EL CANTO DE MOISÉS Y LA VIGILIA PASCUAL

J. DANIELOU

"Dichoso aquel que comprende el significado de los cantos escribe Orígenes, puesto que nadie canta si no está en fiesta; pero dichoso aún más quien canta el canto de los cantos. Antes es preciso salir de Egipto para poder entonar el primero de los cantos: Cantad a Yavé, que se ha mostrado de modo glorioso"1. Podría pensarse que la idea de agrupar los cantos del Antiguo Testamento en una especie de escala progresiva que marca a un mismo tiempo las etapas de liberación de la humanidad y el rescate del alma sea una invención genial, pero caprichosa, del gran alegorista alejandrino. Pero la razón de haberle aducido es el testimonio que él mismo nos da de un uso litúrgico anterior a él.

El canto del Éxodo formaba parte, sin duda alguna, de la pascua judía. De ella pasó a la liturgia de la primitiva Iglesia. Zenón de Verona nos lo asegura ya en el siglo IV. Baumstark piensa que formaba parte, junto con el cántico de los tres jóvenes, del núcleo primitivo de la vigilia pascual. Por eso la Iglesia, con un instinto seguro, en la reciente reforma litúrgica del oficio de la vigilia pascual lo ha mantenido, justificando el que, a imitación de Orígenes, busquemos en el cántico de Moisés la expresión de la alegría del pueblo de Dios ante el misterio pascual de la salvación de las naciones.

*****

«Antes es preciso salir de Egipto...» El primer cántico es el del éxodo. El Antiguo Testamento nos muestra el bosquejo de las grandes obras de Dios, el Nuevo nos anuncia su cumplimiento, la Iglesia nos presenta su resonancia actual. El Éxodo es una de las obras más importantes realizadas por Dios. Es propiamente un misterio de liberación. No es sino un aspecto de la pascua, pues la pascua encierra en sí misma todo el misterio cristiano: es creación y liberación, expiación y purificación. El canto del éxodo no exalta más que un aspecto particular: el de la liberación del pueblo de Dios, cautivo de las fuerzas del mal. Este misterio del Dios libertador reaparece en todos los niveles de la historia de la salvación, como un sonido que se prolonga en ecos cada vez más profundos. A orillas del mar Rojo es liberación de Israel perseguido por el ejército del faraón; a orillas de las aguas profundas de la muerte es liberación de Cristo cautivo del príncipe de este mundo; a orillas de las aguas del bautismo es liberación del pagano, cautivo de los poderes de la idolatría, misterio misional, entrada en la Iglesia, edificación del cuerpo místico; a orillas del mar de cristal mezclado de fuego, que nos describe el Apocalipsis, es liberación escatológica de los cautivos de la bestia: la muerte. Y siempre, tras la otra orilla, tras haber escapado milagrosamente de la persecución del enemigo, el pueblo de los rescatados entona el cántico triunfal.

El pueblo de Israel, guiado por la columna de nube, huía de la tiranía egipcia. El faraón y sus carros de combate salen en su persecución. El pueblo llegó al mar. El camino estaba cortado. Se encontraban abocados o a un total aniquilamiento o a una nueva servidumbre. Situación trágica de un ejército acorralado junto al mar hasta el punto de ser destruido o capturado. Es menester subrayar fuertemente este carácter desesperado de la situación, ya que ello da todo el sentido al episodio. En efecto, precisamente en el momento crítico en que se encontraban con imposibilidad absoluta de poder salvarse por sí solos es cuando el poder de Dios realiza lo que para el hombre era imposible:

«Moisés extendió su mano sobre el mar e hizo soplar Yavé sobre el mar toda la noche un fortísimo viento solano. Los hijos de Israel entraron por el medio del mar y las aguas formaban una muralla a derecha e izquierda. Los egipcios los seguían y entraron detrás en medio del mar. Moisés extendió ahora su mano, y las aguas, reuniéndose, cubrieron los carros, los caballeros y toda la armada del faraón, de tal forma que no escapó ni uno solo» (Ex 14, 21-28).

