10 HOMILÍAS PARA EL SEGUNDO DOMINGO DE PASCUA - CICLO B
(1-10)

1.

-HEMOS VISTO AL SEÑOR

La experiencia de Pascua es todavía muy reciente: hace ocho días que la hemos inaugurado. Por eso en la homilía habría que partir, de nuevo, proclamando la gran Noticia. En medio de un grupo desanimado, aparece el Señor. El primer domingo. Y luego, a los ocho días, de nuevo en domingo, esta vez con Tomás, se vuelve a hacer presente. Este encuentro con el Resucitado cambió a la primera comunidad: "se llenaron de alegría al ver al Señor". Fue un momento decisivo: les dio su Espíritu... les envió, como el Padre le había enviado a El... les dio el encargo de la reconciliación ("a quienes perdonéis los pecados"...) La homilía debería empalmar en seguida con nuestra propia experiencia: nuestra reunión dominical, para celebrar la Eucaristía. También nosotros, en medio de una situación que a algunos les parecerá de desánimo y a otros de desesperación, experimentamos, desde nuestra fe, la presencia del Señor.

Presente en la comunidad misma, en la Palabra que El mismo nos dirige, en su Eucaristía. Cuando el presidente -también él signo de Cristo- nos saluda, invoca su presencia: "el Señor esté con vosotros". Como dice la introducción al Misal (n. 28), con ese saludo "manifiesta a la asamblea reunida la presencia del Señor", y con la respuesta de la asamblea "queda de manifiesto el misterio de la Iglesia congregada". Cada domingo es para nosotros una nueva experiencia de fe que nos reafirma en que Jesús, el Señor, vive y está con nosotros.

El evangelio fue escrito para eso: "para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre". Estamos aquí precisamente porque creemos eso, porque también a nosotros nos sale desde dentro la invocación: "Señor mío y Dios mío". Aunque no faltan dificultades en nuestra vida cristiana, porque también nuestro caso es el de los que "creen sin haber visto".

Una alabanza a la fe de los presentes. Una revaloración del domingo como nuestro día de celebración, porque es el "día del Señor" resucitado.

-UNA COMUNIDAD "PASCUAL"

Pero todo esto tiene una traducción también fuera de nuestra celebración. Nuestra fe en Cristo dura 24 horas al día y 7 días a la semana.

Por eso las lecturas de hoy nos han propuesto un cuadro ideal de la comunidad cristiana, consecuente con la Pascua que celebra.

a) Una comunidad de hermanos. Este es el estilo de aquella primera Iglesia de Jerusalén, tal como nos la ha pintado Lucas, seguramente con un tinte idealista. Un grupo de cristianos que lo tienen todo en común, que se muestran solidarios sobre todo con los más pobres, que no llaman a nada "suyo".

Tanto internamente -los cristianos para con los cristianos- como cara a la sociedad que nos rodea, ¿no es éste el lenguaje que a la larga más entendemos? Las palabras nos llenan la boca, pero ya no convencen. Pero el que yo dé de lo mío, ése sí que es siempre testimonio. Y en un momento de la historia, en que conocemos la grave situación del Tercer Mundo (la que pretende ayudar la campaña de "Justicia y Paz"), y en que también entre nosotros hay una notable crisis económica y de trabajo, que a muchas familias deja sin lo mínimo indispensable ¿cómo puede una comunidad cristiana celebrar la Pascua sin unos gestos de solidaridad fraterna y de comunicación de bienes?

b) Una comunidad de misioneros. El "yo os envío" del evangelio se corresponde perfectamente con el ejemplo de la comunidad cristiana de Jerusalén: "daban testimonio de la resurrección del Señor con mucho valor".

El que de veras cree, quiere comunicar su convicción a los demás. Y hay que reconocer que en el mundo de hoy dar la cara por los valores cristianos es cosa de valientes. En el marco familiar, social, profesional... unos cristianos "pascuales" deberían sentirse invitados a no avergonzarse de su fe, sino a dar testimonio de ella en todo momento. Hay quienes pueden hacerlo en las mil iniciativas de una comunidad (catequesis, diversos ministerios, educación de los hijos, medios de comunicación...).

Otros tienen siempre el lenguaje de sus obras, desde su fidelidad a la celebración dominical hasta el estilo ejemplarmente cristiano de su vida moral y social.

c) Una comunidad de "renacidos" y "vencedores". El matiz que pone a este cuadro la lectura de Juan es interesante: "el que cree... ha nacido de Dios", "el que ha nacido de Dios, vence al mundo".

Además de los temas de la "filiación" y del "amor", que podemos dejar para domingos sucesivos, hay aquí un paralelo muy dinámico: por una parte está Cristo Jesús, el auténtico re-nacido a vida nueva, y vencedor de la muerte. Por otra, nosotros: que si creemos de veras en la Pascua que celebramos, si ponemos nuestra opción radical en Cristo, experimentamos el misterio de un re-nacimiento de Dios (el Bautismo, renovado cada Pascua). Y ésa es nuestra mejor victoria contra todo lo anticristiano y antipascual: la mejor clave para superar los mil males y esclavitudes que padecemos en esta nuestra historia ¿En qué aspectos concretos se va a notar, en esta Pascua apenas iniciada, que algo renace en nosotros? Una alusión, de nuevo, a nuestro domingo y a su Eucaristía. Como experiencia comunitaria de todo eso (la presencia del Señor, la fraternidad, la alegría de la victoria...) y como motor de todos nuestros empeños durante la semana para que la vida concreta sea en verdad "pascual"...

J. ALDAZABAL
MISA DOMINICAL 1982/08


2.

-El encuentro con Jesús, el crucificado que vive para siempre

¿Os imagináis aquel atardecer del día de Pascua? A los discípulos se les ha destrozado el corazón allí en el Calvario, llenos de dolor por la muerte de aquél que tanto habían amado, que tantos horizontes les había abierto. El dolor es muy fuerte, y el desconcierto, y el miedo de lo que ahora pueda suceder.

Con la detención y condena de Jesús se han dispersado, no han estado a la altura. Pero ahora vuelven a agruparse, la muerte de Jesús les ha reunido: quizá el sano juicio les aconsejaría ir cada uno a la suya, no llamar la atención; pero ahora hay algo mucho más fuerte que todas las prudencias: tienen que estar juntos, sienten muy adentro que tienen que estarlo, que aquella comunidad alrededor de Jesús debe seguir viva. No sabrían decir por qué, pero sienten que debe ser así.

El primer día de la semana, al amanecer del domingo, María Magdalena y las demás mujeres han empezado a hacer correr una voz, un testimonio sorprendente e increíble. El testimonio de la victoria del amor de Dios más allá de todo el mal que los hombres somos capaces de hacer. El testimonio de la vida para siempre de Jesús, el maestro crucificado. El mismo Pedro, después, ha vivido también la misma experiencia: algo muy grande ha pasado, Jesús no ha sido engullido para siempre por la muerte.

Y cuando llega el anochecer, todos juntos en la casa, se encuentran compartiendo el desconcierto, y el miedo, y la esperanza. Y juntos, el anochecer de aquel domingo, experimentan la presencia, la vida, la fuerza, la paz, el amor vencedor del Señor resucitado. Nunca nos podremos imaginar cómo fue aquel momento. Qué sintieron, qué vivieron aquellos discípulos. Pero lo que sí sabemos es que de lo que ellos vivieron, de lo que ellos sintieron en aquel momento, vivimos todavía hoy nosotros, y vivirán de ello también las generación de hombres y mujeres que a lo largo de la historia se sentirán llamadas por la palabra salvadora de Jesús, por la vida del Señor muerto por amor y resucitado para hacernos vivir con él y como él.

-El encuentro con Jesús, cada domingo

Desde aquel primer domingo, ¡cuántos y cuántos domingos los cristianos nos hemos ido reuniendo! Si los contásemos, ¡qué cifra tan alta nos saldría! Años y años, siglos y siglos, hasta hoy, hasta este domingo, el 7 de abril de 199_, y hasta todos los domingos que vendrán en el futuro.

Y todos estos domingos, los cristianos reunidos hemos sentido que el Señor nos daba su paz, nos afirmaba el corazón. Y nos enviaba a ser testigos da una vida distinta, su misma vida, la vida que se fundamenta en el amor más profundo a todo hombre y a toda mujer, aunque eso cueste, aunque eso lleve a la cruz. Y nos daba su Espíritu, su mismo Espíritu que es el que nos da la vida. Y nos hacía portadores de su perdón, de su misericordia inagotable.

Y eso, a pesar de las dudas y las incertidumbres. Porque ya desde el inicio, ya desde el primer día, el encuentro con Jesús es un encuentro que choca con las dudas incluso de sus amigos más íntimos. La Historia de Tomás es nuestra misma historia. Y no pasa nada. Jesús lo entiende perfectamente, y continúa acercándosenos a pesar de nuestras dudas. Y nos anima a creer, como animó a Tomás el domingo siguiente de aquel primer domingo. De este encuentro con el Señor resucitado, los apóstoles sacaron la fuerza para vivir y transmitir el gozo del Evangelio, la gran noticia de Jesús. De aquí nació la primera comunidad de creyentes, que es nuestra misma comunidad.

-La primera comunidad, nuestra comunidad

¡Cuán potente, cuán transformador fue para ellos este encuentro con el Señor, este encuentro de cada domingo! Precisamente, la primera lectura de hoy nos hace poner los ojos en aquella comunidad que empezaba, aquella comunidad que es como un espejo para nosotros. Y ciertamente que verlos a ellos, mirar aquellos primeros pasos de la comunidad de los creyentes, nos da como una cierta envidia, nos hace sentir muy poquita cosa, pero al mismo tiempo, nos debe hacer desear con muchas ganar acercarnos tanto como podamos a su manera de vivir.

Ellos, nos decía la lectura, pensaban y sentían lo mismo y los que eran propietarios ponían sus bienes a disposición de la comunidad y de los pobres. Y así, porque hacían eso, eran bien vistos por todo el mundo. Hacían eso y, además, los apóstoles anunciaban la buena noticia con muchos milagros, con señales que daban vida, salud, esperanza a los que más lo necesitaba, como había hecho Jesús.

Nuestro encuentro con el Señor resucitado nos debería llevar, a nosotros también, a hacer de nuestras comunidades un lugar en el que los que tienen ponen su bienes al servicio de los que no tienen, y donde todos hacen los "milagros" (digámoslo así) que es capaz de hacer: porque todo el mundo puede, de un modo u otro, dar vida, y salud, y esperanza, a los que la necesitan.

Que durante estos cincuenta días de Pascua, estos días que nos llevarán a celebrar el don del Espíritu en Pentecostés, vivamos con mucho gozo el encuentro con el Señor resucitado. Cada uno de nosotros, y todos juntos como comunidad.

JOSÉ LLIGADAS
MISA DOMINICAL 1991/07


3. ALEGRIA/DON-PAS

1. La alegría comunitaria, don y signo de la Pascua

Hace una semana que celebramos la fiesta de Pascua, pero la liturgia no lo considera exactamente así. La Pascua es una constante presencia de Cristo resucitado en medio de su comunidad, presencia que se reitera una y otra vez y que se manifiesta de múltiples formas.

