28 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO V DEL TIEMPO ORDINARIO
8-13

8.

-Vosotros sois...

Queridos hermanos en Cristo Jesús, el Señor resucitado: El domingo pasado iniciábamos la gran unidad temática del evangelio de este ciclo litúrgico A: el sermón de la montaña, del que las bienaventuranzas son como el anticipo y la síntesis. "Vosotros sois...". Jesús continúa su misión docente. La exposición del Maestro, que leemos hoy, podríamos titularla "los discípulos y el mundo".

Como buen pedagogo y de raza semita, Jesús emplea en sus sermones imágenes sencillas sacadas de la vida cotidiana del pueblo, de sus oficios, de la naturaleza..., imágenes claras y comprensibles que refuerzan sus palabras. Palabra e imagen serán complementarias y ayudarán a fijar en la memoria de los oyentes-discípulos la predicación del Señor.

Fijémonos en un detalle: acabábamos el fragmento de las bienaventuranzas con estas palabras: "Dichosos vosotros..." Y hoy iniciamos la lectura con la misma expresión: "Vosotros sois".

Las bienaventuranzas iban dirigidas en tercera persona: "Dichosos los...". En cambio, la conclusión y el inicio del sermón de la montaña están en segunda persona. ¿Qué querrá decir este cambio de persona gramatical?

Jesús dirige las bienaventuranzas a todos los hombres de todos los tiempos, incluidos los discípulos. Pero cuando dice "vosotros sois" Jesús fija su mirada de una manera especial en los discípulos: en los cristianos de todos los tiempos y de todos los pueblos que han hecho de las bienaventuranzas vida propia.

-Vosotros sois la sal de la tierra

La sal es el condimento que da sabor a los alimentos y los conserva. No es visible, pero se notan sus efectos. El discípulo, el que ha hecho vida propia el espíritu de las bienaventuranzas, el que ha entrado en proceso de conversión, el que se ha dejado renovar por Cristo, el Hombre nuevo, es esta sal del mundo. Como la sal, también el discípulo, muchas veces de una manera anónima, silenciosa, debe disolverse en el mundo de su tiempo. Debe hacer suyos los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres sus hermanos. Y desde el Evangelio, darle el matiz de la novedad radical. Así como la sal da sabor, se disuelve, se sacrifica, así también el discípulo debe esparcir el buen sabor, la fuerza contagiosa del Evangelio. Si el discípulo pierde esta fuerza, ha dejado de ser discípulo-testimonio y se convierte en anti-testimonio. "No sirve más que para ser tirado fuera...".

-Vosotros sois la luz del mundo

Jesús (Jn 8,12) aparecerá como la Luz del mundo: "Yo soy la Luz del mundo". Los discípulos deben dejar traslucir esta luz. No pueden ser opacos. Deben absorber la luz y después reflejarla sobre los demás y sobre el mundo.

Luz que no quiere decir teoría aprendida, sino enseñanza hecha vida propia. Una manera de hacer y de ser que refleje -sin deslumbrar- la manera de hacer y de ser de Dios mismo. Luz que es guía en el camino de la fe. Los demás verán que de verdad nos hemos dejado renovar por Cristo, hemos hecho nuestro el ideal de las bienaventuranzas, y glorificarán al Padre que está en el cielo. Entonces seremos testimonios-discípulos de la voluntad de Dios.

Y si debemos ser testimonios-guía, reflectores de la Luz verdadera, no podemos estar escondidos. De otro modo, ¿cómo podríamos ser luz para el mundo?

Que esta Eucaristía, memorial de la muerte del Señor por fidelidad a Dios y a nosotros, nos ayude a vivir con coherencia para que "alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo".

ALVAR PEREZ
MISA DOMINICAL 1993/02


9. CR/SAL-LUZ:

-Luz del mundo (Mt 5, 13-16)

Este pasaje sigue a la proclamación de las Bienaventuranzas. El cristiano sabe ya cómo ha de comportarse; sabe que debe seguir a Cristo y lo que esto significa. En este momento, utilizando imágenes vigorosas, san Mateo quiere recordar a sus lectores lo que ellos son en realidad: sal de la tierra y luz del mundo.

