: "¡Ten piedad de nosotros, Hijo de David!" (Mt 9, 27) o "¡Hijo de David, ten compasión de mí!" (Mc 10, 48) ha sido recogida en la tradición de la Oración a Jesús: "¡Jesús, Cristo, Hijo de Dios, Señor, ten piedad de mí, pecador!" Curando enfermedades o perdonando pecados, Jesús siempre responde a la plegaria que le suplica con fe: "Ve en paz, ¡tu fe te ha salvado!".

San Agustín resume admirablemente las tres dimensiones de la oración de Jesús: "Orat pro nobis ut sacerdos noster, orat in nobis ut caput nostrum, oratur a nobis ut Deus noster. Agnoscamus ergo et in illo voces nostras et voces eius in nobis" ("Ora por nosotros como sacerdote nuestro; ora en nosotros como cabeza nuestra; a El dirige nuestra oración como a Dios nuestro. Reconozcamos, por tanto, en El nuestras voces; y la voz de El, en nosotros", Sal 85, 1; cf IGLH 7).

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Ejemplos Predicables

Es preciso rezar con fervor y recogimiento


Los ángeles trazaban letras.

Cuéntase de un Santo, San Bernardo al parecer, que en una iglesia llena de fieles entregados a sus oraciones, tuvo la visión que vamos a referir. A la vera de cada deprecante vio un ángel que con mucha atención trazaba unas letras. Unas las trazaba de oro, otras de plata, otras negras como la pez, y no faltaban los que hacíanlo con agua para que nada se viese. El Santo meditó sobre esta visión y parecióle haber descubierto al fin la escondida significación de las angélicas apariciones. Creyó ver en las letras de oro que los ángeles escribían, la mucha estima de Dios por las oraciones de los que rezaban atentos a lo que decían y encendidos de amor al Todopoderoso. En las de plata, una consideración no tan crecida por los que hacíanlo atendiendo sólo al sentido literal de las preces y con el corazón frío, si bien con alguna voluntad de honrar a Dios. Las letras en negro eran la somera distinción que merecen los que sólo rezan por rezar, sin fijarse en lo que musitan entre dientes y dicen las oraciones de una manera mecánica. Mientras el trazar letras con agua, significaba evidentemente el provecho nulo de los que acuden a la iglesia para pasar el tiempo pensando en otras cosas, a lo mejor harto distantes de las eternas. Dios recompensará y oirá nuestras oraciones según el fervor, tiento, y amor que en ellas pongamos. Procuremos ser fervorosos en nuestras preces, especialmente ante otras personas, a las que edificaremos con nuestro proceder.


En San Francisco, a pesar del terremoto, un convento permanece milagrosamente intacto.

En 1906 un espantoso temblor de tierra destruyó casi por entero la floreciente y rica ciudad de San Francisco de California, situada en la costa Oeste de los Estados Unidos. La ciudad quedó tan mal parada, que fueron poquísimas las casas que permanecieron en pie, pues las que no derribó el terremoto, fueron luego destruidas por el fuego. Por singular prodigio, un convento de religiosas, situado en la calle de Franklin, número 925, no sufrió el menor daño, suceso que maravilló a cuantos lo vieron. En la santa casa, bajo la dirección de la Madre Superiora, que se llamaba Germana, moraban 22 religiosas del Sagrado Corazón de Jesús y ocupaban se en la educación de señoritas. Cuando el terremoto, mientras la mayoría de las gentes corrían azoradas de un lado para otro, sin dar con lugar que pareciese seguro, las religiosas de aquel convento se dirigieron a la capilla, y, puestas de hinojos ante el Sagrado Corazón de Jesús, le rogaron con toda el alma que quisiese socorrerlas en tan apurado trance. Mientras en la calle los clamores de terror y angustia eran ensordecedores, aquellas buenas mujeres, confiando en la clemencia del Dios que gobierna el Cielo y la Tierra, salmodiaban impasibles la letanía del Sagrado Corazón de Jesús. Entretanto, el convento había quedado envuelto en un torbellino de fuego y humareda; entre las llamas gigantescas no se divisaba ni la cúspide de la torre del campanario. Todos los espectadores creyeron firmemente que el convento era pasto de las llamas y que ni uno de sus habitantes saldría con vida. Cuando amainó el incendio y se disipó la humareda, vióse al convento intacto y entero, con gran maravilla de todos. Ni una casa quedó entera por aquellos contornos; entre tanta devastación, sólo aquel convento se erguía, como si hubiese sido de materia incombustible y resistente a la furia de todos los elementos desencadenados. A pesar del fuego, ni una ventana sufrió deterioro, ni en parte alguna del edificio se veían señales de las llamas o del humo. (Véase el "Senalboten", 1906.) Claramente nos muestra este ejemplo el mucho bien que puede reportarnos la invocación al Sagrado Corazón de Jesús y la eficacia del rezo en común.

