35 HOMILÍAS MÁS PARA EL DOMINGO XIX DEL TIEMPO ORDINARIO
30-35

 

30. INSTITUTO DEL VERBO ENCARNADO

Comentario general

Sobre la Primera Lectura (1 Re 19, 9. 11-13)

Se nos narra la maravillosa y trascendental Teofanía del Horeb. Elías con ella enlaza con Moisés, testigo también en Horeb de la revelación de Dios (Ex 33, 18):

- Efectivamente, Elías, deseoso de salvaguardar la Alianza y empeñado en la empresa de restablecer la pureza de la fe que los impíos Ajab y Jezabel quieren exterminar en Israel, se dirige al Horeb, al Monte Santo donde Dios se reveló a Moisés y donde concertó la Alianza (Ex 19, 3).

- Elías entra en la cueva (= en la hendidura de la peña de Ex 33, 22) donde se metió Moisés durante la Teofanía o aparición de Dios. Elías, que ha presenciado cómo Israel apostataba y era infiel a la Alianza allí mismo concertada por intermedio de Moisés entre Dios y el Pueblo, le dice al Señor: 'Me devora el celo por Yahvé, Dios Sebaot, porque los hijos de Israel han abandonado tu Alianza' (10).

- En Exodo 19, 16, la presencia de Yahvé es anunciada por la tempestad, el huracán y el terremoto. Ahora, en esta nueva Teofanía, son sólo signos o mensajeros que la preparan. A Elías se le revela la presencia de Dios en el susurro de una brisa suave (11). Esta revelación de Dios en el susurro de una brisa quiere significar la espiritualidad de Dios, que viene a comunicarse de manera íntima y vital con su Profeta. En realidad Elías parte de Horeb plenamente reconfortado. El Espíritu de Yahvé es en su Profeta luz y vida nueva, vigor y optimismo (18). Ellas y Moisés, favorecidos en el Monte Santo con la más rica aparición de Dios en el A. T., estarán también presentes en la más luminosa Teofanía del Nuevo Testamento: la de la Transfiguración de Cristo en el Monte Tabor (Mt 17, 1-9).

Sobre la Segunda Lectura (Rom 9, 1-15:)

Pablo se ocupa y se preocupa del misterio de la infidelidad de Israel. ¿Cómo se explica que el pueblo de la Promesa Salvífica haya quedado excluido de la Salvación?

- Ante todo aduce tres testigos de la pena que le embarga: Cristo, el Espíritu Santo y su conciencia son testigos de su tristeza. A vista del rechazo que Israel hace de Jesús-Mesías, Pablo se consume de pena (1). Tal es su amor a Israel, que se ofrece a ser 'anatema' por ellos. Expresión atrevida dictada por un amor inmenso. Está inspirada en Moisés (Ex 32, 32), y más aún en Cristo, que siendo inocente se hizo por nosotros 'maldición' (Gál 3, 15).

- A seguida enumera nueve de los principales privilegios con que Dios ha distinguido a Israel: 1) Son Israelitas: Linaje glorioso de Jacob-Israel. 2) Filiación. Es el pueblo predilecto. Su hijo 'primogénito' le llama Dios (Ex 4, 22). 3) La 'Gloria' (4) es la presencia de Dios hecha a veces sensible en el Santuario y en el Arca (Ex 25, 8). 4) Las 'Alianzas'(4) son los Pactos con Abraham, con Jacob y especialmente con Moisés. 5) La 'Ley' es su constitución teocrática que le hace 'Pueblo de Dios' (Ex 20, l). 6) El Culto. Israel es el único pueblo que rinde culto al Dios verdadero. 7) Las 'Promesas'. Son las Promesas Mesiánicas hechas a Abraham, Isaac, Jacob, David, 8) Los Patriarcas; y 9) El Mesías, la máxima gloria de Israel. Según la carne o naturaleza humana de los Patriarcas desciende el Mesías (5), bien que tiene también naturaleza divina, y por ello es Dios bendito por todos los siglos' (5).- Tras estos preámbulos (su pena por Israel y los innegables privilegios de Israel) entra de lleno en su tema: Israel tristemente queda al margen de la Salvación; pero esto es exclusivamente por su terca infidelidad. Por tanto, en nada queda comprometida la Fidelidad de Dios. No es Dios quien ha dejado de cumplir sus Promesas. Es Israel quien ha negado su fe a Dios y a su Mesías. El plan de Dios es siempre plan de amor y de misericordia. Nadie puede alegar derechos ante Dios. Pablo, con los ejemplos de Isaac frente a Ismael (7) y de Jacob frente a Esaú (12), interpretados típicamente, les prueba cómo Dios no atiende a derechos de raza ni a miras humanas. La raza no es privilegio de Salvación. La Promesa mira no al Israel de la carne, sino al Israel de la Fe (12): al 'espiritual', al 'Israel de Dios' (Gál 16, 16). Por tanto, si algunos o muchos judíos no heredan la Promesa no falla Dios. Fallan ellos por negar la Fe a Dios.

Sobre el Evangelio (Mt 14, 22-23)

Al milagro de la multiplicación de los panes se añade el de Jesús que camina sobre el lago:

- Jesús revela con tales maravillas su Mesianidad y su Divinidad; e intenta enseñar a sus discípulos la asistencia y presencia que prestará a su Iglesia al modo que Yahvé la prestaba a Israel. La 'Barca' en mar agitada y en negra noche es la Iglesia en medio de la persecución.

- Los Evangelistas nos hablan de la oración de Jesús. Preferentemente dedica las noches a la oración. Este su coloquio íntimo y sosegado con el Padre (22) es un ejemplo e invitación para nosotros. La Asamblea cristiana dirige su adoración y sus plegarias filiales al Padre: Por Cristo, con Cristo, en Cristo.

- Los discípulos llevan toda la noche remando. El viento les es contrario. Pero ni la fiereza de la tempestad ni la inconsistencia de las aguas impiden a Cristo caminar sobre el lago como sobre tierra firme. El ardoroso Pedro se lanza a buscar al Maestro. Y también para Pedro el piso del lago es camino firme (29). Lo es mientras mira a Jesús. No lo es cuando titubea en la fe (30). Nuestra áncora segura es la fe. El gran milagro impresiona a los Apóstoles. Cuando Jesús haya resucitado y estén iluminados por el Espíritu verán en este milagro una prueba radiante de la Mesianidad y de la Divinidad de Jesús (33).

- La Iglesia prosigue serena su recorrido. Sabe cierto que en la Barca va Jesús. Jesús tiene poder sobre el viento y el mar (Mt 8. 27). Conscientes, como Pedro, de nuestra suma debilidad, aprendamos como él que nuestra solución es asirnos a Cristo.

No temamos la noche, no nos asuste la tempestad. Corramos a Jesús y clamemos con fe: ¡Señor, sálvanos!

*Aviso: El material que presentamos está tomado de José Ma. Solé Roma (O.M.F.),"Ministros de la Palabra", ciclo "A", Herder, Barcelona 1979.

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Dr. D. ISIDRO GOMÁ Y TOMÁS

— JESÚS ANDA SOBRE EL MAR. LA TEMPESTAD OTRA VEZ CALMADA
Mc. 6, 47-56 (Mt. 14, 26-36; Ioh. 6, 6-2I)

Explicación. — El anterior milagro de la multiplicación de los panes y este de andar sobre las aguas, son como el preludio, dice Santo Tomás, de la doctrina sobre el Pan de la vida que pronto va a exponer el Evangelista. Con el primero, demuestra su inagotable poder para dar alimento corporal, de donde se deduce que lo tiene asimismo para darlo espiritual. Con el segundo, hace evidente el hecho de que puede substraerse a las leyes de la materia y transformar su cuerpo espiritual. Por estos dos milagros podrá Jesús exigir la fe en la doctrina de la Eucaristía, sacramento que va a prometer en la sinagoga de Cafarnaúm dentro de poco tiempo.

"Empujados", Mt., "obligados", Mc., por el Maestro, a quien intentarían seguir en su ascensión al montículo, debieron retroceder los Apóstoles, mal de su grado, hacia el mar; la noche se echaba encima y Jesús quería que pasaran a la otra parte del lago: Y como se hiciese tarde, bajaron sus discípulos al mar. Soltaron las amarras de la barquilla en que habían venido y navegaron haciendo rumbo hacia Cafarnaúm, en cuyas cercanías está Betsaida. Y, habiendo entrado en la barca, pasaron a la otra orilla, hacia Cafarnaúm.

Da aquí Ioh. dos detalles que revelan la ansiedad y el temor con que realizaban el viaje: la oscuridad de la noche y la falta de la compañía de Jesús: Y había ya obscurecido; y no había venido Jesús a ellos. Marcos revela aún más el estado de congoja en que la tripulación se hallaba: había cerrado la noche y les separaba de Jesús buen trecho de agua, adentrados como se hallaban en el mar: Y como fuese tarde, la barca estaba en medio del mar, y él solo en tierra. Causaba la congoja el mal estado del mar sobre el que se había desencadenado furioso vendaval del norte: Y el mar alborotábase por un viento grande que soplaba. Y la barquilla, fuera ya del abrigo de la tierra, en medio del mar, era combatida por las olas.

A la claridad de la luna, pues era probablemente la antevigilia del plenilunio de Nisán, de la Pascua, Jesús ve, desde el promontorio en que subió a orar, la barquilla agitada por las olas y a sus tripulantes que, a fuerza de remos y luchando con el viento que les viene de estribor, tratan de ganar la orilla occidental: Y viéndoles (Jesús) remar con gran fatiga (pues el viento les era contrario)... Tan contrario les era, que habiendo embarcado al anochecer, y en una travesía de tres horas en tiempo normal, se hallaban aún lejos de tierra sobre las tres de la madrugada: Y a eso de la cuarta vigilia de la noche, de tres a seis de la mañana...

Narra aquí el Evangelista el prodigio con sencillez sublime: Vino a ellos (Jesús) andando sobre el mar, contraviniendo las leyes de, la gravedad y demostrándose Señor de los elementos. Jesús se aproxima a la barca, pero no va de frente a ella, sino en ademán de pasar de largo por el flanco del navío: Y quería dejarlos atrás. El cuarto Evangelista, hombre de mar como todos ellos, puntualiza el camino hecho por la barca hasta la madrugada: Y después que habían navegado como veinticinco o treinta estadios, 4'5 a 5'5 kilómetros de camino, probablemente no en línea recta, para salvar los golpes de mar, ancho entonces allí de 60 estadios = 11 kilómetros, ven a Jesús caminando sobre el mar y que se acercaba a la barca. Es precioso este detalle de Juan, autor del Evangelio y testigo presencial del prodigio.