"Sal de la tierra". La expresión es poco corriente. Puede entenderse en el sentido real: la sal que sirve de fertilizante para la tierra y de la que san Lucas dice que si se desvirtúa ya no es útil ni para la tierra ni para el estercolero (Lc 14, 35). Aquí se tiene más bien la impresión de que la palabra "tierra" sale de la metáfora anterior y designa más bien al "mundo". Así, pues, los discípulos de Jesús son de por sí una fuerza llamada a hacer que el mundo se desarrolle. Consiguientemente, cada cristiano tiene en sí mismo ese fermento que ha de actuar sobre el mundo. Si el cristiano llegara a dejar de ser sal, ya no tendría sentido y deberían "tirarlo fuera". La expresión es fuerte, pero la encontramos en otros lugares con el significado de condenación eterna. En san Mateo, esta expresión se aplica repetidamente a quienes no se conducen en consonancia con su vocación en Cristo (7, 19; 13, 48.50; 18, 8.9; 22, 13). Sin duda Jesús empleó aquí un proverbio corriente en su tiempo.

Muy útil sería extenderse sobre el enigma de una sal que se vuelve sosa; estamos aquí en pleno proverbio, y todo el mundo entiende lo que esto significa aplicado a seres humanos que deben actuar como responsables. El problema es más profundo y nos afecta a todos. Somos sal de la tierra por el bautismo. Debemos seguir siéndolo y desarrollar la fuerza de acometida depositada en nosotros y el dinamismo difusivo que tenemos en principio. La gravedad del ejemplo puesto por Cristo se mantiene íntegra, y nos preguntamos todos sobre la "sal" de cada cristiano en la Iglesia. ¿Son los cristianos unos meros practicantes, o son también "sal"? Y, si no son ya sal, ¿en qué queda su significado? Este es el problema, y sólo a Dios corresponde la respuesta. No tenemos derecho a juzgar a los demás, pero lo que sí debemos hacer es examinarnos a nosotros mismos y decidir lo que debemos hacer...

"Luz del mundo" somos también. Si Cristo llama así a sus discípulos, ordenándoles que tengan la actitud que corresponde a ese estado luminoso e iluminador, también a nosotros nos señala como luz del mundo. San Mateo se expresa de forma contrastante: "Vosotros sois la luz del mundo", como si quisiera significar claramente que esta dignidad ha pasado ahora de los judíos (Is 42, 6; 49, 6; 60, 3) a sus discípulos y al nuevo pueblo. Por lo tanto, los cristianos han de anunciar al Mesías que vino y salvó al mundo. Esto han de predicar y en esto son luz en medio de las tinieblas. Su cualidad les impone constantemente unas obligaciones: no tienen derecho a sustraerse a su función: no deben dejar que la sal se vuelva sosa, ni meter la luz debajo del celemín. Así, si el cristiano puede mostrarse legítimamente orgulloso de estar asociado al mensaje de Cristo, y si su actividad inspirada por el Espíritu se dirige al mundo entero, sin embargo no debe dar su propia luz sino anunciar la de Cristo, que vino a iluminar a todo hombre. La conducta de los cristianos deberá suscitar en todos la alabanza al Padre por lo que ha hecho. Las maravillas de Dios son el punto de partida de la alabanza; el cristiano ha de ser una de esas maravillas que provoque el grito de admiración y de alabanza. Dar gloria supone la aceptación, que es señal de la conversión. Así está llamado el cristiano a provocar la salvación del mundo, con la luz que difunde.

-Brillará tu luz en las tinieblas (Is 58, 7-10)

Aquí, la luz va unida a la caridad con los demás. Acoger a los desgraciados sin hogar, cubrir al que no tiene qué ponerse, no sustraerse a sus semejantes; esta actitud es indispensable a quien quiera ser luz. La luz brotará como la aurora, y rápidamente volverán las fuerzas al que tiene sentido del otro. Entregar el corazón al que padece hambre, colmar los deseos de los desdichados; en estas condiciones, nuestra luz surgirá en medio de las tinieblas y nuestra obscuridad brillará como la luz del mediodía. Así, el tema de la luz que somos, no es exclusivo de la sabiduría sino que va estrechamente unido al de la caridad y al del sentido del prójimo. Los versículos que preceden a la lectura de hoy, van todos ellos orientados en idéntico sentido: el profeta enviado a Israel y nosotros mismos, adquirimos toda nuestra autenticidad de profetas y de cristianos desde el preciso momento en que nos abrimos a los demás. Por tanto, no se trata sólo de destruir la injusticia; hay que construir la justicia. En estas condiciones, el Señor está cerca de nosotros; con sólo que le llamemos, él responde: Aquí estoy. El amor practicado con el prójimo de manera concreta, eso es la luz.

