34 HOMILÍAS MÁS PARA EL DOMINGO XIII DEL TIEMPO ORDINARIO
30-34

30. 26 de junio de 2005
· RECIBIRÁN PAGA DE PROFETA
· EN LA CRUZ BRILLA UN ROSTRO HUMANO

1. El libro de los Reyes prepara hoy el mensaje del evangelio. El hijo suscitado por Eliseo a la sunamita generosa, sin hijos y con el marido viejo 2 Reyes 4,8, es la confirmación de las palabras de Cristo: "El que os recibe a vosotros me recibe a mí, el que recibe a un profeta tendrá paga de profeta, el que dé un vaso de agua a uno de estos pobrecillos porque es mi discípulo, no perderá su paga"Mateo 10,37. Esto caracteriza la aceptación que los discípulos de Jesús recibirán de aquellos a quienes van a evangelizar. 

2. Evangelizar es elevar, es hacer un bien inmenso, es descubrir un horizonte sin el cual la vida humana se queda corta, pobre y chata, desgraciada, como definiern los filósofos de la sospecha. Jesús ha dicho que “La carne no vale para nada” (Jn 6,64). Los que carecen de la verdad evangélica, viven ciegos, como topos, y por eso se aferran a las únicas realidades que ven, que son las únicas con las que cuentan, las que se pueden apreciar de noche y por los sentidos. “Coronémonos de rosas antes de que se marchiten, que mañana moriremos”. Hay un museo valiosísimo y bellísimo dentro, pero no saben que existe. Por eso anunciarles el evangelio, no es hacer un prosélito, sino promocionar a un hombre para que sea plenamente hombre, mediante la participación en el misterio de Cristo, que culmina en la celebración del sacrificio de la Eucaristía, que rememora y representa la inmolación de la cruz, que nos diviniza. Nada mejor podemos ofrecer. Nada más grande y duradero podemos ofertar y enseñar y predicar. Conociendo por la razón la gran sabiduría de Einstein basada en las dimensiones supranormales de su cerebro, se nos ofrece la posibilidad de pensar: ¿cómo se puede comparar la sabiduría del hombre más sabio del siglo, con la infinita sabiduría de Dios, que la fe nos participa?

3. Hay que reconocer que la lectura del evangelio de hoy es estremecedora. Jesús quiere ser el centro de todo, porque es Dios. En caso de conflicto de amores, hay que posponerlos todos. El ha de ser el amor preferencial. “Y el que no toma su cruz y le sigue, no es digno de él”. La cruz era un tormento terribilísimo romano, importado por ellos cuando invadieron Judea. Los contemporáneos de Cristo estaban acostumbrados a ver hileras de personas clavadas en los caminos en sus propias cruces. Sólo cuando murió Herodes el Grande, el gobernador Varo, ordenó crucificar dos mil judíos para que sus familias lloraran la muerte del rey, que no era la del rey, sino la de sus familiares, la que lloraban. Cuando Mateo escribe el evangelio, sus lectores ya tienen la experiencia vivida o escuchada de Jesús con la cruz a cuestas y clavado en ella hasta morir. Pero también sabían que la cruz no era lo que era materialmente: dos maderos toscos cruzados. En el centro de la cruz, colgado de ella y desangrado, agonizaba y moría el Redentor. Y esa circunstancia sustancial es la que al estremecimiento de la renuncia al padre y a la madre, al hijo y a la hija y al mandato de tomar la cruz, le da alas y facilidad. La doctrina de estas exigencias es una resonancia de las palabras de Jesús: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? Y señalando con la mano a sus discípulos, dijo: Aquí están mi madre y mis hermanos». «El que no pospone a sus padres y hermanos, no puede ser mi discípulo».

Jesús ha iniciado la creación de una familia nueva, a imagen de la Trinidad, enraizada en unos lazos especiales, nacidos del Espíritu y no de la carne. Él lo había ido anunciando paso a paso durante su peregrinación con los hombres: En el Templo, a su madre angustiada; en sus correrías de predicador, a la mujer que bendijo a su Madre; ante los discípulos, en el texto citado y, finalmente, a Juan y a la Mujer, en la cruz. Con esta actitud no desprecia los vínculos de la sangre, los eleva, los sublima. Y, de paso, nos advierte que éstos pueden encerrarnos en un círculo excesivamente limitado, cuando hemos recibido una vocación de universalidad.

Los consagrados, especialmente, han sido llamados y tienen la misión de vivir esa comunión universal, fundamentada en el espíritu. Esa es la razón de la exigencia de la virginidad y del celibato. Si con esta inmolación no se logra la comunión de eclesialidad, se frustra el fin de tan gran sacrificio impuesto a la humana naturaleza. El ser humano en todas las épocas es el mismo en su raíz, y en el evangelio encontraremos expresiones que no se entenderán bien en nuestro hoy. Por eso, si la familia carnal se integra en la comunidad cristiana, cumple aquélla su finalidad, y entonces nada hay que objetar a la vida cristiana. Un caso paradigmático atrae nuestra atención en los tiempos modernos, sin necesidad de tener que remontarnos a siglos pretéritos: el de la familia de santa Teresa del Niño Jesús, con cuatro hermanas de sangre en el mismo monasterio de Lisieux, hijos de unos padres santos. Pero allí mismo «la pequeña Teresa» encontró un campo de lucha difícil, donde tuvo que combatir para no dejarse arrastrar por las inclinaciones naturales, que tantas y tantas veces reclamaban satisfacciones y efusiones que ella no se permitía porque, decía, «ya no estamos en casa». «Madrecita mía —escribe a su hermana Paulina en el ocaso de su vida—, ¡cuanto sufrí entonces! ¡No podía yo abrirte mi alma y pensé que no me conocías ya! (Historia de un Alma, XII,225).

4. Cuando uno ha encontrado al Amigo, el tesoro, la perla preciosa, tiene ya mucho camino recorrido. Porque ya toda renuncia se le facilita. Todos estamos hambrientos de amor y de caricias afectuosas y necesitados de atenciones. Y sabemos que ningún amor es mayor que el de Cristo, ni más duradero y constante, ni que hay caricias y regalos más auténticos y tiernos que los de sus divinas manos. Ver con los ojos especiales de la fe su caricia constante en el sol que amanece cada día, en la brisa, que orea nuestro sudor, en la belleza de la rosa y de la madreselva, en el pequeño servicio que nos han preparado, en la comida guisada y servida con amor, en la atenta limpieza de la habitación, en la carta que nos han escrito robando tiempo al sueño, en la homilía que estamos escuchando o leyendo en la que palpita el corazón, en la sonrisa del vecino, y también en el dolor de espalda motivado por la postura ante el ordenador, en el malestar de los ojos centrados en la radiación de la pantalla, en el desdén del rechazo de nuestro trabajo y en las molestias de los achaques de las diversas enfermedades. Y, en lo que más cuesta de asumir: en la interpretación maliciosa de nuestras mejores intenciones asumidas con amor, cuando queremos servir a los hermanos de balde y con todo lo nuestro. Todo son caricias de este Hombre-Dios fascinante que nos sorbe el seso, a la vez que nos hace sabios. El verdadero tesoro es haberle encontrado a El, y en los momentos más amargos, podernos recostar sobre su inmenso corazón palpitante. El amor a Cristo, mueve el sol y las estrellas. Por él se puede renunciar todo lo que se amaba y quemar lo que se adoraba. La experiencia de haber encontrado al mejor amigo del mundo es el mayor gozo del mundo. Es la alegría de haber hallado una vida nueva. Eso es lo que los discípulos de Jesús saben que han encontrado cuando han descubierto a Jesús y al convivir con El en intimidad esponsal. Han encontrado una perla preciosa, y un tesoro (Mt 13,44). Saben ya que vale la pena venderlo todo para conseguirlos. Desde esta visión positiva del amor a Cristo, que llena por completo el corazón del discípulo, la separación del padre, la madre, el hijo o la hija, se hace posible, aunque, a veces, no deja de ser muy amarga. Sin el amor de Cristo, que no es sólo afecto y sentimiento, sino fortaleza, madurez y robustez del Espíritu, las renuncias exigidas por su seguimiento, no tienen ni explicación, ni consistencia y, por tanto, si ese amor se enfría o se debilita, puede asaltar la tentación de la deserción. Y su realidad. Una prueba de que el seguimiento del Señor es recompensado al ciento por uno, es la generosidad con que es tratado Eliseo, el profeta peregrino del Señor, por la mujer sunamita, que le ofrece con dedicación y cariño, el hospedaje en su casa. Quien, a su vez, va a ser recompensada con un hijo, “no tiene hijos y su marido ya es viejo”, porque Jesús no va a dejar de pagar ningún servicio, aunque sea tan pequeño y humilde, como un vaso de agua fresca ofrecido a sus pobrecillos. Y, a la vez, compensa al profeta las palabras de afecto, las miradas de gratitud, la alegría que le manifiesta la sunamita sensible y agradecida y contenta, al profeta bienhechor, con lo que se siente más entrañada en su corazón y en su misión. El cariño auténtico, firme y leal, también forma parte de la merced de profeta.

5. Si a los que han sido llamados a compartir con Jesús su ministerio o la dedicación total y plena a la edificación de su Cuerpo, exige Jesús posponer los vínculos de la sangre, no es menos exigente el Señor con los que, permaneciendo en su hogar, quieren seguirle. También a éstos dice el Señor: "El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí". La cruz, ha de ser entendida aquí como todo aquello que contraría los instintos naturales del hombre, que crecen torcidos por la fuerza de la semilla y la raíz del pecado. Y todo aquello que cuesta esfuerzo, exige autocontrol, y requiere dedicación, dolor, y trabajo. Se ha escrito: "Juan Pablo II es víctima del trabajo". Ha estado a la vista de cualquiera. Pedían su dimisión porque no podía cumplir con su ministerio, y cumplía mejor que todos juntos. Los premios Nobel se han comprado con vida. La vida es consiguiente a la muerte. Así como el placer desordenado es la ola encabritada en la cúspide coronada de espuma brillante, el dolor, el sinsabor, la angustia, la amargura, es el vacío descendente de la ola, que necesita volverse a encaramar, porque no encuentra descanso. Pero la resurrección viene después de la crucifixión. La cruz del deber costoso, produce los efectos de modo inverso, primero el deber crucificante, después, el gozo del hijo que nace. El hedonismo acaba en cruz. La cruz triunfa en victoria. Buscar luchar por encontrar la vida terrena y sus planes intramundanos de éxito y de seguridades, es exponerse a perderlo todo, y, sobre todo, la intimidad con el mejor de los hombres, Dios, que se ofrece como amigo, compañero, esposo, hermano, padre, confidente, precio y premio. Pero no sólo es necesario haber encontrado esa intimidad, sino que hay que cultivarla a pulso, día a día, minuto a minuto. Porque sin oración constante comienza a languidecer y acaba agostándose. Para que las rosas brillen lozanas y esplendorosas, hay que regar y abonar el rosal.

