31 HOMILÍAS PARA EL III DOMINGO DE PASCUA
24-31


24. «La resurrección de Cristo es también nuestra resurrección», aclara el predicador del Papa. Comentario del padre Raniero Cantalamessa, ofmcap., al Evangelio dominical, viernes, 28 abril 2006 (ZENIT.org).

* * *

¡En verdad ha resucitado!

El Evangelio nos permite asistir a una de las muchas apariciones del Resucitado. Los discípulos de Emaús acaban de llegar jadeantes a Jerusalén y están relatando lo que les ha ocurrido en el camino, cuando Jesús en persona se aparece en medio de ellos diciendo: «La paz con vosotros». En un primer momento, miedo, como si vieran a un fantasma; después, estupor, incredulidad; finalmente, alegría. Es más, incredulidad y alegría a la vez: «A causa de la alegría, no acababan de creerlo, asombrados».

La suya es una incredulidad del todo especial. Es la actitud de quien ya cree (si no, no habría alegría), pero no sabe darse cuenta. Como quien dice: ¡demasiado bello para ser cierto! La podemos llamar, paradójicamente, una fe incrédula. Para convencerles, Jesús les pide algo de comer, porque no hay nada como comer algo juntos que conforte y cree comunión.

Todo esto nos dice algo importante sobre la resurrección. Ésta no es sólo un gran milagro, un argumento o una prueba a favor de la verdad de Cristo. Es más. Es un mundo nuevo en el que se entra con la fe acompañada de estupor y alegría. La resurrección de Cristo es la «nueva creación». No se trata sólo de creer que Jesús ha resucitado; se trata de conocer y experimentar «el poder de la resurrección» (Filipenses 3, 10).

Esta dimensión más profunda de la Pascua es particularmente sentida por nuestros hermanos ortodoxos. Para ellos la resurrección de Cristo es todo. En el tiempo pascual, cuando se encuentran a alguien le saludan diciendo: «¡Cristo ha resucitado!», y el otro responde: «¡En verdad ha resucitado!». Esta costumbre está tan enraizada en el pueblo que se cuenta esta anécdota ocurrida a comienzos de la revolución bolchevique. Se había organizado un debate público sobre la resurrección de Cristo. Primero había hablado el ateo, demoliendo para siempre, en su opinión, la fe de los cristianos en la resurrección. Al bajar, subió al estrado el sacerdote ortodoxo, quien debía hablar en defensa. El humilde pope miró a la multitud y dijo sencillamente: «¡Cristo ha resucitado!». Todos respondieron a coro, antes aún de pensar: «¡En verdad ha resucitado!». Y el sacerdote descendió en silencio del estrado.

Conocemos bien cómo es representada la resurrección en la tradición occidental, por ejemplo en Piero della Francesca. Jesús que sale del sepulcro izando la cruz como un estandarte de victoria. El rostro inspira una extraordinaria confianza y seguridad. Pero su victoria es sobre sus enemigos exteriores, terrenos. Las autoridades habían puesto sellos en su sepulcro y guardias para vigilar, y he aquí que los sellos se rompen y los guardias duermen. Los hombres están presentes sólo como testigos inertes y pasivos; no toman parte verdaderamente en la resurrección.

En la imagen oriental la escena es del todo diferente. No se desarrolla a cielo abierto, sino bajo tierra. Jesús, en la resurrección, no sale, sino que desciende. Con extraordinaria energía toma de la mano a Adán y Eva, que esperan en el reino de los muertos, y les arrastra consigo hacia la vida y la resurrección. Detrás de los dos padres, una multitud incontable de hombres y mujeres que esperan la redención. Jesús pisotea las puertas de los infiernos que acaba de desencajar y quebrar Él mismo. La victoria de Cristo no es tanto sobre los enemigos visibles, sino sobre los invisibles, que son los más tremendos: la muerte, las tinieblas, la angustia, el demonio.

