EL ESPÍRITU SANTO EN LOS PADRES DE LA IGLESIA (16)
Juan
Damasceno
Pedro Crisólogo
Fulgencio de Ruspe
Meliton de Sardes
Anastasio de Antioquía
Gaudencio de Brescia
Beda el Venerable
Máximo de Turín
Dídimo de Alejandría
Gregorio de Nisa
De la Declaración de la fe, de San Juan Damasceno, (Cap. l: PG
95, 417-419):
Tú, Señor, me sacaste de los lomos de mi padre; tú me formaste
en el vientre de mi madre; tú me diste a luz niño y desnudo, puesto
que las leyes de la naturaleza siguen tus mandatos.
Con la bendición del Espíritu Santo preparaste mi creación y mi
existencia, no por voluntad de varón, ni por deseo carnal, sino por
una gracia tuya inefable. Previniste mi nacimiento con un cuidado
superior al de las leyes naturales; pues me sacáste a la luz
adoptándome como hijo tuyo y me contaste entre los hijos de tu
Iglesia santa e inmaculada.
Me alimentaste con la leche espiritual de tus divinas enseñanzas.
Me nutriste con el vigoroso alimento del cuerpo de Cristo, nuestro
Dios, tu santo Unigénito, y me embriagaste con el cáliz divino, o
sea, con su sangre vivificante, que él derramó por la salvación de
todo el mundo.
Porque tú, Señor, nos has amado y has entregado a tu único y
amado Hijo para nuestra redención, que él aceptó voluntariamente,
sin repugnancia; más aún, puesto que él mismo se ofreció, fue
destinado al sacrificio como cordero inocente, porque, siendo Dios,
se hizo hombre y con su voluntad humana se sometió, haciéndose
obediente a ti, Dios, su Padre, hasta la muerte, y una muerte de
cruz.
Así, pues, oh Cristo, Dios mío, te humillaste para cargarme sobre
tus hombros, como oveja perdida, y me apacentaste en verdes
pastos; me has alimentado con las aguas de la verdadera doctrina
por mediación de tus pastores, a los que tú mismo alimentas para
que alimenten a su vez a tu grey elegida y excelsa.
Por la imposición de manos del obispo, me llamaste para servir a
tus hijos. Ignoro por qué razón me elegiste; tú solo lo sabes.
Pero tú, Señor, aligera la pesada carga de mis pecados, con los
que gravemente te ofendí; purifica mi corazón y mi mente.
Condúceme por el camino recto, tú que eres una lámpara que
alumbra.
Pon tus palabras en mis labios; dame un lenguaje claro y fácil,
mediante la lengua de fuego de tu Espíritu, para que tu presencia
siempre vigile.
Apaciéntame, Señor, y apacienta tú conmigo, para que mi
corazón no se desvíe a derecha ni izquierda, sino que tu Espíritu
bueno me conduzca por el camino recto y mis obras se realicen
según tu voluntad hasta el último momento.
Y tú, cima preclara de la más íntegra pureza, excelente
congregación de la Iglesia, que esperas la ayuda de Dios, tú, en
quien Dios descansa, recibe de nuestras manos la
doctrina inmune de todo error, tal como nos la transmitieron nuestros Padres, y
con la cual se fortalece la Iglesia.
De los sermones de san Pedro Crisólogo, obispo (Sermón 108:
PL 52, 499-500):
¡Oh inaudita riqueza del sacerdocio cristiano: el hombre es, a la
vez, sacerdote y víctima! El cristiano ya no tiene que buscar fuera
de sí la ofrenda que debe inmolar a Dios: lleva consigo y en sí
mismo lo que va a sacrificar a Dios. Tanto la víctima como el
sacerdote permanecen intactos: la víctima sacrificada sigue
viviendo, y el sacerdote que presenta el sacrificio no podría matar
esta víctima.
Misterioso sacrificio en que el cuerpo es ofrecido sin inmolación
del cuerpo, y la sangre se ofrece sin derramamiento de sangre. Os
exhorto, por la misericordia de Dios -dice-, a presentar vuestros
cuerpos como hostia viva.