-Anunciar un Mesías crucificado (1 Co 2, 1-5)

También este pasaje va dirigido a los Corintios, expuestos siempre a la tentación de dividirse por problemas de pertenencia a escuelas de predicadores. San Pablo les recuerda que, en realidad, el verdadero predicador no es el que se expresa con un lenguaje humano o con el de la sabiduría de los hombres. Son el Espíritu y su poder los que se deben manifestar en un lenguaje humano, y los que exclusivamente anuncian al Mesías crucificado.

Al parecer, esta segunda lectura podemos relacionarla con las otras dos en lo relativo a la luz. Si somos luz del mundo, el que ésta brille está condicionado por nuestra caridad. Pero además, tenemos que hacer que brille el objeto central de nuestra fe: Cristo crucificado; para que manifestemos este objeto central de nuestra fe, el Espíritu nos comunica su poder. Dar luz es hacer que se encuentre a Cristo, el Mesías crucificado, lo cual supone también, evidentemente, al Señor glorioso, resucitado. La fe, pues, no se apoya en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios. Por lo tanto, el don de la fe, la luz, es encontrar el misterio de Cristo, a Cristo mismo en su misterio de la Pascua. El predicador, todo cristiano, hace que se encuentre la luz, al Verbo encarnado que se hizo carne, fue crucificado y resucitó de entre los muertos. Desembocamos en el Prólogo de san Juan. El Espíritu es quien manifiesta este misterio y da fuerzas para adherirse a él.

ADRIEN NOCENT
EL AÑO LITURGICO: CELEBRAR A JC 5
TIEMPO ORDINARIO: DOMINGOS 22-34
SAL TERRAE SANTANDER 1982.Pág. 125-127


10.

DAR SABOR A LA VIDA SAL/SABOR

Vosotros sois la sal de la tierra...

Quizás una de las tareas más urgentes de la Iglesia de hoy sea el conseguir que la fe llegue a los hombres como «buena noticia». Con frecuencia, entendemos la evangelización como una tarea casi exclusivamente doctrinal. Evangelizar sería llevar la doctrina de Jesucristo a aquellos que todavía no la conocen o la conocen insuficientemente. Entonces nos preocupamos de asegurar la enseñanza religiosa y la propagación del cristianismo frente a otras ideologías y corrientes de opinión. Buscamos hombres y mujeres bien formados, que conozcan perfectamente el mensaje cristiano y lo transmitan de manera correcta. Tratamos de mejorar nuestras técnicas y organización pastoral. Naturalmente, todo esto es muy importante, pues la evangelización implica el anunciar el mensaje de Jesucristo. Pero no es esto lo único ni lo más decisivo.

Evangelizar no significa solamente anunciar verbalmente una doctrina, sino hacer presente en la vida de un pueblo, la fuerza humanizadora, liberadora y salvadora que se encierra en el acontecimiento y la persona de Jesucristo. Entendida así la evangelización, lo más importante no es contar con medios poderosos y eficaces de propaganda religiosa sino saber actuar con el estilo liberador de Jesús y poner una energía salvadora entre los hombres.

Lo decisivo no es tener hombres y mujeres bien formados doctrinalmente sino poder ofrecer testigos vivientes del evangelio. Creyentes en cuya vida se pueda ver la fuerza humanizadora y salvadora que encierra el evangelio cuando es acogido con convicción y de manera responsable.

Los cristianos hemos confundido demasiado ligeramente la evangelización con el hecho de querer que se acepte socialmente «nuestro cristianismo». Por eso, las palabras de Jesús que nos urgen a ser «sal de la tierra» y «luz del mundo» nos obligan a hacernos preguntas muy graves.

¿Somos los creyentes una «buena noticia» para alguien? Lo que se vive en nuestras comunidades cristianas, lo que se observa entre los creyentes, ¿es «buena noticia» para la gente de hoy? ¿Para quiénes?

¿Ponemos los cristianos en la actual sociedad algo que dé sabor a la vida, algo que purifique, sane y libere a los hombres de la descomposición espiritual, de la violencia enquistada en nuestro pueblo, del egoísmo brutal e insolidario?

¿Vivimos algo que pueda iluminar a las gentes en estos tiempos de incertidumbre y ofrecer una esperanza y un horizonte nuevo a quien busca salvación?

JOSE ANTONIO PAGOLA
BUENAS NOTICIAS
NAVARRA 1985.Pág. 71 s.


11.

