30 HOMILÍAS MÁS PARA EL DOMINGO II DEL TIEMPO ORDINARIO
9-15

9. J/SIERVO 

-Tiempo ordinario, pero menos. Desde el lunes pasado y hasta el comienzo de la Cuaresma, estamos en el Tiempo ordinario, ese período del año en que no celebramos un misterio de Cristo en particular, sino todo él, y los domingos de modo particular el misterio pascual actualizado semanalmente en "el día del Señor".

Pero este domingo II del Tiempo ordinario "se refiere aún a la manifestación del Señor, celebrada en la solemnidad de la Epifanía: todavía contiene un eco de la Navidad. Este domingo, por eso, el evangelio todavía es de Juan, y no de Mateo, como lo será normalmente todo el año.

-Algunos detalles de la celebración. Las lecturas concretas de un día nos pueden servir siempre para dar un color especial a la celebración, a modo de una catequesis indirecta de la Eucaristía. Por ejemplo, hoy es lógico que el saludo de entrada lo tome el presidente explícitamente de la carta de Pablo, porque es uno de los modelos de estos "saludos cristianos" que han pasado del N.T. a la liturgia.

Es bueno que la presentación de Jesús como el Cordero de Dios encuentre hoy especial resonancia en varios momentos de la celebración: será bueno que hoy -y normalmente- se potencie el canto del "Cordero de Dios", durante la fracción de los panes, el gesto simbólico que precede inmediatamente a la comunión para expresar nuestra unidad en el único Pan, que es Cristo. Este canto es bueno realizarlo en forma litánica, y si hace falta alargarlo -señal que la fracción se hace como Dios manda- con letras variadas, todas ellas en torno al tema del Cordero Pascual.

La invitación a la comunión, que hoy precisamente no conviene cambiar, sino potenciar, alude a la presentación de Jesús que hace el Bautista.

-Presentación teológica de Cristo. Hoy la Palabra no nos invita a considerar una virtud o una actitud moral, sino una perspectiva claramente teológica: la persona misma de Jesús, como eco de la Navidad y de su Manifestación.

El "recién nacido", el Enviado de Dios, recibe hoy en la primera y tercera lecturas unos nombres reveladores: Siervo de Dios, Luz de las naciones, Cordero de Dios, Hijo de Dios... Isaías lo anuncia como el "Siervo", que recibe de Dios la misión de ser unificador del pueblo, luz de las naciones, "para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra". Este retrato, y también la respuesta del Siervo ("aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad", como hemos cantado en el Salmo), se cumplen en plenitud en Cristo Jesús y su vocación salvadora.

El nombre que le da el Bautista es un paso más: el estilo con el que ese Enviado de Dios cumplirá su misión de salvar a la humanidad, va a ser entregándose a sí mismo: como el verdadero Cordero que quita el pecado del mundo. Esta categoría del Cordero tenía resonancias muy bíblicas: el cordero cuya sangre señaló las puertas de los judíos en la noche del éxodo, los corderos que se inmolaban en el Templo, y sobre todo el anuncio por Isaías de un Siervo que iba a ser llevado como un cordero a la muerte, pagando por los demás. También eso se cumple en Cristo en plenitud.

-El difícil lenguaje de la catequesis cristológica. No es fácil hablar de Cristo bajo estas categorías del Siervo y del Cordero.

Pero sus contenidos sí que pueden ser entendidos gozosamente por el cristiano de hoy: que Jesús es el Enviado de Dios, que obedeció y cumplió su misión salvadora, anunciando a todos el amor de Dios, y que lo hizo entregándose totalmente a sí mismo, hasta la muerte en Cruz. El Niño de la Navidad y de la Epifanía va camino de la Pascua. En la Cruz va a "quitar el pecado", va a triunfar sobre el mal de la humanidad, va a reconciliarnos con Dios. Nuestra situación de pecado, personal y comunitario, tiene una respuesta por parte de Dios: su Hijo se entrega a la muerte por nosotros y nos consigue la Reconciliación.

-Hacen falta testigos y anunciadores de Cristo. En el mundo de hoy hacen falta cristianos convencidos que den testimonio de este Cristo. Un profeta (Isaías) y dos testigos (Pablo y Juan el Bautista) nos hablan de él, presentándolo como el Salvador, el Siervo, el Entregado por nosotros. Así la sociedad de hoy (nuestros hijos, nuestros alumnos, nuestros padres, nuestras familias, nuestros compañeros de trabajo) tendrían que poder ver un testimonio de Cristo en nosotros.

¿Quién comunica a esta sociedad, a nuestros compañeros de trabajo o de universidad, que Jesús es el Salvador, que es la respuesta de Dios a la humanidad, que es el Liberador de todos nuestros males? ¿Quién anuncia que Cristo es algo más que un buen hombre, o un óptimo maestro, o el mejor de los profetas, sino alguien que viene de Dios? El Bautista "no le conocía", hasta que vio que el Espíritu bajaba sobre Jesús: la clave para entender a Cristo no son sólo los valores humanos.

En nuestra Eucaristía nos sale al encuentro ese mismo Jesús, primero como la Palabra viva de Dios, y luego como Alimento para nuestro camino, que es entrega por nosotros en la Eucaristía: el Cordero que quita el pecado, que se da a sí mismo como alimento. La celebración de la Navidad, y en concreto las lecturas de hoy, nos animan a seguir en nuestras vidas a este Cristo, el Enviado de Dios, el que nos va a dar la verdadera salvación

J. ALDAZABAL
MISA DOMINICAL 1990/02


10. CORDERO/PASCUAL:

Algo que falta... Hay personas que nunca en su vida han tenido una auténtica experiencia de Cristo.

Las pasadas semanas con ocasión de la Navidad, Año Nuevo, Reyes, algunos padres se habrán visto «obligados» a explicar, leer o simplemente relatar a sus hijos pequeños algo sobre Jesús... Pero es muy posible que en muchos casos no pudiesen ahí transmitir el entusiasmo por Jesús: "¡Quien no arde, no puede extender el fuego!" Cualquier fiesta (Navidad, por ejemplo), cualquier ocasión religiosa (una asistencia al templo por cualquier compromiso), puede ser motivo para afrontar en el interior la realidad de la fe. Un camino hacia adentro, al término del cual se hallará una pregunta, que a la vez exigirá una respuesta... propia. Para quienes escuchamos este domingo, la revelación de Jesús como «Cordero de Dios» puede ser un toque de atención que pase sin dejar huella o que deje una marca.

Experiencia de Dios. Juan el Bautista es un hombre -como nosotros- que se encuentra con la "desconocida" personalidad de Jesús. Y el misterio que le ofrece esa figura sólo puede resolverlo con la ayuda de la revelación de Dios. Jesús va hacia Juan y éste confiesa: "¡Mirad, el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo!" Plásticamente, el Cordero es representado casi siempre con la cruz y la bandera, símbolo de victoria: el Señor resucitado es citado en el Apocalipsis 28 veces como «Cordero», que mediante la ofrenda de su muerte (el Cordero es "sacrificado") y a través de la resurrección toma el dominio del mundo.

