23 HOMILÍAS MÁS PARA EL DOMINGO VI
DEL TIEMPO ORDINARIO

1-8

1. MORAL/ETICA-CRA:

"Dichosos los que caminan en la voluntad del Señor". Esta frase que nos hace cantar el  salmo responsorial puede resumir bien el espíritu de las lecturas de hoy.

Seguimos escuchando el Sermón de la Montaña de Jesús, al que ya le hacen eco previo la  primera lectura y el salmo. Es un domingo en que la Palabra de Dios se puede llamar  claramente "moral", así como otros días es histórica o "dogmática" sobre el misterio de  salvación.

Vale la pena centrar la homilía en esta dimensión "moral" de la vida cristiana. Tanto más  que esta pedagogía educadora por parte de Jesús sigue haciendo falta con más urgencia  que nunca en nuestra generación, en la que una de las características parece ser la pérdida  de la "constancia moral": así lo ponen de relieve dos documentos recientes sobre el  sacramento de la Reconciliación, uno del Papa Juan Pablo II ("Reconciliación y Penitencia",  de 1984) y otro del episcopado español ("Dejaos reconciliar con Dios", de 1989): dos  documentos que en sus números más concretos convendría leer para ambientarnos en  nuestro comentario a la palabra revelada de hoy (núms. 14-18 del primero y 11-15 del  segundo).

-Cristo profundiza la exigencia moral, interiorizándola. La primera lectura sitúa ya con  claridad el criterio respecto a la moral: guardar los mandatos de Dios, cumplir su voluntad. La disyuntiva es entre fuego y agua, entre muerte y vida. Cada uno es libre (la libertad  humana no se destruye: es lo que da también valor a nuestra aceptación de la voluntad de  Dios), pero el mejor éxito de la vida es haber sabido seguir el camino que Dios quiere. Él lo  ve todo, conoce nuestras acciones e intenciones.

Pero Cristo, todavía, da mayor profundidad a la moral humana. El mensaje de su Sermón es serio y exigente. Pide que sus discípulos sean "mejores que  los letrados y los fariseos"; nos pide que no nos contentemos con lo que puedan ser las  claves o motivaciones del obrar en la sociedad en que vivimos. Los cristianos tenemos un  punto de referencia claro: la enseñanza de Cristo, que nos ha transmitido la voluntad de  Dios. Los judíos tenían también un punto de referencia: la Alianza primera del Sinaí, que  ahora queda, no suprimida, pero sí "cumplida", completada y perfeccionada por Cristo. Sería poco motivada nuestra moral si sólo se basara en referencias sociales, que en el  fondo son modas ideológicas. Y es aquí donde precisamente se nota la pobreza de la moral  o de la ética de nuestra sociedad, porque se contenta con lo que gusta a uno, o a la  mayoría, o con un cierto consenso de la sociedad (con el "listón" ciertamente bajo) o la mera  limitación de no hacer daño a otros... El criterio para los cristianos es Cristo Jesús: su vida y su enseñanza.

-Cristo va a la raíz y no sólo a la observancia exterior. La mayor profundidad de Cristo  respecto a nuestro obrar humano es ésta: él va a las raíces de nuestra conducta, no se  contenta con el mero "cumplimiento" exterior.

No sólo no nos podemos contentar con el "no matar": hay otra manera de "matar" a los  demás con nuestros juicios interiores, o con las palabras hirientes, o el odio, o el desprecio,  o el insulto, o la actitud de rencor. Podemos matar la fama de otros, sin necesidad de sacar  el cuchillo o la pistola. Cristo nos dice que debemos cuidar esta raíz: si no matamos, pero  anidamos odio dentro de nosotros, todo queda manchado en nuestra conducta.

Lo mismo pasa con el adulterio, que no sólo sucede cuando de hecho rompemos las  barreras, sino también cuando consentimos los deseos o nos dejamos envolver en esta  carrera hedonista de la sociedad actual, que alimenta continuamente el "deseo de la mujer  ajena". La limpieza interior de la persona humana, según Cristo, no se contenta con evitar el  pecado externo, sino que lucha contra los mismos deseos y apetitos interiores.

El otro ejemplo que él pone, el del juramento en nombre de Dios, tal vez no es tan actual  en sus manifestaciones. Pero también aquí su llamada es a una actitud interior: el amor a la  verdad, la claridad, la autenticidad. Debería bastarnos el "sí" y el "no", sin necesidad de  mayores juramentos: si nuestra fama de personas creíbles fuera clara, no necesitaríamos de  otros apoyos a nuestro "sí".