1. Las tres imágenes.

En el evangelio aparecen tres imágenes, las tres introducidas por un apóstrofe que Jesús dirige a sus discípulos: «Vosotros sois». En este indicativo se encuentra también, como claramente muestra lo que sigue, un optativo: «Debéis ser esto», tenéis que serlo aunque la amenaza que sigue («ser arrojado fuera») no deba cumplirse. Estas imágenes son muy sencillas y evidentes para todos. Las tres tienen algo en común. La sal no existe para sí misma, sino para condimentar; la luz no existe para sí misma, sino para iluminar su entorno; la ciudad está puesta en lo alto del monte para ser visible para otros e indicarles el camino. El valor de cada una de ellas consiste en la posibilidad de prodigar algo a otros seres. Esto, que para Jesús es evidente, se expresa de un modo muy peculiar en la primera lectura, donde se habla dos veces de la luz y una vez del mediodía: la luz brilla allí donde alguien parte su pan con el hambriento, viste al desnudo y hospeda a los pobres que no pueden dormir bajo techo. En la segunda lectura la fuerza de la luz y de la sal se manifiesta en el hecho de que el apóstol «no quiere saber» ni anunciar cosa alguna «sino a Jesucristo, y éste crucificado». Este es su don espiritual.

2. El desfallecimiento.

Jesús lo explica en dos de las tres imágenes del evangelio: el discípulo que debe ser sal puede volverse soso; entonces ya no puede salar nada y toda la comida se vuelve insípida para la comunidad que le rodea. Jesús dice «Vosotros sois»: se dirige tanto a la Iglesia o a la comunidad como a cada cristiano en particular. El cristiano que no vive las bienaventuranzas, cada una de ellas, ya no alumbra más; no debe extrañarse de que se le tire a la calle y de que le pise la gente. En la parábola de la vid, el labrador poda las cepas, corta los sarmientos estériles y los echa al fuego, los quema. A una comunidad, a la Iglesia de un país, puede sucederle algo similar: quizá una cruel persecución sea el único medio de devolverle su capacidad de alumbrar y de salar. Por esta razón Pablo (en la segunda lectura) teme difundir, «con sublime elocuencia» o «con persuasiva sabiduría humana», difundir una luz falsa, una luz que no remitiría la fe de la comunidad a la fuerza y a la luz de Dios ni construiría sobre ellas. Entonces el apóstol no sería una luz que alumbra en el sentido de Jesucristo, sino que se colocaría sobre la luz y haría justamente lo que Jesús quiere decir con la imagen de la vela que se mete debajo del celemín. Quien se pone sobre la luz de Dios, la apaga inmediatamente por falta de aire.

3. Alumbrar, ¿para qué?:

«Para que los hombres vean vuestras buenas obras y den gloria a nuestro Padre que está en el cielo». Aquí hay un peligro evidente: si los hombres ven nuestras buenas obras, podrían alabarnos como cristianos buenos y santos, y entonces «ya habríamos cobrado nuestra paga» (Mt 6,2.S). El justo del Antiguo Testamento está expuesto a este peligro porque todavía no conoce a Cristo: «Te abrirá camino la justicia, detrás irá la gloria del Señor» (Is S8,8). Pero Cristo jamás ha irradiado su luz y su sabiduría a partir de sí mismo, sino siempre desde el Padre. Y por eso el cristiano debe ser plenamente consciente de que todo lo que él puede transmitir le ha sido dado por Dios para los demás: «Santificado sea tu nombre, hágase tu voluntad». El hombre que reza verdaderamente (no como el fariseo, sino como el publicano) aprende a experimentar más profundamente que debe entregarse del todo porque Dios en sí mismo es el amor trinitario que se da, un amor en el que cada una de las personas sólo existe para las otras y no conoce ningún ser-para-sí.

HANS URS von BALTHASAR
LUZ DE LA PALABRA
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 38 s.


12. CR/SAL-LUZ:

1. La sal da sabor

Por esas casualidades que de vez en cuando ocurren, los textos de la liturgia de esta semana logran armonía en su mensaje y, lo que es más aún, nos permiten hacer una síntesis de las reflexiones de todo este tiempo.

La preocupación que nos ha guiado a lo largo de estos meses, y por lo tanto de este libro, es tratar de responder a una pregunta tan simple como compleja: Qué sentido tiene ser cristiano en el mundo de hoy.

Pues bien, el evangelio nos da una respuesta a través de dos símbolos sobre cuyo significado no hará falta hacer grandes especulaciones.

