43 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO SEGUNDO DE NAVIDAD
19-27

 

19.

1. La fe, visión integral de la vida

A menudo nos encontramos en los textos bíblicos con palabras o conceptos que resultan extraños a nuestra mentalidad occidental moderna. La mera traducción de estos términos del arameo o del griego a nuestra lengua vernácula no basta para llegar a su comprensión profunda, comprensión subyacente a las mismas palabras.

Pues bien, las tres lecturas de hoy giran en torno a una palabra de honda raigambre oriental y de escasa repercusión entre nosotros: sabiduría...

El texto del Eclesiástico hace el elogio de la sabiduría, creada por Dios y volcada sobre el pueblo para hacer en él su morada; la Carta a los efesios nos insta a pedir a Dios el espíritu de sabiduría, y el inicio del Evangelio de Juan presenta a Jesús como la palabra o la sabiduría del Padre que, según el texto del Eclesiástico, ha establecido su tienda en medio de la comunidad.

Lo cierto es que a nosotros tanto el vocablo «palabra» como «sabiduría» nos dicen muy poco, pues significan en nuestra cultura cosas muy distintas a las expresadas en la cultura semita.

Por lo tanto, será bueno que nos aproximemos no al sentido literal de estas palabras, sino a la realidad subyacente a las mismas. En otros términos: ¿Qué hay por detrás de estos conceptos? ¿Por qué los autores bíblicos les dan tanta importancia, hasta el punto de que el evangelista Juan sintetiza la misión de Jesús con estos conceptos arcaicos de palabra o sabiduría? Para entrar mejor en tema será conveniente, como hicimos en los domingos anteriores, que partamos de nuestra realidad actual y de una cierta crítica a algunos conceptos religiosos con los que estamos familiarizados pero que no llegan a entrar en relación con la verdadera problemática del hombre moderno.

Con sólo hacer una rápida lectura de los periódicos del día o de las revistas especializadas, inmediatamente nos damos cuenta de que el mundo moderno vive apasionadamente una serie de problemas que, no sólo son nuevos, sino que hasta ahora no han sido objeto de la reflexión religiosa o teológica.

¿A qué problemas nos referimos? Podríamos enumerar, como muestra, los siguientes:

--Las relaciones entre las naciones y continentes. La descolonización y las guerras de liberación. Las ideologías que están detrás de estas guerras y luchas.

--El problema social: la mejor distribución de las riquezas y de las fuentes de alimentación. La situación de países que nadan en la abundancia y la de aquellos que se mueren de hambre.

--El sistema político más adecuado para el gobierno de los países, la eliminación de las formas autoritarias y personalistas, la participación del pueblo en la gestión pública, etc.

--La integración de la comunidad política: integración de los marginados, de las regiones o nacionalidades, de las distintas lenguas y confesiones religiosas; la participación de las mujeres y de los jóvenes; la asimilación de los extranjeros, ancianos y de otras personas que se hallan en desigualdad de condiciones.

Podríamos continuar la lista, pero lo dicho es suficiente para que continuemos con la reflexión de hoy. Observamos inmediatamente que no se trata de problemas específicamente religiosos, como sucedía por ejemplo en la Edad Media y aun en épocas muy cercanas. El mundo moderno se ve aquejado por preocupaciones básicas, biológicas, sociales y políticas que no tienen o no parecen tener una relación directa con lo religioso.

Pues bien, es indudable que el hombre moderno trata de hallar una solución a estos problemas, partiendo de los mismos problemas (sin ignorarlos ni matizarlos) y contando con su propio esfuerzo.

EI planteo religioso no es una preocupación primordial; por eso mismo ocupa un lugar muy reducido en las páginas de los periódicos. No se lo ignora, pero se supone que la fe no tiene nada que ver con la solución práctica de los conflictos mencionados.