Lo principal es que, no con espíritu de esclavos (temerosos del castigo), no por fatalidad  (sino con libertad interior), sepamos orientar nuestra conducta moral, responsablemente,  siguiendo no la mera costumbre o el "ejemplo" que nos da la sociedad (o incluso sus leyes y  sus personajes), sino el ejemplo y la enseñanza de Cristo Jesús, a cumplir en todo momento  la voluntad de Dios.

J. ALDAZABAL
MISA DOMINICAL 1990/04


2. PROGRESO/TRADICION:

EL ÁRBOL DA FRUTOS SIENDO FIEL A SI MISMO.

"No creáis que he venido a abolir la ley o los profetas: no he venido a abolir, sino a dar  plenitud". Jesús no es de aquellos que pretenden progresar destruyendo el pasado. Ni  tampoco de aquellos que se encierran en el pasado como si fuera el término final de toda  perfección. El, el Maestro supremo, tuvo el arte de infundir plenitud a los valores ya  existentes. Como cada árbol -que adquiere plenitud cuando crece y da fruto- permanece  idéntico a sí mismo. Esto también es verdad de cada persona, de cada institución y de cada  pueblo.

La experiencia demuestra el fracaso de aquellos que quieren adelantar negando o  anulando su identidad. Jesús trató con un sincero respeto a todo lo que estaba en el  corazón de la identidad de su pueblo: la "ley y los profetas" (lo que nosotros ahora llamamos  "el Antiguo Testamento". Pero lo hizo de manera que de sus entrañas pudiera florecer el  Evangelio.

Por eso debemos contemplar siempre de una forma más profunda la honda coherencia  del Antiguo Testamento y del Nuevo.

Con la franqueza a la que nos invitan las últimas palabras del evangelio de hoy: "a  vosotros os basta decir sí o no", podríamos hacer dos aplicaciones de la pedagogía de  Jesús.

Primera: ser fieles a nuestras identidades fundamentales como miembros de un país, y  también: como cristianos y miembros de la Iglesia.

Segunda: procurar que nuestra pedagogía se inspire en la de Jesús. Nosotros, con  excesiva frecuencia, confundimos progreso con poco respeto o destrucción del pasado y de  la tradición. Y, aún más a menudo, hemos sido más eficientes en destruir que no en  construir sobre el pasado para mejorarlo.

J. PIQUER
MISA DOMINICAL 1987/04


3.

El fragmento del sermón de la montaña que acabamos de escuchar nos ha manifestado  las exigencias propias de la manera de ser cristiana, es decir, del modo de actuar de los  discípulos de Cristo, que tiene que ser superior y distinto al proceder de "los letrados y  fariseos". Será bueno, pues, que reflexionemos sobre el alcance de dichas exigencias, las  cuales no se sitúan propiamente hablando en el nivel jurídico sino en la dimensión más  profunda de la ética existencial. Y en este nivel más profundo, la conducta moral de los  seguidores de Cristo supone una superación de las normas del Antiguo Testamento y un  contraste con las normas según las cuales acostumbran a actuar los hombres y las mujeres  del "mundo".

-Superación de las leyes del Antiguo Testamento 

A través de seis antítesis o contraposiciones, Jesús expone claramente en el sermón de la  montaña la diferencia que se da entre la Ley promulgada en el Antiguo Testamento y la  nueva Ley que Él ha venido a proclamar en nombre de Dios. De dichas antítesis, hoy hemos  leído cuatro: ~'no matarás"-"no estés peleado con tu hermano"; "no cometerás adulterio"- "no  mires a ninguna mujer casada deseándola"; "está permitido el divorcio"-"el que se divorcia  comete adulterio"; "no jurarás en falso"-"no juréis en absoluto". Y el próximo domingo,  leeremos las otras dos: las de la ley del talión y del amor a los enemigos.

