14 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO DÉCIMO
(10-14)

 

10.

Existe el mal y el pecado en nuestra vida.- El mensaje principal de hoy, preparado ya por la primera lectura y por el salmo responsorial, es el de la existencia del pecado, de la oposición a Cristo, tanto en su tiempo como en el nuestro, y la urgencia de una actitud de lucha contra el mal con la confianza de que El, que es el más fuerte, ya ha vencido. Nada más salir de la celebración de la Pascua, nos encontramos con que San Marcos nos describe el drama de la lucha y de la oposición a Jesús. Unos no le comprenden (sus familiares). Otros le siguen por motivos superficiales (los milagros). Otros se le oponen abiertamente y le acusan nada menos que de estar en connivencia con el demonio.

Es bueno reconocer el mal que hay, tanto en la historia de la sociedad y de la iglesia como en la particular de cada uno de nosotros. Existe la tentación y el pecado. Ya desde el principio: en el Génesis hemos escuchado la descripción de la primera caída, todo un símbolo de lo que luego ha sido y sigue siendo la historia de la humanidad. Recordar que existe el pecado (y las "estructuras de pecado" que hemos creado, y de las que habla varias veces Juan Pablo II en la última encíclica "Sollicitudo Rei Socialis") nos hace humildes y desmitifica el orgullo que podemos sentir por los progresos de nuestra generación.

Es una experiencia que tenemos todos: niños y mayores, religiosos y laicos. El mal existe en nuestra vida, y todos caemos en él.

Aunque tendamos a echar la culpa a los demás, o a las estructuras o al ambiente. Somos débiles, y ante el programa que Jesús nos ofrece, preferimos otros que las "serpientes" de turno nos van ofreciendo con sutiles argumentos.

Sigue existiendo, en la sociedad o tal vez también en nosotros mismos, ese "pecado contra el Espíritu" que es el de no querer ver la luz y la interpelación de Cristo Jesús, sino ignorarlo, y hasta intentar desprestigiar todo aquello que se nos presente como signo inequívoco de su presencia. Como los letrados que venían de Jerusalén, sabios ellos y muy seguros en sus esquemas mentales, trataron de desacreditar a Jesús. Bastaba interpretar su actuación como la de un loco (así lo hicieron sus más allegados) o hacer correr que era un fanático o que estaba endemoniado (¿se puede estar endemoniado y a la vez ser exorcista, expulsador de demonios?). Una tendencia parecida la podemos sentir todos: ante una exigencia radical del evangelio nos defendemos con interpretaciones exegéticas; o ante el testimonio valiente de alguien (sea el Papa, o los obispos, o un sencillo laico con sus palabras y sus obras nos muestran los caminos de Dios en nuestra historia) somos capaces, más o menos conscientemente, de quitar prestigio o buscar los modos de hacer callar la voz profética que nos molesta.

La lucha, del lado del más fuerte.- La presencia del mal y del pecado en nosotros y en torno a nosotros.

Y la invitación a la lucha contra él. En esta lucha a veces vence el mal (el Malo). Como en el Génesis. Pero ya entonces sonó la promesa de la "enemistad' con otro más fuerte. El Más fuerte aparece en el evangelio. Si los demonios son expulsados es porque ha llegado el Más Fuerte. El que ha vencido las tentaciones propias en el desierto. El que libera a los posesos. El que entregará su vida para salvar del pecado y del mal a la humanidad.

A nosotros, los seguidores de Jesús, se nos invita, ante todo, a la actitud de Lucas. Ante el mal no podemos quedar apáticos, indiferentes, o desanimados. Somos invitados a resistir, a trabajar porque el mal no triunfe en este mundo ni en nosotros mismos. Lucha, fatiga, camino contra corriente. Vale la pena que recordemos que en la Noche Pascual (el bautismo) hicimos una doble opción: la renuncia al pecado y el mal, y la profesión de fe en Dios y en Cristo. La especificación de los aspectos en que nos acecha a cada uno el mal, y de los medios de la lucha contra él, dependerá del ambiente concreto de la celebración.

Pero esta lucha la llevamos a cabo con confianza y esperanza, porque estamos del lado del Más Fuerte, formando su nueva familia. La Pascua que acabamos de celebrar nos ha querido hacer partícipes de la victoria de Cristo contra todo mal. (Esto es también lo que da esperanza a Pablo, en medio de sus muchas dificultades).

Referencia eucarística y mariana. - Esta tensión que impregna nuestra existencia, entre el bien y el mal, está también presente en nuestra oración eucarística: el acto penitencial, la oración del padrenuestro, "no nos dejes caer en la tentación... líbranos del mal", la invitación a comulgar, porque Cristo es "el que quita el pecado del mundo"...

Sin convertir la homilía (ni hoy ni ningún otro domingo) en mariana, vale la pena aprovechar las ocasiones que las mismas lecturas ofrecen para recordar tanto el Año Mariano como el papel que la Virgen juega en la Iglesia. Y hoy, ciertamente, las hay: la mujer del Génesis, la Madre de Jesús que se le acerca (¿discípulo también ella? ¿madre preocupada por el trabajo y la salud de su Hijo?). Ella supo cumplir la voluntad de Dios ("hágase en mí según tu Palabra") y ser dócil al Espíritu. Ella supo de dificultades y de fe costosa, pero creyó en Dios. Además de Madre biológica de Jesús, es también miembro entrañable y modélico de la nueva familia de los creyentes en El: la Iglesia.

J. ALDAZABAL
MISA DOMINICAL 1988/12


11.

1. Buscar a Dios con sinceridad

El evangelio de hoy tiene un particular interés para todos nosotros, pues Jesús define quiénes constituyen su auténtica «familia» y pueden ser llamados sus «hermanos». Comienza Marcos diciéndonos que Jesús volvió «a su casa» y se le juntó tanta gente que no podía ni comer...

En realidad, la casa de Jesús estaba en Nazaret; sin embargo, él considera como casa suya ésa en la que puede comunicar su palabra a las gentes que, venidas de muchas partes, se le habían congregado.