Este sacrificio, hermanos, es como una imagen del de Cristo que,
permaneciendo vivo, inmoló su cuerpo por la vida del mundo: él
hizo efectivamente de su cuerpo una hostia viva, porque, a pesar
de haber sido muerto, continúa viviendo. En un sacrificio como éste,
la muerte tuvo su parte, pero la víctima permaneció viva, la muerte
resultó castigada, la víctima, en cambio, no perdió la vida. Así
también, para los mártires, la muerte fue un nacimiento: su fin, un
principio, al ajusticiarlos encontraron la vida y, cuando, en la tierra,
los hombres pensaban que habían muerto, empezaron a brillar
resplandecientes en el cielo,
Os exhorto, por la misericordia de Dios, a presentar vuestros
cuerpos como hostia viva. Es lo mismo que ya había dicho el
profeta: Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, pero me has
preparado un cuerpo.
Hombre, procura, pues, ser tú mismo el sacrificio y el sacerdote
de Dios. No desprecies lo que el poder de Dios te ha dado y
concedido. Revístete con la túnica de la santidad, que la castidad
sea tu ceñidor, que Cristo sea el casco de tu cabeza, que la cruz
defienda tu frente que en tu pecho more el conocimiento de los
misterios de Dios, que tu oración arda continuamente, como
perfume de incienso: toma en tus manos la espada del Espíritu haz
de tu corazón un altar, y así, afianzado en Dios, presenta tu cuerpo
al Señor como sacrificio.
Dios te pide la fe, no desea tu muerte; tiene sed de tu entrega, no
de tu sangre; se aplaca, no con tu muerte; sino con tu buena
voluntad.
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De los libros de san Fulgencio de Ruspe, obispo, a Mónimo (Libro
2,11-12: CCL 91, 46-48):
La edificación espiritual del cuerpo de Cristo, que se realiza en la
caridad (según la expresión del bienaventurado Pedro, las piedras
vivas entran en la construcción del templo del Espíritu, formando un
sacerdocio sagrado; para ofrecer sacrificios espirituales que Dios
acepta por Jesucristo), esta edificación espiritual, repito, nunca se
pide más oportunamente que cuando el cuerpo de Cristo, ; la
Iglesia; ofrece el mismo cuerpo y la misma sangre de Cristo en el
sacramento del pan y del cáliz: El cáliz que bebemos es comunión
con la sangre de Cristo, y el pan que partimos es comunión con el
cuerpo de Cristo; el pan es uno, y así nosotros, aunque somos
muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del
mismo pan
Y lo que en consecuencia pedimos es que con la misma gracia
con la que la Iglesia se construyó en cuerpo de Cristo, todos los
miembros, unidos en la caridad, perseveren en la unidad del mismo
cuerpo, sin que su unión se rompa.
Esto es lo que pedimos que se realice en nosotros por gracia del
Espíritu, que es el mismo Espíritu del Padre y del Hijo; porque la
Santa Trinidad, en la unidad de naturaleza, igualdad y caridad, es
el único, solo y verdadero Dios, que santifica en la unidad a los que
adopta.
Por lo cual dice la Escritura: El amor de Dios ha sido derramado
en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado.
Pues el Espíritu Santo, que es el mismo Espíritu del Padre y del
Hijo, en aquellos a quienes concede la gracia de la adopción divina,
realiza lo mismo que llevó a cabo en aquellos de quienes se dice,
en el libro de los Hechos de los apóstoles, que habían recibido este
mismo Espíritu. De ellos se dice, en efecto: En el grupo de los
.creyentes todos pensaban y sentían lo mismo; pues el Espíritu
único del Padre y del Hijo, que, con el Padre y el Hijo es el único
Dios, había creado un solo corazón y una sola alma en la
muchedumbre de los creyentes:
Por lo que el Apóstol dice que esta unidad del Espíritu en el
vínculo de la paz ha de ser guardada con toda solicitud, y aconseja
así a los Efesios: Yo, el prisionero por el Señor , os ruego que
andéis, como pide la vocación a la que habéis sido convocados.
Sed siempre humildes y amables; sed comprensivos, sobrellevaos
mutuamente con amor; esforzaos en mantener la unidad del
Espíritu, con el vínculo de la paz.
Dios acepta y recibe con agrado a la Iglesia como sacrificio
cuando la Iglesia conserva la caridad que derramó ella el Espíritu
Santo: así, si la Iglesia conserva la caridad del Espíritu, puede
presentarse ante el Señor como una hostia viva, santa y agradable
a Dios.