Con todos estos ejemplos, Jesús nos dice muy claramente que la nueva Ley no supone  una abolición o supresión de la antigua, sino una superación en la línea de la interiorización.  Si la antigua Ley prohibía y castigaba sólo la acción externa del homicidio, la Ley de Cristo  condena la actitud interior de la ira contra el prójimo, que es la raíz del homicidio. Si el  Antiguo Testamento impedía el adulterio consumado, el Nuevo Testamento impide incluso  las miradas voluptuosas, porque revelan la actitud interna en que se origina la acción y es la  que la hace pecaminosa. Si la ley judaica toleraba como un mal menor el divorcio entre  marido y mujer, Jesús exhorta a retornar al ideal del matrimonio indisoluble, no tanto como  una imposición meramente legal sino como una exigencia del verdadero amor entre hombre  y mujer. Si la Ley de Moisés prohibía el perjurio, el mandamiento de Jesús va más allá y  recomienda que no se jure en absoluto, pues lo que importa es ir al fondo del corazón y  adoptar una actitud de veracidad absoluta, que haga innecesario recurrir al testimonio de  Dios, abusando de su nombre, para corroborar las palabras humanas.

Esta interiorización de las motivaciones de la conducta moral del seguidor de Cristo está,  por otra parte, en clara sintonía con algunas de las intuiciones de los libros sapienciales y  proféticos del Antiguo Testamento, que ya propugnaban una superación del cumplimiento  meramente exterior de la Ley, como el fragmento del libro del Eclesiástico, que hemos leído  como primera lectura: "Si quieres, guardarás sus mandatos, porque es prudencia cumplir su  voluntad". El verdadero cumplimiento de la Ley de Dios se da cuando está en juego la  responsabilidad y la libertad del hombre. A esto nos exhorta y nos impele el Evangelio.

-Contraste con el espíritu del mundo 

Cuando el seguidor de Cristo procura interiorizar las motivaciones del cumplimiento de la  Ley, se halla en una situación de contraste con las normas que suelen gobernar la conducta  de quienes se dejan impregnar del "espíritu del mundo". Según las palabras de san Pablo en  la segunda lectura de hoy, esta actitud de los cristianos es fruto de una "sabiduría", "que no  es de este mundo ni de los príncipes de este mundo". Es evidente que el mundo -entendido  en el sentido bíblico de contrario al reino de Dios- no puede comprender el alcance de las  normas contenidas en el sermón de la montaña, porque todas esas normas suponen la  aceptación del designio de amor de Dios sobre los hombres, designio que no es otro que la  invitación -hecha a través del mensaje y la actuación de Jesús- a morir al egoísmo  esterilizador y resucitar a la nueva vida de apertura y entrega a Dios y a los hermanos.

-Eucaristía y vida 

A menudo nos imaginamos que las exigencias del sermón de la montaña son difíciles de  cumplir, y ciertamente lo son, si confiamos únicamente en nuestras propias fuerzas. Pero si  contamos con la misma fuerza de Cristo, entonces nos daremos cuenta de que su yugo es  suave y su carga ligera. Es esta fuerza la que ahora, a través de la liturgia eucarística, se  pondrá a nuestro alcance para ser el motor de nuestra conducta y el alma de nuestra vida.

JOAN LLOPIS
MISA DOMINICAL 1990/04


4.

-El deseo de unas leyes claras para quedar tranquilos

Cuentan -no sé yo si es verdad- que un personaje inglés que se había convertido al  catolicismo porque lo consideraba mucho más claro y preciso que su religión anglicana,  escribió una carta a su obispo diciéndole que le gustaría poder vivir sin ningún tipo de  inseguridad respecto a lo que debía hacer o evitar cada día. Y le pedía si sería posible  recibir, todas las mañanas, a la hora del desayuno, un papel con las instrucciones para su  comportamiento durante las veinticuatro horas siguientes. Puesto que, si el papa era  infalible y los obispos tenían el Espíritu Santo, podían perfectamente decidir lo que cada  católico debía hacer para ser fiel a los mandamientos y a la Iglesia. Y de este modo se  eliminaría toda incertidumbre y los católicos tendrían asegurado el camino del cielo.

Ya digo, no sé si esta historia tiene algo de verdad. Pero, sea como sea, me parece que  estos deseos del personaje inglés podrían ser, muy en el fondo del alma, los deseos de  bastantes cristianos, y quizá los nuestros.

Los deseos de tener muy claras las leyes, las normas, los comportamientos que hay que  seguir. Una especie de recetario que diga lo que hay que hacer, de modo que una vez  realizado uno pueda quedar ya tranquilo. Como el atleta que para ser seleccionado para las  olimpíadas tiene que lograr determinada marca y una vez lograda no debe preocuparse ya  de nada más.