¿Por qué y cómo se ha llegado a esta convicción? Posiblemente porque los mismos cristianos presentaron su fe como si no estuviera relacionada con las preocupaciones concretas de los hombres. Efectivamente, cuando se habla de fe o de religión, inmediatamente se piensa, por ejemplo:

--En la institución eclesiástica, en su jerarquía y en una serie de problemas internos de organización de la Iglesia, como si ésta fuese una especie de mundo aparte e, incluso, identificada con un Estado autónomo como es el Vaticano. Entonces se ve a la Iglesia más preocupada por su orden interno y su prestigio externo que por los problemas concretos de la gente.

--También se identifica la fe cristiana con un cúmulo de dogmas rígidos y abstractos, incomprensibles en su misma formulación y alejados de la problemática actual. La teología de la Trinidad, de la divinidad de Cristo o de la Eucaristía no parecen tener relación, en efecto, con lo que sucede hoy en el mundo.

--Igualmente se identifica la fe con una moral antigua y severa que pretende imponer normas a la sociedad civil como si ésta no fuera capaz de fijar sus propios límites, o como si los individuos no tuviesen conciencia ni capacidad moral.

--Finalmente, la fe es vista como sinónimo de culto; un culto también alejado de la praxis mundana y sometido a normas bastante estrictas.

Pues bien, cuando en la Biblia se habla de la fe como una sabiduría de la vida, se quiere decir, entre otras cosas, que se presenta a sí misma como un elemento capaz de dar respuesta a los problemas prácticos que se le plantean al hombre.

No significa esto que la fe es una ciencia política o social, o que en la Biblia vamos a encontrar un modelo de constitución para un país o el esquema de un plan económico... Pero sí quiere decir que la fe está en orden a dar al hombre una visi6n integral de la vida de forma tal que sepa tener un criterio como para enfrentarse con sus problemas.

Basta leer los escritos de los profetas, por ejemplo, para darse cuenta de que todos ellos se relacionan con situaciones históricas concretas que estaba viviendo el pueblo hebreo. El profeta no es un político o un reformador social, pero alerta al pueblo para que desde su fe sepa encarar con coherencia sus conflictos.

En otras palabras: para resolver un conflicto particular, parece necesario tener una visión amplia y global de la vida que sirva de marco de referencia general, como si fuese una especie de filosofía de la vida y de la historia.

El marxista resuelve los problemas particulares desde su concepción marxista de la vida, y así sucesivamente las demás ideologías.

Llegamos así al punto crítico que nos está preocupando a lo largo de todo este año litúrgico: ¿Cuál es la visión cristiana de la vida y de la historia? ¿Hemos aprendido un catecismo que nos prepara para afrontar los problemas comunes a la especie humana que hoy puebla la tierra, o más bien un sinnúmero de textos y enunciados que más parecen pretender alejarnos de la tierra que vivir en ella? ¿Cómo podremos elaborar un proyecto cristiano del hombre y de la sociedad si nuestra fe se dispersa en conocimientos descolgados de la realidad, y carentes de unidad y sentido general? En otras palabras: si la Biblia nos presenta la fe como sabiduría de la vida, ¿en qué consiste nuestra sabiduría o modo de resolver los problemas desde una perspectiva de la fe?

2. Nuestra palabra, hoy y aquí

Lo mismo puede decirse si nos referimos al hombre como individuo, si bien sobre este tópico ya hemos hablado frecuentemente.

Si Jesús es el centro de nuestra fe, esto significa que el hombre ocupa el lugar central de las preocupaciones religiosas. Hablamos no de un hombre en abstracto (que en realidad no existe más que como una idea), sino del hombre histórico, porque también fue histórico el paso de Jesús por el mundo.

Al hombre concreto no le interesan los problemas religiosos sino en la medida en que estén relacionados con su temática central que no es otra sino encontrar el sentido de su vida: quién es, para qué vive, qué valor tiene esto o lo otro, etc.

En otras palabras: ¿Qué fue primero: el hombre con sus problemas o las elaboraciones racionales, míticas o religiosas de esos problemas? La respuesta es obvia, y, sin embargo, hemos terminado por hacer de los sistemas mentales un objetivo de la vida cuando no son más que medios para que el hombre resuelva sus grandes preguntas.