(Dr. Francisco Spirago, Catecismo en ejemplos, Vol. IV, Ed. Poliglota, 1940)


19. Fray Nelson Domingo 14 de Agosto de 2005
Temas de las lecturas: Conduciré a los extranjeros a mi monte santo * Dios no se arrepiente de sus dones ni de su elección * Mujer, ¡qué grande es tu fe!.

1. Los de fuera

1.1 Las lecturas de hoy nos invitan a reflexionar en una realidad que se repite en muchas partes: los de dentro y los de fuera.

1.2 Los de dentro son los que sienten que tienen unos derechos; los de fuera son los que se sienten o son excluidos de ellos. La imagen podría ser la de un club: para entrar, para ser de los de dentro, se necesita haber cumplido unos requerimientos, por ejemplo el pago de una cuota o la pertenencia a un partido político o una determinada casta.

1.3 El tema interesa mucho porque en la Biblia vemos a menudo que Dios toma partido por los de fuera, es decir, por los excluidos, por los marginados. ¿Qué quiere decir, cabalmente, "marginado"? El que ha sido empujado más allá del margen. Ha sido expulsado y ya no es, o nunca se consideró que fuera de "los de dentro."

1.4 En Egipto los desposeídos y marginados eran los hebreos y podemos decir que Dios "opta" por ellos. Por contraste, quien podía sentirse absolutamente "adentro" y absolutamente dueño de todos los derechos, era el faraón, pero Dios vino a demostrarle que su engreimiento no valía nada y su presunción era humo y vacío.

2. Excluidos de la Vida

2.1 La primera lectura nos presenta un modo de exclusión. Se trata de los extranjeros. En la mentalidad del Antiguo Testamento lo que prima es la idea de que hay un solo pueblo que es el pueblo elegido.

2.2 El sentido que Dios quería dar a esa elección era este: ser elegido es servir de instrumento y guía de la salvación de los demás pueblos. Sin embargo, un modo cómodo de interpretar las cosas, un modo egoísta pero tentador, era decir que los demás pueblos ya habían sido "descartados."

2.3 El texto del profeta Isaías se opone a esa interpretación miope y mundana de la elección divina. Isaías viene a afirmar que hay promesas de vida y de felicidad para los extranjeros, es decir, para los de fuera. Con eso también está relativizando lo que podía servir de orgullo fatuo a los israelitas.

3. Cuando los de afuera se adueñan de la casa
3.1 La segunda lectura da un paso más en esta misma línea. Resulta que Dios es compasivo y abre la puerta de su misericordia a los pueblos no judíos, es decir, a los que la Biblia llama "gentiles." Los que estaban "lejos" ahora están "cerca" enseña san Pablo, por ejemplo, en el capítulo primero de su carta a los Efesios. Pero ¡cuidado! Estar cerca es empezar a estar "adentro" y existe siempre el peligro de sentirse ya tan adentro que uno empiece a despreciar a los que ahora vinieron a quedar afuera.

3.2 Pablo sale al paso de esta situación en la segunda lectura de este domingo, mostrando que si es verdad que el orgullo de aquellos judíos no condujo a nada, no podemos interpretar de ahí que ya ellos han quedado "afuera" para siempre. Al contrario, temerosos de repetir nosotros mismos el ciclo y anhelantes de la gracia y la salvación para todos, tomamos en consideración las palabras de este apóstol: "Así como ustedes antes eran rebeldes contra Dios y ahora han alcanzado su misericordia con ocasión de la rebeldía de los judíos, en la misma forma, los judíos, que ahora son los rebeldes y que fueron la ocasión de que ustedes alcanzaran la misericordia de Dios, también ellos la alcanzarán. En efecto, Dios ha permitido que todos cayéramos en la rebeldía, para manifestarnos a todos su misericordia."

4. Un obstáculo: ¿Por qué Jesús trata así a aquella extranjera?

4.1 El evangelio de hoy, en cambio, nos presenta un pasaje bastante difícil sobre todo porque la actitud de Jesús resulta francamente desconcertante: ¿por qué hace esperar tanto a esta pobre mujer que clamaba la curación de su hijita? Y si luego va a curarla, ¿por qué con ese lenguaje tan duro, diríamos tan humillante?

