MARÍA AL PIE DE LA CRUZ

M/MADRE-DE-LA-I  M/VIERNES/SANTO 

La alejada  Ciertamente es misteriosa la presencia de María en este momento. Desde el punto de  vista humano y sentimental era cruel haberla conducido allí. Cruel para los dos. La  presencia de la madre en la cruz era una doble fuente de dulzura y dolor. Para Cristo tuvo  que ser un serenante consuelo sentirse acompañado por ella, ver desde la cruz  tangiblemente el primer fruto purísimo de su obra redentora. Pero también fuente de enorme  dolor compartir el dolor de su madre. El que ama -escribe Journet- cuando descubre el eco  de su propio sufrimiento en el ser amado, siente desgarrarse nuevas regiones en su  corazón. El dolor se multiplicaba así, como la imagen en una galería de espejos. Pero el misterio es otro. Durante toda su vida pública, Jesús había mantenido  voluntariamente lejos a su madre de todas sus tareas. Lo había hecho incluso con formas  que a nosotros nos suenan a ariscas.

Este voluntario alejamiento comenzó en la misma infancia. Después de haberse unido a  ella inextricablemente con los lazos de la encarnación, había comenzado enseguida a  «arrancarse» de ella para entregarse únicamente a su Padre de los cielos, aunque esto  supusiera dejarla confusa y desolada: ¿Por qué me buscabais? -le dice al perderse en el  templo a los doce años- ¿No sabíais que yo debo ocuparme en las cosas de mi Padre? Se  diría que le molestaba el ser buscado por María y por José. Y la respuesta debió de  sonarles tan extraña que el evangelista apostilla: Ellos no entendieron lo que les decía (Lc  2, 49-50).

Mas tarde, un día en que Jesús predicaba a las turbas, alguien le avisa que están ahí su  madre y sus parientes, y el Maestro vuelve a tener una respuesta desconcertante:  ¿Quiénes son mi madre y mis hermanos? Y señalando a quienes le escuchan añade: Estos  son mi madre y mis hermanos. Todo el que hace la voluntad de mi Padre, ése es mi madre  y mi hermano (Mc 3, 32-35).

Que para ser madre de Jesús hay que hacer la voluntad de Dios, María lo sabía ya  desde el día de la anunciación. Y lo había practicado. Pero lo que aún le faltaba por  aprender experimentalmente es que -como explica Journet- la voluntad de Dios es una  voluntad separante, una voluntad que distanciará a la madre del hijo en la vida, lo mismo  que, en la muerte, arrancaría al Hijo del Padre.

Por eso es asombrosa esta proximidad a la hora de la cruz. Este Jesús que ha mantenido  lejos, a raya diríamos, a su madre a las horas del gozo ¿por qué la quiere próxima ahora, en  el tiempo del dolor? Evidentemente esta presencia tiene algún sentido mayor que el de la  pura compañía. Debe de haber alguna razón teológica para esta «llamada». Algún sentido  ha de tener esta vertiginosa e inesperada manera de introducir a María en el mismo  corazón del drama de la redención del mundo.

La hora de Caná 

Podemos comenzar a vislumbrar el sentido del problema si pensamos que es Juan quien  nos trasmite las dos palabras solemnes que Jesús dice a su madre, una en Caná de  Galilea, al comienzo de su vida pública, otra en la cruz, al final de la misma. El parentesco  entre ambas frases es demasiado evidente como para que no pensemos que el evangelista  ha querido unirlas místicamente. Son dos palabras que sólo pueden entenderse leyéndolas  juntas.

El diálogo de Caná asombra a cualquiera que lo lea ingenuamente. María, con sencillez  de mujer y de madre, trata de resolver el problema de unos novios y pide a su hijo que  intervenga, probablemente sin medir que, con ello, entra en los altos designios teológicos  de su hijo. Y la respuesta de Jesús es casi violenta, rechazante. Después el hijo hará lo que  la madre le pide, pero no sin haber marcado antes las distancias: ¿Qué tenemos que ver tú  y yo, mujer? Aún no ha llegado mi hora (/Jn/02/03). La respuesta tuvo que desgarrar, en  cierto modo, el corazón maternal. No pudo entender entonces el vertiginoso sentido de esas  palabras con las que estaba citándola en el Calvario. Está pidiéndola que salga del campo  de las inquietudes terrestres -por importantes y dolorosas que sean- y entre en el plan de  las cosas del Padre. En el plan en el que el hijo vive y en el que la madre tiene también una  misión de primera importancia. Jesús concederá el milagro, pero con él anticipará la hora de  la separación entre la madre y el hijo. Con este milagro comenzará su vida pública y se  desencadenará el odio de sus enemigos. Anticipará la «hora», que para Jesús no es otra  que la de su muerte.

