22 HOMILÍAS MÁS PARA EL DOMINGO XIX
18-22

18.

Domingo 10 de agosto de 2003

1 Re 19, 4-8:Elías continuó por el desierto.
Salmo responsorial: 33, 2-9: Tu pan Señor, sostiene a los pobres en el camino.
Ef 4,30- 5,2: Vivan en el amor como Cristo.
Jn 6, 41-52: Yo soy el pan vivo, bajado del cielo.

La narración del primer libro de los Reyes está sumamente cuidada y llena de detalles que hacen de esta simple huida algo más profundo y simbólico. Para empezar, las alusiones al desierto, a los padres, a los cuarenta días y cuarenta noches de camino, al alimento, al monte de Dios, son demasiado claras y numerosas como para no reconocer en el camino de Elías el camino inverso al que realizó Israel en el éxodo. No se trata sólo de una huida; también hay una búsqueda de las raíces que terminará en un encuentro con Dios. También los grandes héroes como Elías y Moisés (cf. Num 11,15) han sentido nuestra debilidad. Elías, desanimado del resultado de su ministerio huye porque “no es mejor que sus padres” en el trabajar por el reino de Dios y es mejor reunirse con ellos en la tumba (v.4). Cuando el hombre reconoce su debilidad, entonces interviene la fuerza de Dios (2Cor 12,5.9). Con el pan y el agua, símbolos del antiguo éxodo, Elías realiza su propio éxodo (símbolo de los cuarenta días, v.8) y llega al encuentro con Dios. Tal como está narrado este episodio de Elías nos habla del camino, de los empeños, de las tareas demasiado grandes para hacerlas con las propias fuerzas y de la necesidad de caminar apoyados en las fuerzas del alimento que nos mantiene.

La segunda lectura es la continuación de esta exhortación apostólica que desciende a detalles hablando de aquello que el cristiano debe evitar (aspecto negativo) o debe hacer (aspecto positivo). Así, el cristiano puede trabajar en la edificación de la iglesia y no entristecer al Espíritu rompiendo la unidad (4,25-32a; 4,3). Este modo de vivir encuentra su fundamento en aquello que Cristo ha realizado o el Padre ha cumplido por Cristo. Vivir de manera cristiana y vivir en el amor como Cristo y el Padre (cf. Mt 5,48). Como el Padre perdona, así debe hacer el cristiano (v. 32b); Mt 6,12.14-15). Como Cristo ama y se dona en sacrificio, así hace el cristiano. La unidad es fruto del sacrificio personal. El tema de la imitación de Dios, consecuencia y expresión de ser hijos suyos, revela la referencia evangélica de esta exhortación de Efesios (cf. Mt 4,43-48). El Espíritu es el elemento determinante del comportamiento cristiano. En línea con otros pasajes paulinos sobre el Espíritu, en éste su recepción se vincula (indirectamente) al bautismo y se le considera como sello/marca que identificará en la parusía a cuantos pertenecen a Cristo.

En el evangelio, la segunda afirmación clave que nos ofrece este capítulo seis es que Jesús es el único que bajó del cielo (vv. 38.51ª) como don de Dios al mundo (cf. 3,13.16), es dicho pan (v. 35). Este hecho sólo se puede conocer y aceptar creyendo, o escuchando y aprendiendo de Dios. “Lo que Dios espera” (v. 29) es precisamente esto, que escuchemos y aprendamos (vv. 45-46). Este “creer” (nótese la forma dinámica del verbo usado todo el tiempo) es la llave maestra que nos permite abrir y entrar en contacto con la vida de Dios comunicada por Jesús, su enviado, mediante palabra y sacramento. La reacción de los judíos ante la revelación de Jesús no se hace esperar, pero ésta no es una decisión de fe (vv. 41-42). Ante esta situación, Jesús concluye que ellos no pueden ir a Jesús porque el Padre no los ha atraído hacia él. (6,44.37). Ellos no se han dejado instruir por el Padre; de hecho no escuchan a Aquel que ha venido de Dios, el Único que puede dar la vida eterna (vv. 45-46). En consecuencia se revela aún mejor a sí mismo repitiendo que El es el pan de vida y que el ser humano para tener esta vida – que el maná no se la dio (v.49)- debe comerlo; y esto podrá realizarlo cuando El se haya dado (su carne) en sacrificio por la vida del mundo (v.51). El don de la Eucaristía pasa a través de la muerte. Este pan con potencialidades que la muerte no obstaculiza es “mi carne”, dice Jesús (v.51), Como les ocurría a los dirigentes judíos, las primeras generaciones cristianas han tenido problemas con la “carnalidad” de Jesús (cf. 1Jn 4,2), con su ser histórico, escandaloso y difícil de ser asimilado (cf. 1Cor 1,18ss). Este problema se supera cuando se descubre, por revelación de Jesús, que la vida encierra una potencialidad increíble hasta poder aspirar a la transformación de la persona nueva, a la hermosa realidad de un mundo con vida, de una realidad con Dios dentro, implantada su tienda para siempre en lo nuestro (cf. Jn 14,23).


Si el domingo anterior se comparó el “pan de vida” con el “maná” del desierto, ahora Cristo se revela claramente como el enviado del Padre para nuestra salvación. Ya no se discute el maná sino la persona misma de Jesús como el revelador y el que trae de Dios la salvación. Se pasa de cómo llegar al pan de vida y se transforma ahora en la cuestión de cómo se llega a Jesús, es decir, en la cuestión de la fe en Jesús. Hoy se nos invita a enfrentarnos entre la fe y la incredulidad; es algo que no se puede evitar.

Los “judíos” que aparecen por primera vez en este pasaje, representan a los verdaderos enemigos de Jesús y por ello murmuran de él. Juzgan a Jesús sólo por las apariencias. Con esto adoptan la actitud del pueblo de Israel en el desierto. Los judíos, como hicieron sus padres, protestan contra el designio de Dios tal como aparece en las palabras de Jesús y niegan la voluntad de creer. Les parecía imposible poder aceptar que el hijo de un sencillo carpintero, de un humilde pueblo, viniera a decir que había bajado del cielo. La razón de la murmuración es que un hombre histórico totalmente normal diga de sí mismo tales cosas. La resistencia se centra en la humanidad de Jesús. Y esta resistencia la vemos en otros pasajes de los evangelios, sus mismos parientes se negaban a creer en él, pensaban que Jesús desvariaba (cf. Mc 3,20). Los “grandes” hombres de la política, del saber, del arte suelen envolverse en un halo de grandeza e intocabilidad. Al pueblo se le deja contemplar desde lejos, pero jamás acercarse y tocar. Por eso, los judíos se escandalizan de que el hijo de José, el pobre carpintero de Nazaret, se declare a sí mismo el pan bajado del cielo. Esta actitud no está muy lejos de nosotros cuando nos aferramos a nuestras formas de pensar y actuar y no dejamos que el Espíritu pueda revelarnos el plan de Dios de otras maneras, acontecimientos, personas.

Jesús, entonces como ahora, ha exigido a sus seguidores lo que le dijo a Tomás: “creer sin ver”. “Dichosos los que creen sin haber visto” (Jn 20,29). Los judíos, y a veces nosotros, juzgaban a Jesús según sus propios criterios, y no se tomaban el trabajo de tratar de apreciarlo según lo juzga Dios. En su historia concreta Jesús se convierte en el centro indispensable del problema de la fe. La postura que se adopta frente a Jesús es la que se adopta frente a Dios en su revelación, y quien pregunta por la revelación de Dios, se ve remitido a Jesús. Ante la murmuración, Jesús toma una actitud tranquila que debemos aprender y practicar, pide no criticar y recuerda que nadie puede venir a Él, si el Padre, no se lo concede. Estamos recordando que el camino de la fe es una gracia que debemos fomentar. Todos nuestros esfuerzos serán inútiles si no son llevados por la gracia hacia Cristo. Aún los buenos deseos no brotarán si Dios no los despierta. Por mucho que veamos y oigamos a Jesús externamente, nos puede pasar como a los judíos: quedarnos internamente sin creer en Él. Necesitamos que nuestra oración sea la que nos lleve Dios a su Hijo y nos haga creer profundamente en Él y amarlo con todo el corazón siguiéndole fielmente. Necesitamos pasar de ese plano natural en el que no vemos sino las apariencias y transportarnos a un plano sobrenatural en el cual comprendamos la grandeza y dignidad de nuestro hermano y redentor Jesucristo. Pidamos al Señor que abra nuestros ojos para que reconozcamos lo mucho que Jesús merece ser amado y obedecido e imitado.

A veces nos preocupa el pensamiento de la muerte y no quisiéramos morir. Pero Jesús hoy también añade un mensaje de esperanza y una promesa que cumplirá: todos los atraídos por el Padre, Jesús los resucitará en el último día. Entonces cambia de aspecto el final de nuestra vida: no es sólo la oscuridad de un sepulcro, lo que nos espera al final, sino la brillantez de una resurrección para la vida eterna. No nos dejará muertos. Los incrédulos no tienen ojos para ver más allá del cementerio. Nosotros esperamos en la resurrección de los muertos. Y esta esperanza se reafirma con el profeta Elías (primera lectura) que ante el sentimiento de abandono y desesperación huye y se echa a morir en el desierto pero allí recibe de Dios un pan inesperado, como el antiguo maná, alimento del cuerpo y del espíritu. En el estaba el Dios que da vida y fortalece la esperanza. Con él pudo hacer el largo camino hacia el monte de Dios. Esto se relaciona con los últimos versículos de este pasaje dominical que recogen los motivos determinantes del discurso del pan: el que cree tiene vida eterna, no sólo como promesa del futuro, sino como una realidad presente ya. Y ello es así porque Jesús en persona es el pan de vida. En él, palabra y persona constituyen una realidad indestructible. Él es el donante y el don. Se comunica personalmente al creyente por lo que le otorga vida eterna. Desde ese fundamento se puede ya tender un puente hasta el discurso de la Eucaristía, en el sentido de esa relación mutua entre palabra y sacramento. Pero esto lo veremos el próximo domingo.


Para la revisión de vida
¿Me dejo instruir por Dios? ¿Hago caso a sus enseñanzas? ¿Las oigo con interés?
¿Comulgo con la esperanza cierta de que este Pan bajado del cielo me conseguirá una Vida sin fin en el Reino eterno del cielo?
¿Enseño a otros esta gran noticia?


Para la reunión de grupo
En 1Re 19,4-8, descubrir los dos momentos contrapuestos de descenso (desánimo) y de ascenso (levantarse). ¿En qué se refleja la superioridad de éste último?
¿Qué relación encontramos en Jn 6,45 y los textos de Is 54,13; Jer 31,33s?
Leer e investigar más sobre la expresión “carne” en el evangelio de Juan.


Para la oración de los fieles
-Por la Iglesia, para que la celebración eucarística aumente la comunión entre los cristianos
-Por la familia cristiana: para que reconstruyan alrededor de la mesa de la comida terrena, el amor y la comunión que proclama la Iglesia alrededor de la mesa de la Eucaristía.
-Por los que participamos en esta Eucaristía: para que sepamos compartir en la vida diaria esta palabra que el Señor hoy nos ha dirigido.


Oración comunitaria
Señor, Padre nuestro, te pedimos que nos des “el pan de vida” que necesitamos para reanimarnos y comprometernos para recorrer el camino de la vida en el amor.

Oh Dios de todos los nombres, que siempre has alimentado a todos tus hijos e hijas con el pan de tu revelación y tu asistencia a todos los pueblos; te rogamos que nunca falte a la Humanidad la acción de tu Espíritu en todos los rincones del mundo, para que en todas las lenguas y bajo todos los nombres podamos sentirnos unidos a Ti y movidos por tu amor. Tú que vives y haces vivir, por los siglos de los siglos

SERVICIO BÍBLICO LATINOAMERICANO


19.

Nexo entre las lecturas

La semana pasada la liturgia subrayaba el poder de la fe. La actual liturgia pone el acento en la eficacia, el poder, de la Eucaristía. El pan eucarístico que Cristo nos da está prefigurado en el pan que un mensajero de Dios ofrece a Elías, "con la fuerza del cual caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el monte de Dios, el Horeb" (primera lectura). El pan del que Cristo habla en el Evangelio es el pan bajado del cielo, es el pan de vida, de una vida que dura para siempre, es su carne por la vida del mundo (Evangelio). Esa carne ofrecida como oblación y víctima de suave aroma, que da fuerza a los cristianos "para vivir en el amor con que Cristo amó" (segunda lectura).


Mensaje doctrinal

1. El Pan que hace fuertes. Elías se encuentra en una situación algo desesperada. Jezabel le ha amenazado de muerte. Para evitar lo peor se echa a la fuga. Al llegar a Berseba de Judá no sabe qué hacer, está sin orientación. Angustiado se desea la muerte. En ese momento Dios interviene mandándole por medio de un ángel pan del cielo. El pan que Dios le da le saca primeramente de su angustia y de su descarrío, y luego le da fuerzas extraordinarias para marchar hasta el monte Horeb, hasta las fuentes mismas del yahvismo, donde Dios se reveló a Moisés como Yahvéh, donde Dios hizo alianza con su pueblo y donde Dios entregó a Moisés las dos Tablas de la Ley. Ese pan del cielo que fortificó a Elías es prefiguración del pan bajado del cielo, que es el mismo Jesucristo. Es tal la fuerza de ese pan divino que puede cambiar radicalmente al hombre, haciéndole "amable, compasivo, capaz de perdonar y de amar como Cristo". Ese pan de vida infunde tal vigor en el alma que vence "toda amargura, ira, cólera, maledicencia y cualquier clase de maldad". Ese pan del cielo ha sostenido y dado fuerza a millones de millones de seres humanos en el transcurso de los siglos. La Eucaristía no sólo es el centro de todos los sacramentos y de la misma vida cristiana, sino también la mayor fuerza del cristianismo.

2. El Pan de vida. A Elías el pan que el ángel le ofrece le hace olvidarse de su hastío de la vida y le infunde nuevas ganas de vivir para ser propagador y defensor de la fe en Yahvéh. Jesús es el pan vivo, bajado del cielo; es decir, el pan que da la vida nueva, cuyo poder insospechado obró maravillas en los primeros cristianos que se reunían semanalmente para la fracción del pan. Fortalecidos con ese alimento celestial difundieron la Buena Nueva de Jesucristo en todos los ángulos del imperio romano, se esforzaron por vivir una vida moral que llamaba la atención de los paganos, estuvieron dispuestos a sufrir persecuciones e incluso el martirio. Cuando en el corazón del hombre habita Jesucristo, haciéndole partícipe de su propia vida divina mediante el pan de la Eucaristía, entonces "ya no soy yo quien vivo -por usar palabras de san Pablo-, es Cristo quien vive en mí". Por otra parte, el pan que da la vida de Cristo al creyente, es también el pan que hace vivir. Hace vivir al hombre desanimado, infundiéndole razones para vivir; hace vivir al hombre desorientado, abriéndole horizontes de futuro y esperanza; hace vivir al hombre descarriado enderezando sus pasos por el camino del amor para ser como Jesús un pedazo de pan para sus hermanos los hombres; hace vivir al hombre desesperado de la vida mostrándole que es bello entregarse a Dios y a los demás, con Jesucristo, como oblación y víctima de suave aroma. Ese pan divino nos da la vida, nos hace vivir y además nos enseña el arte de vivir. Arte que consiste en ser grano de trigo que muere, se pudre, revive, se convierte en espiga, es triturado para llegar a ser harina, es amasado y puesto al fuego para convertirse en pan dorado para saciar el hambre de Dios que tienen tantos hombres.


Sugerencias pastorales

1. Los frutos de la Eucaristía. De forma sencilla y muy rica el Catecismo de la Iglesia habla de los frutos de la comunión. Son extraordinarios. En primer lugar, la Eucaristía acrecienta nuestra unión con Cristo. Recibiendo la comunión, recibimos al mismo Cristo y estrechamos nuestros lazos de amor y de unión con él. Todas las almas enamoradas de Jesucristo saben lo que esto significa. En segundo lugar, la Eucaristía nos separa del pecado, a nosotros que tan fácilmente nos vemos inclinados a él. Cristo Eucaristía borra nuestros pecados veniales, haciéndonos capaces de romper los lazos desordenados con las criaturas. Cristo Eucaristía nos preserva de futuros pecados mortales, porque nos hace experimentar la dulzura de su amistad. Cristo Eucaristía nos hace Iglesia, es decir, nos da conciencia de estar unidos en la fe de la Iglesia y de ser todos hermanos porque todos nos alimentamos con un mismo Pan. Cristo Eucaristía nos pide un compromiso en favor de los pobres, para demostrar con la vida nuestra fraternidad y para hacer visible entre los hombres que el amor a Dios y a Jesucristo no sólo no nos exime, sino que nos obliga a amar a los más necesitados. Cristo Eucaristía es, finalmente, prenda de la gloria futura o, como dice san Ignacio de Antioquía, remedio de inmortalidad. Es de mucha necesidad explicar a los fieles, especialmente a los niños y jóvenes, los frutos de la Eucaristía con palabras llanas, claras, eficaces. Una buena catequesis es la mejor manera para fomentar una frecuente y fructuosa recepción del Cuerpo de Cristo.