El cristiano está llamado, en primer lugar, a ser sal de la tierra. Con la sal damos sabor a las comidas. De lo que se desprende que el cristiano está llamado a dar sabor a la vida... SABOR/Sb : La etimología de las palabras nos puede ayudar a comprender mejor lo que esto pueda significar. Las palabras sabor y sabiduría tienen la misma raíz lingüística: así como existe el sabor de los alimentos, existe el sabor de la vida. Lo que le da gusto o sentido a la vida es eso que ya en otras oportunidades hemos comentado: la sabiduría; es decir: aprender a vivir como personas. El arte no sólo de hacer las cosas, sino de hacerlas con espíritu, con alegría, con dignidad, con conciencia, con responsabilidad. También hemos dicho que Jesús es presentado en los evangelios, antes que nada, como el verdadero sabio que nos ayuda a descubrir la honda raíz de la vida y hacia donde dirige sus fuerzas la energía del árbol para que trascienda al oscuro seno que le dio origen. Desde esta perspectiva, el Evangelio es la sabiduría del hombre nuevo en Cristo; es el arte de vivir gozando y disfrutando de la vida, como se goza y se disfruta al comer un alimento bien preparado.

Es cierto que muchas veces el cristianismo pareció más bien preocupado de quitarle sabor a la vida con una ascética negativa que propugnaba la huida del mundo y que gravaba sobre los fieles el pesado yugo de las prohibiciones y de las normas taxativas; es cierto que pareció más un código de moral y de derecho cívico-religioso atando a las conciencias con una ley despiadada; es cierto que se puso el acento en mantener una institución y ciertas costumbres heredadas de culturas anteriores...

Pero también es cierto que los cristianos de este sigIo hemos aprendido a discernir entre el Evangelio tal como nos llega por los escritos del Nuevo Testamento y ciertas interpretaciones que de ese Evangelio se hicieron a lo largo de los siglos. Si hasta ahora el Evangelio fue papel -y a todos indigesta el comer papel-, ahora comenzamos a sentirlo como sal que debe ser arrojada discretamente en el plato de la vida. Si hasta ahora era sinónimo de normas restrictivas, ahora lo vamos sintiendo como energía que empuja la vida hacia adelante. Si hasta ahora nuestra formación se hacía con catecismos llenos de nociones abstractas y complicados esquemas, ahora hemos descubierto, ¡bendito sea Dios!, que nuestro catecismo es el mismo evangelio al alcance de todo el pueblo, fantástico casamiento entre la palabra simple y profunda de Jesús y nuestra vida real y concreta.

Hay varias cosas que nos llaman la atención en la sal:

a) Basta poca sal para que la comida tenga sabor; el exceso de la misma es perjudicial, pues lo importante no es comer sal sino comida con sabor... ¿Qué nos dice esto? Pues que no nos abarrotemos de religión (en el sentido común de la palabra) sino de vida impregnada de sabor evangélico. El evangelio, como la religión, no es el fin del hombre, como tampoco lo es la sal para el ama de casa. El evangelio mismo se orienta hacia la vida del hombre, verdadero objetivo a conseguir.

La crisis del cristianismo occidental tiene entre otros motivos éste: una verdadera inflación religiosa. El hombre vivía para la religión, para cumplir con la religión... Según el evangelio de hoy, parece que es a la inversa: la religión (sal) debe estar para que el hombre viva. Si sirve para eso, sirve para algo. De lo contrario, según Jesús, «no sirve más que para tirarla fuera y que la pise la "gente".

¿No es esto lo que ha sucedido? ¿No es el ateísmo la concreción histórica de lo que predijera Jesús? ¿Cómo no abandonar y pisar una religión que traba al hombre, que lo subyuga, que lo domina, que le impide ser él mismo y gozar de la vida con ese gozo interior que Jesús prometió a quienes vivieran en la fe? Mas no desesperemos. Aún estamos a tiempo para salarnos a nosotros mismos con el Evangelio del Reino y ser así sal de la comunidad humana. A menudo sucede que descubrimos el valor de una cosa cuando ésta falta y se llega a situaciones extremas. Nunca se valora más la paz que en épocas de guerra. Y estoy seguro de que hoy podremos valorar toda la dimensión de la sabiduría del Evangelio, al sentir que nuestro cristianismo ha hecho crisis hasta el fondo.