Lo que nos sucede a los cristianos de este siglo es que recibimos el fruto del pensamiento de otras culturas como si esas culturas lo hubieran elaborado mágicamente o para pasar el tiempo, sin darnos cuenta de que esas elaboraciones filosóficas o teológicas eran la respuesta, más o menos adecuada, que dichas culturas daban a sus problemas inmediatos.

El desconocimiento de la historia de los libros bíblicos y del dogma cristiano nos hace caer en una mentalidad infantil e ingenua que, en contrapartida, nos exime de la obligación de pensar nuestros propios problemas y elaborar una síntesis acorde con lo que nos sucede hoy y aquí.

Hoy y aquí... Dos adverbios que van siempre unidos al concepto de sabiduría. Observemos el texto del Evangelio de Juan. No habla de un Cristo extraterreno ni de una doctrina misteriosa que nos llega de otros mundos. No... Bien dice el evangelista Juan que Jesús vino al mundo, a un mundo de tinieblas, mundo que era su propia casa. Allí «se hizo carne y allí plantó su tienda entre nosotros», y «nosotros lo hemos visto...».

Por eso vino como Palabra o sabiduría: porque se relacionó con los hombres en lo que los hombres eran, vivían y sufrían. ¿Qué es el evangelio sino una buena noticia a un hombre que se sentía prisionero, extraviado, sometido, enajenado por la ley y el culto, encerrado en el odio nacionalista, oprimido por las clases altas del judaísmo? ¿Hubiera atraído tras de sí a tantos pobres y humildes ciudadanos de Galilea y Judea si sus palabras hubieran sonado a doctrina esotérica o a teología rabínica? ¿Acaso los grandes movimientos sociales y políticos de liberación no se han inspirado en el espíritu y hasta en la letra de los evangelios? Jesús dijo su palabra... pero para que nosotros digamos la nuestra. No nos llamó al servilismo ni a la obediencia tonta o ciega. Para decir su palabra tuvo Jesús que enfrentarse con la palabra o sabiduría opresora de los poderosos, les echó en cara su hipocresía y su afán de lucro a la sombra del templo, criticó sus sacrificios y ritos vacíos, ridiculizó una ley que salva al asno pero mata al hombre, y le exigió a Pilato que gobernara y decidiera conforme a la verdad... Así obra la sabiduría. Esa es la fe del evangelio. El sabio bíblico no es un anciano de ojos cansados que se sienta en el banco de una plaza para ver pasar el tiempo...

Es una sabiduría joven, que ya se manifiesta en Jesús a los doce años y que se desarrolló plenamente a los treinta en la flor de su vida.

Esta es la fe a la que somos llamados: la fe que proyecta juventud, cambio e ideas nuevas en un mundo viejo, arcaico y corrompido.

No es una sabiduría que caiga del cielo por arte de magia: aquí y ahora debe nacer, crecer y desarrollarse. Aquí y ahora: este es el comienzo de la reflexión cristiana.

SANTOS BENETTI
EL PROYECTO CRISTIANO. Ciclo B
Tres tomos EDICIONES PAULINAS
MADRID 1978.Págs. 131 ss.


20.

I. JESUCRISTO, SALVADOR DEL MUNDO

El profeta Isaías (cf. Is 61,1-2) había hablado del Mesías. En Nazaret, Jesús se hace exégeta de Isaías y afirma que la palabra del profeta encuentra en él su cumplimiento. Es Él el mesías prometido, consagrado por el Espíritu del Señor y enviado a anunciar un mensaje gozoso: la liberación a los prisioneros, la vista a los ciegos, la libertad a los oprimidos, un año de gracia del Señor.

El Jubileo del 2000 pretende conmemorar y revivir este año de gracia, inaugurado y realizado por Jesús en su persona y en su obra y prolongado en la historia por el testimonio de la Iglesia. Veinte siglos no solo no han apagado el eco de este anuncio, mas bien han acrecentado la fascinación y la exigencia. Los ojos de la humanidad contemporánea se fijan de nuevo en el rostro de Jesús, asombrados por aquellas palabras que todavía hoy proyectan luz, fuerza y ánimo para vivir.