La aparición de Jesús en forma tan insólita llena a los discípulos de terror: Y ellos, cuando le vieron caminar sobre el mar, pensaron que era fantasma. Era natural el efecto psicológico del miedo: a las naturales congojas de quien ve en peligro su vida, se añade lo insólito de la visión nocturna de una sombra, de un cuerpo extraño sobre el agua; se añade a más el terror supersticioso de aquellos rudos marinos, que se habían criado entre consejas de espectros, fantasmas y vestigios nocturnos. Y una voz salió de sus pechos agitados: Y decían: ¡Qué es fantasma! El miedo es contagioso: en medio del mar embravecido, todos pierden la serenidad y todos gritan azorados: Y de miedo gritaron. Pues todos le vieron y se turbaron.

Ante esta manifestación de terror, Jesús se les acerca y les habla; la voz tan conocida de ellos les calma inmediatamente: Mas luego Jesús habló con ellos y les dijo: ¡Tened buen ánimo! Podían recobrar la serenidad y fuerzas, porque allí está el Señor de los elementos: Yo soy, no temáis.

Las palabras de Jesús obran lo que expresan. Pruébalo el ánimo de Pedro, el ardoroso, quien, ante el silencio de los demás, le dice a Jesús, en confesión magnífica de su poder: Y respondiendo Pedro, dijo: Señor, si tú eres, mándame ir a ti sobre las aguas; argumento irrefragable de la fe de Pedro, que reconoce que el solo mandato de Jesús dará firmeza a las aguas y a él ánimo bastante para arrojarse de la nave y echar a andar como sobre tierra firme. Y él dijo: Ven; y Pedro, bajando de la barca, andaba sobre el agua para ir a Jesús. Pero se hinchaban las aguas y el huracán azotaba a Pedro, y volvió a su corazón el miedo: Más, siendo el viento recio, tuvo miedo. Tuvo miedo porque titubeó en su fe: la palabra de Jesús le da fuerza; ahora es su debilidad la que quita eficacia a la palabra de Jesús, y las aguas ya no le sostienen; la naturaleza recobra su pesantez al desasirse el espíritu del clavo de la confianza en Jesús: Y como empezara a hundirse, dió voces, diciendo: ¡Señor sálvame! Con la plegaria breve y fervorosa, recobra la protección de Jesús: Y en seguida Jesús, extendiendo la mano, asió de él, y le dijo: ¡(Hombre) de poca fe! ¿Por qué dudaste? No es el ímpetu del viento quien te iba a hundir, sino tu falta de confianza en mí.

Dispusiéronse entonces los once a recibirlo en la nave: Quisieron, pues, recibirlo en la barca; con mayor gozo le recibieron por la pena con que se habían de él separado horas antes y por el peligro que sin él habían corrido: Y subió con ellos a la barca, y cesó el viento; un solo querer de la voluntad del Señor llevó la calma a los elementos y el sosiego a los fatigados discípulos. En su estupor, ante la repentina calma que sobreviene a la tormenta, rindiéronse los doce a los pies del Señor, confesando, emocionados y reverentes, la fe en su divinidad: Y los que estaban en la barca vinieron, haciendo en su presencia señal de religioso acatamiento, y le adoraron, diciendo: Verdaderamente eres Hijo de Dios.

La lección que con ello recibieron los Apóstoles fue provechosísima. El milagro de la multiplicación de los panes no les ha abierto aún bastante los ojos sobre la omnipotencia de Jesús; este nuevo prodigio hace llegar hasta el fondo del alma de aquellos hombres marineros, que jamás pudieron sospechar semejante poder en un hombre, la convicción de la omnipotencia del Señor: Y más se maravillaban dentro de sí; porque no habían aún entendido lo de los panes. Y no lo habían entendido, a pesar de la claridad meridiana del prodigio, que bastaba para convencerles de su omnipotencia, porque su entendimiento y voluntad estaban como encallecidos para comprender las cosas de Dios: Por cuanto su corazón estaba ofuscado. Se necesitaba la reiteración de los prodigios, y tales prodigios, para que cayera la venda de sus ojos.

Cuanto había sido fatigosa la primera mitad de la navegación, así es ahora fácil y rápida: Y en seguida se encontró la barca en la tierra a la que iban. Iban a la orilla occidental del lago, y allí abordaron. Pero nótese que no atracaron en Betsaida ni en Cafarnaúm, como se habían propuesto; la fuerza del viento norte les había empujado hacia la parte meridional del lago, y desembarcaron en tierra de (Genesaret, entre Cafarnaúm y Tiberíades: Y hecha la travesía vinieron a tierra de Genesaret, y atracaron. Desde Magdala, al sur, hasta más arriba de Cafarnaúm, se extiende esta deliciosa llanura de Genesaret, de clima benigno, de vegetación variadísima, y cuya área alcanza cerca de seis kilómetros de longitud, a lo largo del lago, por unos cuatro de ancho; en ella, según Josefo, se cosechaban riquísimos frutos por espacio de diez meses del año, sin interrupción.

Dirigióse seguidamente Jesús a la ciudad de Cafarnaúm, en cuya sinagoga pronunció el famoso discurso que se comenta en los números que siguen y que sólo reproduce el cuarto Evangelio. Mt. y Mc. prescinden de este episodio, fijándose solamente en las funciones taumatúrgicas de Jesús en aquella región.

No podía ocultarse a la gente del país, y menos después del prodigio del día anterior en el desierto, la presencia del Señor: Cuando hubieron salido de la barca, al punto le conocieron hombres de aquel lugar, entre los que habría testigos del milagro de la multiplicación de los panes. Ocurrió a la presencia de Jesús lo de siempre: mientras unos recorrían aquella región anunciando la llegada del Señor: Y después que le conocieron, enviaron emisarios por toda aquella comarca; otros, recibida la noticia, le llevaban sus enfermos siguiendo la ruta de Jesús: Y los que recorrían toda aquella región, comenzaron a traer en los lechos a los enfermos adonde oían que él estaba. Otros esperaban que visitara sus poblaciones para demandar la salud para sus enfermos: Y dondequiera que entraba, en aldeas o en granjas o en ciudades, que todo lo visitaba Jesús en su bondad, ponían los enfermos en las calles, y le rogaban que permitiese tocar siquiera la orla de su vestido. Eran las orlas, que la Vulgata llama "fimbrias", unos hilos de lana o lino, trenzados a veces a guisa de cordones, que colgaban de los ángulos del manto o pieza exterior del vestido de los judíos; los prescribía la Ley, y en la mente del legislador debían ser un memorial perpetuo de los mandamientos de Dios (Num. 15, 38-41). Este carácter sagrado de las orlas era lo que estimulaba a las multitudes a tocarlas con preferencia a las demás piezas de la indumentaria de Jesús. Quizás contribuyó a ello la noticia de la curación de la hemorroísa, obrada en Cafarnaúm y lograda por este contacto.

Y cuantos le tocaban, quedaban sanos: no pudiendo Jesús imponer sus manos a todos los enfermos, comunicaba benignamente virtud curativa a sus vestidos para hacer más copiosa su misericordia. Con estas lacónicas palabras refiere el Evangelista la gran epopeya de la piedad, del poder y do la misericordia de Jesús para con aquel pueblo, que obtenía la curación de los enfermos del cuerpo y no quiso curar la gran dolencia de la incredulidad de su espíritu.

Lecciones morales. — A) v. 47. — La barca estaba en medio del mar... — La barquilla es nuestra vida: la tempestad nos la llevamos cada uno de nosotros, dice San Agustín, porque la levantan en nuestro espíritu los vientos de toda concupiscencia. Mientras nosotros estamos bogando con viento contrario, resistiendo el empuje de las fuerzas bajas de la vida, Jesús nos mira desde el monte del cielo. No nos socorre a veces inmediatamente para ejercitarnos en la paciencia y en los trabajos; pero "siempre ruega intercediendo por nosotros" (Hebr. 7, 25). Y cuando parecen agotarse nuestras fuerzas, se nos hace presente, a veces en forma extraordinaria, para sacarnos del peligro. Esperemos siempre con paciencia y confianza su socorro, sin, cejar un momento en la lucha.

B) v. 48. — Y quería dejarlos atrás... — Hace ademán Jesús de pasar de largo junto a sus discípulos, extenuados ya por la fatiga; pero es, dice San Agustín, para que salga de sus pechos el gritó de angustia revelador de la miseria en que se hallan. Entonces se acerca a ellos, Jesús, les habla con blandura y les quita todo temor. Así nos sucede a nosotros: parécenos a veces, mientras nos estamos debatiendo con nuestros enemigos, que Jesús pasa de largo junto a nosotros, sin que nos brinde ningún consuelo, sin que cuide de las fuerzas que nos aturden y acorralan. Es entonces la hora de que oiga Jesús el grito de nuestra debilidad y angustia. No tardará en venirnos entonces el socorro.

C) v. 51. — Y subió con ellos a la barca, y cesó el viento. — La compañía de Jesús siempre da paz. El es el Rey pacífico, que vino a la tierra a traer la paz de buena voluntad a los hombres. Si trae la guerra alguna vez, es para dar mayor paz, porque la trae para anular todo elemento de perturbación en nuestra vida. Así lo vemos en esta circunstancia anda pacíficamente sobre las turbadas olas; produce la paz en el corazón de los discípulos; pacifica los elementos. Si ha consentido unos momentos la turbación de sus Apóstoles es para afianzarles más en su fe y hacerles inconmovibles. Por ello vemos que los que supieron penetrar la grandeza del milagro de la multiplicación de los panes, ahora se prosternan ante Jesús y le adoran como Dios.

D) v. 51. — Y más se maravillaban dentro de sí... — La presencia sensible de la divinidad produce siempre pasmo en nuestro espíritu: es tan grande Dios, y nosotros tan pequeños! Y esta presencia de Dios, la hemos experimentado cien veces en nuestra vida, si no de una manera corporal y milagrosa, como los Apóstoles, en forma de intervenciones insólitas, verdaderamente providenciales, de manera que hemos tenido que decir: Aquí está la mano de Dios! Como la presencia sensible del poder de Jesús iluminó el espíritu de los Apóstoles para comprender más a Jesús, así hemos de aprovechar estas extraordinarias coyunturas, para recoger la luz que en ellas envuelve Dios y pedirle nos sirva ella para mejor conocerle y conocer lo que en nosotros hace y lo que de nosotros quiere.