4.2 Para dar un poco de perspectiva a lo sucedido, conviene recordar que Jesús tenía muy claro que su misión, por lo menos en el terreno de lo inmediato, iba dirigida a los miembros del pueblo elegido. Él no se ve a sí mismo como una especie de curandero o de hombre con poderes extraordinarios. A menudo prefirió destacar el papel de la fe de quienes recibían sus milagros, como quitando la atención de sí mismo y desplazándola hacia el acto de fe que el enfermo hacía cuando se curaba.

4.3 El enfoque de Jesús no es tanto que Él hace cosas sino que Él es la ocasión de que Dios haga cosas en quienes vuelven hacia Dios. Esto es así porque Jesús básicamente está anunciando que Dios reina, está anunciando el Reinado de Dios como más potente que toda la iniquidad humana y también como más fuerte que todo lo que aflige u oprime a los hombres.

4.4 En síntesis, Jesús quiere que el protagonista sea el poder de Dios que se hace próximo y activo en nosotros cuando realmente creemos. Es evidente que una curación "fácil" y un encuentro casi accidental con una especie curandero itinerante no son el lugar para realmente reconocer que es Dios el que reina.

4.5 Esto explica, por lo menos en parte, lo que al principio nos parecía chocante: Jesús no quiere que sus milagros sean anécdotas, sino mensajes que anuncian la llegada del Reino. En el fondo, la demora en conceder esa sanación y el modo de hablarle a esta mujer son una especie de catequesis que quiere mostrar por qué caminos le llega la salvación. Al decirle que esta recibiendo migajas de la mesa del pueblo elegido le está mostrando que sólo hay un Dios, que ese Dios se ha revelado al pueblo de la alianza, y que de Él y sólo de Él viene todo bien.


20.

Reflexión

Narra San Mateo en el Evangelio de la Misa que Jesús se retiró con sus discípulos a tierras de gentiles, en la región de Tiro y de Sidón. Allí se le acercó una mujer que, a grandes gritos, imploraba: “¡Señor, Hijo de David, apiádate de mí! Mi hija es cruelmente atormentada por el demonio.” Jesús la oyó y no contestó nada. Comenta San Agustín que no le hacía caso precisamente porque sabía lo que ele tenía reservado: no callaba para negarle el beneficio, sino para que lo mereciera ella con su perseverancia humilde.

La mujer debió de insistir largo rato, de tal manera que los discípulos, cansados de tanto empeño, dijeron al Maestro: Atiéndela y que se vaya, pues viene gritando detrás de nosotros. El Señor le explicó entonces que Él había venido a predicar en primer lugar a los judíos. Pero la mujer, a pesar de esta negativa, se acercó y se postró ante Jesús, diciendo: “¡Señor, ayúdame!”

Ante la perseverante insistencia de la mujer cananea, el Señor le repitió las mismas razones con una imagen que ella comprendió enseguida: “No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perrillos.” Le dice de nuevo que ha sido enviado primero a los hijos de Israel y que no debe preferir a los paganos. El gesto amable y acogedor de Jesús, el tono de sus palabras, quitarían completamente cualquier tono hiriente a la expresión. Las palabras de Jesús llenaron aún más de confianza a la mujer, quien, con gran humildad, dijo “Es verdad, Señor, pero también los perrillos comen de las migajas que caen de las mesas de sus amos.” Reconoció la verdad de su situación, “Confesó que eran señores suyos aquellos a quienes Él había llamado hijos.” El mismo San Agustín señala que aquella mujer “fue transformada por la humildad y mereció sentarse a la mesa con los hijos. Conquistó el corazón de Dios, recibió el don que pretendía y una gran alabanza de del Maestro: “¡Oh mujer, grande es tu fe! Hágase como tú quieres. Y quedó sanada su hija en aquel instante.” Seria seguramente más tarde una de las primeras mujeres gentiles que abrazaron la fe, y siempre conservaría en su corazón el agradecimiento y el amor al Señor.

Nosotros, que nos encontramos lejos de la fe y de la humildad de esta mujer, le pedimos con fervor al maestro: ”Buen Jesús: si he de ser apóstol, es preciso que me hagas muy humilde.
El sol envuelve de luz cuanto toca: Señor, lléname de tu caridad, endiósame: que yo me identifique con tu Voluntad adorable, para convertirme en el instrumento que deseas... Dame tu locura de humillación: la que te llevó a nacer pobre, al trabajo sin brillo, a la infamia de morir cosido con hierros a un leño, al anonadamiento del Sagrario.

