SAN AGUSTÍN COMENTA EL EVANGELIO OPCIONAL

 

Jn 17,20-26: Sólo una cosa se ama; lo demás se acepta

Al exhortarnos el Señor a su amor, comenzó mencionando aquellas personas que justamente amamos, al decir: Quien ame a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí (Mt 10,37). Si no es digno de Cristo quien antepone su padre a Cristo, ¿cómo será digno de él, aun en mínima parte, quien antepone el oro a Cristo? Hay en el mundo cosas que son mal amadas, y al ser mal amadas en el mundo, hacen al amador inmundo. Gran inmundicia del alma es el amor ilícito, ese peso que oprime a quien desea volar. Porque cuanto levanta al cielo al alma un amor justo y santo, tanto la abate al fondo un amor injusto e inmundo. Hay un peso propio que lleva a cada uno al lugar que le corresponde, y ese es su amor. No le lleva a donde no le corresponde estar, sino al lugar propio. Y así, quien ama rectamente es llevado a lo que ama, y ¿adónde, sino a donde está ese bien que ama?

¿Con qué premio, por tanto, nos exhorta Cristo el Señor a que le amemos, sino con el cumplimiento de lo que le pide al Padre: Quiero que donde esté yo estén éstos también conmigo? (Jn 17,24). ¿Quieres estar donde está Cristo? Ama a Cristo y con ese peso serás arrebatado al lugar en que está Cristo. No te dejará caer al fondo una fuerza que tira y te arrebata hacia arriba. No busques otros andamios para llegar arriba: amando te esforzarás, amando serás arrebatado y amando llegarás. Te esfuerzas cuando peleas con un amor inmundo; eres arrebatado cuando vences; llegas cuando eres coronado. ¿Quién me dará -dijo cierto amador- alas como de paloma y volaré y descansaré? (Sal 34,7). Aún buscaba alas, aún no las tenía, y por eso gemía; aún no se regocijaba, aún peleaba, aún no era arrebatado.

Nos circunda el murmullo de los amores inicuos. Por doquier solicitan y retienen al que quiere volar, por doquier las cosas visibles como que nos obligan a que las amemos. No nos obliguen; si las entendemos, las vencemos. Hermoso es el mundo; nos halaga con la variedad de su múltiple hermosura. No es posible contar cuántas cosas nos sugiere cada día el amor ¡licito: Y ¡cuán simple es el amor con el que es superada tanta multiplicidad! Para superar tantos amores necesitamos un solo amor: uno bueno contra tantos malos. Porque la unidad supera a la variedad, y el amor a la concupiscencia. Decía aquél: ¿quién me dará alas?; quería tener con qué volar al sosiego; no encontraba reposo ni en las cosas que este mundo llama bienes quien amaba otra cosa. A un amador de la patria le sabe amargo un delicioso destierro entre tantas cosas que le invitan a que las ame. Gran pena es no poseer lo que amas. Y no tienes lo que amas; tienes lo que puedes amar, pero aún no lo que ya comenzaste a amar. ¿Qué tienes que puedas amar si falta lo que se ama?

Amar y no poseer es tormento para el corazón. Por ejemplo, alguien ama la patria y tiene dinero. Que no ame el dinero, por amor a la patria. Si en la peregrinación amaste el dinero para tenerlo en abundancia, quizá el mismo dinero retardara e impidiera el regreso. Di lo que quieras, impide el regreso. Si sólo esto se consigue, es suficiente, y se considera superfluo todo lo demás, que no ayuda a alcanzar lo que se ama. Y si le dijeran: El dinero te ayuda a poder llegar a la patria, lo tomaría, lo cuidaría, lo apetecería; pero no por él. ¿Le ayuda la nave? Lo apetecería, pero no por la nave. Ayudan los marineros, ayuda el timonel, ayuda quien aprovisiona la despensa; todo esto se apetece, se acepta, pero no por sí mismo; una sola cosa se ama; lo demás se acepta. Y se acepta para poder llegar a aquello que se ama.

¿Creemos que podemos decir: Una sola cosa pedí al Señor? (Sal 26,4). Digámoslo, digámoslo si podemos, como podamos, en cuanto podamos. Mirad cuán feliz es el corazón que usa esa fórmula interiormente, allí donde sólo oye aquel a quien se dice; pues muchos dicen fuera lo que no tienen dentro; se glorían en el rostro y no en el corazón. Vea, pues, cada cual cuán feliz es el corazón que dice interiormente, allí donde sabe lo que dice: Una sola cosa pedí al Señor, esa buscaré, ¿Y cuál es? Dice que es una sola cosa o petición. ¿Cuál es? Habitar en la casa del Señor todos los días de mi vida y contemplar los deleites del Señor (Sal 26,4). Esta es la única cosa; pero ¡qué buena! Pondérala frente a muchas otras. Si ya la has saboreado algo, si ya te intriga algo, si ya aprendiste a calentarte con un santo deseo, pésala y compárala con muchas otras cosas, instala la balanza de la justicia, pon en un platillo el oro, la plata, las piedras preciosas, honores, dignidades, potestades, noblezas, alabanzas humanas (¿cuándo las mencionaré todas?), coloca todo el mundo; mira si tienes alguna visión, mira si puedes colocar esas dos realidades, aunque sólo sea para el examen: todo el mundo y el Creador del mundo.

¿Qué me dice el oro? «Ámame». Pero ¿qué dice Dios? «Usaré de ti, y usaré de tal modo que no me poseas y te separes de mí». ¿Qué otra cosa me dice? «Ámame»; el oro es una criatura. Yo amo al Creador. Bueno es lo que hizo, pero ¡cuánto mejor es quien lo hizo! aún no veo la hermosura del Creador, sino la ínfima de las criaturas. Pero creo lo que no veo, y creyendo amo y amando veo. Callen, pues, los halagos de las cosas muertas, calle la voz del oro y la plata, el brillo de las joyas y, en fin, el atractivo de esta luz, calle todo. Tengo una voz más clara a la que he de seguir, que me mueve más, que me excita más, que me quema más intensamente. No escucho el estrépito de las cosas terrenas. ¿Qué diré? Calle el oro, calle la plata, calle todo lo demás de este mundo.

Sermón 65 A, I-4
(Sigue)