Pero ya véis..., el programa de Jesús, el sermón de la montaña que estamos leyendo no  va por ahí. El creyente, el que acepta seguir el camino de Jesucristo, no funciona a base de  hacer esto o aquello, para quedar así tranquilo. Eso sería conformarse con el  comportamiento de los letrados y fariseos y -ya lo hemos oído- así no se entra en el reino de  los cielos. Si llegara a hacerse realidad lo que pedía el personaje inglés, si su obispo o el  mismo papa le llegaran a decir lo que tenía que hacer desde la hora de levantarse hasta la  de acostarse, y el hombre lo hiciera y así quedara satisfecho pensando que ya había  cumplido, no entraría en el Reino de los cielos. Porque el programa de Jesús, el camino de  Jesús, es otra cosa.

-Un camino que siempre pide más

Porque ya lo habéis visto. Jesús no dice: "Además de la ley de no matar, yo os doy otra  ley que también tenéis que seguir": Ni dice: "Además de la ley de no cometer adulterio, yo os  doy otra ley sobre los buenos y malos pensamientos". Jesús no nos da en este evangelio  nuevas leyes, sino algo bastante más hondo.

Lo que hace es decirnos que no basta con cumplir la ley de no matar, sino que se trata de  quitar de nuestro corazón y de nuestro modo de actuar todo lo que pueda hacer daño al  hermano. Y para esto no existen límites, no se puede decir "hasta aquí y basta", sino que se  trata de buscar el ideal de vivir plenamente al servicio de los demás y esforzarnos siempre  para resolver las tensiones y los distanciamientos, aunque pensemos que la razón está de  nuestra parte: incluso, nos dice que si ante el altar recordamos que alguien tiene alguna  queja contra nosotros -y no sólo si pensamos que la culpa es nuestra, sino ¡siempre!-, hay  que hacer lo que sea para recomponer la unidad, hay que esforzarse para que las cosas  puedan llegar a funcionar bien, hay que deshacer malentendidos... Hay que caminar, en  definitiva, en la búsqueda del amor pleno, de la unidad plena. Y eso, bastante sabemos que  no lo conseguiremos nunca, y que por tanto nunca podremos decir que ya hemos cumplido. Y lo mismo podemos decir, por ejemplo, con el caso del adulterio.

Jesús no nos dice que, además de prohibir el adulterio, prohíbe también los malos  pensamientos y además lo prohíbe de esa forma salvaje del corte de la mano o del sacarse  los ojos. Es mucho más, es mucho más serio. Porque con esas expresiones tan fuertes y  que nos suenan a exageradas, lo que nos da a entender es que existe un ideal que hay que  luchar por alcanzar y al servicio del cual hay que ponerlo todo, y que nunca podremos  quedar tranquilos porque nunca lo lograremos. Y en este caso, el ideal consiste en una vida  matrimonial que verdaderamente sea amor, atención mutua.

Y lograr esto -y eso hay que decirlo muy seriamente- lograr esto exige esfuerzo, esfuerzo  de verdad. Y no sólo el esfuerzo de no ponerse en ocasiones demasiado fáciles con otros  hombres o mujeres, sino también -y quizá sobre todo- el esfuerzo de entender y preocuparse  el uno por el otro, de ser capaces de decirse las cosas, de no querer los hombres tener a la  mujer en casa constantemente a su servicio -que eso del "machismo" es un pecado muy  enraizado en nuestra sociedad, y se manifiesta de muchas maneras, desde el pensar que  las decisiones en casa las debe tomar el hombre hasta el no preocuparse de la felicidad  sexual de la mujer-, y muchas más cosas. Y esto es un esfuerzo que nunca termina, y esto  es lo que nos quiere decir Jesús: que no podemos quedar satisfechos porque cumplimos  eso o aquello.

Que él nos ayude, pues, a querer avanzar siempre en todos los aspectos de nuestra  vida.

J. LLIGADAS
MISA DOMINICAL 1981/04


5.

-De la montaña del Sinaí a la montaña de las bienaventuranzas

Queridos hermanos en Cristo Jesús, el Señor resucitado:

Vamos avanzando, un domingo más, en las concreciones que Jesús va dando a sus  discípulos -y a nosotros- para que el Reino de Dios sea una realidad.

Hoy Jesús nos dice cuál debe ser la actitud del discípulo ante la Ley antigua. Y nos lo  dice con su ejemplo de aceptación, pero también de libertad y perfeccionamiento. Dios da la Ley -la Alianza- a su pueblo en la montaña del Sinaí.

Aquella Ley era ya expresión de la voluntad de Dios, que respeta la libertad del hombre.  Dios da la Ley.

El hombre puede serle fiel o rechazarla.