Nosotros estamos involucrados en esta representación. La resurrección de Cristo es también nuestra resurrección. Cada hombre que mira es invitado a identificarse con Adán, cada mujer con Eva, y a tender su mano para dejarse aferrar y arrastrar por Cristo fuera del sepulcro. Es éste el nuevo y universal éxodo pascual. Dios ha venido «con brazo poderoso y mano tendida» a liberar a su pueblo de una esclavitud mucho más dura y universal que la de Egipto.

[Traducción del original italiano realizada por Zenit]


 25. HACEN FALTA TESTIGOS

JOSÉ ANTONIO PAGOLA - SAN SEBASTIÁN (GUIPUZCOA). 30 de abril de 2006

ECLESALIA, 27/04/06.- Los relatos evangélicos lo repiten una y otra vez.
Encontrarse con el Resucitado es una experiencia que no se puede callar.
Quien ha experimentado a Jesús lleno de vida, siente necesidad de contarlo a
otros. Contagia lo que vive. No se queda mudo. Se convierte en testigo.

Los discípulos de Emaus «contaban lo que les había acontecido en el camino y
cómo le habían reconocido al partir el pan». María de Magdala dejó de
abrazar a Jesús, se fue donde los demás discípulos y les dijo: «he visto al
Señor». Los once escuchan invariablemente la misma llamada: «Vosotros sois
testigos de estas cosas»; «como el Padre me envió así os envío yo»;
«proclamad la Buena Noticia a toda la creación».

La fuerza decisiva que posee el cristianismo para comunicar la Buena Noticia
que se encierra en Jesús son los testigos. Esos creyentes que pueden hablar
en primera persona. Los que pueden decir: «esto es lo que me hace vivir a mí
en estos momentos». Pablo de Tarso lo decía a su manera: «ya no vivo yo. Es
Cristo quien vive en mí».

El testigo comunica su propia experiencia. No cree «teóricamente» cosas
sobre Jesús; cree en Jesús porque lo siente lleno de vida. No sólo afirma
que la salvación del hombre está en Cristo; él mismo se siente sostenido,
fortalecido y salvado por él. En Jesús vive «algo» que es decisivo en su
vida, algo inconfundible que no encuentra en otra parte.

Su unión con Jesús resucitado no es una ilusión: es algo real qué está
trasformando poco a poco su manera de ser. No es una teoría vaga y etérea:
es una experiencia concreta que motiva e impulsa su vida. Algo preciso,
concreto y vital.

El testigo comunica lo que vive. Habla de lo que le ha pasado a él en el
camino. Dice lo que ha visto cuando se le han abierto los ojos. Ofrece su
experiencia, no su sabiduría. Irradia y contagia vida, no doctrina. No
enseña teología, «hace discípulos» de Jesús.

El mundo de hoy no necesita más palabras, teorías y discursos. Necesita
vida, esperanza, sentido, amor. Hacen falta testigos más que defensores de
la fe. Creyentes que nos puedan enseñar a vivir de otra manera porque ellos
mismos están aprendiendo a vivir de Jesús. (Eclesalia Informativo autoriza y
recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).


26. LA SONRISA DE DIOS, de www.betania.es
Por José María Maruri, SJ

1.- Paz, muerte del autor de la vida, perdón de los pecados, conversión y alegría, son los condimentos de este domingo III de Pascua. O si queréis son los flash que iluminan intermitente todo el Evangelio.
--conversión y arrepentimiento predica san Juan Bautista en el Jordán.

El mismo que saltó de alegría en el seno de su madre
--conversión y arrepentimiento predica Jesús al principio de la Vida

Pública. Y hoy les dice que se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos:

--paz a los hombres que ama el Señor cantan los mismos ángeles que comunican a los pastores una gran alegría.

--“vete en paz” es la fórmula de absolución que usa Jesús con los pecadores que encuentra en su camino.

--el mismo Jesús que dice: “Bienaventurados los pacíficos, los hacedores de paz” es el que paradójicamente aconseja a los suyos que “se alegren cuando sean perseguidos por su causa”.

--el mismo que antes que fuera muerto el autor de la vida había dicho “mi paz os dejo, mi paz os doy”, ese mismo al resucitar trae a los suyos el mismo mensaje “Paz a vosotros”. Y esa paz les llena de tal alegría que les incapacita para reconocer a su Señor…

2.-
--paz de saberse perdonado por el Señor de la vida que la ha dado por cada uno de nosotros.