Este Cordero vencedor suele estar rodeado de una corona de triunfo (cuarta parte de flores, cuarta de espigas, cuarta de uvas y otra cuarta de aceitunas), que simboliza las cuatro estaciones. Esto es: en el ciclo de las estaciones siempre, sin excepción, "se anunciará (especialmente en la Eucaristía) la muerte del Señor y se alabará su resurrección, hasta que él vuelva".

Precisamente para los israelitas, la sangre del cordero pascual en las jambas de la puerta era el signo de la gracia y protección divinas. En el evangelio de san Juan, Jesús es el auténtico Cordero que se entrega como reconciliación. Y la liturgia a lo largo del año intenta construirnos un puente de unión entre Jesús de Nazaret, el histórico, y el Cristo, salvador definitivo y eterno.

Esta experiencia precisa de un largo y lento camino para madurar; no puede alcanzarse por razonamientos, por argumentos, sino -como indica el evangelio de hoy- mediante el testimonio fiel de un hombre o una mujer que haya tenido esa misma experiencia, desde la que él puede hablar: "Este es aquel de quien yo os había dicho...".

Una dificultad actual. Quizá nunca hasta hoy cobraron las frases de san Juan tanta actualidad: "Si decimos que no tenemos pecado, nosotros mismos caemos en el error" (1Jn/01/08).

¿Cómo podrá comprender el hombre de hoy -con su conciencia de "impecabilidad"- que el Cordero que se ofrece a Dios en sacrificio limpia todo el mal (el pecado) del mundo? Hay que reconocer que nuestro hombre contemporáneo se coloca de esta manera al borde de su autodestrucción, desde el momento en que a toda costa y con graves dificultades -todo hay que reconocerlo- evita el concepto de pecado.

Sólo desde una consideración a gran escala, el terrorífico balance de nuestras injusticias actuales (la distancia Norte-Sur, la pobreza estructural, la esclavitud imperante...) y las angustias (ante la infección del medio vital), tanto la desaparición de la fe en Dios como la falta de respeto a la dignidad de la persona tienen su fundamento en el pecado del mundo: el egoísmo, el endurecimiento del corazón, la insinceridad y deshonestidad, la contaminación de las relaciones, la anomia implícita en el quehacer humano individual y social...

Cristo, salud de todos los hombres. Como la esperanza de felicidad de toda la humanidad se concentra en la definitiva venida del Salvador, los cristianos tenemos que vivir esa experiencia y repetirla cada día. Este "conocimiento" tiene que llegar cada vez más al fondo del alma.

Este es el camino por el que el creyente alcanza un significado y ofrece un sentido razonable (como servicio serio) al momento histórico en que vive, al mundo. Para esto, a su vez, es necesario tomarse el tiempo preciso: "¡El que no tiene tiempo, no puede madurar jamás!" Y si nuestra vida se parece a un viaje, éste debe disponer de los momentos oportunos para e! descanso, para la meditación, para la oración, para propiciar la posibilidad de situarse una y otra vez ante una decisión cada vez más afianzada.

Cuando consigamos eliminar las tenazas del estrés, de las prisas, de la irreflexión..., puede que entonces alcancemos "el día del Señor" como una fuente de energía para la vida ordinaria y sintamos que Dios está con nosotros, a quien podemos abrirnos y confiar nuestra vida.

EUCARISTÍA 1993/05


11.

Nos hemos acostumbrado al mal, al pecado. ¿Qué es el mal? Es más, a veces, estamos tan cómodamente instalados que hasta el propio mal, el mismo pecado, es una situación normal. La historia de los egoísmos siempre nos ciega la realidad de la luz.

El mal, ni nos escandaliza ni nos seduce. Está ahí, convive con nosotros y en nosotros, y ni aun siquiera podemos tomar conciencia de nuestra propia fragilidad que nos lleve a sentir en lo profundo la necesidad de sentirnos salvados y amados para llegar nítidamente a la luz.

Os imagináis por un momento lo que supondría de anacronismo escuchar hoy las palabras de Juan: «Este es el cordero de Dios que quita el pecado del mundo». Eran como palabras extraterrestres, venidas de otra galaxia. Y ahí estaba el hombre, estábamos nosotros necesitados hasta límites insospechados de ser perdonados, salvados, amados. De encontrarnos con la paz de Dios. Hoy sigue siendo necesario este anuncio, este testimonio. Cuando anochece, incluso las mismas sombras de la noche se alargan para ocultar nuestra propia realidad frágil, limitada.

Es la sombra de no poder descubrir esa raíz del mal que habita en nosotros, nuestro pecado. Estábamos bien y no necesitábamos ser salvados. Más fuerte que la fosilización es la irrupción del amor de Dios en nuestra vida.

Por eso hoy, en el culto siempre estamos en el hoy de Dios, es muy importante que descubramos de nuevo la realidad de Jesús, Hijo de Dios, cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Para que no nos quede duda de quién es Jesús, recibimos plenamente el testimonio de Juan que nos lo presenta abiertamente: Hijo de Dios y El mismo realizador de un misterio de amor: que quita el pecado del mundo. Descubrirlo hoy en mi propia realidad y en todas las nuevas situaciones sociales que están tocadas de mal. ¡Después de tantos siglos de camino todavía no nos produce un sonrojo suficiente el ver brotes y situaciones de racismo y xenofobia, extendidas aquí y allí! ¡Todavía no nos sensibiliza lo necesario el dolor del hambre en millones de seres humanos! ¡Qué lejos estamos de conseguir la fraternidad de Jesús! Al comenzar esta serie de domingos del tiempo ordinario sería maravilloso que en el día a día de nuestro caminar fuéramos profundizando en el conocimiento de Jesús para transportarle, para manifestarlo desde una realidad vivida a todo el entorno que nos rodea. Desde la vida podemos ser testigos eficaces. Desde la palabra, desde la frase no habremos inscrito nada más que un simple garabato en un tiempo anónimo. Jesús es un compromiso irrenunciable.

No se trata cada año de dar la vuelta a un círculo, y al año siguiente al mismo círculo. Si nos hemos tomado a Jesús en serio, «si nos lo creemos», es imposible que no asumamos sus mismas actitudes: no sólo Jesús es el Señor, el Señor del perdón y de la paz, sino que él mismo es el primero en luchar «hasta la muerte» por romper esa cadena interminable de la miseria humana. Al final de este siglo XX Jesús sigue viviendo en todos aquellos cristianos que le siguen y que se rompen el cuerpo y el alma en luchar denodadamente por los hermanos. Nosotros no somos el perdón, él es sacramento de salvación, pero somos testigos fieles de que Jesús está en medio de la lucha para ser nuestra paz y alcanzar nuestra liberación.

El cristiano es fundamentalmente la persona que se decide responsable- mente a imitar y seguir a Jesús. El bautismo debería ser la rúbrica de un compromiso. El sentido de la imitación de Cristo es muy sencillo: intentar comportarse en la propia situación existencial como Cristo se comportó en la suya. Es poseer la misma actitud y el mismo espíritu de Jesús, encarnándolo en la situación concreta que a nosotros nos toca vivir.

Importante es sentirse perdonado y amado, pero es igualmente fundamental el que nosotros, en este Hoy, luchemos con El en la eliminación del pecado, en la superación de la pobreza, de las muchas marginaciones, de cuantas cosas afean la condición humana.

FELIPE BORAU
DABAR 1993/11


12.