2. . La Eucaristía no da frutos de modo automático, aunque su eficacia provenga no del hombre, sino del sacramento. Como todo don divino fructifica sólo en la tierra de la fe y del amor. Si somos pobres de fe y de amor, pidamos al Señor que acreciente en nosotros las virtudes teologales. Si tenemos dudas sobre los frutos de la Eucaristía, estemos seguros de que nuestra fe y nuestro amor no son todavía lo suficientemente grandes para hacer florecer y fructificar en nosotros el cuerpo y la sangre de Cristo. La eucaristía tiene en sí toda la fuerza de Dios, somos nosotros con nuestra pequeñez, con nuestro orgullo, con nuestra poca fe los que impedimos a la fuerza de Dios que se manifieste en nuestras vidas. Digamos al Señor con toda el alma: "Señor Jesús, creo en la Eucaristía, aumenta mi fe", "Señor Jesús, amo la Eucaristía, aumenta mi amor". Pidamos al Señor una fe y un amor gigantes, para que en nuestra vida se haga verdad la eficacia de la Eucaristía y así ser testimonio vivo de esa eficacia en nuestro ambiente de familia y de trabajo. Es éste también un momento muy propicio para examinar nuestro fervor eucarístico, cómo participamos en la misa, cómo y con qué frecuencia recibimos a Jesucristo en la comunión, qué resonancia tiene la comunión en nuestra conducta diaria.

P. Antonio Izquierdo


20. CLARETIANOS 2003

El Pan del Camino

Hay veces en que el profeta desfallece

Hay momentos en que nos resultan muy difícil seguir viviendo. ¿Qué razones tengo para seguir viviendo? -nos preguntamos-. Elías lo gritó al Señor con estas palabras: ¡Quítame la vida, que yo no valgo! ¡Basta, Señor!

Da la impresión de que todos los esfuerzos son inútiles. De nada sirve tanto esfuerzo. Casi todo lo que emprendemos está abocado al fracaso. Nos preguntamos: ¿para qué esforzarse en proclamar el Evangelio, si son pocos los que lo viven? ¿para qué luchar por una sociedad más justa, si cada vez la injusticia parece más poderosa? ¿De qué sirven las palabras, cuando la praxis no cambia?

Hoy el profeta Elías, aparece como paradigma de un ser humano que se hace tales preguntas y -radicalizándolas- quiere que Dios le quite de en medio.

La respuesta llega: ¡Levántate y come! Vio a su cabecera un pan cocido y un jarro de agua. ¡Levántate, come, que el camino es superior a tus fuerzas!

Dios concede el pan de la vida, el agua de la vida. Siempre de forma milagrosa. Por medio de algún ángel. No hay que desconfiar. Lo peor es huir de la presencia de Dios. Lo peor es no estar dispuesto a comer el pan que viene de su mano.

"¡Sed imitadores de Dios, como hijos muy queridos! ¡Vivid en el amor! ¡Desterrad de vosotros la amargura, la ira, los enfados, toda maldad! ¡Sed comprensivos, perdonándoos unos a otros, como Dios os perdonó en Cristo!"

"El presbítero, leyó con tanta unción el Evangelio que se hizo innecesaria la homilía" (Peter Handke). Así puede ocurrir con las palabras de este texto de la carta de Efesios. Basta reescuchar las palabras y contemplar la imagen. ¿No os parece?

No deja de ser una tremenda osadía, el hecho de que Jesús se defina a sí mismo: "Pan del Cielo! ¡Pan de la Vida! La gente se remitía a los hechos. ¿No es el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice que es el Pan bajado del Cielo?

Jesús sabe qué esto solo lo entiende quien siente dentro de sí una fuerza de atracción insuperable. Es la atracción que Dios pone en el corazón de no pocos seres humanos para que coman de este pan y vivan.

¿Cuando vas a comulgar, te das cuenta de que eres atraído? Hay unos brazos que te acogen y te estrechan, más allá de tu voluntad. La eucaristía es un abrazo invisible, una atracción misteriosa, una fuente de energía que no tiene parangón en la tierra.

Pero también nosotros podemos comer del pan, sin fe. Y esto bloquea en nosotros los dinamismos de vida. Quien come del Pan que el Hijo del Hombre da, tiene vida y vida eterna. Por eso, no teme nada. Por eso, se enfrenta sin tapujos a las fuerzas de la muerte.

A cada atentado contra la vida responde la Iglesia con una celebración eucarística. Pone sobre la Mesa el Pan de la Vida.

Los asesinos ponen sobre la mesa el pan de la muerte. Y algunos, más de los que parece, comulgan. Ellos intentan matar a Jesús, matar el pan de la vida. No tienen ninguna excusa, ninguna. Renuncian a formar parte del pueblo de Dios, del pueblo de los vivientes.

Si Dios, Abbá de todos, atrajera un día a esos desagraciados a la Mesa de la Gracia... ¿Podremos hacer algo para acelerar esa venida? ¡Mete la espada en su vaina! ¡Acaba con las armas de muerte! ¡Acabemos también con las armas del odio, que utilizamos muchos de nosotros con tanta frecuencia!

Muchos de nuestros hermanos y hermanas están comiendo diariamente el "pan de la aflicción", se están bebiendo "lágrimas a tragos". Da pena asomarse al mundo de las noticias: violencia doméstica por aquí, violencia callejera por allá, atentados, guerras, terrorismo. Nos da la impresión de estar viviendo en tiempos malditos.

Jesús nació en Beth-lehem. En hebreo esta palabra compuesta significa "la casa (Beth-) del pan (lehem)". ¡Qué interesante ver cómo la vida de Jesús oscila entre tres polos: nace en la casa del pan, en el momento culminante de su vida pública multiplica los panes y un poco antes de morir se entrega a sí mismo en un trozo de pan. Sí, en Bethlehem nació el Pan de la Vida. En Jerusalén este pan fue entregado para desaparecer y hacerse vida del mundo.

Si sientes en tu corazón el viento del Espíritu de Jesús, ¿cómo puedes callarte tu fe? ¿cómo puedes ocultar tu fuego interior? Cada laico cristiano tiene ocasiones únicas para poder evangelizar y depositar en los lugares más insospechados, pero también más feraces, la semilla de la Palabra de Dios.

¿Sabéis que actualmente muchas jóvenes filipinas, que están sirviendo en no pocos hogares de países no cristianos, son evangelizadoras, misioneras de primera fila? Gracias a ellas crece el número de bautizados, de simpatizantes de nuestra fe. ¿Sabéis que muchos hermanos y hermanas hindúes se acercan a nuestros templo en la India, para celebrar las fiestas marianas? ¿Sabíais que el cristianismo en Japón es misionero cuando celebra la Navidad y acoge en el templo a tantos -llamados paganos- que no resisten el atractivo de una fiesta tan preciosa como el Nacimiento del Hijo de Dios?

Jesús -dice la Constitución Lumen Gentium del Concilio en el capítulo VII- atrae desde el cielo a todo el mundo hacia sí. Y en esa ola fuerte de atracción, implica a su comunidad y a cada uno de nosotros. Nuestra misión consiste en ayudar a la gente a no resistir el atractivo de Jesús. Jesús "seduce", pero hay que posibilitar que tanta gente "se deje seducir". Tal vez nuestra tarea misionera, no sea sino desatar ciertas cuerdas para que el globo pueda volar, quitar el freno para que el vehículo comience a andar, abrir las ventanas para que entre el viento.

Cada laico cristiano es un pequeño profeta, un misionero, un evangelizador. En este tiempo de verano disponemos tal vez de muchas ocasiones para disfrutar de lo mejor de nuestra fe y comunicarla a los demás.

Hay muchos medios para transmitir el Evangelio. Todo transmite cuando el amor está vivo y activado.


21. Instituto del Verbo Encarnado

COMENTARIOS GENERALES

Primera lectura: 1 Reyes 19, 4-8

En la historia de los Reyes de Judá e Israel se inserta el ciclo del Profeta Elías:

Este Profeta es el defensor máximo en Israel de la pureza y de la fidelidad en el culto de Yahvé. La lectura de hoy nos le presenta perseguido por la impía Jezabel, atravesando el desierto, en peregrinación a la montaña de Dios, Horeb. Este nuevo Moisés, que es Elías, va a reconfortar su fe y a reavivar su celo en aquel Monte, el más santo y célebre de la Historia de la Salvación.

La comida y la bebida milagrosa con que el ángel le conforta (v. 7) para la larga jornada de cuarenta días nos recuerda el “maná” milagroso de los cuarenta años del Desierto. Y son un preanuncio y figura del Viático que en la Nueva Alianza se le dará a la Iglesia peregrina. Con el vigor de este aumento que recibe del ángel, Elías, que sentía el fastidio y el desaliento ante el endurecimiento de Israel y ante las persecuciones de la corte, de los sacerdotes y de los profetas cismáticos (“Se deseó la muerte diciendo: ¡Basta; toma ya, oh Yahvé, mi vida!”), recobra nuevos alientos. El celo por la causa de Yahvé le abrasa: “Me devora el celo por Yahvé” (10). De la Montaña Santa de Horeb retorna a su campo de apostolado. En la Antigua y en la Nueva Alianza será Elías prototipo y modelo de Apóstoles. En el Apocalipsis nos presenta San Juan a los “Testigos” o adalides de la causa de Cristo como continuadores de la vocación y de la misión de Moisés y Elías. Con el celo y entereza que ellos defendieron la causa de Dios y preservaron al pueblo de prevaricaciones e idolatrías, los “Testigos” defienden la causa de Cristo y sostienen la firmeza, la pureza y la fidelidad del Pueblo cristiano (Ap 11, 3-9).

Segunda Lectura: Efesios 4, 30-5, 2:

La enseñanza primordial de esta perícopa es: Vivamos, caminemos, actuemos en “Caridad”:

Nos exige esta “Vida en Caridad” nuestra dignidad cristiana: Hijos muy queridos de Dios, debemos vivir en el Amor del Padre (5, 1). Entrañados en Cristo por el Bautismo, debemos imitar el amor de Cristo (2). Entrados en el Reino de la Luz, debemos fructificar bondad y caridad (8). Vivir y andar en caridad significa, por tanto, amar filialmente al Padre, como el Hijo y con el Hijo, en el Espíritu Santo. Y significa imitar la entrega de amor de Cristo, hecho oblación y Hostia por nosotros: “Señor, al tiempo que aceptas esta Hostia espiritual haznos también a nosotros sacrificio perpetuo a honor tuyo” (Super Oblata).

Para que esta vida de amor no sea teórica, traza San Pablo un programa de lo que debemos evitar: amargura, indignación, cólera, griteríos, maledicencia y toda especie de maldad (4, 31); y de lo que debemos cultivar: benignos, compasivos..., “condonándoos recíprocamente, a la manera como Dios en Cristo os perdonó a vosotros” (32). Ni que decir que esta caridad predicada por Pablo, que es el amor a Dios y a los hermanos, vivificado por el Espíritu Santo y que fructifica en virtudes sinceras y heroicas, haría nuestra vida cristiana hermosa, gozosa, luminosa.

El aviso del v 30 debe avivar la conciencia de nuestras responsabilidades cristianas. El Espíritu Santo quedó grabado en nosotros por el Bautismo con un sello: “Habéis sido sellados con el Espíritu Santo para el día de la Redención = glorificación”. Este “sello” es la prenda y garantía de que nos pertenece ya el cielo (1, 13). Sin embargo, los cristianos, al igual que los israelitas en el Antiguo Testamento, pueden contristar al Espíritu Santo, alejarlo de sí y perder la herencia eterna.

Evangelio: Juan 6, 41-52:

La Eucaristía es el Viático de los peregrinos. Vigoriza al cristiano; dispone al Testigo. Inmortaliza:

Cristo es un don o gracia que nos hace el Padre. La mayor gracia que puede el Padre regalarnos. Y es imposible recibir este don de otro que del Padre (44). Ahora es nuestro el Unigénito del Padre. Tan nuestro que de El nos nutrimos, de El vivimos: “No es Moisés quien os dio pan del cielo; es mi Padre quien os da el verdadero Pan del cielo. Yo soy el Pan bajado del cielo” (32). “Tu nunca me quitarás, Padre, lo que una vez me diste en tu Hijo, en quien me das cuanto Yo pueda tener”. Poseedores de tan rico don podemos decir: “Míos son los cielos y la tierra. Dios es mío y para mí porque Cristo es mío y para mí”.

A esta gracia del Padre nosotros respondemos con la fe. La fe es la aceptación plena de Cristo. Los que creen son discípulos dóciles de Dios (45). El corazón debe apartar la fe al don de Dios: “Recibe el Verbo de Dios siempre antiguo y que nace siempre joven en el corazón de los fieles”. De ahí que la fe en Cristo sea Vida eterna: “Os lo aseguro: el que cree en Mí tiene Vida Eterna” (47).

Cristo, Gracia y Don del Padre, Maestro y Maná de vida Eterna con su doctrina, sus inspiraciones, sus sacramentos, especialmente con el de la Eucaristía , prosigue su tarea: llama, invita, ilumina, predica, consuela, orienta, convierte, purifica, vivifica, diviniza: Este Maestro, Palabra Infinita, Verbo Eterno, te hablará y te saciará más cuanto te hagas más enseñable: “Oh Verbo Eterno, Palabra de mi Dios quiero pasar mi vida escuchándote. Quiero ser toda yo enseñable a fin de aprenderlo todo de Ti” (Sor Isabel de la Trinidad ).

Tenemos la suerte de recibir este Don del padre que es Jesús su Hijo. Le recibimos por la fe. Le comemos bajo signo de Pan en la Eucaristía. Verdadera y plena Comunión que nos entra en la Vida Divina. La fe nos abre a la revelación de Dios y nos matricula en esta escuela en la que el mismo Dios es el Maestro y nosotros sus discípulos.

Y la Comunión nos nutre de la misma vida de Dios que llega a nosotros por el Hijo Encarnado. El Hijo de Dios nos ha deparado este Banquete o Sacramento de Vida Divina, dándosenos él mismo en manjar.

*Aviso: El material que presentamos está tomado de José Ma. Solé Roma (O.M.F.),"Ministros de la Palabra ", ciclo "B", Herder, Barcelona 1979.

-------------------------------------------------------


SAN JUAN CRISÓSTOMO


HOMILIA XLVI

EXPOSICIÓN H0MILÉTICA:

I. Expónense los vv. 41-43. Bajeza de los judíos.

II. Vv. 44,45.

III. V. 54.

IV. y. 51. Oportunidad de las palabras de Cristo. Con ellas afianza más en su seguimiento a los discípulos.

V. En cambio, las turbas huyen de El. Insensatez de los judíos, que en la Eucaristía preguntan cómo puede ser, siendo así que en la multiplicación de los panes no preguntaban cómo se multiplicaron.

VI. Exhortación a recibir la Eucaristía. Pondéranse elocuentísimamente el amor de Cristo y

VII. Los efectos y excelencias de la Eucaristía.

VIII. Gravísimo crimen de los que indignamente comulgan.

I

Cap. VI, v. 41. Murmuraban, pues, los judíos de El, porque decía: “Yo soy el pan que bajó del cielo” 42. Y decían.' ¿No es éste el hijo de José, de quien nosotros conocemos al padre y a la madre? ¿Cómo dice, pues, que bajó del cielo?”

