48 HOMILÍAS PARA EL VIERNES SANTO
32-48

 

32. CLARETIANOS 2003
Queridos amigos y amigas:

Esta noche, en el Coliseo de Roma, el Papa Juan Pablo II, usando textos escritos en 1976, hablará de los sepulcros en los cuales yace hoy Jesucristo, y nos ofrecerá algunas claves para iluminar el misterio del dolor y de la muerte.

Durante las pasadas semanas, la muerte ha entrado repetidamente en nuestras casas a través de la ventana de la televisión. La guerra de Iraq nos ha ofrecido cadáveres de soldados, niños, mujeres, periodistas ...

Al contemplarlas fugazmente en la pantalla o con más calma en los periódicos, he sentido algo parecido a lo que siento ante un crucifijo: ¿Quién tiene derecho a tronchar una vida? ¿En nombre de qué causa el ser humano puede disponer de la vida de los demás?
¿Cómo se puede reparar la pérdida de un niño inocente que está abriéndose a la existencia? ¿Qué argumentos nos van a convencer de que estas muertes son “daños colaterales” al servicio de no sé qué libertad?

Mientras tengamos que sacrificar vidas humanas para obtener supuestos beneficios, seguiremos viviendo en un permanente e injusto Viernes Santo.

Os invito, amigos y amigas, a colocar junto a vuestro ordenador, una cruz y, sobre ella, la foto de alguna víctima de la reciente guerra, o de cualquier otro acto violento. Mirando contemplativamente el conjunto, podemos rezar esta oración:

ANTE EL CRUCIFICADO

Amigo y hermano, Jesucristo,
hemos llegado al pie de esta cruz en que expiras,
para contemplarte y para escucharte en silencio.
Para verte clavado en ese madero
que se agiganta a nuestros ojos,
que surge de los abismos
y traspasa los cielos.

Tu cuerpo llena todos los espacios
y rompe todos los confines.

Hemos venido para oír tu voz
que resuena como un grito silencioso
en el corazón de todos los seres.

Abrimos los ojos y los oídos
para llenarnos de ti,
y hacemos silencio en nuestro interior
para que la única Palabra
no encuentre interferencias
de falsos mensajes, de ruidos importunos.

Estamos aquí desconcertados, asombrados,
sin entender nada,
como un niño ante su padre muerto.
No queremos pensar.
No nos importa comprender.
Nos basta mirar y ser mirados.
Nos basta tu presencia.

Sólo queremos que en la retina de nuestros ojos
queden grabados los tuyos;
que la luz que irradia tu rostro
ensangrentado, desfigurado, profanado,
vaya calando lentamente nuestro corazón.

Gonzalo (gonzalo@claret.org)


33. CLARETIANOS 2002

¿Quién de vosotros no ha sufrido de cerca el zarpazo de la muerte de algún ser querido? Cuando vivimos estos hechos, o cuando pensamos en nuestra propia muerte, no hay ninguna luz que pueda compararse a la que brota del rostro del Crucificado.

Os invito a que hoy, Viernes Santo, en la serenidad de una iglesia, o en vuestra propia casa, os coloquéis ante un Cristo, lo miréis al rostro y os dejéis iluminar por él. Por si os ayudan en la contemplación, he aquí las hermosas palabras que nos ha regalado el Papa Juan Pablo II, en su carta "El nuevo milenio" a propósito del misterio de la Cruz:

"La contemplación del rostro de Cristo nos lleva así a acercarnos al aspecto más paradójico de su misterio, como se ve en la hora extrema, la hora de la Cruz. Misterio en el misterio, ante el cual el ser humano ha de postrarse en adoración.

Pasa ante nuestra mirada la intensidad de la escena de la agonía en el huerto de los Olivos. Jesús, abrumado por la previsión de la prueba que le espera, solo ante Dios, lo invoca con su habitual y tierna expresión de confianza: "¡Abbá, Padre!". Le pide que aleje de él, si es posible, la copa del sufrimiento (cf. Mc 14,36). Pero el Padre parece que no quiere escuchar la voz del Hijo. Para devolver al hombre el rostro del Padre, Jesús debió no sólo asumir el rostro del hombre, sino cargarse incluso del "rostro" del pecado. "Quien no conoció pecado, se hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él" (2 Co 5,21).

Nunca acabaremos de conocer la profundidad de este misterio. Es toda la aspereza de esta paradoja la que emerge en el grito de dolor, aparentemente desesperado, que Jesús da en la cruz: ""Eloí, Eloí, ¿lema sabactaní?" -que quiere decir- "¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?"" (Mc 15,34). ¿Es posible imaginar un sufrimiento mayor, una oscuridad más densa? En realidad, el angustioso "por qué" dirigido al Padre con las palabras iniciales del Salmo 22, aun conservando todo el realismo de un dolor indecible, se ilumina con el sentido de toda la oración en la que el Salmista presenta unidos, en un conjunto conmovedor de sentimientos, el sufrimiento y la confianza. En efecto, continúa el Salmo: "En ti esperaron nuestros padres, esperaron y tú los liberaste... ¡No andes lejos de mí, que la angustia está cerca, no hay para mí socorro!" (22-21, 5.12). El grito de Jesús en la cruz, queridos hermanos y hermanas, no delata la angustia de un desesperado, sino la oración del Hijo que ofrece su vida al Padre en el amor para la salvación de todos. Mientras se identifica con nuestro pecado, "abandonado" por el Padre, él se "abandona" en las manos del Padre. Fija sus ojos en el Padre. Precisamente por el conocimiento y la experiencia que sólo él tiene de Dios, incluso en este momento de oscuridad ve límpidamente la gravedad del pecado y sufre por esto. Sólo él, que ve al Padre y lo goza plenamente, valora profundamente qué significa resistir con el pecado a su amor. Antes aun, y mucho más que en el cuerpo, su pasión es sufrimiento atroz del alma. La tradición teológica no ha evitado preguntarse cómo Jesús pudiera vivir a la vez la unión profunda con el Padre, fuente naturalmente de alegría y felicidad, y la agonía hasta el grito de abandono. La copresencia de estas dos dimensiones aparentemente inconciliables está arraigada realmente en la profundidad insondable de la unión hipostática.

Ante este misterio, además de la investigación teológica, podemos encontrar una ayuda eficaz en aquel patrimonio que es la "teología vivida" de los Santos. Ellos nos ofrecen unas indicaciones preciosas que permiten acoger más fácilmente la intuición de la fe, y esto gracias a las luces particulares que algunos de ellos han recibido del Espíritu Santo, o incluso a través de la experiencia que ellos mismos han hecho de los terribles estados de prueba que la tradición mística describe como " noche oscura ". Muchas veces los Santos han vivido algo semejante a la experiencia de Jesús en la cruz en la paradójica confluencia de felicidad y dolor. En el Diálogo de la Divina Providencia Dios Padre muestra a Catalina de Siena cómo en las almas santas puede estar presente la alegría junto con el sufrimiento: "Y el alma está feliz y doliente: doliente por los pecados del prójimo, feliz por la unión y por el afecto de la caridad que ha recibido en sí misma. Ellos imitan al Cordero inmaculado, a mi Hijo Unigénito, el cual estando en la cruz estaba feliz y doliente". Del mismo modo Teresa de Lisieux vive su agonía en comunión con la de Jesús, verificando en sí misma precisamente la misma paradoja de Jesús feliz y angustiado: "Nuestro Señor en el huerto de los Olivos gozaba de todas las alegrías de la Trinidad, sin embargo su agonía no era menos cruel. Es un misterio, pero le aseguro que, de lo que pruebo yo misma, comprendo algo". Es un testimonio muy claro. Por otra parte, la misma narración de los evangelistas da lugar a esta percepción eclesial de la conciencia de Cristo cuando recuerda que, aun en su profundo dolor, él muere implorando el perdón para sus verdugos (cf. Lc 23,34) y expresando al Padre su extremo abandono filial: "Padre, en tus manos pongo mi espíritu " (Lc 23,46).

Gonzalo Fernández (gonzalo@claret.org)


34. 2001

COMENTARIO 1

vv. 1-14. Dicho esto enlaza la Pasión con el discurso de la cena, en particular con la oración de Jesús (cap. 17). Primera mención de un huerto (1), lugar de vida y fecundidad; será también un huerto el lugar donde lo crucifiquen y lo sepulten (19,41s). La muerte va a situarse en el ámbito de la vida. Lugar habitual de reunión para Jesús y los suyos (2); la comunidad de Jesús se encuentra en la esfera de la vida.

Se hace resaltar el número de las fuerzas que intervienen en el pren­dimiento (3): peligro que representa Jesús para «el mundo«, intensidad de la violencia de éste y magnitud del odio (7,7; 15,18-25). Acuden todos los componentes de la oposición a Jesús. Judas hace de jefe, es figura «del jefe del orden este (14,30), representa a los círculos de po­der. Faroles y antorchas, caminan en la tiniebla; llevan armas, Instru­mentos de muerte. Se identifican tinieblas y muerte. Quieren extinguir la luz/vida (1,5).

Jesús sale (4); los que llegan no entran en el huerto, lugar de la vida. No se dirige a Judas, sino al grupo entero. El Nazareno/Nazoreo (5) señala al descendiente de David (alusión a Is 11,1; Jr 23,5; 33,15; Zac 3,8 y 6,12: «el Germen«). Soy yo, se identifica como Mesías (1,20; 6,20). Última mención del traidor; queda alineado con los enemigos de Jesús. Echarse atrás (6), lenguaje simbólico para significar derrota (Sal 27,2; 35,4; 56, 10; 70,13); caer a tierra, derrota total. La entrega de Jesús vence al mundo (14,30; 16,33). No intenta escapar (7). Pone a salvo a sus amigos, por quienes va a dar la vida (15,15) (8-9).

Pedro no ha comprendido la alternativa de Jesús ni su designio (1,42; 13,8) (10), que no consiste en triunfar dando muerte, sino en en­tregarse para comunicar vida. Está dispuesto a arriesgar la suya para mostrar su amor a Jesús (13,37), pero quiere impedir que Jesús le mani­fieste el suyo. No ha superado la tentación de hacerlo rey (6,15; 12,13) y no acepta su muerte (12,34). El siervo, determinado, representante ca­lificado; le cortó el lóbulo, etc, figura para indicar la destitución del sumo sacerdote (cf. Éx 29,20; Lv 8,23), máxima autoridad religioso-po­litica. Malco, en aram. «rey«, el poder político en manos de la jerarquía sacerdotal.

Jesús detiene a Pedro (11). La aceptación de la muerte entra en el designio del Padre: presentar, ante el odio y la violencia, la alternativa del amor. El Padre no ha destinado a Jesús a la muerte; su misión era dar testimonio de su amor a los hombres. Pero en el mundo de la tinie­bla opresora la muerte violenta era inevitable y ella va a manifestar hasta el máximo la maldad del mundo y el amor de Dios. Jesús no busca el dolor, pero lo acepta cuando es consecuencia ineludible del tes­timonio del amor y la denuncia de la opresión. No responde al odio con el odio ni combate la violencia con la violencia, para no imitar, aun a costa de la vida, la maldad del sistema opresor. Muestra así que Dios es puro amor y ajeno a toda violencia.