--paz al saber que fue mayor la bondad del Señor que la traición de todos los suyos y que las negaciones de Pedro. Y tantas traiciones mías…

--alegría porque ninguno de nosotros, ni el más pequeño esta olvidado o aparcado por el Señor, como pudo ser Tomás el incrédulo.

--alegría porque tenemos la certeza de que si “pecamos tenemos en el Señor Jesús un buen abogado que interceda por nosotros”

--alegría porque ese Jesús que sus discípulos reconocieron como el mismo y como el nuevo, no es un fantasma para nosotros los que sin ver hemos creído, sino el autor de la vida que camina hombro con hombro con cada uno de nosotros.

3.- Pecado, muerte, resurrección, paz y alegría son la luz y la sombra, los clarososcuros del grandioso cuadro de la redención del hombre ante el que el mismo Dios se maravilla, como Miguel Ángel tiró el cincel contra su Moisés gritándole: “¡Habla!”

**el pecado es la mecha renegrida de la vela que al fin da luz y se alegra el corazón convertido

**el pecado está metido en el mismo Aleluya de la Resurrección dándole fuerza de agradecimiento a un Dios misericordioso.

No es la alegría mezquina del saber que nos hemos librado del castigo. Es la alegría ante la inmensa bondad de un Dios hecho hombre que desde la cruz pide por mi: “Padre, perdónale porque no sabe lo que hace. No me excusa como pecador, me excusa como ignorante.

3.- ¡Alegría! Debe ser la virtud del cristiano. “Estad alegres como cristianos que sois nos pide San Pablo. Alegría es el resplandor de la llama de la Fe que arde dentro de nosotros, si tenemos fe en el corazón, su resplandor debe notarse en nuestros rostros alegres. Un santo triste es un triste santo dice un dicho castellano.

Somos luz de los hombres, pues la luz que los ilumine debe ser nuestra alegría, porque lo que ilumina del hombre es la sonrisa de la alegría.
Que nos ilumine la luz de tu Rostro, pedimos al Señor, que es pedirle que muestre la sonrisa de su Rostro, para que también nosotros sepamos llevar la sonrisa de Dios a los hombres.



27.- TOMAD, COMED Y VIVID EL AMOR, de www.betania.es
Por José María Martín OSA

1 - Nos encontramos con Jesucristo resucitado en la Palabra, la Eucaristía y la Comunidad. Así lo encontraron los discípulos de Emaús. Jesús caminó a su lado y le reconocieron "al partir el pan". Fueron a contar su testimonio a los otros discípulos, quienes también se encuentran con El en comunidad. Nuevamente el relato tiene hondas connotaciones eucarísticas. Jesucristo se hace compañero, "cum panis", es decir se muestra como aquél que comparte el pan y el pescado con el hermano. En cada Eucaristía Jesús se hace presente. La celebración eucarística es al mismo tiempo sacramento de amor y de unidad con Dios y con todos los que en ella participan, memorial sacrificial de la muerte y resurrección de Cristo y banquete en el que recibimos el alimento espiritual, que es el propio Cristo.

2 - El misterio pascual se actualiza de nuevo en el gesto de mostrarles las manos y los pies, señales de su pasión y muerte, y en la conclusión del Evangelio, al recordar que el Mesías tenía que padecer, pero que resucitaría al tercer día. Como señala el Papa Juan Pablo II en su encíclica "Ecclesia de Eucharistia" "cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, memorial de la muerte y resurrección del Señor, se hace realmente presente este acontecimiento central de salvación y se realiza la obra de nuestra redención. Este sacrificio es tan decisivo para la salvación del género humano, que Jesucristo lo ha realizado y ha vuelto al Padre sólo después de habernos dejado el medio para participar de él, como si hubiéramos estado presentes. Así, todo fiel puede tomar parte en él, obteniendo frutos inagotablemente". En la Eucaristía se nos muestra el amor de Jesús "hasta el extremo", un amor que no conoce medida.