E) v. 55. — Recorrían toda aquella región... — Nos dan los habitantes de la tierra de Genesaret una lección de caridad. Al abordar en sus playas el divino Médico, corren diligentes a anunciar la nueva por toda la región para que se beneficien del poder misericordioso de Jesús sus hermanos enfermos. En el orden material, y más aún en el espiritual, debiéramos imitar a aquellos galileos, difundiendo entre nuestros prójimos, en las variadas formas que nuestro celo nos sugiera, el nombre, el pensamiento, los ejemplos y los mandatos de Jesús, contribuyendo a "formar atmósfera" en que las almas de nuestros hermanos respiren el suave y eficacísimo olor de Jesús. Todos, sacerdotes y seglares, cristianos de toda condición, podemos ser, bajo este punto, apóstoles de Jesús y factores de la dilatación de su reino.

F) v. 55. — Comenzaron a traer en los lechos a los enfermos... — Otro acto de caridad de los allegados de los enfermos. Triste y gozoso espectáculo a la vez el de Jesús atravesando serenamente calles y plazas, por entre hileras de parihuelas donde yacían los enfermos! Es la misericordia de Dios en presencia de la miseria humana; el Médico del cielo entre las torturas de los males de la tierra. Aun hoy se reproduce el simpático episodio. Jesús acude al lecho del enfermo, convive con toda humana desgracia en hospitales y sanatorios, manicomios y casas de corrección. En el orden espiritual visita las inteligencias y corazones extraviados y se pone en contacto con todos los enfermos del alma que no le rechazan. Ayudemos, como los paisanos de la tierra de Genesaret, a este contacto de los hombres con Jesús, de quien viene todo bien; y sólo bien.

G) V. 45. — Le rogaban que permitiese tocar siquiera la orla de su vestido... — Toca a Jesús quien con fe se llega a Jesús, dice San Agustín. Este contacto de las almas con el Señor es el que les hace bien. El contacto corporal no es más que un símbolo y como un instrumento por donde llega a nosotros la virtud de Jesús. Así sucede con los sacramentos, que son como el envoltorio en que Jesús ha escondido la fuerza de su divinidad. Y si la fe rudimentaria de aquellos judíos y el simple contacto de las franjas de su vestido les hizo tanto bien, ¿qué no podremos nosotros esperar del contacto con Jesús por los sacramentos, divinos instrumentos de su poder, especialmente del mayor de todos ellos, el de la Eucaristía, en que no sólo tocamos, sino que comemos el santísimo Cuerpo del Redentor?

H) v. 56. — Y cuantos le tocaban, quedaban sanos... — Es la gran función del Hijo de Dios hecho hombre: sanar a los hombres sus hermanos que entran en contacto con El. Todo lo sana: la inteligencia con su verdad; el corazón con su amor; la vida entera orientándola a un fin sobrenatural que no es otro que el mismo Dios. Sana los individuos y los pueblos. Tiene un remedio para cada dolencia, y su terapéutica divina tiene recursos para todo mal que aqueje a la humanidad en su evolución a través de los siglos. La "salvación", esta palabra que resume toda la eficacia y toda la divina filosofía de la religión de Jesús, no es en definitiva más que la total sanidad, eterna sanidad de los hombres que la logren: porque en el cielo, dice San Agustín, todo es salud, del cuerpo y del alma. Y estas palabras: "cuan-tos le tocaban, quedaban sanos", se realizarán de lleno, dice San Jerónimo, cuando nos veamos libres del llanto de esta vida.

(El Evangelio Explicado Vol. II Ed. Rafael Casulleras, Barcelona, 1949, Pág. 362 y ss)

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John Henry Cardenal Newman

II. LA OMNIPOTENCIA DE DIOS, RAZÓN DE FE Y ESPERANZA

En la catedral de St. Chaud, 1848

Nuestro Señor mandó a los vientos y al mar, y los hombres que lo vieron dijeron maravillados: ¿Qué clase de hombre es éste, que los vientos y el mar le obedecen? Era un milagro. Demostraba el poder de Nuestro Señor sobre la Naturaleza. Y por eso se asombraron; porque no podían comprender (y con razón) cómo un hombre podía tener poder sobre la Naturaleza de no ser que dicho poder le fuera concedido por Dios. La Naturaleza sigue su propio camino y nosotros no podemos alterarlo. El hombre no lo puede alterar; sólo puede usar de él. La materia, por ejemplo, cae hacia abajo; la tierra, piedras, hierro, todo cae hacia la tierra cuando se les abandona a sí mismos. Más aún, abandonados a si mismos no pueden moverse sino cayendo. Nunca se mueven si no tiramos de ellos o los empujamos. El agua, igualmente, nunca se alza en montón o masa, sino que fluye por todos lados tanto como puede. El fuego siempre arde o tiende a arder. El viento sopla de un lado a otro sin una regla o ley visible, y no podemos decir cómo soplará mañana según como sopla hoy. Vemos todas estas cosas. Tienen su propio camino. No podemos alterarlas. Todo lo que podemos intentar es usar de ellas; las tomamos tal corno las encontramos y las empleamos. No pretendernos cambiar la naturaleza del fuego, la tierra, el aire o el agua, pero observamos cuál es la naturaleza de cada uno de ellos e intentamos sacarles provecho. Aprovechamos el vapor, y lo usamos en trenes y barcos; aprovechamos el fuego, y lo usamos de mil maneras. Utilizamos las cosas de la Naturaleza, nos sometemos a sus leyes y sacamos provecho de ellas; pero no podemos mandar a la Naturaleza. No intentamos alterarla, sino únicamente dirigirla a nuestros propios fines.

Con Nuestro Señor era muy diferente: usaba, desde luego, de los vientos y del agua (usaba del agua cuando iba en barca y de los vientos cuando permitía a la vela desplegarse sobre é1). Los usaba, pero más aún, mandaba a los vientos y a las olas; tenía poder para increpar, cambiar, desvirtuar el curso de la Naturaleza, tanto como para usar de ella. Estaba sobre la Naturaleza. Tenía poder sobre ella. Esto, es lo que hacía a los hombres maravillarse. Marineros experimentados pueden hacer uso de los vientos y de las olas para llegar a tierra. Más aún, incluso en medio de una tormenta saben cómo aprovecharse de ella, conocen lo que tienen que hacer, y están a la observación para sacar provecho de todo lo que ocurre. Pero Nuestro Señor no condescendió a hacer esto. No les instruyó de cómo manejar las velas, ni de cómo gobernar la embarcación, sino que se dirigió directamente a los vientos y a las olas y los paró, obligándoles a hacer lo que era contra su naturaleza.

Igualmente, cuando la enfermedad de Lázaro, Nuestro Señor pudo haber ido a él y haberle recetado la medicina adecuada y el tratamiento que le hubiera curado. No hizo nada de esto —le dejó morir—, y Santa Marta, cuando, por fin, vino El, le dijo: "Señor, si hubieras estado aquí mi hermano no habría muerto" (Io, XI). Pero Nuestro Señor tenía una razón. Deseaba mostrar su poder sobre la Naturaleza. Deseaba triunfar sobre la muerte. Y así, en lugar de evitar que Lázaro muriera mediante el arte de la medicina, triunfó sobre la muerte mediante un milagro. Nadie tiene poder sobre la Naturaleza sino Aquel que la hizo. Nadie puede obrar un milagro sino Dios. Si surgen milagros tenemos una prueba de que Dios esta presente. Y es así, que cuando quiera que Dios visita la tierra realiza milagros. Es la llamada que El hace a nuestra atención. De esta manera nos recuerda que es el Creador. Sólo quien hizo puede deshacer. Quien construyó puede destruir. Quien dio a la Naturaleza sus leyes puede cambiarlas. Quien hizo que el fuego arda, el alimento nutra, el agua fluya y el hierro pese, es el único que puede hacer fuego frío, alimento inútil, agua firme y sólida, hierro ligero, y por eso cuando envió a los apóstoles o a los profetas, Moisés, Josué, Samuel o Elías, los envió con milagros, para demostrar su presencia entre sus siervos. Entonces todas las cosas empezaron a mudar su naturaleza; los egipcios fueron atormentados con plagas extrañas; las aguas se amontonan para que el pueblo elegido pase; éste fue alimentado en el desierto con maná; el sol y la luna se pararon, porque Dios estaba allí.

Esto, pues, fue lo que les hizo maravillarse a los hombres cuando Nuestro Señor calmó la tormenta sobre el mar. Era una prueba de que Dios estaba allí, aunque no lo habían visto. Pero en realidad Dios estaba allí y lo vieron, porque Cristo era Dios; pero en tanto en cuanto aprendieron esta alta y sagrada verdad por el milagro, así comprendieron que Dios, realmente, estaba allí. Allá estaba su mano, allí estaba su poder y por eso temieron. Vosotros habéis leído en los libros—supongo—relatos de grandes hombres que llegan disfrazados y al final son reconocidos por su voz o por alguna acción que les delata. Sus voces, sus palabras, sus maneras o sus hazañas son su marca — una especie de firma—. Y de igual modo, cuando Dios anda por la tierra, nos da medios de saberlo, aunque es un Dios escondido y no ostenta abiertamente su gloria. Poder sobre la Naturaleza es la señal que nos da de que El, el Creador de la Naturaleza, está en medio de nosotros.

Y por eso Dios es llamado omnipotente; éste es su atributo distintivo. El hombre es poderoso solamente a través de la Naturaleza, utiliza la Naturaleza como instrumento. Pero Dios no tiene necesidad de la Naturaleza para realizar su voluntad, sino que hace su obra, unas veces mediante la Naturaleza y otras sin ella, según le place.

Observaréis que este atributo de Dios es el único mencionado en el Credo: "Creo en Dios, Padre Todopoderoso." No se dice:"Creo en Dios, Padre Misericordioso, o Santísimo, o Sabio", aunque todos esos atributos son suyos también, sino "creo en Dios, Padre Todopoderoso". ¿Por qué? Es claro; porque este atributo es la razón por la cual yo creo. La fe es el principio de la religión, y, por eso, la omnipotencia de Dios se presenta como el primero y fundamental de sus atributos, y, precisamente, el que debe mencionarse en el Credo.

No podríamos creer en El si no supiéramos que es todopoderoso. Nada es demasiado difícil de creer acerca de Aquel para quien nada es demasiado difícil de hacer. Recordáis que cuando a Abrahán se le prometió que la vieja Sara, su mujer, tendría un hijo, Sara se rió. ¿Por qué? Porque no había comprendido suficientemente la omnipotencia de Dios. Por eso el Señor le dijo: "¿Hay algo imposible para Dios?" (Gen., XVIII).