6. Es lo que hoy se nos dice a nosotros: Vale la pena perderlo todo, incluso la misma vida, para encontrar esa vida de Dios en Jesús. Jesucristo está a muchos años luz de los políticos que ofrecen todo lo que saben que no van a cumplir, para conseguir votos. La oferta que hoy nos ofrece en el evangelio, no sólo no es atrayente, sino para el que la oiga se eche atrás todo lo más lejos que pueda. Pero nos dice la Verdad. El es la Verdad. Y sabe que al hablarnos de seguirle con la cruz a cuestas, y perder la vida por él y renunciar a la propia familia cuando se opone a su seguimiento, es la única manera de recibir la vida y de gozarla con El y con el Padre y el Espíritu, eternamente. No comprender esa inefabilidad es lo que hace a nuestros cristianos vivir en la mediocridad. Se han quedado en la orilla; no han penetrado en el misterio del océano del amor de Cristo, como penetró y experimentó Pablo que afirma que si hemos muerto con Cristo, viviremos con él.

7. Por el Bautismo hemos muerto a la vida del pecado, nos hemos incorporado a Cristo, formamos un cuerpo con El. Por eso hemos de vivir muriendo Romanos 6,3, y ese es el precio que hay que pagar para vivir su vida de resucitado. La muerte cotidiana al pecado, el "Cada día muero" (1 Cor 15,31), ha de ser la contraseña del discípulo del Crucificado. Cuando uno se propone y se dispone a seguir a Cristo, cumpliendo los mandamientos, no mentir, ser limpios de corazón, trabajar por el Reino gratis y con todo lo suyo, no es necesario que busque la cruz, le llegará inaplazablemente y con toda seguridad. “Si nosotros no morimos al mundo, escribe Santa Teresa, el mundo nos matará”. El Beato Hermano Rafael se fue a la Trapa y escribió: “Dejé a los hombres del mundo y me encontré a los hombres en el monasterio”.

8. Este misterio de gloria es el que pone en nuestro corazón y en nuestros labios el Salmo 88: "Cantaré eternamente las misericordias del Señor, anunciaré su fidelidad por todas las edades. Y dichoso el pueblo que sabe aclamarte". Y mientras yo te alabo con tu pueblo, respóndeme, Tú, Señor, con la bondad de tu gracia sanante y santificante.

9. En el sacrificio de la Eucaristía se hace presente esa vida y ese amor, que nos salva y nos ofrece la ilusión y la dicha de vivir al servicio de tan gran Dios, "que levanta del polvo al desvalido, alza de la basura al pobre, para sentarlo con los príncipes de su pueblo; que a la estéril le da un puesto en la casa, como madre feliz de hijos" (Sal 112), y nos hace a nosotros también fecundos, como la palabra de Eliseo resucitó el seno de la mujer sunamita, que no tenía hijos y su marido no se los podía suscitar. Mientras la mujer fecunda y dichosa según la carne, queda sin hijos.

JESÚS MARTÍ BALLESTER


 31. INSTITUTO DEL VERBO ENCARNADO

Comentario general

Sobre la Primera Lectura (2 Rey 4, 8-11. 14)

Este capítulo está del todo dedicado a narrar los milagros de Eliseo:

-En Sunem, una mujer rica y piadosa quiere obsequiar a Eliseo. Y obtiene de su marido poder hospedarle en su propia casa. Y con generosidad y delicadeza femenina dispone una alcoba para el Profeta. La alcoba tiene mobiliario completo: cama, mesa, silla, lámpara. Se trata, pues, de una alcoba lujosa, dado que en aquella época la gente sencilla se sentaba, comía y dormía en el suelo. Eliseo tiene en Sunem un hogar. Aquel piadoso matrimonio ama de veras al hombre de Dios.

- Eliseo conoce inmediatamente la pena que aflige a los piadosos esposos. Carecen de hijos y de la esperanza de tenerlos. Eliseo alcanza del cielo un hijo que alegrará aquel hogar.

- El niño, víctima de una insolación, muere; y el piadoso matrimonio vuelve a quedar sumido en soledad. La madre del niño busca con afán a Eliseo. Aquel Profeta de Dios que con su oración le obtuvo del cielo un hijo, con su oración lo despertará ahora del sueño de la muerte. La fe de la piadosa mujer obtiene este nuevo favor. Eliseo pone en brazos de la madre el hijo resucitado. Este milagro es «signo» de una más rica vivificación: la de la Gracia.

Sobre el Evangelio (Mt 10, 37-42)

Acaba Jesús su Discurso a los Doce y acentúa las exigencias que comporta la vocación:

- La vocación a aceptar el Evangelio (la vocación a la fe), y más aún la vocación a propagarlo (vocación al apostolado), encierra tal compromiso de entrega total que viene a ser como afilada espada que hará sangrar el corazón. Quien se compromete con Cristo debe dar a su compromiso primacía sobre toda otra vinculación. Incluso los lazos de sangre y el amor de la familia deben posponerse a las exigencias de la fe y del Evangelio. Cristo no nos trae la paz del comodismo ni del facilísmo. Desde su Cruz nos predica con la elocuencia de sus llagas qué sentido implica el compromiso de seguirle y ser de El. Su Reino es al presente esfuerzo, renuncia, decisión, compromiso, opción fundamental, elección totalizante.

- Es evidente que estas renuncias que El exige no son pérdidas. Son ganancias en el orden de unos valores muy superiores a todo lo terreno y caduco.

Al separarnos por amor a Cristo de nuestros intereses y egoísmos y también de los afectos de familia, nos amamos a nosotros con un amor más valioso; y amamos a los nuestros con mayor pureza, profundidad y riqueza. De ahí la paradoja evangélica: «El que se encuentra a sí mismo se malogra; el que se renuncia a sí mismo por mi causa, se encuentra».

- Del premio de los generosos y valientes heraldos del Evangelio serán también partícipes cuantos les ayuden y colaboren con ellos: «Quien colabore con un misionero evangélico (Profeta) y quien atienda a un discípulo de Jesús (fiel), recibirá grande galardón» (40-42) La Comunidad cristiana ha de reconocer en los Apóstoles la presencia del Señor y acogerlos como la piadosa sunamita acogió a Eliseo.

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Tomás de Kempis

El verdadero consuelo se ha de buscar sólo en Dios

1. Cualquier cosa que pueda pensar o desear para mi consuelo, no la debo esperar aquí, sino en la otra vida. En efecto, aunque yo tuviera en este mundo todas las satisfacciones y pudiera hartarme de todos sus placeres, es cierto que no podría disfrutar de ellos por mucho tiempo.

Así que no podrás, alma mía, ser consolada plenamente ni perfectamente recreada sino en Dios, que es el consolador de los pobres y el sostén de los humildes.

Espera todavía un poco, alma mía; espera la promesa divina y en el cielo tendrás abundancia de bienes. Si codicias desordenadamente los bienes temporales, perderás los eternos y celestiales.

Sírvete de las cosas temporales, pero aspira siempre a las eternas. No puedes saciarte con ningún bien terrenal, porque no fuiste creada para gozarlos.

2. Aunque tengas todos los bienes creados, no puedes ser feliz y bienaventurado, porque toda tu plenitud y felicidad está en Dios, creador de todas las cosas.

Tu felicidad no es como la que consideran y admiran los necios amigos del mundo, sino como la que esperan los buenos y fieles discípulos de Cristo; la que pregustan, a veces, aquellos que viven de espíritu y son de corazón puro, cuya conversación está en los cielos (Flp 3, 2).

Vano y breve es todo consuelo humano. El consuelo que hace dichoso y feliz es el que la Verdad infunde en el alma. El hombre piadoso lleva consigo por todas partes a Jesús, su consolador, y le dice: Ayúdame, Señor Jesús, en todo lugar y en todo tiempo.

Mi dicha sea, por lo tanto, carecer gustoso de toda humana alegría. Y si hasta me faltara tu ayuda, que me sostenga el pensamiento de que esa es tu voluntad y de que así soy probado, porque tu cólera no dura eternamente ni tu rencor persiste por siempre (Sal 102, 9).

Renunciar a sí mismo y a todo deseo

1. Hijo, no puedes disfrutar de perfecta libertad si no renuncias totalmente a ti mismo. Están como atados con grillo todos los ricos y los que se aman a sí mismos, los codiciosos, los curiosos, los vagabundos y los que buscan siempre las cosas agradables y no las de Jesucristo, los que siempre inventan y tienen nuevos proyectos que no han de durar.

En efecto, todo lo que no procede de Dios perecerá. Graba en tu mente esta breve y perfecta sentencia. Déjalo todo y lo hallarás todo. Abandona la codicia y encontrarás serenidad. Medita bien todo esto y cuando lo hayas cumplido lo entenderás todo.

2. Señor, esto no es obra de un día ni juego de niños. En esas pocas palabras se encierra toda la perfección religiosa.

Hijo, no debes volver atrás ni desanimarte de conocer en qué consiste el camino de la santidad; por lo contrario, debes esforzarte para conseguir cosas más elevadas o, por lo menos, anhelarlas con el deseo.

¡Ojalá que así te hubiera acontecido y hubieras llegado al punto de no amarte a ti mismo y estar dispuesto a cumplir únicamente mi voluntad y la de la persona que te he dado como padre espiritual! Entonces me agradarías sobremanera y toda tu vida transcurriría en gozo y paz.