Insiste Jn en la complicidad de todos los poderes, civiles y religiosos (12). En el momento decisivo, todos descubren su verdadero rostro: son los enemigos del hombre y de la vida. Lo ataron, cf. Is 3,9-10. Anás (13) había sido sumo sacerdote en los años 6-15, y sus cinco hijos lo fueron después de él. Conocido por su ambición, riqueza y codicia. Es el personaje más importante del tiempo, el verdadero poder, detrás de los que ejercen la función en cada momento (Caifás, el año aquel); representa «al Enemigo« (8,44), del que Caifás es instrumento. Quieren ejecutar el acuerdo el Consejo (11,53) (14).



vv. 15-19. Pedro no hace caso del aviso que le había dado Jesús (13,36); no está preparado para seguirlo. Otro discípulo, innominado, pero asociado a Pedro, como en 13,23s; 20,2.4; 21,7.20-22; es el predi­lecto de Jesús, el modelo de discípulo. (15). Era conocido como discí­pulo por el sumo sacerdote, aludiendo al dicho de Jesús en 13,35: “En esto conocerán todos que sois discípulos míos, etc.”. El que experimen­taba el amor de Jesús (13,23, «el discípulo predilecto») responde a ese amor aceptando el riesgo de seguir a Jesús hasta el fin (entró con Jesús).

Contraste con Pedro (16). El otro va a ofrecerle la oportunidad de declararse discípulo y seguir a Jesús en su entrega; Pedro no entra es­pontáneamente, se deja conducir (cf. 1,42). No lleva el distintivo del discípulo (13,35), hay que preguntarle si lo es (17), y tiene que defi­nirse. Jesús ha defraudado su expectación mesiánica; ya no se siente vinculado a él. Al romper con Jesús, Pedro se encuentra mezclado con sus enemigos (18); no habiendo alcanzado la libertad, está entre los siervos; frío, símbolo de muerte.

Contraste con lo que ocurre en el patio. El sumo sacerdote (19), el poder supremo, quiere saber quiénes apoyan a Jesús, su influjo (sus dis­cípulos) y qué doctrina propone.



35. COMENTARIO 2

Toda la cristología de Juan está impregnada del amor de quien confiesa y siente a Jesús hombre y Dios. Por eso, si desde un comienzo Jesús es para Juan la Palabra hecha carne, también es la Palabra eternamente ligada a Dios. Los dos pilares en que Juan cimenta su cristología son la Humanidad que está cercana al dolor del ser humano, limitado, explotado y oprimido, y la Divinidad que lo une al Padre y a su Espíritu, inmortales y gloriosos por siempre. Siempre que nos encontremos con Jesús, Juan nos hará sentir su humanidad cercana al sufrimiento humano y su divinidad que convierte el sufrimiento en expresión de gloria.

Recorramos con esta clave la Pasión. Si en Getsemaní aparece Jesús traicionado, también allí, con su palabra, echa por tierra a sus captores (18, 6). Si ante Caifás lo abofetean, también reclama con dignidad su derecho (18, 23). Si Pilato lo amenaza con su poder, Jesús lo pone en su sitio, recordándole cómo su autoridad es prestada (19, 11). Si lo crucifican desnudo, no deja de ser el Rey de los judíos (19, 19). Si exhala su último suspiro, éste se posa sobre el hombre y la mujer que están al pie de su cruz, remedando la creación del Paraíso (19, 26-27.30). Si traspasan su costado con una lanza, esto lo convierte en el personaje anunciado "al que todos mirarán" (19, 37). Si depositan a Jesús en un sepulcro, sobre él se sentarán dos ángeles para anunciar su resurrección (20, 12).

Recorrer la pasión de Jesús es palpar la gloria del Crucificado y sentir su pasión gloriosa. Esta teología y pedagogía de Juan nos llenará de esperanza, si al cotidiano dolor de nuestra tradicional opresión latinoamericana lo revestimos de dignidad, de protesta, de razón para la unidad con todos los que sufren, de punto de partida y de creatividad para convertir en paraíso de vida el calvario en que han convertido a Nuestra América.

 1. Juan Mateos, Nuevo Testamento, Ediciones Cristiandad 2ª Ed., Madrid, 1987 (Adaptado por Jesús Peláez)

2. Diario Bíblico. Cicla (Confederación Internacional Claretiana de Latinoamérica)


36. 2002

La muerte de Jesús quedó indisolublemente unida a la celebración pascual, conmemoración de la liberación de Egipto, de la obra salvadora de Dios a favor de su pueblo. Este día, siguiendo una antigua tradición eclesial, no se celebra la eucaristía sino que se comul­ga con las hostias consagradas ayer, Jueves Santo, y guardadas en el monumento.

Hoy, en el relato de Juan, Jesús no es una víctima inconsciente a merced de sus verdugos: incluso las te­rribles escenas de la flagelación, coronación de espinas y revestimiento del manto de púrpura, aparecen como una verdadera entronización, en la cual Jesús es pre­sentado por la soldadesca y por el procurador romano como el verdadero rey judío. Aquí, en San Juan, Jesús confía a su madre al cuidado del discípulo amado y rinde voluntariamente la cabeza para entregar el espí­ritu.

La escena de la lanzada por la que los soldados querían asegurarse de la muerte del crucificado es convertida por el evangelista en un signo salvífico.

Del costado abierto de Jesús brotan la sangre y el agua de la eucaristía y del bautismo, los dos sacra­mentos que dan vida a la Iglesia. Como del costado abierto de Adán en el paraíso, nace la madre de todos los vivientes, Eva.

Viernes Santo: Pasión, Calvario, Muerte. Día car­gado por el peso de la Cruz y por nuestros pecados. Día de la muerte sin rencor, de la muerte empapada de amor y de perdón a los enemigos.

Diario Bíblico. Cicla (Confederación Internacional Claretiana de Latinoamérica)


37. DOMINICOS 2004

¡Te adoramos, oh Cristo, Hijo de Dios e Hijo del hombre, que nos redimiste con su sangre!
¡Jesús!, ¡Tú como cordero fuiste llevado al ara de la cruz, y, maltratado, no abriste la boca sino para perdonar a tus verdugos, a nosotros!
¡Misericordia, Dios nuestro, por tu bondad; por tu inmensa compasión, borra nuestras culpas y haznos gratos a tus ojos!
¡Tú, Jesús, inocente, sufriste como malhechor; haz que nosotros no volvamos a crucificarte en nuestros hermanos, los hombres!

Siete palabras de Cristo en la cruz

A las tres de la tarde, en este Viernes Santo, situémonos espiritualmente en el Monte Calvario.

Allí ha sido llevado, bajo el peso de la cruz, Jesús Nazareno.

Allí es aplastado por el dolor, bañado en su sangre, burlado por quienes lo consideran traidor a la Ley y blasfemo, por haberse declarado profeta, Mesías, Hijo del hombre e Hijo de Dios, Salvador.

Allí podemos escuchar piadosamente siete palabras de amor, perdón, gracia, ofrenda, salvación.

Allí podemos aprender la sublime lección de quien, siendo Hijo de Dios, se anonadó hasta hacerse como uno de nosotros, para enseñarnos a vivir como hijos de Dios y hermanos de los hombres.

Que el eco de su voz y el amor de su corazón nos envuelvan en nubes de gracia para vaciarnos de nosotros mismos y dejarle poner su morada en nuestra más recóndita y fecunda intimidad.

Primera palabra: ¡Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen!

“Cuando la comitiva llegó al lugar llamado Calvario, crucificaron allí a Jesús y a  dos malhechores, uno a la derecha y el otro a la izquierda.

 Y Jesús decía: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34)

¡Gracias, Jesús; aun muriendo, te preocupas de nosotros, miserables, pecadores, verdugos, traidores! ¡Haz que en adelante sepamos bien lo que hacemos!

Segunda palabra: En verdad te digo, hoy estarás conmigo en el paraíso

”Uno de los dos malhechores crucificados insultaba a Jesús  diciendo: ¿No eres tú el Mesías? Sálvate, pues, a ti mismo y a nosotros. Y el otro le reprendía: ¿Ni tú, que estás sufriendo el mismo suplicio, temes a Dios? Nosotros recibimos digno castigo por nuestras obras; pero éste nada malo ha hecho. Y luego se dirigía  a Jesús diciéndole: acuérdate de mí cuando llegues a tu reino.

Y Jesús le respondió: En verdad te digo, hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23, 43)

¡Gracias, Jesús, porque en tu bondad y misericordia premias de inmediato a quien te reconoce como Verdad y te suplica con humildad!             

Tercera palabra: Mujer, he ahí  a tu hijo... Hijo,  ahí tienes a tu madre.

Estaban junto a la cruz de Jesús su Madre y la hermana de su Madre, María la de Cleofás, y María Magdalena.  Jesús, viendo a su madre y al discípulo al que amaba, que estaba allí, dijo a la Madre:

“Mujer, he ahí a tu hijo”.

Y luego dijo al discípulo: “He ahí a tu Madre.

Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa” (Jn 19, 26-27)

¡Gracias, Jesús, por habernos fundido en unidad a tu Madre y a tus hermanos adoptivos! ¡Que todos tengamos entrañas de madre y de hijos!

Cuarta palabra: ¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?

“Desde la hora de sexta se extendieron las tinieblas sobre la tierra hasta la hora de nona. Hacia la hora de nona, Jesús exclamó con voz potente: 

¡Elí, Elí, lema sabactani !  Que quiere decir: Dios mío, Dios mío, ¿porqué me has abandonado? (Mt 27, 46; Mc 15, 34)

¡Gracias, Jesús, por mostrarte ante nosotros, en el abismo del abandono, incomprensible para los que te amamos! ¡A tánto llegó el designio del Padre, tu ofrenda y nuestra crueldad!

Quinta palabra: ¡Tengo sed ¡

“Después de esto, sabiendo Jesús que todo estaba consumado, para que se cumpliera la Escritura, dijo: TENGO SED.

 Había allí  un botijo lleno de vinagre. Fijaron en una rama de hisopo una esponja empapada en vinagre y se la llevaron a la boca” (Jn 19, 28).

¡Gracias, Jesús, porque mientras tu cuerpo moría de sed, como la de tanto otros crucificados, tu Espíritu hambreaba la conquista de nuestroa corazones rebeldes!

Sexta palabra:  Todo está cumplido/acabado

“Cuando Jesús hubo gustado el vinagre, dijo:Todo está acabado” (Jn 19, 30).

¡Gracias, Jesús, porque lo diste todo, te diste a ti mismo por nosotros!

Haz que tus redimidos nos amemos y que demos la vida unos por otros.

Séptima palabra: ¡Padre!, en tus manos entrego mi espíritu  

“Después Jesús, dando una gran voz, dijo: Padre, en tus manos entrego mi espíritu.Y diciendo esto, expiró” (Lc. 23, 46)

¡Gracias, Jesús, porque al ponerte en manos del Padre, con la obra de la redención cumplida, nos abres a todos el camino de la eternidad en Dios!


38.

Nexo entre las lecturas

Las lecturas de la liturgia de este viernes santo se centran en el misterio de la Cruz. Misterio que no alcanzamos a agotar o a comprender plenamente, por más que reverentemente nos acerquemos a él. Sin embargo, en las lecturas de la celebración de la Pasión hay un elemento común, como bien anota Hans Urs von Balthasar : todo lo que aquí tiene lugar es “propter nos”, “a favor nuestro”. Todo lo que tiene lugar es expresión del maravilloso designio de salvación de Dios que ha hecho cosas grandes en favor de los hombres. El siervo de Yahveh de la primera lectura, prefiguración de Cristo, sufre de forma vicaria por su pueblo. “El castigo que nos trae la paz cayó sobre él y por sus llagas hemos sido curados”. El sumo sacerdote de la carta a los Hebreos, en la segunda lectura, se ofrece en medio de lágrimas y angustias y se convierte así en autor de nuestra salvación. El Rey de los judíos que nos muestra la pasión de san Juan “cumple en favor de los hombres todo lo que estaba de él escrito en la Sagrada Escritura”.