Esta idea es muy importante para nosotros hoy, porque será un medio de sostener nuestra fe. ¿Por qué creéis todos los hechos extraños y maravillosos recogidos en la Escritura? Porque Dios es omnipotente y puede hacerlos. ¿Por qué creéis que una Virgen concibió y dio a luz un Hijo? Porque es un acto de Dios y El puede hacer cualquier cosa. Como el Ángel Gabriel dijo a la Santísima Virgen: "Nada es imposible para Dios". Por otra parte, cuando el santo Zacarías fue advertido por el Ángel de que la anciana Isabel, su mujer, concebiría, dijo: "¿De dónde creeré yo esto?" Y fue castigado inmediatamente por su incredulidad. ¿Por qué creéis que Nuestro Señor resucitó? ¿Por qué nos redimió a todos con su preciosa sangre? ¿Por qué lava nuestros pecados en el bautismo? Porque nada es demasiado difícil para el Señor. Esto se aplica especialmente al gran milagro del altar. ¿Por qué creéis que el sacerdote transforma el pan en el Cuerpo de Cristo? Porque Dios es omnipotente y nada es demasiado difícil para El. Y, aún más, sabéis también, como he dicho, que los milagros son los signos y señales de la presencia de Dios. Pues si El está presente en la Iglesia católica, es natural esperar que hará algunos milagros, y si no los hiciera estaríamos casi tentados de creer que había abandonado a su Iglesia.

Esto es lo que Nuestro Señor manifestó al santo Natanael. Natanael, impresionado por algo que dijo Nuestro Señor, gritó: "Rabí, Tú eres el Hijo de Dios, Tú eres el Rey de Israel." El contestó: "¿Por lo que te he dicho crees? Verás aún cosas mayores." No hay límite para el poder de Dios. Es inagotable. No haya, pues, límite a nuestra fe. No nos asustemos por lo que hemos de creer; busquemos más todavía. Algunas personas son reacias a creer los milagros atribuidos a los santos. Sabemos ahora que tales milagros no forman parte de la fe; no tienen sitio en el Credo. Y algunos se nos han transmitido con más evidencia que otros. Unos pueden ser verdaderos, y otros no tan ciertamente. Otros, por fin, pueden ser, verdad, pero no milagros. Pero, aún así ¿por qué asombran de oír hablar de milagros? ¿Están por encima del poder de Dios? Y ¿no está Dios presente en los santos? Y ¿no ha obrado El milagros desde la antigüedad? ¿Son los milagros una cosa nueva? No hay razón para sorprenderse; por el contrario, en el Sacrificio de la Misa realiza El, diariamente, el más maravilloso de los milagros por medio de la palabra del sacerdote. Entonces, si diariamente realiza un milagro mayor que cualquiera que pueda decirse, pregunto: ¿Por qué sorprendernos de oír hablar, de vez en cuando, de otros milagros menores?

El evangelio de hoy nos presenta el deber de la fe y lo fundamenta sobre la omnipotencia de Dios. Nada es demasiado difícil para El, y nosotros creemos lo que la Iglesia nos enseña acerca de sus hechos y providencias, porque El puede hacer cualquier cosa que quiera. Pero hay otra gracia que nos enseña el Evangelio y que es: esperar o confiar. Esperanza y miedo son opuestos; temían porque no esperaban. Esperar es no sólo creer en Dios, sino creer y estar ciertos de que nos ama y desea nuestro bien. Pero la fe sin esperanza no basta para llevarnos a Cristo. Los diablos creen y tiemblan (Jac., II). Creen, pero no van a Cristo porque no esperan, sino desesperan. Desesperan de alcanzar ningún bien de El. Al contrario, saben que no tendrán sino mal, y por eso se mantienen alejados. Recordáis que el endemoniado dijo: "¿Qué hay entre ti y nosotros, Hijo de Dios? ¿Has venido aquí a destiempo para atormentarnos?" (Mt., VIII). La venida de Cristo no era confortadora para ellos; al contrario, se apartan de El. Sabían que no les destinaba bienes, sino castigos. Pero a los hombres les destina bienes y, sabiendo y sintiendo esto, los hombres son atraídos hacia El. No irán a Dios hasta estar seguros de esto. Deben creer que es no sólo omnipotente, sino también misericordioso. La fe está fundada en el conocimiento de que Dios es omnipotente; la esperanza lo está en el conocimiento de que Dios es misericordioso. Y la presencia de Nuestro Señor y Salvador Jesucristo, nos excita a esperar tanto como a creer, por que su nombre, Jesús, significa Salvador, y por que fue tan amante, dulce y bondadoso cuando estuvo en la tierra.

Cuando sobrevino la tormenta dijo a sus discípulos: "¿Por qué teméis?" Esto es, "debéis esperar, confiar, descansar vuestro corazón en Mí. Yo soy no sólo omnipotente, sino misericordioso. He venido a la tierra porque soy quien más os ama. ¿Por qué estoy aquí, por qué estoy en carne humana, por qué tengo estas manos extendidas hacia vosotros, por qué tengo estos ojos de los que fluyen lágrimas de piedad, sino porque deseo vuestro bien, porque deseo salvaros? La tormenta no puede dañaros si Yo estoy con vosotros. ¿Podéis estar mejor situados que bajo mi protección? ¿Dudáis de mi poder o de mi voluntad, pensáis que me descuido porque duermo en la barca y que no puedo ayudaros si no estoy despierto? ¿Por qué dudáis? ¿Por qué teméis? He estado tanto tiempo entré vosotros y ¿no confiáis en Mí, no podéis permanecer en paz y tranquilos a mi lado?"

Y eso mismo, hermanos míos, nos dice ahora. Todos los que vivimos esta vida mortal tenemos nuestras aflicciones. Vosotros tenéis vuestras pesadumbres; pero cuando estéis afligidos y las olas parezcan elevarse y estar prontas a sumergiros, haced un acto de fe, un acto de esperanza en vuestro Dios y Salvador. Os llama Aquel que tiene su boca y sus manos llenas de bendiciones para vosotros. Dice: "Venid a Mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré" (Mt., xi). "Todos los que estáis sedientos—dice por su profeta—venid a las aguas, y los que no tenéis dinero, apresuraos, comprad y comed." Nunca entre en vuestra mente la idea de que Dios es un amo duro, severo. Día llegará, es verdad, en que vendrá como justo Juez, pero ahora es tiempo de misericordia. Beneficiaos de Él, aprovechad el tiempo de gracia. "Mirad que ahora es el tiempo grato, mirad que ahora es el día de la salvación." Este es el día de la esperanza, éste es el día del trabajo, éste es el día de actividad." "Viene la noche cuando el hombre no puede trabajar"; pero nosotros somos hijos de la luz y del día, y, por lo tanto, la desesperación, frialdad de corazón, el miedo, la pereza, son pecado en nosotros. Os vienen, verdaderamente, tentaciones de murmurar, pero resistidlas, apartadlas, rogad a Dios que os ayude con su poderosa gracia. El no nos permite caer en una tentación sin habernos dado gracia para superarla. No abandonéis vuestra esperanza, antes bien "levantad vuestras lánguidas manos y relajadas rodillas (Hebr., XII). "No perdáis vuestra confianza, que tiene una gran recompensa" (Hebr., x). Buscad el rostro de Aquel que habita siempre, con presencia real y corporal, en su Iglesia.

Haced, al menos, lo que hicieron los discípulos. Tenían sólo una fe débil, temían, no tenían una gran confianza ni paz, pero, por lo menos, no se separaban de Cristo. No se quedaban tranquilamente sentados y tristes, sino que iban a El. ¡Ah, pero nuestro mejor estado no es superior al peor de los apóstoles! Nuestro Señor les reprochó porque tenían poca fe, porque le llamaban gritando. Yo desearía que nosotros, los cristianos de hoy, hiciéramos esto al menos. Yo desearía que llegáramos a gritarle pidiéndole socorro. Desearía que tuviéramos tan sólo la fe y la esperanza que Cristo creyó tan pequeña en sus primeros discípulos. Imitad a los apóstoles en su debilidad por lo menos, si no podéis imitarles en su fortaleza. Si no podéis portaros como santos, portaos por lo menos como cristianos. No os defendáis de El, antes bien, cuando estéis en apuro acudid a El, día tras día, pidiéndole fervorosamente y con perseverancia aquellos favores que El sólo puede otorgar. Y así como en esta ocasión que nos narran los Evangelios, el reprochó a sus discípulos, pero hizo por ellos lo que le habían pedido, así (confiaremos en su gran misericordia), aunque observe tanta falta de firmeza en vosotros, que no debía existir, se dignará increpar a los vientos y al mar y dirá: "Paz, estad tranquilos". Y habrá una gran calma.

(Sermones Católicos, NEBLI Clásicos de Espiritualidad, Ed. RIALP, Pág. 63 y ss.)

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SAN AGUSTÍN

«Y el Señor dijo: “ven”. Y bajo la palabra del que mandaba, bajo la presencia del que sostenía, bajo la presencia del que disponía, Pedro, sin vacilar y sin demora saltó al agua y comenzó a caminar. Pudo lo mismo que el Señor, no por sí, sino por el Señor. Lo que nadie puede hacer en Pedro, o en Pablo, o en cualquier otro de los Apóstoles, puede hacerlo en el Señor... Pedro caminó sobre las aguas por mandato del Señor, sabiendo que por sí mismo no podía hacerlo. Por la fe pudo lo que la debilidad humana no podía.

«Estos son los fuertes de la Iglesia. Atended, escuchad, entended, obrad. Porque no hay que tratar aquí con los fuertes, para que sean débiles, sino con los débiles para que sean fuertes. A muchos les impide ser fuertes en su presunción de firmeza. Nadie logra de Dios la firmeza, sino quien en sí mismo reconoce su flaqueza...Contemplad el siglo como un mar, lo que cae bajo tus pies. Si amas al siglo, te engullirá. Sabe devorar a sus amadores, no soportarlos. Pero, cuando tu corazón fluctúa invoca la divinidad de Cristo... Dí: “¡Señor, perezco, sálvame!” Dí: “perezco”, para que no perezcas. Porque solo te libra de la carne quien murió por ti en la carne». (Sermón 76,5-6)

(Material Tomado de. Año litúrgico patrístico (6). P. Manuel Garrido, O. S. B. 4.)

