Ven Espíritu Santo, la Iglesia te necesita para caminar
Muchas veces en nuestra vida hemos pedido la luz del Espíritu
para seguir caminando. Y a lo mejor, no siempre hemos oído con
atención aquellas palabras del Señor:
«El que tenga sed, que venga a mi; el que crea en mi, que beba.
Como dice la Escritura: de sus entrañas manarán torrentes de agua
viva. Decía esto refiriéndose al Espíritu, que habían de recibir los
que creyeran en El. Todavía no se había dado el Espíritu, porque
Jesús no habla sido glorificado» (Jn 7,37-39).
El Señor fue glorificado y el Espíritu vino sobre los Apóstoles el
día de Pentecostés porque vivían la cercanía de Jesucristo. El
Señor derramó el Espíritu sobre ellos y desde entonces el Espíritu
no ha abandonado a su Iglesia. El es su fuerza, quien le da luz para
el camino por la historia.
Para servir mejor a los hombres, como Dios quiere y no como
nosotros queramos, tenemos que abrirnos al Espíritu del Señor y
estar atentos a todas sus insinuaciones. Sobre todo debemos pedir
a Dios que venga e ilumine a su Iglesia. Tenemos que ponernos en
actitud de que venga. Como dice la Palabra del Señor, lo más
radical es ir a quitar la sed donde el Señor. Quien va donde El a
quitar la sed, a beber, a ese le viene el Espíritu que el Señor
derrama.
Nuestro mundo en multitud de ocasiones anda confundido, no
sabe por dónde ir. Quiere buscar la verdad, pero a veces, ante la
multitud de verdades que se presentan como tales, son engañados.
En este mundo, necesitamos que la Iglesia diga la verdad y para
ello debe abrirse a quien la puede decir, que es Dios.
Necesitamos vivir junto a ti, Señor. Muchas voces sentimos sed.
Haz que la quitemos junto a ti. Y no solamente porque así nos
ayudamos a nosotros, sino porque de esta manera tenemos la
seguridad de que ayudamos al mundo.
En multitud de ocasiones nos hemos propuesto luchar para que
la Iglesia ayude a los hombres, pero casi siempre lo hemos hecho
desde nuestras armas personales. No acabamos de descalzarnos,
que es la insinuación que Yahvéh hizo a Moisés cuando quería
agarrarlo y manejarlo. Desde el fondo de la zarza oyó Moisés el
mandato de Dios: descálzate, no hagas valer tus derechos. Si te
descalzas te diré quién eres, te diré quién soy y haremos una
alianza nueva. Eso mismo nos dice el Señor: descalzaos, no hagáis
valer vuestros derechos, recibid mi luz por el Espíritu. Para ello
tenéis que acercaros a Mí. No podéis vivir, ni servir al mundo desde
vuestras ideas. No podéis servir a la Iglesia, vivir en ella
fraternalmente, y ser desde ella sal y luz del mundo, si no os
acercáis a Mí. Desde esa cercanía os daré el Espíritu.
Dimitir de nosotros y acercarnos de verdad al Señor es una
condición indispensable para que el Espíritu venga sobre los
hombres y sea El quien dinamice e impulse a su Iglesia.
La iglesia es propiedad de Dios
Al primer grupo que sigue al Señor—un grupo muy diverso—,
cada uno había llegado desde experiencias muy distintas. Después
de la resurrección del Señor, descubrimos al grupo viviendo una
actitud que parece que es radical para todo discípulo: «Estaban
todos reunidos en un mismo lugar» (Act 2,1). Con muchas
diferencias, con distintos pareceres, fiándose del Señor de diversas
maneras, pero todos esperándole. Estaban reunidos porque se
fiaban del Señor, de su Palabra. El Espíritu vino sobre ellos, sobre
cada uno. No vino sobre los que pensaban de una manera
determinada También caía el Espíritu sobre los que les oían que
eran hombres de diversos pueblos y culturas distintas:
«Había en Jerusalén hombres piadosos, que allí residían,
venidos de todas las naciones que hay bajo el cielo ¿cómo cada
uno de nosotros les oímos en nuestra propia lengua nativa?»
(/Hch/02/05-08).