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Del tratado de san Fulgencio de Ruspe, obispo, sobre la regla de
la verdadera fe a Pedro (Cap. 22, 62: CCL 91 A, 726. 750-751):
En los sacrificios de víctimas carnales que la Santa Trinidad, que
es el mismo Dios del antiguo y del nuevo Testamento, había exigido
que le fueran ofrecidos por nuestros padres, se significaba ya el
don gratísimo de aquel sacrificio con el que el Hijo único de Dios,
hecho hombre, había de inmolarse a sí mismo misericordiosamente
por nosotros.
Pues, según la doctrina apostólica, se entregó por nosotros a
Dios como oblación y víctima de suave olor. Él, como Dios
verdadero y verdadero sumo sacerdote que era, penetró por
nosotros una sola vez en el santuario, no con la sangre de los
becerros y los machos cabríos, sino con la suya propia. Esto era
precisamente lo que significaba aquel sumo sacerdote que entraba
cada año con la sangre en el santuario.
El es quien, en sí mismo, poseía todo lo que era necesario para
que se efectuara nuestra redención, es decir, él mismo fue el
sacerdote y el sacrificio, él mismo fue Dios y templo: el sacerdote
por cuyo medio nos reconciliamos, el sacrificio que nos reconcilia, el
templo en el que nos reconciliamos, el Dios con quien nos hemos
reconciliado.
Como sacerdote, sacrificio y templo, actuó solo, porque aunque
era Dios quien realizaba estas cosas, no obstante las realizaba en
su forma de siervo; en cambio, en lo que realizó como Dios, en la
forma de Dios, lo realizó conjuntamente con el Padre y el Espíritu
Santo.
Ten, pues, por absolutamente seguro, y no dudes en modo
alguno, que el mismo Dios unigénito, Verbo hecho carne, se ofreció
por nosotros a Dios como oblación y víctima de suave olor, el
mismo en cuyo honor, en unidad con el Padre y el Espíritu Santo,
los patriarcas, profetas y sacerdotes ofrecían, en tiempos del
antiguo Testamento, sacrificios de animales; y a quien ahora, o sea,
en el tiempo del Testamento nuevo, en unidad con el Padre y el
Espíritu Santo, con quienes comparte la misma y única divinidad, la
santa Iglesia católica no deja nunca de ofrecer, por todo el universo
de la tierra, el sacrificio del pan y del vino, con fe y caridad.
Así, pues, en aquellas víctimas carnales se significaba la carne y
la sangre de Cristo; la carne que él mismo, sin pecado como se
hallaba, había de ofrecer por nuestros pecados, y la sangre que
había de derramar en remisión también de nuestros pecados; en
cambio, en este sacrificio se trata de la acción de gracias y del
memorial de la carne de Cristo, que él ofreció por nosotros, y de la
sangre, que, siendo como era Dios, derramó por nosotros. Sobre
esto afirma el bienaventurado Pablo en los Hechos de los
apóstoles: Tened cuidado de vosotros y del rebaño que el Espíritu
Santo os ha encargado guardar, como pastores de la Iglesia de
Dios, que él adquirió con su propia sangre.
Por tanto, aquellos sacrificios eran figura y signo de lo que se nos
daría en el futuro; en este sacrificio, en cambio, se nos muestra de
modo evidente lo que ya nos ha sido dado.
En aquellos sacrificios se anunciaba de antemano al Hijo de Dios,
que había de morir a manos de los impíos; en este sacrificio, en
cambio, se le anuncia ya muerto por ellos, como atestigua el
Apóstol al decir: Cuando nosotros todavía estábamos sin fuerza, en
el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos; y añade: Cuando
éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de
su Hijo.
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De la homilía de Melitón de Sardes, obispo, sobre la Pascua
(Núms. 65-71: SC 123, 95-101):
Muchas predicciones nos dejaron los profetas en torno al misterio
de Pascua, que es Cristo; a él la gloria por los siglos de los siglos.
Amén.
El vino desde los cielos a la tierra a causa de los sufrimientos
humanos; se revistió de la naturaleza humana en el vientre virginal
y apareció como hombre; hizo suyas las pasiones y sufrimientos
humanos con su cuerpo, sujeto al dolor, y destruyó las pasiones de
la carne, de modo que quien por su espíritu no podía morir acabó
con la muerte homicida.