Mensaje doctrinal

1. Jesús acepta libremente el amor redentor del Padre. En el cuarto cántico del siervo de Yahveh leemos: “Maltratado, voluntariamente se humillaba y no abría la boca”. Queda patente pues la libre decisión del siervo de ofrecerse en rescate por sus hermanos. Jesús, prefigurado en el cántico, acepta de modo libre y voluntario la misión que le ha correspondido en la salvación de los hombres. Podemos decir que hay un perfecto “acuerdo” entre el amor del Padre y su designio redentor, y el amor de Cristo y su plena disponibilidad al sacrificio.

“Jesús, al aceptar en su corazón humano el amor del Padre hacia los hombres, "los amó hasta el extremo" (Jn 13, 1) porque "Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos" (Jn 15, 13). Tanto en el sufrimiento como en la muerte, su humanidad se hizo el instrumento libre y perfecto de su amor divino que quiere la salvación de los hombres (cf. Hb 2, 10. 17_18; 4, 15; 5, 7_9). En efecto, aceptó libremente su pasión y su muerte por amor a su Padre y a los hombres que el Padre quiere salvar: "Nadie me quita la vida; yo la doy voluntariamente" (Jn 10, 18). De aquí la soberana libertad del Hijo de Dios cuando él mismo se encamina hacia la muerte (cf. Jn 18, 4_6; Mt 26, 53). (Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica 609).

El cristiano está invitado a aceptar libremente la voluntad de Dios sobre él como un camino de redención y salvación. Es necesario mirar a Cristo y ver su hoja de ruta, su ejecutoria, para darse cuenta que la voluntad de Dios no es fácil de comprender, ni de vivir con fidelidad; sin embargo, no cabe duda que es una voluntad salvífica. “Dios quiere que todos los hombres se salven”. Cuando nos resistimos a aceptar la voluntad de Dios, sobre todo cuando ésta supone sacrificio, dolor y muerte, nos resistimos también a aceptar su amor. Cristo nos enseña que en la humilde, pero gozosa y fiel sumisión a la voluntad del Padre, se encuentra el camino del amor. Cristo mismo experimentó la sensación de abandono por parte del Padre en la cruz, Dios mío, Dios mío , ¿Por qué me has abandonado?

“El grito de Jesús en la cruz, queridos hermanos y hermanas nos dice Juan Pablo II-, no delata la angustia de un desesperado, sino la oración del Hijo que ofrece su vida al Padre en el amor para la salvación de todos. Mientras se identifica con nuestro pecado, « abandonado » por el Padre, él se « abandona » en las manos del Padre. Fija sus ojos en el Padre. Precisamente por el conocimiento y la experiencia que sólo él tiene de Dios, incluso en este momento de oscuridad ve límpidamente la gravedad del pecado y sufre por esto. Sólo él, que ve al Padre y lo goza plenamente, valora profundamente qué significa resistir con el pecado a su amor. Antes aun, y mucho más que en el cuerpo, su pasión es sufrimiento atroz del alma. La tradición teológica no ha evitado preguntarse cómo Jesús pudiera vivir a la vez la unión profunda con el Padre, fuente naturalmente de alegría y felicidad, y la agonía hasta el grito de abandono. La copresencia de estas dos dimensiones aparentemente inconciliables está arraigada realmente en la profundidad insondable de la unión hipostática”. Novo Millennio Ineunte 26


2. Jesús es entregado según el preciso designio de Dios. Es un misterio el designio preciso de Dios por el que Jesús es entregado al sufrimiento y a la muerte. “La muerte violenta de Jesús no fue fruto del azar, en una desgraciada constelación de circunstancias. Pertenece al misterio del designio de Dios, como lo explica S. Pedro a los judíos de Jerusalén ya en su primer discurso de Pentecostés: "fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios" (Hch 2, 23). Este lenguaje bíblico no significa que los que han "entregado a Jesús" (Hch 3, 13) fuesen solamente ejecutores pasivos de un drama escrito de antemano por Dios”. (Catecismo de la Iglesia Católica 599).

Jesús es entregado según el designio de Dios, pero Jesús, al mismo tiempo hace oblación de sí mismo. Nadie le quita la vida, él la da por sí mismo. He aquí el “acuerdo” pleno de voluntades: la voluntad del Padre, la voluntad del Hijo.

Es preciso que cada cristiano descubra en su propia vida el “designio preciso de Dios”, que lo medite en su corazón, que se adentre en la voluntad salvífica del Padre y que, como Cristo, preste su pleno consentimiento a la misión que se le encomienda. Cada uno tiene su tarea en la vida, tiene su misión que debe cumplir. Misión ardua, pero que si se realiza mirando a Cristo e imitándolo, se convierte en misión fecunda y plena de satisfacciones. No temamos la cruz que el Señor nos regala, pues es una cruz de amor. No temamos los golpes de Dios, pues son golpes de amor.


Sugerencias pastorales

1. El cumplimiento de la propia misión en el amor. La contemplación de Cristo muerto en cruz nos confunde, pero al mismo tiempo nos adentra en el amor y en el sentido de la propia existencia. Mi vida vale el cuerpo y la sangre del Hijo de Dios; mi vida ha sido objeto del increíble amor del Padre de las misericordias. Por eso, mi vida tiene un valor en la historia de la salvación. Como cristiano he sido injertado en el misterio de Cristo y voy reproduciendo día a día los misterios de Cristo, como diría san Juan Eudes:

“El Hijo de Dios quiere llevar a término en nosotros los misterios de su encarnación, de su nacimiento, de su vida oculta, formándose en nosotros y volviendo a nacer en nuestras almas por los santos sacramentos del bautismo y de la sagrada eucaristía, y haciendo que llevemos una vida espiritual e interior, oculta con él en Dios. Quiere completar en nosotros el misterio de su pasión, muerte y resurrección, haciendo que suframos, muramos y resucitemos con él y en él”.

Así pues, injertados en Cristo, por el bautismo, vamos reproduciendo con nuestra vida su misterio, vamos completando en nosotros lo que falta a la pasión de Cristo. ¡Que nadie se sienta excluido! ¡Que todos hoy perciban el valor de su vida cristiana escondida con Cristo en Dios! La contemplación de la cruz debe ponernos nuevamente en pie y por los caminos de la misión. Cristo en cruz me ha asociado a su misterio de cruz y a su gloriosa resurrección.


2. El abandono en la voluntad de Dios. Este día nos ofrece la ocasión de renovar nuestra incondicional adhesión a la voluntad de Dios, aunque esta voluntad me exija desprendimiento y sacrificio. George Bernanos en una página célebre de su “diálogo de las carmelitas” hace exclamar a la madre María de la Encarnación:

Una sola cosa importa,
y es que valientes o cobardes,
nos hallemos, siempre, en donde Dios nos quiere,
fiándonos del Él para el resto.
Sí, no hay otro remedio para el miedo
que arrojarse ciegamente en la voluntad de Dios,
a la manera que un ciervo perseguido por los perros,
se arroja en el agua fresca y negra.

(Madre María de la Encarnación a Sor Blanca).

P. Octavio Ortíz


39.

¿A quién buscáis? ¿A quién buscáis? ... se sigue oyendo en todo el cosmos, como un eco de sonoridades negras, este grito de Jesucristo. También suena hoy por nuestra ciudad o pueblo: ¿A quién buscáis comunidad cristiana de ...?

Todo aquel tropel de gentes, en aquel huerto de olivos anochecido, cubiertos por las sombras de la traición de Judas, que hacía más negra la noche, respondió a una: “A Jesús, el Nazareno”.

Buscan a un simple hombre, al hombre de Nazaret. No han descubierto en todos estos años al Hijo de Dios. Se han quedado a mitad de camino. Solo buscan a un HOMBRE.

Jesús les quiere ayudar, una vez más, para que hagan el descubrimiento, para que encuentren lo que todo ser humano busca a la larga o a la corta: a DIOS.

Dios que me trasciende, que está más allá de mi muerte. Que Él no puede faltar. Que es necesario. Porque si no, todo se me hunde, todo se derrumba y yo quedo sepultado entre los escombros.

Yo, en cambio, acabaré faltando, desapareciendo, sin que nadie me eche en falta, ni se acuerden de mí. No soy, pues, necesario para nada, ni para nadie, mientras yo muero y desaparezco. Él no muere y está siempre presente.

Solo desde ese trascendente, que siempre existe y nunca muere, porque es la existencia misma, “ Soy el que soy”, yo puedo entender y dar sentido, al sin sentido de mi ser, que queriendo vivir siempre, me muero.  ¿Por qué me muero, si no quiero morir?

Jorge Manrique no quería perder su tiempo, su poco tiempo, para salir de la locura de este pensamiento trágico: 

No gastemos tiempo ya
en esta vida mezquina
por tal modo,
que mi voluntad está
conforme con la divina
para todo;
y consiento en mi morir
con voluntad placentera,
clara y pura,
QUE QUERER HOMBRE VIVIR
CUANDO DIOS QUIERE QUE MUERA,

ES LOCURA.

¿A quién buscáis? Y las gentes de la noche, gritaron: “A Jesús, el Nazareno” Y Jesús para ayudarles en su búsqueda, en medio de la oscuridad, les contestó: “Yo soy”. 

“Yo soy” es el nombre con que Dios se manifestó y reveló a Moisés en el desierto: “Yo soy el que soy”. No soy el que existe, sino YO SOY LA MISMA EXISTENCIA, donde la muerte no tiene cabida, ni sentido; solo tiene cabida y sentido, la VIDA.

La respuesta a la inquietud, al desasosiego, a la desesperanza del hombre al descubrir su contingencia, es decir, que no es necesario, que está abocado a la muerte, donde se encuentran todos: el pobre y el rico, el sabio y el ignorante, el esclavo y su amo. La respuesta total, absoluta y necesaria a esta inquietud, desasosiego y desesperanza, es: DIOS; el que todo lo trasciende, el que va más allá de las cosas y de la vida, el que es la existencia misma: “YO SOY”.

El tropel de gentes no entendió una respuesta tan alta. Había demasiada oscuridad, porque Judas les acompañaba con las tinieblas de su traición. Era de noche, nos ha dicho San Juan. En realidad, la noche era Judas.

Ya lo sabes, mi buen hermano, para entender y entrar en esta revelación del viernes santo, tienes que renunciar, en primer lugar, a las tinieblas de tus grandes o pequeñas traiciones. Así, entrando en el “YO SOY”, en la misma existencia, habrás vencido tu contingencia y tu muerte. Y tus miedos y temores quedarán vencidos por la “nueva vida”: la RESURRECCIÓN, porque te habrás sumergido y bañado en la misma existencia del existente: en el “YO SOY”.

Judas no lo entendió; le dio un beso de traición y poco después, desesperado y en la oscuridad de la noche, se ahorcó.

El camino, pues, para llegar al existente y nosotros a la inmortalidad, es DIOS y su AMISTAD

Sé amigo, sé su amigo, que Él, amigo tuyo quiere ser: “Ya no os llamaré siervos, sino que os llamaré amigos, porque todo cuanto he oído a mi Padre, os lo he dado a conocer”

Él es: “YO SOY”, la existencia misma, y a ella se llega por la amistad. No por la  traición. Sí, por la amistad.

Esta es la clave del viernes santo.

Eduardo Martínez Abad, escolapio

edumartabad@escolapios.es


40. CLARETIANOS 2004

Queridas amigos y amigas:

Desde finales de marzo tengo sobre mi mesa una foto grande que recorté de un periódico. Es de noche, pero un montón de velas -además del flash del fotógrafo y los focos de algunos coches al fondo- iluminan la escena. Por el suelo hay algunos mensajes. Una mujer en primer plano, de espaldas, enciende una de las lámparas. Otra, al fondo hace lo mismo, acompañada de su pareja y del coche de un recién nacido. Por en medio, hay otros dos niños. Y en una esquina, junto a montones de flores, la imagen de un Cristo, vestido de morado, con su lazo negro...