Ahora el escenario es distinto. La montaña -lugar de encuentro entre Dios y los hombres-  de las bienaventuranzas. Jesús es quien da la nueva Ley.

-"No he venido a abolir, sino a dar plenitud"

Sí, ciertamente. Jesús da la nueva Ley. La Ley antigua era ya expresión de la voluntad de  Dios para con los hombres. ¿Puede ahora darse una nueva Ley que implique una nueva  voluntad de Dios para los hombres? ¿Es que tal vez Dios, enviando a su Hijo, ha cambiado  de parecer? Algunos de los oyentes acusaron a Jesús de que su comportamiento y su  doctrina iban contra determinados aspectos de la Ley antigua.

Cristo les replica. El Evangelio -la nueva Ley- no deroga la antigua. Pero tampoco deja las  cosas como estaban. Jesús ha venido a dar plenitud. San Pablo nos dirá que mientras  éramos pequeños necesitábamos andadores, pero ahora que ya somos adultos no los  precisamos.

Este era el objetivo de la Ley antigua: revelar la voluntad de Dios y dar los medios para  alcanzarla.

Ahora, Jesús ha venido a hacernos adultos. Ha venido a conducirnos a la perfección. Y la  perfección no se conforma con unos mínimos. Es exigente.

Reclama el máximo. La donación hasta el final.

Dios había sembrado la semilla en la Ley antigua. Jesús ha venido a hacerla germinar y  florecer.Y será Dios mismo, el Padre, quien recogerá el fruto sazonado.

-El que se salte uno solo de los preceptos menos importantes... 

Queridos hermanos, Dios nos quiere santos. Y por eso mismo no quiere que nos  conformemos con cumplir únicamente las grandes exigencias, no quiere que seamos  cristianos a grandes rasgos. La santidad que es Dios mismo y que quiere que nosotros  compartamos un día con él exige fidelidad, entrega.

Fidelidad en las pequeñas exigencias, en la vida gris y monótona de cada día.

Fidelidad silenciosa y anónima.

Si no lo hiciéramos así, nos convertiríamos en antitestimonios.

Tergiversaríamos la voluntad de Dios revelada en Jesucristo, fiel hasta la muerte.

-"Se dijo a los antiguos, pero yo os digo" Jesús ha venido a llevar la Ley antigua a  plenitud. Y la plenitud es exigencia y perfección. Con autoridad plena reinterpreta la Ley  antigua. No basta con no matar.

No debemos permitir que anide en nuestro corazón odio ni rencor contra el prójimo.

Hacerlo sería ya matar en nuestro corazón. La perfección es exigencia.

No basta con no cometer adulterio. Una mirada, un gesto, un pensamiento oculto... basta  para cometerlo en el corazón, aunque nadie lo haya visto ni lo sepa. Lo sabemos nosotros. 

Lo sabe Dios. A él no le podemos engañar.

El valor altísimo de la palabra. "Sí". "No". No decir la verdad es traicionar el fin mismo de  la palabra.

Sí, queridos hermanos, la perfección a la cual estamos llamados, cuesta, es exigente. 

Pero todo lo que vale, cuesta.

Y más adelante, Jesús remachará el clavo de esta exigencia: amar a Dios con todo el  corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas, y al prójimo como a uno mismo.

En esto consiste la Ley y los Profetas.

Queridos, decir "amar" no cuesta. Amar a los hermanos, todos nos proponemos  hacerlo.Pero amar a personas concretas, y amarlas cada día, siempre, ver en ellas al mismo  Cristo Señor, eso ya es otra cuestión. Cumplir la Ley nos supera.

Que esta Eucaristía, sacramento del amor, nos dé fuerzas para superar los prejuicios y  ser realmente testigos del amor de Dios en el mundo.

Y que nos ayude a ser fieles en las cosas menudas de cada día, a fin de ser  verdaderamente discípulos de Cristo que lleva a plenitud todas las cosas.

ALVAR PEREZ
MISA DOMINICAL 1993/03


6.

ALGUNAS INDICACIONES 

1. El hombre tiene ante sí la vida y la muerte (1. lect.).

¡Podemos dar a nuestra vida orientaciones tan diversas! "Ante ti están puestos fuego y  agua: echa mano a lo que quieras".

Estamos en una sociedad plural y cada uno escoge sus valores y orienta como quiere su  vida.