-Este es el Hijo de Dios (Jn 1, 29-34)

Todavía no empezamos la lectura continuada del evangelio de San Mateo. A veces se han utilizado determinados pasajes del evangelio de san Juan, por otra parte tradicionalmente vinculado con la Cuaresma y con el Tiempo pascual, para completar algunas series de los domingos ordinarios. Es lo que sucede en este caso.

El presente pasaje va asociado a la celebración del Bautismo del Señor que, en realidad, abre la primera semana del Tiempo ordinario. Parece como si el evangelista hubiera querido prolongar la meditación de dicha escena, con esta obra en la que Juan Bautista quiere dar fe de Jesús. En las palabras del Bautista llama especialmente la atención la designación de Cristo y de su papel, por el Espíritu que bajó del cielo y reposó sobre él. El tema es el típico de la designación de un profeta elegido por el Señor.

Brotará un renuevo del tronco de Jesé, un vástago florecerá de su raíz. Sobre él se posará el Espíritu del Señor (Is 11, 1-2).

Es preciso continuar la lectura de este capítulo, donde leemos las cualidades y el papel del así designado por el Espíritu.

Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, a quien prefiero. Sobre él he puesto mi espíritu (Is 42, 1).

Es el espíritu profético del que habla el capítulo 11 de Isaías, y la efusión de ese espíritu es el signo mesiánico por excelencia:

Después de esto derramaré mi espíritu en toda carne. Vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán... Realizaré prodigios en el cielo (Joel 3, 1-4).

El evangelio de san Lucas nos describe a Cristo entrando en la sinagoga de Nazaret, en el momento en que se estaba leyendo el profeta; Cristo desenrolla el volumen y lee:

El Espíritu del Señor está sobre mí,
porque él me ha ungido.
Me ha enviado para dar la Buena Noticia a los Pobres,
a vendar los corazones rotos... (Is 61, 1).

Y Cristo comenta este pasaje aplicándoselo a sí mismo. Pero para Juan Bautista, estos textos proféticos que él tenía que conocer, adquieren un vivo significado al verlos realizarse concretamente en el bautismo de Jesús. El tuvo la suerte de poder identificar con la mayor claridad posible al elegido y señalado por el Señor: "El que me envió a bautizar con agua me dijo: Aquel sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre él, ése es el que ha de bautizar con Espíritu Santo". Y concluye Juan Bautista: "Y yo lo he visto, y he dado testimonio de que éste es el Hijo de Dios".

Pero Juan Bautista entendió lo que significa el Hijo de Dios y su misión. Da testimonio de él atribuyéndole todas las cualidades de Hijo. Y lo primero que le interesa afirmar es la eternidad del Hijo: "Tras de mí viene un hombre que está por delante de mí, porque existía antes que yo" (1, 30). Pero la cualidad del verdadero Hijo es cumplir la voluntad de su Padre. Por eso Juan Bautista señala claramente a Jesús como el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo (1, 29).

J/CORDERO-SIERVO:Las expresiones "Cordero" y "quitar los pecados del mundo" nos hacen remontarnos a Isaías y, al mismo tiempo, nos introducen en el estilo y en las preocupaciones propias del evangelista Juan. "Cordero de Dios" recuerda inmediatamente el sacrificio (Ex 13, 13; 29, 38; 34, 25 - Lv 3, 7 - Nm 28, 9 - Is 7, 9 - Eclo 46, 19 - Is 53, 7 - Jr 1 1,19), y pensamos muy especialmente en el cordero pascual y en su inmolación (Ex 12, 3 - 2 Cro 35, 7; 35, 11). Isaías y Jeremías mencionan la inmolación del Cordero: "Como un cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca" (Is 53, 7). "Yo, como cordero manso, llevado al matadero, no sabía los planes homicidas que contra mí planeaban" (Jr 11, 19).

Cuando Isaías designa al Siervo de Yahvéh (Is 53, 4.7.12), prefigura el anuncio que Juan Bautista hace de Jesús: "Este es el Cordero de Dios". Es Hijo y Cordero, Siervo para cargar con los pecados del mundo. La palabra "Cordero" indica, como en los profetas, la inocencia del que va a ser inmolado. Cargar con los pecados es el papel del Siervo. "El Señor cargó sobre él todos nuestros crímenes" (Is 53, 6). "Soportó nuestros sufrimientos" (Is 53, 4).

"Tomó el pecado de muchos" (Is 53, l2). Jesús es verdaderamente el Cordero, el Siervo, el Hijo amado porque cumple la voluntad del Padre. Como lo hizo el Padre cuando el bautismo en el Jordán y en la Transfiguración, también Juan Bautista presenta a Cristo: "Este es el Cordero".

El Padre designó a su Hijo único como Cordero y como Siervo para cargar con los pecados del mundo. El Espíritu se posó sobre él y le escogió. La encarnación del Verbo viene a desembocar en esta obra de servicio hasta morir para redimir al mundo, a fin de que quienes le reciban vean la salvación de Dios (Canto del Aleluya).

-La elección del Siervo (Is 49, 3.5-6) La lectura de Isaías nos lleva a los grandes tipos del Siervo Jesús, que lo anunciaron a lo largo de los siglos. Poseemos cuatro cantos del Siervo (Is 42, 1-7; 49, 1-9; 50, 4-9; 52, 13- 53, 12). Es bastante general que la exégesis actual piense que estos poemas, insertos progresivamente en la obra de Isaías, sean sin embargo obra de otro autor llamado por ellos el Deutero-Isaías. De esta lectura se han conservado sobre todo los versículos en que se trata de la elección del Siervo (Is 49, 1-4).

"Me dijo: tú eres mi siervo, de quien estoy orgulloso" (Is 49, 3). Esta elección por parte del Señor va a conferir al Siervo una elevada misión: reunir a Israel y ser luz de las naciones, para que la salvación alcance hasta los confines de la tierra (Is 49, 6).

El salmo 39, que sirve de responsorio a la primera lectura, se canta con un estribillo que expresa la cualidad del Servidor y del Cordero: Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad. El Siervo se ofrece a sí mismo como víctima, pero lo que el Señor exige es el cumplimiento de su voluntad: Como está escrito en mi libro: "Para hacer tu voluntad" (Sal 39, 9).

-El Apóstol es llamado y también nosotros (1 Co 1, 1-3) CR/ELEGIDO:

Este domingo, la segunda lectura coincide casualmente con el tema propuesto por la primera lectura y por el evangelio: la elección para una misión. Desde las primeras palabras de su primera carta a los Corintios, san Pablo se presenta como llamado por la voluntad de Dios para ser Apóstol de Cristo Jesús. Como se llamó a Juan Bautista a dar testimonio de Jesús, se elige a Pablo para anunciar la Buena Noticia de Cristo.

Pero también los fieles han sido objeto de una elección por parte de Dios. Por el llamamiento de Dios, ellos son el pueblo santo, y su papel es invocar el nombre del Señor Jesús. Así han sido los fieles entresacados, elegidos por el Señor, separados para ser testigos de Cristo. Si a Pablo se le eligió para el apostolado, a los cristianos se les elige para la santidad. Esta santidad se vive en la comunión, en la Iglesia que invoca el nombre de su Cristo y cuya principal vocación consiste en una alabanza de adoración, base de su testimonio y de su apostolado.