Se vio arrastrado como un cordero y degollado como una oveja, y
así nos redimió de idolatrar al mundo, el que en otro tiempo libró a
los israelitas de Egipto, y nos salva de la esclavitud diabólica, como
en otro tiempo a Israel de la mano del Faraón; y marcó nuestras
almas con su propio Espíritu, y los miembros de nuestro cuerpo con
su sangre.
Éste es el que cubrió a la muerte de confusión y dejó sumido al
demonio en el llanto, como Moisés al Faraón. Este es el que derrotó
a la iniquidad y a la injusticia, como Moisés castigó a Egipto con la
esterilidad.
Éste es el que nos sacó de la servidumbre a la libertad, de las
tinieblas a la luz, de la muerte a la vida, de las tinieblas al recinto
eterno, e hizo de nosotros un sacerdocio nuevo y un pueblo elegido
y eterno. Él es la Pascua nuestra salvación.
Éste es el que tuvo que sufrir mucho y en muchas ocasiones: el
mismo que fue asesinado en Abel y atado de manos en Isaac, el
mismo que peregrinó en Jacob y vendido en José, expuesto en
Moisés y sacrificado en el madero, perseguido en David y
deshonrado en los profetas. Éste es el que se encarnó en la
Virgen, fue colgado madero y fue sepultado en tierra, y el que,
resucitado de entre los muertos, subió al cielo.
Éste es el cordero que enmudecía y que fue inmolado; el mismo
que nació de María, la hermosa cordera; el mismo que fue
arrebatado del rebaño, empujado a la muerte, inmolado al
atardecer y sepultado por la noche; aquel que no fue quebrantado
en el leño, ni se descompuso en tierra; el mismo que resucitó de
entre los muertos e hizo que el hombre surgiera desde lo más
hondo del sepulcro.
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De los sermones de san Anastasio de Antioquía, obispo (Sermón
4,1-2: PG 89,1347-1349):
Después que Cristo se había mostrado, a través de sus palabras
y sus obras, como Dios verdadero y Señor del universo, decía a
sus discípulos, a punto ya de subir a Jerusalén: Mirad, estamos
subiendo a Jerusalén y el Hijo del hombre va a ser entregado a los
gentiles y a los sumos sacerdotes y a los escribas, para que lo
azoten, se burlen de él y lo crucifiquen. Esto que decía estaba de
acuerdo con las predicciones de los profetas, que habían
anunciado de antemano el final que debía tener en Jerusalén. Las
sagradas Escrituras habían profetizado desde el principio muerte
de Cristo y todo lo que sufriría antes de su muerte; como también lo
que había de suceder con su cuerpo, después de muerto; con ello
predecían que este Dios; al que tales cosas acontecieron, era
impasible e inmortal; y no podríamos tenerlo por Dios, si, al
contemplar la realidad de su encarnación, no descubriésemos en
ella el motivo justo y verdadero para profesar nuestra fe en ambos
extremos; a saber, en su pasión y en su impasibilidad; como
también el motivo por el cual el Verbo de Dios; ir lo demás
impasible, quiso sufrir la pasión: porque era el único modo como
podía ser salvado el hombre. Cosas, todas éstas, que sólo las
conoce él y aquellos a quienes él las revela; él, en efecto, conoce
todo lo que atañe al Padre, de la misma manera que el Espíritu
sondea la profundidad de los misterios divinos.
El Mesías, pues, tenía que padecer, y su pasión era totalmente
necesaria, como él mismo lo afirmó cuando calicó de hombres sin
inteligencia y cortos de entendimiento a aquellos discípulos que
ignoraban que el Mesías tenía que padecer para entrar en su
gloria. Porque él, en verdad, vino para salvar a su pueblo, dejando
aquella gloria que tenía junto al Padre antes que el mundo
existiese; y esta salvación es aquella perfección que había de
obtenerse por medio de la pasión, y que había de ser atribuida guía
de nuestra salvación, como nos enseña la carta los Hebreos,
cuando dice que él es el guía de nuestra salvación, perfeccionado y
consagrado con sufrimientos. Y vemos, en cierto modo, cómo
aquella gloria que poseía como Unigénito, y a la que por nosotros
había renunciado por un breve tiempo, le es restituida a través de
la cruz en la misma carne que había asumido; dice, en efecto, san
Juan, en su evangelio, al explicar en qué consiste aquella agua que
dijo el Salvador que manaría como un torrente de las entrañas del
que crea en él. Decía esto refiriéndose al Espíritu, que habían de
recibir los que creyeran en Todavía no se había dado el Espíritu,
porque Jesús había sido glorificado; aquí el evangelista identifica
gloria con la muerte en cruz. Por eso el Señor, en la oración que
dirige al Padre antes de su pasión, le pide que glorifique con
aquella gloria que tenía junto a él; antes que el mundo existiese.