Esta acción de Dios librando a su pueblo de una situación desesperada será a través de los siglos el mayor recuerdo de la historia de Israel:

«¿No eres tú quien secaste el mar, las aguas del profundo abismo, y tornaste las profundidades del mar en camino para que pasasen los redimidos?» (Is 51,10).

Después, al contemplar al alba, tras la noche trágica y prodigiosa, los cadáveres de los egipcios llevados por las olas a la orilla, Moisés y los israelitas improvisaron el canto del éxodo:

«Cantaré a Yavé, que se ha mostrado sobre modo glorioso. El arrojó al mar al caballo y al caballero. Yavé es mi fortaleza y el objeto de mi canto. Él ha sido mi salvador...»

María, la profetisa, hermana de Aarón, toma en sus manos un tamborín y todas las mujeres la siguen tocando y danzando. María respondía a los hijos de Israel

«Cantad a Yavé, que se ha mostrado sobre modo glorioso. Él arrojó al mar al caballo y al caballero...»

A orillas del mar Rojo se formó la primera liturgia pascual. Dom Winzem ha podido escribir que «en esta hora nació el oficio divino». Ciertamente se trata de una verdadera liturgia. El coro de las mujeres, repitiendo el estribillo, alterna con el de los hombres, que canta las estrofas. Nosotros lo cantamos todavía en la vigilia pascual, y resonará en adelante, a través de toda la historia de la salvación, en todas las pascuas. Hay algo de extraordinario en esta continuidad, y la liturgia aparece aquí como maestra de doctrina. Nos muestra la fidelidad de Dios que salva a su pueblo.

Si la travesía del mar Rojo es una obra admirable de Dios, el Antiguo Testamento nos muestra que Dios realizará en el futuro una obra de liberación mucho más admirable todavía. El mensaje específico del Antiguo Testamento consiste en anunciarnos este suceso. Es esencialmente profecía. Recoge los acontecimientos pasados únicamente para fundamentar nuestra esperanza en los acontecimientos futuros, y no para que nos desesperemos en la nostalgia de un pasado perdido irremediablemente o imposible de revivir más que por un mero volver hacia atrás. He aquí una diferencia fundamental entre el libro santo de los judíos y los de las religiones naturales. Éstos tienen como objeto siempre el mito original, que subsiste en un tiempo arquetipo y en el que el hombre, arrastrado por la ola del tiempo profano, se esfuerza por participar, en virtud de esos mismos ritos que renuevan las fuerzas de la vida, en las fuentes mismas de la creación primera.

Pascua ha sido el aniversario de la travesía del mar Rojo: era una primera liberación y una gran obra de Dios; pero la liberación nueva que había de realizarse al fin de los tiempos es tanto más gloriosa cuanto que pascua no será en adelante para nosotros sino el memorial de la resurrección de Cristo. En cierto sentido podemos decir que pensamos más en la antigua alianza. Cuando el sol domina el horizonte, escribía san Basilio, no hay necesidad de lámparas. Con todo, siempre es bueno volver sobre esos esbozos de la ley antigua ya que nos ayudan a comprender mejor el sentido de unas acciones mucho más admirables, las de la ley nueva. Además, por el contraste que nos ofrecen entre sí, nos permiten captar mejor su grandeza.

Por eso, he aquí lo que en el corazón mismo del Antiguo Testamento anunciaba Isaías, profeta del nuevo éxodo:

«Así habla Yavé que abre un camino en las nubes, un sendero en las aguas poderosas. No os acordéis más. de los acontecimientos pasados y no consideréis ya más las cosas de otro tiempo: he aquí que voy a hacer una maravilla nueva» (Is 43, 16-19).

Es cierto que la travesía del mar Rojo fue una maravilla, pero la maravilla nueva que Dios va a realizar es tal que ya aquélla no se recordará más. En seguida Isaías nos muestra la nueva creación oscureciendo el resplandor de los primeros cielos, de la primera tierra. En estos mismos términos nos dice lo mismo el nuevo éxodo.