Efectivamente, al comenzar Marcos su capítulo tres, nos dice que han llegado «muchedumbres de Galilea, Judea, Jerusalén, Idumea, del otro lado del Jordán y de la región de Tiro y Sidón», refiriéndose sin duda a lo que estaba sucediendo en tiempos de Marcos con la expansión de la Iglesia.

Dicho de otra manera: Jesús no tiene casa propia sino que establece su morada allí donde está la gente ávida de palabra de vida. El ha venido para establecer con el pueblo una relación especial, mucho más fuerte que los lazos de sangre o de raza, ya que surge por la fe y por el cumplimiento de la voluntad del Padre.

Jesús congrega, como buen pastor, a cuantos desean constituir la familia de Dios, familia a la que él mismo ha de alimentar con la Palabra e incluso con el Pan de la vida. Sin embargo, para ser miembro de esta familia hacen falta ciertas condiciones, ya que es una familia especial a la que no se puede llegar por simple casualidad. Hoy Marcos va a descartar a dos grupos que ciertamente no forman parte de la comunidad de Jesús.

En primer lugar, están los escribas y fariseos. Son los conductores espirituales del pueblo y los exponentes de la Antigua Alianza, del antiguo culto a Dios. Con su inteligencia son capaces de conocer al dedillo las Escrituras, pero su corazón rebosa del orgullo de considerarse los mejores. No toleran que un simple Fulano, como era Jesús, que no pertenecía a su grupo selecto, pudiera introducir reforma alguna en lo que ya estaba establecido.

Así, pues, un grupo de ellos es enviado explícitamente desde Jerusalén para espiar a Jesús y ver la forma de tenderle una trampa. Ya hemos visto algunas escaramuzas de este duelo. Hoy, en cambio, la discusión es más agria y Jesús termina por repudiarlos totalmente.

Los escribas acusan a Jesús de ser él mismo un poseído por el demonio; por eso, concluyen, puede expulsar al demonio de los demás.

Muy fácil fue descubrir la sinrazón de sus argumentos, como bien arguye Jesús: «¿Cómo Satanás va a expulsar a Satanás?» Sería como un reino o una familia divididos, y pronto dejarían de existir.

En cambio, sigue Jesús, si yo expulso a los demonios es simplemente porque soy más fuerte que ellos, de la misma forma que solamente un hombre más fuerte que el dueño de una casa puede hacer un saqueo de la misma.

La simple argumentación ponía a las claras la mala fe de los escribas y por eso merecerán el total rechazo de Jesús, que los acusa de pecar contra el Espíritu Santo, es decir, de pecado de mala voluntad y torcidas intenciones. En efecto, nadie con sana intención podía acusar a Jesús de aliado del demonio viendo los signos que realizaba. Sin apertura a la verdad, sin la sinceridad del corazón es imposible penetrar en los designios de Dios. Y éste era el caso de los escribas y fariseos.

La lección del evangelio es clara: para llegar al Reino de Dios, para tener acceso a la verdad del Espíritu, no basta el conocimiento de las Escrituras ni la sabiduría teológica, ni el ejercicio del culto ni el cumplimiento de la ley. Hay hombres capaces de esconder un tremendo pecado detrás de esas máscaras religiosas.

Lo esencial es la apertura sincera al Espíritu de Dios, que es espíritu de santidad. Dios, por medio de Jesucristo, introduce una total novedad, un cambio radical, una visión nueva de la vida. Negarse a este cambio, empecinarse en una postura personal que llega incluso a torcer el sentido de las Escrituras en beneficio propio, es dictarse la propia condenación. Jesús distingue entre los pecados que pueden ser perdonados, es decir, que surgen de la debilidad humana, y los que son fruto de mala intención. Dios conoce el interior de cada uno y no se deja engañar. La blasfemia contra el Espíritu Santo puede tener la forma exterior de acto religioso, de postura teológica, de celo apostólico, etc. Es un pecado sutil y difícil, porque se esconde entre los pliegues del orgullo religioso.

Jesús hace una opción clara: no puede sacar discípulos de los sabios y piadosos que especulan con la verdad; sí los puede sacar de los adúlteros, de las prostitutas, de los leprosos, ciegos y sordomudos, de los publicanos y de los humildes pescadores...

2. Cumplir la Palabra del Padre

El segundo grupo que quedará fuera de la familia de Jesús lo forman sus propios parientes. Encerrados en su mundillo y fastidiados por las «rarezas» de su pariente (si bien más tarde querrán especular con su fama) o bien temerosos por las posibles consecuencias, que traerían la deshonra de la familia, pretenden en un primer momento llevarse a Jesús, pues dicen: «Es un exaltado», que mejor traduciríamos con la crudeza de Marcos: «Merece ir al manicomio.»

Jesús no se da por aludido, seguramente porque los conocía bien. Más tarde vuelven a la carga y lo hacen llamar. Y cuando le dicen a Jesús: «Tu madre y tus hermanos están fuera y te buscan», a todos nos pudo haber sorprendido la respuesta de Jesús: « ¿Quiénes son mi madre y mis hermanos? Estos son mi madre y mis hermanos: el que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre.»

Todos los evangelistas están de acuerdo en que, en un primer momento, la parentela de Jesús no creyó en él; más aún, se oponen a que continúe con su ministerio. Sabemos, con todo, que más tarde algunos de ellos se unirán a la comunidad creyente, entre los que sobresaldrá Santiago, el pariente del Señor, a cuyo cargo quedará la comunidad de Jerusalén.

El pensamiento de Jesús es claro: la comunidad cristiana establece entre sus miembros una relación totalmente distinta a la que puede dar la raza o la sangre.

En una familia se nace y, sea de la forma que fuere, los lazos quedan para siempre, aunque no siempre sean tan cordiales. En cambio, a la familia de Jesús se ingresa por un acto personal y libre. Según Marcos, Jesús dijo la referida frase "dirigiendo su mirada sobre los que estaban sentados a su alrededor", personas que, como ya sabemos, habían venido en su búsqueda desde todas partes.