También nosotros somos diversos, de edad y mentalidades
diferentes, de culturas distintas; en esto coincidimos con los
primeros hermanos nuestros del siglo I. Nos tenemos que
preguntar, sin embargo, si todos nos hemos puesto juntos a
esperar al Espíritu o cada uno de nosotros nos juntamos según las
mentalidades, edad o formas de intervenir en la vida. Ante la
Palabra de Dios, parece que esperar al Espíritu así es una
barbaridad. Constantemente deberíamos preguntarnos: ¿Con quién
me junto yo? ¿Para qué me junto? ¿Estoy en la misma estancia con
los que son distintos porque es necesario que juntos esperemos al
Espíritu? Actitudes no abiertas a la Palabra del Señor, han podido
llevarnos muchas veces en nuestras actuaciones a actuar como si
el mensaje de Jesús fuese para un grupo determinado, una cultura
o una forma de juzgar. Y nada más contrario al Espíritu que viene a
la Iglesia en Pentecostés. El Señor envía el Espíritu a su Iglesia,
que es universal, a la que pertenecen hombres de geografías
distintas, de historias muy diferentes, pero a hombres que pese a
esas diferencias creen que lo que les une es el Señor Jesús y se
ponen a esperar al Espíritu juntos, sabiendo que la Palabra del
Señor la han de entender partos, medos, elamitas, habitantes de
Mesopotamia, Judea, Capadocia, etc» hombres que pensando de
distinta manera, siendo de culturas diversas, unen sus corazones
no por lo que tienen, sino por el descubrimiento que Dios hace en
ellos al decirles lo que son.
En la Iglesia primitiva se observa que interesa que los hombres
conozcan al Señor. Y para comunicarlo es necesario que venga el
Espíritu. Por eso la actitud radical en la que la Iglesia nace y
comienza a predicar a Jesucristo, es reuniéndose todos los que
habían vivido juntos con el Señor. Reuniéndose para esperar al
Espíritu. No pusieron ninguna condición más que saber esperar,
fiarse de Jesucristo que les había dicho que aguardasen al Espíritu
de la verdad que les iba a enviar. Sólo así, desde esta actitud
radical, la Iglesia comienza con el dinamismo misionero que
observamos al principio y que seguimos viendo hoy después de
veinte siglos. Un dinamismo que llevó a decir a los que veían lo que
predicaban los Apóstoles: «¿Qué significa esto? Otros en cambio
decían riéndose: ¡Están llenos de mosto!» (Act 2,12-13). En
definitiva, se siguió repitiendo lo que había pasado con Cristo: unos
creyeron en El y otros pensaron que era un impostor. Pero al fin y
al cabo, tanto El como la Iglesia fueron y son un interrogante para
los hombres.
Necesitamos que el mundo de hoy se siga preguntando ¿qué
significa esto? E incluso que digan también: Están llenos de mosto!
Lo dirán en la medida en que los que pertenecemos a la Iglesia nos
dejemos llenar por el Espíritu y llevemos la luz del Espíritu. El
mundo de hoy necesita signos evidentes de la presencia de Dios
entre los hombres, y un signo que Dios ha querido poner es la
Iglesia. Nosotros; somos parte de ella, pero urge que nos dejemos
iluminar con la luz de la verdad. Para iluminar con esta luz es
urgente que nos juntemos para recibir al Espíritu. Hay un dato
fundamental de estos últimos tiempos en nuestra Iglesia: cuando
creyó que debía escuchar lo que el Espíritu quería decirla para que
sirviese a los hombres, se juntó en Concilio. Recordemos el Concilio
Vaticano II. Se juntan sucesores de los Apóstoles diversos en
cultura, mentalidad y edad. Juntos caminan y nos hacen descubrir
en los documentos conciliares lo que Dios quiere hoy de su Iglesia.
Este hecho cercano a nuestra vida como el del principio, nos ha de
ayudar a vislumbrar lo que tenemos que hacer. No podemos negar
que este hecho de juntarse y de hacerlo en el nombre del Señor, no
ha dado luz a la Iglesia y a través de ella a todos los hombres.
Los cristianos de hoy, necesitamos escuchar muchas veces
aquellas palabras de Pablo:
«Y nadie puede decir ¡Jesús es Señor! Sino con el Espíritu
Santo. Hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo;
diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo; diversidad de
operaciones, pero es el mismo Dios que obra en todos» (I Cor
12,3b-6).