-La elección que Dios hace hoy

Todo esto no es más que pasado; y nosotros, por el contrario, nos encontramos en plena actualidad que es lo que hemos de tratar de vivir. Palpamos la ocasión de entender mejor lo que son la enseñanza y la espiritualidad de la liturgia. No es un concepto: es una entrada en lo concreto: ya hemos visto lo que significa ser elegido y la misión que esta elección lleva consigo. Tampoco es teología abstracta de la elección que Dios realiza, sino mostrar a Dios que hace la elección. Así es también en lo que a nosotros respecta. No se precisan teorías sobre la elección de Dios. Sabemos que fuimos elegidos por él por nuestro bautismo; y este mismo término se utilizaba en la antigüedad para designar a los que se preparaban a recibirlo: "los elegidos", los "escogidos" para participar de la vida divina y de sus consecuencias. A nosotros corresponde sacarlas.

EL AÑO LITURGICO
CELEBRAR A JC 5
TIEMPO ORDINARIO: DOMINGOS 22-34
SAL TERRAE SANTANDER 1982.Pág. 96-99


13. P-MUNDO/P-O 

Anteriormente, Juan Bautista ha afirmado que él no era el Mesías, que no era más que la voz que clamaba en el desierto. Ahora nos da un testimonio positivo y concreto de Jesús. Cuando el evangelista Juan escribe este pasaje quedaban aún grupos reducidos de seguidores del Bautista que consideraban a éste como Mesías. Es ésta la razón por la que el apóstol subraya sin ningún género de dudas la primacía de Jesús sobre Juan Bautista, haciendo que el Precursor pronuncie una auténtica profesión de fe cristiana: Jesús es "el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo"..., "el Hijo de Dios". También por eso es el único evangelista que omite que Jesús fuera bautizado por Juan.

Es posible que Jesús no se atribuyera a sí mismo más que el poco llamativo título de "Hijo del hombre". Todos los demás le fueron dados por las diferentes comunidades cristianas del siglo 1, como respuesta a las preguntas: ¿Quién es Jesús?, ¿qué representa para nuestra vida de ahora?, ¿qué nos aporta? Eran comunidades que se preguntaban y que investigaban profundamente en la figura del Mesías a la luz de los textos proféticos y de los acontecimientos presentes. Y que no se ataban a las palabras como a fórmulas mágicas e inamovibles. ¿No deberíamos imitar su búsqueda, en lugar de quedarnos tranquilos repitiendo fórmulas que nada o muy poco dicen al hombre actual? Es ésta una de las tareas más difíciles y urgentes de los cristianos de hoy: ¿cómo presentar la figura de Jesús al hombre moderno, sin caer en las fórmulas ya hechas y aprendidas de memoria y sin perder de vista lo que los primeros cristianos reflexionaron y aportaron?; ¿cómo expresar hoy de un modo comprensible e interpelante que Jesús es "el Cordero de Dios", "el Hijo de Dios"...? Es un esfuerzo que debemos realizar todas las comunidades cristianas, sin atarnos a fórmulas fijas, pero expresando la misma verdad de entonces.

a) De qué pecado liberarse y cómo

"Al día siguiente..." Comienza la sucesión de días en el evangelio de Juan: dos series de seis días. El día sexto de la primera serie comienza con las bodas de Caná (Jn 2,1) y llega hasta el comienzo de la segunda serie (Jn 12,1), que culminará con la muerte de Jesús. Con este artificio literario, Juan pretende continuar el tema de la creación anunciado en el prólogo. La creación, en seis días, no estaba terminada, pues el hombre no había llegado aún a su plenitud. El día séptimo, día de la plenitud del hombre, será la resurrección, principio del hombre nuevo.

Este pasaje contiene el testimonio central de Juan Bautista sobre Jesús. Resume el sentido de la misión de Jesús diciendo que "es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo". Palabras que repetimos en cada eucaristía, antes de comulgar, lo que demuestra el valor que les da la Iglesia.

El misterio del mal -se llama pecado en lenguaje religioso- desborda el mundo humano. De él surgen las fronteras que impiden una tierra de comunión, la ruptura en el interior de la persona humana: entre mis ideas y mi vida, entre mi vida y la vida de todos los que amo; frontera con los que piensan como yo y frontera con los que piensan distinto. De él la falta de confianza en el otro y en mí mismo: esa desconfianza en el hombre, esa necesidad de sospecha que llega a desfigurar hasta las intenciones más nobles de los demás; la absurda y brutal carrera de armamentos y las injusticias de toda índole; la incapacidad de realizar la comunión universal. De él esas contradicciones en una sociedad que aspira a lograr lo mismo que combate con todas sus fuerzas: libertad, amor, justicia, verdad, paz...

La naturaleza, malicia y dimensiones del pecado se van desvelando a través de la historia bíblica. La Historia de la Salvación es el intento de Dios por liberar al hombre de su pecado.

El pecado de los orígenes abre la historia de la humanidad: el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, prefiere ponerse en el lugar de Dios, quiere ser único dueño de su destino, se niega a depender del que le creó, cortando la relación que le une con Dios. Relación que no sólo era de dependencia, sino también de amistad.

El pecado corrompe el espíritu del hombre antes de provocar su acción. Y como le afecta en su misma relación con Dios, cuya imagen es, es la perversión y trastorno más radical. Por ello acarrea consecuencias tan graves.

Por el pecado -mal- todo ha cambiado entre el hombre y Dios y entre los hombres. Lejos de Dios no queda más que la muerte. La ruptura vino por el hombre. La reconciliación va a venir de Dios.

Jesús "es el Cordero de Dios". Escoge un camino de servicio, de humildad, de pobreza. Así lleva a feliz término la misión que le encomendó el Padre: descubrir a la humanidad la vida verdadera, el camino para ser hombre auténtico, humanidad redimida y reconciliada. Es la paradoja de la vida y de la obra de Jesús: sigue un camino de servicio, sin poder, junto a los más pobres y marginados. Un camino que es locura y escándalo para judíos y griegos -para cristianos y no cristianos- (1 Cor 1,17-31; Rom 8,35-39). Pero es el camino de Dios. Un camino que es lo primero que tenemos que aprender vitalmente los cristianos, si queremos serlo de verdad.

Siempre debemos preguntamos si el camino que seguimos es el camino de Jesús, porque espontáneamente tendemos a elegir otro camino que sea más fácil, procurando que se le parezca para vivir tranquilos.

Jesús "es el Cordero de Dios" por ser el don total a la humanidad. Es el cordero pascual desde el principio para los cristianos.

El acontecimiento mismo de su muerte fundamenta esta tradición: murió la víspera de los ázimos, a la hora en que se inmolaban los corderos en el templo, según prescribía la Ley, en recuerdo del comienzo de la salida -Éxodo- del pueblo de Israel. La sangre de los corderos liberó entonces al pueblo elegido de la muerte (décima plaga) y su carne fue comida por los israelitas antes de emprender el camino (Ex 11- 1 2).

Las guerras y las violencias que abundan por el mundo son muestras patentes del fracaso de los métodos de fuerza. Jesús "es el Cordero de Dios" que va a dar la vida para que los demás la tengamos en abundancia (Jn 10,10-11).