La herida de la muerte... quizá la que golpea más fuerte, la que nos deja más desolados, la que nos enfrenta desnudos con el abismo. Esa “hermana muerte” vinculada a la debilidad, a la finitud, a nuestro ser limitados, a no ser absolutos. Esa muerte tantas veces vinculada a la violencia, a la ambición, al egoísmo... La muerte nos enfrenta a lo que somos, al pecado del mundo y a nuestro propio pecado.

Cristo no ha estado ni está lejos del Pozo del Tío Raimundo, ni de Atocha. Tampoco de Auschwitz. Ni de Ruanda. Ni de Colombia. Ni de Irak... Ni de las cruces nuestras de cada día. Porque “no ha habido, ni hay, ni habrá nadie por quien Cristo no haya entregado su vida”.

Mira al Crucificado. Mira la cruz. La parte de atrás está libre. Aquí también hay un sitio para ti, para la humanidad. No porque la busquemos ni la deseemos. Tampoco Él la buscó ni la deseó: “aparta de mí este cáliz...” La cruz, la muerte, el mal, el pecado están ahí... como misterio de los misterios, que algún día esperamos sean definitivamente vencidos. En realidad, la derrota ya ha comenzado. La muerte ya está herida de muerte. Hasta el día en el que Dios “ enjugará toda lágrima de los ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado” (Apocalipsis 21, 4).

Para el camino, nos queda estar ahí, al pie de la cruz; bajar a los crucificados de este mundo, acompañar a los agonizantes y llevar nuestra cruz... sabiendo que hay Alguien al otro lado. Las 24 horas al día y los 365 días al año. En camino hacia la Resurrección...
Vuestro hermano en la fe:
Luis Manuel Suárez, claretiano (luismacmf@yahoo.es)


41. FLUVIUM 2004

Amando desde la Cruz

La larga lectura de la Pasión del Señor según san Juan, es ocasión inmejorable para meditar en la maldad humana y en la bondad divina. Es ocasión, al mismo tiempo, para alentar más aún nuestra gratitud, reconociendo la misericordia sin límite de Dios con el hombre. La meditación pausada de las escenas "cumbre" de nuestra Redención nos remite necesariamente a la vida cotidiana del hombre de este siglo y de siempre: a la vida personal de cada uno. Los pecados de los que condujeron a Cristo a la muerte, por exagerado que parezca decirlo, se parecen a los nuestros; y el amor de Dios que se entrega perdonando es también siempre actual.

No podemos detenernos ahora en todas las ofensas de flojera, cobardía, orgullo, falsedad, desconsideración, crueldad, desprecio, etc. de la maldad humana que, porque Cristo no hizo alarde de su condición divina –según la expresión de san Pablo–, le ocasionaron la muerte. Son las mismas que tantas veces ahora nos llevan a pecar. ¿Acaso no caemos en la pereza como los discípulos que se durmieron; en la cobardía y los repetos humanos como Pedro, Príncipe de los Apóstoles; no queremos quedar bien con todos como Pilato; no nos burlamos a veces irónicamente de algunos, como los que apresaron a Jesús y más tarde soldados; acaso no nos engañamos a nosotros mismos y engañamos a otros, para disculpar nuestros errores, como se engañaban y engañaron los que mintiendo acusaron a Cristo?

¡Qué bueno es contemplar la Pasión de Nuestro Señor para tener verdadero dolor de los pecados...! No son, sin embargo, las ofensas que Cristo recibió lo más relevante de la Pasión. Mucho más trascendente que acción humana alguna es la correspondencia divina a la ofensa de la criatura, en la que se nos muestra hasta qué punto ha querido Dios valorar al hombre: pues tanto amó Dios al mundo que entregó a su hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca sino que tenga la vida eterna. Dios nos quiere; y, conocedor de que le perdemos al pecar y solos no podemos volver a Él –en Quien está nuestro bien completo–, se pone de nuevo al alcance de cada uno, después de reparar el pecado. Para ello se hace hombre.

Se pone a nuestro alcance, quedándose en el mundo realmente presente en los sacramentos, que son otro fruto de la Cruz. Cuando los recibe dignamente, el hombre se llena de Gracia, que es participar de la misma divinidad: del Bautismo a la Unción de los Enfermos, los siete sacramentos son cauces instituídos por Jesucristo para infundirnos eficazmente la vida divina. En la Eucaristía, memorial de la Pasión, el cristiano se alimenta del cuerpo, sangre, alma y divinidad del Señor: comemos al mismo Dios. Hasta tal punto necesita el hombre este alimento y de tal modo es el sentido y razón de ser, de su vida la vida de Dios, que si no coméis de la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su Sangre, no tenéis vida en vosotros, nos dice Jesucristo.

En este día, cuando la Iglesia contempla a Jesús muerto en la Cruz, cuando los fieles adoramos esa Cruz redentora y procuramos amarla más porque está en Ella nuestra salvación, fomentemos desde nuestro interior –sinceramente y con fuerza– afectos de agradecimiento, deseos de correspondencia; propósitos concretos de mejora para que por nosotros no quede sin sentido tanto amor, tanta riqueza generosamente derramada. Pedimos, por tanto, al Señor que nos aumente la fe: para que todo el que crea en Él no perezca sino que tenga la vida eterna, nos ha dicho. Y en este día le pedimos fe en su Cruz, y en la que a cada uno le corresponde si quiere vivir dignamente en su presencia en medio de los afanes de un mundo que tantas veces ignora a Dios.

No está de moda la Cruz. Lo que cuesta, a ser posible se evita. Entusiasman en cambio los planes fáciles y agradables –llenos de amor propio–, aunque estén vacíos de fruto: de un bien verdaderamente enriquecedor. La Madre de Dios, mientras la mayoría se burlan de su Hijo o simplemente no se enteran..., permanece junto a la Cruz sufriendo, pero fiel por consolar al Hijo. Allí recibe obediente el encargo de ser nuestra Madre. No queramos aumentar su dolor.


42. HOMILÍA PARA EL VIERNES 09 DE ABRIL - VIERNES SANTO

LECTURAS: IS 52, 13-53, 12; SAL 30; HEB 4, 14-16; 5, 7-9; JN 18, 1-19, 42

Is. 52, 13-53, 12. Dios puede hacer que los desiertos se conviertan en un vergel. Él fecundó el seno seco, estéril, de Sara. Él podrá hacer que de las mazmorras de Babilonia surja un nuevo pueblo. Él hará que de la obediencia de su Hijo Jesús, surja una humanidad redimida. Quien carga sobre sí el pecado de la humanidad es abandonado, incluso, por su Padre, pues el pecado que lleva sobre sus hombros lo ha hecho irreconocible. Pero, por sus llagas, hemos sido curados. A Aquel que fue despreciado, rechazado, crucificado, Dios lo ha constituido Señor y Mesías. La Iglesia de Cristo, si quiere reinar con su Señor, debe aprender a hacer suyos los pecados de los hombres para redimirlos; las pobrezas de la humanidad para remediarlas. No podemos vivir cómodamente instalados mientras el mundo se deteriora constantemente. El Señor ha hecho de su Iglesia su presencia Vicaria, a través de la cual Él ha de continuar su obra de salvación en el mundo y su historia. ¿En verdad seguimos las huellas de Cristo y hacemos nuestro el dolor, el sufrimiento y el pecado del hombre de nuestro tiempo para colaborar en su redención? No busquemos nuestros propios intereses, sino el bien de todos aquellos a quienes nos envió el Señor como signo de su amor redentor.

Sal. 30. Dios, nuestro Creador y Padre, siempre estará a nuestro lado para confortarnos en medio de nuestras tribulaciones. Quien tenga a Dios consigo, jamás vacila, pues su destino está en manos del Señor. Probablemente nos lleguen momentos arduos, y tengamos que pasar por situaciones difíciles a causa de confesar nuestra fe. Sepamos en Quién hemos confiado y no nos desanimemos, ni demos marcha atrás en el testimonio de nuestra fe. Dios siempre nos contemplará con gran amor y hará que todo contribuya para nuestro bien y para el bien de quienes nos rodean. Delante de nosotros va Jesucristo, su Hijo, que por amor a su Padre y a nosotros, fue escarnecido y clavado en una cruz, pero no abandonado a la muerte. Si queremos estar con Él en la vida eterna, vayamos con amor tras sus huellas, y no perdamos la confianza en Él a pesar de que la vida se nos convierta en todo un calvario, pues al final siempre estará la resurrección y la Gloria junto con Cristo.

Heb. 4, 14-16; 5, 7-9. Jesús, nuestro Sumo Sacerdote, ha entrado en el cielo, ofreciendo un sacrificio que nos santifica de una vez para siempre, pues es el sacrificio de sí mismo, como Cordero inmaculado. Por eso, si queremos recibir misericordia, acerquémonos con toda confianza al trono de Dios, pues Él, rico en misericordia, está siempre dispuesto a perdonarnos y a hacernos hijos suyos. Jesús, por su obediencia a la voluntad del Padre, ha llegado a la perfección para convertirse en causa de salvación para todos lo que lo obedecen. Por eso tratemos de no vivir en la rebeldía, sino en la fidelidad a la voluntad del Padre Dios sobre nosotros. Si queremos que en verdad llegue la salvación al mundo entero, no nos conformemos con anunciar con los labios la Buena Nueva de salvación, sino que voluntariamente vayamos entregando nuestra vida en favor de los demás para que también a ellos llegue la salvación que Dios nos ha comunicado a nosotros. Sólo así podremos llegar a donde ha llegado Cristo, que nos amó hasta el extremo y que ha marcado ese mismo camino de amor y de fidelidad a su Iglesia.

Jn. 18, 1-19, 42. El Padre Dios encomendó a su Hijo la misión de rescatar a la humanidad del pecado y de la muerte. Y Él no rehuyó al cumplimiento amoroso y fiel de esa voluntad de su Padre Dios. Como bajan del cielo la lluvia y la nieve, y no vuelven allá sino después de empapar la tierra, de hacerla fecunda y de hacerla que produzca frutos; así la Palabra de Dios no volverá a Él con las manos vacías. Jesús bien que conocía lo que hay en el corazón del hombre; y a pesar de nuestras miserias Él nos amó hasta el extremo; y como el Buen Pastor que conoce a sus ovejas por su nombre, fortaleció a las débiles, curó a las enfermas y buscó a las descarriadas hasta encontrarlas y llevarlas de vuelta al redil. Jesús no nos habló del Padre; Él nos lo manifestó a través de su propia vida, mediante la cual nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene. Ahora lo vemos clavado y muerto en una cruz, destruyendo así el documento que nos condenaba. Por sus llagas hemos sido curados. Como Hijo amorosamente fiel, puede ver de frente a su Padre Dios y decirle: Todo está cumplido. ¿Podremos decir nosotros lo mismo?

Cuando nos reunimos para recibir la Comunión del Cuerpo y Sangre de Cristo estamos manifestando que hacemos nuestra la obra de salvación que Dios nos ofrece, de una vez para siempre, en su Hijo muerto y resucitado. No podemos acercarnos al Sacramento de salvación sólo para cumplir con un precepto. Venimos a Cristo porque entendemos que tenemos una gran misión que cumplir: continuar la obra de salvación de Dios en el mundo. La Iglesia de Cristo es la primera responsable de hacer que el mundo continúe palpando al Señor no sólo a través de una vida recta, sino también mediante la entrega nuestra de cada día, buscando que el mundo se vea libre de las diversas esclavitudes al mal y a la muerte que le han oprimido.