No digamos: "ha fallado el Evangelio". No lo digamos porque no lo conocemos ni lo hemos vivido. Vivimos su caricatura. Probemos su gusto sin prejuicios, y luego demos nuestro juicio.

b) También nos llama la atención que la sal, al ser desparramada en el alimento, se pierde en él, se diluye humildemente obrando en forma imperceptible y poco espectacular. Ya sabemos que así obra el Reino de Dios, como semilla, como levadura; verdadera energía que presiona desde dentro para que la masa sea grande y fructifique. La sal, como la levadura, son dos productos esencialmente humildes...

Fácil es extraer la consecuencia: cristianos, no busquemos nuestro éxito ni el triunfo de la Iglesia. Busquemos el crecimiento del hombre y de la sociedad. Procuremos que la historia se desarrolle sin que se nos aplauda o se nos haga la genuflexión. Si tenemos fe, sirvamos a la energía del Reino que ya está dentro del mundo y que, en último caso, ni siquiera nos necesita a nosotros para desplegar su fuerza.

Juan el Bautista, modelo de creyente y de "pequeño en el Reino", coloca en nuestro corazón una frase que no pierde actualidad: «Es necesario que yo disminuya y que él crezca.»

2. La luz ilumina

El símbolo de la luz es más conocido por nosotros. Todo el evangelio de Juan gira a su alrededor, y con no menor fuerza lo hace Mateo. La luz es un símbolo más rico y complejo que la sal, más difícil de definir. De ella hemos hablado en otras oportunidades por lo que hoy, siguiendo las lecturas bíblicas, solamente señalamos estos aspectos:

a) La luz de la palabra: el Evangelio debe ser anunciado, pues es la Buena Noticia. Pablo, en la Carta a los Corintios, habla de cómo él fue luz para los griegos: «Vine a anunciaros el testimonio de Dios no con sublime elocuencia... ni con persuasiva sabiduría humana, sino con la fuerza del Espíritu...» Por lo tanto, el hablar del cristiano que da testimonio no es un hablar cualquiera; no se trata de decir cosas sobre Dios o sobre Jesucristo.

Es, primero, dar testimonio de cómo el Evangelio, fuerza de Dios, ha obrado en nosotros. Nadie da lo que no tiene; quien habla de lo que no vive, es un mentiroso. Esto está claro. La evangelización no es un problema de mucho dinero, que produce muchos libros, de los que luego resulte una gran venta... Es testimonio: se trata de vivir el Evangelio para que esa misma vida hable por sí misma. Una cosa es escribir un tratado sobre la pobreza evangélica; otra es vivir la pobreza y decir qué se siente y cómo esa pobreza interior es algo que alegra nuestra vida. Una cosa es dialogar sin prejuicios y tratar a todos como hermanas; otra muy distinta es hacer teología de la comunidad. Y así sucesivamente...

Pablo predicó con la palabra en Corinto y también escribió sus cartas; pero antes dio testimonio de Jesucristo crucificado con una vida generosa y sacrificada; antes se dejó invadir por el Espíritu que, en más de una oportunidad, lo puso en contradicción con las antiquísimas costumbres religiosas de su pueblo y con importantes instituciones que llevaban varios siglos de tradición.

Vivir el evangelio y dejarse invadir por el Espíritu que "renueva todas las cosas"; después, hablar. He aquí el método evangelizador.

b) La luz de la liberación Cuando Jesús habla de la luz, lo hace según el espíritu de los grandes profetas que no habían sido ajenos a este simbolismo, especialmente Isaías, el gran modelo de los evangelistas.

El texto de Isaías, primera lectura de hoy, nos ayuda a aterrizar en esto de la luz. ¿Cuándo brillará tu luz en las tinieblas?, pregunta el profeta. ¿Cuándo romperá tu luz como la aurora? Y he aquí su insólita respuesta: cuando destierres de ti la opresión, el gesto amenazador y la maledicencia; cuando partas tu pan con el hambriento y sacies el estómago del indigente; cuando hospedes al pobre sin techo y vistas al que va desnudo...

A esto se refiere Jesús cuando concluye: "Alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obran y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo." En la medida en que los hombres vean que los que se dicen creyentes proyectan la luz de la liberación total, sin restricciones de ninguna especie, en esa misma medida darán gloria al Padre. La liberación es el signo de la presencia de Dios que reina entre los hombres; es la manifestación de que su Reino no sólo está cerca, sino que está «dentro de vosotros». "Vosotros sois la luz del mundo..." Vosotros sois el signo de que Dios se ha comprometido con la historia de los hombres. Vosotros sois el germen de una humanidad sin fronteras.