De ahí que, tanto en este domingo como en los siguientes, se sucedan los textos pascuales gritándonos una y otra vez la misma realidad proclamada en la noche de Pascua: «El Señor ha resucitado.»

Por lo tanto nosotros procuraremos en este clima de gozo reflexionar sobre esta realidad que es nuestro mayor tesoro. Dejemos que el Espíritu nos sumerja en esta novedad, precisamente en un momento histórico en que la interioridad del espíritu es sofocada por una vida tensa, nerviosa, hecha de cosas y de múltiples actividades que nos hacen salir de nosotros mismos sin llegar a descubrir que dentro de nosotros es donde late la vida. Durante todos estos domingos del tiempo pascual vamos a concretar nuestra atención, no tanto en aspectos exteriores ni en actividades concretas, cuanto en la dimensión interior de nuestra fe. Serán, pues, reflexiones serenas que irán profundizando el gran misterio de la Pascua.

La página del Evangelio de Juan que se nos ha leído hoy es harto significativa. El evangelista insiste en que Jesús, a pesar de la incredulidad de los apóstoles, ejerce una real presencia en la comunidad reunida, particularmente en la celebración eucarística del domingo, el primer día de la semana.

Efectivamente, las dos manifestaciones de Jesús -en una Tomás está presente y en la otra ausente- se realizan «estando reunidos los discípulos en la casa» y, precisamente, el domingo.

Aquí encontramos un primer elemento de reflexión: el Señor no puede ser visto y reconocido sino en la misma comunidad, allí «donde dos o tres se reúnen en mi nombre». Inútil es buscar al Señor en el aislamiento y separados de la comunidad. Fue lo que le pasó a Tomás la primera vez: se había separado de sus compañeros y, encerrado en su posición, no creyó en el testimonio de los otros.

¿Y cómo manifiesta Jesucristo su presencia?

Juan lo relata con su típico lenguaje alegórico: Cristo está presente allí donde los hermanos viven la alegría, la paz y la unidad por el mismo espíritu.

El mismo dice: «Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor.» La alegría de la comunidad cristiana es la victoria de la vida sobre el pesimismo y la tristeza de la muerte.

Y es una verdadera pena que nuestras reuniones eucarísticas hayan perdido la alegría en aras de una convencional seriedad ritual. La alegría cristiana es esa sana y serena expresión de una profunda paz interior. «La paz esté con vosotros», se nos dice en cada eucaristía como lo dijo Jesús en aquellas liturgias pascuales que nos relata el evangelista Juan.

La paz está «con» nosotros porque nuestra paz es el mismo Cristo, el mismo que nos ha reconciliado con nosotros mismos, con Dios y con los hermanos.

Observemos que siempre en nuestras reuniones eucarísticas celebramos y vivimos este evangelio. Diríase que Juan lo hubiera escrito pensando en cualquier reunión litúrgica de cristianos: allí el apóstol amado del Señor veía paz, alegría, serenidad, unidad, y a través de esos síntomas veía al Señor Jesús.

La alegría es el signo de la presencia de Cristo resucitado. Seguramente que los cristianos no estamos muy convencidos de ello o no lo hemos comprendido del todo, a juzgar por nuestras actitudes y conducta. La alegría es la virtud que brota de la pascua; casi es una orden de Cristo, así como es su don.

Hoy pudiéramos todos juntos preguntarnos qué podemos hacer para devolverle este clima de alegría a la comunidad, no sólo fuera del templo sino también dentro. Cada misa debiera ser gozada por la comunidad, y el gozo de cada uno compartido con el otro. Para esto necesitamos crear un clima de mayor sencillez y espontaneidad, de modo que cada domingo festejemos la alegría de haber vivido una semana de amor y servicio a los hermanos.

Todavía hay mucha gente que piensa que las manifestaciones de alegría en una reunión litúrgica son una «falta de respeto». A este propósito, el diccionario de la Real Academia nos aclara la diferencia que existe entre: respeto - seriedad - temor - aburrimiento y alegría. Tampoco la alegría debe ser confundida con la superficialidad o la chabacanería.

En la alegría hay expresión de profundos sentimientos y vivencias que son compartidos por todos los hermanos y amigos. Está de más decir que sin participación no hay alegría. Una celebración litúrgica, por ejemplo, en la que sólo participa el sacerdote mientras el pueblo se contenta con ver y escuchar, nunca podrá ser vivida con alegría. Porque la alegría de la Pascua no es una explosión vacía de risas y ruidos. Es el gozo de compartir en una actitud constante de servicio a los demás.

El evangelista Lucas lo expresa muy claramente al referirse al espíritu de la primitiva comunidad de Jerusalén. De lo contrario, sería una alegría hipócrita.

En Pascua celebramos la alegría del amor que da, que ofrece, que comparte y que sirve. Por eso, una comunidad sin acción, sin dinamismo, sin responsabilidades compartidas no podrá nunca gozar del auténtico sentido de la alegría pascual.

Pero hay más aún. A menudo confundimos la alegría (estamos hablando de la alegría cristiana que surge de la experiencia pascual) con la satisfacción que nos produce la posesión del dinero o el éxito en los negocios o un triunfo personal. Cuando después llegan los momentos difíciles, entonces surge en nosotros el pesimismo, la amargura, las tensiones y el resentimiento.

Si nuestra fe no es capaz de mantener la paz interior en un período duro y angustiante, tenemos derecho a preguntarnos para qué sirve la fe.

En este sentido, con gran intuición Juan nos relata que, en aquel primer domingo, los apóstoles tenían las puertas cerradas por temor a los judíos..., y a pesar de ese temor al ataque y a la persecución, el Señor los urge a la paz.

Así lo entienden ellos y se llenan de alegría, no porque hubiera desaparecido el peligro (muy pronto comenzaría la abierta persecución del Sanedrín) sino porque habían descubierto que la alegría brotaba de la presencia del Señor, que jamás abandonaría a los que creyeran en él.

Así nos lo dice la primera carta de Juan: «Todo el que ha nacido de Dios, vence al mundo.» ¿Y quién es el que ha nacido de Dios? «Todo el que cree que Jesús es el Cristo, ha nacido de Dios.»

Es así como la alegría pascual sale de nosotros, del interior hacia afuera. No es producida por lo bueno que hay afuera sino por el bien que tenemos dentro, la presencia de Cristo. La alegría que depende del exterior es fatua, porque no suprime la cobardía ante la vida ni tiene nada esencial para fundamentarla.

Como vemos, la Pascua nos obliga a distinguir qué es lo verdadero y esencial, y qué es lo falso y accesorio.

Es cierto que la alegría pascual surge de una riqueza, pero de la riqueza interior del Espíritu. Con esa riqueza interior, que es fuerza, el cristiano puede superar la angustia del miedo, de la pobreza, de la enfermedad o de la persecución.

La Pascua vuelve nuestra mirada hacia nuestro propio interior para que nos descubramos a nosotros mismos y cimentemos una riqueza amasada de autenticidad. Esta es la victoria del hombre libre que, al descubrir lo que es, vive como es y nada le impide ser lo que es.

Esta misma realidad es la que expresa la primera lectura de hoy, extractada de los Hechos de los Apóstoles.

Mientras «los apóstoles daban testimonio con gran alegría de la resurrección del Señor», los fieles interpretaban la presencia del Señor como el vínculo que los unía. Y a tal punto era esta presencia su riqueza principal que, gozosos, se desprendían de sus bienes y tierras para distribuirlos entre los más necesitados.

No solamente la pobreza material no era un obstáculo para la alegría de la fe, sino que esa misma fe los llevaba a volverse pobres por sus hermanos. "Nadie consideraba sus bienes como propios", ya que el mismo Señor y el mismo Espíritu habían hecho de todos «un solo corazón y una sola alma».

Cristo era el bien común de todos, y por ese bien común descubrieron que también todos sus demás bienes debían ser comunes. Más aún, dejaban de ser bienes de propiedad privada, pues ya no eran considerados como fuente de alegría y goce personal, sino como medios de subsistencia para los necesitados.

Lo que a muchos les pareció una utopía del fanatismo de los primeros cristianos, hoy vuelve a ser considerado como uno de los grandes ideales de nuestro siglo: que los bienes materiales sean socializados en función de toda la comunidad y no de unos pocos. Lo que pasa entre nosotros es que, quizá, hicimos de Cristo una propiedad privada. Cristo es algo «mío» -pensamos- y, al cabo de cierto tiempo, todo lo que es mío es mi cristo. O dicho en otras palabras: lo importante son nuestras posesiones privadas. Nuestro señor el dinero es el cristo que nos aporta sus fugaces momentos de alegría y de paz. Incluso llegamos a transformar la misa en una propiedad privada: nos da lo mismo, muchas veces, que estemos solos o acompañados, con tal que haya sacerdote que nos rece la misa según nuestra particular intención.

Hay feligreses que «pagan su misa» para que nadie más pueda aprovecharse de sus «frutos espirituales»; o que rezan como si fuesen los únicos habitantes del mundo o que comulgan como si la hostia la hubiesen comprado en la feria. Es el individualismo religioso que hemos heredado de estos últimos siglos (es también él una forma de capitalismo) y que ha calado mucho más hondo de lo que nosotros imaginábamos.

Los textos bíblicos de hoy contradicen completamente este enfoque. Su afirmación es clara: sólo en la comunidad podemos palpar la presencia de Cristo como un bien común, y también su paz y su alegría son dadas como un don común. Quien no viva con sus hermanos ni comparta la alegría fraterna, no tiene la paz ni la alegría del Señor.

2. La comunidad, lugar del encuentro con Cristo

Si bien ya el punto anterior es material válido para una profunda y larga reflexión, no está de más que volvamos por un momento los ojos a Tomás, el incrédulo.

En la mentalidad del evangelista, Tomás no solamente es el que se separó de la comunidad y por eso no pudo ver al Señor, sino también el que llega tarde a la comunidad y se resiste a creer por el simple testimonio de los otros. El quiere tener su propia experiencia de fe.

Está claro, entonces, que Tomás simboliza a toda esa multitud de hombres que, a lo largo de los siglos, creeremos por el testimonio de otros. Así lo indica la frase final de Jesús: «¿Porque me has visto has creído? Felices los que crean sin haber visto.»

Jesús se presentó "estando cerradas las puertas", porque su modo de presencia es «distinto» y porque está simplemente porque hay hermanos reunidos. El no viene de fuera -como Tomás- sino que es el que reúne e integra a la comunidad. El siempre está dentro de la comunidad y somos nosotros los que necesitamos entrar.

Entonces Jesús invita a Tomás a palpar su costado abierto. Recordemos que Juan es el único evangelista que nos habla del costado abierto por la lanzada del soldado, y que de ese costado -cual de nuevo Adán- surgió la comunidad creyente, su esposa, de la misma fuente del agua y de la sangre.

Podríamos pensar, entonces, que tocar ese costado y reconocer esa llaga era una invitación de Jesús a Tomás para que abandonase su aislamiento y se sintiese también renacido al pie de la cruz; para que se uniese al sacrificio del Maestro, porque de lo contrario, encerrado en individualismo, jamás podría verlo ni reconocerlo.