Todavía tienes que abandonar muchas cosas y si no las renuncias en su totalidad no alcanzarás lo que pides.

Para enriquecerte, te aconsejo que me compres el oro purificado en el fuego (Apoc 3, 18), es decir, la sabiduría celestial que aplasta todo lo que es vil. Pospón a ella la sabiduría terrenal y toda humana complacencia en ti mismo.

3. Mi invitación es que tú, en lugar de lo que es considerado precioso e importante en este mundo, adquieras lo que es menospreciado: la verdadera sabiduría que viene de lo alto y que aquí es muy desdeñada por pequeña y por ser casi totalmente olvidada. Esa sabiduría no presume de sí misma ni quiere ser enaltecida en la tierra. Muchos, de palabras, la ensalzan; pero, de hecho, viven lejos de ella. Sin embargo ella es una perla valiosa, aún desconocida para tantos.

(Tomado de Imitación de Cristo, ed. San Pablo, 2002, pag. 140 y 170)

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San Alfonso María de Ligorio

Jesús conducido al Calvario

La cruz comenzó a atormentar a JESUCRISTO antes de que en ella le clavasen; porque después de la sentencia de condenación pronunciada por el gobernador romano, se la obligaron a llevar hasta el Calvario; JESÚS cargó con ella sin manifestar ninguna oposición. SAN AGUSTÍN, glosando aquellas palabras de San Juan, y llevando El mismo a cuestas su cruz, fué caminando hacia el sitio llamado Calvario[15], dice: «A los ojos del impío esto es gran ignominia; pero es grande misterio considerado a los ojos de la fe[16]. El impío, que ve al Hombre-Dios forzado a llevar al patíbulo sobre sus hombros, lo considera como una gran humillación; pero atendiendo al amor con el cual JESUCRISTO se abrazó a la cruz, hay que ver un gran misterio; porque al tomar la cruz, quiso nuestro capitán JESÚS enarbolar el estandarte debajo del cual debían alistarse y combatir en este mundo todos sus partidarios, para compartir después con El el reino de los cielos.

Comentando este pasaje de ISAIAS: Sobre sus hombros el principado o la divisa del rey[17], dice SAN BASILIO: «Los tiranos del mundo agobian a sus vasallos con injustos tributos para acrecentar su poderío; JESUCRISTO, no; quiso tomar para sí todo el peso de la cruz y llevarla sobre sus hombros y dejar en ella la vida para alcanzarnos a nosotros la salvación. Además, los reyes del mundo fundan su imperio sobre la fuerza de las armas y la abundancia de riquezas; mas JESUCRISTO estableció su señorío sobre la locura de la cruz, sobre la humillación y el sufrimiento, y por esto aceptó voluntariamente el llevar la cruz hasta la cumbre del Gólgota, para alentarnos con su ejemplo a abrazarnos con la cruz y seguir sus huellas. Por esto convida a todos sus discípulos con estas palabras: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame[18].

No estará de más trasladar aquí los elogios que SAN JUAN CRISÓSTOMO hace de la cruz. La llama: «Esperanza de los cristianos y salvación de los desesperados.» ¿Qué fundadas esperanzas podrían abrigar los pecadores de alcanzar la salvación, si por salvarlos no hubiera muerto JESUCRISTO en la cruz?

«Guía de los navegantes.» En el proceloso mar de este mundo, por el cual vamos navegando, en la humillación de la cruz, es decir, en la tribulación, hallaremos el seguro guía que nos lleve por la ruta de los divinos mandamientos y nos vuelva a ella, si por desgracia la hubiéramos perdido, como dice DAVID: Bien me está que me hayas humillado, para que así aprenda tus justísimos preceptos[19].

«Consejera de los justos», porque los justos, de la adversidad toman ocasión de unirse más íntimamente con Dios.

«Descanso de los atribulados». ¿Dónde podrán hallar las almas trabajadas por la humillación mayor descanso que mirando la cruz, en la cual murió agobiado de dolores su Redentor y su Dios?

«Gloria de los mártires». La mayor gloria de los santos mártires es el haber podido unir sus dolores y su muerte a la muerte y a los dolores que JESUCRISTO padeció en la cruz; por eso decía SAN PABLO: Líbreme Dios de gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo[20].

«Médico de los enfermos». ¡Qué gran remedio es para los que padecen enfermedades espirituales! Las tribulaciones les hacen entrar dentro de sí y los desprende del mundo.

«Fuente que apaga la sed». La cruz o el padecer por Cristo es el gran deseo de los santos «O padecer o morir»[21], dice SANTA TERESA. Y SANTA MARIA MAGDALENA DE PAZZIS llegaba hasta decir: «Padecer y no morir»[22], como si rehusara morir a ir a gozar con Dios de la gloria, para poder quedar padeciendo en el mundo.

Todos, justos y pecadores, tienen, generalmente hablando, que llevar su cruz. Y aunque los justos gocen de la paz de la conciencia, todavía tienen sus vicisitudes; pues unas veces son consolados con divinos consuelos. y probados otras con enfermedades corporales, contrariedades y mayormente con desolaciones, obscuridades, arideces de espíritu, escrúpulos, tentaciones y temores de su eterna salvación..

Más pesada es todavía la cruz que arrastran los pecadores por los remordimientos de conciencia que padecen, por los grandes temores que se apoderan de ellos al recordarse de los castigos eternos y por las angustias que sufren en la adversidad. Los santos en sus trabajos se resignan a la voluntad de Dios y los llevan en paciencia; en cambio, los pecadores, ¿cómo podrán resignarse a la voluntad del Señor, si son sus enemigos? Las penas que sufren los enemigos de Dios son sin mezcla de alivio ni consuelo. Por eso decía

SANTA TERESA que los amados de Dios se abrazan con la cruz y no sienten su peso; mientras que los que no le aman están forzados a llevarla y se ven derribados por ella[23].

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[15] Io XIX, 17.

[16] In lo., Tr. 117, n. 3.

[17] Is., IX, 6.

[18] Matth., XVI, 24.

[19]Ps., CXVIII, 71.

[20]Gal., VI, 14.

[21]Vida. cap. XL. Obras, 1.

[22]Vida, FLORENCIA, 1611, P. 1; cap. XLVII

[23]«Tengo yo para mi, q. la medida del poder llevar gran cruz, u pequeña, es la del amor». Cam. de per., cap. XXXII. Obras, III, p. 153.-«y no abrazan la cruz, sino llévanla arrastrando, y ansí las lastima y cansa, y hace pedazos; porq. si es amada, es suave de llevar; esto es cierto».SANTA TERESA, Conceptos del amor de Dios, cap. II. Obras, IV.

(Tomado de Meditaciones sobre la Pasión de Jesucristo, Ed. OBISA 1977, Pág.210-212)

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San Juan de la Cruz

Donde se trata cuán necesario sea al alma pasar de veras por esta noche oscura del sentido, la cual es la mortificación del apetito, para caminar a la unión de Dios.

1. La causa por que le es necesario al alma, para llegar a la divina unión de Dios, pasar esta noche oscura de mortificación de apetitos y negación de los gustos en todas las cosas, es porque todas las afecciones que tiene en las criaturas son delante de Dios puras tinieblas, de las cuales estando el alma vestida, no tiene capacidad para ser ilustrada y poseída de la pura y sencilla luz de Dios, si primero no las desecha de sí, porque no pueden convenir la luz con las tinieblas; porque, como dice San Juan (1, 5): Tenebrae eum non comprehenderunt, esto es: Las tinieblas no pudieron recibir la luz.

2. La razón es porque dos contrarios, según nos enseña la filosofía, no pueden caber en un sujeto. Y porque las tinieblas, que son las afecciones en las criaturas, y la luz, que es Dios, son contrarios y ninguna semejanza ni conveniencia tienen entre sí, según a los Corintios enseña san Pablo (2 Cor. 6, 14), diciendo: Quae conventio lucis ad tenebras?, es a saber: ¿Qué conveniencia se podrá dar entre la luz y las tinieblas?; de aquí es que en el alma no se puede asentar la luz de la divina unión si primero no se ahuyentan las afecciones de ella.

3. Para que probemos mejor lo dicho, es de saber que la afición y asimiento que el alma tiene a la criatura iguala a la misma alma con la criatura, y cuanto mayor es la afición, tanto más la iguala y hace semejante, porque el amor hace semejanza entre lo que ama y es amado. Que por eso dijo David (Sal. 113, 8), hablando de los que ponían su afición en los ídolos: Similes illis fiant qui faciunt ea, et omnes qui confidunt in eis, que quiere decir: Sean semejantes a ellos los que ponen su corazón en ellos. Y así, el que ama criatura, tan bajo se queda como aquella criatura, y, en alguna manera, más bajo; porque el amor no sólo iguala, mas aun sujeta al amante a lo que ama. Y de aquí es que, por el mismo caso que el alma ama algo, se hace incapaz de la pura unión de Dios y su transformación; porque mucho menos es capaz la bajeza de la criatura de la alteza del Criador que las tinieblas lo son de la luz: Porque todas las cosas de la tierra y del cielo, comparadas con Dios, nada son, como dice Jeremías (4, 23) por estas palabras: Aspexi terram, et ecce vacua erat et nihil; et caelos, et non erat lux in eis: Miré a la tierra, dice, y estaba vacía, y ella nada era; y a los cielos, y vi que no tenían luz. En decir que vio la tierra vacía, da a entender que todas las criaturas de ella eran nada, y que la tierra era nada también. Y en decir que miró a los cielos y no vio luz en ellos, es decir que todas las lumbreras del cielo, comparadas con Dios, son puras tinieblas. De manera que todas las criaturas en esta manera nada son, y las aficiones de ellas son impedimento y privación de la transformación en Dios; así como las tinieblas nada son y menos que nada, pues son privación de la luz. Y así como no comprehende a la luz el que tiene tinieblas, así no podrá comprehender a Dios el alma que en criaturas pone su afición; de la cual hasta que se purgue, ni acá podrá poseer por transformación pura de amor, ni allá por clara visión. Y para más claridad, hablaremos más en particular.