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Juan Pablo II

Audiencia general del Miércoles 2 de diciembre de 1987

Los milagros de Jesús como signos salvíficos

1. No hay duda sobre el hecho de que, en los Evangelios, los milagros de Cristo son presentados como signos del reino de Dios, que ha irrumpido en la historia del hombre y del mundo. “Mas si yo arrojo a los demonios con el Espíritu de Dios, entonces es que ha llegado a vosotros el reino de Dios”, dice Jesús (Mt 12, 28). Por muchas que sean las discusiones que se puedan entablar o, de hecho, se hayan entablado acerca de los milagros (a las que, por otra parte, han dado respuesta los apologistas cristianos), es cierto que no se pueden separar los “milagros, prodigios y señales”, atribuidos a Jesús e incluso a sus Apóstoles y discípulos que obraban “en su nombre”, del contexto auténtico del Evangelio. En la predicación de los Apóstoles, de la cual principalmente toman origen los Evangelios, los primeros cristianos oían narrar de labios de testigos oculares los hechos extraordinarios acontecidos en tiempos recientes y, por tanto, controlables bajo el aspecto que podemos llamar crítico-histórico, de manera que no se sorprendían de su inserción en los Evangelios. Cualesquiera que hayan sido en los tiempos sucesivos las contestaciones, de las fuentes genuinas de la vida y enseñanza de Jesús emerge una primera certeza: los Apóstoles, los Evangelistas y toda la Iglesia primitiva veían en cada uno de los milagros el supremo poder de Cristo sobre la naturaleza y sobre las leyes. Aquel que revela a Dios como Padre Creador y Señor de lo creado, cuando realiza estos milagros con su propio poder, se revela a Sí mismo como Hijo consubstancial con el Padre e igual a Él en su señorío sobre la creación.

2. Sin embargo, algunos milagros presentan también otros aspectos complementarios al significado fundamental de prueba del poder divino del Hijo del hombre en orden a la economía de la salvación.

Así, hablando de la primera “señal” realizada en Caná de Galilea, el Evangelista Juan hace notar que, a través de ella, Jesús “manifestó su gloria y creyeron en Él sus discípulos” (Jn 2, 11). El milagro, pues, es realizado con una finalidad de fe, pero tiene lugar durante la fiesta de unas bodas. Por ello, se puede decir que, al menos en la intención del Evangelista, la “señal” sirve para poner de relieve toda la economía divina de la alianza y de la gracia que en los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento se expresa a menudo con la imagen del matrimonio. El milagro de Caná de Galilea, por tanto, podría estar en relación con la parábola del banquete de bodas, que un rey preparó para su hijo, y con el “reino de los cielos” escatológico que “es semejante” precisamente a un banquete (cf. Mt 22, 2). El primer milagro de Jesús podría leerse como una “señal” de este reino, sobre todo, si se piensa que, no habiendo llegado aún “la hora de Jesús”, es decir, la hora de su pasión y de su glorificación (Jn 2, 4; cf. 7, 30; 8, 20; 12, 23, 27; 13, 1; 17, 1), que ha de ser preparada con la predicación del “Evangelio del reino” (cf. Mt 4, 23; 9, 35), el milagro, obtenido por la intercesión de María, puede considerarse como una “señal” y un anuncio simbólico de lo que está para suceder.

3. Como una “señal” de la economía salvífica se presta a ser leído, aún con mayor claridad, el milagro de la multiplicación de los panes, realizado en los parajes cercanos a Cafarnaum. Juan enlaza un poco más adelante con el discurso que tuvo Jesús el día siguiente, en el cual insiste sobre la necesidad de procurarse “el alimento que permanece hasta la vida eterna”, mediante la fe “en Aquel que El ha enviado” (Jn 6, 29), y habla de Sí mismo como del Pan verdadero que “da la vida al mundo” (Jn 6, 33) y también que Aquel que da su carne “para vida del mundo” (Jn 6, 51). Está claro que el preanuncio de la pasión y muerte salvífica, no sin referencias y preparación de la Eucaristía que había de instituirse el día antes de su pasión, como sacramento-pan de vida eterna (cf. Jn 6, 52-58).

4. A su vez, la tempestad calmada en el lago de Genesaret puede releerse como “señal” de una presencia constante de Cristo en la “barca” de la Iglesia, que, muchas veces, en el discurrir de la historia, está sometida a la furia de los vientos en los momentos de tempestad. Jesús, despertado por sus discípulos, orden a los vientos y al mar, y se hace una gran bonanza. Después les dice: “¿Por qué sois tan tímidos? ¿Aún no tenéis fe?” (Mc 4, 40). En éste, como en otros episodios, se ve la voluntad de Jesús de inculcar en los Apóstoles y discípulos la fe en su propia presencia operante y protectora, incluso en los momentos más tempestuosos de la historia, en los que se podría infiltrar en el espíritu la duda sobre a asistencia divina. De hecho, en la homilética y en la espiritualidad cristiana, el milagro se ha interpretado a menudo como “señal” de la presencia de Jesús y garantía de la confianza en Él por parte de los cristianos y de la Iglesia.

5. Jesús, que va hacia los discípulos caminando sobre las aguas, ofrece otra “señal” de su presencia, y asegura una vigilancia constante sobre sus discípulos y su Iglesia. “Soy yo, no temáis”, dice Jesús a los Apóstoles que lo habían tomado por un fantasma (cf. Mc6, 49-50; cf. Mt 14, 26-27; Jn 6, 16-21). Marcos hace notar el estupor de los Apóstoles “pues no se habían dado cuenta de lo de los panes: su corazón estaba embotado” (Mc 6, 52). Mateo presenta la pregunta de Pedro que quería bajar de la barca para ir al encuentro de Jesús, y nos hace ver su miedo y su invocación de auxilio, cuando ve que se hunde: Jesús lo salva, pero lo amonesta dulcemente: “Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?” (Mt 14, 31). Añade también que los que estaban en la barca “se postraron ante Él, diciendo: Verdaderamente, tú eres Hijo de Dios” (Mt 14, 33).

6. Las pescas milagrosas son para los Apóstoles y para la Iglesia las “señales” de la fecundidad de su misión, si se mantienen profundamente unidas al poder salvífico de Cristo (cf. Lc 5, 4-10; Jn 21, 3-6). Efectivamente, Lucas inserta en la narración el hecho de Simón Pedro que se arroja a los pies de Jesús exclamando: “Señor, apártate de mí, que soy hombre pecador” (Lc 5, 8), y la respuesta de Jesús es: “No temas, en adelante vas a ser pescador de hombres” (Lc 5, 10). Juan, a su vez, tras la narración de la pesca después de la resurrección, coloca el mandato de Cristo a Pedro: “Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas" (cf. Jn 21, 15-17). Es un acercamiento significativo.

7. Se puede, pues, decir que los milagros de Cristo, manifestación de la omnipotencia divina respecto de la creación, que se revela en su poder mesiánico sobre hombres y cosas, son, al mismo tiempo, las “señales” mediante las cuales se revela la obra divina de la salvación, la economía salvífica que con Cristo se introduce y se realiza de manera definitiva en la historia del hombre y se inscribe así en este mundo visible, que es también obra divina. La gente —como los Apóstoles en el lago—, viendo los milagros de Cristo, se pregunta: “¿Quién será éste, que hasta el viento y el mar le obedecen?” (Mc 4, 41), mediante estas “señales”, queda preparada para acoger la salvación que Dios ofrece al hombre en su Hijo.

Este es el fin esencial de todos los milagros y señales realizados por Cristo a los ojos de sus contemporáneos, y de todos los milagros que a lo largo de la historia serán realizados por sus Apóstoles y discípulos con referencia al poder salvífico de su nombre: “En nombre de Jesús Nazareno, anda” (Act 3, 6).

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CATECISMO

Las características de la fe

La fe es una gracia

153 Cuando San Pedro confiesa que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, Jesús le declara que esta revelación no le ha venido "de la carne y de la sangre, sino de mi Padre que está en los cielos" (Mt 16,17; cf. Ga 1,15; Mt 11,25). La fe es un don de Dios, una virtud sobrenatural infundida por él, "Para dar esta respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con el auxilio interior del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede `a todos gusto en aceptar y creer la verdad'" (DV 5).

La fe es un acto humano

154 Sólo es posible creer por la gracia y los auxilios interiores del Espíritu Santo. Pero no es menos cierto que creer es un acto auténticamente humano. No es contrario ni a la libertad ni a la inteligencia del hombre depositar la confianza en Dios y adherirse a las verdades por él reveladas. Ya en las relaciones humanas no es contrario a nuestra propia dignidad creer lo que otras personas nos dicen sobre ellas mismas y sobre sus intenciones, y prestar confianza a sus promesas (como, por ejemplo, cuando un hombre y una mujer se casan), para entrar así en comunión mutua. Por ello, es todavía menos contrario a nuestra dignidad "presentar por la fe la sumisión plena de nuestra inteligencia y de nuestra voluntad al Dios que revela" (Cc. Vaticano I: DS 3008) y entrar así en comunión íntima con El.

155 En la fe, la inteligencia y la voluntad humanas cooperan con la gracia divina: "Creer es un acto del entendimiento que asiente a la verdad divina por imperio de la voluntad movida por Dios mediante la gracia" (S. Tomás de A., s.th. 2-2, 2,9; cf. Cc. Vaticano I: DS 3010).

La fe y la inteligencia

156 El motivo de creer no radica en el hecho de que las verdades reveladas aparezcan como verdaderas e inteligibles a la luz de nuestra razón natural. Creemos "a causa de la autoridad de Dios mismo que revela y que no puede engañarse ni engañarnos". "Sin embargo, para que el homenaje de nuestra fe fuese conforme a la razón, Dios ha querido que los auxilios interiores del Espíritu Santo vayan acompañados de las pruebas exteriores de su revelación" (ibid., DS 3009). Los milagros de Cristo y de los santos (cf. Mc 16,20; Hch 2,4), las profecías, la propagación y la santidad de la Iglesia, su fecundidad y su estabilidad "son signos ciertos de la revelación, adaptados a la inteligencia de todos", "motivos de credibilidad que muestran que el asentimiento de la fe no es en modo alguno un movimiento ciego del espíritu" (Cc. Vaticano I: DS 3008-10).

157 La fe es cierta, más cierta que todo conocimiento humano, porque se funda en la Palabra misma de Dios, que no puede mentir. Ciertamente las verdades reveladas pueden parecer oscuras a la razón y a la experiencia humanas, pero "la certeza que da la luz divina es mayor que la que da la luz de la razón natural" (S. Tomás de Aquino, s.th. 2-2, 171,5, obj.3). "Diez mil dificultades no hacen una sola duda" (J.H. Newman, apol.).

158 "La fe trata de comprender" (S. Anselmo, prosl. proem.): es inherente a la fe que el creyente desee conocer mejor a aquel en quien ha puesto su fe, y comprender mejor lo que le ha sido revelado; un conocimiento más penetrante suscitará a su vez una fe mayor, cada vez más encendida de amor. La gracia de la fe abre "los ojos del corazón" (Ef 1,18) para una inteligencia viva de los contenidos de la Revelación, es decir, del conjunto del designio de Dios y de los misterios de la fe, de su conexión entre sí y con Cristo, centro del Misterio revelado. Ahora bien, "para que la inteligencia de la Revelación sea más profunda, el mismo Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe por medio de sus dones" (DV 5). Así, según el adagio de S. Agustín (serm. 43,7,9), "creo para comprender y comprendo para creer mejor".