3 - Los frutos de la comunión con Jesucristo tienen que notarse en la comunión con el hermano. La "eficacia unificadora" de la Eucaristía edifica la Iglesia. Por eso, no se construye ninguna comunidad cristiana si no tiene como raíz y centro de la celebración de la Eucaristía. La Eucaristía "crea comunión y educa en la comunión". Celebrar la Eucaristía significa que los hombres y mujeres tratamos de vencer el egoísmo de nuestro mundo, formando la nueva familia en torno a la mesa del pan de vida para todos. En cada Eucaristía ofrecemos nuestra vida como la ofreció Jesús. Partir el pan de la Eucaristía significa compartir el pan de la vida con quien lo necesite; el pan del amor, el pan del compromiso, el pan de la libertad, el pan de la sonrisa. Beber del cáliz es estar dispuesto a correr la suerte de Jesús de Nazaret, la suerte del amigo, para proclamar y establecer un reino de justicia y libertad para todos. En la Eucaristía nos hacemos familia comprometida. Cuando salimos del templo nuestro compromiso es amar, repartir generosamente ese amor que Dios nos ha regalado. El arrepentimiento, la conversión y el perdón de los pecados, junto con el don de la paz, son los frutos del que se encuentra con el Señor en la Eucaristía. No basta con decir las palabras de Jesús en la Ultima Cena, hay que vivir de nuevo lo que El celebró. Nos sigue diciendo: "Tomad, comed y vivid el amor". El "podéis ir en paz" de la Eucaristía no significa "misión cumplida", sino "ahora te toca a ti". ¡Vive el amor!



28.- "VOSOTROS SERÉIS TESTIGOS..."., de www.betania.es
Por Antonio Díaz Tortajada.

1. Este tiempo de Pascua que ahora estamos celebrando, este tiempo de fiesta en el Señor resucitado, resuena también de una manera especial para nosotros, más que en cualquier otro tiempo del año, el encargo de Jesús a sus amigos, a sus discípulos: "Vosotros seréis testigos...". Cuando se verifica el encuentro con Cristo Resucitado, el hecho resulta perturbador. Es la irrupción de un elemento nuevo, inaudito, singular en nuestro presente. Nosotros, como los apóstoles, también somos testigos de la llamada que hemos recibido, --llamada inesperada, sorprendente, imprevista-- de la Buena Nueva que nos ha transformado. Nosotros, como los apóstoles, también somos testigos de Jesús, de su palabra, de su manera de vivir, de su muerte de amor de la certeza que Dios nos ha dado con su resurrección, de que su camino es el camino que da vida.

2. ¿Y cómo hemos de ser, nosotros testigos de Jesús? El peligro de reducir la fe del creyente a pura afirmación de la ortodoxia cristiana está ahí, a la vuelta de la esquina. La revelación de Dios en Cristo Jesús comporta un mensaje al que, por la fe, presta adhesión el creyente; pero la tentación y el peligro estriban en concederle tan sólo una asunción intelectual, sin incidencia en la vida de cada día. Estamos en un mundo que ya ha oído muchas palabras, un mundo en el que el mismo anuncio de Jesús se da como algo que tiene muy poco que aportar. Incluso nosotros a veces lo vivimos así. En nuestra fe hay un llamamiento al realismo. El resucitado aduce el testimonio de las llagas de sus manos y de sus pies crucificados: "Palpadme y daos cuenta de que un fantasma no tiene carne y hueso como veis que yo tengo." Hace falta afirmar el mensaje en la pura zona intelectual y luego buscar las heridas de tantas manos de hijos de Dios y los agujeros de los clavos de tantos crucificados en los que el Resucitado se nos hace presente. El autor de la vida es muerto y asesinado de nuevo cuando de nuevo se mata y se asesina a los hijos de Dios. El realismo de la vida se convierte de este modo en un compromiso de la fe.