Esto tiene que hacerse realidad en nuestra Iglesia hoy, porque la
Palabra no es algo que se hizo, sino que es algo permanente y que
sigue sucediendo entre los hombres. Urge que en la Iglesia nos
veamos como hermanos y descubramos que nadie puede decir
Jesús es Señor, si no lo inspira el Espíritu; urge que caigamos en la
cuenta de que nadie tiene el monopolio del Espíritu y que una
condición esencial según el Señor para recibirlo, es vivir junto a El.
Ir donde El cada vez que tengamos sed, pues nos la quita con el
Espíritu. El Espíritu insinúa y da a su Iglesia diversidad de dones,
carismas, ministerios para el servicio de la misma Iglesia para que
así ésta edifique el mundo como Dios quiere que sea.
Cuando Pablo quiere hacer entender a los cristianos la
necesidad de unos y otros, sólo se le ocurre el símil del cuerpo.
Nadie sobra en la Iglesia. Dios no quiere que nadie se pierda;
quiere que escuchemos al Espíritu; gime pues desea hacerse
presente entre los hombres. Solamente cuando esto es así, es
posible crear la fraternidad en la Iglesia, no una fraternidad
realizada desde componendas o desde falsos modos de entenderla
sino construida desde la fuerza del Espíritu del Señor. Una
fraternidad que siente como Dios mismo siente. A Dios no le sobra
nadie. Cuando Cristo vivió en este mundo nos enseñó a vislumbrar
que necesitaba a todos y a todos llamaba. Bien es verdad que no
todos hicieron caso, pero El los llamó a todos. Si esto lo hacía con
todos los que se acercaban a su lado y no creían como El en el
Padre, ¿cómo nosotros que creemos en el Señor, que sabemos
que formamos parte de la Iglesia, vamos a desechar a los demás, a
nuestros hermanos? ¿Cómo no vamos a estar atentos a lo que nos
dicen y piensan, aunque no coincidan con las respuestas
pastorales que dan? ¿No tendremos que estar atentos a ellos y
saberlos escuchar? La Palabra del Señor nos dice:
«Pues del mismo modo que el cuerpo es uno, aunque tiene
muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, no obstante su
pluralidad, no forman más que un solo cuerpo, así también Cristo.
Porque en un solo Espíritu hemos sido bautizados, para no formar
más que un cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres. Y todos
hemos bebido de un solo Espíritu» (I Cor 12, 12-13).
La Iglesia se constituye como tal en el encuentro con Cristo
En el encuentro con Cristo viene el Espíritu y se da la misión. El
encuentro con el Señor es costoso. Casi siempre tenemos las
puertas cerradas, porque tenemos miedos. Y no nos debe extrañar
pues no somos nosotros más que los primeros. Los primeros
cerraron las puertas por miedo a los judíos aunque habían estado
viviendo junto al Señor y le habían visto hacer muchos milagros.
Pero tenían miedo porque se habían hecho famosos por la cercanía
que habían tenido con El, pues las gentes del lugar los conocían
por ser discípulos de Cristo. Es preciso que el Señor entre aunque
estén cerradas las puertas. El entra siempre; entra una y otra vez. Y
siempre nos comunica lo mismo: su paz.
«Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando
cerradas por miedo a los judíos las puertas del lugar donde se
encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y
les dijo: La paz con vosotros» (/Jn/20/19).
También en el atardecer de nuestra vida cerramos las puertas
por miedo: por miedo al qué dirán, por no hacemos impopulares,
por no ir en contra de lo que a los hombres les gusta más en el
momento, por no molestar al que pensamos que puede hacemos
daño, aunque creamos que está haciendo cosas que no están
dentro de la voluntad del Señor. Surgen miedos a que se nos
complique la vida, a que el Señor nos exija más y más. Pero, pese a
todo, el Señor Jesús se hace presente en nuestra vida. Se presenta
en medio de nosotros y nos dice: «La paz con vosotros». Todos
tenemos experiencia de las veces que le hemos cerrado las puertas
y El se ha presentado en medio de nuestras vidas. Pero además
quiere presentarse cuando estamos con otros porque casi siempre
que cogemos miedo vamos con otros, hacemos grupos. El miedo no
deja estar solo. Pero aún reunidos, el Señor se hace presente en
medio de nuestras vidas.