/Jn/19/25-26:En esa «hora» es cuando María será verdaderamente importante. Entonces  descenderá sobre ella una palabra dedicada a su más íntimo corazón de madre, que se  verá misteriosamente ensanchado. Si Cristo ha elegido la vocación de sufrir y morir por la salvación del mundo, es claro que  cuantos, a lo largo de los siglos, le estarán unidos por amor, tendrán que aceptar, cada uno  en su rango y función, esa misma vocación de morir y sufrir por esa salvación. Y. si un  miembro de Cristo, huye de esa función, falta algo, no sólo a ese miembro, sino, como  explicaría san Pablo, a la misma pasión de Cristo, pasión que pide como explica Journet  -ser prolongada en la com-pasión corredentora de todos los miembros de Cristo. Este es el  misterioso sentido de la frase de san Pablo a los colosenses: Suplo en mi carne lo que falta  a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo que es la Iglesia ( 1 24).

Aquel pequeño grupo al pie de la cruz, aquella Iglesia naciente, estaba, pues, allí por algo  más que por simples razones sentimentales. Estaba unida a Jesús, pero no sólo a sus  dolores, sino también a su misión. Y, en esta Iglesia, tiene María un puesto único. Hasta entonces ese puesto y esa misión  habían permanecido como en la penumbra. Ahora en la cruz se aclararán para la eternidad.  Por eso la alejada será traída a primer plano. Esta es la hora, este el momento en que  María ocupa su papel con pleno derecho en la obra redentora de Jesús. Y entra en la  misión de su hijo con el mismo oficio que tuviera en su origen: el de madre.

Es evidente que, en la cruz, Jesús hizo mucho más que preocuparse por el futuro material  de su madre, dejando en manos de Juan su cuidado. La importancia del momento, el juego  de las frases bastarían para descubrirnos que estamos ante una realidad más honda. Si se  tratara de una encomienda solamente material sería lógico el «he ahí a tu hijo». María se  quedaba sin hijo, se le daba uno nuevo. Pero ¿por qué el «he ahí a tu madre»? Juan no  sólo tenía madre, sino que estaba allí presente. ¿Para qué darle una nueva? Es claro que  se trataba de una maternidad distinta. Y también que Juan no es allí solamente el hijo del  Zebedeo, sino algo más.

Ya desde la antigüedad, los cristianos han visto en Juan a toda la humanidad  representada y, más en concreto, a la Iglesia naciente. Es a esta Iglesia y a esta humanidad a quienes se les da una madre espiritual. Es esta  Virgen, envejecida por los años y los dolores, la que, repentinamente, vuelve a sentir su  seno estallante de fecundidad.

Ese es el gran legado que Cristo concede desde la cruz a la humanidad. Esa es la gran  tarea que, a la hora de la gran verdad, se encomienda a María. Es como una segunda  anunciación. Hace treinta años -ella lo recuerda bien- un ángel la invitó a entrar por la  terrible puerta de la hoguera de Dios. Ahora, no ya un ángel, sino su propio hijo, le anuncia  una tarea más empinada si cabe: recibir como hijos de su alma a quienes son los asesinos  de su primogénito.

Y ella acepta. Aceptó, hace ya treinta años, cuando dijo aquel «fiat», que era una total  entrega en las manos de la voluntad de Dios. De ahí que el olor a sangre del Calvario  comience extrañamente a tener un sabor de recién nacido; de ahí que sea difícil saber si  ahora es más lo que muere o lo que nace; de ahí que no sepamos si estamos asistiendo a  una agonía o a un parto. ¡Hay tanto olor a madre y a engendramiento en esta dramática  tarde...! 

J. L. MARTÍN DESCALZO
/1-3.Págs. 338-341