Nadie nace cristiano. Uno se hace cristiano caminando hacia Cristo, escuchando su palabra, practicándola y haciendo el esfuerzo por salir de uno mismo hasta encontrar el sentido de la vida.

Los parientes de Jesús no están entre quienes escuchan al Maestro, quizá por aquello de que nadie es profeta en su propia tierra, como sucederá también con los demás habitantes de Nazaret. La simple cercanía física o casual con Cristo no nos transforma automáticamente en sus discípulos, ni es la familiaridad con las cosas sagradas lo que nos hace santos.

Es posible que a veces nos comportemos como los parientes de Jesús: creemos que por estar más «en la Iglesia» -como se suele decir- ya estamos santificados y con la salvación asegurada.

Parece, en cambio, que cierta excesiva cercanía -tal como les sucedía a los antiguos sacristanes- vuelve insulsa nuestra fe y, lo que es peor aún, nos transforma en «dueños de Jesús» o dueños de la Iglesia, pecado típico de los ambientes clericales.

Los parientes, siguiendo solamente su personal pensamiento, se creen con el derecho de oponerse a la actividad de Jesús o de regular sus actos; se escandalizan por sus «exageraciones» y prefieren dejar las cosas como están, sin preguntarse, sin cuestionarse si no merece la pena alterar el orden o provocar cierto revuelo cuando están en juego aspectos esenciales de la existencia humana.

Jesús no rechaza de plano a sus parientes, seguramente porque no obrarían de mala fe, sino con cortedad de espíritu y con cierta miopía que los hacía más bien dignos de lástima que de condena. Pero tampoco se deja manosear por ellos.

No tolera que nos acerquemos a él de cualquier forma ni que pongamos nuestras manos en su vida -en la vida de la comunidad- con la misma mentalidad de una parentela chismosa. Sí, en cambio, establece el criterio para que uno pueda sentirse auténtico pariente de Jesús, familiar suyo, hermano y miembro de su comunidad.

Y el criterio es uno solo: «Hacer la voluntad de Dios», o, como relata Lucas: "Escuchar la Palabra de Dios y ponerla en práctica".

Ahora comprendemos por qué decíamos al principio que el evangelio de hoy tiene un interés especial para nuestra comunidad. Casi sola surge esta pregunta: ¿Somos la familia de Jesús, su madre y sus hermanos? Estamos bautizados, comulgamos, venimos a misa, cumplimos determinadas prácticas religiosas, nos sentimos cristianos... Y todo esto puede ser hecho por simple tradición o costumbre, al modo de una parentela que surge por el solo juego de los lazos naturales.

Hoy se nos urge a cumplir la voluntad de Dios, que ya ha sido expresada por el mismo Evangelio de Marcos en la primera predicación de Jesús: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca: cambiad de vida y creed en el evangelio» (1,15).

Podemos imaginarnos la impresión que causaron las palabras de Jesús en aquella gente que lo rodeaba. De pronto sintieron que el amor de Dios se posaba sobre ellos, los humildes y marginados, para hacerlos partícipes de la familia del Salvador.

Jesús purifica al máximo el concepto de religión: el creyente puede prescindir de todo, menos de eso único y esencial que lo introduce a la intimidad con Dios: la humilde escucha de su palabra y el seguimiento de Cristo por el camino de la santidad.

El creyente es un pobre que vacía su corazón de sus propias palabras y pretensiones, y se deja llenar -como aquella muchedumbre- con las palabras de Cristo.

Este seguimiento supuso para los apóstoles el dejar su casa, su trabajo, sus padres, su mundo de relaciones. Hay algo de absoluto y de irreversible en el hecho de aceptar la invitación de Jesús. Y, sobre todo, debe haber una intención limpia, sincera y transparente.

Concluyendo...

Marcos hoy nos llama la atención para que purifiquemos nuestras intenciones. No nos acerquemos a Cristo ni con el corazón empecinado -como los escribas que pecaron contra el Espíritu- ni con la miopía y vulgaridad de su parentela. No creamos que ya todo lo sabemos, que a Jesús lo tenemos en el bolsillo desde hace mucho tiempo, o que el Evangelio ya no nos puede decir nada o muy poco porque lo conocemos de sobra... No transformemos esta comunidad en un chismorreo de parentela aburguesada. Si nos creemos más cerca del Señor, seamos los primeros en descubrir cada día la novedad de su palabra y seamos los primeros en purificar nuestro concepto religioso.

Hoy se nos llama a vivir en la santidad. El camino lo traza la palabra de Cristo. Poner en práctica esta palabra es cumplir la voluntad del Padre. Y eso, solamente eso, nos hace madre y hermanos de Jesús. Sólo así constituimos su familia con pleno derecho...

·BENETTI-B/3.Págs. 57 ss.


12.

1. Le seguía mucha gente

"Jesús volvió a casa" en Cafarnaún. Su fama estaba ya muy extendida entre el pueblo, hasta el punto "que no lo dejaban ni comer". Las multitudes populares no le dejan reposo. Parece que trae el propósito de dedicarse sólo a sus discípulos en adelante; por eso habla de la "casa".

Sus obras dejaban a la gente asombrada y desconcertada. También impulsaba a algunos a seguirle. A la vez, suscitaban la incomprensión de sus parientes y la frontal oposición de los dirigentes religiosos.

Al oír las cosas que se decían de Jesús -muchas desfiguradas, como pasa con todo lo que corre de boca en boca- y saber que estaba constantemente rodeado de tanta gente, la mayoría poco recomendable, sus parientes acudieron a Cafarnaún para llevárselo a Nazaret, "porque decían que no estaba en sus cabales".

¿Por qué sus familiares lo toman por loco? Porque los hombres nunca acabamos de comprender las exigencias absolutas de Dios y porque la fama le iba creando problemas, y esos problemas afectaban a toda la familia de alguna manera. "¡Ha perdido la cabeza!", "¡Está fuera de sí!", son expresiones muy frecuentes para desacreditar las manifestaciones de Dios y tomar distancias frente a sus exigencias. Dios debería permanecer encerrado dentro de nuestro concepto de orden y de sentido común; debería ahorrarse cualquier tipo de exageraciones y manifestarse con un poco más de prudencia. Para nosotros carece de sentido todo lo que nos supera, todo lo que nos sorprende y nos desconcierta. Además, preferimos no entender lo que nos compromete.