Hoy se hace presente en medio de nosotros para decimos que
nos da su paz, que no es una paz estática. La paz de Cristo es un
grito fuerte a nuestros oídos, que nos dice que no podemos cerrar
las puertas, que no podemos tener miedo, que con El ha llegado
todo a lo que los hombres aspiran: libertad, verdad, bondad,
sinceridad, liberación, etc. La paz de Cristo es un grito para que
abramos las puertas y los hombres nos preguntemos si de verdad
estamos viviendo como tales. Es un grito a los discípulos para
decirnos que no es un muerto, sino que es alguien vivo, que es el
mismo Jesús que ha resucitado. Cuando los discípulos del Señor
escuchamos la paz, y vivimos conforme a ella, damos importancia a
las cosas que realmente la tienen. Nos importa más vivir junto a El y
escucharle, que escuchar las versiones que cada uno de nosotros
tenemos según nuestros miedos. Nos importa más saber que El es
la verdad, el camino, que buscar nuestras verdades y nuestros
caminos, que precisamente, por ser nuestros, nos separan.
Cuando decidimos vivir en la presencia del Señor, cuando
acogemos su presencia, quitamos los miedos y somos más
fraternos, más capaces de ver en el otro la presencia de Dios. Más
pobres y, por tanto, no nos agarramos a tantas cosas, solamente
nos agarramos a Dios. Cuando un hombre se agarra a Dios,
comprende a los demás como el mismo Dios lo comprende. Quitar
miedos por la presencia del Señor, supone eliminar grupos
realizados por ideas o ideologías, que no hacen desaparecer los
miedos, sino que los aumentan. Los miedos no desaparecen sino
que por el contrario siempre vienen más y por ellos es necesario
agarrarse con más fuerza al que hace grupo conmigo. El Señor no
hizo así la fraternidad apostólica: quiso hacerse presente y que se
agarrasen a El y solamente a El que es superación de toda idea y
de toda clave que suponga manejar al hombre y no dejarle abrir las
puertas.
Cuando el Señor se hizo presente en medio de los discípulos,
éstos se alegraron: «Los discípulos se alegraron de ver al Señor»
(Jn 20,20). Pero esta alegría nacía de una hondura muy distinta a la
que a veces habían tenido. No nacía de haber triunfado en la vida
porque ninguno había llegado a tener los puestos que la madre de
los hijos de Zebedeo había pedido para ellos. La misma presencia
del Señor en medio de ellos, no eliminaba la persecución de los
judíos. Aparentemente todo seguía igual. Pero, sin embargo, había
algo que había cambiado radicalmente y era que sentían la
compañía de Jesucristo. Y esta compañía les había quitado todos
los miedos y turbaciones. Las tristezas que podrían venir de las
situaciones de persecución de los judíos, de no haber conseguido
aquel reino que se habían imaginado, desaparece en el momento
en que el Señor se hace presente y sienten la compañía de Cristo.
En el fondo, las tristezas y los miedos venían de la ausencia del
Maestro.
Si nos miramos en profundidad, descubrimos que también en
nuestra vida de Iglesia las tristezas y desconfianzas nos vienen
cuando el Señor está ausente de nuestra vida personal y
comunitaria. Una Iglesia triste y un cristiano triste y con miedos,
necesariamente tiene que preguntarse, ¿por qué esa tristeza y por
qué los miedos? La tristeza y Ios miedos traen la división y no hay
nada más contrario al espíritu del Evangelio que la división y la falta
de fraternidad. El Señor que es camino, verdad y vida, trae
fraternidad, esperanza, alegría. Las ideas que manifiestan caminos
distintos y vidas diferentes, normalmente traen —y siempre a la
larga—división, desesperanza, tristezas, desconfianzas con los que
tienen otras ideas. Cristo trae la alegría porque el hombre se siente
en compañía de alguien más grande y más importante que nadie,
de quien hace ser a todos y a todo. Cuando uno vive así, se siente
seguro. Es desde aquí, desde donde he podido entender a San
Justino cuando dice: «Sí, soy cristiano. El prefecto dijo a Justino:
escucha, tú que te las das de saber y conocer las verdaderas
doctrinas; si después de azotado mando que te corten la cabeza,
¿crees que subirás al cielo? Justino contestó: espero que entraré
en la casa del Señor si soporto todo lo que tú dices; pues sé que a
todos los que vivan rectamente les está reservada la recompensa
divina hasta el fin de los siglos» (De las Actas del martirio de San
Justino y compañeros, caps. 1-5: cf. PG 6, 1366-1371). Esta actitud
honda de San Justino solamente tiene explicación entendida desde
la experiencia patente de que la salvación la encuentra en el Señor.
