La
liturgia de la Palabra de éste y de los próximos domingos domingos quiere
hacernos reflexionar sobre un tema central del Evangelio: el Reino de Dios. Cada
domingo, a través de las parábolas, nos acercará a una faceta distinta de
este misterio. Hoy la parábola que
nos habla del Reino es la de la cizaña y el trigo.
Decimos
que a través de las parábolas, Jesús nos va acercando al misterio del Reino
de Dios, porque el Reino es ciertamente un misterio, una realidad que no
acabaremos de aprehender nunca. El Reino no es como nosotros quisiéramos, ni su
lógica es la nuestra, ni su crecimiento obedece a los criterios que nosotros
quisiéramos proyectar sobre él. Y esto se pone de relieve claramente en la
parábola de la cizaña y el trigo.
El
mundo es el campo de la parábola. Y en el mundo, como en aquel campo,
observamos la presencia simultánea del bien y del mal. Una presencia no sólo
simultánea, sino tan entrelazada y entretejida, que resulta difícil distinguir
el bien y el mal. En el campo no crece el trigo en un lado y la cizaña
enfrente. Trigo y cizaña se encuentran mezclados. Crecen tan juntos que no se
podría arrancar uno sin arrancar la otra. Más aún, cuando nacen -antes del
tiempo de la siega, antes del final- tienen las mismas apariencias y no
cualquiera podría distinguirlos. Ello hace que sea obligada su convivencia: hay
que tolerar el crecimiento de la cizaña, hay que tolerar la presencia del mal.
El mal se hace así una especie de "mal necesario".
Lo
mismo pasa en la vida del hombre. No existe el hombre absolutamente bueno,
ningún hombre es trigo limpio. Tampoco existe el hombre absolutamente malo;
todos tenemos un fondo bueno. La frontera entre el trigo y la cizaña no divide
el campo en dos partes, ni divide tampoco a la humanidad en dos bloques, los
buenos y los malos. La frontera entre el trigo y la cizaña pasa por el corazón
de cada uno de los hombres. Todos tenemos trigo y cizaña. Por eso, ningún
hombre puede rechazar enteramente a ningún hermano. Porque rechazaría la
cizaña, ciertamente, pero también su trigo. No se tratará nunca de eliminar a
un hombre porque tenga cizaña, sino de hacer crecer su trigo hasta que sofoque
la cizaña.
Tampoco
la Iglesia puede pensar que ella acapara todo el trigo y que fuera de ella no
hay más que cizaña. Más de una vez la Iglesia lo ha pensado. Pero la verdad
es que fuera de la Iglesia también hay trigo y dentro de ella también hay
cizaña. La frontera entre el trigo y la cizaña también pasa por el corazón
de cada uno de los cristianos.
La
parábola nos habla del Reino, no lo perdamos de vista. Y recalca que el dueño
del campo corrige la impaciencia de los criados. Ellos querían arrancar la
cizaña cuanto antes. El dueño les hace esperar hasta la hora de la siega.
Nosotros,
olvidando que somos también trigo y cizaña, quisiéramos más de una vez
imponer nuestros criterios en este campo que es el mundo y la Iglesia. Olvidamos
que también nosotros tenemos cizaña. Olvidamos que es difícil distinguir el
trigo de la cizaña. Olvidamos que detrás de la cizaña hay trigo también.
Olvidamos
que no fuimos nosotros los que sembramos y que no somos nosotros los que tenemos
que segar.
Y
por eso surge la intolerancia, las inquisiciones, las luchas, las diferencias,
las cruzadas, las penas de muerte, muchos anatemas... Cada uno creemos que la
diferencia entre el trigo y la cizaña se mide según nuestros propios
criterios.
Y
nos da pena, y nos impacientamos o nos desesperamos al ver el campo lleno de
trigo y cizaña. Y nos parece imposible que el Reino deba estar sometido a la
servidumbre de tener que tolerar la presencia de la cizaña. Nos causa
extrañeza, nos desalienta.
Quisiéramos
medir el desarrollo del Reino según nuestros propios criterios. Nos preocupa el
número, el éxito, el aplauso, las cuentas... Y nos resulta intolerable que no
sea nuestro criterio el que predomine. Nos parece muy bueno el pluralismo, pero
a costa de descalificar a todos los que no piensan como nosotros.
Llamamos
a nuestros tiempos de pluralismo. Y nos gusta que así sea. Pero a veces nuestro
pluralismo no es soportado sino a base de anatemas interiores. El pluralismo
-también en la Iglesia- no nos ha educado para la convivencia social. Cada uno
sigue convencido de que el trigo lo tiene él y que los demás sólo tienen
cizaña.
La
fe en el Reino de Dios nos pide -según la parábola- la tolerancia. Es decir,
no cabe duda de que la tolerancia se basa en buena parte en la fe. No es a
nosotros a los que nos toca juzgar. La justicia total llegará al final. Dios,
el dueño del campo, se ha reservado el hacer justicia. Nosotros, mientras,
tenemos que convivir en la comprensión, en la tolerancia, en la paz, sin
anatematizar a ningún hombre, sin despreciar a nadie, sabiendo con humildad que
también nosotros cosechamos cizaña en nuestro propio corazón.
Esta
conclusión de tolerancia y humildad sube de tono al aplicarla al interior mismo
de la Iglesia. También en la Iglesia tenemos un pluralismo muchas veces no más
que soportado y lleno de anatemas interiores. Cada uno suele pensar que la recta
opinión (ortodoxia) que se ha de tener hoy día en cuanto a pastoral, liturgia,
moral, teología, espiritualidad, etc., es, claro está, la suya. Todos los
demás, a derecha e izquierda de uno mismo, no están en la verdad exacta, que
es la mía. Esta actitud que tenemos en el corazón tantos cristianos, no es
ciertamente la del Reino, según la parábola.
DABAR
1978/41
|