Es difícil que sus parientes hayan pensado de verdad en una enfermedad mental de Jesús. Su actividad extenuante, su claridad de inteligencia, su amor a los marginados... no eran, ni mucho menos, para sacar esa conclusión. Quizá pretendan encerrarlo en casa para salvaguardar el prestigio de la familia. No comprenden que Jesús, al que conocen de siempre, pueda estar completamente lleno de la causa de Dios y entregado por entero a su servicio. Esta ceguera es siempre un peligro para los familiares y amigos de los hombres a los que Dios llama para un servicio especial, y un aviso contra el criterio mundano de la preocupación por la fama, la salud y el negocio. Jesús está fuera de las categorías mentales humanas, y quiere llevar a sus discípulos a lo mismo.

Sus parientes le tratan de loco, pero más adelante procurarán medrar a la sombra de su fama. Sabemos por Eusebio (siglo IV) que, después de Santiago, otros parientes de Jesús asumieron la dirección de la iglesia de Jerusalén. Este peligro de "nepotismo" ha perjudicado en gran manera a la Iglesia a lo largo de los siglos, sobre todo en las elecciones papales y nombramientos de obispos.

2. Cura a un endemoniado

La causa inmediata de la muchedumbre que se había congregado alrededor de Jesús es, según Mateo y Lucas, la curación de un endemoniado (Mt 12,22; Lc 11,14). Marcos no habla de ello.

Que en el mundo existe el mal es evidente. ¿Cuál es su origen? Para la Biblia Dios es bueno y, por lo mismo, no puede ser origen de nada malo. Cada hombre en concreto tampoco puede ser el origen del mal; nuestra experiencia personal nos dice que el mal es algo que nos supera a cada uno y es anterior a todos. El mal abarca a toda la raza humana y parece que tampoco está en ella su origen.

El origen del mal, no estando en Dios ni primeramente en el hombre -según la narración simbólica del paraíso-, se atribuye a esa fuerza real que llamamos "demonio" -"la serpiente", según el libro del Génesis (3,1 )-.

La experiencia personal de todos los hombres nos dice que existe una fuerza mala, superior al hombre, que nos subyuga, nos domina y nos lleva a hacer lo que no queremos (Rom 7,14-25).

El evangelio nos presenta a Jesús en lucha contra ese poder invisible que nos esclaviza y nos impide ser lo que debemos ser.

Todas las curaciones de endemoniados -ahora los llamaríamos principalmente epilépticos y enfermos mentales- son símbolo de esa lucha de Jesús contra el mal. Su victoria nos indica que él es el más fuerte, que ha vencido y dominado ese poder y que también los hombres podemos vencerlo. Jesús nos ha dado la confianza en la victoria en la lucha que todos tenemos entablada, dentro de nosotros mismos, entre el bien y el mal. Todos podemos "ver y hablar" como el endemoniado curado; todos podemos ser liberados de las cadenas que nos impiden ser hombres de verdad. Cadenas internas y externas a nosotros mismos.

El influjo del mal nos infunde la estima y el deseo del poder al nivel que sea y cueste lo que cueste, aun al precio de someternos a él haciéndonos sus esclavos. Incluso nos ha hecho creer que el reino de Dios no puede transmitirse más que con el poder y desde el poder. Ese poder que justifica la violencia en el terreno social e individual. Esta ideología hace al hombre ciego y mudo (Mt 12,22). Lo mismo a los pueblos. La actual carrera de armamentos se presenta como la única forma de salvaguardar la paz. Y muchos se lo creen, cuando la única verdad es que es una insensatez y un absurdo. La fuerza del mal está, muchas veces, en que se presenta como el bien a conseguir.

El endemoniado es figura también del pueblo de Israel, porque vive en la opresión y en la ceguera, dominado por unos dirigentes que únicamente buscan su provecho personal. El afán de poder se concretó en el ideal mesiánico triunfalista y político de la mayoría del pueblo y de sus dirigentes, y que les llevó a la incomunicación con los demás pueblos, a creerse el único pueblo de Dios

Jesús cura al endemoniado de los efectos de la posesión, de la ceguera y mudez. Lo que equivale a liberarlo del dominio de la ley judía. Parece que el caso del endemoniado contiene una denuncia de la institución: es ésta la que "endemonia" a los hombres haciéndolos fanáticos de una religión contraria al plan de Dios, de una religión que se limita a unos sacrificios carentes de vida. Al curarlo, lo saca de la ceguera que producen los nacionalismos exclusivistas y le da la posibilidad de comunicarse con los demás.

La reacción de la multitud es positiva. Les lleva a formularse la pregunta: "¿No será éste el Hijo de David?" (Mt 12,23). Las masas esperaban ser liberadas de las enfermedades y de la opresión que ejercían sobre ellas los dirigentes. Es la razón principal por la que los jefes religiosos reaccionan oponiéndose totalmente a la acción de Jesús.

3. "Tiene dentro a Belzebú"

Dios está allí donde se libera al hombre, donde se le hace bien. Jesús liberaba, pero también se apartaba progresivamente de las normas y de las tradiciones judías, que escondían y justificaban un sistema que oprimía al pueblo. Y no las cambiaba por otras. Para muchos judíos instruidos esto planteaba un problema: si Jesús se apartaba del único camino válido de salvación, que para ellos era la ley, el bien que hacia no podía ser de Dios. Si a esto añadimos la mala fe, tenemos ya las razones de su acusación. Lo que para la gente era su única esperanza, a los dirigentes les parecía un inconcebible engaño al pueblo.