159 Fe y ciencia. "A pesar de que la fe esté por encima de la razón, jamás puede haber desacuerdo entre ellas. Puesto que el mismo Dios que revela los misterios y comunica la fe ha hecho descender en el espíritu humano la luz de la razón, Dios no podría negarse a sí mismo ni lo verdadero contradecir jamás a lo verdadero" (Cc. Vaticano I: DS 3017). "Por eso, la investigación metódica en todas las disciplinas, si se procede de un modo realmente científico y según las normas morales, nuca estará realmente en oposición con la fe, porque las realidades profanas y las realidades de fe tienen su origen en el mismo Dios. Más aún, quien con espíritu humilde y ánimo constante se esfuerza por escrutar lo escondido de las cosas, aun sin saberlo, está como guiado por la mano de Dios, que, sosteniendo todas las cosas, hace que sean lo que son" (GS 36,2).

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Ejemplos Predicables

Leibnitz habla de los misterios.

— La existencia de los misterios es la consecuencia lógica de estas dos premisas: 1ª) nuestra inteligencia es limitada; 2ª) Dios es infinito.

Por su finitud, la inteligencia jamás podrá en tender el misterio, porque es superior a sus alcances; pero tampoco jamás podrá encontrar nada que repugne al misterio. Es decir, que el misterio es superior a la razón pero no contrario a la misma. Estaba en lo cierto Leibnitz cuando escribía: "En las cosas incomprensibles es imposible encontrar lo absurdo, como quiera que no hay nada más evidente que aquello cuyo absurdo nosotros afirmamos". Para juzgar absurda una cosa es fuerza entenderla. Si no entendemos los misterios ¿cómo diremos que son absurdos?

Perardi:

Existencia del misterio. — Con harta sensatez decía un sabio: “Si yo comprendiera los misterios, me costaría más creerlos. Desconfío de un tema de religión demasiado humano y que el hombre sea capaz de imaginar. Dios habla; habla de Dios; lo que me enseña debe ser superior a mi razón.... Una luz finita no basta para comprender lo infinito”.("La Dottrina Cattolica").

Hillaire:

Los incrédulos creen en sus misterios. — Vosotros que no queréis misterios en la religión, ¿Que pensaríais del ciego de nacimiento que negara la luz y los colores porque no se puede formar ninguna idea sobre el particular? ¿Del Ignorante que negara las maravillas de la electricidad, por que no las comprende? ¿Del salvaje africano que negara la existencia del hielo, porque nunca lo ha visto?... Los trataríais de insensatos... ¡Pues insensatos sois vosotros mismos!... "Por una deplorable anomalía, los hombres que se muestran arrogantes para con los misterios de Dios encuentran natural que haya en su inteligencia verdades demostradas que son misterios para un campesino. Pero encuentran inadmisible que haya en Dios verdades que son oscuridades para ellos. Para complacerles fuera menester que Dios tuviera la amabilidad de dejar de ser infinito, para reducirse a la capacidad de un espíritu que no lo sea. Si esto se llama filosofía, considérome dichoso al comprobar que no es ni razón ni buen sentido". ("La Religión demostrada").

Canssette

Los incrédulos se niegan a creer en los misterios de la religión con el pretexto de que no los comprenden, y en cambio admiten los absurdos del ateísmo, del materialismo, del panteísmo, del darwinismo, etc., que comprenden menos todavía. Entre las varias hipótesis que han imaginado para explicar el mundo sin Dios, ¿hay una siquiera en que no estemos obligados a admitir los misterios más repugnantes y absurdos?... Ellos realizan así la frase de Bossuet: "Para no admitir verdades incomprensibles, caen en errores incomprensibles". (Idem).

(Salio el Sembrador…, TomoVII, Volúmen I, Ed. Guadalupe, Buenos Aires, 1950, Pág. 108 y ss).


31. 7 de agosto de 2005

EL SEÑOR QUE ESTA EN EL SUSURRO, CAMINA SOBRE EL AGUA

Autor: Padre Jesús Marti Ballester

1. "Al llegar Elías al monte de Dios, al Horeb, se refugió en una gruta". Cuando Jezabel, esposa del rey Ajab, que ha introducido en Israel, centenares de sacerdotes y profetas idólatras de Baal, correspondientes a la religión de su padre y venidos de Fenicia, amenazó de muerte a Elías, que había degollado a cuatrocientos. Elías, presa del miedo, huyó, adentrándose en el desierto y pasó de todo: hambre y sed, desesperación, y deseo y petición de morir, hasta que recibió aliento con la comida y bebida de Dios, compasivo y misericordioso, pues si el afligido invoca al Señor él lo escucha y apaga sus angustias. Elías, " con la fuerza de aquel manjar caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el monte de Dios, el Horeb". Y aquella comida de tal manera le enardeció, que desde entonces sintió un poderoso atractivo por aquella inmensa montaña como si desarrollara sobre él una fuerza magnética. La palabra de Dios es penetrante y robusteciente, probadlo y veréis: “¿Hay alguien triste entre vosotros? Ore”, amonesta Santiago. En Horeb le esperaba Dios. El que come y bebe a Dios en sus palabras, siente que el atractivo de Dios le va creciendo hasta comerle las entrañas. En el Horeb de la oración nos espera a todos los desalentados, a todos los enfermos del cuerpo o del alma. Y por allí pasa Dios, como le ocurrió a Elías. Cuando Elías llegó al monte se refugió en una gruta, y le dijo Dios: "El Señor va a pasar". Primero se desecadenó un viento huracanado que agrietaba los montes y rompía los peñascos y Elías pensó que no lo contaba; después un terremoto y creyó que perecía; después sobrevino un fuego devorador y Elías se vio sumergido en el infierno, lejos de Dios. Está claro que en ninguno de los tres elementos estaba el Señor. Cuando pasó la terrible prueba."se oyó una brisa tenue; al sentirla, Elías se tapó el rostro con el manto. Oyó una voz que le decía: ¿Qué haces aquí, Elías?": -"Me consume el celo por el Señor y por eso me buscan para matarme".

Cuando Dios abrasa en su amor a un alma, sufrirá afortunadamente las consecuencias. ¿Qué hará un cristiano, comido por el celo del Señor?. Junto con las persecuciones e incomprensiones, recibirá la fuerza, como Elías, comiendo el pan y bebiendo el agua de la palabra, y Dios, al fin no lo dejará. Le fortalecerá con sus consuelos y promesas.

2. El Señor no estaba ni en el huracán, ni en el terremoto ni en el fuego, sino en la brisa. “La ira del hombre no produce la rectitud que él quiere“ (St 1,21). En la turbación no hacer mudanza”, dice San Ignacio. Dios dueño y señor de la historia, conduce los acontecimientos con la suavidad de la brisa, aunque también permite que los hombres desaten huracanes. Es verdad que Dios actúa con la fuerza del huracán, pero su acción es imperceptible, apenas si se nota, como apenas se siente el suave susurro de la brisa suave y placentera. Elías y todos los hombres de acción, deben encauzar el celo por la causa del Señor de la manera natural y suave que no destruye como el huracán, sino construye por los medios ordinarios y aparentemente insignificantes, como una mansa corriente que es empujada desde el fondo por la fuerza formidable de todo el caudal invisible. La fuerza evangelizadora radica más en la intimidad interior de la suave brisa que nace en la escucha callada y sonora de la Palabra, que en la tormenta huracanada de la actividad frenética, que siembra improvisación, inquietud, nerviosismo e irreflexión. Y así es como el Señor educa a Elías: Después de gozar en paz el susurro de la brisa, "desanda tu camino hacia Damasco, unge rey de Siria a Jazael, rey de Israel a Jehú, y profeta sucesor tuyo a Eliseo" 1 Reyes 19,9.

3. Dios es Dios de paz. Todo lo que produce intranquilidad no es de Dios, es del diablo. "Dios anuncia la paz. La salvación está ya cerca de sus fieles y la gloria habitará en nuestra tierra".

Piedad y fidelidad. Son frutos de la paz. Como Dios es fiel y la misma paz, quiere que el hombre, sobre todo el evangelizador, sea hombre de paz y de piedad, de misericordia y de fecundidad. A través del perdón y de la benignidad, de la justicia y de la caridad, los hombres de Dios harán brotar en la sociedad, como un fruto espontáneo, la civilización del amor. Será una reforma vigorosa de la comunidad humana, que repercutirá en la abundancia y prosperidad de bienes materiales, pues el mismo Señor que nos dará la lluvia Salmo 84, es el que camina sobre las aguas, y el que nos pide la fe, de cuya debilidad reprende a Pedro y en él a todos los hombres de poca fe que somos todos. El Señor domina los elementos, y los reduce, como cachorros, a sus pies. Al aclamarlo como "Dios bendito por los siglos" Romanos 9,1, esperemos en el Señor, pendientes de su Palabra Salmo 129,5.

4. "Después de despedir a la gente subió al monte a solas para orar" Mateo 14,22. Decíamos en la homilía anterior que cuando Jesús había invitado al retiro a sus discípulos, que venían de desarrollar su primera aventura apostólica, vio a la multitud que les seguía y cambió, por lástima, su plan y decíamos que hay que saber dejar a Dios por Dios, para después dejar a los hombres, también por Dios. Es lo que hace hoy. “Después de despedir a la gente subió al monte a solas para orar. Llegada la noche estaba allí solo”. Me pregunto: ¿Por qué se va solo y empuja a sus discípulos a que se vayan con la multitud?. Porque sabía que ésta quería proclamarlo rey, y la fe imperfecta de sus discípulos se habría sumado a ella, porque el hombre, aunque sea apóstol, se complace más en los halagos que en los combates; prefiere más ser aceptado, querido y buscado y aclamado, que discutido, clasificado y modernizado, por eso Jesús se va, dejando solos a sus discípulos, que aún no han comprendido en profundidad que su reino no es de este mundo. Los discípulos estaban más cerca de la mentalidad de la multitud que de la de Jesús. Si el evangelio nos presenta a Cristo tantas veces orando, aunque tenga mucho trabajo, por muchos problemas con que le acucie la gente, es porque la oración es el pan del cristiano, sin el cual, en esta vida naufraga su fe. Le pasó a san Pedro. Al amanecer vieron los discípulos a Jesús caminando sobre el agua. “Señor, si eres tú, mándame ir hacia tí, andando sobre el agua”, dijo Pedro. “-Ven”, dice Jesús. Por una vez Pedro deja de obrar según su ímpetu natural e impaciente. Sólo se lanza cuando obedece la orden de Jesús: “Ven”.Bajó de la barca Pedro, y echó a andar sobre el agua. Al sentir con fuerza la ráfaga del viento, le entró miedo, empezó a hundirse. En el agua sosegada no corrió peligro. Fue un momento. Se enfureció el agua y se vio perdido. En tiempo normal todo discurre como una seda, pero en la vida no todo es normal. Hay muchas vicisitudes, tormentas, turbulencias y el hombre no se ve capaz de capear tantos temporales. Un recuerdo le quedó a Pedro, que es al que Jesús empujaba, orar gritando, y esta era la lección enorme para la Iglesia de Pedro, para la que Jesús le está entrenando a gobernar, sabiendo que esa barca tendrá en la historia muchos embates, problemas y persecuciones. Pedro gritó: "Señor, sálvame". En cuanto subieron a la barca amainó el viento”. Cesó la tempestad y le aclamaron “Hijo de Dios”. Así es como Jesús fortificó la fe de sus discípulos, sobre todo de Pedro, que había de ser el mayor de los hermanos.