Además, la misión solamente la da el Señor cuando le reciben a
El. Da la misión y la fuerza para realizarla:
«Jesús les dijo otra vez: La paz con vosotros. Como el Padre me
envió, también yo os envió. Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo:
Recibid el Espíritu Santo» (/Jn/20/21-22).
La misión se da en el encuentro con Cristo. No hay misión si no
hay encuentro con el Señor. Y no hay fuerza para realizar la misión,
que es el Espíritu, si no hay encuentro con Jesucristo.
Una Iglesia que no siente la necesidad fundamental de ponerse
en situación de encontrarse con el Señor, es señal de que su
misión no está muy clara o de que la tiene oscurecida. Un grupo de
creyentes que se junta para ver qué hacen los demás o para hacer
algo en contra de ello y no para recibir al Señor, es señal de que la
sintonía que tienen con quien da la misión es pequeña y que
además andan distraídos de la misión del Señor. Es importante que
los cristianos, en estos momentos, nos pongamos en actitud de
encuentro con el Señor. Ya que, como El mismo nos ha dicho,
solamente en el encuentro, El nos da la misión y nos da el Espíritu
para poder realizarlo.
Es urgente que los cristianos descubramos lo que es importante
y dispongamos nuestras vidas para realizar lo que el Señor quiere
que realicemos con más urgencia. Es necesario que veamos cuáles
fueron las primeras exigencias de los discípulos del Señor, cuáles
fueron las primeras experiencias, desde dónde las tuvieron y qué es
lo que les llevó a realizarlas. Solamente desde estas actitudes
originales, podemos hoy dar respuestas coherentes a los hombres
desde la Iglesia. Si la Iglesia está dispuesta a vivir y a morir
solamente ante el Señor y por el Señor en servicio de los hombres,
si siente la liberación de los miedos y de las ataduras de las
tristezas, es porque ha descubierto en Jesucristo el camino para
abrirse a la anchura oxigenadora de verdad y a la alegría no
producida por el triunfo de la vida que más o menos es caduco, sino
a la alegría originada por sentir el cariño de Dios permanentemente
en nuestras vidas y ver ese mismo cariño en todos los hombres,
piensen lo que piensen y sean lo que sean. Porque aun así, Dios
no retira la mirada a nadie, ni incluso a aquél que se niega a
admitirlo y a nombrarlo como Señor de todo lo que existe.
Los hombres que viven desde estas actitudes evangélicas
radicales, son los que hacen posible el permanente Pentecostés en
la Iglesia. Un Pentecostés que comenzó hace veinte siglos y que no
se acaba, porque siempre hay hombres dispuestos a recibir a
Jesucristo. A ese Jesús al que Tomás, después de dudar, le dijo:
«Señor mío y Dios mío» (Jn 20,28).
Los miedos nos hacen quedarnos en nuestro grupo
El hombre que tiene miedos necesita defenderse y para ello
busca gente que piense como él para realizar la defensa. Así
organiza la vida según su parecer, sin confrontarla con otros, sin
que nadie le complique. En el momento que se queda sin grupo,
queda a la intemperie. El grupo siempre defiende intereses;
normalmente son intereses ideológicos, pero pueden ser otros. Hay
un texto que evidencia lo expuesto:
«Por entonces se produjo un tumulto no pequeño con motivo del
Camino. Cierto platero, llamado Demetrio, que labraba en plata
templetes de Artemisa y proporcionaba no pocas ganancias a los
artífices, reunió a éstos y también a los obreros de este ramo y les
dijo: Compañeros, vosotros sabéis que a esta industria debemos
bienestar; pero estáis viendo y oyendo decir que no solamente en
Efeso, sino en casi toda el Asia, ese Pablo persuade y aparta a
mucha gente diciendo que no son dioses los que se fabrican con
las manos. Y esto no solamente trae el peligro de que nuestra
profesión caiga en descrédito, sino también que el templo de la
gran diosa Artemisa sea tenido en nada y venga a ser despojada de
su grandeza aquella a quien adora todo el Asia y toda la tierra» (Act
19,23-27).
En el momento que hombres que pertenecen a la Iglesia
comienzan a actuar defendiendo sus intereses, pensando que
alguna cosa va a caer si no se juntan en contra de otros que
defienden algo distinto y que no es esencial sino secundario, la
Iglesia comienza a ser menos Iglesia del Señor.