Jesús "quita el pecado del mundo". No se habla del pecado de cada hombre, sino del "pecado del mundo", en singular. Un pecado único, que oprime a la humanidad entera. Un pecado que ha de ser eliminado para que el hombre pueda ser realmente hombre, imagen y semejanza de Dios. Un pecado que ya existía antes que Jesús comenzara su actividad. Eliminarlo va a ser su misión; mejor dicho: iniciar el camino para su aniquilamiento.

El pecado es esa realidad de mal que está presente en el mundo. Es lo que queremos expresar al hablar de "pecado original": un niño al nacer no viene a un mundo limpio, sino a un mundo herido por el mal, que de un modo u otro le afectará. Nadie se libra de esta herida.

Jesús no quiere salvar sólo individuos aislados. Quiere liberar a toda la humanidad. Además, es difícil vivir como personas verdaderas en un mundo empecatado, es fundamental cambiar las estructuras para que los hombres podamos realizarnos. ¡Cuántas personas incapacitadas de ser ellas mismas a causa de las condiciones adversas en que viven! Por eso su lucha es contra "el" pecado del mundo, contra esa presencia poderosa del mal que hay en cada uno de nosotros y en nuestro mundo y que ha cristalizado en estructuras inhumanas. Sólo el amor será capaz de lograrlo.

El pecado consiste en oponerse al anhelo de vida que Dios ha comunicado en el mismo ser del hombre, en reprimir ese anhelo de la naturaleza humana. El pecado es singular y único. Es la aceptación del "orden" de aquí abajo.

El "mundo", en sentido peyorativo, se identifica con el orden político-religioso que se opone a Jesús. Es la humanidad necesitada de salvación, reducida a la esclavitud de la opresión que ejerce sobre ella todo lo de aquí "abajo" (Jn 8,23), que, además, la engaña haciéndola aceptar la esclavitud en que vive.

La acción del Mesías va a consistir en dar al hombre la posibilidad de salir del dominio que el mundo ejerce sobre él. Recibir de El el Espíritu significa salir del orden injusto, abandonar "el mundo" (Jn 17,14.16). Si el pecado consiste en aceptar los valores mundanos, haciéndose "esclavo" de ellos (Jn 8,34) y renunciando a la plenitud de la vida, la liberación del pecado consistirá en salir de él recibiendo la plenitud de vida -el Espíritu-, aceptando los verdaderos valores humanos. Jesús va a abrir el camino con el ejemplo de su vida; camino que va a permitir al hombre el paso de la esclavitud a la libertad, si lo sigue. Y lo mismo que el pecado de cada hombre ha cristalizado en estructuras injustas y opresoras, la aceptación del camino de Jesús y su puesta en práctica irá renovando esas estructuras hasta que lleguen a ser reino de Dios.

Esta es la misión del Mesías. Para esto vivió y murió Jesús. Su salvación consiste en la liberación del mal. Nos estamos salvando en la medida en que el mal va dejando de tener influencia en nosotros. La plena salvación será la plena liberación del mal. La salvación universal será la desaparición del mal en todos los hombres, en cualquiera de sus formas. Sólo será posible después de la muerte, último mal a vencer (1 Cor 15,26). La salvación no es algo para el futuro únicamente: se va haciendo todos los días.

Juan es consciente de la universalidad de la misión del Mesías, que desborda los límites de Israel para extenderse a la humanidad entera: "quita el pecado del mundo".

b) El Espíritu liberador

"Tras de mí viene un hombre..." Juan eclipsa su figura ante el que llega. Vivía y anunciaba la esperanza de liberación que sentía el pueblo, pero no sabía quién sería el personaje que la llevaría adelante. No ha habido ni habrá en el relato contacto personal entre Juan y Jesús. Son dos figuras independientes; están relacionados como anuncio y realidad. La misión de Juan era la creación de un ambiente, de una expectativa. Esa era la finalidad de su bautismo.

"He contemplado al Espíritu..." El Espíritu equivale a la plenitud de amor. Baja sobre Jesús y hace de El la presencia de Dios en la tierra. Por eso Jesús vive en la esfera del Espíritu y pertenece a lo de "arriba" (Jn 8,23).

"Ese es el que ha de bautizar con Espíritu Santo". El bautismo con Espíritu Santo no será una inmersión externa en agua, sino una penetración del Espíritu en el hombre. El Espíritu será el manantial interior que da vida definitiva (Jn 4,14), que podrá beber todo el que tenga sed-fe (Jn 7,37-39); será el que vitalice al hombre (Jn 6,63).

Jesús tiene la plenitud del Espíritu. Los suyos recibirán espíritu (sin artículo), participando de su plenitud. Recibir espíritu significa la comunicación de Dios mismo, que es Espíritu (Jn 4,24).

Esta comunicación es total en el caso de Jesús, parcial en los demás hombres, para ir creciendo hacia la totalidad por la práctica del amor.

El Espíritu, cuando se nombra en relación con Jesús, no lleva el apelativo "Santo"; sí cuando se refiere a los demás hombres. Y es que "Santo" designa la actividad liberadora que realiza con el hombre, que le permite salir de la esfera sin Dios. Por eso no se utiliza al describir su bajada sobre Jesús: éste nunca ha pertenecido a esa esfera.

El Espíritu es el que libera del pecado del mundo, comunicando al hombre la vida divina, la capacidad de amor. Con esa fuente interna de vida el hombre puede alcanzar su pleno desarrollo, llegar a su plenitud. Mientras el hombre no haya recibido el Espíritu, su creación no está terminada, es solamente "carne" (Jn 3,5- 6). El Espíritu da al hombre su nueva realidad, le hace capaz de un amor como el de Jesús.

El Espíritu es el que da el conocimiento de Dios como Padre y el que hace ahondar en el misterio de Jesús. La vida que comunica será un "nuevo nacimiento", un "nacer de arriba" (Jn 3,3-5).

Las dos actividades de Jesús aquí reflejadas -el que quita el pecado del mundo y bautiza con Espíritu Santo- están relacionadas: quitará el pecado del mundo comunicando el Espíritu de la verdad, que hace brotar en el hombre una vida nueva y definitiva, contrapuesta a la del mundo.

La experiencia de la nueva vida será la verdad que haga al hombre libre (Jn 8,32).

c) El camino de la liberación con Jesús

"Este es el Hijo de Dios". Juan completa su testimonio. Jesús es el Hijo de Dios porque el Padre lo ha engendrado, comunicándole su misma vida, el Espíritu. Jesús es el Hijo de Dios porque es Dios en la tierra, el proyecto divino hecho realidad humana.

Jesús-Mesías es la cumbre de la humanidad y su misión consiste en comunicar a los hombres la vida divina que El posee en plenitud (Jn 1,16), para que todos podamos realizar en nosotros ese proyecto.

Jesús empieza lo que llamamos "vida pública" compartiendo totalmente nuestra condición humana, viviendo totalmente nuestra vida de hombres -excepto el pecado (Heb 4,15)- y abriendo el camino que puede renovar esta vida.

Jesús ha asumido el mal, el pecado, en el que los hombres estamos metidos, con todas sus consecuencias. Y compartiendo nuestra vida, ha sido también totalmente fiel a Dios hasta sufrir las consecuencias del modo más doloroso: ser ejecutado. Y así, alguien que es un hombre como nosotros ha vivido plenamente el amor y la verdad de Dios. Jesús ha roto la barrera y nos ha dejado el camino libre para poder participar en el amor pleno, en la vida plena que es Dios.