3. Por eso, este momento, lo único que puede constituir una llamada interesante, fuerte, viva, al seguimiento de Jesucristo, es nuestro propio seguimiento. Si nosotros vivimos sin reticencias el amor a los demás y nos ponemos al servicio de los pobres sin miedos y sin preocuparnos por nuestros intereses, si nuestra comunidad de creyentes es una comunidad de gente que realmente se ama y se estimula en la fidelidad al Evangelio y en la confianza en el Padre, entonces sí que cumpliremos de verdad el encargo de Jesús, y nuestra fe será una verdadera oferta de vida para nuestros hermanos los hombres.

4. Esta Eucaristía de Pascua, este banquete que hacemos con Jesús como los discípulos el día en que se les apareció resucitado, debe hacernos sentir como nunca deseosos de compartir y transmitir la fe y el amor que vivimos. El Resucitado representa la derrota del miedo. Un encuentro de amistad y de amor, no da lugar al temor.


29.- LA PASCUA ES LUZ, de www.betania.es
Por Ángel Gómez Escorial

1.- Las lecturas de hoy no tienen –para nada—ilación cronológica. Pero no importa, porque de su relato –formidable en los tres casos—va a salir una importante enseñanza en este Domingo Tercero de la Pascua. Y, en efecto, los Hechos de los Apóstoles nos presentan a un Pedro decidido, valiente, que acusa a sus contemporáneos de la muerte de Jesús. El Evangelio de Lucas nos va a mostrar a un colegio apostólico amedentrado y temeroso. Acaban de escuchar el testimonio de los discípulos de Emaús y todavía no han reaccionado.

Ha de ser Jesús quien –casi a voces—les “obligue” a reconocerle, a ver sus heridas, a oír su voz, a discernir que es el Jesús de Nazaret, transformado por la gloria de la Resurrección. San Juan Evangelista escribía sus cartas muchos años después. Plantea en el fragmento de la primera Carta que hemos escuchado hoy, la capacidad del Señor para mediar por nuestros pecados y abrir una nueva etapa en la vida del hombre que agota, de una vez, la “separación” de Dios. La realidad es, por tanto, que las lecturas de este domingo nos muestran el efecto final y prodigioso de la Resurrección de Jesús que no es otra cosa que la redención del género humano y la recuperación de la sintonía con Dios perdida, tras el pecado de Adán y Eva.

2.- Jesús abrirá el entendimiento a sus amigos mediante la llegada del Espíritu. Y es ese Espíritu lo que dará valor a Pedro y al resto de sus sucesores para anunciar el Mensaje de Cristo y gobernar la barca de la Iglesia. Y la base racional de esa fuerza sobrehumana es el amor, la entrega, el reconocimiento sincero la propia realidad que nos circunda. Y ello tanto a nivel colectivo, de Iglesia, de Asamblea, como personal, íntimo, del corazón. La cercanía a Jesús no produce oscuridad, trae luz. Los fantasmas desaparecen y la realidad emerge sin engaños ni falsedades. Pero hay un primer paso, personal e intransferible, que es romper la retícula del pecado –como la catarata que tapa el ojo—para que la luz entre. El pecado es ceguera. Y esa falta de visión también afecta de manera colectiva e individual. La Pascua es luz. Es hacer posible lo imposible. Es el tiempo nuevo que no cesa ni termina.
3.- Y así, hoy, esas lecturas teóricamente desorganizadas, que no dan un relato ordenado en el tiempo, no están mostrando lo que más nos interesa para crecer humana y espiritualmente de “mayor a menor”. Hemos visto a un Pedro transformado, que ya no huye, ni niega, ni jura en contra de Jesús: da testimonio. La carta de Juan es el importantísimo principio teológico sobre la acción salvadora de Cristo. Y en ese texto se nos mostrará a nosotros que la única condición es reconocer lo que somos, nuestra propia naturaleza, lo malo y lo bueno. Finalmente, el evangelio es secuencia entera de la transformación de unos hombres torpes en verdaderos titanes que lanzados al exterior, cambiarían el mundo.

Y eso es lo que deberíamos hacer: salir a cambiar el mundo, ya que no nos gusta. No es cuestión de lamentarse continuamente. Se trata de enseñar a todos el camino que antes Jesús nos ha mostrado a nosotros , con la ayuda del Espíritu Santo. Hemos de aprovechar estos tiempos de Pascua para consolidar y mejorar nuestra vida. La conversión es trabajo de todos los días. El mundo nos necesita. Y cada vez más.