-Que me conozca: que me conozca que te conozca. Así jamás perderé de vista mi nada”. Solo así podré seguirte como Tú quieres y como yo quiero: con una fe grande, con un amor hondo, sin condición alguna.

Se cuenta en la vida de San Antonio Abad que Dios le hizo ver el mundo sembrado de los lazos que el demonio tenía preparados para hacer caer a los hombres. El santo, después de esta visión, quedó lleno de espanto, y preguntó: “Señor, ¿Quién podrá escapar de tantos lazos?”. Y oyó una voz que le contestaba: “Antonio, el que sea humilde; pues Dios da a los humildes la gracia necesaria, mientras los soberbios van cayendo en todas las trampas que el demonio les tiende; mas a las personas humildes el demonio no se atreve a atacarlas.”

Nosotros, sí queremos servir al Señor, hemos de desear y pedirle con insistencia la virtud de la humildad. Nos ayudará a desearla de verdad el tener siempre presente que el pecado capital opuesto, la soberbia, es lo más contrario a la vocación que hemos recibido del Señor, lo que más daño hace a la vida familiar, a la amistad, lo que más se opone a la verdadera felicidad... Es el principal apoyo con que cuenta el demonio en nuestra alma para intentar destruir la obra que el Espíritu Santo trata incesantemente de edificar.

Con todo, la virtud de la humildad no consiste sólo en rechazar los movimientos de la soberbia, del egoísmo y del orgullo. De hecho, ni Jesús ni su Santísima Madre experimentaron movimiento alguno de soberbia y, sin embargo, tuvieron la virtud de la humildad en grado sumo. La palabra humildad tiene su origen en la latina humus, tierra; humilde, en su etimología, significa inclinado hacia la tierra; la virtud de la humildad consiste en inclinarse delante de Dios y de todo lo que hay de Dios en las criaturas. En la práctica, nos lleva a reconocer nuestra inferioridad, nuestra pequeñez e indigencia ante Dios. Los santos sienten una alegría muy grande en anonadarse delante de Dios y en reconocer que sólo Él es grande, y que en comparación con la suya, todas las grandezas humanas están vacías y no son sino mentira.

La humildad se fundamenta en la verdad, sobre todo en esta gran verdad: es infinita la distancia entre la criatura y el Creador. Por eso, frecuentemente hemos de detenernos para tratar de persuadirnos de que todo lo bueno que hay en nosotros es de Dios, todo el bien que hacemos ha sido sugerido e impulsado por Él, y nos ha dado la gracia para llevarlo a cabo. No decimos ni una sola jaculatoria si no es por el impulso y la gracia del Espíritu Santo(8); lo nuestro es la deficiencia, el pecado, los egoísmos. “Estas miserias son inferiores a la misma nada, porque son un desorden y reducen a nuestra alma a un estado de abyección verdaderamente deplorable”. La gracia, por el contrario, hace que los mismos ángeles se asombren al contemplar un alma resplandeciente por este don divino.

La mujer cananea no se sintió humillada ante la comparación de Jesús, señalándole la diferencia entre los judíos y los paganos; era humilde y sabía su lugar frene al pueblo elegido; porque fue humilde, no tuvo inconveniente en perseverar a pesar de haber sido aparentemente rechazada, en postrarse ante Jesús... Por su humildad, su audacia y su perseverancia tuvo una gracia tan grande. Nada tiene que ver la humildad con la timidez, la pusilanimidad o con una vida mediocre y sin aspiraciones. La humildad descubre que todo lo bueno que existe en nosotros, tanto en el orden de la naturaleza como en el orden de la gracia, pertenece a dios, porque de su plenitud hemos recibido todos; y tanto don nos mueve al agradecimiento.

“A la pregunta ‘¿cómo he de llegar a la humildad?’ corresponde la contestación inmediata: “Por la gracia de Dios”. Solamente la gracia de dios puede darnos la visión clara de nuestra propia condición y la conciencia de su grandeza que origina la humildad”. Por eso hemos de desearla y pedirla incesantemente, convencidos de que con esta virtud amaremos a dios y seremos capaces de grandes empresas a pesar de nuestras flaquezas...