4. De manera que todo el ser de las criaturas, comparado con el infinito [ser] de Dios, nada es. Y, por tanto, el alma que en él pone su afición, delante de Dios también es nada, y menos que nada; porque, como habemos dicho, el amor hace igualdad y semejanza, y aun pone más bajo al que ama. Y, por tanto, en ninguna manera podrá esta alma unirse con el infinito ser de Dios, porque lo que no es no puede convenir con lo que es. Y descendiendo en particular a algunos ejemplos:

— Toda la hermosura de las criaturas, comparada con la infinita hermosura de Dios, es suma fealdad, según Salomón en los Proverbios (31, 30) dice: Fallax gratia, et vana est pulchritudo: Engañosa es la belleza y vana la hermosura. Y así, el alma que está aficionada a la hermosura de cualquiera criatura, delante de Dios sumamente fea es; y, por tanto, no podrá esta alma fea transformarse en la hermosura que es Dios, porque la fealdad no alcanza a la hermosura.

— Y toda la gracia y donaire de las criaturas, comparada con la gracia de Dios, es suma desgracia y sumo desabrimiento; y, por eso, el alma que se prenda de las gracias y donaire de las criaturas, sumamente es desgraciada y desabrida delante los ojos de Dios; y así no puede ser capaz de la infinita gracia de Dios y belleza, porque lo desgraciado grandemente dista de lo que infinitamente es gracioso.

— Y toda la bondad de las criaturas del mundo, comparada con la infinita bondad de Dios, se puede llamar malicia. Porque nada hay bueno sino solo Dios (Lc. 18, 19); y, por tanto, el alma que pone su corazón en los bienes del mundo, sumamente es mala delante de Dios. Y así como la malicia no comprehende a la bondad, así esta tal alma no podrá unirse con Dios, el cual es suma bondad.

— Y toda la sabiduría del mundo y habilidad humana, comparada con la sabiduría infinita de Dios, es pura y suma ignorancia, según escribe san Pablo ad Corinthios (1 Cor. 3, 19), diciendo: Sapientia huius mundi stultitia est apud Deum: La sabiduría de este mundo, delante de Dios es locura.

5. Por tanto, toda alma que hiciese caso de todo su saber y habilidad para venir a unirse con la sabiduría de Dios, sumamente es ignorante delante de Dios, y quedará muy lejos de ella. Porque la ignorancia no sabe qué cosa es sabiduría, como dice San Pablo que esta sabiduría le parece a Dios necedad. Porque, delante de Dios, aquellos que se tienen por de algún saber son muy ignorantes; porque de ellos dice el Apóstol escribiendo a los Romanos (1, 22), diciendo: Dicentes enim se esse sapientes, stulti facti sunt, esto es: Teniéndose ellos por sabios, se hicieron necios. Y solos aquellos van teniendo sabiduría de Dios que, como niños ignorantes, deponiendo su saber, andan con amor en su servicio. La cual manera de sabiduría enseñó también san Pablo ad Corintios (1 Cor. 3, 18-19): Si quis videtur ínter vos sapiens esse in hoc saeculo, stultus fiat ut sit sapiens. Sapientia enim huius mundi stultitia est apud Deum, esto es: Si alguno le parece que es sabio entre vosotros, hágase ignorante para ser sabio, porque la sabiduría de este mundo es acerca de Dios locura. De manera que, para venir el alma a unirse con la sabiduría de Dios, antes ha de ir no sabiendo que por saber.

6. Y todo el señorío y libertad del mundo, comparado con la libertad y señorío del espíritu de Dios, es suma servidumbre, y angustia, y cautiverio. Por tanto, el alma que se enamora de mayorías, o de otros tales oficios, y de las libertades de su apetito, delante de Dios es tenido y tratado no como hijo, sino como bajo esclavo y cautivo, por no haber querido él tomar su santa doctrina, en que nos enseña que el que quisiere ser mayor sea menor, y el que quisiere ser menor sea el mayor (Lc. 22, 26). Y, por tanto, no podrá el alma llegar a la real libertad del espíritu, que se alcanza en su divina unión, porque la servidumbre ninguna parte puede tener con la libertad, la cual no puede morar en el corazón sujeto a quereres, porque éste es corazón de esclavo, sino en el libre, porque es corazón de hijo. Y ésta es la causa por que Sara dijo a su marido Abraham que echase fuera a la esclava y a su hijo, diciendo que no había de ser heredero el hijo de la esclava con el hijo de la libre (Gn. 21, 10).

7. Y todos los deleites y sabores de la voluntad en todas las cosas del mundo, comparados con todos los deleites que es Dios, son suma pena, tormento y amargura. Y así, el que pone su corazón en ellos es tenido delante Dios por digno de suma pena, tormento y amargura. Y así no podrá venir a los deleites del abrazo de la unión de Dios, siendo él digno de pena y amargura.

— Todas las riquezas y gloria de todo lo criado, comparado con la riqueza que es Dios, es suma pobreza y miseria. Y así, el alma que lo ama y posee es sumamente pobre y miserable delante de Dios, y por eso no podrá llegar a la riqueza y gloria, que es el estado de la transformación en Dios [por cuanto lo miserable y pobre sumamente dista de lo que es sumamente rico y glorioso].

8. Y, por tanto, la Sabiduría divina, doliéndose de estos tales, que se hacen feos, bajos, miserables y pobres, por amar ellos esto, hermoso y rico a su parecer, del mundo, les hace una exclamación en los Proverbios (8, 4-6; 18-21), diciendo: O viri, ad vos clamito, et vox mea ad filios hominum. Intelligite, parvuli, astutiam, et insipientes, animadvertite. Audite quia de rebus magnis locutura sum. Y adelante va diciendo: Mecum sunt divitiae et gloria, opes superbae et iustitia. Melior est fructus meus auro et lapide pretioso, et genimina mea argento electo. In viis iustitiae ambulo, in medio semitarum iudicii, ut ditem diligentes me, et thesauros eorum repleam. Quiere decir: ¡Oh varones, a vosotros doy voces, y mi voz es a los hijos de los hombres! Atended, pequeñuelos, la astucia y sagacidad; los que sois insipientes, advertid. Oíd, porque tengo de hablar de grandes cosas. Conmigo están las riquezas y la gloria, las riquezas altas y la justicia. Mejor es el fruto que hallaréis en mí, que el oro y que la piedra preciosa; y mis generaciones, esto es, lo que de mí engendraréis en vuestras almas, es mejor que la plata escogida. En los caminos de la justicia ando, en medio de las sendas del juicio, para enriquecer a los que me aman y cumplir perfectamente sus tesoros.

En lo cual la Sabiduría divina habla con todos aquellos que ponen su corazón y afición en cualquiera cosa del mundo, según habemos ya dicho. Y llámalos pequeñuelos, porque se hacen semejantes a lo que aman, lo cual es pequeño. Y, por eso, les dice que tengan astucia y adviertan que ella trata de cosas grandes y no de pequeñas, como ellos; que las riquezas grandes y la gloria que ellos aman, con ella y en ella están, y no de donde ellos piensan; y que las riquezas altas y la justicia en ella moran; porque, aunque a ellos les parece que las cosas de este mundo lo son, díceles que adviertan que son mejores las suyas, diciendo que el fruto que en ellas hallará le será mejor que el oro y que las piedras preciosas; y [lo] que ella en las almas engendra, mejor que la plata escogida que ellos aman (Pv. 8, 19). En lo cual se entiende todo género de afición que en esta vida se puede tener.

(Tomado de Obras Completas, Subida del monte Carmelo, ed Monte Carmelo, 2000, pag 169

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San Juan Crisóstomo

Amor sobre todo amor

El que ama a su padre o a su madre por encima de todo no es digno de mí. Y el que ama a su hijo o a su hija por encima de mí, no es digo de mí. Y el que o toma su cruz y viene en pos de mí, no es digno de mí.-

Mirad la dignidad del Maestro. Mirad cómo se muestra a si mismo hijo legítimo del Padre, pues manda que todo se abandone y todo se posponga a su amor.-

Y ¿qué digo -dice- que no améis a amigos ni parientes por encima de mí?

La propia vida que antepongáis a mi amor, estáis ya lejos de ser mis discípulos.-

- ¿Pues qué? ¿No está todo eso en contradicción con el Antiguo Testamento?

- ¡De ninguna manera! Su concordia es absoluta. Allí, en efecto, no sólo aborrece Dios a los idólatras, sino que manda que se los apedree; y en el Deuteronomio, admirando a los que así obran, dice Moisés:

“El que dice a su padre y a su madre: No os he visto; el que no conoce a sus hermanos y no sabe quiénes son sus hijos, ése es el que guarda tus mandamientos...” (33,9)

Y si es cierto que Pablo ordena muchas cosas acerca de los padres y manda que se les obedezca en todo, no hay que maravillarse de ello, pues sólo manda que se les obedezca en aquello que no va contra la piedad para con Dios.-

Y, a la verdad, fuera de eso, cosa santa es que se les tribute todo honor.-

Mas, cuando exijan algo más del honor debido, no se les debe obedecer.-

De ahí que diga Lucas:

“ El que viene a mí y no aborrece a su padre, y a su madre, y a su mujer, y a sus hijos, y a sus hermanos, más aún, a su propia vida, no puede ser mi discípulo...” (14,26)

Sin embargo, no nos manda el Señor que los aborrezcamos de modo absoluto pues ello sería sobremanera inicuo.-

Si quieren –dice- ser amados por encima de mí, entonces, sí, aborrécelos en eso. Pues eso sería la perdición tanto del que es amado como del que ama.-

EL QUE PIERDE SU VIDA, LA GANA

“El que hallare –dice- su vida, la perderá, y el que perdiere su vida por causa mía la encontrará...”

¿Veis cuán grande es el daño de los que aman de modo inconveniente?

¿Veis cuán grande la ganancia de los que aborrecen?

