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H O M I L Í A S 

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DOMINGO VIII DEL
TIEMPO ORDINARIO

CICLO C

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Los verdaderos reformadores 

S. Kierkegaard escribía que «nada ayuda mejor al hombre a tener paciencia, que  pensar en sus momentos de impaciencia: ¿qué pasaría si Dios perdiese la paciencia  conmigo?». Creo que esta frase del filósofo danés, que era también un hombre de profunda  fe evangélica, constituye una magnífica aplicación del evangelio de hoy.

Los comentadores del fragmento del «sermón del llano» de Lucas, que hemos escuchado  hoy, insisten en que sus frases deben entenderse en el contexto de las comunidades a las  que el evangelista se dirige. En ellas debían existir algunos cristianos que se consideraban  ya perfectos, una especie de «superdiscípulos», y que se dedicaban a adoctrinar a los  demás y a convertirse en sus guías espirituales. Aquellos superdiscípulos debían  caracterizarse por la convicción de que ya estaban convertidos del todo y que, por tanto,  podían ser jueces de sus hermanos. En alguna manera se estaba repitiendo en ellos la  tentación del fariseísmo, que acompaña con frecuencia a la religiosidad y que Jesús  formula admirablemente en el relato de hoy y en la parábola del fariseo y del publicano. Jesús dice a aquellos discípulos "perfectos" que son guías ciegos que no pueden dirigir a nadie.

Lucas retoma el mensaje del domingo pasado que nos presentaba a un Dios generoso, que es bondadoso con todo hombre. Como lo comentábamos entonces, el que ha experimentado en su persona el amor incondicional y gratuito de Dios tiene que cambiar su corazón: ya no debería vivir su vida en clave del do ut des -"te doy para que tú también me des"-, sino sentirse llamado a dar generosamente, sin esperar respuesta. Incluso tiene que luchar para perdonar, para comprender y hasta para amar al enemigo, porque Dios también le ama. Hoy Lucas aplica esta misma idea al interior de nuestra propia comunidad, en la que siempre existe el peligro que experimentó el evangelista entre los primeros creyentes: la de sentirse ya en la verdad y la perfección e incurrir en la dureza en contra de los otros. Erasmo de Rotterdam decía muy gráficamente, en una época histórica marcada por la necesidad urgente de reforma en la Iglesia: "Yo veo muchos Luteros, pero verdaderamente evangélicos, ninguno o muy pocos». Yo no sé si en la época actual acontece lo mismo, pero no es infrecuente que nos consideremos que estamos en la plena y absoluta verdad y que podemos enjuiciar las motas o las vigas que existen en aquellos sectores de la Iglesia que son distintos de los nuestros. Y creo que tenemos que reconocer, honesta y humildemente, que no hacemos el mismo esfuerzo para preguntarnos hasta qué punto nos comprometemos para ser verdaderamente evangélicos, es decir, para que la persona y el mensaje de Jesús marquen nuestra vida. En esta misma línea Bernard Shaw decía también que "los mejores reformadores que conoce el mundo son aquellos que comienzan por reformarse a sí mismos".

Y lo mismo puede decirse de nuestras relaciones humanas. El texto de Jesús refleja esa honda sabiduría popular que expresa de forma muy gráfica la verdad del corazón humano: vemos fácilmente los defectos ajenos y, por el contrario, somos gravemente miopes para los propios. Probablemente todos podemos citar ejemplos de personas a las que les hemos visto enjuiciar muy duramente los defectos de los otros, sin darse cuenta de que ellos mismos incurrían en otros defectos no menores..., e incluso en los mismos que estaban echando en cara al prójimo. ¿Nos hemos detenido a preguntarnos si no nos sucede a nosotros lo mismo? Porque en este tema se puede hasta rizar el rizo y afirmar que a fulanito le pega muy bien la parábola de Jesús.... cuando en realidad la puedo aplicar también, y hasta mucho más, a mí mismo.

Jesús, sin embargo, en este texto va más allá de esa sabiduría popular. Porque no se trata de revolcar dialécticamente al que es meticuloso a la hora de ver los defectos ajenos pero tiene enormes tragaderas para los propios. A Jesús no le interesa tanto la ponderación de si lo que yo tengo en mi ojo es una viga o una mota, mayor o menor que la que existe en el ojo del hermano. Jesús dice que hay que sacar primero la viga del propio ojo, porque «entonces verás claro y podrás sacar la mota del ajeno».

Podemos decir que a Jesús no le interesan las comparaciones entre vigas y motas. sino cómo nos podemos ayudar los unos a los otros para que nuestros ojos y nuestro corazón sean más claros, más bondadosos y estén más en la verdad. De alguna manera se está expresando aquí la bienaventuranza de los limpios de corazón, que hemos aplicado sesgadamente al tema de la castidad y que, en realidad tiene un contenido más amplio: son dichosos el corazón y los ojos limpios que saben ver la verdad y la autenticidad que existen en los demás y en mí mismo.

Así se explica que inmediatamente después Jesús pase a hablar de la bondad que se almacena en el corazón. No le interesan al maestro los mecanismos psicológicos en virtud de los cuales nuestras pupilas son muy sensibles para ver los defectos ajenos y muy miopes para ver los propios. Para Jesús el problema no está en la vista, ni en la boca que expresa lo que ven los ojos; para Jesús el problema está en el corazón. Jesús se distancia así también del texto de la primera lectura, para el que lo importante en el hombre era el buen razonar o el buen hablar; para Jesús lo realmente importante es el buen sentir, el buen amar. Es el corazón el que hay que cambiar; como decía H. Bergson, lo que se necesita es un "plus de corazón". Ahí está el verdadero problema y el auténtico reto que nos plantea el evangelio de hoy.

«Sed buenos del todo, como es bueno del todo vuestro Padre del cielo», así decía el sermón de la montaña; «sed generosos como vuestro Padre es generoso», dice el sermón del llano. Ahí está el camino. Hay que imitar a un Dios que ama al hombre siempre, por encima y más allá de sus méritos y sus deméritos. Hay que cambiar nuestro corazón tan marcado por sus complejos, sus envidias, sus inseguridades y nuestro deseo de autoafirmación, por un corazón limpio y bueno del todo, como es bueno del todo el corazón del Padre Dios.

Karl Rahner tiene una humilde y sentida oración: «Mira, Señor, ahí está el otro, con el que no me entiendo. Él te pertenece; tú le has creado. Si tú no le has querido así, al menos le has dejado ser como es. Mira, Dios mío, si tú le soportas, le quiero yo aguantar y soportar, como tú me soportas y aguantas». Es también una referencia a la paciencia de Dios con el otro, que empalma con la consideración sobre la paciencia de Dios conmigo, que expresaba Kierkegaard. Es un primer paso y muy importante, pero creo que no se trata sólo de paciencia; está sobre todo el «plus del corazón», el «plus del amor».

Hoy humildemente, con la misma humildad de la oración de K. Rahner, pedimos al Señor que nos vaya cambiando el corazón, que nos lo vaya haciendo «bueno del todo», como es el corazón de Dios. «Entonces verás claro»: entonces podrás ver con amor la mota o la viga, la verdad de tu hermano.

JAVIER GAFO
DIOS A LA VISTA
Homilías ciclo C
Madris 1994.Pág. 227 ss.

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