Para la vida nos engendraron Cristo y la Iglesia

Puesto que fueron dos padres quienes nos engendraron para la muerte, otros dos nos engendraron para la vida. Los padres que nos engendraron para la muerte fueron Adán y Eva; los que nos engendraron para la vida son Cristo y la Iglesia. Mi padre, el que me engendró, fue para mi Adán, y mi madre fue para mí Eva. Hemos nacido según esta generación de la carne, ciertamente por un don de Dios -este don no es de nadie, sino de Dios- y, sin embargo, hermanos, ¿cómo hemos nacido? Ciertamente para morir. Los predecesores engendraron a los sucesores. ¿Acaso engendraron hijos. en cuya compañía vivan siempre aquí? No; en cuanto destinados a morir, engendraron a quienes habían de sucederles. Dios Padre y la Iglesia Madre no engendraron con esta finalidad. Engendran para la vida eterna, porque también ellos son eternos. Tenemos la herencia de la vida eterna prometida por Cristo.

Él -según aquello: la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros (Jn 1,14)- creció al nutrirse con alimento. Después de la pasión, muerte y resurrección recibió en herencia el reino de los cielos. En cuanto hombre, recibió la resurrección y la vida eterna. La recibió en el hombre mismo. No la recibió en cuanto Palabra, porque permanece inmutable desde siempre y para siempre. Puesto que fue aquella carne la que resucitó y vivificada ascendió al cielo, lo mismo se nos ha prometido a nosotros. Esperamos la misma herencia, la misma vida eterna. Todavía no la ha recibido todo el cuerpo, dado que, aunque la cabeza está en el cielo, los miembros aún se hallan en la tierra. No va a recibir la herencia sólo la Cabeza y a ser abandonado el cuerpo. Es el Cristo total quien recibirá la misma, el Cristo total en cuanto hombre, es decir, la Cabeza y el Cuerpo. Somos miembros de Cristo: esperemos, pues, la herencia. Cuando pasen todas estas cosas, recibiremos aquel bien que no pasará y evitaremos el mal que tampoco pasará. Uno y otro son eternos, pues no prometió a los suyos algo que no fuese eterno, ni amenazó a los impíos con algo temporal. De la misma manera que prometió a los santos la vida, la felicidad, el reino, una herencia sin fin, así amenazó a los impíos con el fuego eterno. Si aún no amamos lo que prometió, al menos temamos aquello con que nos amenazó.