3. Síntesis final

Aun con riesgo de repetirnos, hagamos una breve síntesis que condense las reflexiones que nos han ocupado desde el comienzo de Adviento hasta el día de hoy, en vísperas ya de la Cuaresma. Cada uno habrá hecho su propia síntesis y habrá llevado cuenta de cómo a lo largo de este tiempo y según la sinceridad con que se ha afrontado cada problema, algo habrá cambiado en nosotros al mirarnos en el gran espejo del cristiano: el Evangelio.

Un esquema de síntesis podría ser el siguiente:

1) Hemos podido comprobar cómo el Evangelio sigue teniendo vigencia y actualidad en la medida en que nosotros mismos, dejándonos invadir por el Espíritu, ya no lo consideramos como un libro de antigüedades ni un recetario de fórmulas o de normas. El evangelio se hace palabra de sabiduría, palabra de Jesús, en la medida en que es mirado desde la perspectiva de nuestra historia y de nuestros reales problemas. El Espíritu sigue obrando en la comunidad cristiana desde dentro y desde fuera de nosotros mismos. Extinguir al Espíritu es fosilizar el Evangelio, que siempre, y por encima de todas las cosas, es un acontecimiento anunciado.

Los cristianos del siglo veinte no venimos a repetir lo que otros dijeron ni a decir lo que otros en épocas pasadas hicieron. Tal tarea les corresponde a los compiladores e historiadores.

Hoy tenemos que hacer un acontecimiento que pueda ser noticia feliz para los hombres. Las palabras de Jesús, palabras de sabiduría, nos dan los criterios básicos, pero no la receta mágica. Nos colocan en el ángulo justo para mirar la vida desde el antes y desde el después. Pero hay que mirarla, abriendo los ojos sin lentes distorsionadores. Mirar este momento que estamos viviendo, mirar de dónde viene y adónde puede ir... Este es nuestro Evangelio: el mismo de Cristo, no porque repita sus palabras y sus actos, sino porque actualiza su espíritu y sus criterios.

Conclusión: el Evangelio es nuestra fuente de reflexión y de acción.

2) Hemos descubierto que el núcleo de la predicación de Jesús es el Reino de Dios. O si se prefiere: que Dios se ha hecho presencia en la historia, pues es el Dios-con-nosotros, el Emmanuel salvador. Un reino que nada tiene que ver con nuestros «reinos»: es silencioso, simple, humilde, interior; mas, al mismo tiempo, es fuerza, energía, acción, crecimiento y desarrollo. El Reino no domina a los hombres; al contrario: llega para servir a los hombres. La gran paradoja de Navidad: Dios viene no para ser servido por los hombres sino para servirlos con humildad y entrega incondicional.

El Reino busca al hombre, donde esté y como esté para levantarlo, aliviarlo, concienciarlo y liberarlo: como individuo y como grupo humano. El Reino no tiene fronteras ni muros ni discriminaciones de ninguna especie; en su bandera hay una sola palabra: Hombre. Está donde menos lo imaginamos y desaparece de allí donde pretendemos implantarlo o aferrarlo. El Reino es viento, agua, fuego y luz; semilla, sal y levadura.

Los cristianos estamos para servirlo; servir al Reino es lo mismo que servir a los hombres. La primera preocupación de la Iglesia es dejarse invadir por el Reino; la segunda, ser su testigo en el mundo.

3) Al sentirnos hombres y al dejarnos compenetrar por los problemas de los hombres, nos hemos encontrado con una palabra que ya es clamor: liberación. Palabra temida por muchos, caricaturizada por otros... pero que no puede ser acallada en su profunda significación: el hombre está llamado a ser más de lo que es; a tener más de lo que tiene; a vivir más de lo que vive.

Toda la historia humana está marcada por ella; a menudo marcada a sangre y fuego, pero el hombre no puede renunciar a su vocación: simplemente quiere ser hombre, quiere vivir con la dignidad de hombre, con conciencia de hombre. Ha aprendido que vivir no es vegetar; tampoco es respirar, comer y dormir.

La palabra de Jesús habla claramente del problema. Sólo los ciegos no quieren escucharla. Las bienaventuranzas aparecen como el código libertario del cristiano; más aún: de cualquier hombre sincero. Ellas trazan el modo de actuar y de sentir del seguidor de Cristo. Ellas conforman nuestra tarea; nuestra pastoral como Iglesia, pueblo elegido por Dios para que la luz de la liberación jamás deje de brillar.