Escribiendo a los filipenses, dijo San Pablo de algunos judíos: Cuyo Dios es el vientre y su gloria está en su ignominia (Philipp., III, 19). Y que también éstos eran judíos, manifiesto es por lo que precede, y manifiesto no menos por lo que decían acercándose a Cristo. Pues cuando les dio pan y sació su hambre, llamábanle Profeta y trataban de hacerle Rey; pero cuando los instruía sobre el alimento espiritual, sobre la vida eterna; cuando los desviaba de las cosas sensibles, cuando les hablaba de la resurrección y levantaba sus ánimos, cuando más que nunca debieran admirarle, entonces murmuran y se retiran de El. Ahora bien: si éste era el profeta, como antes lo dijeron (Porque éste es aquel de quien Moisés dijo. “Un Profeta como yo os suscitará Dios de entre vuestros hermanos; a él oíd) (Deut., XVIII, 15), debieran oírle, cuando decía: Del cielo bajé (42). Mas no le oían, antes murmuraban. Todavía le respetaban, por estar reciente el milagro de los panes, por eso no le contradecían abiertamente; pero murmurando manifestaban su disgusto, porque no les dio el alimento que ellos querían. Y murmuraban, diciendo: ¿No es éste el hijo de José? Por donde es manifiesto que todavía ignoraban su admirable y extraordinaria generación: por eso le llaman hijo de José. Y no los reprende, ni les dice: No soy hijo de José; no porque lo fuese, sino porque aun no estaban en disposición de oír aquella maravillosa concepción. Y si no podían oír la concepción según la carne, ¡cuánto menos aquella otra divina e inefable! Si lo más humilde no se lo descubrió, ¡cuánto menos había de comunicarles aquellas cosas!

Y eso que precisamente les ofendía que fuese de padre despreciable y vulgar; y, sin embargo, no les reveló aquello, no fuera que, por quitar un escándalo, les diera ocasión de otro.

¿Qué es, pues, lo que responde a las murmuraciones de ellos? 44. Nadie puede venir a Mí, si el Padre que me envió no le trajere. Con esto se levantan los maniqueos; diciendo, que no está nada en nuestras manos, dado que esta es la prueba de ser dueños de nuestra voluntad. Porque si uno va a El, dicen: ¿qué falta hace llevarle?- Mas esto no quita nuestro albedrío, antes declara que necesitamos de auxilio, porque prueba aquí que no va cualquiera, sino quien tiene grande socorro de la gracia.

A continuación enseña también el modo cómo atrae. Pues para que no sospecharan de nuevo en Dios algo material, añadió: No que al Padre le haya visto alguien, sino el que procede de Dios, ése ha visto al Padre. Pues, ¿cómo atrae? dirás.- Esto lo declaró antes el Profeta, vaticinándolo con estas palabras: 45. Serán todos enseñados de Dios. ¿Ves la dignidad de la fe, y cómo han de aprender, no de hombres, sino del mismo Dios? Por esta razón para conciliar crédito a sus palabras, los remitió a los profetas. Pero si está escrito, dirás, que serían todos enseñados de Dios, ¿cómo algunos no creen?- Porque aquello se dijo de la mayor parte. Fuera de que, aun sin eso, la sentencia del Profeta no se refiere a todos simplemente, sino a todos los que quieran. A todos se les propone Maestro, dispuesto a presentar a todos su enseñanza, derramando a todos su doctrina.

III

54. Y Yo le resucitaré en el último día. No es poca la dignidad del Hijo que aquí se significa; dado que el Padre atrae, y el Hijo resucita: no porque separe sus obras del Padre, de ningún modo, sino demostrando la igualdad de su poder. Porque así como allí, al decir: Y el Padre que me envió da testimonio acerca de Mí 15, a continuación para que algunos no inquiriesen curiosamente sobre las palabras los remitió a las Escrituras, así también aquí, para que no sospechasen lo mismo, los remite a los profetas, alegándolos a cada paso, para probar que no era contrario al Padre.

Pero ¿qué? dirás, ¿y los de antes no fueron también enseñados de Dios? Pues, según eso, ¿qué hay aquí de ventajoso?- Que entonces aprendían las cosas de Dios por medio de hombres; mas ahora por medio del Unigénito Hijo de Dios y del Espíritu Santo.

Inmediatamente añade: No que al Padre le haya visto alguien, sino el que procede de Dios: donde no dice proceder de Dios en razón de causa (como efecto), sino según el modo de la substancia (por generación); pues si lo dijera en razón de causa, todos procedemos de Dios; y entonces, ¿en qué estuviera lo eximio y singular del Hijo?

Mas ¿por qué, dirás, no lo expresó con mayor claridad?- Por la debilidad de ellos, ya que si al oír: Baje del cielo, de tal modo se escandalizaron, ¿qué les hubiera pasado si también esto hubieses añadido? Y llámase a sí mismo Pan de vida, porque sustenta nuestra vida, tanto la presente como la futura; por lo cual añadió: ¡El que coma de este pan vivirá para siempre! Y pan llama aquí, o bien los dogmas saludables y la fe en El, o bien su propio Cuerpo. Pues ambas cosas fortalecen al alma. Pues bien: con ser así que en otra parte, al decir El: Si alguno oyere mi palabra, no probará la muerte (Joan., VIII, 52), se escandalizaron; aquí no les sucedió lo mismo, quizá porque todavía le respetaban a causa de los panes.

Mira, además, por dónde establece la diferencia con respecto al maná: por el fin de entrambos alimentos. En efecto: haciendo ver que el maná no trajo ninguna utilidad extraordinaria, añadió: Vuestros padres comieron el maná en el desierto, y murieron. A continuación endereza el discurso a persuadirlos, sobre todo, que ellos recibieron beneficios mucho mayores que sus padres, insinuando a Moisés y a aquellos admirables varones. Por eso, después de haber dicho que los que comieron el maná murieron, añadió: 58. El que come de este pan vivirá para siempre. Y no en vano dijo las palabras en el desierto, sino para insinuar que ni duró mucho tiempo, ni fue con ellos a la tierra de promisión. Mas no así este otro pan.

IV

51. Y de cierto, el pan que Yo daré es mi carne, la cual Yo daré por la vida del mundo. Justamente pudiera alguno dudar y preguntar aquí por qué habló en esta ocasión tales palabras, que nada edificaban ni aprovechaban, sino más bien perjudicaban a lo ya edificado. 66. Desde entonces, dice, muchos de sus discípulos se volvieron atrás, diciendo: 60. “Duro es este razonamiento, y ¿quién puede oírlo?” Ya que estas cosas se comunicaban sólo a los discípulos, como dijo San Mateo: Hablábales aparte (Marc. IV, 34). ¿Qué decir, pues a esto?- Que también ahora era mucha la utilidad y la necesidad de estas palabras. Pues como instaban pidiendo alimento, pero corporal, y ya que recordándole el que había sido dado a sus padres, llamaban excelente al maná; para demostrar que todo aquello no era sino sombra y figura, y que el de ahora era la verdad, les habla del alimento espiritual.

Pero, replicarás, debiera decírseles: Vuestros padres comieron el maná en el desierto, mas Yo os he dado pan.- Pero había gran diferencia. Porque esto parecía menos que aquello; ya que el maná había bajado del cielo, y el milagro de los panes se había hecho en la tierra. Pues como pidiesen alimento bajado del cielo, por eso continuamente decía: Del cielo bajé. Y si alguno investigare por qué motivo habló también acerca de los misterios (de la Eucaristía ), responderémosle que esta era una ocasión muy oportuna. Porque la obscuridad de las palabras suele excitar a los oyentes, y hacerlos más atentos; por tanto, no debieran escandalizarse, antes bien peguntar e informarse. Mas ellos se retiraban. Pues si le tenían por Profeta, debieran creer a sus palabras. Así que el escándalo procedía de su necedad, no de la obscuridad de las palabras.

Tú en tanto considera cómo poco a poco estrechó más consigo a los discípulos; pues ellos son los que decían: 68. Palabras de vida tiene, ¿adónde iremos?

Por lo demás, a sí mismo se presenta aquí como dador, no al Padre. 51. El pan, dice, que Yo daré, es mi carne.

No así las turbas, sino al contrario. Duro es este razonamiento, dicen, y por eso se retiran.

Ahora bien, no era nueva ni diferente la doctrina; pues Ya antes la había insinuado San Juan, al llamarle Cordero.- Pero, dirás, ellos no lo entendieron.- Verdad es, lo confieso; mas tampoco lo sabían los discípulos. Porque si de la resurrección no tenían aún claro conocimiento, y por eso ignoraban el sentido de las palabras: Destruid este templo, y en tres días lo levantare (Joan., II, 19); mucho menos entenderían estas otras palabras, que eran más obscuras. Porque (tratándose de la resurrección) sabían que habían resucitado algunos profetas por más que no lo digan tan claro las Escrituras, pero ninguno de ellos dijo en parte alguna que un hombre comiese la carne de otro hombre. Mas con todo eso, obedecían y le seguían, y confesaban que El tenía palabras de vida eterna. Propio es de un discípulo no examinar curiosamente las palabras del maestro, sino oírlas y obedecer, y esperar el tiempo oportuno de la solución.

Mas ¿qué decir, replicaréis, si aconteció lo contrario, y le volvieron la espalda?- Eso fue por la insensatez de ellos; porque una vez que se introduce la cuestión “cómo”, entra juntamente la incredulidad. Así se turbó también Nicodemus, diciendo: ¿Cómo puede el hombre entrar en el vientre de su madre? Lo mismo que éstos se turban, diciendo: ¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?- Pues si preguntas el cómo, ¿por qué acerca de los panes no preguntabas, cómo multiplicó los cinco en tantos otros?- Porque entonces sólo atendían a quedar hartos, no a ver el milagro.

Pero entonces, dirás, los enseñó la experiencia.- Luego por aquella experiencia debieran dar crédito también a lo de ahora. Puesto que por eso hizo de antemano aquel milagro tan extraordinario, para que, aleccionados con él, no fuesen incrédulos a lo que después les dijera.

VI

Pero ellos, al fin, no sacaron fruto de las palabras y nosotros, en cambio, gozamos del beneficio de las obras. Por lo cual es necesario que nos informemos del milagro de los misterios (eucarísticos), a saber, en qué consisten, por qué se dieron y cuál es su utilidad.

Un cuerpo nos hacemos, dice (el Apóstol), y miembros de su carne y de sus huesos (Eph., V, 30). Sigan los iniciados este razonamiento.

Pues bien: para que esto lleguemos a ser no solamente por el amor, sino también en realidad, mezclémonos con aquella carne; por que esto se lleva a cabo por medio del manjar que el nos dio, queriendo darnos una muestra del vehemente amor que nos tiene. Por eso se mezcló con nosotros, y metió cual fermento en nosotros su propio cuerpo, para que llegáramos a formar un todo, como el cuerpo unido con su cabeza. Pues esta es prueba de ardientes amadores. Y así Job, para darlo a entender, lo decía de sus siervos, de quienes eran tan excesivamente amado, que deseaban ingerirse en sus carnes; ya que para mostrar su ardiente amor, decían: !Quién nos diera de sus carnes, para hartarnos! (Job. XXXI, 31). Pues por eso hizo lo mismo Cristo, induciéndonos a su mayor amistad, y demostrándonos su amor ardentísimo hacia nosotros; ni sólo permitió a quienes le aman verle, sino también tocarle, y comerle y clavar los dientes en su carne, y estrecharse con El, y saciar todas las ansias de amor. Salgamos, pues, de aquella mesa, como leones, respirando fuego, terribles a Satanás, con el pensamiento fijo en nuestro Capitán y en el amor que nos ha mostrado. A la verdad, muchas veces los padres entregan los hijos a otros para que los sustenten; mas Yo, dice, no así, antes os alimento con mi propia carne, a M í mismo me presento por manjar, deseoso de que todos seáis nobles, y ofreciéndoos buenas esperanzas acerca de los bienes venideros. Porque quien aquí se os dio a sí mismo, mucho más en la vida venidera. Quise hacerme hermano vuestro; por vosotros participé de carne y sangre; de nuevo os entrego la carne y la sangre, por medio de las cuales me hice pariente vuestro.

VII

Esta sangre produce en nosotros floreciente la imagen de nuestro Rey, ella causa inconcebible hermosura, ella no deja que se marchite la nobleza del alma, regándola continuamente y sustentándola. La sangre que en nosotros se forma de los manjares no se forma inmediatamente, sino primero es otra substancia; no así esta otra sangre, antes bien desde luego riega el alma y le infunde grande fuerza. Esta sangre, dignamente recibida, ahuyenta y aleja a los demonios y atrae a los ángeles hacia nosotros y al mismo Señor de los ángeles; pues dondequiera que ven la sangre del Señor, huyen los demonios y concurren los ángeles. Esta sangre derramada lavó todo el mundo. Muchas cosas dijo de esta sangre el bienaventurado San Pablo en la epístola a los hebreos. Esta sangre purificó el santuario y el Sancta Sanctorum. Y si la imagen de ella tuvo tanta eficacia, ora en el templo de los hebreos, ora en medio de Egipto, puesta sobre los umbrales, ¡cuánto más podrá la verdadera y real! Esta sangre santificó el altar de oro. Sin esta sangre no se atrevía el sacerdote a entrar en el santuario. Esta sangre ordenaba a los sacerdotes. Esta sangre lavaba los pecados en sus figuras. Y si en las figuras tuvo tanta fuerza, si ante la sombra de ella se estremeció la muerte, dime, ¿cómo no ha de temblar ante la misma realidad? Ella es la salud de nuestras conciencias, con ella se lava el alma, con ella se hermosea, con ella se inflama; ella hace el alma más resplandeciente que el fuego; ella, apenas derramada, hizo accesible el cielo.

¡Tremendos son, en verdad, los misterios de la Iglesia! ¡Tremendo es el altar! Brotó del paraíso una fuente que derramaba ríos materiales: de esta mesa brota una fuente, de la que corren ríos espirituales. Junto a esta fuente están plantados, no ya sauces estériles, sino árboles que se yerguen hasta el cielo, y llevan fruto siempre en sazón e inmarcesibles. Si alguno se abrasa, véngase a esta fuente y refrigere el ardor. Pues ella deshace el bochorno y refresca todo lo ardiente, y no sólo lo quemado del sol, sino aun lo inflamado por aquellas saetas de fuego, ya que tiene su principio y origen en el cielo, de donde recibe su riego. Muchos son los arroyos de esta fuente, los cuales envía el Paráclito. Y hácese el Hijo mediador, no ya abriendo camino con la azada, sino disponiendo nuestros ánimos. Esta fuente es fuente de luz, que brota rayos de verdad. Ante ella asisten aun las potestades del cielo, fija la mirada en la hermosura de sus corrientes, ya que ellas contemplan con mayor claridad la eficacia de la oblación eucarística y sus inaccesibles destellos de luz. Pues así como si uno metiera en el oro derretido, si posible fuese, la mano o la lengua, al punto las transformaría en oro; así también, y aun mucho más, aquí obra la Eucaristía en el alma estos efectos. Bulle hirviente este río más que fuego; mas no quema, sin que lava tan sólo cuanto a su paso encuentra.

Esta sangre era continuamente prefigurada de antiguo en los altares, en las muertes de los justos. Ella es el precio del mundo; con ella compró Cristo la Iglesia, con ella la hermoseó toda entera. Pues a semejanza de un hombre que para comprar esclavos da oro, y si quiera adornarlos emplea oro, así también Cristo con sangre nos compró y con sangre nos hermoseó. Los que de esta sangre participan asisten a una con los ángeles, con los arcángeles y con las soberanas potestades, vestidos de la misma real estola de Cristo y provistos de las armas espirituales. Mas nada grande he dicho todavía: vestidos están del mismo Rey.

VIII

Pero así como es cosa grande y admirable, así mientras te acerques con pureza, te acercas para salud; pero si con mala conciencia, para suplicio y venganza. Porque quien come, dice, y bebe indignamente del Señor, su condenación se come y se bebe (1 Cor., X, 1, 29). Si, pues, los que manchan la púrpura imperial son castigados lo mismo que los que la rasgan, ¿qué hay de extraño en que los que reciben el Cuerpo de Cristo con impura conciencia sufran el mismo suplicio que los que le desgarraron con los clavos? Considera, en efecto, cuán terrible castigo dio a entender San Pablo cuando dijo: Uno que atropella la ley de Moisés, muere sin misericordia, sobre el testimonio de dos o tres. ¡De cuánto peor castigo pensáis que será juzgado digno quien al Hijo de Dios pisoteó, y reputó inmunda la sangre del testamento, con la que fue santificado! (Hebr., X, 28, 29).