Realmente, los mandatos del Señor eran duros. Les mandaba declarar la guerra a padres, hijos, naturaleza, parentesco, a la tierra entera y hasta a la propia vida.-

De ahí que tiene que ponerles delante el provecho de tal guerra, que es máximo.-

Porque no sólo –viene a decirles- no os ha de venir daño alguno de ahí, sino más bien provecho muy grande.-

Lo contrario, empero, sí que os dañaría.-

Es el procedimiento ordinario del Señor; por lo mismo que deseamos, nos lleva a lo que Él pretende.-

¿Por qué no quieres despreciar tu vida?

Sin duda porque la quieres mucho.-

Pues, por eso mismo debes despreciarla, ya que así le harás el mayor bien y le mostrarás el verdadero amor.-

Y considerad aquí la inefable sabiduría del Señor. No habla sólo a sus discípulos de los padres, ni sólo de los hijos, sino de los que más íntimamente nos pertenece, que es la propia vida, y de lo uno resulta indubitable lo otro. Es decir, que quiere que se den cuenta cómo odiándolos les harán el mayor bien que pueden hacerles, pues así acontece también con tu vida, que es lo más necesario que tenemos.-

(San Juan Crisóstomo. Homilías sobre San Mateo, BAC T. I Madrid, 1955, 700)

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P Juan Lehman V.D.

¡Ave crux, spes única! ¡Salve, oh cruz, única esperanza!

El mundo, valle de dolor. — Se refiere en una antigua leyenda, que Adán pidió a Dios que le mostrase las consecuencias de su pecado. Dios entonces le hizo ver tres inmensos océanos: uno de sudor, otro de lágrimas y el tercero de sangre, diciéndole: He aquí los frutos de tu pecado. ¿Acaso no es verdad?

a) Océano de sudor. ¿No es el mundo un mar de sudor? Ved a millones de hombres trabajando afanosamente, en oficinas y talleres, encima y debajo de la tierra, entre las peligrosas olas, empeñados todos en dura y terrible lucha por la vida.

b) Océano de lágrimas. ¿No es el mundo un océano de lágrimas? ¿Quién podrá contar las lágrimas de los huérfanos, de las esposas y madres, de los enfermos y agonizantes? ¿Las que en sólo una noche se derraman en cárceles y hospitales?

c) Océano de sangre. ¿No es el mundo un piélago de sangre? Las luchas, las revoluciones, las guerras no se extinguen jamás. Mientras aquí las campanas anuncian la celebración de la paz, la bandera de la rebelión se agita en nuevos países, y el clarín de guerra resuena en otras fronteras. El mundo es realmente un valle de miserias, un mar de dolores. ¡Cuánta miseria no se alberga en una sola ciudad! Díganlo si no los hospitales, manicomios, hospicios, institutos para ciegos, sordomudos, etc. El dolor y el sufrimiento fuerzan las puertas de ricos y de pobres. Y hay quien afirma, quizá con razón, que los palacios son más visitados que los pobres tugurios, por las lágrimas. ¿De dónde viene el dolor? ¿Cuál es su causa y su razón de ser? Los paganos de la antigüedad no hallaron respuesta satisfactoria. El paganismo moderno, tampoco. En medio de su perplejidad e impotencia, llega a proponer el exterminio de los que sufren. La religión cristiana resuelve el problema del dolor. Cristo crucificado es la luz entre las tinieblas del sufrimiento.

La cruz de Cristo nos hace comprender la razón del dolor, nos proporciona valor para sufrir, y nos consuela en el desaliento.

1. El por qué del dolor. — a) Jesús recorrió el camino de la cruz. El Padre celestial entregó a su Unigénito Hijo a la muerte ignominiosa de cruz. Siendo esto así, nuestra cruz no nos debe parecer piedra de escándalo. Siendo esto así, deben cesar los porqués de nuestros sufrimientos. Cristo es nuestro Maestro. Si él recorrió el sangriento camino de la cruz, no puede haber para nosotros otro camino. Estamos llamados a sufrir (I Pedr., 2, 21).

b) No hay otro camino para el cielo. Por donde quiera que fueres encontrarás la cruz. Está siempre dispuesta, hecha para tus hombros, y sólo espera el momento propicio para descargar su peso sobre tu existencia. "A muchos parecen duras estas palabras del Salvador: "Renúnciate a tí mismo, toma tu cruz y sígueme". Pero mucho más duras serán aquellas que pronunciará en el día del juicio: "Apartaos de mí, malditos: id al fuego eterno" (Imit. de Cristo, Libr. II, cap. 12, 1).

c) El dolor nos purifica y santifica. "El dolor forma parte del plan y de la obra de salvación. El sufrimiento no es sólo un medio de purificarnos, no es sólo un castigo por nuestros pecados; es mucho más aún: es instrumento de santificación, medio de alcanzar la gracia, fuente de los mayores merecimientos para el cielo, y regalo exquisito del divino Amor. No debemos preguntar: ¿por qué he de sufrir yo tanto? Digamos más bien, cuando el sufrimiento nos distingue con su visita: ¿Por qué razón habría de estar yo sólo exento del dolor? Venga en buena hora; lo esperaba; ya nos conocemos" (Keppler).

2. La Cruz de Cristo nos proporciona valor en el sufrimiento. —Quien acompaña a Nuestro Señor en el camino de la cruz, y contempla sus sufrimientos en la segunda, tercera, séptima y novena estación, soporta más valerosamente su propia cruz, y menos teme los sufrimientos que acometerle puedan. En todos sus dolores y pesares el recuerdo de su divino Maestro le hará exclamar: "Jesús mío, Vos sufristeis más aún; Maestro mío, Vos hicisteis más que yo".

¿De dónde sacaron los Santos la fuerza para sufrir el martirio cruento o incruento, con tanta paciencia, resignación y hasta alegría, sino de la Cruz de Cristo? Existen cartas edificantísimas de soldados de la gran guerra, en las que expresan su unión con la Cruz de Cristo en los momentos más tristes, en las horas más angustiosas de la encarnizada lucha en las trincheras. He aquí las palabras que un joven recluta escribió en la Semana Santa de 1917: "¡Cuán pesados son los sacos de cemento que debo cargarme y llevar a la línea de fuego; pero más pesada todavía era la cruz que mi querido Salvador tomó sobre sus hombros llagados y maltratados. Jesús mío, dadme fuerza y gracia para tomar la cruz sobre mí y seguiros".

3. La Cruz de Cristo nos consuela y nos alienta. — Así como los judíos en el desierto se sentían animados y fortalecidos, cuando levantaban sus ojos hacia la serpiente de bronce, así también, y en mucho mayor grado, quedamos nosotros consolados y confortados al mirar la Cruz del Salvador. Ella transforma y da valor a todos los sufrimientos de la tierra. La claridad, que de ella se desprende, penetra en el seno del dolor y del pesar más profundo. ¡Qué dulce consuelo sienten los pobres, los afligidos, los agonizantes, cuando acude a su mente el recuerdo y la imagen de Jesús llevando a hombro su Cruz hasta el Calvario!

a) Ejemplos: El mariscal Tilly, herido gravemente en un combate, pidió que al pie de su lecho colocasen el crucifijo, para tener así al alcance de sus ojos la imagen del Salvador.

Lacordaire (+ 1861), entre los estertores de la agonía, mirando al crucifijo, murmuraba: "Ya que apenas puedo hablarle, quiero al menos mirarle".

Un protestante norteamericano, viajando por Algeria, tuvo deseo de conocer una leprosería allí existente, y fué a verla. Admirado del espíritu de abnegación de las religiosas, que se dedicaban al servicio de los enfermos, dirigiéndose a una de ellas, que era americana, le dijo: "No permanecería yo aquí, aunque me diesen diez mil dólares de renta al año". —"Tiene razón el Señor —replicó la Hermana—; tampoco yo permanecería aquí, aunque me diesen cien mil dólares". —"Entonces... ¿cuánto recibe la señora?". —"Nada, absolutamente riada". —"Entonces no comprendo, por qué la señora está aquí, sacrificando su juventud, asistiendo a seres tan repugnantes". Por toda respuesta, la Hermana sacó de entre su hábito un crucifijo, lo besó tiernamente y añadió: "Estoy aquí por amor de Este, por amor de Jesús, que murió por amor de estos pobrecitos y también por mi amor".

b) Loa de la cruz. De hoy en adelante, durante el resto de la Cuaresma, canta la Iglesia himnos bellísimos y conmovedores a la Santa Cruz: "Vexilla regis prodeunt" y "Pange lingua gloriosi". La Cruz es el estandarte glorioso del Rey eterno; el más noble de los árboles, sin par entre todos los árboles de la floresta por sus flores, por sus hojas y por su fruto; es el "dulce leño", que "sustentó una carga tan preciosa"; es el "arca que salva del diluvio de este mundo".

¡Amemos a la Santa Cruz! ¡Venerémosla aquí, en la iglesia, en casa, en el trabajo, en todo tiempo y lugar! De la Santa Cruz nos viene la luz, la fuerza y el consuelo en el dolor y en el sufrimiento.

(Salió el Sembrador…, Tomo II Ed. Guadalupe, Buenos Aires, 1947 Pag. 214-219)

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Juan Pablo II

El misterio pascual

Misericordia revelada en la cruz y en la resurrección

El mensaje mesiánico de Cristo y su actividad entre los hombres terminan con la cruz y la resurrección. Debemos penetrar hasta lo hondo en este acontecimiento final que, de modo especial en el lenguaje conciliar, es definido mysterium paschale, si queremos expresar profundamente la verdad de la misericordia, tal como ha sido hondamente revelada en la historia de nuestra salvación. En este punto de nuestras consideraciones, tendremos que acercarnos más aún al contenido de la Encíclica Redemptor Hominis. En efecto, si la realidad de la redención, en su dimensión humana desvela la grandeza inaudita del hombre, que mereció tener tan gran Redentor , al mismo tiempo yo diría que la dimensión divina de la redención nos permite, en el momento más empírico e «histórico», desvelar la profundidad de aquel amor que no se echa atrás ante el extraordinario sacrificio del Hijo, para colmar la fidelidad del Creador y Padre respecto a los hombres creados a su imagen y ya desde el «principio» elegidos, en este Hijo, para la gracia y la gloria.

