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-El
hambre.
La
multiplicación de los panes y peces, que considerábamos el domingo
pasado, supuso un notable éxito popular para Jesús. Pero no era ése
el éxito que Jesús deseaba. La multitud de seguidores comió, se
sació y con ello se dio por satisfecha. Todo lo que deseaban era
satisfacer el hambre. Por eso todos estaban de acuerdo a la hora de
proclamar rey a Jesús.
Con
un rey así, pensaron, tenían cubiertas, de una vez por todas, todas
sus necesidades. Pero Jesús soslayó la tentación populista y declinó
el compromiso. Su misión no era dar de comer a los hambrientos, sino
despertar el hambre de los satisfechos. Para eso había venido al mundo,
para descubrir a los hombres que la vocación humana es la libertad y la
solidaridad.
-El
desierto.
Nos
cuenta la primera lectura una situación semejante de hace tres mil
años. El pueblo de Israel, liberado de la esclavitud de Egipto,
emprende animosamente el éxodo, la aventura de la libertad. Pero el
ejercicio de la libertad es comprometido y no todos los que se declaran
partidarios de la libertad asumen con igual empeño su responsabilidad.
De ahí que, al cabo de unas jornadas, acuciados por el hambre en el
desierto, añoran los ajos y las cebollas de Egipto y menosprecian la
libertad. El desierto es el lugar de la prueba, es la intimidad del
hombre y la soledad imponente de la decisión. El desierto es la imagen
de esta vida y de todo cuanto los hombres hemos ido añadiendo a la vida
hasta convertir el mundo en un lugar inhóspito y la vida en un modo de
convivencia inhumano.
-El
maná.
El
maná fue la señal del cielo para el pueblo de Israel. La mañana en
que vieron la tierra cubierta del fruto del tamarisco, entendieron que
el Señor estaba con ellos. Comieron y se saciaron y quedaron
reconfortados para continuar la aventura. Y esto les ocurriría muchas
veces durante el éxodo, hasta que llegaron a la tierra prometida. Unas
veces les faltaba el pan y encontraban el maná, otras añoraban la
carne y podían cazar codornices, llegó a faltarles el agua y la
encontraron en la que brotaba de una peña. A medida que iban dando
respuesta a sus necesidades inmediatas, iban también encontrando la
respuesta y la providencia de Dios. Hoy la técnica es el maná de
nuestro tiempo. En las maravillas de la tecnología vamos descubriendo
el modo de resolver la satisfacción de nuestras necesidades. Porque
necesitamos comer para vivir.
-El
pan del cielo.
Pero
corremos el riesgo de vivir para comer, o, lo que es lo mismo, vivir
para consumir. Los productos del trabajo del hombre y de la técnica,
que adquirimos en los establecimientos de venta, apenas nos dicen nada
más que el precio que hemos de pagar, o el pequeño placer que nos va a
proporcionar. No es un maná que viene del cielo. Nosotros sabemos o
creemos saber de dónde viene, cómo se produce y cuánto cuesta.
Creemos
saberlo todo. Y en consecuencia, nos atribuimos todo el mérito. Como
ocurrió mil años más tarde del éxodo, los judíos contemporáneos de
Jesús ya habían perdido de vista la perspectiva del maná, don de
Dios, para echar en cara a Jesús que fue Moisés quien les diera pan
del cielo. Y Jesús tuvo que puntualizar: no fue Moisés quien hizo
bajar pan del cielo, sino el Padre. Perder de vista la providencia de
Dios y su obra creadora y atribuirnos todo el mérito de lo que sólo es
manipulación de la naturaleza creada por Dios y puesta a disposición
de todos los hombre, es convertir el pan del cielo en mero pan, que
sólo satisface el hambre y que ni siquiera satisface el hambre de
todos. Porque cuando nos apropiamos el pan y todas las cosas, lo
despojamos de su sentido religioso y universal y no lo compartimos, y
así lo desnaturalizamos.
-El
pan de vida (PAN-DE-V).
El
pan del cielo es el pan de vida, el que no sólo sirve para sustentar la
vida, sino que le da sentido. Por eso Jesús nos dice hoy que trabajemos
no por el pan que perece, sino por el que perdura. Es perecedero el pan
que sólo sirve para consumir y nos hace consumidores. Perdura el pan
que se reparte y comparte y que nos hace hermanos. Todos los bienes del
mundo, todos los productos del trabajo y de la técnica tienen, además
de su utilidad inmediata, un sentido y una dimensión trascendental.
Porque pueden servirnos para especular y explotar, y así sembrar
discordia y enfrentamiento entre los hombres; o pueden servirnos para
distribuir y compartir, y así colmar de gozo y de sentido humano la
convivencia.
-Vamos
a partir el pan.
Porque
sólo hay dos modos de vivir y entender la vida: o acaparar o repartir,
o compartir o competir.
Como
dice Pablo, y nos insta hoy a nosotros, si somos cristianos, no podemos
movernos en la vaciedad de los criterios como los gentiles. El camino
del egoísmo, de la ambición, lleva ineludiblemente a la desigualdad,
al abismo entre pobres y ricos, la explotación, la injusticia y la
destrucción. Los cristianos tenemos que dejarnos renovar por el
Espíritu de Jesús y cambiar de criterio de acuerdo con nuestra nueva
condición de hijos de Dios, hermanos de todos.
Cada
vez que nos reunimos a celebrar la eucaristía, a partir el pan, como
decían los primeros cristianos, lo hacemos para llenarnos del espíritu
de Jesús y recuperar su punto de vista y así descubrir el sentido del
pan y de todas las cosas, que es su dimensión humana universal. En la
eucaristía celebramos ya, como un anticipo, esa gran fraternidad de
todos los hombres hijos de Dios. Pero no podemos dar por supuesto lo que
aún esperamos. Y así, la eucaristía es el maná que alimenta nuestra
fe y nuestra esperanza en la gran marcha de la caridad hasta dar la
vuelta al mundo y construir sobre él una sociedad de iguales y de
hermanos.
EUCARISTÍA
1988, 37
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