En otras palabras: si no sabe unirse a sus dolores y a su entrega, tampoco podrá unirse a su gozo. Y si no se reúne con sus hermanos, tampoco puede renacer como miembro de la comunidad creyente.

Jesús no se le aparece a él solo, porque no es su propiedad. Porque Tomás se unió a sus compañeros, por eso pudo palpar el costado abierto del Señor (nacer) y sentirse miembro de la comunidad.

De ahí la conclusión de Jesús: la fe no necesita «ver» a Jesús como se lo veía antes de su muerte. La fe surge del encuentro con los hermanos, y viendo a los hermanos vemos a Cristo resucitado.

Tomás comprendió la lección, y el evangelio pone en sus labios esta máxima confesión de fe: «Señor mío y Dios mío.» Nuestro único Señor es Cristo; él es nuestro único bien, nuestra total riqueza.

Confesar a Jesús como el Señor es confesarlo como lo absoluto, aquello por lo cual todo tiene sentido y sin lo cual nada tiene valor.

¿Pensaba en Tomás el evangelista Juan cuando escribió las líneas de esa carta que hoy hemos leído? Quizá...

Concluyendo...

La actitud de Tomás es la nuestra y su problema es también nuestro: ¿cómo ver a Jesús si no se nos aparece?

Y la respuesta del Señor: ¿Cómo quieres verme si no te unes a tus hermanos?

Es probable que alguna vez todos hayamos dudado de la presencia de Cristo resucitado, pero el evangelio nos dice que detrás de esa duda teológica se esconde otra cosa: también negamos o dudamos de la presencia de nuestro prójimo, por lo menos de algunos, porque vivimos como si no existieran.

Ahora el cuerpo de Jesús es la comunidad -«vosotros sois el cuerpo de Cristo», insistió Pablo- y la primera lección de la Pascua es ésta: felices seremos si aceptamos a esta comunidad y a estos hermanos, miembros todos del único y mismo cuerpo de Cristo resucitado.

En la medida en que metamos nuestros dedos en las llagas abiertas de la comunidad, en su dolor, en sus angustias, en sus enfermos y pobres; en la medida que toquemos ese cuerpo sufriente y lo reconozcamos como nuestro cuerpo, en esa misma medida descubriremos a Cristo resucitado. Aquí está nuestro Señor y nuestro Dios, y aquí es donde debemos adorarlo y servirlo.

SANTOS BENETTI
EL PROYECTO CRISTIANO. Ciclo B.2º
EDICIONES PAULINAS.MADRID 1978. Págs. 197 ss.


4.

1. "Paz a vosotros".

En el evangelio se describen las apariciones del Resucitado en la tarde del día de Pascua y ocho días después: lo que el Señor trae a su vuelta de la cruz, de la muerte y de los infiernos es la paz definitiva y perfecta. Una paz no «como la da el mundo», sino mucho más profunda. El relato se estructura en tres escenas.

Primeramente desea a los discípulos la paz que es él mismo («porque él es nuestra paz»: Ef 2,14), lo que testimonia mostrando sus heridas. Precisamente la muerte que los hombres le han infligido funda la paz a partir de él; el odio se ha desfogado sobre él, pero el hálito de su amor ha sido más fuerte y más duradero. No hay ninguna escena de reconciliación con los discípulos que le habían negado vergonzosamente y habían huido llenos de miedo: todo esto queda como soterrado en la gran paz que ahora se les ofrece. Pero el don va mucho más lejos aún.

Cristo exhala su aliento sobre ellos y les otorga el Espíritu de su propia misión, con el que quedan autorizados en virtud de su poder a transmitir a los hombres la paz que ellos mismos han recibido gratis: «A quienes les perdonéis los pecados...». El don que reciben de Jesús se les da desde el principio para que ellos a su vez lo transmitan. Al igual que Dios juzga al hombre cuando le otorga el perdón (se requieren la confesión y la contrición), así también el perdón de la Iglesia tendrá que ser un juicio: debe producirse en la verdad y no en la inconsciencia. La eventual «retención del perdón» se produce por amor, el aplazamiento del mismo tiene por objeto la perfecta preparación para recibirlo dignamente. Y todo esto.tiene que producirse en la fe, de ahí el episodio de Tomás. No ver, no querer experimentar es el presupuesto para la recepción de la paz; la derelicción en la fe es la condición de toda recepción de los dones divinos. Cuando el hombre duda y no quiere entregarse, no puede tener paz. Para tener paz debe prosternarse y decir en la fe: «¡Señor mío y Dios mío!».

2. «Nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía».

La dimensión comunitaria de la primitiva Iglesia es, en la primera lectura, el signo de que vive en la paz de Jesús. Las delimitaciones entre lo mío y lo tuyo, ya se trate de «propiedad privada» material o espiritual, son la causa de las disensiones, de la falta de paz entre los hombres. La paz de la que aquí se habla tiene una motivación puramente espiritual, no sociológica. Desde el punto de vista sociológico sería difícilmente alcanzable lo que aquí se constata: «Se distribuía según lo que necesitaba cada uno».

3. «Amar a Dios y cumplir sus mandamientos».

La segunda lectura ensancha la perspectiva. La paz instaurada por Cristo recibe ahora los nombres (que son al mismo tiempo sus condiciones) de «amor a Dios» (al Padre, al Hijo, a los hombres) y «fe en Dios» (que vence al mundo que carece de paz), porque esta unidad del amor y de la fe es propiamente el don pascual de Jesús: la instauración de la paz entre Dios y el mundo. En la Iglesia este don se concreta en los sacramentos del Bautismo (agua), de la Eucaristía (sangre) y de la Confirmación (Espíritu), y el que los recibe en su sentido íntimo y los deja actuar en él, recibe la paz de Cristo y la propaga en el mundo.

HANS URS von BALTHASAR
LUZ DE LA PALABRA
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 152 s.


5.

CREAR COMUNIDAD

LA VICTORIA QUE VENCE AL MUNDO ES NUESTRA FE

1. "En el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo: todo lo tenían en común" Hechos 4,32. Se realiza en ellos el misterio de la Iglesia a imagen de la Trinidad. En el mundo griego Dios no ama; es un espectador y la meta a la que aspiran los impulsos de los hombres. Los dioses griegos eran mitos que encarnaban las fuerzas humanas y las pasiones. Apolo, era la mente que aclara y simplifica. Atenea, la decisión, la seguridad y la certeza. Afrodita encarna el erotismo. Artemis el misterio de la mujer. Zeus el rayo. Prometeo la fuerza. Hoy serían dioses nuestros ídolos de cine o del fútbol. Como los dioses griegos de ayer, los ídolos de hoy, son metas de belleza, fuerza, ciencia, protección. En contraposición a éstos, el Dios de Jesús es un Padre que ama: hacia dentro y hacia fuera. Por eso Jesús ha rogado que sean uno, como nosotros somos uno. La Iglesia ha dispuesto el rito de la paz, para preparse a la comunión: "Daos la paz", como símbolo y parábola de la unión fraterna. Si asistimos a misa como a un espectáculo, ignorando a los que están junto a nosotros, somos islas, pero no comunidad.

2. Crear comunidad no es fácil. No se puede hacer por decreto. Sólo desde el amor. El instinto religioso de los hombres quisiera entenderse directamente con Dios. Pero somos relación con Dios y con los otros. No hay relación con Dios sin relación con los hermanos: "Quien no ama a su hermano a quien ve ¿cómo amará a Dios a quien no ve?" (Jn 4,20).

Pero como lo que nos constituye personas es la relación, el que pretende edificar su trato con Dios sobre los escombros del trato con los hermanos, se encuentra con el vacío personal. Sin los otros no podemos ser, pero menos contra los otros. Pero muchas veces los hombres se experimentan rivales y desean afirmarse eliminando o distanciando a los otros, como si les sobraran. Es tanta la ambición de la excelencia propia, que eso es la soberbia, que les parece que la sombra que los otros proyectan, les impide a ellos su crecimiento. Su vanidad les lleva a desear el peregil de todas las salsas. Y en el bautizo quisieran ser el niño, en la boda la novia, y en la onomástica, el que la celebra. Yo guardo un foto de mi tiempo de seminario, premonitoria de lo que cada uno será después, a juzgar por la colocación. Para actuar la estructura relacional es necesario educarse en la actitud contemplativa del otro, del mundo y de la historia. Si no es así, el hombre se encierra en sí mismo y se convierte en manipulador. En vez de contemplar despaciosamente, admirativamente, intenta conquistar y dominar. No se tiene sensibilidad para recibir el ser de Dios, de las personas y de las cosas, porque se está lleno de sí. Por eso, los hombres son cortos siempre en las alabanzas, que se reservan para el funeral, cuando la persona ya no es un rival. A la mirada contemplativa, corresponde el otro con el desvelamiento de sí mismo. Por el contrario, a la mirada posesiva y dominadora, como las campanillas en la noche, se cierra y se oculta la verdad, y entonces sólo se ve la supercie. La mirada contemplativa crea comunión, y la egoista soledad. Aquella, que se ofrece sin complejos ni orgullo, sino con sencillez y verdad, apoya y ayuda a crecer y es una riqueza para los demás. Crea comunidad.

2. "Dichosos los que crean sin haber visto" Juan 20,29. "La fe es una virtud sobrenatural por la que, con la inspiración y ayuda de la gracia de Dios, creemos que es verdadero lo que El nos ha revelado, no por la íntrinseca verdad de las cosas percibida por la razón, sino por la autoridad del mismo Dios que revela, el cual no puede engañarse ni engañarnos". Esto enseña el Vaticano I. Y dice santo Tomás: "Mucho más cierto puede estar el hombre de lo que le dice Dios, que no puede equivocarse, que de lo que ve con su propia razón, que puede caer en el error. Por la fe la persona humana puede ver la realidades tal como las ve Dios. Así vemos los misterios de la gracia y de la gloria, sin verlos, porque la fe es de non visis.

3. El Apóstol Tomás pudo haber metido su mano en el costado de Cristo, y sus dedos en los agujeros de los clavos y haber seguido siendo incrédulo. La fe, la de Tomás y la de todos, es obra de Dios en nosotros con nosotros; es obra de la gracia. Por tanto es puro don, regalo gratuito. Fe es aceptar la Resurrección, no porque he visto o porque he tocado, sino porque he oído su palabra y la he aceptado.

4. La falta de fe de Tomás ocurrió cuando no estaba con la comunidad. La fe se recibe y crece en comunidad: "Los otros discípulos le decían: "Hemos visto al Señor". Y él no tuvo fuerzas para aceptarla. No se puede vivir la fe por libre, ni a la intemperie.

5. "Los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor con mucho valor" Hechos 4, 32. Los apóstoles han sido testigos de la Resurrección y ellos son los encargados de ejercer el ministerio de proponer al mundo lo que han visto y han aceptado también por la fe. Pero aceptar la palabra de Dios transmitida por la Iglesia es puro regalo de Dios, que ayuda nuestra incredulidad. Cuando nos demos cuenta de que nuestra fe se tambalea, hemos de actuar como cuando nuestros ojos corporales tienen defecto de visión, que acudimos al oculista para que los trate y subsane el defecto con cristales correctores. La falta de fe la debemos tratar con el Señor, como los discípulos: "Señor aumenta nuestra fe" (Lc 17,5).