5. Sentir miedo es común a todos los hombres ante la dificultad inesperada, o más fuerte que sus fuerzas. Como Elías, perseguido por Jezabel, que había importado de Fenicia el culto a Baal con sus centenares de sacerdotes y profetas, como Moisés ante el Faraón de Egipto, como Pedro cuando empezó a hundirse, todos experimentaron el miedo. Pero Jesús quiere que Pedro y los suyos aprendan: Les pone en la dificultad para que clamen a él. Si el tener miedo es propio del hombre, aclamarse a Dios en su poca fe es su salvación. "¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?" El resultado fue que todos reconocieron el poder de Jesús y su filiación divina: "Realmente eres Hijo de Dios". También podemos sacar la lección que en los grandes peligros Dios no suscita multitudes, sino un solo hombre.

6. Y ¿si Jesús no hubiera atendido su grito? ¿Se hubiera hundido? ¿Fallaba el grito? En momentos límite hemos visto en la práctica el aparente fracaso de nuestra oración. Ahí se cierra el misterio. Hay un bien mayor, superior en el aparente fracaso. Ese fracaso, como el del Calvario, es la espiga que brota de la prueba. El conoce el mar y nos conoce mejor que nosotros mismos. Dejémosle ser Dios y hágase tu Voluntad.

7. Un solo hombre como Pablo: que siente ”una gran pena y un dolor incesante, pues por el bien de mis hermanos, quisiera incluso ser proscrito lejos de Cristo” Romanos 9,1. Traducido a nuestro lenguaje, ofrece su propia vida humana por la salvación eterna de sus hermanos. Hay personas heroicas que, movidas por el amor de Cristo, ofrecen sus vida por los que aman. Esto no se comprende en un siglo egoísta en busca de su propio placer y bienestar que rehuye el compromiso, que promete y no cumple; que carece de pundonor para mantener la palabra dada; que hace concebir esperanzas que no tiene empacho en quebrantar. Pero algún cristiano ha tomado en serio el ejemplo de Cristo que ha entregado su vida por los hermanos amados. Tenemos procederes cercanos: San Maximiliano Kolbe se entregó a la muerte en Auschwitz por un padre de familia; la madre Teresa de Calcuta, la ha entregado por los pobres. Santa Teresita del Niño Jesús se entregó por el criminal Pranzini. Y hoy también hay almas excepcionales que la entregan por las personas amadas. Es la mayor prueba de amor: “Nadie tiene más amor que el que da la vida por los que ama, sus amigos”. Los pusilánimes no lo creen ni, menos, lo practican.

8. En medio de las borrascas de la vida es cuando el hombre siente más imperiosamente la necesidad de pedir ayuda. Y ¿a quién iremos, Señor? ¡Tú tienes palabras de vida eterna! (Jn 6,69).

9. Al recibir ahora la Palabra de Dios, y al contemplarle consagrado en el altar dentro de unos momentos, confesemos también nosotros que es el Hijo de Dios, que ha venido a salvarnos, y agradezcamos rendidamente su venida.


32. DUDAR Y HUNDIRSE

Se refiere el título a lo que le sucedió a San Pedro cuando comenzó a hacer una cosa imposible para nuestra naturaleza humana: caminar sobre el agua. ¿Cómo sucedió este milagro y por qué Pedro comenzó a hundirse? (Mt. 14, 22-33)

Sucedió que, enseguida de la multiplicación de los panes y los peces, Jesús ordenó a los discípulos que subieran a la barca y se trasladaran a la otra orilla del Lago de Genesaret. El Señor despidió a la gente y subió al monte para orar a solas. Mientras tanto, los apóstoles tenían dificultades en la travesía nocturna, pues las olas eran fuertes y había viento contrario.

Y el Señor se les aparece ya en la madrugada, pero de una forma peculiar: viene Jesús caminando sobre el agua. Ellos se asustan de tal manera, que daban gritos de terror. Nos dice el Evangelista Mateo, testigo presencial del hecho, que el susto venía porque creían que Cristo era un fantasma. Y El los calma diciéndoles: “Tranquilícense y no teman. Soy yo”.

San Pedro, como siempre intrépido e impulsivo, le dice: “Señor, si eres tú, mándame ir a tí caminando sobre el agua” . Y el Señor le concede tan atrevida petición. Pero ¿qué sucede? Efectivamente, Pedro comienza a caminar sobre el agua, igual que Jesús, pero en un momento dado “al sentir la fuerza del viento, le entró miedo y comenzó a hundirse”. Dudó y se hundió.

¡Cómo nos parecemos nosotros a los Apóstoles! Nuestra vida espiritual está llena de pasajes como éste de Pedro. Comencemos por el principio. ¡Cuántas veces Jesús pasa por nuestra vida, Jesús toca nuestra puerta ... y no lo reconocemos o no le respondemos ... y hasta podemos creer que no es Dios quien nos llama, sino “quién sabe quién”, porque lo que nos propone, no nos gusta o creemos que no nos conviene! Nos cegamos y no vemos a Dios donde Dios está.

San Pedro duda y comienza a hundirse, para luego el Señor rescatarlo dándole la mano. Hay que confiar plenamente, para no hundirse. La seguridad nos viene, no porque no hayan tormentas ni turbulencias en nuestra vida, sino porque confiamos ciegamente en que Dios no nos dejará hundir. No es la ausencia de tempestades lo que me da paz, sino la confianza plena de que -en tierra firme o sobre las aguas, en tormenta o en calma- el Señor está conmigo. Y todas las tormentas son ¡nada! ante su Poder infinito.

La seguridad no consiste en no tener tormentas alrededor, sino en saber que Jesús está allí, tanto en la tormenta, como en la calma, tanto en la luz, como en la oscuridad.

Lo que sucede a los hombres y mujeres de hoy es que confían más en sus propias fuerzas y en sus propios recursos, que en Dios y en lo que Dios hace en nosotros. Creemos que lo que logramos son logros nuestros, olvidándonos que ¡nada! podemos si Dios no lo hace en nosotros. “Nuestra” inteligencia, “nuestras” capacidades , nuestras “habilidades” ... ¿son realmente “nuestras” o nos vienen de Dios? Entonces ... los logros ¿de Quién son?

Ciertamente, hay un esfuerzo por parte nuestra. Pero hasta el poder hacer ese esfuerzo es gracia de Dios. Si hasta cada latido de nuestro corazón depende de Dios, ¿cómo podemos creer que los logros son nuestros?

Si confiamos en nosotros mismos y no en Dios, si confiamos más en nosotros que en Dios, estamos en peligro de hundirnos ... si es que ya no nos hemos hundido. Sea en tierra o en mar, en calma o en tempestad, podremos ir en paz y con seguridad si tenemos toda nuestra confianza puesta en Dios.

Homilía.org


33.

Comenta: Padre Mario Santana Bueno,
sacerdote de la diócesis de Canarias.

Homilía

Cristo despidió a la multitud, y a sus discípulos los hizo subir a la barca, pero Él subió al monte solo. Después de haber hecho el milagro con la multitud y dejado un encargo a sus discípulos, el retiro voluntario de Jesús se nos ofrece como meditación e invitación a cada uno de nosotros.

Muchas veces la gente confunde soledad con aislamiento. La soledad en tantos y tantos momentos de la vida es no sólo conveniente sino necesaria. La soledad desvela nuestras carencias y riquezas y nos hace entender de verdad quienes somos. Hay personas que tienen miedo no a quedarse a solas sino la soledad, no la aguantan ni la toleran, les es muy costoso encontrarse consigo mismo.

¿Estás interiormente vacío? ¿Por qué crees que hay personas que prefieren el bullicio al silencio?

Los discípulos estaban ya lejos cuando se encontraron con una tormenta. Sienten miedo… En el Evangelio una y otra vez se nos dice: “no tengan miedo…” El miedo es algo connatural al ser humano. Hay miedo a todo lo que desconocemos y a lo que conocemos. Hay personas que son auténticos nidos de miedos interiores donde el temor se ha convertido en su única referencia.

En la vida espiritual el tener miedo tiene un doble y preocupante significado:

1. Muchas veces se tiene miedo porque no se confía de verdad en Dios.
2. El miedo exterior puede perturbar nuestro interior, ya que, al perder la serenidad, se pierde el control mental y el equilibrio emocional.

Pedro se asusta. Es un hombre osado, pero lleno de temor por lo que estaba ocurriendo a su alrededor, y así y todo es capaz de querer ir con Jesús, a su lado. No dijo: Mándame ir sobre las aguas… sino que dijo: mándame ir a ti… Sacar fuerzas de nuestros propios miedos para pedir al Señor que queremos estar con Él, en su dirección, a su lado; qué bonita enseñanza nos deja el apóstol.

¿Eres capaz de confiar plenamente en el Señor? ¿Cuándo comienzas algo en tu vida intentas ponerlo en manos del Señor?

Jesús le pide a Pedro que venga hacia Él. Pedro anda sobre el agua al fiarse de Jesús. ¡Cuántas veces nos movemos por aguas inseguras e incluso peligrosas y sólo Dios es quien no nos deja que nos hundamos en nuestros propios miedos!

Pedro se puso a andar en dirección a aquel a quien tanto quería. Su desconfianza estaba motivado por la fuerza del viento y, aunque estaba caminando en la dirección correcta apareció de nuevo el temor y comenzó a hundirse. Cuando la fe le sostenía se mantenía, desde que la fe le faltó empezó a desequilibrarse. El hundimiento de nuestros espíritus se debe a la debilidad de nuestra fe.