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De los tratados de san Gaudencio de Brescia, obispo (Tratado 2:
CSEL 68, 30-32):
El sacrificio celeste instituido por Cristo constituye efectivamente
la rica herencia del nuevo Testamento que el Señor nos dejó, como
prenda de su presencia, la noche en que iba a ser entregado para
morir en la cruz.
Éste es el viático de nuestro viaje, con el que nos alimentamos y
nutrimos durante el camino de esta vida, hasta que saliendo de
este mundo lleguemos a él; por eso ; decía el mismo Señor: Si no
coméis, mi carne y no, bebéis mi sangre, no tenéis, vida en
vosotros.
Quiso, en efecto, que sus beneficios quedaran entre nosotros,
quiso que las almas, redimidas por su preciosa s sangre; fueran
santificadas por este sacramento, imagen de su pasión; y
encomendó por ello a sus fieles discípulos, a los que constituyó
primeros sacerdotes de su Iglesia, que siguieran celebrando
ininterrumpidamente estos misterios de vida eterna; misterios que
han de celebrar todos los sacerdotes de cada una de las iglesias
de todo el orbe, hasta el glorioso retorno de Cristo. De este modo
los sacerdotes, junto con toda la comunidad de creyentes,
contemplando todos los días el sacramento de la pasión de Cristo,
llevándolo en sus manos, tomándolo en la boca y recibiéndolo en el
pecho, mantendrán imborrable el recuerdo de la redención.
El pan, formado de muchos granos de trigo convertidos en flor de
harina, se hace con agua y llega a su entero ser por medio del
fuego; por ello resulta fácil ver en ,el una imagen del cuerpo de
Cristo, el cual, como sabemos, es un solo cuerpo formado por una
multitud de hombres de toda raza, y llega a su total perfección por
el fuego del Espíritu Santo.
Cristo, en efecto, nació del Espíritu Santo y, como convenía que
cumpliera todo lo que Dios quiere, entró en el Jordán para
consagrar las aguas del bautismo, y después salió del agua lleno
del Espíritu Santo, que había descendido sobre ,él en forma de
paloma, como lo atestigua el evangelista: Jesús , lleno del Espíritu
Santo, volvió del Jordán.
De modo semejante, el vino de su sangre, cosechado de los
múltiples racimos de la vida por ,él plantada, se exprimió en el lagar
de la cruz y bulle por su propia fuerza en los vasos generosos de
quienes lo beben con fe.
Los que acabáis de libraras del poder de Egipto del Faraón, que
es el diablo, compartid en nuestra compañía, con toda la avidez de
vuestro corazón creyente; este sacrificio de la Pascua salvadora;
para que el mismo Señor nuestro, Jesucristo, al que reconocemos
presente en sus sacramentos, nos santifique en lo más íntimo de
nuestro ser: cuyo poder inestimable permanece por los siglos.
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Del comentario de san Beda el Venerable, presbítero, sobre la
primera carta de san Pedro (Cap. 2: PL 93, 50-51):
Vosotros sois una raza elegida, un sacerdocio real. Este título
honorífico fue dado por Moisés en otro tiempo al antiguo pueblo de
Dios, y ahora con todo derecho Pedro lo aplica a los gentiles,
puesto que creyeron en Cristo, el cual, como piedra angular, reunió
a todos los pueblos en la salvación que, en un principio, había sido
destinada a Israel.
Y los llama raza elegida a causa de la fe, para distinguirlos de
aquellos que, al rechazar la piedra angular, se hicieron a sí mismos
dignos de rechazo.
Y sacerdocio real porque están unidos al cuerpo de aquel que es
rey soberano y verdadero sacerdote, capaz de otorgarles su reino
como rey, y de limpiar sus pecados como pontífice con la oblación
de su sangre. Los llama sacerdocio real para que no se olviden
nunca de esperar el reino eterno y de seguir ofreciendo a Dios el
holocausto de una vida intachable.