6. No nos dice el evangelio que Tomás llegara a tocar las llagas del Señor, como él había dicho que necesitaba para creer. Le bastó la palabra de Jesús pronunciada en medio de la comunidad, para creer y profesar su fe: "Señor mío y Dios mío". "Dichosos los que crean sin haber visto". Esa es la dicha que tenemos nosotros. Creer sin ver. Y "esta es la victoria que vence al mundo: nuestra fe" 1 Juan 5,1. Tomás pudo haber metido los dedos y la mano y no haber creido. Como nosotros que vamos a tocar el Cuerpo de Cristo resucitado. fe o con rutina.

7. Por eso, porque la fe es una criatura viva, puede crecer, desarrollarse y llegar a su plenitud, "ilustradísima, (San Juan de la Cruz), o atrofiarse por falta de ejercicio, y debilitarse por falta de nutrientes y de óxigeno, debemos pedirla al Señor y a la vez alimentarla y ejercitarla para que su desarrollo sea completo, y no se quede en un bonsai, en una criatura enana: "Si no practicáis virtudes, os quedaréis enanas", decía Santa Teresa. 8. Por la fe vemos como el Señor ve, porque participamos de su misma Verdad, su presencia en los hombres, en las demás criaturas y en todos los acontecimientos.

9. Señor, yo creo, pero aumenta mi fe. Antes de operar a un niño que iba a quedar ciego a causa de la intervención. quisiero sus padres que hiciera un viaje con ellos para que viera las bellezas del mundo. "¿Cómo podré ver todo esto después?- preguntó con candor". - "Con nuestros ojos, hijo". Pues, por la fe vemos con los ojos de Dios.

10. Agradezcamos al Señor la fe, cantando con el salmista: "Este es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo. La diestra del Señor es poderosa, es excelsa. No he de morir, yo viviré. Me castigó el Señor, pero no me entregó a la muerte" Salmo 117.

11. Vamos a hacer presente a Jesús vivo y resucitado, sacramento de nuestra fe. Ejercitemos con intensidad por el Espíritu Santo la fe, Que es lo que a Dios enamora y le llena de admiración: "Grande es tu fe", y recibámosle con la confianza de que viene a cristificarnos y a participarnos su corazón manso y humilde.

J. MARTI BALLESTER


6.

"SEÑOR MÍO Y DIOS MÍO"

1. Igual que durante los domingos de Cuaresma, meditando los libros del Exodo y Josué hemos acompañado al pueblo de Israel caminando hacia la tierra prometida hasta la celebración de la Pascua en Guilgal, en los domingos de pascua seguiremos a la Iglesia, prolongación del viejo Israel, y nacida en la Pascua, guiados por los Hechos de los Apóstoles.

2. Han comenzado los Hechos narrándonos que el día de la Pascua, Pedro ya predica y da testimonio de Jesús de Nazaret, muerto y resucitado al tercer día por Dios, anunciando que "los que creen en él reciben, por su nombre, el perdón de los pecados"(Hch 10,34). Hoy continúa la narración de la historia de la Iglesia recién nacida, refiriéndonos que los Apóstoles, presididos por Pedro, actualizaban los signos del Reino en medio del pueblo. El Espíritu Santo, protagonista principal del libro de los Hechos, vivifica interiormente a la pequeña comunidad, que va creciendo: "Crecía el número de creyentes, hombres y mujeres, que se adherían al Señor" Hechos 5, 12.

3. Como el grupo de los creyentes tenían el mismo corazón y todos pensaban igual, había entre ellos comunicación de bienes, y lo que era de uno era de todos. Imitando al chipriota Bernabé, que había vendido su campo entregando su importe a la disposición de los Apóstoles, Ananías y Safira vendieron también una propiedad reservándose parte del producto de la venta, mintiendo a Pedro. "No has mentido a los hombres, sino a Dios" (Hch 5,4), dijo Pedro a Ananías, que cayó muerto en su presencia. Igualmente le ocurrió a Safira, su mujer. "La comunidad entera quedó espantada, y lo mismo todos los que se enteraron". De una parte, los milagros numerosos de Pedro y de los demás Apóstoles; de otra, la noticia del castigo fulminante de los dos esposos que mintieron, creaba un ambiente de temor y de respeto hacia el grupo, que facilitaba y hacía resplandecer más su predicación. Ellos se reunían en el pórtico del Templo de Salomón.

4. La Iglesia va dando los primeros pasos, facilitados por el Espíritu, que llena con sus dones el interior de los discípulos inundándolos de alegría irradiante y comunicativa, fuerza enorme para seguir creciendo.

5. Jesús, "la piedra desechada por los arquitectos, ha sido puesto por el Espíritu como piedra angular", y sobre ella se va construyendo el edificio. Por eso la casa de Israel y de Aarón dicen: "Este el día en que actuó el Señor, causa de nuestra alegría y de nuestro gozo. Señor, danos prosperidad" Salmo 117.

6. "Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los dicípulos en una casa, con las puertas cerradas, por miedo a los judíos" Juan 20, 19. Jesús resucitado, al anochecer, a la hora en que los pastores reúnen en el redil a sus ovejas, ha venido en busca de las suyas, "porque son suyas y las conoce por sus nombres" (Jn 10,3). Y para curar el miedo que les domina, les da la paz: "Paz a vosotros". Es una comunicación de amor, del espíritu de Dios, de riqueza mesiánica, de gozo y de libertad.

7. Y en seguida, la misión: No hay tiempo que perder, "como el Padre me ha enviado, os envío yo también". Les constituye continuadores y prolongadores de su obra y de su acción, pero no les envía ni solos ni desprovistos: "Sopló sobre ellos y les dijo: <Recibid el Espíritu Santo: a quienes perdonéis los pecados les quedan perdonados>".

8. El día de la creación del primer hombre, sopló el Señor Dios en el hombre hecho de arcilla su aliento de vida, y el hombre se convirtió en ser vivo (Gn 2,7). Hoy, sopla sobre los discípulos para crear la humanidad nueva, destruyendo el pecado, causa de la muerte de la vida de Dios, por el Espíritu Santo que les da.

9. Pero Tomás no estaba aquella noche con los condiscípulos. Cuando le contaron que había venido Jesús, no les creyó. Hoy estamos recordando que Jesús, a los ocho días, llegó otra vez, donde estaban reunidos, y ahora sí que estaba Tomás y se dirige a él: "Aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado". - "¡Señor mío y Dios mío"!

10. Necesitaba la Iglesia y el mundo a Tomás, con su tozudez empirista y su incredulidad que necesita ver y tocar para creer. Lo necesitaba, sí; y nos ayuda más el testimonio del Tomás incrédulo y su confesión de fe tan humilde y tan perfecta, que el de los demás discípulos creyentes. Su situación nos enseña que el lugar de la fe es la comunidad. Cuando estuvo unido a la comunidad creyó. Lejos de la comunidad permaneció frío y escéptico. La unanimidad que hemos observado en la comunidad de los Hechos, es la misma que encontramos en la narración de Juan. 11. Con Pedro allá, predican y hacen milagros, y la unidad de los discípulos irradia paz y los otros carismas mesiánicos, que hacen resplandecer el rostro de la comunidad como prolongación del Resucitado. Con Pedro los otros acá reunidos, expresan su unión con el Señor que se les manifiesta y les reconforta; y de tal manera aparece la necesidad de la unidad, que el que se aleja de la comunidad, como Tomás, no sólo la disminuye recortando la presencia de Jesús, sino que se le dificulta creer y crecer en la fe. La resurrección se hace creíble en la comunidad y por la comunidad. La comunidad creyente es el fundamento de la fe pascual. El Señor vive y está en la comunidad, que tiene el deber de tansparentar y hacer visible en sí misma la presencia del Señor, como la primera comunidad de Jerusalén. La reunión dominical de los cristianos tiene un sentido indicativo: Aquí está el Señor. De ahí la importancia de que nuestras actitudes y gestos sean comunitarios y homogéneos. No celebramos a nuestra manera, sino a la de la comunidad.

12. En medio de la comunidad de los creyentes se hace presente Jesús a quien, en vez de exigirle ver las llagas de sus manos y de su costado, le mostramos nuestras heridas, para que las cure. Porque él nos dice: "Yo soy el que vive. Estaba muerto, y ya ves, vivo por los siglos de los siglos" Apocalipsis 1, 9.

13. En Jesús resucitado no han desaparecido las llagas. Santa Teresa de Jesús le vio repetidas veces con ellas. Las nuestras, físicas o morales, serán también en nuestra resurrección, cicatrices gloriosas y embellecidas, y motivos de glorificación del Señor y de acción de gracias porque su amor las ha curado.

14 Y al comulgar vamos a tocar al Señor crucificado y resucitado y glorioso para formar un solo cuerpo con él: "Ya no son dos sino una sola carne" (Mt 19,6), como signo de la Iglesia. Jesús sigue ofreciendo a los hombres su cuerpo en la Iglesia para que le toquen y crean y digan, como Tomás: "Señor mío y Dios mío". Y nos dice: "Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo". Recibid el Espíritu Santo". Miles de Tomás que desean ver y tocar a Cristo a través de nosotros, nos rodean .

J. MARTI BALLESTER


7. Nexo entre las lecturas

Los hechos de los apóstoles (1L) nos narran el ambiente de la primera comunidad cristiana. Una comunidad donde había comunión de pensamientos y sentimientos; una comunidad donde había una íntima preferencia por el prójimo y, sobre todo, una comunidad que daba testimonio de la Resurrección del Señor. La primera lectura de san Juan escrita hacia el final del primer siglo, cuando ya la comunidad cristiana había atravesado por diversas y dolorosas pruebas, hace presente que “quien ha nacido de Dios”, es decir, el que tiene fe, ha vencido al mundo. Para vencer al mundo hay que creer en el Hijo de Dios (2L). El evangelio nos expone la fe todavía incrédula de Tomás y su paso a una confesión magnífica de la divinidad del Señor. Pensamos que la “fe en Jesús resucitado” puede ser aquello que hoy unifica las lecturas y nos ofrece unidad en nuestra meditación.


Mensaje doctrinal

1. Todo el que ha nacido de Dios vence al mundo. La primera lectura de Juan guía en este momento nuestra reflexión. La carta, como se sabe, ha sido escrita para combatir a los heréticos que habían surgido en la misma comunidad cristiana a finales del primer siglo: los gnósticos. Éstos presumían de poseer el conocimiento de Dios, de estar por encima y más allá del pecado y de toda norma moral. Por una parte los gnósticos pensaban que Cristo era un ser celeste que se había unido a Jesús, pero no que era el Verbo de Dios encarnado: uno y el mismo. Por otra parte, pensaban que eran iluminados directamente por Dios y que su proceder moral no importaba lo más mínimo. Ante este pensamiento la carta de Juan reacciona fuertemente. Por una parte subraya la fe de la Iglesia, “nuestra fe”, es decir que Jesús es el hijo de Dios. La carta subraya la verdad profunda de la encarnación del Verbo de Dios. Por otra parte, hace notar que la fe va acompañada de la vida y de las obras. Es un engaño creerse poseedor de la verdad y después tener una vida moral disoluta, como si no hubiese una relación vinculante entre la verdad y la libertad.