Los miedos nos quitan disponibilidad
Cuando se tiene miedo, cada uno se agarra a donde está. Suele
costar cambiar. En la Iglesia esto no es comprensible. Desde la
fuerza del Evangelio sólo se entiende la disponibilidad, el perder la
vida porque se conozca el Evangelio. Entender la vida desde la
misión y desde el compromiso que conlleva esta misión en cualquier
lugar, porque no hay un lugar sino que son todos, no hay unos
hombres determinados, sino que puede ser cualquier hombre. Es
desde ahí, desde donde siempre he entendido aquella actitud de
Pablo: «Mientras Apolo estaba en Corinto, Pablo atravesó las
regiones altas y llegó a Efeso donde encontró algunos discípulos»
(Act 19,1). Atravesar la meseta sin mirar para atrás, con
disponibilidad total de la vida para realizar la misión apostólica, son
criterios esenciales que aparecen con claridad en el Evangelio.
Los miedos oscurecen la presencia de Dios entre los
hombres
Cuando los miedos entran en la vida, el hombre comienza a ver
enemigos por todos los lados. A diferencia de Dios que nos ha
dicho que todos los hombres somos hermanos, que acepta a cada
hombre como es, que no le pone ninguna condición para que sea
su hijo, nosotros, cuando llegan los miedos, no aceptamos a los
hombres y ni siquiera los dejamos en paz. Somos capaces de hacer
y de utilizar los medios a nuestro alcance para que sean como
nosotros. Los miedos no nos dejan ver la presencia de Dios en
medio de los hombres. Hubo un hombre que quitó los miedos y que
fue capaz de ver y vislumbrar la presencia de Dios en medio de los
hombres y hacérselo ver a ellos. Hombres como él, necesita la
Iglesia hoy también:
«¿Recibisteis el Espíritu Santo cuando abrazasteis la fe? Ellos
contestaron: pero si nosotros no hemos oído decir siquiera que
exista el Espíritu Santo. El replicó: ¿Pues qué bautismo habéis
recibido? El bautismo de Juan, respondieron. Pablo añadió: Juan
bautizó con un bautismo de conversión, diciendo al pueblo que
creyesen en el que había de venir después de él, o sea Jesús.
Cuando oyeron esto, fueron bautizados en el nombre del Señor
Jesús» (Act 19,2-5).
Los miedos nos hacen no posponer nuestros intereses a
los del Evangelio
Los miedos hacen que los hombres busquemos lo nuestro, que
nos sintamos a gusto en nuestros egoísmos, que nos centremos en
nosotros mismos. Centrarse en uno mismo trae como consecuencia
que no se vea más que lo de uno, que no se tengan otras
preocupaciones. Sin embargo cuando el centro de la vida es el
Señor y nuestro interés es que le conozcan los hombres, los miedos
desaparecen y surge esa actitud de generosidad, de confianza en
Dios, de depositar la vida en el Señor; actitud radical para que el
encuentro con el Señor se produzca y, por tanto, venga el Espíritu
Santo. Es la actitud que le llevó a Pablo a comportarse así:
«Desde Mileto envió a llamar a los presbíteros de la Iglesia de
Efeso... Mirad que ahora yo, encadenado en el Espíritu, me dirijo a
Jerusalén, sin saber lo que allí me sucederá; solamente sé que en
cada ciudad el Espíritu Santo me testifica que me aguardan
prisiones y tribulaciones. Pero yo considero mi vida digna de estima,
con tal que termine mi carrera y cumpla el ministerio que he recibido
del Señor Jesús, de dar testimonio del Evangelio de la gracia de
Dios» (Act 20,17-24).
La alegría del Señor nos hace tener claro el objetivo de
nuestra misión
Tener la alegría del Señor supone sentirse en compañía de Dios
y, por tanto, con la serenidad y la firmeza de saber lo que Dios
quiere de cada uno de nosotros. Por ello, la alegría del Señor, es
decir el sentir la compañía de Dios en nuestra vida, es fundamental
para saber el objetivo prioritario de nuestra misión: «Esta es la vida
eterna que te conozcan a ti, el único Dios verdadero y al que tú has
enviado, Jesucristo» (Jn 17,3). Cuando uno tiene claro el objetivo,
empeña la vida entera en conocer a Dios y a su Enviado para
poderle comunicar a los demás. Como se trata, no de una idea sino
de una persona, de decir y dar testimonio de una persona, es
necesario que empeñemos nuestra vida con ella. De ahí viene la
alegría no solamente para nosotros, sino para todo aquel que se
acerca a nuestra vida.