Junto a la petición, hemos de aceptar las humillaciones, normalmente pequeñas, que surgen cada día por motivos tan diversos: en la realización del propio trabajo, en la convivencia con los demás, al notar las flaquezas, al ver las equivocaciones que cometemos, grandes y pequeñas. De Santo Tomás de Aquino se cuenta que un día fue corregido por una supuesta falta de gramática mientras leía; la corrigió según lo indicaban. Luego, sus compañeros le preguntaron por qué la había corregido si él mismo sabía que era correcto el texto tal como lo había leído. Y el Santo contestó: “Vale más delante de Dios una falta de gramática, que otra de obediencia y de humildad”. Andamos el camino de la humildad cuando aceptamos las humillaciones, pequeñas y grandes, y cuando aceptamos los propios defectos procurando luchar con ellos.

Quien es humilde no necesita demasiadas alabanzas y elogios en su tarea, porque su esperanza está puesta en el Señor; y Él es, de modo real y verdadero, la fuente d e todos sus bienes y su felicidad: es Él quien da sentido a todo lo que hace. “Una de las razones por las que los hombres son tan propensos a alabarse, a sobreestimar su propio valor y sus propios poderes, a resentirse de cualquier cosa que tienda a rebajarlos en su propia estima o en la de otros, es porque no ven más esperanza para su felicidad que ellos mismo. Por esto son a menudo tan susceptibles, tan resentidos cuando son criticados, tan molestos para quien les contradice, tan insistentes en salirse con la suya, tan ávidos de ser conocidos, tan ansiosos de alabanza, tan determinados a gobernar su medio ambiente. Se afianzan en sí mismos como el náufrago e sujeta a una paja. Y la vida prosigue, y cada vez están más lejos de la felicidad...”.

Quien lucha por ser humilde no busca ni elogios ni alabanzas; y si llegan procura enderezarlos a la gloria de Dios, Autor de todo bien. La humildad se manifiesta no tanto en el desprecio como en el olvido de sí mismo, reconociendo con alegría que no tenemos nada que no hayamos recibido, y nos lleva a sentiremos hijos pequeños de Dios que encuentran toda la firmeza en la mano fuerte de su Padre.

Aprendemos a ser humildes meditando la Pasión de Nuestro Señor, considerando su grandeza ante tanta humillación, el dejarse hacer “como cordero llevado al matadero”, según había sido profetizado, su humildad en la Sagrada Eucaristía, donde espera que vayamos a verle y hablarle, dispuesto a ser recibido por quien se acerque al Banquete que cada día preparar para nosotros, su paciencia ante tantas ofensas... Aprenderemos a caminar por este sendero si nos fijamos en María, la Esclava del Señor, la que no tuvo otro deseo que el de hacer la voluntad de dios. también acudimos a San José, que empleó su vida en servir a Jesús y a María, llevando a cabo la tarea que Dios le había encomendado


21. Comenta: Padre Mario Santana Bueno, sacerdote de la diócesis de Canarias.

Jesús sale del territorio judío y va al territorio de Fenicia, allí ocurrirá algo que replanteará toda la relación de Dios y los hombres.

La protagonista esta vez es una mujer gentil: era fenicia (se le llama gentil a la persona que no es de raza judía). El motivo de acercarse a Jesús no es otro que el pedirle, el suplicarle, que sane a su hija gravemente asediada.

Para entender con hondura este Evangelio baste decir que los judíos de la época creían que solamente ellos, los de raza judía, se iban a salvar. Dios había venido para ellos y los demás, los gentiles, serían unas razas inferiores desprovistas de salvación y de consuelo divino.

Jesús, una vez más, viene a romper los esquemas imperantes ofreciendo la curación y la salvación a todo aquel, judío o gentil, que acepte la obra que Dios hace en su vida. Puede ser que nuestra mentalidad de hoy no capte con toda amplitud todo lo que significó, en su momento, esta ruptura que trajo el comportamiento del Señor en este tema.

El Evangelio empieza con una comparación un tanto desconcertante, se compara a la mujer con un perro. Entre los semitas uno de los mayores insultos es llamar a alguien perro.

Fue la desgracia de un familiar lo que llevó a esta mujer al encuentro con Cristo. En un primer momento el Señor se hace el sordo con esta mujer y no le respondía palabra. Son enigmáticos los silencios de Jesús ante los gritos de la mujer.

¿Cuántas veces en tu vida has pedido al Señor casi gritando y te daba la impresión que Dios se quedaba callado…? ¿Te duele en tu vida el silencio de Dios? ¿Cómo habla Dios?

La mujer le dice: “¡Señor, ayúdame!” ¡Qué súplica más grande al reconocer en Jesús al Dios que puede ayudar!