Miremos, pues, por nosotros mismos, amados (hijos), y a que tales bienes gozamos, y cuando nos viniere al pensamiento decir algo torpe o nos viéremos arrebatar de la ira o de alguna otra pasión, reflexionemos de qué beneficios hemos sido objeto, de qué Espíritu hemos gozado, y este pensamiento será freno de nuestros irracionales apetitos. ¿Hasta cuándo, si no, hemos de estar enclavados a las cosas de la tierra? ¿Hasta cuándo estaremos sin despertar? ¿Hasta cuándo no hemos de cuidar de nuestra salvación? Consideramos qué beneficios se ha dignado hacernos Dios: démosle gracias, glorifiquémosle, no sólo por la fe, sino también por las obras, para que alcancemos también los bienes venideros, por gracia y benignidad de Nuestro Señor Jesucristo, con el cual sea al Padre la gloria, juntamente con el Espíritu Santo, ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.

(San Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de San Juan , Ed. Apostolado Mariano, Sevilla, nº 28, 1991, Pág. 67-75)

-----------------------------------------------------


JUAN PABLO II



La Eucaristía edifica la Iglesia

21. El Concilio Vaticano II ha recordado que la celebración eucarística es el centro del proceso de crecimiento de la Iglesia. En efecto, después de haber dicho que « la Iglesia, o el reino de Cristo presente ya en misterio, crece visiblemente en el mundo por el poder de Dios », como queriendo responder a la pregunta: ¿Cómo crece?, añade: «Cuantas veces se celebra en el altar el sacrificio de la cruz, en el que Cristo, nuestra Pascua, fue inmolado (1 Co 5, 7), se realiza la obra de nuestra redención. El sacramento del pan eucarístico significa y al mismo tiempo realiza la unidad de los creyentes, que forman un sólo cuerpo en Cristo (cf. 1 Co 10, 17)».

Hay un influjo causal de la Eucaristía en los orígenes mismos de la Iglesia. Los evangelistas precisan que fueron los Doce, los Apóstoles, quienes se reunieron con Jesús en la Última Cena (cf. Mt 26, 20; Mc 14, 17; Lc 22, 14). Es un detalle de notable importancia, porque los Apóstoles «fueron la semilla del nuevo Israel, a la vez que el origen de la jerarquía sagrada». Al ofrecerles como alimento su cuerpo y su sangre, Cristo los implicó misteriosamente en el sacrificio que habría de consumarse pocas horas después en el Calvario. Análogamente a la alianza del Sinaí, sellada con el sacrificio y la aspersión con la sangre, los gestos y las palabras de Jesús en la Última Cena fundaron la nueva comunidad mesiánica, el Pueblo de la nueva Alianza.

Los Apóstoles, aceptando la invitación de Jesús en el Cenáculo: « Tomad, comed... Bebed de ella todos... » (Mt 26, 26.27), entraron por vez primera en comunión sacramental con Él. Desde aquel momento, y hasta al final de los siglos, la Iglesia se edifica a través de la comunión sacramental con el Hijo de Dios inmolado por nosotros: « Haced esto en recuerdo mío... Cuantas veces la bebiereis, hacedlo en recuerdo mío » (1 Co 11, 24-25; cf. Lc 22, 19).

22. La incorporación a Cristo, que tiene lugar por el Bautismo, se renueva y se consolida continuamente con la participación en el Sacrificio eucarístico, sobre todo cuando ésta es plena mediante la comunión sacramental. Podemos decir que no solamente cada uno de nosotros recibe a Cristo, sino que también Cristo nos recibe a cada uno de nosotros. Él estrecha su amistad con nosotros: «Vosotros sois mis amigos» (Jn 15, 14). Más aún, nosotros vivimos gracias a Él: «el que me coma vivirá por mí» (Jn 6, 57). En la comunión eucarística se realiza de manera sublime que Cristo y el discípulo «estén» el uno en el otro: «Permaneced en mí, como yo en vosotros» (Jn 15, 4).

Al unirse a Cristo, en vez de encerrarse en sí mismo, el Pueblo de la nueva Alianza se convierte en «sacramento» para la humanidad, signo e instrumento de la salvación, en obra de Cristo, en luz del mundo y sal de la tierra (cf. Mt 5, 13-16), para la redención de todos.40 La misión de la Iglesia continúa la de Cristo: «Como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20, 21). Por tanto, la Iglesia recibe la fuerza espiritual necesaria para cumplir su misión perpetuando en la Eucaristía el sacrificio de la Cruz y comulgando el cuerpo y la sangre de Cristo. Así, la Eucaristía es la fuente y, al mismo tiempo, la cumbre de toda la evangelización, puesto que su objetivo es la comunión de los hombres con Cristo y, en Él, con el Padre y con el Espíritu Santo.

23. Con la comunión eucarística la Iglesia consolida también su unidad como cuerpo de Cristo. San Pablo se refiere a esta eficacia unificadora de la participación en el banquete eucarístico cuando escribe a los Corintios: «Y el pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan» (1 Co 10, 16-17). El comentario de san Juan Crisóstomo es detallado y profundo: «¿Qué es, en efecto, el pan? Es el cuerpo de Cristo. ¿En qué se transforman los que lo reciben? En cuerpo de Cristo; pero no muchos cuerpos sino un sólo cuerpo. En efecto, como el pan es sólo uno, por más que esté compuesto de muchos granos de trigo y éstos se encuentren en él, aunque no se vean, de tal modo que su diversidad desaparece en virtud de su perfecta fusión; de la misma manera, también nosotros estamos unidos recíprocamente unos a otros y, todos juntos, con Cristo». La argumentación es terminante: nuestra unión con Cristo, que es don y gracia para cada uno, hace que en Él estemos asociados también a la unidad de su cuerpo que es la Iglesia. La Eucaristía consolida la incorporación a Cristo, establecida en el Bautismo mediante el don del Espíritu (cf. 1 Co 12, 13.27).

La acción conjunta e inseparable del Hijo y del Espíritu Santo, que está en el origen de la Iglesia , de su constitución y de su permanencia, continúa en la Eucaristía. Bien consciente de ello es el autor de la Liturgia de Santiago: en la epíclesis de la anáfora se ruega a Dios Padre que envíe el Espíritu Santo sobre los fieles y sobre los dones, para que el cuerpo y la sangre de Cristo « sirvan a todos los que participan en ellos [...] a la santificación de las almas y los cuerpos ». La Iglesia es reforzada por el divino Paráclito a través la santificación eucarística de los fieles.

24. El don de Cristo y de su Espíritu que recibimos en la comunión eucarística colma con sobrada plenitud los anhelos de unidad fraterna que alberga el corazón humano y, al mismo tiempo, eleva la experiencia de fraternidad, propia de la participación común en la misma mesa eucarística, a niveles que están muy por encima de la simple experiencia convival humana. Mediante la comunión del cuerpo de Cristo, la Iglesia alcanza cada vez más profundamente su ser «en Cristo como sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano».

A los gérmenes de disgregación entre los hombres, que la experiencia cotidiana muestra tan arraigada en la humanidad a causa del pecado, se contrapone la fuerza generadora de unidad del cuerpo de Cristo. La Eucaristía, construyendo la Iglesia, crea precisamente por ello comunidad entre los hombres.

25. El culto que se da a la Eucaristía fuera de la Misa es de un valor inestimable en la vida de la Iglesia. Dicho culto está estrechamente unido a la celebración del Sacrificio eucarístico. La presencia de Cristo bajo las sagradas especies que se conservan después de la Misa -presencia que dura mientras subsistan las especies del pan y del vino-, deriva de la celebración del Sacrificio y tiende a la comunión sacramental y espiritual. Corresponde a los Pastores animar, incluso con el testimonio personal, el culto eucarístico, particularmente la exposición del Santísimo Sacramento y la adoración de Cristo presente bajo las especies eucarísticas.

Es hermoso estar con Él y, reclinados sobre su pecho como el discípulo predilecto (cf. Jn 13, 25), palpar el amor infinito de su corazón. Si el cristianismo ha de distinguirse en nuestro tiempo sobre todo por el «arte de la oración», ¿cómo no sentir una renovada necesidad de estar largos ratos en conversación espiritual, en adoración silenciosa, en actitud de amor, ante Cristo presente en el Santísimo Sacramento? ¡Cuántas veces, mis queridos hermanos y hermanas, he hecho esta experiencia y en ella he encontrado fuerza, consuelo y apoyo!

Numerosos Santos nos han dado ejemplo de esta práctica, alabada y recomendada repetidamente por el Magisterio. De manera particular se distinguió por ella San Alfonso María de Ligorio, que escribió: «Entre todas las devociones, ésta de adorar a Jesús sacramentado es la primera, después de los sacramentos, la más apreciada por Dios y la más útil para nosotros». La Eucaristía es un tesoro inestimable; no sólo su celebración, sino también estar ante ella fuera de la Misa , nos da la posibilidad de llegar al manantial mismo de la gracia. Una comunidad cristiana que quiera ser más capaz de contemplar el rostro de Cristo, en el espíritu que he sugerido en las Cartas apostólicas Novo millennio ineunte y Rosarium Virginis Mariae , ha de desarrollar también este aspecto del culto eucarístico, en el que se prolongan y multiplican los frutos de la comunión del cuerpo y sangre del Señor.

(Juan Pablo II, Ecclesia de Eucaristia , cap. II, www.vatican.va )

---------------------------------------------


DR. ISIDRO GOMÁ Y TOMÁS



DISCURSO DEL PAN DE VIDA

MURMURAN LOS JUDÍOS Y JESÚS INSISTE (41-47).-A los adversarios de Jesús, que también los había en la Galilea (Mc. 2, 16; Lc. 5, 17), y que probablemente le oían en la sinagoga, les chocó la afirmación de Jesús sobre el origen celeste, y empezaron a murmurar: Los judíos, pues, murmuraban de él porque había dicho:

Yo soy el pan vivo, que descendí del cielo. No se lee que Jesús hubiese dicho estas mismas palabras: pero ellas resumen admirable mente los vv. 33, 35 y 38. No quieren reconocer la divinidad de Jesús a pesar de sus milagros, y su incredulidad les sugiere el mismo pensamiento que a los nazarenos (Mt. 13, 55; Mc. 6, 3):

Y decían: ¿No es éste Jesús, el hijo de José, cuyo padre y madre nosotros conocimos? No se sigue de aquí que viviese todavía el esposo de María; créese que había ya muerto al comenzar Jesús su ministerio público. Y decían con desdén: Pues ¿cómo dice éste: Que del cielo descendí?

En este estado de ánimo, hubiese sido inútil que les explicara Jesús el misterio de la Encarnación; y soslayando la pregunta, deja en pie la dificultad, proponiéndoles, sin embargo, una verdad más útil para ellos en aquellos momentos: el camino por donde podrán llegar a él, si quieren salvarse: Mas Jesús les respondió, y les dijo: “No murmuréis entre vosotros”, como si hubiese dicho yo algo absurdo. Que vosotros no lo entendáis, no quita que sea verdad: es que no tenéis la luz divina que se requiere para comprenderlo; lo que debéis hacer es pedirla al Padre, porque: Nadie puede venir a mí, si no le trajere el Padre que me envió; con lo que revela la insuficiencia de nuestra libertad para la fe, que es don gratuito de Dios. Lo que el Padre empieza en la obra de la redención, él lo consuma: Y yo le resucitaré en el último día. Por lo mismo, quien no es llamado, o mejor, quien no deja atraerse por el Padre, no será resucitado por el Hijo, no tendrá la vida eterna.

Este llamamiento del Padre es universal: a nadie exceptúa ni rechaza: Escrito está en los profetas (Is. 54, 13): Y serán todos enseñados por Dios, Instruidos por Dios mismo; y este divino magisterio será la forma con que atraerá Dios a si a los hombres. Pero, para que la atracción sea eficaz, se requieren dos condiciones: oír la voz de Dios, como se oye la voz del maestro, y aprender, es decir, prestar humilde asentimiento a lo que se oye; es la conjugación de los dos factores de la vida sobrenatural, la gracia y la libertad, que da por resultado ir a Jesús y ser de su reino: Todo aquel que oyó del Padre, y aprendió, viene a mí.

Con todo, no crean que el Padre deja verse y oírse físicamente, como se ve al maestro humano: “No porque alguno ha visto al Padre”. Uno solo es el que ha visto al Padre: es el Hijo, eternamente engendrado por el Padre y consubstancial con él; éste es el que puede enseñar, transmitiéndolo a los hombres, lo que él directamente ha visto en el seno del Padre: “Sino aquel que vino de Dios”, éste ha visto al Padre.

Con esto ha respondido Jesús a la murmuración de los judíos, cerrando el episodio con las mismas palabras que lo habían provocado, v. 40, y que sirven al propio tiempo de transición para hablar claramente del misterio de la Eucaristía: “En verdad, en verdad os digo: Que aquel que cree en mí, tiene vida eterna”.

Lecciones morales. - A) v. 45. - Y serán todos enseñados por Dios. - Considera, dice el Crisóstomo, la dignidad de la fe, que no se aprende por ministerio de hombres, sino que nos viene del magisterio del mismo Dios. El maestro es el que preside a todos, preparado a dar lo suyo, y derramando a todos sus doctrina. Pero si todos son enseñados por Dios, ¿por qué no todos creen? Porque no todos quieren. Creen sólo los que doblegan su voluntad a las enseñanzas del maestro Dios.

B) v. 47.- Aquel que cree en mí tiene vida eterna. - Quiso el Señor revelar aquí lo que era, dice San Agustín; por lo cual dice: « En verdad, en verdad os digo que el que me tiene a mí tiene vida eterna.» Como si dijera: «El que cree en mí me tiene a mí.» Y ¿qué es tenerme a mí? Tener la vida eterna. Porque la vida eterna es el Verbo que en el principio existía en Dios, y en el Verbo estaba la vida y la vida era la luz de los hombres. Tomó la vida la muerte para que la vida matara a la muerte. Incorporémonos a Jesús creyendo en él, comiéndole a él, y tendremos vida eterna, porque tendremos su misma vida.

(Dr. D. Isidro Gomá y Tomás, El Evangelio Explicado , Vol. I, Ed. Acervo, 6ª ed., Barcelona, 1966, p. 687-691)

------------------------------------------------------


MONS. TIHAMER TOTH



LA EUCARISTIA , MANJAR DE LOS PEREGRINOS

Oído esto, se atemorizó Elías y se fue huyendo por donde lo llevaba su imaginación. Al llegar a Bersabee de Judá, dejó allí a su criado. Y prosiguió su camino una jornada por el desierto; y habiendo llegado allá, y sentándose debajo de un enebro, pidió para su alma la separación del cuerpo, diciendo: Bástame ya, Señor, (de vivir): llévate mi alma; pues no soy yo (de) mejor condición que mis padres.

Y tendiéndose en el suelo, quedóse dormido a la sombra del enebro: cuando he aquí que el Ángel del Señor lo tocó y dijo: Levántate y come.

Miró y vio a su cabecera un pan cocido al rescoldo y un vaso de agua: comió, pues, y bebió, y se volvió a dormir. Mas el Ángel del Señor volvió segunda vez a tocarlo, y le dijo: Levántate y come; porque te queda que andar un largo camino.

Levantándose Elías, comió y bebió: y confortado con aquella comida, caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta llegar a Horeb, monte de Dios.

(Libro III de los Reyes, XIX, 3-8)

En la historia del profeta Elías que nos relata la Sagrada Escritura encontramos un hecho muy sugestivo.

La impía Jezabel, reina de Judá, se ha propuesto dar muerte al santo profeta. Este tiene que huir y se encamina hacia el desierto. Fatigado se sienta a la sombra de un enebro y llama al Señor diciendo: “Bástame ya Señor, Llévate mi alma”.

Entonces desciende hasta él un ángel del Señor y lo despierta para que coma pan y beba agua: “Levántate y come -dícele- porque tienes aún mucho que andar”.

Aquella comida comunica al profeta tales fuerzas, que después caminó cuarenta días por el desierto...

Nosotros también, al igual que el profeta, nos sentimos sin fuerzas. Y también nosotros tenemos que hacer un largo camino por el desierto de la vida. También nosotros necesitamos ser reconfortados. Pues bien, ya no es un ángel quien nos traerá el pan vigorizador, sino el propio Jesús. Jesús nos fortalece con su propio Cuerpo, que es el “pan de los ángeles”. ¡Cuántas veces las dificultades y contrariedades de la vida nos hacen caer desalentados! ¡Cuántas veces sentimos merodear a nuestro alrededor a los famélicos chacales del pecado! En tales momentos, ¿dónde hallaremos las fuerzas que necesitamos para proseguir nuestro camino. ¿Quién podrá fortificamos? Cristo; Cristo que se nos ofrece a sí mismo en alimento.

¡Con cuánta exactitud Santo Tomás de Aquino, en su conocida antífona llama a la Eucaristía “cibus viatorum”, manjar de los peregrinos! Eso es, efectivamente. Porque quien comulga frecuentemente se siente fortalecido para superar airosamente todos los obstáculos del camino de la vida.