Bien: esto es un decir; porque todos estamos sometidos a una serie de influencias  externas, sobre todo al peso de lo que hoy "se lleva" y que se encargan de difundir -¡y con  qué fuerza de atracción!- los periódicos, las revistas, la radio, la televisión, los grupos  musicales, la gente que triunfa... La vida no es un juego inocente de criaturas . Hay caminos  que conducen a la vida y caminos que llevan a la muerte.

2. La jornada contra el hambre. ¿Será que los hombres hemos escogido los caminos que  conducen a la muerte? ¿Cómo es posible que, con tantos recursos técnicos, con tantos  progresos como hemos hecho, con tanto como nos sobra, con tanta fruta que debe quedar  en los árboles sin cosechar... haya tantos miles de hermanos nuestros (recordemos la  primera lectura del domingo pasado) que mueren de hambre? ¿Quizá nuestro progreso es  un progreso poco humano? ¿O es, quizá, que hacemos de él un uso poco humano? 

También a nosotros Dios nos pregunta, como a Caín: "¿Dónde está tu hermano?". La  jornada contra el hambre es una llamada importante para todos.

3. Si no sois mejores que los escribas y fariseos (ev.). Los cristianos no nos podemos dar  por satisfechos diciendo "esto todo el mundo lo hace", sobre todo cuando se trata de la  relación con los demás. En nuestra sociedad, que tiende a ser laxa e insolidaria, tendríamos  que hacer resonar -con hechos, no con palabras- un grito profético en favor de la  fraternidad. (Nuestro punto de referencia no son tales o cuales maestros, sino el Padre  celestial: v.48 que leeremos el domingo próximo. Reservemos, pues, para entonces esta  reflexión).

4. Vete primero a reconciliarte con tu hermano (ev.). La relación con Dios, el culto, el  cumplimiento de nuestros deberes de piedad, no deben distraernos de nuestras relaciones  con los hermanos; al contrario: deben afinar nuestra conciencia y espolearnos a revisarlas. Recordemos una vez más: "Si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es  un mentiroso. Pues quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien  no ve" ( 1Jn 4,20).

5. A vosotros os basta decir "sí" o "no" (ev.). Aprendamos la lección. La transparencia del  lenguaje expresa la transparencia del espíritu. Hay personas que necesitan enfatizar y  recomendar lo que dicen. Acostumbrémonos a un lenguaje sencillo, avalado por las obras: que cuando digamos sí (de palabra) sea también sí (en nuestro obrar); que cuando  digamos no, sea verdaderamente que no: no desmintamos las palabras con los hechos. 

J. TOTOSAUS
MISA DOMINICAL 1993/03


7.

ELEMENTOS PARA LA HOMILÍA 

1. El sermón de la montaña es con frecuencia mal entendido: como si JC substituyera los  mandamientos del Antiguo Testamento por otros distintos. Y ya que los "nuevos" fácilmente  devienen "utópicos" (como aquello de poner la otra mejilla) se quedan en ideal para antiguos  santos, se quedan en palabras muy bonitas pero irreales en la vida de cada día. JC no  cambia unos preceptos por otros sino que los lleva "a plenitud". Y esto es igualmente verdad  para "nuestra moral" actual: también ella debe ser llevada a plenitud, es decir, a un no  quedarse en la letra sino abierta a un constante ir más allá, más al corazón, más al espíritu  al Espíritu de Jesús.

2. Y esto tanto personalmente, cada uno de los cristianos, como en el conjunto de la  comunión eclesial y en cada comunidad local. Es la dialéctica entre fidelidad a la tradición y  superación de esta tradición en el progreso vivo de la más exigente fidelidad al Evangelio, al  Espíritu de Jesús.

3. El texto evangélico de hoy propone diversos ejemplos de este quedarse en la letra o del  seguir el camino del Espíritu. Convendría recordar algún o algunos de estos ejemplos pero  situándolos en nuestra realidad cristiana (ojo: no es un sermón al "mundo" sino a los  "discípulos": no nos perdamos en criticas a la sociedad actual, sino centrémonos en lo que  realmente sea de provecho espiritual para los cristianos oyentes).