Los hombres podemos, por fin, ser hombres en plenitud, imitándole a El. Y ésta es la redención, la liberación, la salvación de Dios. Una salvación que cada uno debe realizar en sí mismo, ayudando a realizar la de los demás.

Ahora, una vez abierto el camino, hay que apuntarse a él. En realidad, todo hombre que quiera vivir el amor entra ya en este camino, lo sepa o no.

El testimonio de Juan Bautista es una invitación a los hombres de todas las épocas y lugares: nos hace saber que en Jesús se encuentra la vida verdadera, que imitando su ejemplo podemos liberarnos de toda opresión y ser libres. Sólo la verdad y el amor romperán nuestras cadenas.

FRANCISCO BARTOLOME GONZALEZ
ACERCAMIENTO A JESUS DE NAZARET - 1 PAULINAS/MADRID 1985.Págs. 210-216


14.

1. La comunidad pregunta: ¿Quién es Jesús? 

La mayoría de los textos de hoy ya han entrado a formar parte de nuestras anteriores reflexiones, por lo cual procuraremos agregar algunas nuevas, procedentes tanto de los textos como de su contexto histórico.

Cuando el evangelista Juan redacta su Evangelio, aún quedaban algunos pequeños grupos de seguidores del Bautista que lo reconocían como Mesías. Por esto el evangelista trata de subrayar la primacía de Jesús sobre Juan, colocando en boca del Bautista una auténtica profesión de fe cristiana. Es decir: el Bautista es el primer hombre que reconoce a Jesús como Mesías e Hijo de Dios.

Por supuesto que no cabe duda de que todo el relato evangélico de hoy es una reflexión del propio evangelista y de su comunidad acerca de Jesucristo; los resultados de esta reflexión son puestos en labios del Bautista por el motivo ya conocido.

Poco importa, por lo tanto, saber a ciencia cierta qué pudo haber pensado el Bautista de Jesús y qué pudo haber dicho en su presencia cuando lo bautizó, según consta por los sinópticos, ya que Juan omite este detalle para que Jesús no aparezca bautizado por el Bautista, creándose así la imagen de superioridad del uno sobre el otro.

El contexto histórico del texto evangélico es la honda preocupación de la comunidad cristiana de fines del siglo primero acerca de la personalidad de Jesús, su misión en el mundo, el alcance de sus títulos mesiánicos.

Es decir, la respuesta a la pregunta: «¿Quién es Jesús?», no surgió de la noche a la mañana y por arte de magia, sino que fue el fruto del esfuerzo de una comunidad que se cuestionaba, que se preguntaba y que investigaba concienzudamente a la luz de los antiguos textos proféticos y a la luz de los acontecimientos presentes.

Es así como, si bien el mismo Jesús posiblemente no se atribuyó a sí mismo más que el poco llamativo título de "hijo del hombre", posteriormente la comunidad, a raíz de su experiencia pascual y de la lectura de Isaías, comenzó a darle los nuevos títulos que expresaban desde diversos ángulos los ricos y variados aspectos de la personalidad de Jesús: «Salvador del mundo», "luz de los hombres", «Hijo de Dios», «Hijo amado», «Siervo sufriente», «Jesucristo», «Señor», etc.

Detrás de cada uno de estos títulos hay una teología elaborada como comprensión de la figura de Jesús que no solamente tiene en cuenta los textos proféticos sino también la nueva realidad por la que atraviesa la comunidad cristiana. Así el título de «Mesías» podía tener sentido para los judeo-cristianos, mas no para los griegos, para quienes Jesús era el «Señor». El mismo título «Hijo de Dios» no tenía exactamente el mismo sentido para los judíos, firmemente apegados al monoteísmo, que para los paganos, que podían ver como mucho más normal que Dios Padre tuviese en Jesús a su Hijo preferido, entronizado como Rey del mundo.

Todo esto nos mueve a una primera consideración: Las palabras con que los cristianos se refieren a Jesús, los títulos que le asignan, tienen sentido en la medida en que existe previamente una seria reflexión acerca de la relación que existe entre Jesús y la vida que la comunidad lleva. No se trata de preguntar: ¿Quién es Jesús?, como lo podría hacer un filósofo o un investigador preocupado por "esa persona en sí misma", sino que la pregunta más bien significa: Qué tiene que ver Jesús con nuestra vida de hoy; qué significa para nosotros, qué nos aporta. O bien: Qué cambia en nosotros desde la perspectiva de Jesús.

Los títulos que se le asignan son como un intento de respuesta. Son la expresión de la fe de una comunidad para quien Jesús tiene determinado valor y significado.

Nos llama así la atención la gran variedad entre los diversos títulos y según las diferentes comunidades o autores del Nuevo Testamento. Basta comparar a Juan con Pablo y con los sinópticos para convencernos muy pronto de que aquellas comunidades no se ataban a las palabras como a fórmulas mágicas, ni tampoco como a expresiones fijas e inamovibles. Tan cierto es todo esto que aún hoy podemos quedar sorprendidos por la influencia griega o gnóstica en la forma con que Juan interpreta a Jesús con sus largos y complejos discursos y polémicas; un Jesús «difícil» frente al Maestro de las parábolas y milagros de los sinópticos. Nada digamos de ciertas especulaciones de las cartas de Pablo sobre el Cristo «Cabeza de la Iglesia, su cuerpo», o las que hace el autor de la llamada Carta a los Hebreos sobre Jesús "Sumo Sacerdote".

Por todo lo cual, nada más anti-evangélico que quedarnos nosotros tan tranquilos repitiendo fórmulas antiguas, como si con ello ya expresáramos suficientemente nuestra fe en un momento en que precisamente el mundo de hoy se mueve sobre esquemas mentales tan alejados de los del cristianismo primitivo.

Aquí radica una de las tareas más difíciles de los cristianos de hoy: cómo presentar la figura de Jesús al mundo moderno (y cómo presentarla a nosotros mismos...) sin caer en las fórmulas estereotipadas; pero, al mismo tiempo, sin dejar de tener en cuenta lo que los primeros cristianos, guiados por los apóstoles, reflexionaron y aportaron a la Iglesia como "esquemas básicos" de la fe en Jesucristo.

Así, por ejemplo, el evangelio de hoy nos habla de Jesús como «Cordero de Dios» y como "Hijo de Dios", sobre quien desciende el Espíritu Santo como una paloma. ¿Cómo traducir estas fórmulas en un lenguaje comprensible al hombre moderno? ¿Qué queremos profesar nosotros con esas expresiones? ¿Es posible mirar a Jesús desde nuestro ángulo e incluso de darle nuevos «títulos» porque así las circunstancias lo requieren? Ya en las anteriores reflexiones hemos tratado de pensar algo acerca de este Jesús sobre quien desciende el Espíritu, por lo que hoy intentaremos penetrar en el Cristo «Cordero de Dios que quita el pecado del mundo», expresión ésta un tanto extraña a nuestros oídos, y tan repetida que posiblemente nos deje indiferentes...

Que quede en claro que es la comunidad toda la que debe hacer este esfuerzo, sin atarse a las fórmulas, pero tratando al mismo tiempo de darle actualidad y sentido.