1) ¿Dices que no tienes paz? Pues la Eucaristía es paz en medio de los combates de la guerra.

II) ¿Dices que no puedes vencer? Pues la Eucaristía es victoria para el que lucha en nombre del Señor.

III) ¿Dices que son muchas tus necesidades? Pues la Eucaristía es auxilio y remedio para el necesitado.

IV) ¿Dices que cada día se te hace más terrible el pensamiento de la muerte? Pues la Eucaristía es vida en la muerte.

Meditemos un poco estas cuatro afirmaciones. Ellas nos harán comprender la profunda verdad de la afirmación de Santo Tomás de Aquino: la Eucaristía es manjar de los peregrinos.

LA EUCARISTIA ES PAZ EN MEDIO DE LOS COMBATES

Preguntas qué es la Eucaristía. Y yo te respondo que es paz en medio de los combates de la vida.

A) ¿Qué otra cosa es la vida humana sino un ininterrumpido combate?

a) Beethoven inscribió como motivo de una de sus más grandiosas obras, la “Missa Solemnes”, estas palabras: “Bitte um äusserem und innerem Frieden”, petición de paz interior y exterior. Notemos que en el año 1822 -fecha de la composición de esa obra- no había guerra en Europa. Eso quiere decir que al pedir la paz no pensaba precisamente en la guerra. Esa imploración de paz era, pues, un grito del alma humana que, angustiada, torturada siempre por mil preocupaciones y dudas, anhela verse libre, segura, poseer la paz.

Ese anhelo de paz está en el fondo de todas las almas humanas. ¿Quién no lo siente? ¿Quién no siente el enorme abismo que nos separa de nuestros ideales? ¿el enorme abismo que media entre la realidad y el ideal, entre las injusticias de la vida y la justicia que deseamos, entre el pecado que nos arrastra y la virtud que nos proponemos; entre el mal que por doquier nos rodea y el bien que ansiamos...

b) El hombre, que ha llegado a ser dueño casi de todo el universo, no ha podido encontrar la paz.

Somos dueños de todos los secretos de la ciencia y la técnica; poseemos maravillosas máquinas y fábricas…, pero no tenemos paz de espíritu. ¿Y de qué nos sirve todo lo demás, mientras nos falta la paz que deriva de la virtud, de la honestidad?

Y no sin angustia miramos hacia el futuro. ¿Hacia dónde vamos? Un conocido novelista francés, no cristiano, pinta del siguiente modo a la humanidad contemporánea: “El expreso corre a velocidad fantástica... Todos los que van en él están borrachos. El maquinista y el foguista también están borrachos. De pronto se ponen a reñir entre sí. Cae uno bajo los golpes del otro... Nadie controla ya la marcha fantástica de la locomotora. Los pasajeros, empero, no se han percatado de nada y siguen riendo cantando, mientras otros, en el coche restaurante beben alegremente... Y el tren sigue corriendo, corriendo...; cruza puentes, túneles, pasoniveles... Pasa como un rayo por las estaciones... y se interna en las apretadas tinieblas de la noche. . .”

¿Cuándo se detendrá? ¿Cuál será el término de ese loco correr?

No pienses, lector amigo, que esa pintura de nuestra época es exagerada. Porque no lo es.

J. G. Jung, psiquiatra contemporáneo de renombre universal, sintetizaba sus largos años de experiencia, con esta conclusión: “El problema fundamental de todos mis enfermos -de todos, sin excepción-, que pasaron, los treinta y cinco años de la vida, es decir, que han vivido más de la mitad de la vida, es el problema religioso. La última explicación de su enfermedad es la pérdida de aquello que la religión ha dado, en todos los tiempos, a sus fieles; y ninguno ha vuelto a sentirse sano sino después de haber reencontrado sus anteriores convicciones religiosas”.

B) ¿Qué consecuencia deducimos de eso para nuestra tesis? Que el que cree con fe ferviente en la Santísima Eucaristía tiene la salud que deriva de las grandes convicciones religiosas afirmadas sobre cimientos de roca viva, y tiene, por eso mismo, paz en medio de las incesantes luchas de la vida.

a) Algo le falta a la humanidad y lo busca desesperadamente. Anda tras algo que le falta y de lo cual no puede prescindir. Algo le falta y la falta de ese algo pone en peligro de inminente ruina todo el edificio humano. Algo le falta: y vacila la vida familiar, si es que todavía hay vida de familia. Algo le falta: y ya no tienen estabilidad los matrimonios. Algo le falta: y ya no hay verdadera educación de la niñez, si es que todavía los matrimonios aceptan a los hijos. Algo le falta, y se siente abrumada por espantosos nubarrones de tormenta. Algo le falta, y la humanidad vive cada día más enferma...

Y en vano buscamos alivio en los consultorios de los psiquiatras...; en vano, porque los psiquiatras no pueden darnos la paz de espíritu que anhelamos. En vano gastamos fortunas con los adivinos, astrólogos...; todo en vano, porque nada nos devuelve la serenidad de alma, la paz que ansiamos. En vano andamos de aquí para allá, de Nietzche a Tagore, de Tagore a Laotsé. En vano invocamos a los espíritus en absurdas sesiones espiritistas, o nos entregamos a las ilusiones del bromo, del veronal, del luminal... Nada puede darnos la paz... Algo falta a la humanidad...

¿Qué es ese algo? Es “aquello que la religión en todos los tiempos ha dado a sus fieles”. Ese algo es la paz del alma que brota de la fe religiosa fervorosamente vivida.

b) Dirijo ahora mi mirada hacia la Hostia santa. Todo es silencio, paz, serenidad en torno a ella. Hasta el ambiente exterior parece incitarnos a la paz de espíritu y enseñarnos cómo hemos de recorrer el difícil camino de la vida: con el alma tranquila.

Jesucristo quiso valerse para la institución de la Eucaristía, del pan y del vino; ellos constituyen la materia del Santísimo Sacramento. Ahora bien, desde los tiempos más remotos, el vino expresa para el hombre sacrificio y alegría. Pues bien, ese mismo valor tiene el vino eucarístico: al que lo recibe le comunica valor y conformidad, haciéndolo sobrellevar no sólo con resignación, sino hasta con alegría las tribulaciones y amarguras de la vida. Y de ese modo, la Eucaristía es fuente de paz para el hombre.

Instantes antes de la comunión, en el santo sacrificio de la Misa, el sacerdote se inclina humildemente sobre la Hostia y, golpeándose el pecho, dice por dos veces: “Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, ten piedad de nosotros”. A la tercera vez dice: “Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, danos la paz”.

En vano buscamos la paz en las cosas de la tierra. Pues bien, ¿quieres saber cuáles son los efectos de la Eucaristía? La Eucaristía refresca la frente afiebrada del enfermo, y mitiga sus dolores.

Ansiamos la paz. Pues bien, ¿queréis saber cuáles son los efectos de la Eucaristía ? Nos da la paz que necesitamos.

LA EUCARISTIA ES VICTORIA PARA EL QUE LUCHA

A) Dice la Sagrada Escritura que “la vida del hombre sobre la tierra es un continuo combate”. Todos lo sabemos por propia experiencia.

¡Qué duro batallar para mantener la incolumidad de nuestra alma, para progresar por el camino del bien y de la virtud! ¡Cuántos enemigos nos salen al paso y nos obligan a combatir! Sí, toda nuestra vida es un combate. Porque tenemos que combatir con incontables enemigos interiores y exteriores: con los bajos instintos de la propia naturaleza, con la debilidad de nuestra propia voluntad, con las taras hereditarias que nos empujan hacia el mal, con nuestra natural pereza y falta de decisión; y con la mala voluntad de los que nos rodean, con la incomprensión, con la calumnia, con la injusticia, con el mal ejemplo que nos arrastra hacia el vicio...

¿Qué raro, pues, que también nosotros nos sintamos desfallecer como el profeta Elías y que también nosotros clamemos: “Bástame ya, Señor; llévate mi alma”? ¿Qué raro que también nosotros tengamos que suspirar como San Pablo? “¡Oh! ¡Qué hombre tan infeliz soy yo! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?” (Rom 7, 24).

B) ¿Quién nos librará? ¿Quién nos hará triunfar sobre este cuerpo de muerte? El mismo San Pablo nos da la respuesta: “Solamente la gracia de Dios por los méritos de Jesucristo Nuestro Señor” (Rom 7, 25). ¡Oh, sí! Cuando en la Comunión recibimos a Jesucristo, El nos libra de las garras de nuestros enemigos; El nos conduce a la cumbre del triunfo.

¿Quién podría decir cuántas almas que se sentían ya desfallecer, que se sentían ya al borde del abismo, han encontrado en la Eucaristía la fuerza que necesitaban para vencer y proseguir el duro camino hasta la victoria sobre todos sus enemigos y males?

Estos resultados son ciertísimos aun cuando a nosotros, muchas veces, nos parece que sacamos de la comunión poco provecho. Estos resultados son reales, aun cuando a nosotros nos parezca que tenemos derecho a lamentarnos como aquel capitán de marina de la anécdota. Era un hombre piadoso; de comunión frecuente. Sin embargo, era muy propenso a la ira. Fácilmente se irritaba. ¡Y cómo se avergonzaba el buen hombre de ese defecto! ¡Qué empeño ponía en dominarse!... Pero al pobre lo vencía la vehemencia de su carácter. Cierto día, hallándose de charla con otros oficiales, uno de éstos le dijo:

-Hay algo en usted, capitán, que no puedo explicármelo. Y es cómo siendo usted hombre de vida cristiana, de comunión frecuente, es, sin embargo tan fácil para la ira.

A lo que el capitán contestó, con profundo acierto:

-Mire, si no fuera porque comulgo frecuentemente es seguro que ya los habría arrojado a todos ustedes al mar.

Es frecuente encontrar hombres como el capitán que tienen que luchar denodadamente contra la correntada de su carácter natural. Y ¡cuántas veces no podemos menos de admirarnos del valor con que luchan; de la firmeza con que siguen avanzando, contra viento y marca, por el camino de la virtud! ¿Cómo se explica eso?

La respuesta la hallaremos recordando un episodio de la pasada guerra mundial. Nos referimos al sitio de Verdún. En vano las tropas alemanas lanzaron poderosas fuerzas contra la fortaleza. En vano la sitiaron rigurosamente, aislándola por completo... No pudieron vencerla. ¿Cuál era el secreto de aquella extraordinaria resistencia? Que la fortaleza podía comunicarse con la madre patria por medio de un subterráneo. Por ese medio pudo sostenerse y resistir.

Por muy desesperado que nos parezca el trance en que nos hallamos; aun cuando nos parezca que ya no nos queda ningún camino libre, si nos queda el refugio de la fe, si por medio de la fe estamos unidos a nuestra verdadera madre patria, la Eucaristía..., no temamos. Nada podrá vencemos; venceremos y entonces sabremos por propia experiencia que la Eucaristía es realmente victoria para el que lucha.

LA EUCARISTIA ES AUXILIO EN NUESTRAS NECESIDADES

A) Si alguno sabe realmente de dolores y sufrimientos, ése es Jesucristo. Jesucristo que recorrió un largo camino de cruz; que en la cruz sufrió una sed de fuego, y que sin embargo, rehusó aliviar su sed con la bebida que le ofrecían porque aquella bebida contenía elementos estupefacientes, y El quería llegar hasta el término de su doloroso viacrucis con la mente clara, plenamente consciente de sí.

a) Pues bien, ¿crees que Jesucristo pueda no compadecerse de nuestras necesidades y sufrimientos? Vayamos confiadamente ante El, presente en la Eucaristía: El nos dará fuerzas; con El nos sentiremos seguros y defendidos contra los huracanes que soplan a nuestro alrededor.

Un investigador escocés, Smith, y un guía, se propusieron escalar la cumbre del Weisshorn en Zermatt. Muy difícil fue el ascenso. Cuando estuvieron en la cima, el profesor, profundamente emocionado con el panorama, sin parar mientes en la fuerza del viento, trató de encaramarse en la roca más alta. El guía entonces, advirtiendo el peligro a que se exponía, le gritó: “¡Arrodíllese en seguida! Aquí sólo se está seguro de rodillas”.

¡Así! Pongámonos de rodillas al pie del Santísimo Sacramento, y entonces ¡no importa ya que a nuestro alrededor ruja el huracán de la vida! ¡No importa! Estamos bien seguros y defendidos.

¡Si pudiéramos penetrar en lo hondo de las almas que luchan, que sufren el peso de duras adversidades, que acaso ya no perciben el calor confortante del sol, ni oyen los cantos de los pájaros, ni ven la hermosura de las flores...; si pudiésemos penetrar hasta lo hondo de ellas y viéramos como todavía luc1 y se mantienen firmes, y que esa fuerza y firmeza les viene de su fe en la Eucaristía, entonces sí que acabaríamos de convencernos de que la Eucaristía es fuerza y victoria!

b) Hay momentos en la vida en los que se necesita más valor para seguir viviendo que para renunciar a la vida. Ahora bien, ¿quién puede darnos en esos momentos la fuerza y valor que necesitamos? ¿Quién puede dárnoslos sino Jesús-Eucaristía?

La famosa fuente de Sprudel, en Karlsbad, salta a varios metros de altura. Centenares de enfermos van a beber de esa agua cálida, con enorme y ciega esperanza de sanar de sus dolencias de estómago... Hay millones, muchos millones de enfermos... del alma. ¿Dónde irán ésos a beber el agua que les devuelva la salud? En la Eucaristía; ésa es la fuente del perenne milagro, de la salud para las almas enfermas. Las aguas de la fuente de Sprudel tienen el hervor del fuego volcánico de las entrañas de la tierra, de donde surgen incontenibles. Esta fuente de la Eucaristía surge del amor infinito del Corazón de Cristo. Y ese amor infinito se convierte en aguas de salud, de consuelo, de auxilio para nuestras almas necesitadas.

B) El cáliz es, en la Sagrada Escritura, símbolo del sufrimiento. Así vemos a Nuestro Señor preguntar a sus discípulos: “Podéis beber el cáliz que yo he de beber”.

a) ¡El cáliz del sufrimiento! ¡El cáliz de la amargura! Hay momentos en que nos sentimos demasiado débiles para sostener en nuestras manos el cáliz de los sufrimientos y males de la vida; hay momentos en que nos sentimos incapaces de acercar ese cáliz a nuestros labios; hay momentos en que no podemos menos de quejarnos de su amargor y profundidad... Cuando he aquí que sentimos que la mano bendita de Cristo toma la nuestra y la sostiene y ayuda a levantar el cáliz. Dirigimos entonces nuestra mirada hacia el rostro bondadoso de Jesús. ¡Cómo se ilumina, qué divino resplandor irradia su rostro cuando levanta el cáliz hacia su Eterno Padre! Ya sentimos que aquel cáliz de amargura no es sólo mío. Aquel cáliz se ha agrandado inmensamente. En él están mis sufrimientos y amarguras, pero también todos los dolores, todas las lágrimas, todas las tristezas y penas, jodas las gotas de sangre de Cristo, y sus oraciones y sus alegrías y sus triunfos. En ese cáliz están todos los dolores y sufrimientos y lágrimas de todos los hombres. Y ya mi mano es fuerte y segura para sostener ese cáliz y para levantarlo hacia Dios, porque la sostiene y ayuda la mano vigorosa de Cristo.

Así, pues, cuando el pequeño cáliz de mis sufrimientos se trasborda en el cáliz inmenso del Cristo. Sacramentado y se mezcla con sus sufrimientos y amarguras, ya deja de ser pesado y difícil. La Eucaristía por tanto nos hace fuertes para la lucha.

b) Las gotas refrigerantes de la sangre sacratísima de Cristo nos dan nuevo vigor y alimentos para continuar la lucha. Esta es nuestra verdadera “meta sudans”. Cuando los luchadores romanos, agotados ya en la lucha, pasaban por la “meta sudans” el fresco rocío de ella les devolvía el vigor perdido en el largo y difícil combate.

Nada debe desalentarnos. Nada debe darnos miedo. No nos asustemos porque Cristo, mostrándonos el camino de su cruz, nos pregunte, como a los discípulos: ¿Puedes tú beber mi cáliz? Acudamos al Santísimo y postrados ante El, respondamos con valerosa decisión: ¡Oh, Señor! Tú bien conoces que sí, que lo beberé contigo..., mejor, que quisiera beberlo...; aunque tal vez ni siquiera tengo deseos de beberlo. Por eso, dame Tú, señor, fuerzas para que quiera beberlo, para que lo beba con valor y amor, como Tú. Fortaléceme con tu cuerpo y tu sangre para que, como Tú, también yo beba generosamente el cáliz de mis sufrimientos, de mis penas, de mis tribulaciones. Haz Tú, oh, Jesús, que tu santísimo Cuerpo, que recibo en la Comunión, sea para mi alma fuerza y vigor y auxilio en mis necesidades y tribulaciones.