Podemos decir que la primera carta de san Juan posee una gran actualidad al ver la situación de la Iglesia y del mundo contemporáneos. También hoy han surgido muchos pensamientos heréticos en el interior de la iglesia. Pensamientos heréticos en torno al dogma y a la moral de la Iglesia. El Santo Padre Juan Pablo II en su encíclcica Veritatis Splendor dice: “Sin embargo, hoy se hace necesario reflexionar sobre el conjunto de la enseñanza moral de la Iglesia, con el fin preciso de recordar algunas verdades fundamentales de la doctrina católica, que en el contexto actual corren el riesgo de ser deformadas o negadas. En efecto, ha venido a crearse una nueva situación dentro de la misma comunidad cristiana, en la que se difunden muchas dudas y objeciones de orden humano y psicológico, social y cultural, religioso e incluso específicamente teológico, sobre las enseñanzas morales de la Iglesia. Ya no se trata de contestaciones parciales y ocasionales, sino que, partiendo de determinadas concepciones antropológicas y éticas, se pone en tela de juicio, de modo global y sistemático, el patrimonio moral. En la base se encuentra el influjo, más o menos velado, de corrientes de pensamiento que terminan por erradicar la libertad humana de su relación esencial y constitutiva con la verdad” Veritatis splendor 4. Y más adelante el Papa añadirá que nos encontramos ante una “verdadera crisis, por ser tan graves las dificultades derivadas de ella para la vida moral de los fieles y para la comunión en la Iglesia, así como para una existencia social justa y solidaria”.

Este domingo de Pascua nos invita, pues, a renovar “nuestra fe que vence al mundo”. Una fe que es sobre todo creer en Jesucristo, hijo de Dios que tomó carne en el seno de la Virgen Santísima, que predicó, padeció, murió y resucitó por nuestra salvación. Una fe que es valorar en toda su profundidad el misterio de la encarnación. Así como la primera comunidad vivía intensamente su fe en Cristo resucitado y daba testimonio de ella ante una sociedad pagana y gnóstica, así hoy nos corresponde dar testimonio de esa misma fe. Nos corresponde transmitir a las futuras generaciones la pureza de la doctrina y la rectitud de las costumbres

Todo el que nace de Dios vence al mundo. En esta afirmación de la epístola de san Juan encontramos una invitación profunda a volver a la raíz de nuestra fe. Nacer de Dios es recibir la fe, es recibir el bautismo y con él la gracia y la filiación divina. El mundo se presenta aquí como esa serie de actitudes, comportamientos, modos de pensar y de vivir que no provienen de Dios, que se oponen a Dios. Cristo mismo había dicho a sus apóstoles: vosotros estáis en el mundo, pero no sois del mundo. Así pues, vencer al mundo significa “ganarlo para Dios”, significa “restaurar todas las cosas en Cristo, piedra angular; significa valorar apropiadamente el misterio de la encarnación del Hijo de Dios. Por Encarnación entendemos el hecho de que el Hijo de Dios haya asumido una naturaleza humana para llevar a cabo por ella nuestra salvación. En Cristo, Verbo de Dios hecho carne, nosotros los cristianos vencemos al mundo. Él ha establecido un admirabile commercium: él tomo de nosotros nuestra carne mortal, nosotros hemos recibido de él la participación en la naturaleza divina.

Así como san Juan invitaba a la comunidad primitiva a afirmar su fe en el Hijo de Dios que ha venido realmente en la carne, así hoy nosotros estamos invitados a reafirmar nuestra fe en Cristo, en quien nosotros tenemos la salvación (Cfr. Tes 5,9) y el acceso al Padre (Cfr. Ef 2,18), pues no hay otro nombre bajo el cual podamos ser salvados (Cfr. Hch 4,12).

Por otra parte, Juan invita a sus lectores a no separar su fe de su vida y sus obras, peligro que vivía la comunidad de entonces, y peligro que vive nuestra comunidad cristiana hoy. Se trata, pues, de amar a Dios y cumplir sus mandatos. Tratemos de descubrir en la norma moral que viene de Dios y se nos manifiesta a través de la Iglesia, no una imposición externa, sino la “verdad más profunda de nuestras vidas”. Aquello que nos conducirá a una plena vida cristiana, aquello que triunfará sobre el mundo.


Sugerencias pastorales

1. El compromiso cristiano. La figura de Tomás, así llamado el “incrédulo” nos estimula en nuestra vida cristiana para vivir con un mayor compromiso. Tomás tiene dificultad para creer que Jesús ha resucitado. Es una verdad de tal magnitud y de tantas implicaciones, que no alcanza a aceptarla bien sea por el temor, bien sea por la inmensa alegría que le producía. Sin embargo, Tomás hizo una experiencia maravillosa: “logró tocar a Cristo”, logró sentirlo cerca de su propia vida, cerca de sus afanes, cerca de su misión. Tomás comprendió que aquel que estaba de frente a Él, no era un simple hombre: era el Verbo de Dios encarnado. Era Cristo mismo que había resucitado y no moría más. Evidentemente esta experiencia es necesaria para asumir un compromiso cristiano: quien no comprende quién es Cristo y qué ha hecho por él, no puede comprometerse realmente. Su fe será siempre una cuestión periférica. Pero quien se sabe salvado de la muerte eterna, de la “segunda muerte”, de la perdición eterna, no se puede sino “cantar las misericordias de Dios” que nos amó cuando éramos pecadores y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados.

Y así, Tomás no pudo quedar igual después de la experiencia de Cristo. Salió como un apóstol convencido, salió del cenáculo para anunciar a Cristo a sus hermanos. ¡Qué grande necesidad tenemos de hacer esta experiencia de Tomás! Ojalá que cada uno pueda sentir el amor de Cristo con tanta intensidad que no pueda salir del mismo modo. Cuando Maximiliano Kolbe se encontraba de pie ante los oficiales nazistas viendo cómo condenaban a un hombre con familia a morir en el “bunker” del hambre, su corazón no quedó inactivo. Experimentó que él debía dar la vida, como Cristo la había dado por él. Preguntémonos hoy todos: ¿cuál es y hasta dónde llega mi compromiso cristiano? ¿Qué estoy haciendo por “vencer al mundo”, por “ganarlo para Cristo”, por ayudar a todos a alcanzar la salvación?

P. Octavio Ortiz


8.

JESUS RESUCITADO VA EN BUSCA DE SUS OVEJAS

LA UNIDAD DE LA IGLESIA. EL PERDON DE LOS PECADOS. LA FE CONDICIONADA DE TOMAS, PARADIGMA DE NUESTRA TIMIDA FE EN LA RESURRECCION.

1."Donde hay dos o más reunidos, estoy yo en medio" (Mt 18,20). Estando reunidos en casa, tal vez en el Cenáculo... entró Jesús. Humano, pero con carne luminosa, vestido con túnica rozagante. Con su mano taladrada de luz, él mismo descubre la túnica para mostrarles la llaga de su costado, la que está junto al Corazón palpitante. Y mientras les sonríe con una gozosa aura celestial, les inunda de paz y de gozo. Su presencia adorable era un cielo, sus palabras tenían un acento divino que comunican vida. Les habla, les invita a palparle, para que comprueben que tiene carne y huesos, come con ellos...La comunidad es el ámbito de la presencia de Jesús. Sin comunidad no hay presencia. Así lo entendieron y practicaron los primeros cristianos: Vida común, todos unidos y concordes. Esto es lo que impresionaba y atraía a los judíos. Y esa comunidad, llevada a las consecuencias de compartir, ayudarse y ayudar. Así podía el Espíritu ir agregando nuevos brotes de olivo alrededor de la mesa del Señor. Pero Jesús en medio, no en un lateral; en medio de los problemas y dificultades, de los gozos y las tristezas, ayudando poderosamente, consolando amorosamente.

2."Los hermanos eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones" Hechos 2,42. Lucas nos describe la vida de una comunidad modélica, que forma su inteligencia y su corazón; que comparte sus bienes; que celebra la eucaristía; y que ora aún, al estilo de los judíos, incorporando a su oración el Padre nuestro, la oración del Señor. No han roto todavía con el templo de Jerusalén a donde acuden cada día todos unidos, aunque la fracción del pan la hacen en las casas, donde también se reúnen para comer. La característica anímica de la comunidad es la alegría y la alabanza a Dios, lo que en conjunto, hacía atractiva a la comunidad primitiva, acogedora y proselitista por su propio encanto cautivador.

3. “Los creyentes vivían todos unidos”. Han tenido muy en cuenta la oración de Jesús: “Te ruego, Padre, que todos sean uno, como tú y yo somos uno” (Jn 17,11). Tanto por la propia naturaleza de una comunidad que empieza y la novedad y la necesidad de apoyarse mutuamente, porque se ven extraños en un mundo hostil, como por la eficacia de la oración de Jesús por su unidad, la unión de la primera comunidad aparece radiante y fascinadora. Están viviendo la luna de miel de la nueva fraternidad. Los primeros años de un matrimonio nuevo suelen ser deliciosos. Las pruebas llegarán después, cuando se pierda el encanto de la novedad, y lleguen las primeras fricciones y roces y surjan las primeras dificultades. Llegarán los tiempos de las divisiones, el desgaste de las instituciones, la rivalidad que surge de la misma naturaleza humana, y que se acentuarán con el paso de los siglos, porque el hombre es así, y en el mismo colegio apostólico ya hubo sus diferencias, de las que tenemos testimonio en el evangelio que nos cuenta la indignación de la mayoría ante la pretensión de la madre de los Zebedeos, que pedía para sus hijos los dos episcopados más importantes (Mt 20,21). Teniendo esto en cuenta se debería promocionar más la formación cristiana a todos los niveles, la convivencia fraterna y el trabajo en equipo familiar. Tenemos experiencia de la formación individualista fomentada por el egoísmo y la rivalidad: la competitividad. Oposiciones, concursos, certámenes, parroquias de 1ª categoría, de 2ª, de 3ª, y de ascenso, pasaron a la historia, pero ahí están todavía las raíces que, si se cubren con digitalina que “descarta los hombres de carácter, que han tenido mucho éxito y fecundidad, y se buscan administradores con la menor propensión posible a iniciativas y creatividad sustancial” (Louis Bouyer), el problema es más serio. Entre los científicos se ha impuesto en la investigación el método del equipo de trabajo. A veces, en lo eclesial permanece el estilo rival y no fraterno. Y esto no hace atractiva la unión, como la de la primera comunidad modelo que hoy nos presenta el libro de los Hechos. Y lo que es peor, no la hace más fructificante, sino todo lo contrario, declinante, y amortiguadora de las mejores iniciativas. Y ese primordialmente e indeclinablemente es el ministerio de los pastores. Animar, unir, estimular, estudiar las cualidades y carismas personales para hacerlos crecer, tratando uno a uno, soldando voluntades, conquistando corazones y no dividiendo con imprudencias e irreflexión, que puede repercutir en la disgregación del rebaño. De nada nos servirá enviar montones de circulares, aunque firmadas, anónimas, porque no sabemos quién es el autor, si no hay un contacto personal y directo, desinteresado y lleno de amor y cordialidad. De ahí la necesidad de que los pastores sean personas humanas y cristianas desarrolladas y maduras, que hayan penetrado el misterio de Cristo con toda sabiduría. Cuenta el Cardenal Lustiger, Arzobispo de París: “Yo conocía muy bien al Arzobispo Veuillot. Algunos le criticaban diciendo: cuando pasa Veuillot es como si dijera: <Yo, el obispo>”. Cuando le nombraron cardenal ví aparecer en él un punto de vanidad... Pero, en el momento de la agonía, murió de cáncer, estaba como purificado de todo aquello, y yo pensé: éste es el arzobispo que necesitamos, ahora está maduro; y precisamente ahora es cuando lo perdemos. Y entonces es cuando me decía: ”Puro, puro, puro; es preciso que todo sea puro: Hay que hacer una revolución espiritual. El Papa lo sabe, poca gente lo admite, pero eso es lo que necesita la Iglesia”.