Esta liberación nueva y definitiva, se realizó en la resurrección de Cristo, llevada a cabo en la misma noche en que Dios libró a su pueblo del poder de los egipcios. El mensaje del Nuevo Testamento no es precisamente enseñarnos y mostrarnos una liberación más extraordinaria que la del éxodo. El Antiguo Testamento sería ya suficiente para eso. El auténtico mensaje del Nuevo Testamento consiste en hacernos saber que esta liberación se ha cumplido ya. Una sola palabra resume el Nuevo Testamento: «hodie». «Hoy estarás conmigo en el paraíso.» El objeto que persiguen los evangelistas es precisamente el mostrarnos que el futuro escatológico, la liberación futura anunciada por el profeta se ha cumplido ya. Jalonan la vida de Cristo los símbolos del éxodo: la serpiente de bronce, la roca de aguas vivas, el maná celestial, la columna luminosa.

Esta liberación, sin embargo, es de mayor envergadura que la del éxodo. Entonces se trataba solamente del pueblo judío cautivo de los paganos; aquí se trata de la humanidad entera cautiva de las fuerzas del mal, de lo que llamamos el pecado original. De igual modo que el pueblo de Israel se encontraba en una situación desesperada, aquí es la humanidad toda la que se encuentra en esa misma situación. Lo más grave es que no puede salir de ese apuro por sí sola. No hay salvación del hombre por el hombre. El hombre es presa de la muerte, privado de la gracia de Dios en su alma, de la vida de Dios en su cuerpo. El mal no es un problema en el que el hombre haya tomado parte. Existe un misterio del mal, raíz venenosa de la que ese mal pulula sin cesar y a donde es incapaz de llegar la industria humana.

Uno solo ha sido el que ha llegado a la raíz de las cosas y curado el mal oculto en su origen: Aquel que en la noche del viernes santo bajó al reino de la muerte para destruir su poder y rescatar a cuantos ésta tenía bajo su dominio. Cuando Cristo muere sobre la cruz la tarde del viernes santo parece como si la noche cayera definitivamente sobre el mundo, como si toda esperanza fuera en adelante vana, como si la muerte hubiera tomado en su poder a su mayor enemigo. Pero Cristo descendió a la prisión de la muerte para romper los cerrojos de hierro, y en la mañana de pascua aparece vencedor, quebrado para siempre el poder de la muerte sobre Él y sobre la humanidad entera.

Este sentido tiene la eclosión de la alegría pascual:

«Cantad a Yavé, que se ha mostrado de modo glorioso. Arrojó al mar al caballo y al caballero.»

No es solamente el pueblo de Israel, perseguido por el faraón, el que canta su rescate a orillas del mar Rojo. Es la humanidad toda la que, librada de las profundas aguas de la muerte, alaba la obra poderosa realizada por el Verbo de Dios. El cántico del éxodo es aquí el cántico de los rescatados, de todos aquellos que estaban sumergidos en el abismo de la muerte y que, librados ya, contemplan las fuerzas del mal que les tenían cautivos, ahora vencidas e impotentes, y repiten las mismas palabras de Moisés para celebrar su rescate.

Si la salvación de la humanidad se realizó sustancialmente con la resurrección de Cristo, es preciso que sea aplicado a cada hombre en particular. Tal aplicación se da por medio del bautismo conferido a los paganos la noche de pascua. El misterio misional del éxodo es el que nosotros vivimos propiamente. En la historia de la salvación nos encontramos en el intervalo de tiempo que separa la ascensión de la parusía, que es el tiempo de la misión. Durante este período continúan en la Iglesia los milagros de salvación prefigurados en la travesía del mar Rojo, cumplidos en la resurrección. El bautismo se sitúa en la prolongación de estas actuaciones grandiosas de Dios. Es para nosotros el equivalente a los «mirabilia Dei» en ambos testamentos. Constituye un acontecimiento mucho mayor que el de los descubrimientos científicos, que el crecimiento o declive de los imperios.