Muchas veces cuando vamos por la calle vemos personas que nos piden nuestra ayuda, quizás unas monedas, quizás una mirada, quizás unas sonrisas o unas simples palabras de saludos…¡Qué tacaños de humanidad nos hemos vuelto!

La mujer insiste. Sabemos que no toda oración aceptada es una oración inmediatamente contestada. Hay personas que creen que incluso ese aparente silencio de Dios es indiferencia ante el mundo y sus problemas. Pero esto no es así. Hay que descubrir el cómo habla Dios en nuestro mundo para entender qué es lo que nos quiere decir.

Jesús le da largas a la mujer, en realidad la está poniendo una prueba grande que sólo la fe grande puede aprobar.

En aquella madre dolida por el agobio de su hija encontramos muchos elementos que nos sirven para nuestro caminar cristiano de hoy. Una pagana nos da una magnífica lección de cómo acercarnos a Dios y cómo tratarle.

En ella descubrimos:

1. Amor: era pagana pero amaba a su hija. ¡Cuántas veces pensamos que los paganos de hoy no aman ni quieren a los suyos!
2. Fe en Él: se confió a Él sin vergüenzas ni miedos.
3. Una fe que adoraba: empezó a seguirle, pero acabó de rodillas delante de Él. Empezó haciéndole una petición y acabó haciendo una oración.
4. Gran perseverancia: una y otra vez insistía la mujer ante el Señor y los suyos y no paró hasta conseguirlo. Sus gritos se transformaron en agradecido silencio.

Termina Jesús admirándose de la fe de aquella mujer que había demostrado otras buenas cualidades: sabiduría, humildad, mansedumbre, paciencia… pero bien sabe el Señor que todo ello era producto de su fe.

No todos los creyentes tenemos el mismo nivel en la fe ni la misma madurez espiritual. Tenemos que no apurar al que es más débil que nosotros en la fe y no exigirle metas que, por ahora, no puede alcanzar. ¡Cuántos enfados e intranquilidades nos ahorraríamos si viésemos a los demás como hermanos y no como discípulos nuestros! Dios nos ha hecho hermanos de nuestros hermanos, nunca jueces de ellos.

Hay cristianos que están tan preocupados por el dogma, por la doctrina por la pureza de la formas que se olvidan, quizá con demasiada frecuencia, de la pureza del corazón, y de esta forma lo que reivindican en el nombre de Dios lo desacreditan con su vida.

Me da la impresión que quien no ha entendido el amor de esta madre no entiende quien es Dios… Y en aquel mismo momento, su hija quedó sanada.

* * *

1. ¿Cómo reaccionas ante los que no son de tu raza, tu religión, tu país?
2. ¿Puede estar el Señor en otras religiones?
3. ¿Qué papel ocupa la oración en tu vida?
4. ¿Cómo entiendes la reacción de Jesús?
5. ¿Qué puedes hacer para ayudar a los más débiles?


22. Predicador del Papa: Dios escucha incluso cuando no escucha
Meditación sobre el pasaje evangélico del XX domingo del tiempo ordinario

CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 15 agosto 2008 (ZENIT.org).- Publicamos el comentario del padre Raniero Cantalamessa, OFM Cap., predicador de la Casa Pontificia, a la liturgia del próximo domingo.


Isaías 56, 1.6-7; Romanos 11, 13-15.29-32; Mateo 15, 21-28

Una mujer cananea se puso a gritar

Si Jesús hubiera escuchado a la mujer cananea a la primera petición, sólo habría conseguido la liberación de la hija. Habría pasado la vida con menos problemas. Pero todo hubiera acabado en eso y al final madre e hija morirían sin dejar huella de sí. Sin embargo, de este modo su fe creció, se purificó, hasta arrancar de Jesús ese grito final de entusiasmo: "Mujer, grande es tu fe; que te suceda como deseas". Desde aquel instante, constata el Evangelio, su hija quedó curada. Pero, ¿qué le sucedió durante su encuentro con Jesús? Un milagro mucho más grande que el de la curación de la hija. Aquella mujer se convirtió en una "creyente", una de las primeras creyentes procedentes del paganismo. Una pionera de la fe cristiana. Nuestra predecesora.

¡Cuánto nos enseña esta sencilla historia evangélica! Una de las causas más profundas de sufrimiento para un creyente son las oraciones no escuchadas. Hemos rezado por algo durante semanas, meses y quizá años. Pero nada. Dios parecía sordo. La mujer Cananea se presenta siempre como maestra de perseverancia y oración.