Los acontecimientos del Viernes Santo y, aun antes, la oración en Getsemaní, introducen en todo el curso de la revelación del amor y de la misericordia, en la misión mesiánica de Cristo, un cambio fundamental. El que «pasó haciendo el bien y sanando» , «curando toda clase de dolencias y enfermedades» , él mismo parece merecer ahora la más grande misericordia y apelarse a la misericordia cuando es arrestado, ultrajado, condenado, flagelado, coronado de espinas; cuando es clavado en la cruz y expira entre terribles tormentos . Es entonces cuando merece de modo particular la misericordia de los hombres, a quienes ha hecho el bien, y no la recibe. Incluso aquellos que están más cercanos a El, no saben protegerlo y arrancarlo de las manos de los opresores. En esta etapa final de la función mesiánica se cumplen en Cristo las palabras pronunciadas por los profetas, sobre todo Isaías, acerca del Siervo de Yahvé: «por sus llagas hemos sido curados» .

Cristo, en cuanto hombre que sufre realmente y de modo terrible en el Huerto de los Olivos y en el Calvario, se dirige al Padre, a aquel Padre, cuyo amor ha predicado a los hombres, cuya misericordia ha testimoniado con todas sus obras. Pero no le es ahorrado —precisamente a él— el tremendo sufrimiento de la muerte en cruz: «a quien no conoció el pecado, Dios le hizo pecado por nosotros» , escribía san Pablo, resumiendo en pocas palabras toda la profundidad del misterio de la cruz y a la vez la dimensión divina de la realidad de la redención. Justamente esta redención es la revelación última y definitiva de la santidad de Dios, que es la plenitud absoluta de la perfección: plenitud de la justicia y del amor, ya que la justicia se funda sobre el amor, mana de él y tiende hacia él. En la pasión y muerte de Cristo —en el hecho de que el Padre no perdonó la vida a su Hijo, sino que lo «hizo pecado por nosotros» — se expresa la justicia absoluta, porque Cristo sufre la pasión y la cruz a causa de los pecados de la humanidad. Esto es incluso una «sobreabundancia» de la justicia, ya que los pecados del hombre son «compensados» por el sacrificio del Hombre-Dios. Sin embargo, tal justicia, que es propiamente justicia «a medida» de Dios, nace toda ella del amor: del amor del Padre y del Hijo, y fructifica toda ella en el amor. Precisamente por esto la justicia divina, revelada en la cruz de Cristo, es «a medida» de Dios, porque nace del amor y se completa en el amor, generando frutos de salvación. La dimensión divina de la redención no se actúa solamente haciendo justicia del pecado, sino restituyendo al amor su fuerza creadora en el interior del hombre, gracias a la cual él tiene acceso de nuevo a la plenitud de vida y de santidad, que viene de Dios. De este modo la redención comporta la revelación de la misericordia en su plenitud

El misterio pascual es el culmen de esta revelación y actuación de la misericordia, que es capaz de justificar al hombre, de restablecer la justicia en el sentido del orden salvífico querido por Dios desde el principio para el hombre y, mediante el hombre, en el mundo. Cristo que sufre, habla sobre todo al hombre, y no solamente al creyente. También el hombre no creyente podrá descubrir en El la elocuencia de la solidaridad con la suerte humana, como también la armoniosa plenitud de una dedicación desinteresada a la causa del hombre, a la verdad y al amor. La dimensión divina del misterio pascual llega sin embargo a mayor profundidad aún. La cruz colocada sobre el Calvario, donde Cristo tiene su último diálogo con el Padre, emerge del núcleo mismo de aquel amor, del que el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, ha sido gratificado según el eterno designio divino. Dios, tal como Cristo ha revelado, no permanece solamente en estrecha vinculación con el mundo, en cuanto Creador y fuente última de la existencia. El es además Padre: con el hombre, llamado por El a la existencia en el mundo visible, está unido por un vínculo más profundo aún que el de Creador. Es el amor, que no sólo crea el bien, sino que hace participar en la vida misma de Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo. En efecto el que ama desea darse a sí mismo.

La Cruz de Cristo sobre el Calvario surge en el camino de aquel admirable commercium, de aquel admirable comunicarse de Dios al hombre en el que está contenida a su vez la llamada dirigida al hombre, a fin de que, donándose a sí mismo a Dios y donando consigo mismo todo el mundo visible, participe en la vida divina, y para que como hijo adoptivo se haga partícipe de la verdad y del amor que está en Dios y proviene de Dios. Justamente en el camino de la elección eterna del hombre a la dignidad de hijo adoptivo de Dios, se alza en la historia la Cruz de Cristo, Hijo unigénito que, en cuanto «luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero» , ha venido para dar el testimonio último de la admirable alianza de Dios con la humanidad, de Dios con el hombre, con todo hombre. Esta alianza tan antigua como el hombre —se remonta al misterio mismo de la creación— restablecida posteriormente en varias ocasiones con un único pueblo elegido, es asimismo la alianza nueva y definitiva, establecida allí, en el Calvario, y no limitada ya a un único pueblo, a Israel, sino abierta a todos y cada uno.

¿Qué nos está diciendo pues la cruz de Cristo, que es en cierto sentido la última palabra de su mensaje y de su misión mesiánica? Y sin embargo ésta no es aún la última palabra del Dios de la alianza: esa palabra será pronunciada en aquella alborada, cuando las mujeres primero y los Apóstoles después, venidos al sepulcro de Cristo crucificado, verán la tumba vacía y proclamarán por vez primera: «Ha resucitado». Ellos lo repetirán a los otros y serán testigos de Cristo resucitado. No obstante, también en esta glorificación del hijo de Dios sigue estando presente la cruz, la cual —a través de todo el testimonio mesiánico del Hombre-Hijo— que sufrió en ella la muerte, habla y no cesa nunca de decir que Dios-Padre, que es absolutamente fiel a su eterno amor por el hombre, ya que «tanto amó al mundo —por tanto al hombre en el mundo— que le dio a su Hijo unigénito, para que quien crea en él no muera, sino que tenga la vida eterna» . Creer en el Hijo crucificado significa «ver al Padre» , significa creer que el amor está presente en el mundo y que este amor es más fuerte que toda clase de mal, en que el hombre, la humanidad, el mundo están metidos. Creer en ese amor significa creer en la misericordia. En efecto, es ésta la dimensión indispensable del amor, es como su segundo nombre y a la vez el modo específico de su revelación y actuación respecto a la realidad del mal presente en el mundo que afecta al hombre y lo asedia, que se insinúa asimismo en su corazón y puede hacerle «perecer en la gehenna» .

(Tomado de Dives in misericordia 1980/11/30)

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CATECISMO

La conversión de los bautizados

1427 Jesús llama a la conversión. Esta llamada es una parte esencial del anuncio del Reino: "El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva" (Mc 1,15). En la predicación de la Iglesia, esta llamada se dirige primeramente a los que no conocen todavía a Cristo y su Evangelio. Así, el Bautismo es el lugar principal de la conversión primera y fundamental. Por la fe en la Buena Nueva y por el Bautismo (cf. Hch 2,38) se renuncia al mal y se alcanza la salvación, es decir, la remisión de todos los pecados y el don de la vida nueva.

1428 Ahora bien, la llamada de Cristo a la conversión sigue resonando en la vida de los cristianos. Esta segunda conversión es una tarea ininterrumpida para toda la Iglesia que "recibe en su propio seno a los pecadores" y que siendo "santa al mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación" (LG 8). Este esfuerzo de conversión no es sólo una obra humana. Es el movimiento del "corazón contrito" (Sal 51,19), atraído y movido por la gracia (cf Jn 6,44; 12,32) a responder al amor misericordioso de Dios que nos ha amado primero (cf 1 Jn 4,10).

1429 De ello da testimonio la conversión de S. Pedro tras la triple negación de su Maestro. La mirada de infinita misericordia de Jesús provoca las lágrimas del arrepentimiento (Lc 22,61) y, tras la resurrección del Señor, la triple afirmación de su amor hacia él (cf Jn 21,15-17). La segunda conversión tiene también una dimensión comunitaria. Esto aparece en la llamada del Señor a toda la Iglesia: "¡Arrepiéntete!" (Ap 2,5.16).

S. Ambrosio dice acerca de las dos conversiones que, en la Iglesia, "existen el agua y las lágrimas: el agua del Bautismo y las lágrimas de la Penitencia" (Ep. 41,12).

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Símiles y Analogías

V. Muzzatti

San Francisco de Asís solía decir: Si hubieses perdido los ojos, los pies o algún otro miembro del cuerpo, y alguien te lo restituyera, ¿no te sentirías obligado a servir a tu bienhechor con todo el corazón y por toda la vida? Pues bien, Dios nos dió, no sólo las manos, los pies y los ojos, sino todo cuanto de bueno tenemos en el alma y en el cuerpo. ¿Será, pues, pedir mucho si nos exige que le sirvamos, le honremos y le amemos con toda el alma y con todas las fuerzas del cuerpo? ¡Con qué alegría deberíamos cumplir este mandamiento!

(Rosati)

El azúcar con su dulzura hace tolerables y aun gustosos los alimentos ásperos y amargos. Así también el pensamiento del premio eterno, reservado en la otra vida a todo acto cristiano, a todo padecimiento y a toda victoria sobre las pasiones, hace dulce y suave todo aquello que en la senda de los divinos mandatos parecía pesado y enojoso.

Caminando a marchas forzadas hacen los soldados diez y aun doce leguas; pero llega un momento en que ceden las fuerzas, no se puede ya con el bagaje, el fusil, el polvo..., y aquéllos empiezan a andar como arrastrándose. Más, de pronto, el capitán da una orden, y al punto se deja oír un alegre estruendo: es la banda militar. Sus aires musicales, mejor que cualquier otro medio, sirven a maravilla para vigorizar las piernas y hacer que avancen briosamente las columnas. Tal es, también, el efecto de la esperanza: es una música misteriosa, que nos redobla las fuerzas y nos da alas para proseguir nuestro camino.

