CARTA DEL ARZOBISPO

El domingo es el único día de la semana que tiene nombre cristiano, pues viene del latino Dominus, Señor, atribuido, en exclusiva y con mayúscula, a nuestro Señor Jesucristo, a partir de su resurrección. "Tenga por cierto la Casa de Israel, dijo san Pedro el día de Pentecostés, que Dios ha hecho Señor y Cristo a ese Jesús a quien vosotros habéis crucificado". No contentos con esto, los apóstoles y las primeras comunidades convirtieron en fiesta propia el día de la Resurrección, llamaron de inmediato el "Día del Señor" (dies dominicus) y lo colocaron en el calendario lunar como el primero de la semana. Dies dominica, día dominical, que sustantivado y remodelado por la semántica castellana, cristalizó para nosotros en el Domingo, sin más.

Total, que la fiesta mayor de los cristianos es la Resurrección de Jesús; que la conmemoramos en el mismo día en que ocurrió; que la situamos al comienzo de la semana y la celebramos con júbilo cincuenta y dos veces al año. Claro está que el de Pascua es el Domingo por antonomasia, del que toman nombre y sentido, de cuya luz son reflejo, todos los Domingos del año.

A qué tanta fiesta? Pues, muy sencillo. Si Jesús de Nazaret, hijo de María y sedicente Mesías de Israel, que pasó haciendo el bien, consolando y sanando a todos, anunciando el Evangelio del Reino, realizando prodigios admirables, proclamando la liberación total del pecado y de la muerte; que abrió para la humanidad una patria gloriosa y definitiva; si este enviado de Dios quedó enterrado para siempre en la cámara sepulcral de José de Arimatea, díganme ustedes que no es vana nuestra fe e inútil la predicación de veinte siglos.

Un mundo sin la resurrección?

Cómo, en ese supuesto, habría transcurrido la historia posterior de la humanidad? Ni cristianismo ni Iglesia, ni humanidad redimida Ahí os quedáis, como ciegos, adorando a muñecos! Y en el plano personal, imagine cada cristiano su historia espiritual: Ni Padre providente, ni Cristo resucitado, ni Virgen María, sin bautismo, eucaristía ni penitencia. No habrían existido san Pablo, san Agustín, san Francisco, santo Tomás de Aquino, santa Teresa, ni nuestra historia cristiana familiar y personal. Imposible, espantoso, imaginar un mundo sin cristianismo.

Todo cambió grandiosamente de rumbo, la historia dio un gran vuelco hacia arriba, cuando en la amanecida purísima del día de Pascua se alzó con el poder de Dios la firme losa del sepulcro e irguiose, potente y glorioso como un gigante vencedor, el Señor resucitado, dándoles la razón a los profetas, llenando de sentido a sus parábolas, dando cumplimiento a sus promesas, empujando hacia adelante el futuro de la humanidad. El Señor ha resucitado!, gritaron primero las santas mujeres, luego Pedro y Juan, al final todos los apóstoles, incluido el tozudo Tomás y los colistas de Emaús. Que vengan Handel y entone el Aleluya, Wagner con el coro de los Peregrinos, Verdi con la marcha triunfal, con Nabucco y el Coro de los Esclavos. Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas.

Testigos poderosos

Y por qué creemos en todo esto? Pues, miren ustedes, porque de alguna manera y por gracia inefable todo creyente cristiano ha experimentado de algún modo, en la verdad más íntima de su ser, la luz de la resurrección de Cristo. Nos fiamos de los testigos que trataron con él en directo en los cuarenta días que permaneció resucitado en la tierra. Tenemos por veraces estos testimonios:

El de Pedro:

"Nosotros somos testigos de todo lo que hizo en Judea y en Jerusalén. Lo mataron colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver, no a todo el pueblo, sino a los testigos que Él había designado: a nosotros, que hemos comido y bebido con Él después de su resurrección" (Hech. 10,39-41).

El de Juan:

"Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplaron y palparon nuestras manos del Verbo de la vida... la vida eterna que estaba en el Padre y se nos manifestó... os lo anunciamos a vosotros para que vosotros viváis también en comunión con nosotros. Y esta comunión nuestra es con el Padre y con nuestro Señor Jesucristo" (I Jn. 1. 1-3).

El de Pablo:

"Desde luego os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y resucitó al tercer día, según las Escrituras, y que se apareció a Pedro y luego a los doce. Se apareció también a más de quinientos hermanos de una vez, de los que la mayoría viven todavía, otros murieron. Luego se apareció a Santiago, después a todos los apóstoles, y después de todos, como a un abortivo, también se me apareció a mí." (I Cor 15, 3-9).

A los testigos se les cree, o no se les echa cuentas, según la confianza que merecen, según el índice de credibilidad que se les reconoce. Ni a los testigos directos de entonces ni a los que hoy intentamos serlo, les han hecho mucho caso una buena parte de sus oyentes. Rozamos el misterio de la fe, que tiene otros componentes, en los que no me paro aquí. Quisiera hacerlo después.

El sello del martirio

Digo ahora que a los estudiosos del Nuevo Testamento y a los espíritus con auténtica inquietud religiosa, que releen las escenas evangélicas del resucitado, los Hechos de los Apóstoles y las Cartas de san Pablo, lo que más suele convencerles y más les llega al corazón es la llamarada de fe que estalló en el mundo con el cambio radical de aquellos primeros testigos, que apostaron con su vida entera por el Señor resucitado y sellaron, por millares, ese testimonio con el derramamiento martirial de su sangre.

La vida, el mensaje evangélico, la pasión salvadora, la muerte en la cruz y, más que nada, la resurrección definitiva de Jesús, son oferta de salvación para cuantos quieran acogerla. Quienes, sin méritos propios, gozamos del don de la fe, sabemos del impacto, la fuerza, la claridad, la paz, la esperanza que empapan todo nuestro ser, cuando, por el sacramento del perdón, el pan de la Eucaristía, la oración contemplativa, la aceptación de la cruz, la comunión con los hermanos y el acercamiento existencial a los pobres, conseguimos hacer nuestra la experiencia pascual de Jesús.

La resurrección es cosa de todos. A pesar de nuestra poca fe, somos legión los convencidos de que Cristo Jesús con su muerte destruyó nuestra muerte y con su resurrección nos devolvió la vida. Y así, aunque la certeza de morir nos entristece, nos consuela la esperanza de nuestra feliz resurrección. "El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el día final" (Jn. 6,14).

Lo cierto es que ya hemos resucitado. El bautismo, la fe, la pertenencia a la Iglesia son en nosotros semillas de resurrección, fuentes de agua viva, que manan hasta la vida eterna. Intentamos, por ello, vivir como cristianos resucitados y no como creyentes mortecinos. Me pregunto entonces: Si mi fe me remite a los primeros testigos de la Resurrección, en los que creo y de los que me fío, no habrá alguien por ahí que esté necesitando mi testimonio como yo del de aquellos? Mas, nada de ponerse tristes porque estamos en el Día de Pascua.

+ Antonio ·Montero-ANTONIO
Arzobispo de Mérida-Badajoz