Se les llama también nación consagrada y pueblo adquirido por
Dios, de acuerdo con lo que dice el apóstol Pablo comentando el
oráculo del Profeta: Mi justo vivir de fe, pero, si se arredra, le
retiraré mi favor. Pero nosotros, dice, no somos gente que se
arredra para su perdición, sino hombres de fe para salvar el alma.
Y en los Hechos de los apóstoles dice: El Espíritu Santo os ha
encargado guardar el rebaño, como pastores de la Iglesia de Dios,
que él adquirió con la sangre de su Hijo. Nos hemos convertido, por
tanto, en pueblo adquirido por Dios en virtud de la sangre de
nuestro Redentor, como en otro tiempo el pueblo de Israel fue
redimido de Egipto por la sangre del cordero. Por esto Pedro
recuerda en el versículo siguiente el sentido figurativo del antiguo
relato, y nos enseña que éste tiene su cumplimiento pleno en el
nuevo pueblo de Dios, cuando dice: Para proclamar sus hazañas.
Porque así como los que fueron liberados por Moisés de la
esclavitud egipcia cantaron al Señor un canto triunfal después que
pasaron el. mar Rojo, y el ejército del Faraón se hundió bajo las
aguas, así también nosotros, después de haber recibido en el
bautismo la remisión de los pecados, hemos de dar gracias por
estos beneficios celestiales.
En efecto, los egipcios, que afligían al pueblo de Dios, y que por
eso eran como un símbolo de las tinieblas y aflicción, representan
adecuadamente los pecados que nos perseguían, pero que quedan
borrados en el bautismo.
La liberación de los hijos de Israel, lo mismo que su marcha hacia
la patria prometida, representa también adecuadamente el misterio
de nuestra redención: Caminamos hacia la luz de la morada
celestial, iluminados y guiados por la gracia de Cristo. Esta luz de la
gracia quedó prefigurada también por la nube y la columna de
fuego; la misma que los defendió, durante todo su viaje, de las
tinieblas de la noche, y los condujo, por un sendero inefable, hasta
la patria prometida.
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De los sermones de san Máximo de Turín, obispo (Sermón
53,1-2. 4: CCL 23, 214-216):
La resurrección de Cristo destruye el poder del abismo, los recién
bautizados renuevan la tierra, el Espíritu Santo abre las puertas del
cielo. Porque el abismo, al ver sus puertas destruidas, devuelve los
muertos, la tierra, renovada, germina resucitados, y el cielo, abierto,
acoge a los que ascienden.
El ladrón es admitido en el paraíso, los cuerpos de los santos
entran en la ciudad santa y los muertos vuelven a tener su morada
entre los vivos. Así, como si la resurrección de Cristo fuera
germinando en el mundo, todos los elementos de la creación se ven
arrebatados a lo alto.
El abismo devuelve sus cautivos, la tierra envía al cielo a los que
estaban sepultados en su seno, y el cielo presenta al Señor a los
que han subido desde la tierra: así, con un solo y único acto, la
pasión del Salvador nos extrae del abismo, nos eleva por encima de
lo terreno y nos coloca en lo m s alto de los cielos.
La resurrección de Cristo es vida para los difuntos, perdón para
los pecadores, gloria para los santos. Por esto el salmista invita a
toda la creación a celebrar la resurrección de Cristo, al decir que
hay que alegrarse y llenarse de gozo en este día en que actuó el
Señor.
La luz de Cristo es día sin noche, día sin ocaso. Escucha al
Apóstol que nos dice que este día es el mismo Cristo: La noche
está avanzando, el día se echa encima. La noche está avanzando,
dice, porque no volver m s. Entiéndelo bien: una vez que ha
amanecido la luz de Cristo, huyen las tinieblas del diablo y
desaparece la negrura del pecado porque el resplandor de Cristo
destruye la tenebrosidad de las culpas pasadas.
Porque Cristo es aquel Día a quien el Día, su Padre, comunica el
íntimo ser de la divinidad. Él es aquel Día, que dice por boca de
Salomón: Yo hice nacer en el cielo una luz inextinguible.
Así como no hay noche que siga al día celeste, del mismo modo
las tinieblas del pecado no pueden seguir la santidad de Cristo. El
día celeste resplandece, brilla, fulgura sin cesar y no hay oscuridad
que pueda con él. La luz de Cristo luce, ilumina, destella
continuamente y las tinieblas del pecado no pueden recibirla: por
ello dice el evangelista Juan: La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla
no la recibió.
