SAN AGUSTÍN COMENTA EL EVANGELIO

 

Jn 1,29-34: No es así como se interroga por las cosas eternas

El Espíritu Santo descendió sobre él en forma de paloma. Entonces se manifestó más plenamente al mismo Juan la flor de la santidad en forma de paloma, forma de simplicidad e inocencia. De esa manera se cumplió el texto: Y sobre él florecerá mi santificación (Sal 131,18). Yo -dijo- no lo conocía. Pero quien me envió a bautizar en agua me dijo: «Aquel sobre quien veas que desciende el Espíritu Santo y que repose sobre él, ése es quien bautiza en el Espíritu Santo». Y yo -dijo- doy testimonio de lo que vi, que él es el elegido de Dios (Jn 1,33-34). ¿De quién da testimonio? De aquel sobre quien vio la santificación del Padre. ¿De dónde vio descender al Espíritu Santo? Pues nunca se alejó el Espíritu Santo del Hijo, ni el Hijo del Espíritu, ni el Hijo del Padre, ni el Padre del Hijo, ni el Espíritu del Hijo y del Padre; pero estas cosas se comprenden con la mente purificada, distintamente a como se manifiestan a los ojos.

El Padre no es anterior al Hijo en el tiempo, ni el Hijo sigue temporalmente al Padre, puesto que allí no existe tiempo alguno. El Padre, y el Hijo, y el Espíritu Santo son un solo Dios, creador de los tiempos. Allí no hay posibilidad de decir: «El Padre es anterior, y el Hijo es posterior». Desde el momento en que él es el Padre, desde ese momento existe el Hijo. Investiga desde cuándo es Padre. Trasciendes con el pensamiento la tierra, el cielo, los ángeles, las cosas visibles, las invisibles y la creación entera; luego preguntas: «¿Desde cuándo comenzó a a ser Padre?». No es así como se interroga por las cosas eternas. No preguntes desde cuándo sino a lo que tiene comienzo. No preguntes desde cuándo a aquel de quien toma comienzo cuanto ha comenzado y que no tiene comienzo de nadie, porque no lo tiene en absoluto.

Como el Padre no tiene comienzo, así tampoco el Hijo, pero el Hijo es el resplandor del Padre. El resplandor del fuego existe desde el momento en que existe el fuego, y el resplandor del Padre desde que existe el Padre. ¿Desde cuándo existe el Padre? Desde siempre y por siempre. Así, pues, también el resplandor del Padre existe desde siempre y por siempre; y, con todo, puesto que es su resplandor, su Hijo tampoco comenzó con el tiempo en el ser engendrado por el Padre. ¿Quién puede ver esto? Lima tu corazón, sacude el polvo, lava la mancha. Sea curado y sanado cuanto perturba la mirada interior, y aparecerá lo que se dice y se cree antes de ser visto.

Ahora, hermanos, lo creemos. ¿Qué creemos? Que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no se anteceden en el tiempo. Aunque el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no se anteceden en tiempo alguno, no he podido nombrar al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo sin que estos nombres retuviesen el tiempo y fuesen retenidos por él. El Padre no es anterior, ni el Hijo posterior, y, sin embargo, no he podido no decir uno antes y otro después, y todas las sílabas ocuparon su propio tiempo, y la segunda no pudo sonar en mis palabras hasta que no pasó la primera. Pasó tiempo al pronunciar mis sílabas para expresar lo que no tiene tiempo.

Por tanto, hermanos míos, cuando aquella Trinidad se manifestó sensiblemente en la carne, apareció la Trinidad entera en el río en que Juan bautizó al Señor. Una vez bautizado, salió del agua, descendió la paloma y sonó la voz desde el cielo: Éste es mi Hijo amado, en quien me he complacido (Mt 3,17). El Hijo se manifiesta en el hombre; el Espíritu en la paloma; el Padre en la voz. Algo inseparable se ha manifestado separadamente; supuesto el caso de que pueda hablarse de cosa y no más bien de la causa de todas las cosas, y eso si se puede hablar de causa. ¿Qué es lo que decimos, cuando hablamos de Dios? Hablamos de él, y lo permite él mismo, que no es como se le piensa y del que no puede hablarse ni siquiera en el modo como se le piensa. Mas he aquí que en atención a los hombres, hermanos, se manifestó sirviéndose de una paloma, y así se cumplió: Sobre él florecerá mi santificación. Florecerá, se dijo; esto es, se manifestará claramente, pues nada hay más resplandeciente y más visible en un árbol que su flor. ¡Ea!, hemos llegado ya a las últimas palabras de la antífona: Sobre él florecerá mi santificación.

Sermón 308 A, 4-5