La esperanza es una firme áncora para el alma. Como el áncora preserva la nave en las horas de tormenta, también la esperanza nos preserva del funesto desaliento en las horas de la tribulación. Sólo difieren en que el áncora tiene su punto de apoyo en lo más bajo, y la esperanza, por el contrario, en lo más alto.

El águila, cuando arrecia el temporal, se libra de él remontándose con las alas a los espacios aéreos, más allá de las nubes. También nosotros con la esperanza nos remontamos por encima de las cosas terrenas y de las miserias de acá abajo.

¿No se tendrá por dichoso el que poseyera las llaves del tesoro real? Pues hete ahí la llave del corazón de Dios: esperar mucho en Él. Quien nada espera de Dios, nada obtiene de Él; quien mucho espera de Dios, obtiene mucho; quien todo lo espera de Él, lo obtiene todo.

(Bongioanni)

Los israelitas, esclavos en Egipto, hallábanse en la imposibilidad de alzarse y marchar a la conquista de la Tierra prometida que Dios había jurado darles, ya en tiempo de Abraham; de ahí que no pudieran tener, a la sazón, la esperanza de obtenerla. Mas, cuando Dios les deparó a Moisés, quien, investido de virtud divina y tras muchos milagros, los libertó de la esclavitud y los condujo por el desierto, abatiendo a numerosos enemigos, pudieron esperar con toda certeza que entrarían en la Tierra prometida, por cuanto estaban seguros de la promesa hecha por Dios y veían que Él les iba aportando los medios adecuados para la realización de la misma. De modo semejante, los cristianos alimentan la esperanza de poder entrar, un día, en la tierra prometida del cielo, que les está aparejada, merced a los auxilios aportados por Jesucristo, nuevo Moisés suscitado por Dios.

(Enciclopedia Catequística de Símiles y analogías, Ed. Litúrgica Española, Barcelona, 1950)


32.

Con nosotros llevamos nuestro carnet de identidad, sobre todo cuando viajamos. Está Europa entera y España con ella, todo el hemisferio norte, a punto de viajar y salir de veraneo para descansar, para cambiar de ambiente, para encontrar o reencontrar nuevos valores y enriquecer nuestra vida. Cuando estamos a punto de viajar se nos recuerda nuestra identidad de cristianos, y se nos enseña ese otro carnet de identidad, que la policía no exige que se lo mostremos, sino Dios es quien lo mira.

Nuestro carnet de identidad es el Bautismo, pero no basta con el certificado de papel, de haber sido bautizados un día en un templo o capilla. “Por el Bautismo hemos sido incorporados a la muerte y resurrección de Jesucristo”, es decir, se nos ha dado la gracia del Espíritu Santo para “sepultar y morir al pecado y renacer a una nueva vida, que es eterna”, la que Jesucristo nos ha ganado y que ha comenzado a vivir a partir de su resurrección y glorificado, con su Ascensión al Padre. “Por tanto si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él; pues sabemos, que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más; la muerte ya no tiene dominio sobre Él”. De la muerte, por el Bautismo, pasamos a la vida. Binomio: MUERTE - VIDA

El bautismo, el Sacramento, la gracia que supone, es nuestro carnet de identidad cristiana y se nos tiene que notar sobre todo este verano en casa, en nuestra ciudad o pueblo o fuera de esos lugares cotidianos. Que por donde vayamos o donde estemos inundemos de luz, esperanza y alegría a todos las personas. No recordemos y hablemos de forma machacona y hasta masoquista, de las calamidades de nuestra Nación o del mundo, que todos ya las sabemos de memoria.

Hablemos de todo lo bueno, que estamos haciendo, nosotros y los demás, de las cosas hermosas que vemos y contemplamos en nuestras tierras, y hagamos ver a los más jóvenes los progresos enormes que ha dado nuestro país y la mayor parte de países en los últimos 60 años con la colaboración de toda la comunidad nacional e internacional para que lo aprecien y agradezcan y sepan dar las gracias y tener respeto y consideración a toda esa multitud de ancianos, que sacrificaron sus vidas en este progreso y evolución para gozar ellos también, aunque ya por poco tiempo, de todo el bienestar social, económico, político y hasta religioso, aunque a veces esto se vea menos, por una crisis de valores que es como una neblina, que no nos deja ver este mundo religioso e íntimo, que tiene todo ser humano, aunque lo niegue, ya que la religión (re-ligado –o- re-légere = lectura en profundidad de mi biografía), es un “elemento constitutivo de la estructura de la persona humana.

Nuestra identidad de cristianos tiene que quedar patente y manifiesta. Así nos lo recuerda y dice Jesucristo: “Que vean los hombre, vuestras buenas obras y así glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” y no que digan blasfemias. No podemos perder esta nueva ocasión de las vacaciones de verano. Seríamos responsables de esta grave omisión de hacer el bien.

Por eso, en este domingo, se nos invita a tomar decisiones en nuestra vida, en la que hay que tomar partido valientemente por Dios. Seguir a Jesús, ser creyente en la práctica y no en teoría, puede algunas veces provocar la oposición de aquellos más cercanos y queridos por nosotros: familiares, amigos, compañeros.

Jesús nos pide que seamos capaces de optar por Él y que a Él le prefiramos. “El que quiere a su padre o a su madre más que a mi, no es digno de mi. Y el que quiere a su hijo o a su hija más que a mi, no es digno de mi”.

Cuenta una mujer, que sus padres eran ateos, pero que a la edad de seis años. ella ya sabía que sus padres mentían. Por ello solía ir a la Iglesia a escondidas.

Ser cristiano es solo para valientes. No valen las medias tintas: o todo o nada, como dice la copla: “Corazones partidos yo no los quiero y si doy el mío, lo doy entero” “El que se encierre en su vida y la guarde o la conserve solo para si, la perderá. Y el que pierda o dé su vida por mí, la conservará”. Hay que salir de uno mismo, no hay que dejarse encerrar o pudrirse en nuestro egoísmo. Olvidándose uno de si, se encuentra uno a sí. Hay, pues, que abrirse a los demás. ACOGERLOS en todo: en sus necesidades materiales y vitales, en sus necesidades de compañía y de consuelo. Escucharles en sus ideas e ilusiones. ACOGER es la palabra clave para este verano, para estas vacaciones.

Este verano será tiempo privilegiado para demostrarnos a nosotros mismos y a los demás nuestra identidad de cristianos, de bautizados, de limpios y purificados, de lavados de todo sórdido egoísmo e indiferencia. Ser, pues, acogedores, como la mujer sunamita de la que se nos ha hablado en la primera lectura. “Ella dijo a su marido: vamos a preparar a este hombre de Dios una habitación, con su cama, su mesa, una silla y un candil, para que pueda dormir, cuando pasa por aquí”, y no que duerma en el corral.

Este matrimonio eran símbolo de la muerte eterna, porque no tenían hijos, era un hogar sin vida. Y ya no podían tenerlos, nunca más, porque “él era ya viejo”, nos dice la narración. “El año que viene por estas fechas, le dijo Eliseo, acogido en su casa, abrazarás a un hijo”. De un hogar sin vida, pasó a un hogar con vida nueva, porque habían sido acogedores. De la MUERTE a la VIDA. Eso es el misterio de PASCUA

Quizás, a los primeros que debemos acoger es precisamente a nuestros pastores: al Papa, a los obispos, a los sacerdotes, a los profetas, a los pequeños, también, como enviados de Dios. Son como una presencia casi sacramental del amor de Dios a los hombres.
Lo hemos podido vislumbrar en la primera lectura: la acogida y el servicio que le prestó la mujer sunamita al profeta Eliseo. Más claramente lo hemos escuchado en el Evangelio de hoy de la misma boca de Jesucristo: “El que os recibe a vosotros, me recibe a mi. Y el que me recibe, recibe al que me ha enviado”. Todo el misterio de Dios se mete e inunda tu alma, tu vida.

Hay un deber de acoger a los que realizan una función de mediación en nombre del Señor. Hay que rogar, pues, y querer, colaborar y ayudar a nuestros pastores, escogidos y llamados por Dios. ¿Has invitado a comer o cenar con tu familia, alguna vez, a tu párroco o a algún sacerdote? ¿Por qué no haces la prueba este verano? Los cristianos franceses lo hacen con alguna frecuencia.

El anticlericalismo visceral del pueblo español, que proviene de todos los horizontes políticos o clases sociales, nos priva de vivir en comunidad fraterna y sobre todo nos priva de encontrarnos con el Señor. “Quien a vosotros os acoge, a mi me acoge. Quien a vosotros os desprecia, a mi me desprecia”. Y estos dos últimos años, cualquier acontecimiento, sobre todo anecdótico y chusco, que sucede en la Iglesia, la televisión y los medios de comunicación, le dan vueltas y vueltas, un día y otro, como por ejemplo el de ese pobre sacerdote que manifestó era homosexual y que salía del armario. No me digáis que la noticia más importante para toda la comunidad nacional, de más de 40 millones de españoles, sea que un sacerdote declara que es homosexual. Yo lo considero como una burla al pueblo español. Un cierto anticlericalismo solapado o abierto descaradamente nos está haciendo un gran daño a creyentes y no creyentes, porque esto divide y crea banderías.

Esa crítica mordaz, burlona, incluso enfermiza contra el clero, solo porque contraría nuestras posiciones o puntos de vista, es una resistencia a la Palabra y a la gracia de Dios. Colaborad con todo el clero de todos los pueblos de España o de otros países donde vivís o donde vayáis a pasar vuestras vacaciones. No los dejéis solos, para preparar todo y que nadie se ofrezca a ayudarlos en las lecturas, en los cantos, en el servicio al altar , en las celebraciones.. Llevarles vuestra acogida, vuestra colaboración, vuestra hospitalidad.

Purificaros de todo anticlericalismo solapado, que os impide encontraros con el Dios que buscáis. ¿Acaso recuerdas todo el tiempo y andas diciendo a todo el mundo, la debilidad que puede tener tu padre que se emborracha? ¿Por qué lo tienes que hacer con tu padre espiritual, el sacerdote? No tiene lógica, tiene maldad y en algunos hasta visos de perversión.