La alegría del Señor nos hace sentirnos enviados al mundo
para realizar el programa de Jesús
El programa del Señor fue: «He manifestado tu Nombre a los
hombres que tú me has dado tomándolos del mundo». Esta es
nuestra alegría: manifestar a los hombres su nombre, es decir, la
persona de Dios. Pero quiere que lo hagamos con los hombres que
nos pone en nuestro camino; no con los que nosotros quisiéramos,
sino con los que El nos da en cada momento. Lo mismo que Cristo
lo hizo con los que le dio. Nuestra alegría estará en manifestar Dios
a los hombres de nuestro tiempo y con los que en concreto nos
toca vivir y hacerlo desde la Iglesia concreta que tenemos.
Guardarse para otra ocasión, para cuando estén mejor las cosas,
para cuando los hombres piensen como yo, no entra en las
actitudes de Jesucristo y, por tanto, no puede ser incorporado a su
programa
La alegría del Señor nace de sentirnos en comunión
con quienes recibieron la misión y el encargo
Ir desde la fuerza de uno a cumplir la misión, a la larga
desilusiona. Hacerlo en nombre de un grupo hecho por los
hombres, entristece y mediatiza la vida. Hacerlo desde la fuerza de
Dios, sintiendo que la Iglesia es propiedad de Dios, y sabiendo que
además El la constituyó de una manera determinada, da alegría,
porque hacerlo así es entrar en comunión con Dios, con lo que El
quiso desde el principio:
«Tened cuidado de vosotros y de toda la grey, en medio de la
cual os ha puesto el Espíritu Santo como vigilantes para pastorear
la Iglesia de Dios, que él se adquirió con la sangre de su propio
hijo» (Act 20,28).
Jesús no puso a todos de la misma manera; a los Apóstoles les
dispuso de un modo especial en su Iglesia y quiso que fuesen su
rostro para los hombres, que viviesen en tal cercanía a El que le
reflejasen en su propia vida. Comulgar con Dios a través de
aquellos a quienes enseñó con su propia vida cómo debían hacerlo,
es un dato esencial en nuestra vida creyente para vivir con la
alegría de quien se siente sustentado por la fuerza y por la misión
que ha encomendado Dios a los hombres. El lo hizo a unos
hombres concretos hace siglos y esa encomienda la sigue
realizando hoy de la misma manera.
La alegría del Señor nos hace amar a todos sin poner
condiciones a nadie
Esta alegría se traduce en actitudes; es una alegría, da
resultados, pues nuestros comportamientos con los demás son así:
«La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa,
no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés;
no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia;
se alegra con la verdad. Todo lo excusa Todo lo cree. Todo lo
espera Todo lo soporta» ( 1 Cor 13,4-7).
La alegría del Señor hace que seamos conscientes
de la compañía que tenemos en todas nuestras tareas
Cuando uno ve a los primeros cristianos viviendo en el mundo
conocido entonces y soportando las dificultades que ellos tuvieron,
necesariamente tiene que retrotraerse y preguntarse ¿por qué
vivían así? ¿Qué sucedía con aquellos hombres a los cuales no les
llegaba el miedo, sino que lo soportaban todo, aun en medio del
sufrimiento, con la alegría del evangelio? ¿Qué pasaba? No hay
más que esta respuesta: la persona del Señor no les era extraña o
lejana sino muy viva y presente. Esa presencia es lo que llevó a
decir a Pablo: «Porque estimo que los sufrimientos del tiempo
presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar
en nosotros» (Rm 8,18). Y le movió a un compromiso cada día
mayor con todos los hombres que encontraba a su paso.
Compromiso de anuncio y de explicitación de la Buena Noticia de
Jesucristo.
Señor Jesucristo, necesitamos el encuentro contigo para quitar
los miedos, para que venga la alegría a nuestra vida y para que así
tú mandes al Espíritu. Nuestra Iglesia necesita al Espíritu Santo, su
fuerza y su luz. Sabemos que tú cada día haces un nuevo
Pentecostés y quieres que los hombres recibamos al Espíritu que tú
envías. Haz Señor que estemos dispuestos a recibir tu Espíritu. No
podemos hacer el camino sin El. Y sin El, el camino se hace largo y
duro. Envíale, Señor.
CARLOS
OSORO
A LA IGLESIA QUE AMO
NARCEA. MADRID 1989. Págs. 95-109