Los ritos antiguos del bautismo expresaban esta continuidad con la pascua. Desde el comienzo de la preparación, primer domingo de cuaresma, el candidato al bautismo era señalado en la frente con la «sphragis» de Cristo, con el signo de la cruz, como las casas de los israelitas habían sido ungidas con la sangre del cordero. Con esto se significaba que por medio de la sangre de Cristo había sido salvado del castigo debido al pecado. Esto era la primera posesión del alma por Cristo. Venían después los cuarenta días de preparación, días que no llegamos a alcanzar su significado si no los referimos al Antiguo y al Nuevo Testamento. Durante cuarenta días Cristo había sido tentado por Satanás, y su fidelidad había sido la contrapartida de las infidelidades de Israel.

El tiempo de la cuarentena, la cuaresma, es el tiempo de tentación para el catecúmeno. Durante este período se desarrolla un gran combate en torno a él. Satanás y sus ángeles intentan retenerlo. Conviene tomar este acecho en todo su realismo. Un pagano no es sólo un extraño a la revelación de Cristo: está además bajo el poder positivo de las fuerzas del mal. Debe ser, por tanto, arrancado de esas fuerzas que le tienen cautivo. La conversión, en este sentido, es siempre un drama. La misión es un misterio. No se trata sólo de una presentación del mensaje adaptado a las diversas civilizaciones. Se trata de un conflicto llevado a cabo con las fuerzas del mal. Este conflicto se desarrolla en los misteriosos combates espirituales de toda santidad. Por la oración y la penitencia los demonios son arrojados. A quien desconoce esto se le escapa el sentido profundo de la misión. También tras la victoria de Cristo la humanidad permanece cautiva en aquellos miembros que todavía no le pertenecen. Cristo aplastó la cabeza de la serpiente, pero los círculos de sus anillos continúan turbando la faz de la tierra.

Ante el catecúmeno, presa a punto de escapar, Satanás hace un esfuerzo supremo. A un mismo tiempo Cristo, progresivamente, va tomando posesión de su persona. Es menester comprender el combate espiritual que tiene lugar ahora para realizar el sentido de los escrutinios bautismales. Se componen éstos de exorcismos por medio de los cuales el poder del demonio va quedando rebatido, el catecúmeno va quedando libre de la presión que aquél hacía sobre éste, van dosificándose las bendiciones que señalan que la gracia de Cristo va efectuando una consagración progresiva y revistiendo poco a poco su alma. Con todo, hasta el umbral de la noche de pascua, hasta el borde del agua bautismal, el demonio continúa atacando al alma.

En este preciso momento lo imposible se hace posible; el mar se abre; «el muro de lo imposible», de que habla Dostoiesvski, contra el que se choca irremediablemente, se desploma dejando una brecha por donde pasar. Así pues, el medio de escapar, el medio de salvación existe, pero se trata de un milagro en el sentido pleno de la palabra, es decir, de una acción poderosa de Dios que hace lo que era completamente imposible. El canto del éxodo es la exaltación de este milagro, de esta acción imprevisible por la cual, en un mundo perdido, Dios abre un hueco, presenta una salvación y propone así una posibilidad de redención.

De igual modo que el mar estaba abierto ante el pueblo israelita, igual que la muerte aparecía ante la mirada de Cristo, así el catecúmeno desciende al agua bautismal, atraviesa el mar y, dejando atrás al faraón y a su armada, al demonio y a sus ángeles, reaparece en la otra orilla. Se ha salvado. Palabra ésta que conviene tomar en su significado concreto y vulgar, como los náufragos escapados del mar que al fin se encuentran en la orilla. «La maldad obstinada del demonio, escribe san Cipriano, puede algo hasta el agua salvadora, pero pierde en el bautismo toda su acción nociva. Es lo que vemos en la figura del faraón que, rechazado, pero obstinado en su perfidia, ésta ha podido llevarle hasta las aguas. Todavía hoy, cuando por los exorcismos ha sido golpeado y burlado afirma una y otra vez que va a marcharse, pero nada hace a este respecto. Sin embargo, cuando se llega al agua bautismal, el diablo ha sido aniquilado, y el hombre ha sido consagrado a Dios, librado por la gracia divina» (Epis. 58, 15: CSEL 764).