4. En efecto, en el desierto de este mundo, somos llamados y elegidos para ser manantiales de unión, fuentes de amor, surtidores de agua viva de concordia y fraternidad, pozos de cordialidad. Pero mientras no estemos interiormente pacificados, los que se relacionen con nosotros no se sentirán cómodos y relajados. Si estamos poseídos de envidias y de resentimientos, de rencores y turbulencias que nos reconcomen y que mal disimulamos, saldrá herido el que contacte con nosotros. Y los que se morían de sed, en el sequedal de este mundo, seguirán sedientos. Y es un error creer que la sociedad se transformará en masa. Se predica en general y en lenguaje teórico y vaporoso para que todo sea socialmente ordenado. Se olvida que la reforma nunca es general y en totalidad, sino individual de persona en persona. Si queremos la unión, y la hemos de querer y buscar, hemos de comenzar por nuestro propio interior. Un alma que se pacifica, pacifica al mundo. La paz es el fruto del enorme trabajo que se hace allá dentro en lo escondido del corazón, decía el Beato Juan XXXIII. Un grado de negatividad neutralizado, es una descarga menos de adrenalina y electricidad negativa en el mundo. Imposible conseguirlo por nuestras fuerzas propias y escasas. Ha de intervenir la gracia, que no se consigue sin oración. Mientras no haya más oración en la Iglesia y más espíritu interior, el mundo campará a sus anchas por los caminos de la guerra y del odio, de la rebeldía y de la insolidaridad. Y de la destrucción. Seguirá cruzando de mar a mar la estela maligna y devastadora de Caín. ¿Quiero decir que necesitamos ser santos? Exactamente eso. Sobran ejecutivos y faltan orantes e intercesores, que viven lo que dicen. Es el precio más caro, pero el único solvente.

5. La primera comunidad permanecía en estado de oración como queda resumido en el Salmo 117: "Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia, que ha exaltado la piedra desechada por los arquitectos, convertida ya en piedra angular”. El salmo 117, con el que se cierra el Hallel, o colección de salmos de alabanza, cantado también por Jesús y sus discípulos en la última Cena, es un himno de alabanza y acción de gracias por las manifestaciones de ayuda de Dios a su pueblo, con gratitud del pueblo que sabe que la misericordia del Señor nunca le ha dejado. Liberación de la esclavitud de Egipto, que convierten al pueblo de Israel en piedra angular, la que en el vértice del arco, sostiene toda la construcción. Todo obra de su mano diestra liberadora, poderosa, sublime. Los cristianos, herederos del pueblo de Israel, lo centramos todo en la resurrección del Señor y la nuestra, como obra portentosa del Señor, realizada hoy: "Este es el día en que actuó el Señor; sea nuestra alegría y nuestro gozo". “Acercándoos al Señor, la piedra viva desechada por los hombres, pero escogida y preciosa ante Dios, también vosotros, como piedras vivas, entráis en la construcción del templo del Espíritu, formando un sacerdocio sagrado, para ofrecer sacrificios espirituales que Dios acepta por Jesucristo” (1ª Ped 1,22). Jesús había enarbolado la bandera de la Resurrección y la vida como programa de vida, que nosotros debemos retomar en un mundo que avanza entre muertos, y se decanta hacia la cultura de la muerte.

6. "Y entró Jesús, se puso en medio y les dijo: “Paz a vosotros" Juan 20,19. El signo de la presencia de Jesús era y es la PAZ. Alegría y gozo, que alejaban la tristeza y la turbación. La paz. Es aterrador el dato vivido hace unos años: La violación de las mujeres bosnias por los serbios, más que la vejación de las mujeres, tiene como objetivo engendrar el odio entre las madres y los hijos fruto de esas violaciones: Les decían: <Tu hijo te sacará los ojos>. Desde el 11 de septiembre del año 2001 estamos viviendo días aciagos. Y en estos mismo días se está repitiendo con igual atrocidad la masacre y el genocidio execrable, sin que nadie escuche las palabras del anciano santo que llama a la paz, mientras se va cayendo a pedazos, clamando la paz en Israel y lamentándose de que parece que en el mundo se está gritando ¡guerra a la paz!, mientras él recorre su propio doloroso viacrucis. Una mirada atenta al mundo nos permite percibir su clamor por la presencia de Jesús, con su Paz. Pero no sabe dónde puede encontrar esa Paz. La ciencia es capaz de instalar 30 satélites en cadena para percibir el movimiento de un barco a miles de kilómetros, y localizar el coche desaparecido con un error de sólo 5 metros, pero es incapaz de organizar los mecanismos de un solo corazón. En medio de odio tan fiero y concentrado, de tantos conflictos y dolor, de tanta venganza e injusticia, esta sociedad no tiene sensibilidad para discernir que Cristo es su salvación. No sabe dialogar la paz sin las pistolas encima de la mesa. Si al desierto le fallan los oasis y al sequedal las fuentes, ¿quien podrá darle vida y sombra? Perecerá. Se destruirá. Cristo da la paz a sus discípulos y se inundan de consuelo y gozo: “Nadie podrá quitaros la alegría” (Jn 16, 32). La resurrección de Jesús no sólo se transforma en el corazón de los discípulos, en una certeza que insobornablemente pregonarán hasta su muerte, sino en una fiesta permanente.

7. Primero les dio la paz y “dicho esto, exhaló el aliento sobre ellos y les dijo: <Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados>”. Y con su Espíritu les comunicó su propia vida, les curó, les santificó, les vivificó, les pacificó y les unió. Con su soplo, simbolizó que les comunicaba la vida de Dios para perdonar los pecados, como se la insufló a Adán en el paraíso. Es el fin principal de Cristo, Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo, como obstáculo que impide que el Reino de Dios entre en el mundo. Mientras reine el pecado, no puede vivir Dios. Los que quieren convertir a la Iglesia en una institución social benéfica, en una ONG más, no han penetrado en su vida mistérica. Ignoran que la Iglesia es un misterio. La Iglesia ha recibido la misión de prolongar a Cristo con sus poderes sacramentales, quitando los pecados y dando la vida de Dios, que incluye la filiación divina, la amistad de Dios, la fraternidad con Jesús y la herencia eterna y gloriosa, “incorruptible, pura e imperecera”. “Si somos hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo” (Rm 8,17). No podemos hacer algo más grande que quitar los pecados por la fuerza del Espíritu Santo. Proclamémoslo y practiquémoslo.

8. Es evidente que entre los discípulos de Cristo se manifiestan temperamentos y talantes diferentes: Junto a la intuición de Juan, y el corazón de María Magdalena, se da la impetuosidad y espontaneidad de palabra, a la vez que la lentitud de comprensión de Pedro. Y el escepticismo terco, positivista y rudo de Tomás: "Si no veo, si no meto los dedos en los agujeros de los clavos, si no meto mi mano en el costado, no lo creo"... Todos aman a Jesús y unos a otros se complementan entre sí y entre todos construyen la Iglesia, si son humildes y saben escucharse mutuamente y recibir lo que cada cual aporta, poniendo su propio carácter y carisma al servicio de la comunidad. También la incredulidad de Tomás, que en realidad niega para obtener las pruebas que ardientemente desea, va a prestar un servicio a la Iglesia y, sobre todo, a los que se niegan a creer y pueden acusar de excesivamente crédulos e inocentes a los apóstoles que han creido. A Tomás no le pueden echar en cara que haya sido fácil. El era un hombre de corazón decidido y arriesgado. Era el que había animado a los discípulos a ir a Judea con Jesús y morir con él, cuando sus condiscípulos le disuadían porque le habían querido apedrear allí (Lc 11,16), pero se niega a creerles y no sólo no acepta su testimonio, sino que exige ver sus llagas y tocarlas. Nuestras dudas nebulosas de fe en la resurrección de Cristo y en la nuestra, reciben con las suyas, confirmación y luz. Allí tenía presentes Tomás, y todos sus hermanos, las santas llagas de Cristo, y ante ellas, resplandecientes, se sintieron arder. “Dentro de tus llagas escóndeme!”.

9. La incredulidad inicial de Tomás motiva la afirmación de Jesús por la que sabemos que lo que a nosotros nos hace dichosos es creer sin haber visto: “¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto”. Bienaventuranza que le corresponde a toda la comunidad creyente al aceptar por tradición ininterrumpida la fe en la Resurrección que le transmitieron los testigos elegidos para ese ministerio: “No habéis visto a Jesucristo, y lo amáis; no lo veis, y creéis en él” Pedro 1,3. Esa fe y esa esperanza viva de la gloria futura es la que nos anima y llena de alegría en medio de las dificultades, pruebas diversas y tentaciones de esta vida, como nos dice San Pedro en su carta, que, por duras que sean, serán breves y pasajeras, porque “todo se pasa” como “una mala noche en una mala posada” (Santa Teresa).

10. Reunidos nosotros celebrando la Eucaristía, ofrezcamos la ceguera del mundo para que Cristo la ilumine; el odio entre los hombres, para que él lo convierta en amor; el sufrimiento de los seres inocentes, para que él lo consuele. Abramos nuestro corazón para que en él quepa todo el dolor y toda la esperanza del mundo. Y aprestémonos a trabajar para difundir su luz y su amor y su paz, que ha de comenzar desde nuestro propio interior.

11. Hagamos saber al mundo que ha construido la ciudad al margen de la piedra angular, que Cristo es la piedra que han desechado los arquitectos, y que sólo rectificando está a tiempo de encontrar la alegría y el gozo verdaderos. "Porque el Señor es su fuerza y su energía y su salvación" Salmo 117.

JOSÉ MARTÍ BALLESTER


9.

Este Domingo: ¡Ha resucitado el Señor, Aleluya!