Somos débiles porque nuestra fe es débil. El verdadero creyente nunca se hunde del todo. Pedro empieza a gritar a Jesús: “¡Sálvame, Señor!” y nos deja así una enseñanza permanente para nuestra vida: también nosotros tenemos que pedir desesperadamente la salvación de Dios.

Jesús le salva del peligro agarrándolo. Es una escena parecida a la que vemos en esos ya frecuentes salvamentos marítimos que nos ponen por televisión, pero este es un salvamento más completo: le devuelve la vida que se perdía por momentos y le da motivos más que convincentes para seguir viviendo; en una palabra: le salva.

La mano de Cristo siempre está extendida para salvar al que lo necesita.

Cuanto más creamos menos dudaremos. Todas las dudas y temores que nos desalientan se deben a la debilidad de nuestra fe. Dudamos porque nuestra fe es poca y eso les pasó a los mismos discípulos que compartieron todo con Jesús y, sin embargo, fueron tan fáciles a la hora de dudar.

¿Cuáles son las seguridades de tu vida?

El Señor subió a la barca y se calmó el viento y la tempestad. Cuando Dios entra en la vida de una persona, a su interior, hace que cesen allí los vientos y las tempestades y nos trae su paz.

El método para permanecer tranquilos en medio de las pruebas de la vida, es el reconocer que Él es un Dios con nosotros, que está a nuestro lado pendiente de lo que nos sucede.

A este Evangelio se le dan dos interpretaciones. Lo menos importante es si Jesús caminó realmente sobre el agua o que la barca se acercó a la orilla llevada por el viento y el temporal; lo importante es que Jesús estuvo allí para ayudarlos. Cuando todo parecía irremediable, el Señor estaba en el sitio justo para ayudar y salvar.

Lo que ocurrió es una señal y un símbolo de lo que Él hace siempre por los suyos cuando el viento nos es contrario y estamos en peligro de que nos traguen las tormentas de la vida.

Pedro siempre en los peores momentos se agarró a Cristo, como muchos cristianos de hoy. Lo maravilloso de Pedro es que cada vez que cayó, se levantó otra vez; tiene que haber sido verdad que hasta sus fracasos le acercaron más y más a Cristo. Un santo no es el que no falla nunca, sino uno que se levanta y sigue adelante cada vez que cae. Los fracasos de Pedro sólo le hicieron amar más a Jesús.

* * *

1. ¿En qué momentos de tu vida sientes la presencia del Señor?
2. ¿Cuáles son los temores que has superado en tu vida?
3. ¿Te sientes salvado por el Señor?
4. ¿Qué es para ti ser santo?
5. ¿Eres co-salvador de los más débiles y necesitados? ¿Cómo?


34. 435. Dios siempre ayuda

I. La Primera lectura de la Misa (1 Rey 19, 9; 11-13) nos presenta al Profeta Elías, cansado y desalentado, a quien el Señor se manifestó como un viento suave, como un susurro, expresando así su misteriosa espiritualidad y su delicada bondad con el hombre débil. Elías se sintió reconfortado para la nueva misión que el Señor quería que llevara a cabo. El Evangelio (Mateo, 14, 22-33) nos relata una de las tempestades que sufrieron los Apóstoles sin que Jesús estuviera con ellos en la barca. La barca estaba batida por las olas, y en peligro de zozobrar. Jesús se les acercó caminando sobre las olas y les dijo: Tened confianza, soy Yo, no temáis. Esas palabras consoladoras las hemos oído muchas veces de forma diferentes en la intimidad del corazón, ante sucesos desconcertantes y situaciones difíciles de nuestra vida. En la debilidad, en la fatiga, Jesús se nos presenta y nos dice: Soy Yo, no temáis. Nunca falló a sus amigos. Y si nosotros no tenemos otro fin en la vida que servirle, ¿cómo nos va a abandonar?

II. Cuando los Apóstoles oyeron a Jesús, se llenaron de paz. Pedro le pide con audacia: Señor, si eres Tú, manda que yo vaya a Ti sobre las aguas. Y el Maestro le contestó: Ven. Pedro tuvo mucha fe, y cambió la seguridad de la barca y comenzó a andar sobre las aguas hacia Jesús. Fueron unos momentos impresionantes de firmeza y de amor. Pero Pedro dejó de mirar a Jesús y se fijó más en las dificultades que lo rodeaban, y se atemorizó. Olvidó que la fuerza que lo sostenía no dependía de él sino de la voluntad del Señor. Pedro comenzó a hundirse por la falta de confianza en Quien todo lo puede. ¡Señor, sálvame! Gritó. Jesús extendiendo la mano, lo sostuvo y le dijo: Hombre de poca fe, ¿porqué has dudado? A veces a nosotros nos puede suceder lo que a Pedro, que dejamos de mirar a Jesús, que nuestra vida de piedad se ha relajado, que nuestra oración es menos atenta, que somos menos exigentes con nosotros mismos. Para salir a flote, Pedro tuvo que asir la mano del Señor, y eso haremos nosotros, porque junto a Cristo se ganan todas las batallas.

III. Hemos de aprender a no temer nunca a Dios, que se presenta en lo ordinario y también en la tormentas de los sufrimientos, físicos y morales de la vida: Tened confianza, soy Yo, no temáis. Dios nunca llega tarde para socorrernos, y ayuda siempre en cada necesidad. Él llega, aunque sea de modo misterioso y oculto, en el momento oportuno. Y cuando por alguna razón nos encontramos en una situación penosa, con el viento en contra, Él se acerca. Ponemos por intercesora a la Virgen Santísima. Ella nos ayuda a clamar: Renueva, Señor, las maravillas de Tu amor.

Fuente: Colección "Hablar con Dios" por Francisco Fernández Carvajal, Ediciones Palabra. Resumido por Tere Correa de Valdés Chabre


35. ¿Has caminado alguna vez sobre las aguas?

Fuente: Catholic.net
Autor: P. Sergio A. Cordova

Se cuenta que en una ocasión un grupo de norteamericanos fue de peregrinación a Tierra Santa. Y estando ya a orillas del mar de Galilea, extasiados por la belleza del lugar, expresaban su alegría incontenible al contemplar ese lago que tantas veces había visto nuestro Señor con sus propios ojos y en cuyas aguas había navegado junto con sus discípulos. Y deciden embarcarse y hacer una breve travesía. Los que alquilaban las barcas –que eran judíos muy “judíos”– pensaron que con esos turistas harían su agosto: –“Queremos ir a Cafarnaún en barca”– les dicen los americanos. Las distancias del lago no son muy grandes y con un bote de motor se hace hoy en día en una media hora. –“Pues el viaje les cuesta 700 dólares”–les contestan. Al ver el espanto de los peregrinos por el precio tan alto, añaden los dueños de la barca: –“Amigos, es que este lago es muy especial. Sobre estas aguas caminó Jesús”–. Y, sin pensarlo dos veces, comentan los visitantes: –“¡Pues claro, con ese precio no nos extraña!”.

Bueno, dejando la broma aparte, es un hecho que Jesucristo nuestro Señor anduvo sobre las aguas de este mar de Galilea en más de una ocasión. Por la fuerza de la rutina, estamos acostumbrados a escucharlo y ya no nos causa demasiada impresión. Pero, imaginémonos a Cristo caminando sobre las aguas... ¡Era algo sumamente extraordinario y prodigioso! Tanto que sus discípulos –nos narra el Evangelio– “se turbaron y se pusieron a gritar pensando que era un fantasma”.

Sí. Cristo tenía unos poderes sobrenaturales y divinos. Era el Señor de la naturaleza y toda ella le obedecía: el viento, los mares, las enfermedades y hasta la misma muerte. Todo le está sometido. El domingo pasado veíamos cómo Jesús multiplicaba cinco panes y dos peces para dar de comer a una inmensa multitud. Y en el Evangelio de hoy camina sobre las aguas, hace caminar también a Pedro sobre el mar y aplaca la tempestad con su sola presencia. ¡Éste es Jesús: nuestro Señor, nuestro Rey, nuestro Dios todopoderoso! Con Él, ¿qué podemos temer?

Jesús, en medio de la tempestad, anima a sus apóstoles atenazados por el miedo: “Tened confianza. Soy yo. No temáis.”. ¡Qué seguridad nos infunde este Cristo Señor y disipa todos nuestros temores, miedos, angustias, desesperaciones! Sólo Él puede llenarnos de confianza cierta. ¡Y cuánto lo necesitamos en nuestra vida de todos los días!

Pero Pedro, que todavía no acababa de creérselo del todo, le dice, con un cierto tono de desafío y de respeto: “Señor, si eres tú, mándame ir a ti sobre las aguas”. Y Cristo, ni corto ni perezoso, le cumple su “caprichito”: “Ven”. Una sola palabra. Un monosílabo. Y eso fue suficiente para que Pedro saliera disparado, como una flecha, fuera de la barca. Comienza a andar, también él, sobre las aguas.

Pero, fíjate lo que viene a continuación: ¡Pedro comienza a hundirse! ¿Qué fue lo que pasó si ya prácticamente se había hecho el milagro? Que Pedro dudó, desconfió del Señor, dejó de mirar a Cristo y comenzó a mirarse a sí mismo y la fuerza del viento, y fue cuando todo se vino abajo: “Viendo el viento fuerte –nos dice el Evangelio– temió y, comenzando a hundirse, gritó: Señor sálvame”. Jesús lo coge entonces de la mano y le reprocha con dulzura su desconfianza: “Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?” Y es que para nuestro Señor es mucho más milagro que tengamos fe, que confiemos siempre en Él, ciegamente, a pesar de todos los obstáculos y adversidades de la vida, que hacernos caminar sobre los mares.

Y ésta era la lección que nos quería dejar: la necesidad de la FE y de una confianza absoluta en su gracia y en su poder. ¡Esa es la verdadera causa de los milagros! Cuando Jesús iba a obrar cualquier curación –pensemos en el paralítico, en el leproso, en el ciego de nacimiento, en la hemorroísa, en la resurrección de la hija de Jairo, en el siervo del centurión y en muchos otros más– la primera condición que pone es la de la fe y la confianza en Él. Y precisamente así termina este pasaje del lago: “Ellos se postraron ante Él, diciendo: Verdaderamente, tú eres Hijo de Dios”. Una maravillosa profesión de fe. Si nosotros tenemos fe en Jesús, no sólo caminaremos sobre las aguas gratis, sin necesidad de una barca o de un salvavidas –y sin pagar 700 dólares–, sino que seremos capaces de cosas aún mucho más importantes... ¡Con Jesús todo lo podemos!