Tenemos aquí uno de los relatos más hirientes de la polémica de Jesús con las autoridades religiosas de su pueblo Marcos señala que los "letrados" que hacen la acusación a Jesús eran "de Jerusalén". Parece lo más probable que las autoridades de la capital, alarmadas por las noticias que provenían de Galilea, habían enviado algunos escribas para hacer a Jesús un proceso. Nadie pone en duda su capacidad de exorcista, que era evidente; pero "unos letrados de Jerusalén" -según Marcos-, "los fariseos" presentes -según Mateo (12,24)- y "algunos de entre la multitud" -según Lucas (11,15)- atribuyen sus milagros al influjo de "Belzebú, príncipe de los demonios", que actúa a través de su persona para pervertir al pueblo, utilizando como cebo la curación de unos pobres enfermos. No se limitan a declararlo loco; ellos hacen una lectura más honda de su manera de proceder, más reflexiva y consciente. Por eso su repulsa es más radical y justificada o razonada.

Tienen que anular como sea la fama de Jesús, su popularidad. De otra forma, ven en peligro su tinglado. Lo acusan de magia, castigada con la muerte. Jesús es un poseso y expulsa los demonios por un pacto con el jefe de ellos. Sus éxitos se deben a un poder demoníaco. De ser así, Jesús se habría aliado con el enemigo de Dios para llevar a cabo sus expulsiones, convirtiéndose en un esclavo de Satanás.

Según la mentalidad judía, los demonios estaban al mando de un príncipe, que aquí recibe el nombre de "Belzebú", nombre antiguo de una divinidad cananea (2 Re 1,2) y modo popular e insultante de llamar a Satanás, el enemigo declarado del hombre y del plan de Dios; la personificación del mal, cuyo poder era enorme.

Indudablemente, el argumento de los dirigentes tiene cierta coherencia. ¿Qué responde Jesús?

A pesar de no gustarle meterse en discusiones, Jesús se enfrenta con ellos. Está en juego el sentido más profundo de su misión. No puede permitir que sus signos, hechos en nombre de Dios, se retuerzan y se utilicen para apartar a la gente de su presencia. En la historia de los hombres se desarrolla en profundidad una lucha entre el bien y el mal, cuyos protagonistas son Dios y el maligno. El bien y el mal no están aquí o allí, divididos en bandos, sino que luchan en el interior de cada hombre y de cada institución. La oposición no está sólo entre Dios y el maligno, sino que se trata, en último término, de una oposición en torno al hombre. No sólo está en juego el plan de Dios sobre la creación, sino ante todo el hombre, su plenitud y libertad. La presencia en él del maligno es destrucción; confusión, alienación, disgregación. La presencia de Dios es la paz. Se trata de una lucha en la que el hombre se debate entre la liberación y la alienación.

Jesús con sus signos afirma que la victoria sobre el mal es ya un hecho seguro, aunque quede todo por hacer en cada hombre. Las liberaciones del maligno no son únicamente derrotas parciales del mismo, sino también la señal de una derrota total que ya se anticipa. Dejando a un lado el problema secundario de la existencia de los demonios, Jesús responde sabiamente al sentido de la acusación: ¿Cómo Satanás va a estar en contra de sí mismo? Lo que él realiza es bien para el hombre, lo que indica la imposibilidad de esa alianza que le imputan. El bien siempre será bien e irá en contra del mal, independientemente de quien lo realice. Si el mal estuviera en contra del mal, su reinado estaría amenazado, no habría que preocuparse más de él. La respuesta deja entrever una profunda ironía. Satanás no puede pretender, ni en broma, liberar al hombre del poder y de la sumisión a él; que es lo que hace Jesús. Los poderes del maligno se dirigen en bloque contra Dios, y quien se opone a ellos se encuentra necesariamente del lado de Dios.

Es cierto que un reino dividido y combatido desde dentro se derrumba. Pero los enemigos pueden responder que esa división es aparente: Satanás finge perder y ofrece una ventaja relativa a los poderes de lo bueno dejando que se cure algún enfermo, para atenazar después más profundamente a todo el pueblo. Y es que para los dirigentes lo valioso era la ley, y la curación de unos enfermos algo secundario. Y Jesús iba contra ella; para él, la curación de un hombre tiene un valor definitivo. Por eso puede afirmar que si Satanás permite una derrota en el campo de la curación de los enfermos, es que se encuentra ya perdido.

Por otra parte, hemos de tener en cuenta que, lo mismo que en Dios -bien supremo- no puede ni concebirse la más mínima concesión al mal, en el maligno -mal total- es imposible el más insignificante bien. El argumento que le presentan a Jesús podría valer para los hombres, que somos mezcla de bien y de mal, pero nunca para Dios y el maligno por lo dicho.

"¿Por quién los expulsan vuestros hijos?" Los exorcismos eran practicados sobre todo por los grandes doctores del partido fariseo. Estos exorcistas serán vuestros jueces, ya que el mal sólo retrocede ante la fuerza de Dios. Por lo que si yo soy esclavo de Belzebú, también lo serán ellos. También aquí pueden responderle que ellos los expulsan con la fuerza de la ley -de Dios- , mientras Jesús se vale de la magia, porque no la cumplía. Están colocados en posturas distintas: los dirigentes, desde el valor absoluto y único de la ley; Jesús, dando la primacía en todo al bien concreto del hombre. La ceguera de los letrados y fariseos era total. Estaban incapacitados para entender; eran guías ciegos que llevaban al pueblo al hoyo (Mt 23,1 6ss; Lc 6,39).

"Pero si yo echo los demonios por el Espíritu de Dios, es que ha llegado a vosotros el reino de Dios". Una vez demostrado que su acción no puede ser obra del enemigo, puede concluir que tiene que ser de Dios y es prueba de la presencia de su reino entre los hombres. Pero no podemos olvidar que todos estos argumentos sólo sirven si se los contempla desde el plano de la fe en Jesús; de otra forma tendremos siempre mil razones para no aceptarlos.

La respuesta de Jesús es decidida: el signo evidente de la llegada del reino de Dios es la superación concreta de los males de los hombres. Si los oprimidos son liberados, aunque fuera Belzebú el que los liberara -supuesto absurdo-, es porque el reino de Dios está a nuestro alcance.