No pienses en sus fallos y limitaciones, en sus pecados, que los tienen también, que ángeles no son. Pero quizás, siendo tú tan acogedor y bueno, les ayudes a que sientan vergüenza de algunas de sus faltas y se corrijan gracias a que tu no los has despreciado, sino que los has acogido. ¡Qué fantástico, ¿verdad?

Lo tenéis, a Dios, a la puerta, pues con vosotros están y viven los diáconos, los presbíteros y los obispos. Y a la puerta también lo tenéis, a Dios, si por los caminos de Dios, que vais a recorrer, acogéis también a los pequeños: que son los pobres de amor sobre todo, los hambrientos, no por simple filantropía o solidaridad, sino porque vuestro ser de cristianos les da todo con otro talante de cariño y de amor, el cariño del Dios, a quien amamos, que es Padre también de ellos, como lo es de nosotros..

Un gesto, una sonrisa, una palabra, “un simple vaso de agua que deis, no quedará en el olvido.”

Carnet de identidad de cristiano a la vista y que se vea que es auténtico, porque abres y acoges en tu corazón a todos los hombres. Y que esta Eucaristía confirme nuestro propósito de este verano: puertas abiertas a los pastores, a los pobres, a todos. Puertas abiertas, que abierto quedó por la lanzada el corazón de Jesucristo.

A M É N.

Edu MARTABAD, escolapio


33. FLUVIUM

No aspirar a menos

Escuchadas fuera de su contexto estas afirmaciones de Nuestro Señor, nos pueden parecer al menos secas. Además, podrían inducirnos a pensar que Jesús pretendía un protagonismo desconsiderado; ser únicamente punto necesario de referencia para el hombre y no tanto quien vino al mundo para que todos los hombres se salven y conozcan la verdad, manifestando así el amor que Dios nos tiene. Resulta, por eso, imprescindible recordar siempre, al leer y meditar la Sagrada Escritura, que Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, únicamente ha querido venir al mundo para salvarnos. Así, una vez reconocida su indiscutible bondad, podremos –iluminados por el Espíritu Santo y humildemente– avanzar en el conocimiento de Jesucristo, que se hizo hombre para nuestro bien. ¿Acaso sería justo amar a alguien más que a Dios, por muy próximo y querido que sea para nosotros?

Por otra parte, ya hemos considerado a fondo –y es a diario punto de partida de nuestras reflexiones– la razón de ser de nuestra existencia, lo que justifica la presencia nuestra en el mundo: somos –y somos personas– para Dios. Nos hiciste, Señor, para ser tuyos, declara San Agustín. Únicamente Dios nos puede colmar. Pero nuestro acceso a la divinidad ha de ser humano, consecuencia del ejercicio de nuestra libertad. Estando, pues, en buscar, encontrar y poseer a Dios eternamente el único sentido y fin de la existencia del hombre, ¿acaso no es razonable cualquier sacrificio antes que perder lo único que nos puede llenar plenamente, aquello en lo que, por otra parte, consiste la plena felicidad humana?

Es muy conocida la tendencia a ponernos cada uno como objetivo de nuestro interés; tanto que parece natural y hasta irremediable. Se trata, sin embargo, de una consecuencia del pecado y de la rebeldía humana. El gran don que el hombre ha recibido y lo eleva sobre el resto de las criaturas de este mundo es la capacidad de amar. Sólo los hombres somos capaces de entregarnos conscientemente en beneficio de otros, que eso es amar. Ciertamente esa capacidad de buscar el bien podemos intentar emplearla en nosotros mismos, podemos buscar la autosatisfacción. Pero esto no sería amar, sería egoismo o soberbia. El hombre fue ideado por su Creador para vivir amando como decíamos, dándose a Él en cada circunstancia de la vida buscando agradarle. Así tiene su existencia el sentido que le es propio: se asemeja al Creador como debe –ya que somos a su imagen y semejanza–, que es puro don. Por el contrario, una vida humana si busca como objetivo su propio bien fracasa: Quien encuentre su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, la encontrará.

"Perder la vida por Dios...", nos dice el Señor. Porque se trata de emplear a cada paso esa capacidad que poseemos para darnos, "como Dios manda". Y está usada en este caso la conocida expresión en su sentido más literal. Se trata, en efecto, de caminar cuando Dios quiere, donde Dios quiere, como Dios quiere, porque Dios lo quiere. Caminar, o correr, o descansar, o trabajar con las manos o la inteligencia, o dar un consejo, o preguntar una duda; ayudar o pedir ayuda... Cualquiera de las infinitas actividades del hombre son –vividas por Dios– perder la vida por Él, gastándola en el cumplimiento de su voluntad y, por tanto, encontrarla.

No está mal actuar por los demás, al contrario, pero es poco: Quien recibe a un justo por ser justo obtendrá recompensa de justo. Bastantes, que son buenos, se quedan en esto: en la hermandad entre los pueblos, en la justicia social, en ser ciudadanos intachables, solidarios... Indudablemente se trata de verdaderos valores que contribuyen grandemente al bien, y que han sido muy alentados –lo son en el momento actual– y convendrá seguir estimulándolos en el futuro. Es también indudable que la persona se siente realizada actuando bien, aunque sea en cierta medida (en cierta medida se siente realizada y también en cierta medida actúa bien). Sin embargo, únicamente llevamos a cabo todo el bien posible cuando lo hacemos por Dios. Sólo amar a Dios mismo, admás, puede colmar realmente todos los anhelos de la criatura humana.

Todo el que dé de beber tan sólo un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños por ser discípulo, en verdad os digo que no quedará sin recompensa. Jesús concluye, en efecto, asegurando que no faltará la debida satisfacción a los que realicen el bien, no tanto a otro de nuestros semejantes sino a Él mismo a través de ellos. Por eso, da igual en qué consista de hecho un trabajo o una obra de servicio o para quién se realice, si se hace porque agrada a Dios. Lo determinante para afirmar la categoría de la acción y de quien la lleva a cabo es que aquello se haga por Dios y "como Dios manda".

Es justo que nos gocemos pensando que, por la Gracia de Dios, podemos llevar a cabo, si queremos, algo de categoría divina. Nuestro Creador lo acogerá complacido en cada caso, con solo intentar actuar puesta la vista en Dios. ¡Qué gran tesoro esta libertad, que nos permite elevarnos muy por encima de nuestra terrena condición, hasta tratar de tú confiadamente a Nuestro Dios! Así hablan los hijos con sus padres siempre que lo desean. Como ellos, podemos dirigirnos también –amando– a nuestra Madre del Cielo, y seremos doblemente felices, al sentirnos más hijos aún de Nuestro Padre Dios


34. Fray Nelson Domingo 26 de Junio de 2005
Temas de las lecturas: Este es un hombre de Dios * El bautismo nos sepultó con Cristo para que llevemos una vida nueva * El que no toma su cruz, no es digno de mí. Quien los recibe a ustedes, me recibe a mí.

1. El Sagrado Deber de la Hospitalidad
1.1 En la cultura del Antiguo Testamento, y en general, en todo el mundo antiguo, se consideraba que la hospitalidad era un deber sagrado. De un modo un poco abstracto y sin contexto queda esto en el enunciado de una de las obras de misericordia corporales: "dar posada al peregrino."

1.2 En aquel mundo antiguo era deber acoger porque el que no es acogido queda condenado a muerte. La hostilidad del desierto no perdonaría a un peregrino rechazado. No recibirlo, pues, es matarlo. Dígase otro tanto de otras vías y lugares en que los desplazados o emigrantes no tienen otra cosa sino la compasión de los que encuentren por el camino.

2. Hospitalidad para Hoy
2.1 A veces nos preguntamos cómo se puede practicar hoy esta hospitalidad. Por una parte, y por lo menos en muchos países y ciudades, el menesteroso puede contar con algún tipo de soporte mínimo, a lo menos algo que le impida morir de sed, hambre o frío.

2.2 Por otra parte, las condiciones de muchos de los mendigos actuales es diferente de la de sus antecesores en tiempos bíblicos o en culturas distintas. Hay mendigos adictos a las drogas, alcohólicos irredentos, trastornados mentales, delincuentes en fuga, o simplemente gente que juega con la compasión de otros para buscar dinero u otras cosas. Estos temores, unidos al egoísmo e individualismo típicos de las ciudades, hacen que no encontremos caminos fáciles para la hospitalidad.

2.3 Hay cosas que pueden hacerse, sin embargo. En un país como Irlanda hay albergues para mendigos y hay personas que donan de su tiempo para ayudara los que no tienen un techo, por ejemplo, sirviéndoles los alimentos. Lo hacen de manera voluntaria y caritativa, sin poner en peligro sus vidas ni sus propios hogares. En algunos lugares de Colombia han surgido iniciativas de dar algo de alimento a los habitantes de las calles. Puede parecer poco, dar simplemente un tazón de sopa caliente, pero para centenares de personas, ese es el único gesto de amor que reciben cada semana durante años.

2.4 Otro enfoque es ampliar lo que significa acoger. Decíamos que en los lugares y tiempos de los desiertos no recibir al peregrino equivalía a condenarlo a muerte. Otro tanto se puede decir desde el punto de vista emocional. Mucha gente tiene buena provisión de alimento y bebida, e incluso comodidades materiales, pero no tiene la sensación de importarle a nadie. Es sintomático que en la Europa de hoy muere ya más gente por suicidio que en accidentes. Esos que se arrojan al abrazo de la muerte quizá estuvieron esperando demasiado tiempo que alguien les diera un abrazo de vida.

3. Recibir a los Profetas
3.1 Tanto la primera lectura como el evangelio hacen énfasis en un punto adicional. No se habla sólo de hospitalidad sino de recibir "a un hombre de Dios," según la lectura del Segundo Libro de los Reyes, o recibir "a un profeta porque es profeta," según las palabras de Cristo en el evangelio.

3.2 Esa expresión que usa Nuestro Señor es particularmente significativa. Recibir al profeta "porque es profeta" es aceptar su profecía, es decir, es acoger al Dios que habla a través de un instrumento que en sí mismo es imperfecto. La hospitalidad aquí ya no es sólo caridad sino sobre todo fe: una fe que hace que, al recibir al mensajero de Dios, sea Dios mismos quien nos reciba.