30. Neptalí Díaz Villán CSsR  Fuente: www.scalando.com              


¿TIENEN ALGO DE COMER?

Buscar el desarrollo del ser humano contemplando una sola de sus dimensiones ha resultado ser una empresa bastante dañina. Los extremos se tocan, decía Pirrón. Hemos tenido en la historia humana ideologías cuyo énfasis ha sido únicamente la dimensión material y la producción económica, y otras que le han apostado a una espiritualidad desencarnada. Las dos igualmente dañinas en tanto que desconocen la totalidad del ser humano y lo castran para su desarrollo integral. 

En el principio del cristianismo existieron las llamadas tendencias gnósticas y docetas que veían la parte física de Jesús como una simple apariencia. Según estas corrientes religiosas,  Jesús aparentemente comió, pero no comió. Aparentemente sufrió, pero no sufrió, su sufrimiento en la cruz fue una apariencia. Aparentemente murió, pero no murió, porque su cuerpo era una apariencia.

Los evangelistas tenían muy claro que Jesús era plenamente humano en todo el sentido de la palabra. Era el hijo de Dios hecho carne: “Y El Verbo se hizo carne y puso su morada entre nosotros” (Jn 1,14). La segunda carta de Juan llama anticristos a quienes niegan la dimensión humana de Jesús  y espiritualizan la fe: “Se han presentado muchos seductores, que no reconocen a Jesús como el Mesías venido en carne. En eso mismo se reconoce al impostor y al anticristo” (2Jn 7).

Por la misma línea, el evangelio de hoy quiere contradecir la ideología gnóstica que veía a Jesús como un fantasma o una apariencia. “Miren mis manos y mis pies: ¡Soy yo en persona! Tóquenme y verán: un fantasma no tiene carne y huesos, como ven que tengo yo”.

Es muy importante aclarar nuestra visión de Jesús. Hoy más que ayer hay muchas imágenes de Jesús. Hoy más que ayer tenemos el riesgo de confundirlo con un fantasma. Hoy, cuando se ha despertado un mercado religioso que ofrece “jesuses” y “cristos” para todos los gustos, energías y poderes sanadores. Un negocio que, según Wall Street Journal, mueve millones y millones de dólares  al año. Hoy los grupos agnósticos y docetas han cambiado de ropaje y siguen mostrando a un Jesús fantasma y desencarnado de la historia. Hoy los encontramos en algunos grupos de autoayuda, de nueva era, en el mundo de la magia psicorreligiosa y la cultura de los horóscopos ampliamente difundidos por los medios propagandísticos. Hoy los vemos en diversos grupos pseudoreligiosos que ofrecen esta vida y la otra, explotan la sensibilidad humana y se aprovechan de las necesidades de la gente, que en su ignorancia busca respuestas a sus interrogantes existenciales. Por fuera o por dentro de nuestro patio aparecen múltiples mediadores, guías espirituales y gurus, y personas que los siguen con una credulidad acrítica, muy propio de una masa alienada. Constituyendo lo que llama Juan José Tamayo una de las más graves manifestaciones de la perversión de lo sagrado. ¡Tengamos cuidado!

Necesitamos aclarar quién es Jesús para nosotros como seguidores y seguidoras, dónde y de qué manera lo encontramos y lo vivimos. Necesitamos comprender que ni el Jesús histórico, ni el resucitado son un fantasma; son una realidad. Jesús vivó de verdad y murió de verdad; todo su ser participó del ciclo de todo ser viviente incluida la muerte. Así mismo, todo su ser participó de la resurrección: cuerpo, alma y espíritu, todo su ser con toda su historia.

El Resucitado era el mismo Jesús pero no lo mismo, pues estaba glorificado; por eso los discípulos no lo pudieron reconocer a simple vista. Al Jesús histórico lo pudo ver todo aquel que estuvo cerca de él físicamente, inclusive los que atentaron contra su vida. Pero al Cristo glorificado sólo lo pudieron ver con los ojos de la fe. Su experiencia no fue una apariencia, fue tan real que transformó toda la vida de los discípulos y les hizo comprender las escrituras.