Dios nos llamó a la vida porque nos amó aún antes de crearnos. Y Él nos confió el Mensaje de Reconciliación para que lo hagamos llegar a todos los hombres. El camino de la Iglesia por el mundo no es nada sencillo. Quienes no vivan realmente comprometidos con Cristo sólo buscarán sus propios intereses y pasarán de largo ante la miseria y ante el pecado de aquellos a quienes los envió el Señor para salvarlos. No podemos sentarnos en un trono de gloria para ser admirados y venerados. El Señor nos enseñó el camino que nos conduce a la Gloria: creer en Él, el Enviado del Padre. Y creer en Jesús es aceptar en nosotros su Vida y su Misión, de tal forma que vivamos tras sus huellas de amor y de entrega sacrificial en favor de todos. Sólo el que tome su cruz de cada día y siga a Cristo llegará a donde Él ha llegado con la satisfacción de poderle decir al Padre Dios: Todo está cumplido. ¿Podremos decirlo? Ojalá y ya desde ahora vayamos siendo los hijos amorosamente fieles a la Voluntad del Padre Dios sobre nosotros.

Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de saber escuchar la Palabra que Dios ha pronunciado sobre nosotros y de ponerla en práctica amorosamente hasta sus últimas consecuencias. Amén.


43. ARCHIMADRID 2004

SILENCIO

Hace unos días, Joaquín, un buen amigo mío, que había visto la película de Mel Gibson, “La Pasión”, me comentaba que quizás le parecían un tanto crueles algunas escenas. Yo, por mi parte, intenté argumentarle con distintos tipos de razonamientos: “Que se habían quedado cortos los realizadores, respecto a lo que pudo suponer en realidad semejante sufrimiento”, “Que Cicerón ya se quejaba en su época de la crueldad que suponía la flagelación y la crucifixión…”

Es cierto que ninguno de nosotros estuvo allí, en la Pasión de Nuestro Señor, para dar fe de cómo fueron en realidad semejantes horas. Existen, por otro lado, los relatos evangélicos, que sí dan buena idea de lo que aconteció. Sin embargo, me parece absurdo entrar en el juego de “hasta aquí puede llegar la crueldad humana”, sobre todo en cuanto a licencias cinematográficas se refiere, porque muchos sabemos de otro tipo de películas en donde no se paran, precisamente, a medir el nivel de ensañamiento… “Es que, éstas, al fin y al cabo, se tratan de ficción, mientras que en La Pasión…” En La Pasión, ¿Qué?

Éste es el problema. La figura de Jesús, ni es un personaje más de la historia (como lo pudo ser Napoleón o Cleopatra), ni es un prócer de la humanidad al que se le haya dedicado una avenida de una gran ciudad… Cristo, o compromete, o se rechaza. No existe término medio.

Así pues, me he prometido no entrar con más argumentaciones “verosímiles” (no tanto con respecto a la “superexitosa” película, pues se trata de una mera anécdota, al fin y al cabo), con todo lo que tenga que ver con la vida de Cristo. Sí que he de dar, por otra parte, razón de mi fe, pero creo que existen otros modos más autorizados. Cuando San Pablo, por ejemplo, habla de gloriarse sólo en la Cruz de Cristo, está dando algo más que una explicación: se trata del testimonio de su propia vida.

Sin embargo, un silencio, en ocasiones, es mucho más elocuente que todo un discurso, por muy bien trabado que esté. Y ver a Jesús en la Cruz ha de llenar cada uno de los poros de nuestro ser de un profundo silencio… ¿Qué explicación racional hay, por ejemplo, ante las palabras de Jesús: “Perdónalos, porque no saben lo que hacen”?, ¿Cómo puede uno discursear acerca de esas otras: “Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado?, ¿Cómo puedo argumentar las últimas palabras de Cristo: “Padre, a tus manos encomiendo mi Espíritu”.

¿Quieres una recomendación? Contempla el rostro de María, la madre de Jesús, junto a la Cruz. Observarás, sorprendentemente, un silencio sufriente, pero silencio, en definitiva. Y lo más maravilloso de todo, es que el silencio de la Virgen se une, poderosa y misteriosamente, con el silencio de Dios.


44. Fr. Raniero Cantalamessa

VICTOR QUIA VICTIMA -Vencedor porque es víctima

Predicación del Viernes Santo 2004 en la Basílica de San Pedro

 

Escuchemos de nuevo las palabras sobre el Siervo de Yahveh cantadas en latín en la primera lectura, a la luz de la historia de la Pasión recién proclamada. El fragmento está construido según un esquema sencillísimo: se abre con un prólogo divino en el cielo; prosigue un largo monólogo de una multitud que, como hace el coro en las tragedias griegas, reflexiona sobre los hechos y saca de ellos sus propias conclusiones; concluye con Dios, que retoma la palabra para emitir su veredicto final.

La situación es tal que no puede ser comprendida adecuadamente más que partiendo de su epílogo; por esto Dios anticipa desde el inicio el resultado final: «He aquí que prosperará mi Siervo; será enaltecido, levantado y ensalzado sobremanera». Se alude a algo que nunca antes había sucedido, a pueblos que se maravillan, a reyes que cierran su boca: el horizonte se dilata hasta una absolutidad y universalidad que ninguna narración histórica, ni siquiera la de los Evangelios, sería capaz de producir, determinada como está por el tiempo y el espacio. Es la fuerza propia de la profecía que la hace querida e indispensable incluso después de que conozcamos su cumplimiento.


* * *


Toma la palabra la multitud. Antes de todo, casi para excusar la propia ceguera, aquella describe la irreconocibilidad del siervo. «No tenía apariencia ni presencia: ¿cómo podíamos reconocer “la mano de Dios” en lo que veíamos?».

Despreciable y deshecho de hombres,
varón de dolores y sabedor de dolencias,
como uno ante quien se oculta el rostro,
despreciable, y no le tuvimos en cuenta.

¡Pero he aquí la reflexión, la «revelación»! Asistimos al surgimiento de la fe en su «estado naciente».

¡Y con todo eran nuestras dolencias las que él llevaba
y nuestros dolores los que soportaba!
Nosotros le tuvimos por azotado,
herido de Dios y humillado.
Él ha sido herido por nuestras rebeldías,
molido por nuestras culpas.
Él soportó el castigo que nos trae la paz,
y con sus cardenales hemos sido curados.

Para comprender lo que sucede en este momento en la multitud, volvamos a pensar en lo que ocurre cuando la profecía se hace realidad. Por algo de tiempo, después de la muerte de Cristo, la única certeza sobre Él era que había muerto, y muerto en la cruz; que era «el maldito de Dios» porque estaba escrito: «Maldito todo el que está colgado de un madero» (Cf. Dt 21, 23; Ga 3, 13). Vino el Espíritu Santo, «convenció al mundo de pecado» y he aquí que brota la fe pascual de la Iglesia: «¡Cristo murió por nuestros pecados!» (Cf. Rm 4, 25); «Él, sobre el madero, llevó nuestros pecados en su cuerpo» (1 P 2, 24).

Nadie puede ser situado en el lugar del Siervo; por un lado está él, por otro «todos nosotros».

Todos nosotros como ovejas erramos,
cada uno marchó por su camino,
y Yahveh descargó sobre Él
la culpa de todos nosotros.

El profeta mismo que escribe se sitúa dentro de ese «nosotros». ¿Cómo se puede pensar que el Siervo sea una colectividad, un pueblo, si es justamente por los pecados de “su” pueblo que él es golpeado hasta la muerte (Cf. Is 53, 8)? El apóstol Pablo despejará toda duda al respecto: «Tanto judíos como griegos, están todos bajo el pecado... No hay diferencia alguna; todos pecaron y están privados de la gloria de Dios» (Rm 3,9.22-23).

La Biblia conoce un criterio privilegiado para distinguir la verdadera de la falsa profecía: su cumplimiento. Es verdadera profecía la que se verificará, falsa profecía la que no tendrá cumplimiento (Cf. Dt 18, 21 s; Jr 28, 9). ¿Pero dónde, cuándo o en quién, se ha llevado a cabo lo que se dice de este Siervo de Dios? ¿No se puede pensar que el profeta hable de sí o de algún personaje del pasado, sin reducir todo el canto a un conjunto de piadosas exageraciones?

¿En qué desconocido personaje del tiempo se ha realizado “la cosa inaudita” que aquel narra? ¿Dónde están las multitudes justificadas y los reyes que cierran su boca? ¿De qué persona, fuera de Cristo, miles de millones de seres humanos dicen, sin vacilación, desde hace veinte siglos: “¡Él es mi salvación!” “¡Por sus llagas he sido sanado!”?


* * *


Retoma la palabra Dios:

Por las fatigas de su alma,
Verá luz, se saciará.
Por su conocimiento justificará mi Siervo a muchos
Y las culpas de ellos él soportará.

La mayor novedad, en todo el canto, no es que el Siervo permanezca como cordero manso y no invoque justicia y venganza de Dios, como hacían Job, Jeremías y muchos salmistas. La novedad mayor es que ni siquiera Dios trata de vengar al Siervo y hacerle justicia. Es más, la justicia que Él hace al Siervo no consiste en castigar a los perseguidores, sino en salvarlos; ¡no en hacer justicia a los pecadores, sino en hacer justos a los pecadores! «Justificará mi Siervo a muchos».

Este es el hecho «nunca oído» que el apóstol Pablo vio realizado en Cristo y proclama triunfalmente en la Carta a los Romanos: «Todos pecaron y están privados de la gloria de Dios, y son justificados por el don de su gracia en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús» (Rm 3, 24-25).

Persiste, es cierto, una sombra oscura sobre la actuación de este Dios. «El Señor ha querido abatirlo con dolores». Nos horrorizamos ante el pensamiento de un Dios que «se complace» con hacer sufrir a su propio Hijo y, en general, a cualquier criatura. ¡No ha querido el medio, sino el fin! No el sufrimiento del Siervo, sino la salvación de muchos. «Non mors placuit sed voluntas sponte morienti», explica San Bernardo [1]; no le complace la muerte del Hijo, sino su voluntad de morir espontáneamente para la salvación del mundo.

Por eso le daré su parte entre los grandes
Y con poderosos repartirá despojos,
ya que indefenso se entregó a la muerte
y con los rebeldes fue contado,
cuando él llevó el pecado de muchos,
e intercedió por los rebeldes.

Esto es lo que le ha agradado verdaderamente a Dios, lo que Él hizo con sumo gozo. Nos lo ha recordado el apóstol Pablo con aquel texto que hemos escuchado como aclamación del Evangelio y que hace de nexo entre la profecía de Isaías y el relato de la Pasión:

Cristo se hizo por nosotros obediente hasta la muerte
y muerte de cruz.
Por lo cual Dios le exaltó
y le otorgó el Nombre,
que está sobre todo nombre (Flp 2, 8-9)


* * *


La pasión de Cristo, descrita proféticamente en Isaías e históricamente en los Evangelios tiene un mensaje especial para los tiempos que estamos viviendo. El mensaje es: ¡No a la violencia! El Siervo «no ha cometido violencia», si bien sobre Él se ha concentrado toda la violencia del mundo: fue golpeado, traspasado, maltratado, aplastado, condenado, quitado de en medio y finalmente arrojado en una fosa común («se le dio sepultura entre los impíos»). En todo ello no abrió la boca, se comportó como cordero manso llevado al matadero, no amenazó con venganza, se ofreció a sí mismo en expiación e «intercedió» por los que le daban muerte: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». (Lc 23,34).

Así venció a la violencia; la venció no oponiendo a ésta una violencia mayor, sino sufriéndola y mostrando toda su injusticia e inutilidad. Ha inaugurado un nuevo tipo de victoria que San Agustín ha condensado en tres palabras: «Victor quia victima»: vencedor porque es víctima [2].