A los padres de la Iglesia les gusta describir este momento dramático: el hombre atacado, sin ninguna esperanza humana, no esperando la salvación sino del poder de Dios, viendo una línea salvadora que se dibuja por entre medio de un mar infranqueable. Citemos a Orígenes: «Sábete que los egipcios te persiguen y pretenden volverte a poner bajo su servicio, quiero decir los dominadores del mundo y los espíritus malos a quienes tú has servido hasta hoy. Se esfuerzan por perseguirte, mas desciendes a las aguas, y eres salvado. Purificado de las manchas del pecado, te levantas hombre nuevo, dispuesto a cantar un cántico nuevo» (Hom. Ex. 5, 5: GCS 190). Este cántico nuevo es el del éxodo. Como Moisés a orillas del mar Rojo contemplando los cadáveres de los egipcios, como Jesús alcanzando la ribera de la resurrección tras haber atravesado las aguas amargas de la muerte, el catecúmeno, hombre nuevo, vestido de la túnica blanca de los resucitados, perteneciendo ya a la creación nueva, puede también él entonar el cántico de los rescatados:

«Cantad a Yavé, que se ha mostrado sobre modo glorioso; arrojó al mar al caballo y al caballero».

Era preciso decir todo esto para comprender la significación del canto del éxodo en la vigilia pascual. Es la expresión misma de la obra de liberación que se cumple aquí, de la liberación en nuestro propio interior, de las almas cautivas. Se trata de una acción actual de Dios, similar a la de la travesía del mar rojo y de la resurrección, y que es el rescate de los paganos, el misterio de la misión. La Iglesia acoge a las naciones. Como María, hermana de Moisés, respondía al coro de los hombres, a orillas del mar rojo, en la primera liturgia pascual, así Zenón de Verona nos muestra las iglesias cantando, en coro alternante con las naciones liberadas, el cántico de Moisés «María que golpea su tamborín es figura de la Iglesia que, cantando un himno con todas las Iglesias que ella ha engendrado, conduce al pueblo cristiano no hacia el desierto, sino hacia el cielo» (PL 40, 509).

¿Hemos de decir, sin embargo, que toda la salvación se ha cumplido? Cierto, las naciones bautizadas pertenecen ya a Cristo y en El han escapado a las garras del mal, pero éste circula alrededor de ellas buscando una fisura entre los libertados por donde poder alcanzarlos. Las olas de este mundo nos enrolan todavía entre sus círculos. Si sabemos que ya nada tenemos que temer a las profundas aguas de la muerte, al menos hemos de atravesarlas. La vida actual continúa siendo tiempo de la tentación. El enemigo, vencido, dispone todavía de un espacio de tiempo. Por eso, el éxodo, que es nuestro pasado, sigue siendo nuestro presente. En tanto que estamos en este mundo nuestra vida sigue siendo un perpetuo éxodo.

Un día, por fin, el último, atravesaremos el mar. Es el día en que el último enemigo, la muerte, será vencida. Después, al borde del mar de fuego, los vencedores de la bestia tomarán en sus manos no los tamborines de pellejos muertos, sino las arpas celestes, y cantarán eternamente el cántico de Moisés:

«Vi como un mar de vidrio mezclado de fuego, y a los vencedores de la bestia y de su imagen y del número de su nombre, que estaban en pie sobre el mar de vidrio y tenían las cítaras de Dios, y cantaban el cántico de Moisés, siervo de Dios, y el cántico del cordero» (Apoc 15, 2-3). Así, desde las riberas del mar Rojo, a través de todas las etapas de la historia de la salvación, el canto de Moisés extenderá sus ecos de eternidad en eternidades.

Historia de la salvación y liturgia
Sígueme. Salamanca-1965. Págs. 115-127

.....................

1. Hom Cant. I : GCS 27.