Desde el año 2000 la Congregación del Culto Divino y de los Sacramentos ha añadido, a la denominación de II Domingo de Pascua, la expresión "o de la Divina Misericordia", por expreso deseo del Papa Juan Pablo II. No obstante, el segundo domingo de Pascua se le conoce popularmente en la liturgia por el domingo de Santo Tomás, ya que en los tres ciclos, el evangelio del día, con la escena de Tomás, se determina el sentido y la fuerza de las lecturas. En estos domingos, hasta Pentecostés, el ciclo de Mateo deja paso al evangelio de Juan, para que éste, con su teología y con su espiritualidad, sirva de pauta y catequesis a las comunidades cristianas que celebran la resurrección

El Nuevo Testamento es, desde el principio hasta el final, un testimonio del acontecimiento pascual. No hay pasaje que no sea una interpelación a vivir nuestro hoy a la luz del camino histórico de Jesús, repleto de huellas anticipadoras de su Pascua. Pero durante este tiempo, la liturgia se esmera en presentarnos de manera especial aquellos pasajes que revelan de un modo particular la centralidad del acontecimiento pascual. Dejemos que los textos mismos hablen y hagámosles un espacio para que su eco pueda resonar en el tiempo presente de nuestras historias personales, pero también de la historia que compartimos con hombres y mujeres de todo el mundo.

La primera lectura es una descripción breve, pero densa, de la vida de la primera comunidad cristiana. “La multitud de los creyentes tenían un solo corazón y una sola alma”. Esta unidad era efectiva, no se quedaba en mera declaración. Los que creían renunciaban a sus riquezas para ponerlas en común para que nadie padeciera necesidad. Esta actitud daba poder a su testimonio, lo hacía creíble y despertaba simpatía en cuantos los conocían.

Lo mismo nos dice, con otras palabras, la primera carta de Juan: El que cree que Jesús es el Cristo, ha nacido de Dios y, por esto mismo ama, es decir, cumple los mandamientos. Pero los mandamientos no son pesados, porque la fe en Jesús, el Cristo, se traduce en amor. Y el amor vence al mundo. Nos hace hermanos, capaces de sobrellevar mutuamente nuestras dificultades.

Comentario bíblico:
La fe en la Resurrección no es puro personalismo


Iª Lectura: Hechos (4,23-35): La Resurrección crea comunión de vida
I.1. La primera lectura está tomada de Hechos 4,23-35 que es uno de los famosos sumarios, es decir, una síntesis muy intencionada de la vida de la comunidad que el autor de los Hechos, Lucas, ofrece de vez en cuando en los primeros capítulos de su narración (ver también Hch 2,42-47;5,12-16). ¿Qué pretende? Ofrecer un ideal de la vida de la comunidad primitiva para proponerlo a su comunidad (quizá en Corinto, quizá en Éfeso) como modelo de la verdadera Iglesia de Jesucristo que nace de la Resurrección y del Espíritu.

1.2 Tener una sola alma y un sólo corazón, compartir todas las cosas para que no hubiera pobres en la comunidad es, sin duda, el reto de la Iglesia. ¿Es el idealismo de la comunidad de bienes? Algunos así lo han visto. Pero debemos considerar que se trata, más bien, de un desafío impresionante y, posiblemente, una crítica para el mal uso y el abuso de la propiedad privada que tanto se defiende en nuestro mundo como signo de libertad. Es una lección que se debe sacar como praxis de lo que significa para nuestro mundo la resurrección de Jesús. Eso, además, es lo que libera a los apóstoles para dedicarse a proclamar la Palabra de Dios como anuncio de Jesucristo resucitado.

1.3 En este sumario, el testimonio de los apóstoles sobre la resurrección está, justamente, en el centro del texto, como cortando la pequeña narración de la comunidad de bienes y de la comunión en el pensamiento y en el alma. Eso significa que la resurrección era lo que impulsaba esos valores fundamentales de la identidad de la comunidad cristiana primitiva.



IIª Lectura: 1ª Carta de San Juan (5,1-6): El amor vence al mundo
II.1. En la segunda lectura se plantea el tema de la fe como fuerza para cumplir los mandamientos y como impulso para vencer al mundo, es decir, su ignominia. Creer que Jesús es el Cristo no es algo que se pueda «saber» por aprendizaje, de memoria o por inteligencia. El autor nos está hablando de la fe como experiencia, y por ello, el creer es dejarse guiar por Jesucristo, que ha resucitado; dejarse llevar hacia un modo nuevo de vida, distinta de la que ofrece el mundo. Por eso se subraya el cumplir los mandamientos de Jesús.

II.2. Pero se ha de tener muy en cuenta que no se trata de una propuesta simplemente moralizante que se resuelve en los mandamientos. ¿Por qué? Porque el mandamiento principal del Jesús joánico es el amor; el amor, como Él nos ha amado. Esta es la victoria de la resurrección y la forma de poner de manifiesto de una vez por todas que la muerte es transformada en vida verdadera. El amor, pues, no es solamente el mandamiento principal del cristianismo, sino el corazón mismo que mueve las relaciones entre Dios y los hombres y entre los hombres entre sí.



IIIª Lectura (Jn 20,19-31): ¡Señor mío! La resurrección se cree, no se prueba
III.1. El texto es muy sencillo, tiene dos partes (vv. 19-23 y vv. 26-27) unidas por la explicación de los vv. 24-25 sobre la ausencia de Tomás. Las dos partes inician con la misma indicación sobre los discípulos reunidos y en ambas Jesús se presenta con el saludo de la paz (vv. 19.26). Las apariciones, pues, son un encuentro nuevo de Jesús resucitado que no podemos entender como una vuelta a esta vida. Los signos de las puertas cerradas por miedo a los judíos y cómo Jesús las atraviesa, "dan que pensar", como dice Ricoeur, en todo un mundo de oposición entre Jesús y los suyos, entre la religión judía y la nueva religión de la vida por parte de Dios. La “verdad” del texto que se nos propone, no es una verdad objetivable, empírica o física, como muchas veces se propone en una hermenéutica apologética de la realidad de la resurrección. Vivimos en un mundo cultural distinto, y aunque la fe es la misma, la interpretación debe proponerse con más creatividad.

III.2. El "soplo" sobre los discípulos recuerda acciones bíblicas que nos hablan de la nueva creación, de la vida nueva, por medio del Espíritu. Se ha pensado en Gn 2,7 o en Ez 37. El espíritu del Señor Resucitado inicia un mundo nuevo, y con el envío de los discípulos a la misión se inaugura un nuevo Israel que cree en Cristo y testimonia la verdad de la resurrección. El Israel viejo, al que temen los discípulos, está fuera de donde se reúnen los discípulos (si bien éstos tienen las puertas cerradas). Será el Espíritu del resucitado el que rompa esas barreras y abra esas puertas para la misión. En Juan, "Pentecostés" es una consecuencia inmediata de la resurrección del Señor. Esto, teológicamente, es muy coherente y determinante.

III.3. La figura de Tomás es solamente una actitud de "anti-resurrección"; nos quiere presentar las dificultades a que nuestra fe está expuesta; es como quien quiere probar la realidad de la resurrección como si se tratara de una vuelta a esta vida. Tomás, uno de los Doce, debe enfrentarse con el misterio de la resurrección de Jesús desde sus seguridades humanas y desde su soledad, porque no estaba con los discípulos en aquel momento en que Jesús, después de la resurrección, se les hizo presente, para mostrarse como el Viviente. Este es un dato que no es nada secundario a la hora de poder comprender el sentido de lo que se nos quiere poner de manifiesto en esta escena: la fe, vivida desde el personalismo, está expuesta a mayores dificultades. Desde ahí no hay camino alguno para ver que Dios resucita y salva.

III.4. Tomás no se fía de la palabra de sus hermanos; quiere creer desde él mismo, desde sus posibilidades, desde su misma debilidad. En definitiva, se está exponiendo a un camino arduo. Pero Dios no va a fallar ahora tampoco. Jesucristo, el resucitado, va a «mostrarse» (es una forma de hablar que encierra mucha simbología; concretamente podemos hablar de la simbología del "encuentro") como Tomás quiere, como muchos queremos que Dios se nos muestre. Pero así no se "encontrará" con el Señor. Esa no es forma de "ver" nada, ni entender nada, ni creer nada.

III.5. Tomás, pues, debe comenzar de nuevo: no podrá tocar con sus manos las heridas de las manos del Resucitado, de sus pies y de su costado, porque éste, no es una "imagen", sino la realidad pura de quien tiene la vida verdadera. Y es ante esa experiencia de una vida distinta, pero verdadera, cuando Tomás se siente llamado a creer como sus hermanos, como todos los hombres. Diciendo «Señor mío y Dios mío», es aceptar que la fe deja de ser puro personalismo para ser comunión que se enraíce en la confianza comunitaria, y experimentar que el Dios de Jesús es un Dios de vida y no de muerte.

Miguel de Burgos, OP

mdburgos.an@dominicos.org

Pautas para la homilía


La fuerza de la paz

Creer que Jesús es el Cristo es hacer suyo su camino. Decidir hacerse discípulo, es comenzar todo un aprendizaje del amor al prójimo, es hacerse heredero de una fuerza invencible: la fuerza de la paz.

La fuerza de la paz es contraria al poder de la violencia. Porque la paz es renuncia a toda exclusión, es compartir lo propio, aceptar que pueda haber personas diferentes, conjurar el fantasma que nos hace temer a los débiles. ¿Hay imagen más horrible de ese temor que las potentes armas aliadas aplastando a miles de personas inocentes en Iraq? ¿Hay una ejemplificación más clara de ese miedo absurdo que la decisión de masacrar a los inocentes? Nuestro mundo está enfermo de violencia porque le falta la paz...

La paz es la señal que identifica a los discípulos de Aquel que venció a la muerte, conjurando con su entrega toda la fuerza de la injusticia. En la tarde del primer día de la semana, Jesús irrumpe en medio del pequeño grupo de discípulos temerosos y les dice: “La paz con vosotros”.

Los confirma en la paz y después los envía, como el Padre lo había enviado a Él. Para que la misión pueda llevarse a cabo, sopla sobre ellos y les da el Espíritu Santo. Este gesto, estas palabras anticipan lo que después le diría a Tomás. Sin explicitarlo, la presencia misma de Jesús, sus palabras de paz y su Soplo sobre ellos expresa un: “No teman. Miren las heridas de mi pasión ¡Yo he vencido al mundo y vosotros también podéis hacerlo! Porque me habéis seguido, os envío y para que no tengáis miedo, os doy la fuerza del Espíritu Santo”.



La fuerza del Espíritu

El Espíritu es otorgado por Jesús como Espíritu del perdón. El envío requiere mucha capacidad de perdón. Porque las afrentas que se dirigen a los débiles son demasiado grandes, muy difíciles de sobrellevar sin sucumbir ante ellas. Pero ¡con el perdón es posible vencer al mundo! Porque el perdón trastorna la lógica del mundo, porque es expresión de un amor que no excluye a nadie. Ni siquiera a los enemigos, como lo demuestran las palabras y la acción de Jesús durante su vida mortal y en sus últimos momentos.

Después de esta experiencia del Resucitado, a continuación de la efusión del Espíritu sobre la pequeña comunidad reunida, comienzan las dificultades. Tomás se resiste a creer en el testimonio de sus hermanos que le dicen “Hemos visto al Señor”. Necesita pruebas.



La fuerza de la fe.