Quien observara el comportamiento y las palabras que Jesús dirigió a aquella pobre mujer que sufría, podía pensar que se trataba de insensibilidad y dureza de corazón. ¿Cómo se puede tratar así a una madre afligida? Pero ahora sabemos lo que había en el corazón de Jesús y que le hacía actuar así. Sufría al presentar sus rechazos, trepidaba ante el riesgo de que ella se cansara y desistiera. Sabía que la cuerda, si se estira demasiado, puede romperse. De hecho, para Dios también existe la incógnita de la libertad humana, que hace nacer en él la esperanza. Jesús esperó, por eso, al final, manifiesta tanta alegría. Es como si hubiera vencido junto a la otra persona.

Dios, por tanto, escucha incluso cuando... no escucha. En él, la falta de escucha es ya una manera de atender. Retrasando su escucha, Dios hace que nuestro deseo crezca, que el objeto de nuestra oración se eleve; que de lo material pasemos a lo espiritual, de lo temporal a lo eterno, de los pequeño a lo grande. De este modo, puede darnos mucho más de lo que le habíamos pedido en un primer momento.

Con frecuencia, cuando nos ponemos en oración, nos parecemos a ese campesino del que habla un antiguo autor espiritual. Ha recibido la noticia de que será recibido en persona por el rey. Es la oportunidad de su vida: podrá presentarle con sus mismas palabras su petición, pedirle lo que quiere, seguro de que le será concedido. Llega el día, y el buen hombre, emocionadísimo, llega ante la presencia del rey y, ¿qué le pide? ¡Un quintal de estiércol para sus campos! Era lo máximo en que había logrado pensar. A veces nosotros nos comportamos con Dios de la misma manera. Lo que le pedimos comparado a lo que podríamos pedirle no es más que un quintal de estiércol, nimiedades que sirven de muy poco, es más, que a veces incluso pueden volverse contra nosotros.

San Agustín era un gran admirador de la Cananea. Aquella mujer le recordaba a su madre, Mónica. También ella había seguido al Señor durante años, pidiéndole la conversión de su hijo. No se había desalentado por ningún rechazo. Había seguido al hijo hasta Italia, hasta Milán, hasta que vio que regresaba al Señor. En uno de sus discursos, recuerda las palabras de Cristo: "Pedid y se os dará; buscad y encontraréis; tocad y se os abrirá", y termina diciendo: "Así hizo la Cananea: pidió, buscó, tocó a la puerta y recibió". Hagamos nosotros también lo mismo y también se nos abrirá.

[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina]


23. Autor: P. Sergio A. Córdova LC | Fuente: Catholic.net
Cuando parece que Dios desoye nuestras plegarias
Quiere que creamos y esperemos contra toda esperanza humana; que sigamos confiando en Él, en su omnipotencia y en su amor misericordioso. 

¿No te ha pasado alguna vez que, cuando has rezado con mucho fervor por una necesidad particular o por una intención que llevabas muy en el alma, pareciera que Dios no te hace caso? Cuando ha estado muy enferma tu mamá, un hijo, tu esposo o cualquier ser querido, y has pedido a nuestro Señor que les devuelva la salud, y parece que no te escucha; o cuando has tenido un problema especial de cualquier índole –personal, familiar o profesional– y, después de encomendarte a Dios, no te han salido las cosas como tú querías; cuando alguno de tus mejores amigos ha sufrido un accidente o una operación grave y no ha salido adelante... Podríamos multiplicar los casos hasta el infinito, y tal vez a veces constatamos lo mismo: parece que nuestro Señor se hace un poco el sordo y tarda en responder a nuestras peticiones... ¿Verdad que es una experiencia que ocurre con cierta frecuencia en nuestra vida? Y si Cristo nos prometió atender nuestras plegarias –“Pedid y recibiréis, buscad y hallaréis, tocad y se os abrirá”– ¿por qué entonces Dios actúa así con nosotros? 

San Agustín también se lo preguntó en más de una ocasión. ¿Y sabes qué respuesta encontró? “Dios –afirma– que ya conoce nuestras necesidades antes de que se las expongamos, pretende que, por la oración, se acreciente nuestra capacidad de desear, para que así nos hagamos más capaces de recibir los dones que nos prepara. Sus dones son muy grandes y nuestra capacidad de recibir es pequeña e insignificante. Y por eso, cuanto más fielmente creemos, más firmemente esperamos y más ardientemente deseamos este don, más capaces somos de recibirlo”. Por tanto, lo que Dios pretende con ese modo de actuar es que se dilate nuestra capacidad de desear y de recibir los dones que nos promete. 