El problema de la violencia nos angustia, nos escandaliza, actualmente que ésta ha inventado atemorizantes formas nuevas de crueldad y de obtusidad y ha invadido hasta los terrenos donde debería ser un remedio contra la violencia: el deporte, el arte, el amor. Nosotros, los cristianos, reaccionamos horrorizados a la idea de que se pueda hacer violencia y matar en nombre de Dios. Hay quien objeta sin embargo: ¿pero no está la misma Biblia llena de historias de violencia? ¿No es Dios llamado «el Dios de los ejércitos»? ¿No se le atribuye a Él la orden de destinar al exterminio ciudades enteras? ¿No es Él quien prescribe, en la Ley mosaica, numerosos casos de pena de muerte?

Si hubiera dirigido a Jesús, durante su vida, la misma objeción, con seguridad le habría respondido lo que dijo a propósito del divorcio: «Moisés, teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón, os permitió repudiar a vuestras mujeres, pero al principio no fue así» (Mt 19, 8). También a propósito de la violencia, «al principio no fue así». El primer capítulo del Génesis nos presenta un mundo donde no es ni siquiera pensable la violencia, ni de los seres humanos entre sí, ni entre los hombres y los animales. Ni siquiera para vengar la muerte de Abel es lícito matar (Cf. Gn 4, 15).

El genuino pensamiento de Dios está expresado por el mandamiento «No matar», más que por las excepciones hechas a éste en la Ley, que son concesiones hechas a la «dureza del corazón» y de las costumbres de los hombres. La violencia forma parte ya de la vida, y la Biblia, que refleja la vida, intenta por lo menos con su legislación y la misma pena de muerte canalizar y contener la violencia para que no degenere en arbitrio personal y no se despedacen recíprocamente [3].

Pablo habla de un tiempo caracterizado por la «tolerancia» de Dios (Rm 3, 25). Dios tolera la violencia, como tolera la poligamia, el divorcio y otras cosas, pero va educando al pueblo hacia un tiempo en que su plan originario será «recapitulado» y nuevamente enaltecido, como para una nueva creación. Este tiempo llega con Jesús, que sobre el monte proclama: «Habéis oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Pues yo os digo: no resistáis al mal; antes bien, al que te abofetee en la mejilla derecha ofrécele también la otra... Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan» (Mt 5, 38-39; 43-44).

Dios pronuncia en Cristo un definitivo y perentorio «No» a la violencia, oponiendo a ésta no simplemente la no-violencia, sino, más, el perdón, la benignidad, la dulzura: «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29). El verdadero sermón de la montaña, sin embargo, no es el que Jesús pronunció un día sobre una colina de Galilea; es el que pronuncia ahora desde lo alto de la cruz, en el monte Calvario, ya no con palabras, sino silenciosamente y con los hechos.

Si hay aún violencia, ya no podrá ni remotamente motivarse en Dios y recubrirse de su autoridad. Hacerlo significa hacer retroceder la idea de Dios a épocas primitivas, superadas por la conciencia religiosas y civil de la humanidad.

No se podrá ni siquiera justificar la violencia en nombre del progreso. «La violencia –dijo alguien— es la comadrona de la historia» (Marx y Engels). En parte es verdad. Es cierto que órdenes sociales nuevos y más justos son resultados a veces de revoluciones y guerras, como es verdad también lo contrario: que injusticias y males peores son resultado de aquellas. Pero justamente eso revela el estado de desorden en que se encuentra el mundo: el hecho de que sea necesario acudir a la violencia para enderezar el mal, que no se pueda obtener el bien si no haciendo el mal. Incluso aquellos que en un tiempo estaban convencidos de que la violencia es la comadrona de la historia han cambiado de parecer y hoy marchan ensalzando la paz. La violencia es comadrona sólo de más violencia.

Reflexionando sobre los acontecimientos que en 1989 llevaron a la caída de los regímenes totalitarios del Este sin derramamiento de sangre, en la encíclica Centesimus annus Juan Pablo II veía ahí el resultado de la acción de hombres y mujeres que habían sabido dar testimonio de la verdad sin recurrir a la violencia. Concluía formulando un deseo que, a quince años de distancia, resuena hoy más urgente que nunca: «Ojalá los hombres aprendan a luchar por la justicia sin violencia» [4]. Este deseo queremos ahora transformar en oración:

«Señor Jesucristo, no te pedimos que aniquiles a los violentos y a aquellos que se ensalzan infundiendo terror, sino que cambies su corazón y los conviertas. Ayúdanos a decir también nosotros: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Rompe esta cadena de violencia y de venganza que tiene al mundo entero con el aliento contenido. Tú has creado la tierra en la armonía y en la paz; que deje de ser “el jardín que nos hace tan feroces”».

En el mundo hay innumerables seres humanos que, como tú en la Pasión, «no tienen ni apariencia ni presencia, despreciados y rechazados, hombres y mujeres que conocen el padecimiento»: enséñanos a no cubrirnos el rostro ante ellos, a no huir de ellos, sino a hacernos cargo de su dolor y de su soledad.

María, «sufriendo con tu Hijo que moría en la cruz, tú has cooperado de forma del todo especial en la obra del Salvador con la obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente caridad» [5]: inspira a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo pensamientos de paz y de perdón. Así sea.

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[1] Bernardo de Claraval, De errore Abelardi, 8, 21 (PL 182, 1070).
[2] San Agustín, Confesiones, X,43.
[3] Cf. R. Girard, Des choses cachées depuis la fondation du monde, II, L’Ecriture judéo-chrétienne, París 1981.
[4] Juan Pablo II, Centesimus annus, III, 23.
[5] Lumen gentium


45.

Fuente: Catholic.net
Autor: P. Octavio Ortíz

Nexo entre las lecturas

La Pasión del Señor según San Juan nos presenta, sobre todo, la "exaltación de Cristo". En la Cruz, Cristo reina, Cristo es exaltado, Cristo triunfa del pecado y del diablo (EV). Por eso, hoy no es un día propiamente de luto sino es un día en que se celebra el amor de Dios por el hombre, amor que llega a su más alta expresión " Dios no perdonó a su Propio Hijo, sino lo entregó por nosotros"(Rom 8,32). Hoy el corazón se detiene a contemplar cómo el Hijo Unigénito de Dios, consubstancial al Padre, eterno como el Padre, habiéndose encarnado nos da la máxima prueba de amor: el morir por nosotros, pues en verdad "Nadie tiene mayor amor que aquel que da la vida por sus amigos" (Juan 15, 13). "El castigo que nos devuelve la paz cayó sobre él y por sus llagas hemos sido curados. Todos errábamos como ovejas sin pastor y Él cargo la iniquidad de todos nosotros" (Is. 53,5) (1L). Es decir, que Cristo ha pagado por mis pecados y en eso hay una prueba grande de su amor por mí. Jesucristo sumo Sacerdote que ha penetrado en los cielos, es capaz de compadecerse de nuestras flaquezas. Él es autor de nuestra salvación eterna (2L).


Mensaje doctrinal

1. El siervo de Yahveh. El cuarto cántico del siervo de Yahveh es un momento culminante de la revelación del Antiguo Testamento. Se trata de la interpretación de la historia de Israel como expiación vicaria y redentora en favor del resto, en favor de la comunidad judaica y de todos los pueblos de la tierra. En verdad se trata de un mensaje jamás escuchado y que no aparecerá nuevamente en el Antiguo Testamento. Es verdad que aquellos que eran considerados “amigos de Dios” solían interceder en favor de su pueblo. Abraham intercede por los pecados de Sodoma y Gomorra; Moisés pasa cuarenta días y cuarenta noche ante Dios haciendo penitencia por el pecado de su pueblo y pidiéndole que no lo destruya; el profeta Jeremías sufre grandes penalidades en favor del pueblo y de los desterrados. Sin embargo, ninguno de estos personajes sufre como el misterioso siervo de Yahveh. El sufrimiento de este siervo es claramente un sufrimiento vicario: “el castigo que nos trajo la paz cayó sobre Él y por sus llagas hemos sido curados”. La imagen del siervo es desoladora y podría causar una profunda tristeza, sin embargo, la contemplación se detiene en los frutos del sacrificiodel siervo de Yahveh: se trata de llegar a conocer que ha sufrido “por nosotros”, a favor de nosotros, en lugar nuestro, que su vida ha sido una expiación vicaria y que a causa de él tenemos la paz y hemos sido salvados. Ciertamente en Cristo vemos la realización más completa y plena de esta figura del Siervo doliente. En Él tenemos la salvación de nuestros pecados. La vida, el sufrimiento, la muerte del Siervo de Yahveh son el único medio para reconciliar a Dios con los hombres. Abandonándose en las manos de Yahveh, el siervo ha obtenido aquello que no habían obtenido los sacrificios rituales de Israel o los sacrificios a la divinidad de los gentiles. El siervo de Yahveh tendrá por ello una grande fecundidad, una gran descendencia. En el momento de la mayor oscuridad es, paradójicamente, el momento del triunfo del siervo de Yahveh: justificará a muchos, será fecundo. En Cristo crucificado vemos el cumplimiento cabal de la profecía del siervo doliente.


Sugerencias pastorales

1. El amor a la cruz. Cuando el peso de nuestros pecados o de los pecados del mundo nos abrume, cuando sintamos la fragilidad de ser humanos y veamos que llevamos el tesoro en vasijas de barro, miremos a Cristo que en su Cruz nos revela el amor del Padre: “Quien ha visto a Cristo ha visto al Padre”. Jesús cruzó una mirada con Pedro después de sus negaciones y Pedro lloró y Pedro se rehizo. Dios quiere que nuestra vida viva no quede atenazada por el miedo o por el pecado. Dios quiere que cumplamos nuestra misión aun en medio de nuestra fragilidad humana, para que quede patente que poder tan extraordinario viene de Dios.

Cuando sintamos la soledad, el dolor, las penas íntimas del alma, y asome a nuestros labios el lamento: "Dios mío, Dios mío ¿ por qué me has abandonado? ¿por qué me has olvidado? ¿Por qué ya no cuidas de mí?" hemos de volver a la Cruz de Cristo y saber que Él, se ha hecho solidario con todas mis cruces y que él me acompaña hasta la consumación de los siglos, en todos los momentos de mi vida, especialmente en los más difíciles.

Cuando la desesperación quiera tocar a nuestra puerta, hemos de recordar que El Señor es fiel a su Palabra, a su Alianza y no me olvida, no me abandona. “¿Podrá una madre olvidarse de su hijo? Pues aunque ella se olvide yo no te olvidaré”. ¡Qué estupor el descubrir nuevamente el valor de mi cruz como prueba de la amistad de Cristo! El valor de la cruz que hago sobre mi frente cada mañana. El valor de la cruz que yo como sacerdote realizo para perdonar los pecados "in persona Christi". El valor de la cruz que como religioso es lo único que puedo llamar propiamente mío.

La comprensión de la cruz sólo requiere humildad, no es cuestión de sabiduría o de edad, sino de sencillez, como lo muestra el caso de tantos pequeños que en medio de sus años infantiles son capaces de actos heroicos como son los niños de Fátima. "Sólo los humildes saben doblar la espalda bajo el peso de la cruz y sólo en ellos la cruz realiza esa acción de purificación del pecado".

La meditación de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo ha sido y sigue siendo fuente de santidad cristiana y camino de conversión profunda para los hombres. Hoy, en medio de esta sugestiva liturgia del Viernes Santo austera y expresiva a la vez, nuestra alma se postra _como lo hicieran los ministros al inicio de esta ceremonia_ se recoge para orar, para adorar a Cristo en cruz, principio de nuestra salvación . Así como el Santo Padre, en su reciente peregrinación a Tierra Santa, quiso permanecer unos minutos más en el Santo Sepulcro, así también nosotros hoy nos detenemos, para estar con Cristo en el Calvario, y comprender, si cabe, el amor de Dios por nosotros.


46.

