SAN AGUSTÍN COMENTA LA SEGUNDA LECTURA

 

1 Cor 15,45-49: El nacer y el renacer

Siendo esto así, el nacer y el renacer, dos cosas que se realizan en un solo hombre, pertenecen a dos hombres: el nacer pertenece al hombre primero, Adán, y el renacer, al hombre segundo, Cristo. Así dice el Apóstol: Pero no es antes lo espiritual, sino !o animal, lo espiritual viene después. El primer hombre, de la tierra, es terreno; el segundo, del cielo, es celestial. Y como es el terreno, así son los terrenos, y cual el celestial, así los celestiales. Como hemos llevado la imagen del hombre terreno, llevemos la imagen del que es del cielo (1 Cor 15,46-49). Dice también: Por un hombre vino la muerte y por un hombre la resurrección de los muertos. Pues como todos murieron en Adán, así todos son vivificados en Cristo (ib., 21,22). Dice todos en uno y otro miembro de la frase, porque nadie va a la muerte sino por Adán y nadie a la vida sino por Cristo.

En Adán se demostró cuánto valía la libertad del hombre para procurarse la muerte; en Cristo lo que valía la ayuda de Dios para la vida. En fin, el primer hombre no era más que hombre; el segundo, hombre y Dios. El pecado se cometió abandonando a Dios; la justicia no se da sino con Dios. Por eso no moriríamos si no procediésemos de los miembros de Adán por propagación carnal; ni viviríamos si no fuésemos miembros de Cristo por la conexión espiritual. Necesitamos nacer y renacer, mientras a Cristo le bastó nacer por nosotros. Es que nosotros pasamos del pecado a la justicia renaciendo, mientras que él no hizo tránsito alguno del pecado a la justicia, sino que al ser bautizado encareció más con su humildad el sacramento de nuestra regeneración, simbolizando a nuestro hombre viejo en su pasión y a nuestro hombre nuevo en su resurrección.

Efectivamente, la concupiscencia rebelde, que habita en la carne mortal, por la que se mueven los miembros fuera del albedrío de la voluntad, se modera por la justicia conyugal, para que, uniéndose los padres, nazcan los que precisarán ser regenerados. Pero Cristo no quiso que su carne viniese por esa unión de varón y de mujer, sino que la tomó por nosotros de una virgen, exenta de la concupiscencia en el momento de concebir: es la semejanza de la carne de pecado, con la que purificó en nosotros la carne de pecado. Así dice el Apóstol: Como el delito de uno pasó a todos los hombres para condenación, así la justificación de uno pasó a todos los hombres para justificación de la vida (Rom 5,18). Porque nadie nace sino por obra de la concupiscencia carnal, heredada del primer hombre, que es Adán; y nadie renace sino por obra de la gracia espiritual, otorgada por el hombre segundo que es Cristo.

Por lo que, si pertenecemos a Adán por nacer, pertenecemos a Cristo por renacer, y nadie puede renacer antes de nacer. Sólo él nació de modo singular, porque no necesitaba renacer, pues no venía del pecado; nunca estuvo en él, ni fue concebido en iniquidad, ni su madre le nutrió en sus entrañas en el delito. El Espíritu Santo vino sobre ella, y la virtud del Altísimo la cubrió, y lo que nació de ella, santo, es llamado Hijo de Dios. El mal de los miembros rebeldes no se extingue, pero se modera con el bien del matrimonio, para limitar de algún modo la concupiscencia carnal y realizar así la pureza conyugal. En cambio la Virgen María, a quien se dijo: La Virtud del Altísimo te cubrirá (Lc 1,35), al concebir tan santa prole bajo la sombra divina, no ardió en el ardor de esta concupiscencia. Exceptuada, pues, esa piedra angular, no veo cómo pueden los hombres ser edificados para formar la casa de Dios y para que Dios habite en ellos, sino cuando han renacido. Y no pueden renacer, sino después de haber nacido.

Carta 187,9,30