Fue así como unos campesinos y pescadores miedosos y sin mucha formación, después de vivir el acontecimiento pascual, se convirtieron en testigos del triunfo de la vida. Ese acontecimiento los envolvió de tal manera que lo entregaron todo por la causa del resucitado. Era imposible callar semejante noticia, tan definitiva para el ser humano, aún con las prohibiciones y persecuciones de las autoridades.

Con la sola razón difícilmente podremos entender, de manera clara y distinta, este acontecimiento. Pero sin la razón seremos presa fácil de mercaderes de lo religioso. Lo comprenderemos si nos abrimos a una experiencia nueva con aquel que murió y resucitó por la causa humana; si nos arriesgamos a ser sus discípulos y a poner nuestra vida en sus manos generosas.

Es preciso experimentar su resurrección de manera personal (como María Magdalena – Jn 20,11-18) y colectiva (como el evangelio de hoy (Lc 24,1ss). Que Jesús resucite en mi mida y en nuestra vida. Ni el individualismo asocial que hace de nosotros seres solitarios y rapaces, ni el colectivismo que hace perder nuestra propia identidad individual, pera ser uno más entre la masa.

El evangelio de hoy nos invita a experimentar a Jesús al partir el pan, es decir en la vida cotidiana, con nuestros compañeros de camino. No se trata de una experiencia de éxtasis espiritual o extrasensorial ocurrida con frecuencia por alteraciones de la conciencia, por falta de alimento o de algún componente elemental en el cuerpo humano, o por algún desajuste emocional. Se trata del encuentro cuerpo a cuerpo con el otro, del roce continuo de la vida, con sus trabajos y quehaceres diarios, con los choques y conflictos, asumidos como una vivencia crística, es decir, desde una experiencia con Jesús el Cristo resucitado y glorificado.

El Jesús glorificado que nos presenta el evangelio no es un placebo que calma todos los dolores y ofrece “solución a tu problema”, de manera individualista y alejada de un compromiso ético religioso con nuestro contexto humano. A los discípulos les pidió algo de comer: “Entonces les preguntó: ¿Tienen algo de comer? Ellos le ofrecieron un pedazo de pescado asado. Jesús lo tomó y comió con ellos”. ¿Qué nos pide hoy el Señor por medio de nuestros compañeros de camino? Tal vez cariño, compañía y comprensión, apoyo y alimento para su cuerpo, alma o espíritu, amor afectivo y efectivo…

Lo que nos ofrece Jesús resucitado no es precisamente la solución inmediata y fácil de todos nuestros problemas, el éxito en todas nuestras empresas y la prosperidad individual. Lo primero que hace el resucitado es pedirnos algo, porque como dijo San Francisco: “es perdonando, como soy perdonando, es amando, como soy amado…” Nos ofrece su paz, que no equivale necesariamente a la ausencia de conflicto y menos a las voces calladas por el miedo o silenciadas con las armas. Es la paz de la serenidad y de la confianza que nos da saber que no estamos solos, que Él venció el poder de la muerte, que él venció el bajo mundo del egoísmo, de la corrupción y del engaño. Que Él venció las cadenas del pecado y de la muerte, y que con Él triunfamos por la fuerza de amor. Su paz es sinónimo de confianza, esperanza y energía en el camino. Su paz implica a su vez el envío para anunciar esa Buena Noticia: “… en su nombre se hará en todo el mundo un llamado al arrepentimiento para obtener el perdón de los pecados. Comenzando desde Jerusalén, deben dar testimonio de estas cosas”.  

Estamos invitados a vivir estas experiencias con el resucitado. Abramos nuestra vida a la gracia de Jesucristo vivo. Dejemos que Él aclare todas nuestras dudas, nos haga conocedores de su plan de salvación y portadores de la Buena Noticia para todo el mundo, empezando por nosotros mismos.


31.

Comentario del padre Raniero Cantalamessa, ofmcap., predicador del Papa, al Evangelio del III Domingo de Pascua - B


III Domingo de Pascua - B
(Hechos 3, 13-15. 17-19; I Juan 2, 1-5a; Lucas 24, 35-48)


¡En verdad ha resucitado!