LA EUCARISTIÁ ES VIDA EN LA MUERTE

A) No podemos apartar de nuestro pensamiento el rostro de la muerte.

a) Esta tierra que hollamos está formada de seres que murieron millares de años antes. Unos tras otros van muriendo todos nuestros seres bienamados; nuestros padres, nuestros hermanos; nuestros amigos... Llegará un día en que también yo moriré; en que también yo traspasaré el oscuro umbral de la muerte.

Y es en vano que nos rehusemos, que nos resistamos a morir. Nada puede impedir que la muerte llame a nuestras puertas. Todos iremos a parar en el cementerio. Tal vez cubran nuestros restos con los mármoles de un mausoleo. Tal vez en esos mármoles se inscriba con letras de oro nuestro nombre, de modo que el transeúnte pueda leerlo desde lejos. Por algún tiempo, los transeúntes acaso se detendrán junto a nuestra tumba, y leerán nuestro nombre y recordarán nuestra vida. Pero no pasarán muchos años y las intemperies del tiempo habrán borrado nuestro nombre y la inscripción será ya del todo ilegible... ¿Y quién se interesará ya por nosotros? ¿A quién importará ya nuestro nombre y nuestra vida? Pasarán quince, veinte, treinta años, y ya nadie se preocupará ni de nuestra tumba. Seremos completamente olvidados por los hombres.

b) Si no tuviéramos a Cristo, si no tuviéramos a Jesús-Hostia, ¿quién no se sentiría vencido por la tristeza y desesperación que infunden, tales pensamientos? Pero desde que Cristo nos dio la Eucaristía, el pensamiento de la muerte, ni la muerte misma, puede vencernos. Ya la muerte no nos asusta, porque Cristo dijo: “Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día”.

¡Benditas palabras! ¡Tendremos vida eterna! ¿Quién las dijo? Cristo, el vencedor de la muerte. Desde entonces la Eucaristía es prenda de vida inmortal. Desde entonces la Iglesia enseña confiadamente que no puede morir definitivamente el cuerpo humano que recibió en sí a este germen de vida eterna, la Comunión.

Esto explica el deseo y preocupación con que vela la Iglesia porque todos reciban la Comunión en la hora de la muerte. Para comulgar, se nos exige estar en ayunas desde las doce de la noche anterior. Empero, cuando se trata de un enfermo grave, la Iglesia dispensa de esta condición. El enfermo grave puede comulgar aunque no esté en ayunas. ¿Por qué esa excepción? Porque debe comulgar. Porque la Eucaristía es fuente de inmortalidad, garantía de vida imperecedera. Es, pues, necesario que comulguemos una vez más antes de morir. ¡Con cuánta razón se llama a la Eucaristía “medicina de inmortalidad”!

¡Y qué enorme crueldad demuestran esos que dejan morir a uno de la familia sin la comunión! Al privarlo del Santo Viático, lo dejan solo para la lucha de los postreros instantes de vida, para la lucha decisiva.

Al administrar el Santo Viático a un enfermo, la Iglesia parece decirle: “Aunque vas a morir, vivirás eternamente”. Y es así, en efecto. La institución de la Eucaristía tuvo lugar al final del día. Como si Cristo quisiera decirnos que ella será fuerza y victoria en el ocaso de nuestra vida. El reloj de las torres de nuestros templos nos repite sin cesar: ¡Alerta, que la vida pasa! Pero el reloj está en la parte exterior del templo. En el interior de él está, en cambio,, la Eucaristía. Y la Eucaristía es promesa de eternidad. “Quien come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día”.
B) La Eucaristía es un memorial de la pasión y muerte del Señor. Por tanto, cuando me asalte el temor de la muerte, pensaré en la muerte de Cristo. Y ya no temeré.
a) Puesto que he recibido en mi pecho a Cristo, que triunfó sobre la muerte, puedo estar seguro de que también yo triunfaré sobre ella.
El año pasado (1937) un grupo de exploradores rusos llegaron hasta las cercanías próximas al Polo Norte, y allí, en aquellas soledades eternamente heladas, en aquella región de la “muerte eterna” como suelen decir, pasaron varios días. Antes se tenía por seguro que en aquellas regiones no podía haber ninguna especie de planta; que aquélla era, realmente, la región de la “muerte eterna”. ¡Cuál sería, pues, la sorpresa de los audaces exploradores cuando encontraron allí, en pleno Polo Norte, una flor!... En efecto, allí, en aquella región glacial, florece una especie de pequeña alga, no más grande que la cabeza de un alfiler, de color azulino. Si grande fue la sorpresa de los exploradores al encontrar tal florecilla, mayor lo fue todavía cuando, para dar con la raíz de ella, tuvieron que cavar en el hielo hasta una profundidad de nueve metros, sin lograr, ni aun así, encontrar el extremo de la raíz.
¡Qué viva, qué sugestiva lección tenemos que aprender de esa diminuta florecilla del Polo Norte! El hielo, la muerte, la rodean por doquier. Pero nada la detiene; nada la vence. Ella sube, sube desde las honduras del hielo, de las sombras; sube hasta salir a las claridades vivificantes del sol. La muerte la rodea por doquier, fría, insistente; pero no logra contener el empuje vital de esa florecilla insignificante. Y hela ahí, triunfante sobre aquella tumba de denso hielo; ¡hela ahí, vencedora saliendo hacia la caricia vivificadora de la luz, del sol y del aire que son vida!
b) Como esa florecilla, también nosotros debemos elevarnos hacia los rayos vivificantes de Jesús Eucaristía; hacia la vida que da ese divino manjar.
Cuando cae prisionero el jefe de una nación, toda ésta está ya en poder del enemigo. En la comunión, Jesús, el rey y señor de la vida, se hace nuestro prisionero. Por tanto, al recibir la comunión nos convertimos en dueños de la vida. Porque tenemos con nosotros al que es vida eterna.
Con toda razón la Iglesia canta jubilosa: ¡O, sacrum convivium!, ¡oh, sagrado convite!, en el que recibimos a Cristo, con el que recordamos su sagrada pasión; en él nuestra alma se llena de gracia; él es prenda de la gloria futura.
Por tanto, esa comunión antes de morir, trocará mi lecho de agonizante en un celestial aeródromo: asciendo al avión; empiezo a despegar de la tierra..., gano altura, más altura, hasta la patria inmortal.
La Eucaristía es, pues, paz para el que lucha, y su victoria; auxilio y remedio de nuestras necesidades; vida en la muerte.
Un poeta alemán expresa eso mismo en estos magníficos versos:


Der Friede im Krieg,
Im Kampfe der Sieg,
Die Hilfe in Not,
Das Leben im Tod.


He ahí al Dante haciendo el largo recorrido de su “Divina Comedia”. Helo ya al final de su maravilloso viaje. Ya ha pasado por el infierno y el purgatorio; llega al cielo. Entonces, se arrodilla ante la Virgen Santísima y, fervoroso y conmovido, le pide que lo bendiga para la postrera jornada.
Cansado del largo camino de la vida, cansado de tantas luchas y tantos sufrimientos, suplica a la Virgen Madre que lo ayude a obtener la postrera victoria, que lo guíe hasta la morada eterna, en el reino de Dios.
Cuando comulgamos recibimos al Hijo de la Virgen y El nos da las fuerzas que necesitamos para no desfallecer en el combate, para vencer hasta obtener la victoria definitiva.
Suponed que el sol se extinguiese. Unos minutos después las tinieblas envolverían totalmente a la tierra; la vida se marchitaría hasta desaparecer del todo. Un aire de hielo, de 273 grados bajo cero, nos oprimiría. La falta del sol, pues, traería como consecuencia la muerte.
Jesús es la luz del mundo. Nos lo dice El mismo. ¡Bendita luz! ¡Bendito manjar de los peregrinos! ¡Bendita Eucaristía! Eres nuestra paz, eres nuestra victoria, eres nuestro auxilio y remedio en todos los males de la vida. ¡Alabado seas, oh Jesús Sacramentado, que desde la humilde Hostia iluminas al mundo y nos guías a la patria eterna!
Tú eres nuestra esperanza; Tú nuestra vida y salud. Sed nuestro auxilio. Danos la gracia de vivir siempre preparados para la muerte, de modo que, después de ella, merezcamos entrar en tu reino inmortal y estar siempre contigo, en tu gloria.

(Tihamér Tóth, La Eucaristía, Ed. Difusión, Bs. As., 1945, Pág. 45-59)

...................................................


SAN ALBERTO MAGNO


Este sacramento es una gracia por encima de toda gracia

Por encima de todas las otras gracias se señala el fruto de la eterna beatitud, como dice el bienaventurado Dionisio en el primer capítulo de su “Jerarquía celestial”. A ella se refiere San Gregorio en la recopilación cuando dice: orad de tal manera que, al apoyarnos en la palanca de la apariencia, la hagamos girar y extraigamos la verdad.

Del mismo modo que Cristo nos penetra con su gracia sagrada por virtud del sacramento, así, de acuerdo con su divinidad, nos dará su gloria como a todos los bienaventurados.

Esto es, además, lo que dijo San Juan: “les di la gloria que me habías dado, a fin de que sean uno con nosotros, como nosotros somos uno, Yo en ellos y ellos en Mí, para que formen una unidad”.

La gloria cuyo cumplimiento realizó el Padre en el Hijo es la gloria que se manifiesta en todos los miembros del Cuerpo Místico. En todos centellea y brilla la gloria de Cristo. Por eso, cuando Judas lo traiciona, al ser separado del Cuerpo Místico, Jesús dice en seguida: “ahora, el Hijo del hombre es glorificado”. Cuando los gentiles se convirtieron, conocieron inmediatamente su gloria, dice San Juan: “Llegó la hora en que el Hijo será glorificado”. No podemos poseer ninguna gloria, fuera de la que el Hijo de Dios expande en nosotros.

Así, espiritualmente penetrados, nos entrega por el sacramento la gloria que el Padre le dio para perfeccionar al mundo; de esta forma no somos más que uno con su propio Cuerpo, como afirma el Apóstol en la primera Epístola a los Corintios (XII); sois el cuerpo de Cristo y sois sus miembros, cada uno por su parte.

De esta manera el Padre, por su Hijo consustancial, glorifica con su deidad a Cristo-Hombre, según su humanidad. Y así el Hijo se glorifica en el Padre, al poseer una sola y misma sustancia divina y gloriosa. Cristo se glorifica en nosotros y nosotros somos glorificados en un solo Padre y un solo Hijo, y estamos consumados en la gracia que es la señal de la gloria eterna; del mismo modo irradiamos luz por la penetración en nosotros de la divinidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Llegaremos a él y haremos en él nuestra morada (Jn XIV). El habita en nosotros porque entre nosotros ha establecido gloriosa morada.

Así se cumplió lo dicho por el Apóstol en la primera Epístola a los Corintios (XV): “que Dios sea todo en todos”. Y es lo que dice Job (XXVIII): “el oro y el vidrio no pueden comparársele”. En efecto, el oro y todo lo que es material no se puede igualar al esplendor eterno. El vidrio y todo lo que se encuentra entre las piedras preciosas, revelando por su transparencia lo que está oculto en su interior, grande o pequeño y que no luce cuando se los expone simplemente, no puede igualar esta gloria celestial, que estará en nosotros cuando nuestros espíritus y nuestros cuerpos sean iluminados hasta sus profundidades más recónditas y penetrados por Dios y por la gloria divina.

Esto es lo que entiende San Gregorio comentando, con la Glosa, que en la beatitud el aspecto del cuerpo no oculta a los ojos el espíritu. Estas cosas divinas, dice Dionisio, representan la Eucaristía, que hace penetrar sacramentalmente a Dios en nosotros; y, recibida de este modo, nos incorpora, trazando en nosotros los caminos futuros de su gloriosa divinidad, que nos penetran integralmente, no ocultando sino iluminando todo con su gloria. A esto se refería el libro de la Sabiduría (VII): “es más bella que el sol y que el parpadeo de las estrellas”; comparada con la luz es muy superior a ella. Porque la luz deja lugar a la noche, pero el mal no vence a la sabiduría. Incorporados a esta gloria, nos tornamos semejantes al sol, como se lee en San Mateo (XIII): “entonces los justos resplandecerán como el sol en el reino de su Padre”; esto no implica nada extraordinario, ya que son incorporados a Cristo en quien no cabe la oscuridad del pecado y del que se dice en el libro de la Sabiduría (VII) que es el resplandor de la luz eterna, el espejo sin mancha de la majestad de Dios y la imagen de su bondad.

De este modo, vueltos los ojos hacia Dios, lo vemos resplandecer en medio de muchos bienaventurados, como se distingue una luz en una multitud de lámparas, participando ellos de diferentes maneras de una sola y misma dignidad, según su propia diversidad. Tal es el significado que le atribuimos aquí a la Eucaristía y que justifica su denominación de ser una gracia por encima de todas las gracias.

Este sacramento encierra todas las gracias

En el esplendor de los ornamentos sagrados, del seno de la aurora te hizo nacer (Salmo 109); es decir, mi divinidad fecunda te engendra a Ti, Hijo, brillando con todos los esplendores de la santidad, antes que la luz creada apareciera en el cielo y sobre la tierra. Este Hijo, con toda su belleza, está contenido en el sacramento de la Eucaristía ; por eso se puede decir de El lo que aparece en el Eclesiástico (XLIII): “el remedio de todo es una nube que llega rápidamente”.

Según la letra, la hostia en la que el cuerpo del Señor está consagrado se denomina nube, ya que se apresura a descender para curarnos y, llegada la hora, el pan que está bajo esta nube se trasmuta rápidamente en el cuerpo de Cristo en el que se encuentra todo remedio. Ya que en El existe eternamente el esplendor de la santidad por el cual todo hombre se cura. Así se puede explicar lo escrito en el tercer libro de los Reyes (VIII): “el Señor quiere habitar en la nube”. La Glosa agrega: es decir, se muestra por sus obras. El eligió habitar en esta nube por nuestra salvación y, como todo el esplendor de los santos está en ella, no es sorprendente que en esta imagen resplandezcan quienes la reciben dignamente.

Cada uno de nosotros, con el rostro descubierto, reflejando como en un espejo la gloria de Dios, nos transformamos en su misma imagen, más y más resplandeciente, a semejanza del Señor que es Espíritu (II Epístola a los Corintios III). Este sacramento contiene a Cristo con todo el esplendor de su santidad. Incluye el derecho de Cristo en toda la plenitud de la santidad. El Hijo -sabiduría del Padre- dice: “Yo residí en la plenitud de los santos” (Eclesiástico XXIV).

En efecto, en Cristo la plenitud corporal es la santidad. En consecuencia, el Hijo de Dios también es acogido como Dios por el hombre, que recibe este sacramento y que tiene fe en él. Y este hombre, tomado así, debe ser particularmente bienaventurado. Lo dice el Salmo 64: “feliz aquél que elegiste y que acercas a Ti, porque habita en tus atrios; es decir, aquél que recibe esta beatitud particular y privilegiada, por la que Tú, Dios, asumes la naturaleza humana, y que elegiste para elevarle a esta plenitud de santidad”. Al ser uno contigo habita en tus atrios, en sitio elevado, donde están todos tus bienes; lugar al que es llamado para gozar antes que todos los otros, participando en la plenitud de tu santidad.

Es perfectamente razonable decir de Cristo lo que se escribió de la participación divina del primer ángel: “Tú eras el sello de la perfección, pleno de sabiduría y belleza y morabas en las delicias del paraíso de Dios” (Ezequiel, XXVIII). Más que todos los otros, el sello de la perfección no difiere en nada de la imagen del Padre, siendo totalmente igual al Padre en la plenitud de la divinidad y de la santidad.

Ahora bien, este sacramento los contiene en la totalidad de su riqueza y de su abundancia. El total de sus riquezas, porque se brinda a todos, según dice el Señor en San Mateo: “he aquí que estoy con vosotros todos los días, hasta la consumación de los siglos”. Está con nosotros en el sacramento. La totalidad de su abundancia, por que se expande a Sí mismo en todas las partes del Cuerpo místico, como se lee en la Epístola a los Efesios (III): “estamos colmados de la plenitud de Dios”.