Y así llegamos al final, no del camino, sino del principio de nuestro ser cristiano. En estos meses hemos aprendido el abecé de nuestra fe. Sólo el abecé... Aún quedan muchas letras en el alfabeto de la historia; algunas serán fáciles de pronunciar, otras difíciles. Mas algo ya tenemos claro: con tres letras no se hace un alfabeto. La historia continúa. ¿Con nosotros? ¿Sin nosotros? Eso depende... de nosotros.

SANTOS BENETTI
CRUZAR LA FRONTERA. Ciclo A.1º
EDICIONES PAULINAS.MADRID 1977.Págs. 240 ss.


13.¿«ESTRELLAS» O «ANTORCHAS»?

Tus palabras en el evangelio de hoy, Señor, me desconciertan una vez más. Me explicaré.

Mil veces nos has invitado a la humildad: «Cuando vayas a un banquete, no elijas los primeros puestos...». O: «El que se ensalza será humillado». Y nos pusiste como modelo al publicano, «que no se atrevía siquiera a levantar los ojos». El evangelio contiene toda una pedagogía hacia lo pequeño y desconocido.

Y ahora, de pronto, nos dices: «Vosotros sois la sal de la tierra... y la luz del mundo». Es desconcertante, Señor. Porque, en el mundo, «ser luz» equivale a ser «estrella», a brillar, a estar en los primeros puestos de la política, de la cultura o de la economía. Y «ser sal» significa deslumbrar a través del éxito, la popularidad y la fama en los ambientes más cultivados. Ser «luz» y ser «sal» está muy relacionado con aparecer en las portadas de las revistas de más actualidad y de mayor tirada.

Pero está claro que Tú, Señor, no vas «por ahí». Lo que tú quieres darnos a entender es que el cristiano ha de ser:

PORTADOR DE UNA LUZ.--Y toda luz está llamada a iluminar: «No se puede encender una vela y ponerla bajo el celemín, sino sobre el candelero para que alumbre a todos los de la casa». A los padres y padrinos, cuando llevan a bautizar un niño, mientras sostienen en sus manos una candela, encendida en el cirio pascual, les dice el sacerdote: «A vosotros, padres y padrinos se os confía acrecentar esa luz...». Y a todos los seguidores de Cristo, igual. No se trata de que vayamos deslumbrando a nadie con sapientísimas lecciones magistrales. Se trata simple y llanamente de que nuestro vivir y nuestro lenguaje sean transparentes, iluminen: que seamos antorchas: «Vuestra luz ilumine de tal manera a los hombres, que, al ver vuestras buenas obras, glorifiquen al Padre celestial».

SAL, IGUAL A «GARRA».--Y cuando nos invitas a ser «la sal de la tierra», no nos invitas a mangonearlo todo, a ser «el perejil de todas las salsas». Lo que quieres es que, militando en la categoría que sea -«pesos pesados» o «pesos mosca»--, tengamos «punch», tengamos «garra». Tú quieres seguidores que den alegría al juego cristiano, que siembren esperanza, que dejen en una palabra buen sabor en todo lo que hagan. Lo mismo que la sal. Por eso, hay que recordar siempre aquella sentencia del Apocalipsis: «¡Ojalá fueras frío o caliente, pero, porque eres tibio, te arrojaré de mi corazón!».

Lo comprendo, por tanto, perfectamente, Señor. No se trata de escalar puestos en el escalafón social. No quieres que seamos «estrellas», sino «antorchas», eficaces antorchas en lo cotidiano. Se trata de «irradiar a Cristo» --¡aquel bello título de Raúl Plus!-- desde cualquier escalón en el que la vida nos haya colocado. La sal que tenemos que llevar a las situaciones y a las cosas de la vida no es la sal de «los salados» los petimetres de salón, sino la sal de la alegría y de la esperanza.

Creo que así fueron y así actuaron los primeros creyentes. Escuchad lo que leíamos hace unos días en San Pablo: «Fijaos en vuestra asamblea: no hay en ella muchos sabios en lo humano, ni muchos poderosos, ni muchos aristócratas; todo lo contrario, lo necio del mundo lo ha escogido Dios para humillar a los sabios.».

Eran «lo necio», sí. Pero tenían «garra».

ELVIRA-1.Págs. 52 s.

HOMILÍAS 15-20