Además, Él escucha siempre nuestras plegarias, y yo estoy totalmente convencido de ello. Lo que ocurre es que no siempre nos concede las cosas que le pedimos o no las hace como nosotros pretendíamos. Él es infinitamente más sabio que nosotros y, como buen Padre, nos da aquello que es más oportuno para nuestras almas. San Pablo nos dice, en efecto, que “nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene” (Rom 8, 26). Nadie tildará de cruel a una madre que no da a su niño pequeño el cuchillo que le pide, aunque sólo quiera jugar un poco sin pretender hacer ningún mal a nadie.... 

Más aún, lo que quiere Dios es aumentar nuestra fe en Él, nuestra confianza y nuestro amor incondicional a su Persona. Quiere que creamos y esperemos contra toda esperanza humana; que sigamos confiando en Él, en su omnipotencia y en su amor misericordioso, incluso cuando ya no se ve ningún remedio humano posible. Y precisamente entonces es cuando se revelará con más evidencia la grandeza de su poder y nos daremos cuenta de que ha sido Dios quien nos ha dado todo libre y gratuitamente, sólo porque Él es infinitamente bueno con sus criaturas. Al prolongar nuestra espera, desea probar cuán grande es nuestra fe y nuestra confianza en Él; y que le demostremos que, a pesar de todas las dificultades, le amamos por encima de todas las cosas, nos conceda o no lo que le pedimos. 

Finalmente, una condición indispensable para que nuestras súplicas sean auténtica oración cristiana –y no una especie de chantaje contra Dios– es que siempre busquemos en todo su santísima voluntad. Así nos enseñó Jesús a orar y así lo decimos todos los días en el Padrenuestro: “Hágase, Señor, tu voluntad, en la tierra como en el cielo...” 

Un ejemplo maravilloso de esto que estamos diciendo lo encontramos en el Evangelio de este domingo. Jesús se retira un poco de Galilea y hace una brevísima incursión por las regiones de Tiro y Sidón, ciudades paganas. Y he aquí que una mujer cananea le sale al encuentro y se pone detrás de Él, pidiéndole a gritos –literalmente– que cure a su hija enferma. ¿Y qué nos dice el Evangelio? Que Jesús “no le respondió ni palabra”. ¡Demasiada indiferencia!, ¿no? Pero no acaba todo aquí. Son sus propios discípulos los que, viendo al Maestro impertérrito, le suplican que la atienda. Pero no se lo piden por compasión, sino para que deje de gritar detrás de ellos. ¡Qué vergüenza que una “loca” los venga siguiendo con esos gritos!... Pero Jesús vuelve a darles otra aparente negativa: “No he sido enviado sino a las ovejas descarriadas de la casa de Israel”. Y nuevamente silencio. 

La mujer llega corriendo y se postra a los pies de nuestro Señor, pidiéndole que tenga piedad de ella: “Señor, socórreme”. Una oración brevísima, llena de dolor, de fe y de inmensa confianza. Es la súplica desgarrada de una madre. Pero Cristo, con su respuesta, parece ignorarla. Seguramente se estaría haciendo una grandísima violencia interior, pues conocemos su infinita misericordia. Pero tenía que llevar hasta el fin la fe de esta mujer para dejarnos una lección tan importante. Si ella no hubiese tenido la fe y la humildad que tuvo, se habría marchado furiosa y escandalizada del Maestro. “No está bien –le responde el Señor– echar a los perros el pan de los hijos” –ya que Él había sido enviado a curar primero a los hijos de Israel–. Pero la mujer no se da por ofendida y persevera en su oración de súplica. Sus maravillosas palabras, de una humildad y de una confianza conmovedoras, son dignas de ser grabadas no ya en una lápida de bronce, sino en el fondo de nuestros corazones: “Tienes razón, Señor; pero también los perrillos se comen las migajas que caen de la mesa de sus amos”. 

Y es entonces cuando nuestro Señor prorrumpe en un grito de júbilo y de admiración ante la grandeza de alma de esta mujer, que ni siquiera era del pueblo elegido: “Mujer, ¡qué grande es tu fe! Que se cumpla lo que deseas”. Y en aquel momento –nos narra el Evangelio– quedó curada su hija. La fe de esta mujer venció todos los obstáculos y conquistó el corazón de Jesucristo. 

Ésta es la lección de hoy: sólo con la fe, la humildad, la confianza y la perseverancia en nuestra oración, a pesar de todas las dificultades –como la mujer cananea– es como penetramos hasta el corazón de Dios y sólo así es como el Señor escucha nuestras plegarias.