No hay otro criterio para interpretar la historia como encuentro con Dios que la valoración directa de los acontecimientos reales. Si estos acontecimientos son eliminación de algún mal o injusticia humanos, son señal de Dios. Si las verdades doctrinales religiosas no están de acuerdo con los acontecimientos liberadores que vemos a nuestro alrededor, son ellas las que se equivocan. Son las acciones liberadoras de los oprimidos las que engendran ideas correctas sobre los hombres y sobre Dios. El punto de partida nunca son las ideas, por sublimes que nos parezcan: el punto de partida y de llegada siempre es el bien del hombre, el bien del pueblo marginado y explotado. Es tener mala fe no reconocer como liberación propia del reino de Dios todo lo que libere de verdad a los hombres concretos.

Con Jesús ha llegado esa liberación, el momento de vencer el mal que ata a los expoliados de la tierra. Y no valen neutralidades o abstenciones. ¿Por qué me acordaré ahora de Latinoamérica y de tantos países como sufren la opresión de las superpotencias? Oscar Romero -el obispo asesinado de San Salvador- se convirtió al cristianismo, según sus palabras, cuando ya era obispo. Naturalmente, le cayó encima la octava bienaventuranza (Mt 5,10-12). ¿Por qué no queremos entender lo que quiso decir?

Jesús saca de su actuación otra conclusión: si él está saqueando la "casa de un hombre fuerte" -Satanás-, es señal de su mayor fortaleza.

Jesús era consciente de su superioridad sobre el mal, porque contaba con la fuerza de Dios. Con esta comparación nos da un testimonio impresionante de la idea que tenía sobre su propia misión. El mal no será vencido por los desacuerdos que haya dentro del mismo, sino por el poderío superior del bien. Satanás es fuerte: está al frente del reino de la maldad, del egoísmo, de la avaricia... Sólo uno más fuerte puede vencerle. Somos impotentes para vencer el mal que hay en nosotros, si contamos únicamente con nuestras fuerzas. Sólo con el poder de Dios, manifestado en Jesús, podremos lograrlo.

"Satanás" aparece encarnado en la institución judía. Jesús no pretende asumir el poder, tomar el puesto de los que dominan, sino "vaciarles" la casa. En esta empresa no caben neutralidades: quien no opta por él, se pone en contra suya. El que se vuelve contra Jesús, también se vuelve contra Dios. Quien no trabaja activamente con él en el logro de la justicia, la libertad..., como hicieron sus discípulos, trabaja en contra suya. Siempre es posible interpretar sus obras con mala voluntad. Lo mismo las de sus seguidores.

4. La lucha no termina nunca

Mateo y Lucas nos hacen unas reflexiones extrañas sobre "un espíritu inmundo que sale de un hombre" y, después de vagar sin encontrar reposo, "toma consigo otros siete espíritus peores que él", "entran y se instalan" en el hombre, con lo que su final "viene a ser peor que el principio" (Mt 12,43-45; Lc 11,24-26).

"Siete" indica totalidad, el grado máximo de posesión de mal en el interior de una persona. Satanás, el mal que nos domina, nunca se da por vencido; siempre vuelve. La lucha no termina nunca. Incluso parece intensificarse. Es indudable que la tentación es mayor en la medida en que crece el compromiso en el hombre; y la caída, más honda y definitiva.

Los hombres no podemos vivir sin motivaciones profundas y sin objetivos serios. Quienes, gracias a la actividad de Jesús, se han liberado de la opresión de los dirigentes religiosos, pero no han dado su adhesión plena a Jesús y lo han seguido, caerán en un estado peor que el anterior: se habrán quedado sin nada. Volverán posiblemente a someterse a sus dirigentes, e incluso pedirán la muerte de Jesús. Que los oprimidos vuelvan a sus opresores es grave, porque normalmente vuelven mucho más sumisos y "obedientes".

El texto se refiere a la situación del judaísmo: no quiso abrirse al compromiso que Dios le proponía y sucumbió víctima de su mismo orgullo. Pero es también un llamamiento a la Iglesia de hoy y a cada cristiano. Es verdad que no rechazamos a Jesús con nuestras palabras; pero ¿su lucha en favor de los desheredados de la tierra, hombres y pueblos, es nuestra lucha?

5. La blasfemia "contra el Espíritu Santo"

¿En qué consiste? Blasfemar, en sentido bíblico, significa siempre un ataque a la divinidad. Es, por tanto, un pecado gravísimo.

Jesús, después de responder a la acusación que le han hecho de estar aliado con Belzebú, pasa al contraataque con gran dureza. Asegura que todos los pecados pueden ser perdonados, menos el que vaya "contra el Espíritu Santo". La acusación que le han hecho es fruto de la mala voluntad, de su cerrar los ojos a la evidencia. Afirma que cuando el pecador se arrepiente recibe el perdón del Padre, cualquiera que sea su pecado.

¿Por qué sí puede ser perdonada la blasfemia "contra el Hijo del Hombre" (Mt 12,32) y no la blasfemia "contra el Espíritu Santo"? Porque rechazar a Jesús se puede hacer de buena fe, al manifestarse como un hombre sencillo, sin ningún tipo de poder, semejante en todo a los demás. El hecho de que Dios se haya encarnado en un hombre es una circunstancia atenuante que deja una esperanza de perdón. A los educados en otra mentalidad o religión, por ejemplo, les será siempre muy difícil descubrir en Jesús de Nazaret al Enviado definitivo de Dios, incluso sin negar la bondad y verdad de Buda, Lao-Tse, Confucio, Mahoma..., por lo que su rechazo no es necesariamente el rechazo de una verdad evidente ni fruto de una mala voluntad.