Por ello; hermanos, hemos de alegrarnos en este día santo. Que
nadie se sustraiga del gozo común a causa de la conciencia de sus
pecados, que nadie deje de participar en la oración del pueblo de
Dios, a causa del peso de sus faltas. Que nadie, por pecador que
se sienta, deje de esperar el perdón en un día tan santo. Porque, si
el ladrón obtuvo el paraíso, ¿cómo no va a obtener el perdón el
cristiano?
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Del tratado de Didimo de Alejandría sobre la Santísima Trinidad
(Libro 2,12: PG 39, 667-674) (I):
En el bautismo nos renueva el Espíritu Santo como Dios que es,
a una con el Padre y el Hijo, y nos devuelve desde el informe
estado en que nos hallamos a la primitiva belleza, así como nos
llena con su gracia de forma que ya no podemos ir tras cosa alguna
que no sea deseable; nos libera del pecado y de la muerte; de
terrenos, es decir, de hechos de tierra y polvo, nos convierte en
espirituales, participes de la gloria divina, hijos y herederos de Dios
Padre, configurados de acuerdo con la imagen de su Hijo,
herederos con él, hermanos suyos, que habrán de ser glorificados
con él y reinaran con él; en lugar de la tierra nos da el cielo y nos
concede liberalmente el paraíso; nos honra mas que a los ángeles;
y con las aguas divinas de la piscina bautismal apaga la inmensa
llama inextinguible del infierno.
En efecto, los hombres son concebidos dos veces, una
corporalmente, la otra por el Espíritu divino. De ambas escribieron
acertadamente los evangelistas, y yo estoy dispuesto a citar el
nombre y la doctrina de cada uno.
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De las homilías de san Gregorio de Nisa, obispo, sobre el libro
del Cantar de los cantares (Homilía 15: PG 44, 1115-1118):
Si el amor logra expulsar completamente al temor y este,
transformado, se convierte en amor, entonces veremos que la
unidad es una consecuencia de la salvación, al permanecer todos
unidos en la comunión con el solo y único bien, santificados en
aquella paloma simbólica que es el Espíritu.
Este parece ser el sentido de las palabras que siguen: Una sola
es mi paloma; sin defecto. Una sola, predilecta de su madre.
Esto mismo nos lo dice el Señor en el Evangelio aún mas
claramente: Al pronunciar la oración de bendición y conferir a sus
discípulos todo su poder, también les otorgó otros bienes mientras
pronunciaba aquellas admirables palabras con las que El se dirigía
a su Padre. Entonces les asegura que ya no se encontrarían
divididos por la diversidad de opiniones al enjuiciar el bien, sino que
permanecerían en la unidad, vinculados en la comunión con el solo
y único bien. De este modo, como dice el Apóstol, unidos en el
Espíritu Santo y en el vínculo de la paz, habrían de formar todos un
solo cuerpo y un solo espíritu; mediante la única esperanza a la que
habían sido llamados. este es el principio y el culmen de todos los
bienes.
Pero será mucho mejor que examinemos una por una las
palabras del pasaje evangélico: Para que todos sean uno, como tú,
Padre, en mi y yo en ti, que ellos también lo sean en nosotros.
El vínculo de esta unidad es la gloria. Por otra parte, si se
examinan atentamente las palabras del Señor, se descubrir que el
Espíritu Santo es denominado ´gloriaª. Dice así, en efecto: Les di a
ellos la gloria que me diste. Efectivamente les dio esta gloria,
cuando les dijo: Recibid el Espíritu Santo.
Aunque el Señor había poseído siempre esta gloria, incluso antes
de que el mundo existiese, la recibió, sin embargo, en el tiempo, al
revestirse de la naturaleza humana; una vez que esta naturaleza
fue glorificada por el Espíritu Santo, cuantos tienen alguna
participación en esta gloria se convierten en partícipes del Espíritu,
empezando por los apóstoles.
Por eso dijo: Les di a ellos la gloria que me diste, para que sean
uno, como nosotros somos uno; yo en ellos y tú en mi para que
sean completamente uno. Por lo cual todo aquel que ha crecido
hasta transformarse de niño en hombre perfecto ha llegado a la
madurez del conocimiento. Finalmente, liberado de todos los vicios
y purificado, se hace capaz de la gloria del Espíritu Santo; Este es
aquella paloma perfecta a la que se refiere el Esposo cuando dice:
Una sola es mi paloma, sin defecto.