¡Pobre Tomás! Le hemos puesto el apelativo de incrédulo, sin pensar siquiera que es un hombre como nosotros. Cada uno de nosotros, para poder creer, necesita hacer la experiencia del resucitado. La experiencia tenida por muchos no suple nunca la que cada uno necesita hacer. Si existe una comunidad de creyentes es porque cada uno de sus miembros se ha incorporado a ella a partir de la posibilidad que se le ha dado de experimentar la Pascua del Señor. Por eso, la fe es invitación a entrar en un camino de seguimiento. Recorriéndolo descubriremos las señales heredadas del Maestro, Aquel que es el iniciador y el consumador de nuestra fe. Pero no podemos saltar etapas ni exigir. Sólo invitar, sólo mostrar los signos de haber pasado por la muerte, es decir, de haber abrazado nuestra condición humana hasta el extremo de entregar la vida y de perdonar.

El texto del evangelio de Juan termina con un aparente reproche y con una bienaventuranza. Un aparente reproche: “Has creído porque has visto” ¿Acaso a los demás no les pasó lo mismo? ¿Acaso habían creído ellos el testimonio de las mujeres? ¿No habían calificado de “desatinadas” a sus palabras, como nos relata Lucas en otro contexto?

No es posible creer si no se ve, si no se hace la experiencia del Resucitado. La fe es un don que viene con la efusión del Espíritu y con la paz. El ciego de Jericó le pide a Jesús: “Rabbuní, ¡Que vea!” (Mc 10,51).

La fe es una capacidad de mirar profundo, de descubrir en los acontecimientos oscuros de la vida las huellas del Dios que nos acompaña. No basta el testimonio. Hace falta una experiencia que sólo es posible cuando nos abrimos a la acción del Espíritu de Dios. Sí “El que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios” (Jn 3,5). Pero la fe nace si está refrendada por el testimonio de la comunidad, una comunidad que comparte sus bienes y que cumple sus mandamientos porque ama a Dios y a aquellos a los que Él ama. Y porque, por esta razón, los mandamientos no les resultan pesados.

Creo que, en realidad, Jesús no le reprocha a Tomás haber creído después de ver. Está , quizás, poniendo en evidencia lo que todos han tenido que pasar para llegar a la fe: experimentar la incredulidad ante el testimonio de los demás, darse cuenta que este testimonio está apoyado en algunas evidencias (las heridas) y que nadie puede gloriarse de creer, porque, en definitiva, la fe es un don. Quizás con estas palabras Jesús esté invitando a la comunidad cristiana a “mostrar” que el Resucitado vive. Pero esto no se hace sin el Espíritu que nos conduce a la Verdad, nos impulsa al amor mutuo, testimoniado en los bienes compartidos y en el perdón sin exclusiones.

Finaliza el Evangelio de este domingo con una bienaventuranza: “Dichosos los que, aun no viendo, creen”. La tradición la ha referido a la fe nacida por la aceptación del testimonio apostólico. Es verdad, pero hoy ¿no podría tener otras resonancias? Quizás podríamos traducir esta bienaventuranza con otras expresiones tomadas del Sermón de la montaña: Felices los pobres, felices los perseguidos. O también, felices los que no se dejan engañar por los falsos profetas que, en nombre de Dios declaran la guerra diciendo que es preventiva ¿Qué puede prevenir una guerra? ¿qué puede anunciar sino lo que hemos visto: la muerte de miles de inocentes? Por todo esto, podríamos seguir diciendo: Dichosos los que, aún sin haber conocido al Resucitado son artesanos, de la paz, comparten sus bienes con los hambrientos, dan la vida por los pobres y siguen perdonando a sus opresores.

Sor Lucía Caram, O.P.
dominicas@telepolis.com


10. Por Neptalí Díaz Villán CSsR

 

NADIE PASABA NECESIDADES

 

El libro de los Hechos nos presenta el testimonio de la resurrección por parte una comunidad cristiana.  Los signos de la resurrección se daban al interior de la comunidad: unidad integral, compartir solidario de las pertenencias y ausencia de necesidades insatisfechas por parte de los miembros de la comunidad.

 

La resurrección del Señor no es un hecho científicamente comprobable. Es una experiencia de fe que se demuestra, no en un tubo de ensayo ni con elucubraciones racionales, sino con el testimonio vida. Tendríamos que cuestionar muy fuerte el tipo de fe que llevamos en nuestros países con más de un 90% de los ciudadanos declarados cristianos y a su vez con tantas necesidades. En los últimos tiempos los hombres más ricos de nuestros países han duplicado y triplicado sus fortunas, mientras han aumentado los campos de concentración de la miseria.

 

Celebramos hace poco la pascua. Contemplamos o hicimos las representaciones de la cena del Señor, el prendimiento, la pasión, muerte y resurrección. Vimos caras de tristeza y hasta algunas lágrimas junto con el “mea culpa” por los pecados “cometidos”. Admiramos la solemnidad o criticamos los baches de las “ceremonias” y cantamos glorias y aleluyas con el toque de campanas que anunciaba el triunfo de la vida sobre la muerte.  

 

Las celebraciones sin duda debieron animarnos para hacer realidad el Reino por el cual Jesús entregó su propia vida. Pero no podemos quedarnos ahí con la calentura del corazón. “De buenas intenciones está hecho el infierno”, decían nuestros viejos. Las realidades tan escalofriantes de nuestros países cristianos contrastan con la utopía propuesta por el libro de los Hechos: “No había nadie que pasara necesidades entre ellos”. ¿Qué está pasando? ¿Cristo no ha resucitado entre nosotros? ¿Nos hemos quedado con el Jesús muerto? ¿Nos hemos quedado con el mito? ¿Pensamos que ser cristianos es ir a misa y comulgar?

 

No están mal las celebraciones sentidas. Por el contrario, necesitamos avivar nuestra dimensión celebrativa y gozarnos con el encuentro con Dios y con el hermano. Pero es preciso pasar a la acción. Nos haría analizar la crítica que hacía Teodoro Adorno cuando dijo: “el cristianismo proclamó la consigna del amor  pero fracasó porque dejó intacto el ordenamiento social que produce la frialdad”[1].

 

 

NUEVA VIDA

Lo que buscan fundamentalmente los escritos joánicos (evangelio y cartas de Juan) es que sus lectores crean en Jesús. Creer en la literatura joánica se entiende como una apertura total de la vida a la acción de Dios; una disposición para que Jesús actúe, salve, ilumine, conduzca y transforme toda realidad. Creer en Jesús no es afirmar una verdad de fe o estar de acuerdo con un dogma como verdad incuestionable.

 

La elaboración, la promulgación y además la adhesión intelectiva a un dogma pueden ayudar a tener una solidez doctrinal, a darle seriedad al proyecto y a evitar el cristianismo vaporoso que se va tras de cualquier ideología de moda. Pero lo fundamental en la fe del creyente no es tanto la adhesión del intelecto a un dogma. El fin último de la fe en Jesús como Mesías e Hijo de Dios, es tener vida en su nombre: “Estos han quedado consignados para que crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengan vida en su nombre”.  

 

Queremos decir con esto que estamos invitados a creer, o sea a encontrarnos en nuestra propia carne con el Jesús vivo, personal y colectivamente. Si estamos abiertos a su acción, ese encuentro envolverá nuestra existencia de tal manera que seremos transformados a su imagen. La tristeza, la desidia, los egoísmos o el sinsentido de la vida; pensamientos, sentimientos, impulsos, todas las realidades humanas serán cubiertas por la nueva y definitiva realidad: Jesucristo resucitado y resucitador.

 

Con la fuerza y la gracia de Jesús, piedra desechada por los arquitectos, convertida en piedra angular, podremos vencer todas las fuerzas desintegradoras que envuelven al ser humano. Todo lo que es contrario a la vida, a la justicia y al amor, o sea, al Proyecto salvífico de Jesús, aquello que la literatura joánica llama mundo: “al mundo no lo vence sino el que cree que Jesús es el Hijo Dios” (2da lect.) Así como Jesús venció al mundo con su vida, muerte y resurrección, si creemos en él, podremos vencerlo también.

 

Los discípulos estaban con las puertas trancadas y con miedo. Con mucha frecuencia ante los problemas, conflictos o persecuciones, nos encerramos y no hallamos soluciones. Jesús llegó, se puso en medio de ellos y les brindó la paz. A Jesús lo encontramos ahí en medio de la comunidad. Podemos convertir a los demás en la cruz que cargamos a lo largo de nuestra vida, o en el refugio en el que encontramos y brindamos apoyo, identidad, solidaridad y cariño, en el lugar del encuentro con Jesús vivo que nos cubre con su paz. Una paz que no equivale a pacifismo adormecedor sino a un instrumento emancipador no violento, sereno y esperanzado. Una dinámica que enfrenta el poder tiránico en una atmósfera de amor solidario. De esta manera la comunidad será el espacio donde los miedos y rencores que impulsan comportamientos agresivos, se reduzcan a la mínima expresión y se viva el esplendor del perdón.

 

Oraciones de los fieles:

 

A cada invocación oremos diciendo: Por la Resurrección de tu Hijo, escúchanos Padre.

 

1.    Por todo el pueblo cristiano, convocado en el día del Señor, Pascua de la semana: para que manifieste la presencia de Cristo resucitado con la alegría de vivir en un mismo lugar y con el mismo corazón. Roguemos al Señor.

 

2.    Por nuestra comunidad: para que crezca, junto a los recién bautizados, como una verdadera familia de Dios, asidua en la escucha de la Palabra, perseverante en la oración, testigo en la caridad fraterna. Roguemos al Señor.

 

3.    Por todos los que viven la experiencia del dolor: para que no se dejen vencer por el desánimo, sino que, por la fuerza de la fe y la solidaridad de los hermanos, sientan que el Señor está cerca de cada uno de ellos.  Roguemos al Señor.

 

4.    Por el cristiano que duda, por el incrédulo que quisiera creer y por todos los que buscan con amor la verdad: para que, iluminados por la gracia pascual, reconozcan que no hay otro, fuera de Cristo que pueda salvarnos.  Roguemos al Señor.

 

5.    Por todos los aquí presentes: para que nos dejemos evangelizar con un corazón dócil y seamos resonancia viva de la Palabra que nos salva.  Roguemos al Señor.

 

Exhortación final

Señor Jesús, aunque no te vemos con estos ojos de carne,

Nuestra ardiente profesión de fe es hoy la del apóstol Tomás,

Primeramente incrédulo y después creyente ejemplar:

¡Creemos en ti, Señor nuestro y Dios nuestro!

 

Vamos buscando razones, pruebas y seguridad absoluta

Para creer y aceptar a Dios en nuestra vida personal y social.

Pero tú nos dices: ¡Dichosos los que crean sin haber visto!

Tú eres, Señor, la razón de nuestra fe, esperanza y amor.

 

Ábrenos, Señor Jesús, a los demás, a sus penas y alegrías,

Porque cuando amamos y compartimos, estamos testimoniando

Tu resurrección en un mundo nuevo de amor y fraternidad.

 

Amén

(Tomado de B. Caballero: La Palabra cada domingo, San Pablo, España, 1993, p. 278)