2. Jesús, Cordero de Dios

Estamos frente a una expresión de fuerte acento y contenido hebreo. Para los judíos el cordero era un símbolo religioso muy cargado de significado y muy relacionado con su historia y con su culto. Fue matando un cordero y comiendo su carne como celebraron la comida previa a su liberación de los egipcios en tiempos de Moisés; fue la sangre del cordero salpicada sobre las puertas de los hebreos lo que libró a sus habitantes del exterminio del ángel del Señor (Ex 12); eran corderos las víctimas ofrecidas todos los días sobre el altar como ofrenda a Dios, símbolo de la ofrenda del propio pueblo a quien consideraban como su Señor absoluto; como también era un cordero (el macho cabrío) el que una vez por año era arrojado al desierto por el sumo sacerdote como «chivo expiatorio» de los pecados del pueblo.

A ningún judío le extrañaba, por lo tanto, si Isaías hablaba del Mesías elegido por Dios como «un cordero llevado al degüello..., oprimido y humillado sin abrir la boca... Que llevaba nuestras dolencias y soportaba nuestros dolores... Herido de Dios y humillado, molido por nuestras culpas, soportando el castigo que nos trae la paz" (53,1ss).

Y a este respecto es fundamental recordar que el autor del texto (no el profeta Isaías sino el judío anónimo que firmaba como «Isaías» sus oráculos a la vuelta del destierro y ante la vista de la Jerusalén destruida), refiere sus oráculos, más que a una persona en particular, al mismo pueblo convertido ahora en un pequeño resto, llamado y elegido por Dios (como lo leímos en la primera lectura), no sólo para restaurar al pueblo hebreo sino también para ser "luz de los pueblos" mediante sus dolores y sufrimientos.

Desde esta perspectiva, al pueblo se le asigna la tarea de asumir la grave responsabilidad de que "la salvación del Señor alcance hasta los confines de la tierra".

Dura misión, por lo tanto: aprender a sacrificarse y ofrecerse como un cordero para que la sangre de su dolor sea semilla de la liberación de todos los pueblos.

Con tales presupuestos, podemos ahora «leer» el texto del evangelio de Juan llegando a conclusiones insospechadas.

En efecto, dos son los aspectos a considerar:

--El primero: que Jesús es el representante último y final del antiguo resto de fieles hebreos que pusieron sus vidas a disposición de Dios para que la causa de la liberación de los hombres se convirtiera en realidad.

No es casualidad que, según el evangelista Juan, Jesús muriera a las tres de la tarde, hora en que los corderos de la Pascua eran degollados en el templo en un río de sangre. Con la muerte de Jesús, cesan los antiguos sacrificios, pues ahora la única ofrenda grata a Dios es la del hombre- elegido-Cordero, que se entrega por amor, incluso a la misma muerte, para destruir la muerte y el odio que la provoca.

--El segundo aspecto nos interesa mucho más de cerca: si Jesús se asumió como Cordero que da su vida por la liberación de todo el pueblo, y si ese Jesús es la cabeza de todo el Cuerpo, su pueblo, la conclusión final es clara: la comunidad cristiana ya no necesita ofrecer corderos ni panes ázimos sobre el altar; su ofrenda es mucho más total y sincera: es entregarse como "siervo" que restablece la unidad de todo el pueblo humano haciendo presente la salvación de Dios en todas partes.

Eliminar de la interpretación del texto evangélico este aspecto, es traicionar al texto mismo y, lo que es peor aún, traicionar a los hombres y claudicar de la única función que justifica la presencia de la comunidad cristiana en el mundo.

Es cierto que la palabra «cordero» está desactualizada; lo triste es que también su sentido profundo esté desactualizado, es decir: que los cristianos no seamos capaces de unir nuestro dolor y nuestro sufrimiento, nuestro trabajo y nuestro esfuerzo, al de quienes sin tanta teología viven mucho más intensamente lo dicho por Isaías y lo asumido por la primera comunidad cristiana.

Pienso que es inútil que les demos más vueltas a los textos bíblicos, como también es inútil que sigamos con una exégesis bíblica, o cierta especulación teológica, demasiado preocupada por Jesús, como si no hubiera hecho suficiente, y harto olvidada de lo que los cristianos hoy debemos hacer por la comunidad humana.

Siempre nos acecha el peligro de esconder nuestra pereza o el temor a comprometernos detrás de mucha liturgia y de mucha reflexión religiosa, de bellas palabras y elaborados conceptos que nos hacen hablar mucho, muchísimo, de Jesús de Nazaret y su sacrificio redentor, cuando los hombres de hoy nos preguntan sobre nosotros "iglesia de Dios, pueblo santo que él llamó, consagrados por Jesucristo" (segunda lectura), y cuál es la ofrenda que hacemos, cuál nuestra cuota de sudor, sangre y lágrimas por esta tierra, que aún gime por su liberación con angustiosos dolores de parto.

No nos quedemos con las palabras ni con las puras fórmulas. Nadie llamó «cordero» a Martín Lutero King cuando dio su vida por la libertad de los negros, y hasta en muchos lugares tal palabra hubiera sido poco adecuada y hasta ofensiva... Pero ¿no fue su lucha no-violenta y su vida totalmente sacrificada una moderna expresión de los textos que hoy ocupan nuestra atención? Sintetizando: el símbolo «cordero» alude a un modo de ser de todo el pueblo de Dios que se ofrece a sí mismo como servicio a la causa de la salvación universal de los pueblos.

Así, el pueblo de Dios, en cuanto "cordero":

--se siente elegido y llamado por Dios para una misión concreta y original;

--no apela a la violencia, al odio ni a la agresión para lograr sus objetivos;

--se siente solidario con toda la raza humana, y aunque desarrollare su actividad en un lugar determinado, lo hace como parte de la gran familia humana;

--ofrece libremente su cuota de sacrificio por los demás, aunque no siempre los resultados y el éxito redunden en propio provecho;

--al actuar de esta forma, no hace más que continuar en el tiempo y en el espacio la misma misión de Jesús, el Cordero de Dios, muerto en la cruz para que muchos tengan vida.

3. Quitar el pecado del mundo P-MUNDO

Lo que dijimos anteriormente sobre las palabras-fórmulas y su variado significado, vale en modo especial para el tan manoseado y desprestigiado vocablo: pecado. Una palabra que en la mayoría de nuestros contemporáneos sugiere leyes prohibitivas especialmente sobre la vida sexual, prohibiciones y castigos, confesión e infierno...

Es posible, por todo ello, que quizá sea útil o conveniente no abusar más de este vocablo, procurando encontrar otro que responda, eso sí, al primitivo concepto de "pecado", tal como aparece en el texto y en el contexto de los escritos nuevotestamentarios.

Observemos, en primer lugar, que el texto de Juan habla del "pecado del mundo" y no de los pecados de los hombres. La distinción es importante:

Todos los hombres, quienes más quienes menos, cometemos pecados, es decir, faltas contra ciertos principios que regulan nuestra vida, sea a nivel individual, sea a nivel social. La lista de estos pecados puede variar según las épocas y según las costumbres de los pueblos.

Así hay pecados contra las costumbres sociales, contra las leyes civiles o contra las normas éticas o religiosas.