Todo pecado es remisible, excepto la mala fe. El pecador puede reconocer su situación, pero el que obra de mala fe se incapacita para ello. Los que a sabiendas tergiversan las cosas para defender sus ideas y sus intereses no pueden ser perdonados, porque no reconocen que han pecado. Si lo reconocieran, ya no sería pecado "contra el Espíritu Santo". En tal pecado no hay duda ni inseguridad, y por ello, ninguna excusa. Es el no querer ver, el rechazo voluntario y consciente de la luz. Es como un cierre progresivo a la verdad que no deja posibilidad de arrepentirse. Este pecado no es simplemente un hecho, sino una disposición permanente, una ceguera culpable, un resistirse tenazmente a la acción de Dios. No es nunca el pecado de los débiles y de los vacilantes, sino el de los hombres que no buscan a Dios porque se han colocado ellos en su lugar, presentando sus obras pecaminosas bajo el signo de la virtud, enmascarando sus verdaderas intenciones.

Es el pecado de los que niegan sistemáticamente y a sabiendas los derechos de los demás, el pecado que rechaza la verdad evidente y aplasta al hombre bajo todo tipo de opresión.

Es el pecado de los que le acusan de estar "endemoniado" y el de los que rechazan a los cristianos actuales por preferir vivir de espaldas al pueblo marginado y explotado. Estas palabras nos deben poner en guardia, con profunda seriedad, contra esa casi inimaginable posibilidad demoníaca del hombre de declarar la guerra a Dios, poniéndose en su lugar, incluso con el nombre de Dios constantemente en los labios. Son una llamada a todos los cristianos a abrir bien los ojos y los oídos a las voces de los profetas de hoy, que, tristemente, no suelen salir precisamente de nuestras filas.

6. El verdadero parentesco con Jesús

La alabanza que una mujer de pueblo hace de su madre sirve a Jesús para declarar, según Lucas (11,27-28), la verdadera bienaventuranza: la fidelidad a su palabra. En María podemos distinguir dos aspectos importantes: el primero, ser la madre de Jesús, vocación única e inigualable; el segundo, su seguimiento pleno y total del Hijo. Y Jesús dice que lo importante es lo segundo. Luego María es fundamentalmente bienaventurada por su fidelidad a la palabra que era su Hijo. Desde lo más hondo de su vida ha confiado en Jesús, por lo que es modelo de creyente. De lo primero, ser madre, sólo podemos alegrarnos; de lo segundo es necesario que sigamos su ejemplo, única forma que tenemos de demostrar la veracidad de nuestra devoción mariana, que nunca podremos verificar por la acumulación de rosarios y novenas.

En un episodio que nos narran los tres evangelistas sinópticos, Jesús nos descubre el verdadero parentesco con él. Es una repetición de la bienaventuranza anterior: "El que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano, y mi hermana, y mi madre".

Desconocemos cuál fue exactamente la relación de Jesús con la familia. Por Marcos hemos visto que sus familiares tampoco creían en él. Pensaban que no estaba en su sano juicio e intentaron llevárselo a casa. Mateo y Lucas han prescindido de esta información.

Era demasiado fuerte y escandalosa para sus lectores.

Han llegado de Nazaret a Cafarnaún; pero a la vista del gentío, permanecen delante de la puerta y mandan a llamarlo. Jesús se había alejado de ellos para iniciar su misión y ahora nos quiere indicar que estaba también interiormente libre de ellos; no por frialdad de sentimientos o por desprecio de los vínculos familiares -que en Palestina eran muy estrechos-, sino por pertenecer a Dios por completo. Ha realizado personalmente lo que pide a sus discípulos.

La vida de Jesús estuvo determinada por una entrega absoluta e incondicional a la voluntad del Padre (Jn 4,34). Quien quiera pertenecer a su familia, ser de verdad su discípulo, deberá seguirle, aprender de él, entrar por su mismo camino de renuncia y sacrificio. Los que hagan así, entrarán a formar parte de su familia.

Frente al viejo parentesco de la sangre, Jesús funda las bases de la nueva familia de su reino. Todos los hombres podemos constituir en Jesús una misma familia. El sólo reconoce el parentesco de la fe, el parentesco de la vida compartida.

¿Quiénes forman hoy la familia de Jesús? ¿Todos los que nos llamamos cristianos? Somos muchos los que en todo el mundo usufructuamos su nombre y sus palabras, y muchos los que se dedican y viven transmitiendo su doctrina. Pero sólo pertenecen a su familia los que "escuchan la palabra de Dios y la cumplen".

Es importante no manipular estas palabras de Jesús y sacar de ellas unas conclusiones claras: sólo pertenecen a su familia, sólo podemos llamarnos cristianos, si la vida de Jesús es nuestra vida, si sus palabras son nuestras palabras, si su amor es nuestro amor. Lo sabremos si las cosas que le sucedieron a él nos están pasando ahora a nosotros. Quizá la más clara sea que los ricos nos rechacen y calumnien y los pobres nos sigan.

En este pasaje, en que la madre y los hermanos no son mencionados por sus nombres, pueden representar al pueblo de Israel. Un pueblo que se queda "fuera", en lugar de acercarse a Jesús. Los dirigentes de Israel le combaten, las multitudes no acaban de pronunciarse a su favor, corriendo el peligro de volver a su situación anterior, empeorada hasta el máximo, como indica el episodio del "espíritu inmundo" de Mateo y Lucas, que reunió a otros siete para entrar en la casa "barrida y en orden".

Jesús tiene ya una familia: sus discípulos; abierta a todo hombre, judío o pagano, que tome la decisión de seguirle.

ACERCA-2.Págs. 153-162


13.

1. «Tiene dentro un espíritu inmundo».

En el evangelio se acusa a Jesús de dos cosas: sus parientes dicen que no está en sus cabales y quieren «llevárselo» a la fuerza; pero los letrados dicen que está poseído por el demonio porque evidentemente no actúa como un loco sino como alguien dotado de poderes sobrenaturales. Jesús tiene una única respuesta para ambas acusaciones: la obra que él está construyendo tiene el carácter de la unidad y del poder de Dios y de su Espíritu Santo -una obra de Satanás no podría mostrar este carácter-, y muestra asimismo el carácter de una nueva comunidad espiritual que no puede confundirse con la antigua comunidad terrestre. Por eso no se deja pasar a sus parientes, y los que le acusan de estar poseído por un espíritu inmundo equiparan al Espíritu de Dios con Satanás, lo que ciertamente constituye la blasfemia más imperdonable. Porque es una abierta oposición a Dios, cuyo Espíritu, activo en la obra de Jesús, es visible para quien lo quiera ver. Allí donde actúan los hombres -también en la Iglesia- su acción puede ser criticada, pero donde es Dios mismo el que actúa, el hombre que se opone a El se condena a sí mismo.