Además la Epístola a los Efesios (IV) dice: “para la edificación del cuerpo de Cristo, hasta que hayamos alcanzado la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, hasta el estado de hombre perfecto, hecho según la medida de la plenitud de Cristo”. Es decir, que todas las cosas que hace Cristo en los misterios de su Iglesia, las hace para llegar a la edificación de su Cuerpo Místico y penetrar armónicamente en la total santidad de su verdadero cuerpo.

De este modo, todos los que somos sus miembros nos ofrendamos a Cristo, nuestro Dios, en la unidad de su fe y en reconocimiento de su santidad, del hombre perfectamente Cristo en todo su cuerpo; participando según la medida de nuestra edad de la gracia y en la plenitud de Cristo; de manera tal, teniendo en abundancia gracia y santidad perfectas, dejamos de ser pequeños e imperfectos. Así Cristo está contenido en este sacramento -llamado con justicia gracia buena- con toda la plenitud de su riqueza y santidad.

El conjunto total de gracias de este sacramento es visible y re conocible, ya que no hay nada en él que no sea plenitud de gracia. Esto dice San Juan (I): “vimos su gloria, gloria como la que el Hijo único tiene de su Padre, lleno de gracia y de verdad”. Lo que vimos en El no estaba vacío, sino pleno de gracia, surgiendo de una fuente rica y exuberante. Así Ester (XV) exclama: “eres digno de admiración, Señor, y tu rostro está repleto de gracia”.

De cualquier manera que observemos su rostro, lo encontramos admirable y todo bondadoso; el rostro de Dios engendra la gracia y el del hombre la expande; su nacimiento consagra la virginidad; su vida es el ornamento de nuestra existencia cotidiana, su palabra revela las gracias de la verdad, sus milagros prueban la existencia de su poder, su muerte revela la eficacia de su gracia; por ello todo su rostro está lleno de gracias. Y el cúmulo de estas gracias lo contiene totalmente este sacramento, ya que la gracia y la verdad vienen de Jesucristo.

A todos los que reciben este sacramento de la Eucaristía se les trasmite la plenitud y la abundancia de todas las gracias y este sacramento se llama dignamente Eucaristía.

Que este don produce un efecto en aquél que lo recibe

Este don tiene múltiples efectos pero, entre otros, uno esencial o sustancial, junto a otros puramente accidentales.

Su efecto sustancial es la restauración de las fuerzas de la vida espiritual, debilitadas por una larga falta de alimentos.

Los efectos accidentales son de causalidad y de significación. Desde el punto de vista de la causalidad este don une, reconforta e inspira caridad. Desde el punto de vista de la significación, puede decirse que este sacramento es el signo sensible de la verdad y la representación de la beatitud celestial.

El primer efecto, que es esencial, muestra que este don restaura en el orden espiritual como los alimentos corporales en el suyo, y esto es un don de Dios.

Leemos en el Salmo 22: “Tú preparas delante de mí una mesa frente a mis enemigos; esparces óleo sobre mi cabeza y mi copa está desbordante”. Al decir que el Señor le prepara delante una mesa, hace referencia al alimento para reparar fuerzas. Añadiendo “frente a mis enemigos” señala que esta refacción le da fuerza contra ellos junto con las virtudes necesarias para superar su inanición espiritual. Diciendo “Tú derramas óleo sobre mi cabeza” indica la abundancia y la dulzura de este don, convertido en alimento deleitable. “Mi copa está desbordante” alude al licor caliente y dulce que se vierte espiritualmente sobre nuestros miembros, inspirando al alma el olvido y transportándola hacia la deleitación divina y hacia la más deliciosa embriaguez.

(San Alberto Magno, Obras Selectas , Ed. Lumen, 2ª Ed., Bs. As., 1993, Pág. 102-108)

-------------------------------------------------------------


EJEMPLOS PREDICABLES



El apóstol de la Eucaristía

Apóstol de la Eucaristía

El padre Hermann tan sólo vivió para amar y hacer amar a la sagrada Eucaristía, a Jesús-Hostia, conforme se complacía en decir. Desde el día en que la gracia divina iluminó su alma haciéndole captar, en cierto modo sensiblemente, la presencia real de Jesucristo en el sacramento del Altar, no cesó de amar y de predicar a Cristo en la Eucaristía. Recién converso, fundó, como ya vimos, la Adoración Nocturna , admirablemente propagada y extendida. Ya en el Carmelo, siguió fomentando esa santa obra.

«No crea usted, escribía al día siguiente de su llegada al Carmen de Agen, no crea jamás, a pesar de las apariencias, que abandono esta santa obra. No; estoy aquí precisamente para mejor fundarla» (carta al conde de Cuers).

Y, efectivamente, trabajó poderosamente en su constitución definitiva y en su prodigiosa difusión, como consta, por ejemplo, en la obra publicada en París, en 1877, La Obra de la Exposición y Adoración Nocturna del Santísimo Sacramento en Francia y en el extranjero.

Voto de predicar la Eucaristía

El padre Hermann no predicó ningún sermón sin hablar del misterio inefable de la Eucaristía, a lo que se había comprometido por un voto especial, al que fue siempre fiel. Todo lo referente al culto eucarístico le extasiaba y enajenaba completamente. Su gozo al erigir una nueva iglesia sólo podía compararse con su dolor cuando veía tratar las iglesias y lo sagrado sin respeto.

Llanto por la Eucaristía menospreciada

Cuando en 1859 fue a Wildbad, para responder a la última llamada de su padre, quedó vivamente impresionado cuando se le condujo a una especie de sala grande, que lo mismo servía para la celebración de los oficios católicos como para el culto protestante.

Después de haber celebrado la misa con mucho dolor y acrecentado amor, preguntó al cura en qué sitio reservaba las Formas consagradas. El pobre cura lo condujo tristemente a una casa vecina, le hizo subir al tercer piso, y allí, dentro de un armario vulgar, le descubrió el copón que encerraba el cuerpo de Jesucristo. Al ver esto, las lágrimas se escaparon en abundancia de los ojos del padre Hermann, se arrodilló, y así pasó varias horas llorando y orando, sin que se le pudiera consolar ni decidirle a que dejara aquel lugar.

El cura le enteró después de que la pobreza de los católicos no les permitía levantar un altar a su Dios. Al marcharse de la ciudad, el padre Hermann dio esperanzas al pobre sacerdote de que se pudiera elevar un nuevo templo a Jesús.

Una predicación en Ginebra

Algunas semanas después predicaba en Ginebra. Los fieles se estrujaban en torno del púlpito y no pocos aún recordaban al célebre y joven pianista. Allí les contó, con los ojos en lágrimas, lo que había visto en una ciudad de Alemania y en qué lugar había hallado a la adorable Eucaristía. Apenas había entrado en la sacristía, cuando una señora se le presenta y le dice:

«Padre, vuelvo de tomar las aguas y regreso a Francia con mi hijo; pero sus palabras me han conmovido. Sírvase indicarme la ciudad en que el Santísimo Sacramento se halla desprovisto de morada, pues yo soy rica, y con la gracia de Dios, creo que podré mandar construir una iglesia».

Feliz el Padre le dio todos los informes, y más tarde recibía carta del cura de Wildbad, en la que le anunciaba que su iglesia se estaba construyendo.

Enamorado de la Eucaristía

Lo que Jesucristo era en la Eucaristía para el Padre queda testimoniado en sus cartas:

«¡Viva Jesús-Hostia! ¡La sagrada Eucaristía sea para usted luz, calor, fuerza y vida!»

«Quisiera que usted viviera de tal manera por la Eucaristía, que fuese ella quien moviese todos sus pensamientos, afectos, palabras y acciones; que ella le fuese faro, oráculo, modelo y perpetua ocupación. Quisiera que, del mismo modo que Magdalena derramaba lágrimas y perfumes sobre los divinos pies de Jesús, hiciera usted manar sin cesar al pie del sagrario el raudal de sus aspiraciones, oraciones, consagraciones y ofrendas».

«Quisiera que la Eucaristía fuese para su alma un hogar, una hoguera en que pudiera meterse, para salir nuevamente de ella inflamada de amor y generosidad, y que el altar de la Eucaristía en el que Jesús se inmola, recibiera sin cesar la ofrenda de sus sacrificios, y que usted misma en fin se convirtiera en víctima de amor y de caridad, cuyo perfume subiera en olor de suavidad hasta el trono del Eterno».

Y a su sobrina María cuando se preparaba para la primera comunión:

«Desde la última vez que te vi, estoy retirado al fondo de un Desierto, con el fin de pasar mis días y mis noches en incesantes diálogos con el Dios de la Eucaristía, de manera que, por así decirlo, se me pasa la vida entera al pie del Sagrario, sin que jamás sienta un instante de aburrimiento ni de cansancio» (Tarasteix 16-XII-1869).

«Tan sólo conozco un día que sea más hermoso que el de la primera comunión, escribía a otra joven, y es el día de la segunda comunión, y así sucesivamente» (27-III).

Y poco antes de su muerte:

«Quisiera comulgar a cada instante de la vida... No hay sino esto que sea bueno y tenga dulzura para el alma» (Montreux 10-X-1870).

«¡Ah, hermanos míos, os invito a todos a este banquete!, decía en uno de sus sermones. Desde que mis labios lo probaron, cualquier otro alimento me parece insípido. Jóvenes del mundo, conozco vuestros placeres engañosos, conozco vuestras lucidas reuniones, que brillan un instante y luego se empañan de mortal tristeza; conozco todo lo que perseguís, pues he saboreado todos vuestros gozos, y os lo certifico, os veis forzados a confesarme que no dejan tras ellos más que desengaño y cansancio».

«Sí, desde que sentí circular por mis venas la sangre del Rey de reyes, las grandezas todas de este mundo son ridículas para mí. Desde que Jesucristo vino a habitar en mi alma, vuestros palacios me parecen miserables cabañas. Desde que resolví buscar la luz en el sagrario, toda la sabiduría del mundo me resulta una locura patente. Desde que me siento a la mesa de las bodas del Cordero, me parecen envenenados vuestros festines. Desde que hallé este puerto de salvación, con dolor os considero en medio del océano azotados por multitud de tormentas, y tan sólo puedo hacer una cosa y es haceros señal con la mano para llamaros, para atraeros al puerto y guiaros hacia él... »

«Ved que tengo derechos para ofrecerme como piloto, puesto que durante mucho tiempo he surcado los mares por los que navegáis, en ellos he aguantado muchos temporales, y me he visto tantas veces maltratado por los huracanes. Así pues, si queréis, os guiaré, con la ayuda de la estrella polar, y os mostraré el camino de la felicidad»...

Jesucristo es hoy la Eucaristía

Este amor abrasador a la Eucaristía era en el padre Hermann tan activo y dominante, que no podía dar durante mucho tiempo la sagrada comunión o llevar el Santísimo Sacramento sin experimentar una emoción tan viva y fuerte que se parecía a la embriaguez. Quedaba verdaderamente desfallecido, y experimentaba el mismo aturdimiento y debilidad que producen ordinariamente las violentas conmociones.

«¡Oh, Jesús! ¡Oh, Eucaristía, que en el desierto de esta vida me apareciste un día, que me revelaste la luz, la belleza y grandeza que posees! Cambiaste enteramente mi ser, supiste vencer en un instante a todos mis enemigos... Luego, atrayéndome con irresistible encanto, has despertado en mi alma un hambre devoradora por el pan de vida y en mi corazón has encendido una sed abrasadora por tu sangre divina... »

«Después llegó el día en que te diste a mí. Aún me acuerdo de ello: el corazón me palpitaba y no me atrevía a respirar. Ordenaba a mis fibras que su estremecimiento fuese menos rápido, decía al pecho que latiera menos fuerte, por temor de turbar el dulce sueño que viniste a dormir en el interior de mi alma en este día afortunado».

«Y ahora que te poseo y que me has herido en el corazón, ¡ah!, deja que les diga lo que para mi alma eres... »

«¡Jesucristo, hoy, es la sagrada Eucaristía! Jesus Christus hodie [+Heb 13,8]. ¿Es posible pronunciar esta palabra sin sentir en los labios una dulzura como de miel, como un fuego ardiente en las venas? ¡La sagrada Eucaristía! El habla enmudece, y sólo el corazón posee el lenguaje secreto para expresarlo».

«¡Jesucristo en el día de hoy!... »

«Hoy me siento débil... Necesito una fuerza que venga de arriba para sostenerme, y Jesús bajado del cielo se hace Eucaristía, es el pan de los fuertes».

«¡Hoy me hallo pobre!... Necesito un cobertizo para guarecerme, y Jesús se hace casa... Es la casa de Dios, es el pórtico del cielo, ¡es la Eucaristía!... »

«Hoy tengo hambre y sed. Necesito alimento para saciar el espíritu y el corazón, y bebida para apagar el ardor de mi sed, y Jesús se hace trigo candeal, se hace vino de la Eucaristía : Frumentum electorum et vinum germinans virgines [trigo que alimenta a los jóvenes y vino que anima a las vírgenes: Zac 9,17] ».

«Hoy me siento enfermo... Necesito una medicina benéfica para curarme las llagas del alma, y Jesús se extiende como ungüento precioso sobre mi alma al entregárseme en la Eucaristía : impinguasti in oleo caput meum; oleum effusum... oleo lætitiæ unxi eum... fundens oleum desuper [Sal 22,5; 44,8; 88,21] ».

«Hoy necesito ofrecer a Dios un holocausto que le sea agradable, y Jesús se hace víctima, se hace Eucaristía».

«Hoy en fin me hallo perseguido, y Jesús se hace coraza para defenderme: scutum meum et cornu salutis meæ [2Re 22,3 Vulgata]. Me hace temible al demonio».

«Hoy estoy extraviado, se me hace estrella; estoy desanimado, me alienta; estoy triste, me alegra; estoy solo, viene a morar conmigo hasta la consumación de los siglos; estoy en la ignorancia, me instruye y me ilumina; tengo frío, me calienta con un fuego penetrante. Pero, más que todo lo dicho, necesito amor, y ningún amor de la tierra había podido contentar mi corazón, y es entonces sobre todo cuando se hace Eucaristía, y me ama, y su amor me satisface, me sacia, me llena por entero, me absorbe y me sumerge en un océano de caridad y de embriaguez».

«Sí, ¡amo a Jesús, amo a la Eucaristía! ¡Oídlo, ecos; repetidlo a coro, montañas y valles! Decidlo otra vez conmigo: ¡Amo a la Eucaristía! Jesús hoy, es Jesús conmigo... Esta mañana, en el altar, ha venido, se me ha entregado, lo tengo, lo poseo, lo adoro, en mi mano se ha encarnado. ¡Felicidad soberana! Me embriaga, me enciende en hoguera abrasadora. ¡Es mi Emmanuel, es mi amor, es mi Eucaristía!»

La Eucaristía y la muerte

En un sermón sobre la muerte muestra cómo la sagrada Eucaristía es la prenda más poderosa contra los rigores de aquélla.

«Tengo un talismán, exclama, que abre las puertas todas de la divina misericordia. Conozco un río que nos dará paso para entrar en la tierra de promisión. Sé de una palmera que con su sombra nos cobijará y nos protegerá contra los ardores devoradores de esta expatriación terrestre; un manantial cuyas frescas aguas nos calmarán la sed en el desierto de esta vida; una estrella cuyos fulgores nos conducirán, como la nube de los israelitas, a través de los desiertos de nuestra existencia hasta el término del viaje; un rocío que el mismo Dios hace llover del cielo y que debe sostenernos por el largo camino que aún nos queda por recorrer. Sé de un árbol cuyo leño volverá dulces las aguas amargas que bebemos en esta tierra, y nos dará el goce anticipado de la celestial tierra de promisión; conozco una víctima inocente cuya ofrenda sube en olor de suavidad hacia el Dios de Abrahán... Y el talismán, el río, la palmera, la estrella, el celestial rocío, el holocausto de que hablo, ¡es la sagrada Eucaristía!».

«¡¡ La Eucaristía !! Reto a quienquiera, que me halle contra la muerte prenda más confortadora y tranquilizadora que la sagrada Eucaristía. ¡Por mí sé decir que no conozco ninguna! ¡Es una prenda que me basta y no quiero otra! El que ha dicho: "mi carne verdaderamente es comida, y el que de ella coma no morirá nunca", dijo también: "el cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán". Y estas palabras no han fallado... Palabras en las que me apoyo para desafiar a la muerte. O mors, ero mors tua, había dicho el profeta [Os 13,14]. ¡Oh muerte! ¿Dónde está tu victoria? ¿Dónde está, pues, tu aguijón? [1Cor 15,55]. Ya no puedes nada contra mí. La Eucaristía me ha arrancado de tus manos. La Eucaristía me ha rescatado de tus garras. ¡Oh infierno! Morsus tuus ero, o inferne! [Os 13,14 Vulg.]».