4. Quizá, según los ambientes, será preferible recordar el primer ejemplo (ir más allá del  "no matarás"), especialmente allí donde sean frecuentes las enemistades, riñas,  maledicencia, entre vecinos... En otros, el de la necesaria sintonía entre el culto y el amor  fraterno (pero el amor fraterno será el tema propio del próximo domingo). O también el tercer  ejemplo si entre los oyentes hubiera ambiente muy disipado respecto a la vida conyugal.  Con todo, quizá por poco frecuente en nuestra predicación, podría ser peculiarmente  oportuno el ejemplo último: el decir la verdad siempre y sencillamente ("basta decir sí o no").  Con frecuencia los valores que citamos más son la justicia, el amor... Pero hablamos muy  poco de este saber decir la verdad (sobre todo la verdad en las relaciones humanas: entre  esposos, padres e hijos, en las relaciones de trabajo o de negocio...). Es un campo en el  que avanzar hacia mayor "plenitud" evangélica nos exigiría mucho y seria un testimonio  cristiano contrastante con el mundo actual (en que reinan las verdades a medias).

5. Apuntemos finalmente la sintonía de lo que se dice en la 2. lectura (la "sabiduría que no  es de este mundo... una sabiduría divina, misteriosa, escondida...") con la enseñanza del  sermón de la montaña. Y la posibilidad de terminar la homilía repitiendo la oración del  salmista (en la alabanza al que "busca de todo corazón" la voluntad del Señor): "Muéstrame,  Señor, el camino de tus leyes..., enséñame a cumplir tu voluntad y a guardarla de todo  corazón". El captar el talante evangélico del sermón de la montaña -y seguirlo- es una gracia  que todos debemos pedir en la Eucaristía (como se dirá en el próximo domingo: es vivir en  comunión con Dios, como hijos suyos). 

JOAQUIM GOMIS
MISA DOMINICAL 1987/04


8.

Seis piedras cayeron rodando desde lo alto de la montaña.

Duras, inexorables, precisas.

Un ruido seco. Dos, tres, seis golpes duros, al zambullirse en el agua estancada de un  legalismo arrogante y complaciente.

Las salpicaduras llegaron muy lejos, molestando y empapando materialmente a un gran  número de personas.

El agua pesada del estanque comenzó a encresparse y se puso a hervir.

La bonanza fue abatida brutalmente por la tempestad. Un auténtico desastre, provocado  por aquellas seis piedras toscas.

Sí. Aquel era el fin de un mundo. Ocurrió hace dos mil años.

Desde el monte de las bienaventuranzas, que se refleja en el lago de Galilea, Jesús lanzó  seis piedras que dieron despiadadamente en el blanco de nuestro bienestar, de nuestras  seguridades, de nuestros cómodos egoísmos, de nuestros penosos compromisos. Seis piedras lanzadas por la Palabra hecha carne.

Seis «pero yo os digo» de un poder irresistible, de una fuerza arrolladora, que cambiaron  para siempre el ritmo de las cosas.

«Habéis oído que se dijo a los antiguos... Habéis oído que se dijo...

Se dijo... Pero yo os digo...».

Estos «pero» repetidos por Cristo, señalan el paso del antiguo al nuevo testamento. 

Continuidad y ruptura al mismo tiempo.

Paso del legalismo a la ley del amor. Del sentido humano a la divina locura de la cruz. De  la prudencia al riesgo sublime de la aventura. Del orden formalista al escándalo evangélico.

No es la abolición de la ley. Sino la suprema perfección, el cumplimiento de la ley.

La perfección de la interioridad, del amor. Un amor cuya única medida es no tener  medida.

«Habéis oído que se dijo a los antiguos: no matarás, y el que mate será procesado. Pero  yo os digo: Todo el que esté peleado con su hermano será procesado...».

«Habéis oído el mandamiento "no cometerás adulterio". Pues yo os digo: el que mira a  una mujer casada deseándola, ya ha sido adúltero con ella en su interior».

Los hombres llamados honestos tienen que mirarse las manos. Y al encontrarlas  manchadas con la sangre de sus mismos hermanos, caerán en la cuenta de que también se  puede matar con la lengua.

Y comprenderán que quien se acerca al altar, sin haber antes perdonado a su hermano,  es un profanador del templo.

Y los hombres de bien, los que observan hasta el detalle las más insignificantes  disposiciones de la ley, convencidos de que para estar «limpios» basta con lavarse las  manos antes de comer, descubrirán de improviso que hay pensamientos que también  pueden manchar.

Aquellos «pero» hicieron tambalearse a la justicia. Levantaron en el aire piedras seculares  (y, debajo, había gusanos). Quitaron las vendas de la hipocresía y descubrieron unas llagas  hediondas.

Deshicieron miles de preceptos de un moralismo gris y sofocante, para abrir un camino  real a la libertad y al radicalismo de los hijos de Dios.