2. «La serpiente me engañó».

El hombre que se opone a Dios con su pecado -esto es lo que enseña la primera lectura- pretende siempre escapar de esta autocondenación echando la culpa a otro. Adán y Eva son culpables ante Dios: la conciencia de su desnudez los delata, y también su miedo ante la presencia de Dios como consecuencia del pecado. El pecador es consciente de su oposición interior a Dios. No ve más salida que acusar a otro como culpable de su situación. Adán echa la culpa a Eva, Eva echa la culpa a la serpiente, el engañoso poder de seducción de la desobediencia. Pero Dios (esto ya no aparece en la lectura) los castigará a los tres, sin tener en cuenta las maniobras para pasarse la pelota de uno a otro, para tranquilizar la propia conciencia inculpando al prójimo. Para los hombres (Adán y Eva) el castigo será doble: por una parte, las penas y fatigas de la existencia, con las que podrán expiar en parte su culpa, y por otra la lucha sempiterna con el poder engañoso y seductor del maligno, que los debe mantener en guardia para poder resistirse a este poder. Ambas cosas son caminos abiertos para escapar de la autocontradicción del pecado; pero esto último no se producirá definitivamente hasta que Jesús, que realiza su obra en el Espíritu sin contradicción alguna, reúna a los hombres en su unidad igualmente sin contradicción.

3. «El inmenso e incalculable tesoro de gloria».

Pablo (en la segunda lectura) representa al hombre que vive entre Adán y Cristo; la obra realizada por Cristo ha integrado en sí la obra penitencial de Adán. El que «la condición física se vaya deshaciendo» no es atribuible sólo a la penitencia de Adán, sino ante todo a la obra de expiación asumida ya por Jesucristo. El «inmenso e incalculable tesoro de gloria» no disminuirá el peso de la cruz. Lo que ocurre más bien es que cuanto más pesada es la cruz, más incomparablemente grandes serán la resurrección y la gloria que vendrán después.

BALTHASAR-2.Pág. 172 s.


14.

«NO ESTABAS EN TUS CABALES»

Las cosas claras, Señor. Si uno se acerca con ánimo amedrentado a tu evangelio, aún le pueden amedrentar más algunas páginas del mismo. A no ser que lleve muy asumido, ya de entrada, aquel slogan que proclamaste. «El que quiera venir conmigo, que tome su cruz y que me siga». Para muestra: el botón del evangelio de hoy.

Marcos, en sus dos primeros capítulos, había descrito una apretada jornada tuya. Liberaste a un «poseído» en la sinagoga de Cafarnaún admirando a todos. Curaste a muchos enfermos y poseídos. «Limpiaste» a un leproso. Perdonaste los pecados de un paralítico y lo sanaste. Defendiste a tus discípulos que, en sábado, arrancaban espigas y se las comían, diciendo que «el sábado está hecho para el hombre». Seleccionaste a tus doce colaboradores. Y «te seguía tanta gente, que no te quedaba tiempo ni para comer». Pero...

PRIMERA ESTACIÓN.-«Tu familia vino a buscarte, diciendo que no estabas en tus cabales». ¡Ahí queda eso! Mucho me temo, Señor, que ésa sea la suerte de todo seguidor tuyo que asuma la ley de tu evangelio. Dirán que «no está en sus cabales». Eso de aceptar la pobreza frente al consumismo, el sufrimiento frente a la «dolce vita», la mansedumbre frente a la violencia es... ¡nadar contra corriente! Porque la filosofía del mundo, ya se sabe, es la que proclamaba aquella vieja canción: «Tres cosas hay en la vida: salud, dinero y amor»... entendiendo por «salud», claro, la capacidad física para todas las francachelas; por dinero, el despilfarro; por amor, el sexo y sus posibilidades. El que no siga estos planteamientos, «no está en sus cabales».

Y SEGUNDA ESTACIÓN.-Si los tuyos pensaban eso, tus enemigos dijeron que «hacías tus signos por orden de Belcebú, príncipe de los demonios». Y eso es ya colocarse en la postura de rechazo del Reino. Por eso, los desenmascaraste. Y dijiste contundentemente que quien rechaza los signos de Dios atribuyéndolos al diablo, quien no reconoce que todos necesitamos ser salvados, quien se cree por encima del bien y del mal, «comete la blasfemia imperdonable».

El hombre de hoy, defensor de una cultura que «se ríe del pecado y de la necesidad de ser salvado» debiera meditar seriamente la peligrosidad de esta actitud. Con aguda clarividencia repitió y repitió Pío XII que «nuestro siglo estaba perdiendo la conciencia de pecado».

Pero hubo una TERCERA ESTACIÓN.-Con la grata silueta de tu madre al fondo. Porque, de pronto, te dijeron: «Ahí están tu madre y tus hermanos». A los que Tú, sin inmutarte, añadiste: «Mi madre y mis hermanos son los que cumplen la voluntad de Dios». En una primera lectura, pudiera parecer muy áspera esta frase. Pero quien la lea atentamente sabrá entender su verdadero significado. Que no es otro que éste. Frente a tus propios familiares, que consideraban tu actividad apostólica como signo de «no estar en tus cabales», y frente a los fariseos que te acusaban de «actuar en nombre de Belcebú» y te rechazaban. María es la que de verdad te seguía. Ella quizá «no entendía» muchas cosas. Pero «las guardaba en su corazón»; y te secundaba. Es decir, ella, en todo momento, estaba repitiendo con su actitud lo que dijo en un principio: «Hágase en mí según tu palabra». Y eso es lo que tú reconociste: «Es mi madre, porque hace la voluntad de Dios». ¡Salve, Madre!

ELVIRA-1.Págs. 157 s.