Este amor a la Eucaristía se traslucía en todos los sermones del padre Hermann, en todas sus cartas, y hasta en sus conversaciones familiares. Un día, por ejemplo, le ofrecieron miel al terminar una comida, y dijo:

«No me gusta mucho, pero siempre la tomo por ser la imagen de la Eucaristía ».

En otra ocasión se ensalzaban ante el Padre las obras de un autor protestante, haciéndose sin embargo algunas objeciones: «Es muy frío de expresión », decía. «¡Ah, Dios mío! ¿Y dónde quiere usted que haya adquirido el calor? Jamás ha comulgado», replicaba el Padre. Y como se insistiera diciéndole que era propio de su carácter, ya de sí reservado y frío, continuaba repitiendo: «¡Jamás ha comulgado!»

En 1870, poco antes de salir para Prusia para auxiliar a nuestros prisioneros, se hallaba cerca de Ginebra, en casa de una familia protestante convertida al catolicismo. El Padre se sentía feliz en aquel hogar, y como se hablara de la muerte, él exclamó de pronto:

«¡Oh! En lo que me toca, preferiría morir hoy que no mañana, porque hoy he comulgado, y no estoy seguro de poder comulgar mañana».

María-Eustelle

Amaba a los santos y a las personas que habían tributado culto especial a la sagrada Eucaristía. Y vimos la alegría que sintió en Bélgica, visitando los lugares en que santa Juliana recibió la orden de que se instituyera la fiesta del Santísimo Sacramento. Sintió lo mismo en Saintes, al recuerdo de María-Eustelle [Harpain (1814-1842), laica, costurera], la piadosa joven que vivió y murió en olor de santidad, consumida de amor ante el sagrario.

«La introducción de la causa de la sierva de Dios María-Eustelle, escribía en 1869, es un acontecimiento que mis ardientes anhelos reclamaban desde hace mucho tiempo, y que me alegra y llena de consuelo.

«Fue en 1850, durante mi noviciado, cuando el padre Prior me puso entre las manos los escritos de esta enamorada de la Eucaristía , y cuantas más veces los leía, tanto más apreciaba la intensidad profundamente tierna con que María-Eustelle hablaba del misterio de amor, y por aquella intensidad se podía adivinar que tenía encerrado en el corazón un tesoro de amor aún mucho más grande de lo que ella podía expresar.

«Cuando más tarde hube de ejercer el ministerio sacerdotal, recomendaba con frecuencia la lectura de estas páginas inflamadas, y a quienes las daba a leer producían en sus almas el mismo efecto que en la mía, es decir, sincero y vivo deseo de obtener el acrecentamiento de la devoción a la sagrada Eucaristía, y de tomar parte en el amor tan suave como ardiente que María-Eustelle sentía por el adorable Sacramento.

«He ahí lo que he podido saber con respecto a la sierva de Dios. Por lo que a mí toca, la tenía por una santa y a menudo me informaba de los diocesanos de La Rochela si no se empezaba el proceso de su beatificación».

Lo que el Padre dijo de la venerable María-Eustelle podría decirse de él igualmente. En sus palabras se adivina que en su corazón se encierra un tesoro de amor más grande de lo que puede expresar.

«Jesús en el sacramento de su amor, escribe a su sobrina María, es el único objeto de mi vida, de las predicaciones que hago, de mis cantos y de mis afectos. Al misterio de la Eucaristía debo la felicidad de haber sido convertido a la verdadera fe, y de haber podido conducir a ella a tu tía, a tu primo Jorge y hasta a tu querido papá» (Londres 8-I-1867) ».

En Parayle-Monial

Para conocer bien al padre Hermann, era necesario verlo en el altar, donde realmente se transformaba. Sólo se le podía comparar con el Cura de Ars (Echo de Fourvières).

Varias veces dio ejercicios espirituales en Parayle-Monial. Y es que sentía predilección por estos lugares en que Jesús reveló a santa Margarita María de Alacoque las riquezas todas de su Corazón.

«¡Viva Jesús!, escribía a sor María Paulina. He pasado muy gratos días en Paray, en donde la Venerable me ha colmado de consuelos» (Carta 19-IX-1861) ».

Si las diferentes veces que estuvo en Parayle-Monial fueron para él motivo de grandes consolaciones, también lo fue para las religiosas. En 1861 les dio ejercicios espirituales.

«Imposible relatar las impresiones que su palabra ardiente hacía sentir en el alma de sus oyentes, dice una circular dirigida al Instituto en 1862, sobre todo cuando se dirigía a Jesús, expuesto en el altar, a Jesús-Hostia, cuyo nombre sagrado repetía muy a menudo con encanto indefinible, y que hacía que se envidiara la felicidad de estar unido tan íntimamente como él al Corazón del divino Maestro».

Fue durante estos ejercicios, a la hora del recreo en el locutorio con el Padre, cuando una de las religiosas le preguntó lo que había sucedido en su primera misa.

«¡En mi primera misa!... ¡Oh, tan feliz de tocar a Jesús y de tenerlo en mis manos! Ese día recibí una impresión tan fuerte que desde entonces siempre he estado enfermo».

En 1866 predicó el triduo por la beatificación de Margarita María, y de ello nos escribe la superiora de Paray:

«A continuación, nos hizo el favor de darnos cinco días de retiro, con gran provecho de nuestras almas. Todas sus enseñanzas nos conducían y nos enlazaban invenciblemente a Jesús-Hostia. Era algo inspirado. En esta segunda visita nos pudimos dar cuenta fácilmente de los adelantos maravillosos por la senda de la santidad de esta alma eminente. Su humildad sobre todo nos pareció un verdadero prodigio. Y su ejemplo no nos aprovechó menos que sus maravillosas palabras».

El Niño Jesús

Sentía también predilección particular por el misterio de la infancia de Jesús, y una vez le escribía a sor María-Paulina:

«Deseo que el Niño Jesús le abrase de su amor de tal modo que le reduzca a cenizas el corazón. Este Niño tan bueno nos ha trastornado en verdad el juicio y nos ha vuelto locos por Él. Es un pequeño cazador hábil y astuto que nos ha prendido en sus redes y nos ha robado el corazón. ¡Ojalá no podamos nunca recuperarlo!».

«¡Seamos locos por el Niño Jesús! ¿No ha hecho Él acaso locuras por nosotros? Hagámoslas, pues, nosotros por Él». Y el padre Raimundo, su antiguo Maestro de novicios, escribía en 1874: «Su semblante radiaba de júbilo al solo nombre del Niño Jesús. Tenía la locura del amor de Jesús».

Sor María-Paulina

Se suele decir que los mejores de sus cánticos son sin duda los que compuso en honor del Santísimo Sacramento. Y refiriéndose a sor María-Paulina, confesaba el Padre:

«Debo en gran parte a la unción de sus himnos al Santísimo Sacramento la inspiración musical, que me ha permitido que se celebre por innumerables voces este misterio de amor» (Carta a la Superiora de la Visitación de Santa María, 8-XII-1863)».

Y en la misma carta dice: «Recibí la noticia de la muerte de la muy venerada sor María-Paulina hacia fines del mes de agosto (creo el 29). Inmediatamente pedí permiso para poder aplicar desde la mañana siguiente el santo sacrificio de la Misa por el eterno descanso de su alma. Recuerdo que fue en el campo, en la rústica capillita de Nuestra Señora del Rastrojo (Notre-Dame-du-Chaume), en Collonges, cerca de Lión, en casa del señor Natividad Lemire. Allí celebré la citada misa. Llegado al memento de los difuntos, con todo corazón encomendé la querida alma a María. Luego, después de la Misa , durante la acción de gracias, quise rezar aún por ella, cuando de pronto la vi en espíritu, que se me mostraba con aire sonriente y animada de la más dulce paz. Sus facciones habían recobrado la gracia de la juventud. La vi bella y animada de santa alegría, y en el mismo instante tomó en mí cuerpo la convicción irresistible de que la Hermana poseía ya la felicidad y que se hallaba junto a su esposo Jesús. Y cada vez que he recordado su nombre en mis mementos por las almas del purgatorio, algo indecible me ha detenido siempre, diciéndome: " la Hermana no tiene necesidad de tus plegarias".

«Lejos de tener la pretensión de dar a esto el carácter de una revelación, lo he narrado sólo para que sirva de consuelo a las Hijas de san Francisco de Sales y de santa Chantal, que se servirán encomendarme a sus santos fundadores».

(Sylvain Charles, Hermann Cohen, apóstol de la Eucaristía , cap. 18, www.gratisdate.org )


22.

Hermanos ¿os gusta vivir? ¡Qué pregunta! ¿verdad?

¡Claro que nos gusta vivir!

No lo ven tan claro los que se retuercen de dolores con enfermedades graves. No lo ven tan claro los que andan golpeados por la vida, porque no tienen trabajo y no puede dar de comer a sus hijos y a su esposa, o la desesperanza de aquel que le desalojan de la casa, en la que ha vivido más de cuarenta años, quedándose en la calle con su maleta en la mano. Sin recordar a tantos que no saben si hoy podrán encontrar en la basura algo para comer.

El  profeta Elías, lo acabamos de escuchar, perseguido a muerte y cansado de huir por el desierto, “se sentó bajo una retama y se deseó la muerte: Basta, Señor! ¡Quítame la vida, que yo no valgo más que mis padres!”


Todos estos y muchos más han perdido toda ilusión de vivir. Soportan la vida.


No lo ven tan claro eso del gusto por la vida, los que se quedan sin amores, porque les hicieron traición y a pesar de su bienestar material, no encuentra sentido a su vivir vacío: sin ser amados, ni poder amar, cual animal salvaje, o piedra o mojón del camino, o árbol solitario en la estepa, que simplemente: ahí están.

 

Estos y muchos más desean morir y no vivir. Y tú, que deseas vivir y no morir, morirás como ellos. ¡Qué misterio este de la vida humana! ¿verdad?

 

La vida es bella, es hermosa, la vida es un éxtasis de alegría y gozo. Todos vosotros, como yo, hemos hecho alguna vez una experiencia de plenitud de vida: sensual y sentimental. Y sentimos se acabe aquel momento de vida plena, que hubiéramos desea no acabara nunca, como aquel baile con aquella muchacha llena de vida o aquella noche romántica que hubiéramos deseado no acabar nunca.

 

Otras veces hemos vivido una experiencia de vida afectiva, plena: el amor del hogar, de los padres, que nos costó perder y que seguimos llevándoles flores al cementerio después de tantos años. Esa otra experiencia de vida plena, de amor profundo, en compañía de aquella mujer, que fue la esposa de mis mayores amores, y  que al morir, ha dejado mi vida vacía. Si la vida la viviéramos siempre en plenitud, nadie querría morir

 

Algunos habéis podido hacer la experiencia de una plenitud de vida intelectual. Qué gozo tan profundo, al lograr la solución de un problema difícil, en un examen. A nivel superior, de investigación, el gozo y la alegría es tal que hacemos locuras para los que no están inmersos en esa experiencia de vida plena del entendimiento.

Cuentan de aquel sabio griego, Arquímedes, que según se estaba bañando en su casa, llegó a contemplar y comprender intelectualmente, lo que andaba buscando hacía tiempo. El famoso principio físico sobre el volumen de los cuerpos, que se conoce y se le ha dado el nombre de principio de Arquímedes.

Fue para él un momento tan de plenitud de vida, de gozo intelectual, que dicen las historias, salió del baño, lleno de alborozo, desnudo como estaba, gritando por las calles de Atenas: ¡Eureka, eureka!, ¡ya lo encontré, ya lo encontré!

Vivió por unos momentos un gozo y alegría de esta plenitud intelectual que ni se dio cuenta de que iba desnudo. Lo superior olvida, deja de lado lo inferior. Vivir en plenitud, no cabe duda, que es algo hermoso, deseable y codiciable

 

Si al enfermo crónico le quitáramos la enfermedad, si al que le persigue la desgracia lo inundáramos de buena suerte, si al que no se siente amado, se encontrara con una mujer o amigo a la medida de su deseo total, si al anciano decrépito, le pudiéramos dar un cuerpo joven, fuerte y sano ¿quién no quisiera vivir?

 

Pero esta vida humana solo tiene algunos momentos de plenitud de vida. Y tú y yo y todos, ansiamos una vida plena, una vida feliz, pero una vida plena para siempre, una vida eterna.

Queremos vivir y tú y yo y nosotros todos, que tenemos la gracia de ser cristianos, sabemos dónde y cómo y de qué manera podemos conseguir vivir para siempre y en plenitud. 

 

No hay que ir al encuentro de Jesús buscando alimento que perece y nosotros con él, como sucedía con el maná en el desierto y con el pan que él mismo multiplicó: “Vuestros padres, dirá Jesucristo, comieron el maná en el desierto y murieron.  Vosotros me buscáis no porque habéis comprendido el signo que os he dado al multiplicar los panes, sino porque comisteis pan hasta saciaros… Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura, dando vida eterna.

 

“¿Y cuál es ese trabajo a realizar para conseguir el alimento que da vida eterna?” Y Jesucristo responde: “Este es el trabajo que Dios quiere: que creáis  en el que él ha enviado”. Creer, confiar es un gran trabajo. Cuesta confiar, cuesta creer que el pan de Dios, el alimento de Dios, es el que verdaderamente baja del cielo y no el maná. Y además creer, que “ese Pan  da la vida al mundo”.

 

“Señor, le dijeron, danos siempre de ese pan que da vida”. Jesús les responde: “Yo soy el pan de vida, el que viene a mi  no pasará hambre y el que cree en mi no pasará nunca sed. El que coma de este pan vivirá para siempre.”

 

¿Creo yo en Jesucristo? ¿Voy a Cristo a saciar mi hambre? ¿Cómo voy a ir a Cristo, sino creo en él, no tengo confianza en él, no es mi amigo, si no es un desconocido en mi vida? Porque lo que sé de él es como lo que sabían aquellos judíos: “¿No es este el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Por quién se cree?” Su conocimiento era superficial, de circunstancias, exterior, anecdótico.

 

Para tener vida hay que creer que este Cristo calma tempestades, cura las enfermedades incluso del alma, da nueva vida, porque él es  el pan vivo que ha bajado del cielo y el que coma de este pan vivirá para siempre; y el nuevo pan que yo daré ES MI CARNE PARA LA VIDA DE MUNDO.

 

“No critiquéis, les dirá Jesús”. La fe no está al alcance de nuestro razonamiento, ni se consigue con nuestros aparatos científicos. La fe, creer, comprometer la vida por Cristo, es gracia, algo gratuito que da Dios Padre: “nadie puede venir a mi si el Padre, que me ha enviado, no lo atrajere”.

 

            El mundo de la fe es maravilloso, no se razona, se vive y se ama y todo se entiende. Y esto es don de Dios. Dios no se compra, es gratis, como gratis es un regalo, que no se puede comprar. Si pretendes comprar un regalo, has pasado al mundo y al ámbito del comercio y has perdido la alegría, que produce el don, el regalo. Hay que pedirlo y no poner obstáculos al recibirlo, porque si no, no lo vives ni lo entiendes.

 

¿Te gusta vivir en plenitud? Con los alimentos de este mundo, “los alimentos terrestres”, te morirás, por mucho que comas. Son alimentos que perecen y tú con ellos.

¿Te gusta vivir? ¿Quieres vivir para siempre? Pues ya no se trata de comer el un alimento divino, sino de comer su propia CARNE: “Yo soy el pan de la vida… yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré ES MI CARNE PARA LA VIDA DEL MUNDO.”

 

La carne, es la misma persona, es el Yo que se expresa corporalmente. Es unirte, pues, a su misma divinidad. Es zambullirte como la ola en el mar.

 

Creer en Jesucristo, en sus Palabras, comprometerte con lo que dice y hace, es entrar en el misterio de la divinidad: Yo en ti y tú en mí, sin saber ya vivir otra vida, que no sea la divina.

 

Dile hoy, cuando llegue ese momento de intimidad eucarística:

Estate, Señor, conmigo siempre,
sin jamás partirte,
y, cuando decidas irte,
llévame, Señor, contigo;
porque al pensar que te iras
me causa un terrible miedo
de si yo sin ti me quedo,
de si tu sin mi te vas.

 

   Amén

                                                                                                             Edu, escolapio