Los seis «pero», uno tras de otro, fueron cayendo con un golpe seco en la charca de la  costumbre, del tradicionalismo, de la honestidad barata.

Y los hombres, para librarse de aquella molesta salpicadura, se dieron prisa para abrir el  paraguas.

Luego recurrieron a su atávica vocación de alquimistas. Y se pusieron alegremente a  transformar, a domesticar, a dulcificar aquella tosca e inquietante palabra de Dios.

Al «pero» de Cristo opusieron sus propios «peros».

"No matar". «Pero... en algunas circunstancias, por ciertos motivos, será lícito matar». Y  aquel «pero» alentó a miles de asesinos y hubo millones y millones de muertos.

«Amad a vuestros enemigos». «Pero, en ciertos casos, habrá que hacerse respetar». Y  con ese «pero» se ha desencadenado una salvaje caza del hombre, tan sólo porque ese  hombre no tiene el color de nuestra piel, no comparte nuestras ideas o, peor aún, porque  ese «enemigo» no cree en el Dios que nosotros creemos.

Estos ejemplos podrían multiplicarse indefinidamente.

Como se ve, el «pero» de los hombres se sitúa en una vertiente totalmente contraria al  «pero» de Cristo. Es el «pero» de la humana prudencia, contrario al «pero» de la locura  divina. Es el «pero» del más retrógado tradicionalismo, opuesto al «pero» de la novedad del  mensaje evangélico. Es el «pero» de la mediocridad, opuesto al «pero» de la santidad.

Pensemos ahora en nosotros. ¿Acaso no hemos intentado muchas veces neutralizar la  fuerza avasalladora del «pero» de Cristo? ¿No hemos hecho tal vez todo lo posible para  suavizar la dureza de aquellas palabras con la careta de nuestro cálculo, de nuestro  equilibrio, de lo que nos empeñamos en llamar prudencia (que es, más bien, una peligrosa  imprudencia), de nuestras tradiciones? «Sed perfectos». Y nosotros nos damos prisa en  añadir un «pero».

«Pero seamos realistas, tengamos en cuenta nuestra fragilidad humana. La carne es la  carne...». Y así nos colocamos fuera del evangelio.

«Que vuestro lenguaje sea sí si es sí y no si es no». Y nosotros nos agarramos si es  preciso a un clavo ardiendo para añadir: «Pero es lícito, por motivos graves, para no  comprometer la causa, y ¡claro! siempre para hacer el bien, arreglárselas de manera que el  sí quiere decir no y viceversa». Y así nos colocamos de nuevo fuera del evangelio.

En suma, nos obstinamos en contraponer al «pero» de Cristo, expresión de la novedad y  de la radicalidad evangélica, nuestros «pero», expresión de nuestra mezquindad y de  nuestro miedo a llegar hasta el fondo.

«Habéis oído...». Sí, tal vez hemos oído muchas cosas. Hemos escuchado a muchos  maestros. Hemos aprendido demasiadas artimañas para hacer que el evangelio no venga a  estropear excesivamente nuestros sueños o nuestras digestiones.

Pero ha sonado la hora de que nos decidamos a tomar en serio ese «pero yo os digo».

Es la hora de ponernos un poco menos a favor de nuestro «razonable» modo de ver las  cosas y un poco más de la parte de Cristo .

Ha llegado la hora de tirar por la borda todos nuestros cómodos tradicionalismos y  rendirnos sin condiciones a la «novedad» de Cristo. Ha llegado el momento de no tener  miedo al evangelio.

¿Que Jesús nos pide demasiado? Puede ser. Pero ¿no hemos pensado que podemos  mucho más de lo que creemos? Ya está bien. Dejemos de hacer el triste oficio de  alquimistas.

No intentemos por más tiempo detener esas seis piedras toscas que bajan rodando desde  la montaña. ¿No nos damos cuenta de que así nos estamos desollando las manos... y la  cara? Porque, de hecho, el detener esas piedras, esos «pero yo os digo», equivale a  desfigurarse horriblemente la cara.

Dejémonos alcanzar de lleno por esos "pero yo os digo". Resultará dolorosísimo al  principio.

Pero poco a poco descubriremos que nos ha restituido nuestro verdadero rostro. Un rostro  cristiano. 

ALESSANDRO PRONZATO
EL PAN DEL DOMINGO CICLO A
EDIT. SIGUEME SALAMANCA 1986.Pág. 130 ss.

HOMILÍAS 8-14