Tiempo atrás, y de esto no hace tanto tiempo, los cristianos tenían esclavos y no consideraban como pecado lo que para nosotros constituiría una costumbre bárbara y horrible; vestirse de determinada forma también podía ser pecado, mientras hoy puede constituir una forma elegante de presentarse en sociedad; comer antes de comulgar o faltar a la misa dominical fue serio cargo de conciencia hasta hace poco, y poco o nada nos dice a nosotros, etc.

Por lo que se deduce del texto y de otros más, Jesús no vino para dar nuevas listas de pecados ni para perseguir a los pecadores; aceptó por lo general las normas de su sociedad judía y se adaptó a ellas, no sin hacer notar cómo muchas de ellas eran un serio obstáculo para que el hombre creciera en dignidad (piénsese en la ley del sábado, de los ayunos y de purificaciones de manos, etc.).

En esto se mostró un hombre maduro, sensato y de gran sentido común. No fue un anarquista ni tampoco un obsecuente con el régimen imperante.

Su gran preocupación fue, en cambio, erradicar el pecado del mundo. El pecado, en singular, parece referirse a esa fuerza poderosa que lleva a los hombres al camino de la injusticia, del odio, de la violencia, de la opresión. Jesús va al fundamento de los actos del hombre: su corazón. Y en él ve dos aspectos: la luz y las tinieblas. O dicho con palabras modernas, dos instintos muy fuertes: el que nos impulsa hacia la vida, hacia el amor, y el que nos pretende atrapar entre los cerrojos de la muerte: la muerte del espíritu... cuya consecuencia última es la desintegración de todo el ser.

Basta leer los periódicos del día para convencernos de que estas dos fuerzas poderosas rigen la existencia de los hombres. Sólo hay dos alternativas: vivir o morir. Ambas palabras no se refieren al puro proceso biológico, sino a un modo de existencia. Es vida: la paz consigo mismo, la mutua colaboración, la paz entre los pueblos, la comprensi6n entre las razas, la justicia equitativa; la alegría de un hijo, el afecto de una esposa, la amistad de un compañero de trabajo.

Es muerte: el odio, la envidia ciega, la depresión y el hastío de vivir, la opresión de los hermanos, la rivalidad que no mira medios ni métodos; en fin: todo eso que hoy cubrimos con el término ambiguo de «corrupción».

Muchos han sintetizado estas dos fuerzas en otras dos palabras: amor y egoísmo. Filósofos, psicólogos, antropólogos, sociólogos, teólogos, educadores, políticos... tratan de ahondar en esta misteriosa pareja que comanda la historia de los hombres en una lucha que comenzó con el primer hombre y que, se supone, terminará con el último.

Si siempre los hombres descubrieron en su interior estas dos fuerzas, no siempre fueron los mismos los frutos que éstas produjeron:

Así los frutos de la Vida se llamaron: piedad, caridad, salvación, orden...; como también: progreso, libertad, responsabilidad, adultez, justicia social, democracia, etcétera. Y los frutos de la Muerte se denominaron: apostasía de la fe, homicidio, desobediencia, lujuria; o bien: opresión, esclavitud, guerra, subdesarrollo, totalitarismo, etcétera. Si estas anteriores reflexiones tienen cierta validez, no se nos hace difícil extraer algunas conclusiones de la frase evangélica que escuchamos en todas las misas antes de la comunión: Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo...

Si el cordero es todo el cuerpo de Cristo, la comunidad cristiana, que se siente solidaria con todos los hombres, llamada a trabajar y luchar por los hombres, para los hombres, e incluso en lugar de los hombres que no lo hacen o que se niegan a hacerlo..., la segunda parte de la frase sintetiza con una antigua expresión cuál es el enemigo contra el que se ha de combatir: el pecado del mundo.

Los cristianos estaremos allí donde la fuerza de la muerte ejerce poder sobre los hombres. Objetivo de la lucha: la Vida...

No por nada se nos recuerda la frase del Bautista antes de comulgar: quienes pretenden unirse a Jesús en la comunión, deben hacer suyos los sentimientos y actitudes de Jesús: servir a los hombres en la secular lucha contra la Muerte bajo cualquiera de sus formas. Erradicar la muerte del mundo es la ambiciosa tarea del cristianismo...

Sólo le resta a cada comunidad descubrir cómo obra la muerte en este hoy y aquí que le toca vivir, y si está dispuesta y sin perder el tiempo en divagaciones disfrazadas de «reflexiones», a hacer su ofrenda en la mesa del Señor:

Aquí está tu siervo, dispuesto a ofrecerse como «cordero» para erradicar el pecado-muerte del mundo...

SANTOS BENETTI
CRUZAR LA FRONTERA. Ciclo A.1º
EDICIONES PAULINAS.MADRID 1977.Págs. 192 ss.


15. P/CASTIGO:

UN GRAVE MALENTENDIDO
el que quita el pecado

Son bastantes los cristianos que llevan en el fondo de su alma la caricatura de un Dios desfigurado que tiene muy poco que ver con el verdadero rostro del Dios que se nos ha revelado en Jesús.

Dios sigue siendo para ellos el tirano que impone su voluntad caprichosa, nos complica la vida con toda clase de prohibiciones y nos impide ser todo lo felices que nuestro corazón anhela.

Todavía no han comprendido que Dios no es un dictador, celoso de la felicidad del hombre, controlador implacable de nuestros pecados, sino una mano tendida con ternura, empeñada en "quitar el pecado del mundo".

Son bastantes los cristianos que necesitan liberarse de un grave malentendido. Las cosas no son malas porque Dios ha querido que sean pecado. Es, exactamente, al revés. Precisamente porque son malas y destruyen nuestra felicidad, son pecado que Dios quiere quitar del corazón del mundo.

A los hombres se nos olvida, con frecuencia, que, al pecar, no somos sólo culpables sino también víctimas.

Cuando pecamos, nos hacemos daño a nosotros mismos, nos preparamos una trampa trágica pues agudizamos la tristeza de nuestra vida, cuando, precisamente, creíamos hacerla más feliz.

No olvidemos la experiencia amarga del pecado. Pecar es renunciar a ser humanos, dar la espalda a la verdad, llenar nuestra vida de oscuridad. Pecar es matar la esperanza, apagar nuestra alegría interior, dar muerte a la vida. Pecar es aislarnos de los demás, hundirnos en la soledad, negar el afecto y la comprensión. Pecar es contaminar la vida, hacer un mundo injusto e inhumano, destruir la fiesta y la fraternidad.

Por eso, cuando Juan nos presenta a Jesús como "el que quita el pecado del mundo", no está pensando en una acción moralizante, una especie de «saneamiento de las costumbres».

Está anunciándonos que Dios está de nuestro lado frente al mal. Que Dios nos ofrece la posibilidad de liberarnos de nuestra tristeza, infelicidad e injusticia. Que, en Jesús, Dios nos ofrece su amor, su apoyo, su alegría, para liberarnos del mal.

El cristianismo sólo puede ser vivido sin ser traicionado, cuando se experimenta a Jesucristo como liberación gozosa que cambia nuestra existencia, perdón que nos purifica de nuestro pecado, respiro ancho que renueva nuestro vivir diario.

JOSE ANTONIO PAGOLA
BUENAS NOTICIAS
NAVARRA 1985.Pág. 65 s.

HOMILÍAS 15-20