Fuente: Catholic.net
Autor: P. Cipriano Sánchez LC

Reflexionemos en Cristo en la cruz, en el crucifijo en el cual nosotros acabamos aprendiendo a Cristo, acabamos reconociendo a Cristo. ¿Qué es lo que vemos cuando miramos el crucifijo? La cruz de Cristo en el Calvario es el testimonio de la fuerza del mal contra el mismo Hijo de Dios; es el poder del mal que en estos momentos parece no tener freno. Incluso Aquél que había vencido al mal, en sus diversos medios de presentarse en la historia del hombre, en el pecado, en el dolor, en la muerte, ahora se ve totalmente a disposición del mal.

La cruz que se levanta sobre la tierra, la cruz que se eleva sobre todos los hombres, que le hace ser Redentor, es al mismo tiempo la más clara manifestación del poder del mal sobre Cristo, es la más clara muestra de que Cristo está dejado por Dios para que todo el mal que sufre el hombre se clave en Él. Sin embargo, Cristo es inocente.

Él es el único, entre los hombres de toda la historia, libre de pecado, incluso de la desobediencia de Adán y del pecado original.
Es en Cristo, —en quien no conocía el pecado—, donde el pecado se hace, al menos aparentemente, señor de su vida. Es la obediencia de Cristo hasta la muerte, y muerte de cruz, la que va a hacer posible que las cadenas del pecado sean vencidas a partir de este momento por todo hombre que se una a la cruz del Salvador.

Sin embargo, si miramos en el corazón de Cristo, ¡con cuánto dolor sufriría el verse hecho pecado!, ¡cuánta repugnancia moral sentiría al verse reducido, no sólo a la condición de pecador, sino de maldito por la ley! “Maldito el hombre que cuelga de un madero”, decía la ley de Moisés.

¡Con cuánto amor habrá tenido que arder el corazón del Señor para ser capaz de vencer la repugnancia del pecado! Es esto lo que vemos: vemos a Jesús crucificado, vemos a Jesús insultado, vemos a Jesús que grita en la cruz: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?” Los esbirros se acercan a la cruz, toman las palabras de Cristo como una burla. Unos le dicen que llaman a Elías, otros le empapan una esponja en vinagre y le dan de beber, y algunos, en el último chiste macabro, le dicen: “Deja, vamos a ver si viene Elías a salvarlo”.

“Pero Jesús, dando un fuerte grito, exhaló el espíritu. En esto, el velo del Santuario se rasgó en dos”. Acababa de cumplirse en Cristo hasta la última de las profecías, y por eso, el velo del Santuario que impedía que los fieles viesen al Santo de los Santos, ya no tenía ningún sentido, no tenía ningún porqué, y se rasga en dos.

¿Qué es lo que hace que Cristo llegue hasta ahí? Si hemos visto su alma en Getsemaní y hemos visto su alma antes de salir al Calvario, ¿cuál es esta última de las profecías, cuál es esta última de las obediencias que Cristo tiene que sufrir? "¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?", el salmo que recitaría nuestro Señor como última oración en el Calvario y que podría ser para nosotros un momento de especial encuentro en el alma de Cristo; que se va identificando con todos estos sentimientos, que mira a sí misma y ve los ultrajes recibidos y, por otra parte, mira a Dios y ve que Él es su Creador, su Señor, en su alma humana, en su naturaleza humana. Al mismo tiempo, Cristo se ve a sí mismo y se da cuenta de que no puede desconfiar de Dios y, sin embargo, está sufriendo la más tremenda de las obscuridades, la más tremenda de las noches del alma, cuando Dios mismo se aparta del alma de Cristo en un misterio insondable, en un misterio irreconocible, en un misterio ante el cual nosotros solamente podemos caer de rodillas y decir: “Creo, Señor, te adoro y te pido perdón, porque todo esa obscuridad, esa noche, la has querido pasar por mí.”

Y como quien no quisiera tocar la herida dolorosa de su Señor, pongámonos simplemente de rodillas delante de Cristo crucificado y pidámosle perdón, porque por nosotros, Él tuvo que llegar a sufrir incluso el despojo absoluto de su Padre.

Si nosotros llegásemos hasta ese encuentro, veríamos cómo Cristo nuestro Señor tiene que sufrir en su alma el sentimiento de la más tremenda de las injusticias: la ignominia de la muerte, que es la suma debilidad del ser humano al ver cómo su cuerpo se deshace por medio de la muerte. ¡Qué duro es ver morir a un ser querido, qué duro debe ser esa impotencia de Cristo, sin otro camino que el de la aceptación! Sólo cuando el hombre ha hecho de la cruz la presencia de Dios en su vida, como Cristo, su mente y su corazón es capaz de ver en la muerte un inclinarse profundo de Dios hacia cada uno de los hombres en los momentos más difíciles y dolorosos.

Cada vez que besamos una cruz, no besamos simplemente un instrumento de tortura en el que han muerto miles y miles de hombres a lo largo de toda la historia de la humanidad, besamos el signo que nuestro Señor hizo bendito con su muerte. En la cruz de Cristo, sobre la que viene la muerte en un torrente de impotencia y de amor, nosotros vemos el toque del amor eterno de Dios sobre las heridas del pecado, que son las que de verdad causan el dolor de la experiencia terrena del hombre. El alma de Cristo, imponente ante la muerte que ve venir, sabe que es el toque de amor eterno de Dios sobre la obscuridad de su debilidad como hombre, y de nuestras debilidades.

Pongámonos nosotros a los pies de la cruz, y dentro de nuestro corazón recitemos ese canto del siervo de Yahvé: “Despreciado y deshecho de hombre, varón de dolores, sabedor de dolencias como ante quien se oculta el rostro despreciable y no le tuvimos en cuenta. Eran nuestras dolencias las que Él llevaba y nuestros dolores los que Él soportaba. Nosotros le vimos, nosotros le tuvimos por azotado, herido de Dios y humillado. Él ha sido herido por nuestras rebeldías, herido por nuestras culpas. Él soportó el castigo que nos trae la paz y con sus cardenales hemos sido curados”.

En Cristo, Varón de Dolores, se encierra el dolor de la cruz; un dolor que abraza el dolor de todos los hombres de la historia. Son nuestras dolencias las que son llevadas; son nuestros dolores los que son soportados; son nuestras rebeldías las que abren su carne; son nuestras culpas las que muelen su cuerpo; son nuestros castigos, que Él soporta, los que nos traen la paz.

Cristo se convierte así en el depositario de toda la culpa de la humanidad. Cristo es el depositario de toda tu culpa y de toda mi culpa, de toda tu vida y de toda mi vida. Veamos a Cristo cargado con nuestros pecados, atrevámonos a decirle: “¿Te acuerdas de este pecado mío? Es tuyo. ¿Te acuerdas de esta otra infidelidad, te acuerdas de esta otra ingratitud? Te la llevas en tus hombros. Todos nosotros, como ovejas, erramos; cada uno marchó por su camino, y Yahvé descargó sobre Él la culpa de todos nosotros
Cristo abraza el dolor redentor en la cruz. Entre malhechores, entre insultos, entre esbirros que se burlan, va cumpliendo, una detrás de otra, las profecías que lo presentan como un cordero llevado al degüello, como oveja que, ante los que la trasquilan, está muda. Tampoco Él abrió la boca. Es el dolor redentor que pasa por la opresión, por la humillación, por el ser lavado, por el silencio...

“Tras arresto y juicio fue arrebatado de sus contemporáneos; quien se preocupa fue arrancado de la tierra de los vivos; por las rebeldías de su pueblo fue herido.” Personalicemos esto y démonos cuenta de que no es un juego que se repite toda la Semana Santa para que el pueblo cristiano tenga algo de que dolerse y algo de que arrepentirse; es una vida humana la que cargó sobre sí todos mis pecados. Una vida que fue considerada impía, maldita, alejada de Dios aun en su muerte. Pero Él era inocente. Su fecundidad proviene precisamente de su don.

Si nosotros nos atrevemos a ver esto así, atrevámonos también a hacer con Cristo un acto de oblación personal, a ofrecernos junto con Cristo en el misterio de la cruz, a ofrecernos junto con Cristo como el único sentido que tiene nuestra vida cristiana.

¿Cómo se puede ser feliz? ¿Cómo se puede perseverar y ser auténtico cuando mira uno a Cristo en la cruz? Solamente hay un camino: siendo corredentor con Cristo en la cruz, estando siempre clavados en esa cruz. Y, cuando vengan los problemas, piensen que ustedes quisieron ser de Cristo, crucificados con Cristo, salvadores de los hombres. Siempre que busquemos otra cosa en nuestra vida, vamos por un camino equivocado, vamos fuera del plan de Dios.

“En la vida de un cristiano, la luz tiene que estar presente y tiene que doblegarnos bajo su peso. No penséis nunca en una vida fácil, lejos del sufrimiento y del sacrificio. La vida terrena es para luchar, para caer en el polvo mil veces y levantarse otras mil veces, es una vida para ser humillados por amor a Cristo. No soñéis con vidas sin cruces. Porque la cruz es un instrumento connatural a la vida del hombre y en especial para aquellos que, por vocación hemos aceptado seguir a Cristo por los caminos del Calvario.

Ahora bien, llevad esa cruz con alegría, con el amor con que se ama a Cristo. Llevad esa cruz con optimismo, con el optimismo del cristiano, que por la fe conoce la trascendencia de su vida de frente a la eternidad. Llevad esa cruz y ayudar a otros a llevarla como buenos samaritanos”.

La muerte de Cristo en la cruz se convierte para nosotros en redención. Y si es un momento de profundo dolor, de negra pena, es al mismo tiempo, un momento de profunda liberación. Mi alma ante ese Cristo crucificado tiene que echarse hacia atrás, mi alma tiene que empujar, tiene que tomar su condición de apóstol, consciente de que a partir de ahora, el Señor crucificado vive en mí, que a partir de ahora el Señor redentor redime con mis palabras, redime con mi corazón, redime con mi celo apostólico, redime con mi ilusión de traer almas para Cristo, redime con mi obediencia, redime por vivir con delicadeza mi vocación.

Así es como Cristo muere este Viernes Santo en la cruz. No es repitiendo de nuevo su sacrificio que nosotros simplemente vamos a conmemorar. Es, sobre todo, haciendo que nosotros nos abracemos con más claridad y con más fuerza a este sacrificio redentor, hecho garantía, hecho amor, hecho corazón dispuesto a servir a los hombres.


47. VIERNES SANTO
PASIÓN DE NUESTRO SEÑOR

I. Jesús es clavado en la Cruz. Toda Su vida está dirigida a este momento supremo. Ahora apenas logra llegar, jadeante y exhausto, a la cima de aquel pequeño altozano llamado “lugar de la calavera”. Enseguida lo tienden sobre el suelo y comienzan a clavarle en el madero. Introducen los hierros primero en las manos, con desgarro de nervios y carne. Luego es izado hasta quedar erguido sobre el palo vertical que está fijo en el suelo. A continuación le clavan los pies. María su Madre, contempla toda la escena. La cruz, que hasta Él había sido un instrumento infame y deshonroso, se convertía en árbol de vida y escalera de gloria. Jesús está elevado en la Cruz. No hay reproches en los ojos de Jesús, sólo piedad y compasión. ¿Porqué tanto padecimiento?, se pregunta San Agustín. Y responde: “Todo lo que padeció es el precio de nuestro rescate” (Comentario sobre el Salmo 21).