El Evangelio nos permite asistir a una de las muchas apariciones del Resucitado. Los discípulos de Emaús acaban de llegar jadeantes a Jerusalén y están relatando lo que les ha ocurrido en el camino, cuando Jesús en persona se aparece en medio de ellos diciendo: «La paz con vosotros». En un primer momento, miedo, como si vieran a un fantasma; después, estupor, incredulidad; finalmente, alegría. Es más, incredulidad y alegría a la vez: «A causa de la alegría, no acababan de creerlo, asombrados».

La suya es una incredulidad del todo especial. Es la actitud de quien ya cree (si no, no habría alegría), pero no sabe darse cuenta. Como quien dice: ¡demasiado bello para ser cierto! La podemos llamar, paradójicamente, una fe incrédula. Para convencerles, Jesús les pide algo de comer, porque no hay nada como comer algo juntos que conforte y cree comunión.

Todo esto nos dice algo importante sobre la resurrección. Ésta no es sólo un gran milagro, un argumento o una prueba a favor de la verdad de Cristo. Es más. Es un mundo nuevo en el que se entra con la fe acompañada de estupor y alegría. La resurrección de Cristo es la «nueva creación». No se trata sólo de creer que Jesús ha resucitado; se trata de conocer y experimentar «el poder de la resurrección» (Filipenses 3, 10).

Esta dimensión más profunda de la Pascua es particularmente sentida por nuestros hermanos ortodoxos. Para ellos la resurrección de Cristo es todo. En el tiempo pascual, cuando se encuentran a alguien le saludan diciendo: «¡Cristo ha resucitado!», y el otro responde: «¡En verdad ha resucitado!». Esta costumbre está tan enraizada en el pueblo que se cuenta esta anécdota ocurrida a comienzos de la revolución bolchevique. Se había organizado un debate público sobre la resurrección de Cristo. Primero había hablado el ateo, demoliendo para siempre, en su opinión, la fe de los cristianos en la resurrección. Al bajar, subió al estrado el sacerdote ortodoxo, quien debía hablar en defensa. El humilde pope miró a la multitud y dijo sencillamente: «¡Cristo ha resucitado!». Todos respondieron a coro, antes aún de pensar: «¡En verdad ha resucitado!». Y el sacerdote descendió en silencio del estrado.

Conocemos bien cómo es representada la resurrección en la tradición occidental, por ejemplo en Piero della Francesca. Jesús que sale del sepulcro izando la cruz como un estandarte de victoria. El rostro inspira una extraordinaria confianza y seguridad. Pero su victoria es sobre sus enemigos exteriores, terrenos. Las autoridades habían puesto sellos en su sepulcro y guardias para vigilar, y he aquí que los sellos se rompen y los guardias duermen. Los hombres están presentes sólo como testigos inertes y pasivos; no toman parte verdaderamente en la resurrección.

En la imagen oriental la escena es del todo diferente. No se desarrolla a cielo abierto, sino bajo tierra. Jesús, en la resurrección, no sale, sino que desciende. Con extraordinaria energía toma de la mano a Adán y Eva, que esperan en el reino de los muertos, y les arrastra consigo hacia la vida y la resurrección. Detrás de los dos padres, una multitud incontable de hombres y mujeres que esperan la redención. Jesús pisotea las puertas de los infiernos que acaba de desencajar y quebrar Él mismo. La victoria de Cristo no es tanto sobre los enemigos visibles, sino sobre los invisibles, que son los más tremendos: la muerte, las tinieblas, la angustia, el demonio.

Nosotros estamos involucrados en esta representación. La resurrección de Cristo es también nuestra resurrección. Cada hombre que mira es invitado a identificarse con Adán, cada mujer con Eva, y a tender su mano para dejarse aferrar y arrastrar por Cristo fuera del sepulcro. Es éste el nuevo y universal éxodo pascual. Dios ha venido «con brazo poderoso y mano tendida» a liberar a su pueblo de una esclavitud mucho más dura y universal que la de Egipto.