II. La crucifixión era la ejecución más cruel y afrentosa que conoció la antigüedad. Un ciudadano romano no podía ser crucificado. La muerte sobrevenía después de una larga agonía. Muchos son los que se niegan a aceptar a un Dios hecho hombre que muere en un madero para salvarnos: el drama de la cruz sigue siendo motivo de escándalo para los judíos y locura para los gentiles (1 Corintios 1, 23). La unión íntima de cada cristiano con su Señor necesita de ese conocimiento completo de su vida, también de este capítulo de la Cruz. Aquí se consuma nuestra Redención, aquí encuentra sentido el dolor del mundo, aquí conocemos un poco la malicia del pecado y el amor de Dios por cada hombre. No quedemos indiferentes ante un Crucifijo. “Es muy posible que en alguna ocasión, a solas con un crucifijo, se te vengan las lágrimas a los ojos. No te domines... Pero procura que ese llanto acabe en un propósito” (J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Vía crucis)

III. Los frutos de la Cruz no se hicieron esperar. Uno de los ladrones, después de reconocer sus pecados, se dirige a Jesús: Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu reino. Para convertirse en discípulo de Cristo no ha necesitado de ningún milagro; le ha bastado contemplar de cerca el sufrimiento del Señor. La eficacia de la Pasión no tiene fin. Cada uno de nosotros puede decir en verdad: el Hijo de Dios me amó y se entregó por mí (Gálatas 2, 20). Muy cerca de Jesús está su Madre, y con Ella, Juan, el más joven de los Apóstoles. Y en la persona de Juan nos da a su Madre como Madre nuestra. (Juan 19, 26-27). Pidámosle a Santa María: “Haz que me enamore su Cruz y que en ella viva y more” (Himno Stabat Mater).



48. Ponte de rodillas delante de Cristo crucificado
Viernes Santo. Cristo abraza el dolor redentor en la cruz para salvarnos a nosotros.

Autor: P. Cipriano Sánchez LC | Fuente: Catholic.net
Reflexionemos en Cristo en la cruz, en el crucifijo en el cual nosotros acabamos aprendiendo a Cristo, acabamos reconociendo a Cristo. ¿Qué es lo que vemos cuando miramos el crucifijo? La cruz de Cristo en el Calvario es el testimonio de la fuerza del mal contra el mismo Hijo de Dios; es el poder del mal que en estos momentos parece no tener freno. Incluso Aquél que había vencido al mal, en sus diversos medios de presentarse en la historia del hombre, en el pecado, en el dolor, en la muerte, ahora se ve totalmente a disposición del mal.

La cruz que se levanta sobre la tierra, la cruz que se eleva sobre todos los hombres, que le hace ser Redentor, es al mismo tiempo la más clara manifestación del poder del mal sobre Cristo, es la más clara muestra de que Cristo está dejado por Dios para que todo el mal que sufre el hombre se clave en Él. Sin embargo, Cristo es inocente.

Él es el único, entre los hombres de toda la historia, libre de pecado, incluso de la desobediencia de Adán y del pecado original.
Es en Cristo, —en quien no conocía el pecado—, donde el pecado se hace, al menos aparentemente, señor de su vida. Es la obediencia de Cristo hasta la muerte, y muerte de cruz, la que va a hacer posible que las cadenas del pecado sean vencidas a partir de este momento por todo hombre que se una a la cruz del Salvador.

Sin embargo, si miramos en el corazón de Cristo, ¡con cuánto dolor sufriría el verse hecho pecado!, ¡cuánta repugnancia moral sentiría al verse reducido, no sólo a la condición de pecador, sino de maldito por la ley! "Maldito el hombre que cuelga de un madero”, decía la ley de Moisés.

¡Con cuánto amor habrá tenido que arder el corazón del Señor para ser capaz de vencer la repugnancia del pecado! Es esto lo que vemos: vemos a Jesús crucificado, vemos a Jesús insultado, vemos a Jesús que grita en la cruz: "¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?” Los esbirros se acercan a la cruz, toman las palabras de Cristo como una burla. Unos le dicen que llaman a Elías, otros le empapan una esponja en vinagre y le dan de beber, y algunos, en el último chiste macabro, le dicen: "Deja, vamos a ver si viene Elías a salvarlo”.

"Pero Jesús, dando un fuerte grito, exhaló el espíritu. En esto, el velo del Santuario se rasgó en dos”. Acababa de cumplirse en Cristo hasta la última de las profecías, y por eso, el velo del Santuario que impedía que los fieles viesen al Santo de los Santos, ya no tenía ningún sentido, no tenía ningún porqué, y se rasga en dos.

¿Qué es lo que hace que Cristo llegue hasta ahí? Si hemos visto su alma en Getsemaní y hemos visto su alma antes de salir al Calvario, ¿cuál es esta última de las profecías, cuál es esta última de las obediencias que Cristo tiene que sufrir? "¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?", el salmo que recitaría nuestro Señor como última oración en el Calvario y que podría ser para nosotros un momento de especial encuentro en el alma de Cristo; que se va identificando con todos estos sentimientos, que mira a sí misma y ve los ultrajes recibidos y, por otra parte, mira a Dios y ve que Él es su Creador, su Señor, en su alma humana, en su naturaleza humana. Al mismo tiempo, Cristo se ve a sí mismo y se da cuenta de que no puede desconfiar de Dios y, sin embargo, está sufriendo la más tremenda de las obscuridades, la más tremenda de las noches del alma, cuando Dios mismo se aparta del alma de Cristo en un misterio insondable, en un misterio irreconocible, en un misterio ante el cual nosotros solamente podemos caer de rodillas y decir: "Creo, Señor, te adoro y te pido perdón, porque todo esa obscuridad, esa noche, la has querido pasar por mí.”

Y como quien no quisiera tocar la herida dolorosa de su Señor, pongámonos simplemente de rodillas delante de Cristo crucificado y pidámosle perdón, porque por nosotros, Él tuvo que llegar a sufrir incluso el despojo absoluto de su Padre.

Si nosotros llegásemos hasta ese encuentro, veríamos cómo Cristo nuestro Señor tiene que sufrir en su alma el sentimiento de la más tremenda de las injusticias: la ignominia de la muerte, que es la suma debilidad del ser humano al ver cómo su cuerpo se deshace por medio de la muerte. ¡Qué duro es ver morir a un ser querido, qué duro debe ser esa impotencia de Cristo, sin otro camino que el de la aceptación! Sólo cuando el hombre ha hecho de la cruz la presencia de Dios en su vida, como Cristo, su mente y su corazón es capaz de ver en la muerte un inclinarse profundo de Dios hacia cada uno de los hombres en los momentos más difíciles y dolorosos.

Cada vez que besamos una cruz, no besamos simplemente un instrumento de tortura en el que han muerto miles y miles de hombres a lo largo de toda la historia de la humanidad, besamos el signo que nuestro Señor hizo bendito con su muerte. En la cruz de Cristo, sobre la que viene la muerte en un torrente de impotencia y de amor, nosotros vemos el toque del amor eterno de Dios sobre las heridas del pecado, que son las que de verdad causan el dolor de la experiencia terrena del hombre. El alma de Cristo, imponente ante la muerte que ve venir, sabe que es el toque de amor eterno de Dios sobre la obscuridad de su debilidad como hombre, y de nuestras debilidades.

Pongámonos nosotros a los pies de la cruz, y dentro de nuestro corazón recitemos ese canto del siervo de Yahvé: "Despreciado y deshecho de hombre, varón de dolores, sabedor de dolencias como ante quien se oculta el rostro despreciable y no le tuvimos en cuenta. Eran nuestras dolencias las que Él llevaba y nuestros dolores los que Él soportaba. Nosotros le vimos, nosotros le tuvimos por azotado, herido de Dios y humillado. Él ha sido herido por nuestras rebeldías, herido por nuestras culpas. Él soportó el castigo que nos trae la paz y con sus cardenales hemos sido curados”.

En Cristo, Varón de Dolores, se encierra el dolor de la cruz; un dolor que abraza el dolor de todos los hombres de la historia. Son nuestras dolencias las que son llevadas; son nuestros dolores los que son soportados; son nuestras rebeldías las que abren su carne; son nuestras culpas las que muelen su cuerpo; son nuestros castigos, que Él soporta, los que nos traen la paz.

Cristo se convierte así en el depositario de toda la culpa de la humanidad. Cristo es el depositario de toda tu culpa y de toda mi culpa, de toda tu vida y de toda mi vida. Veamos a Cristo cargado con nuestros pecados, atrevámonos a decirle: "¿Te acuerdas de este pecado mío? Es tuyo. ¿Te acuerdas de esta otra infidelidad, te acuerdas de esta otra ingratitud? Te la llevas en tus hombros. Todos nosotros, como ovejas, erramos; cada uno marchó por su camino, y Yahvé descargó sobre Él la culpa de todos nosotros
Cristo abraza el dolor redentor en la cruz. Entre malhechores, entre insultos, entre esbirros que se burlan, va cumpliendo, una detrás de otra, las profecías que lo presentan como un cordero llevado al degüello, como oveja que, ante los que la trasquilan, está muda. Tampoco Él abrió la boca. Es el dolor redentor que pasa por la opresión, por la humillación, por el ser lavado, por el silencio...

"Tras arresto y juicio fue arrebatado de sus contemporáneos; quien se preocupa fue arrancado de la tierra de los vivos; por las rebeldías de su pueblo fue herido.” Personalicemos esto y démonos cuenta de que no es un juego que se repite toda la Semana Santa para que el pueblo cristiano tenga algo de que dolerse y algo de que arrepentirse; es una vida humana la que cargó sobre sí todos mis pecados. Una vida que fue considerada impía, maldita, alejada de Dios aun en su muerte. Pero Él era inocente. Su fecundidad proviene precisamente de su don.

Si nosotros nos atrevemos a ver esto así, atrevámonos también a hacer con Cristo un acto de oblación personal, a ofrecernos junto con Cristo en el misterio de la cruz, a ofrecernos junto con Cristo como el único sentido que tiene nuestra vida cristiana.

¿Cómo se puede ser feliz? ¿Cómo se puede perseverar y ser auténtico cuando mira uno a Cristo en la cruz? Solamente hay un camino: siendo corredentor con Cristo en la cruz, estando siempre clavados en esa cruz. Y, cuando vengan los problemas, piensen que ustedes quisieron ser de Cristo, crucificados con Cristo, salvadores de los hombres. Siempre que busquemos otra cosa en nuestra vida, vamos por un camino equivocado, vamos fuera del plan de Dios.

"En la vida de un cristiano, la luz tiene que estar presente y tiene que doblegarnos bajo su peso. No penséis nunca en una vida fácil, lejos del sufrimiento y del sacrificio. La vida terrena es para luchar, para caer en el polvo mil veces y levantarse otras mil veces, es una vida para ser humillados por amor a Cristo. No soñéis con vidas sin cruces. Porque la cruz es un instrumento connatural a la vida del hombre y en especial para aquellos que, por vocación hemos aceptado seguir a Cristo por los caminos del Calvario.

Ahora bien, llevad esa cruz con alegría, con el amor con que se ama a Cristo. Llevad esa cruz con optimismo, con el optimismo del cristiano, que por la fe conoce la trascendencia de su vida de frente a la eternidad. Llevad esa cruz y ayudar a otros a llevarla como buenos samaritanos”.

La muerte de Cristo en la cruz se convierte para nosotros en redención. Y si es un momento de profundo dolor, de negra pena, es al mismo tiempo, un momento de profunda liberación. Mi alma ante ese Cristo crucificado tiene que echarse hacia atrás, mi alma tiene que empujar, tiene que tomar su condición de apóstol, consciente de que a partir de ahora, el Señor crucificado vive en mí, que a partir de ahora el Señor redentor redime con mis palabras, redime con mi corazón, redime con mi celo apostólico, redime con mi ilusión de traer almas para Cristo, redime con mi obediencia, redime por vivir con delicadeza mi vocación.

Así es como Cristo muere este Viernes Santo en la cruz. No es repitiendo de nuevo su sacrificio que nosotros simplemente vamos a conmemorar. Es, sobre todo, haciendo que nosotros nos abracemos con más claridad y con más fuerza a este sacrificio redentor, hecho garantía, hecho amor, hecho corazón dispuesto a servir a los hombres.