En 1997 los cristianos están invitados por la Iglesia a reinterpretar el gesto profético del Señor. La celebración del Jubileo del año 2000 es, de hecho, una llamada a ponerse en pie, a tomar el libro del Evangelio, a leer ante todos el mensaje gozoso de Jesús y a revivir conmovidos, con humildad, valentía y creatividad, el contenido de alegría, de liberación y de gracia.

II. EL JUBILEO ES LA CELEBRACIÓN DEL MISTERIO DE LA ENCARNACIÓN

Cada año, en su calendario litúrgico, la Iglesia concentra en dos grandes solemnidades los misterios centrales de su fe: la Navidad y la Pascua. En realidad se trata de un único y gran acontecimiento salvífico, el de la encarnación del Hijo de Dios, que comienza con el nacimiento de Jesús, en Belén, y termina en su pasión, muerte y resurrección, en Jerusalén. Esta es la fe bimilenaria de la Iglesia, que los cristianos reafirman en la liturgia dominical con las venerables palabras del Credo: «Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos ».

La fe en la encarnación del Hijo de Dios es una verdad revelada por Dios y testimoniada concordemente en la Sagrada Escritura del Nuevo Testamento.

Su formulación lingüística más explícita se encuentra en el prólogo del evangelio de San Juan: «Y la Palabra se hizo carne» (Juan 1,14). El término griego sarx «carne» —muy cercano al hebreo basar— indica al hombre en su fragilidad y transitoriedad de creatura mortal. La Palabra, que «estaba junto a Dios» y que «era Dios» (cf. Jn 1,1), llega a hacerse, por tanto, verdadero hombre, ser espacio-temporal, visible, palpable, mortal.

También las cartas paulinas hacen uso de esta terminología para indicar que la encarnación en seguida fue considerada y vivida por las primeras comunidades cristianas como una verdad central de su fe. Para San Pablo, de hecho, el Hijo de Dios ha «nacido, según lo humano, de la estirpe de David» (Rm 1,3): de los israelitas, «según lo humano, nació el Mesías» (Rm 9,5). El gran misterio de la religiosidad es el hecho de que Cristo «se manifestó como hombre» (1 Tim 3,16). «Porque es en Cristo en quien habita corporalmente la plenitud de la divinidad» (Col 2,9).

Para San Pablo, la encarnación es el misterio por excelencia, el «misterio que Dios ha tenido escondido desde siglos y generaciones y que ahora ha revelado a su pueblo santo» (Col 1,26; cf. también Ef 1,9; 3,3-5; 6,19).

Madurado en el seno de la comunidad trinitaria, la encarnación es un don de lo alto. Así afirma San Juan: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna» (Jn 3,16; cf. Jn 3,17; 10,36;17,18; 1 Jn 4,9).

Jesucristo es la última y definitiva palabra de Dios a la humanidad (Heb 1,2), el único mediador entre Dios y los hombres (1 Tim 2,5; cf. Heb 8,ó; 9,15; 12,24), la fuente de toda salvación presente y futura (cf. Hech 4,12). Por esto, «solo el Verbo de Dios encarnado nos puede enseñar la ciencia de Dios».

III. LA ENCARNACIÓN COMO PLENITUD DEL TIEMPO

ENCARNACION/TIEMPO: En cada pueblo han existido figuras que han ennoblecido la propia tierra y la humanidad entera. Pero ninguno ha dejado tanta señal en la historia universal como Jesús de Nazaret. Su predicación duró sólo tres años. Pero ha incendiado el mundo. Su misterio de muerte y resurrección ha introducido en la historia la esperanza de la vida sin fin.

La historia ha recibido su verdadera plenitud: «La plenitud de los tiempos se identifica con el misterio de la Encarnación del Verbo, Hijo consustancial al Padre, y con el misterio de la Redención del mundo». También Lutero, comentando Gál 4,4 — «Cuando se cumplió el tiempo, Dios envió a su Hijo»—razona precisando: «No fue tanto el tiempo el que provocó la misión del Hijo cuanto la misión del Hijo la que constituyó el tiempo de la plenitud».

Esto es lo que afirma el comienzo de la carta a los Hebreos: «En distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los profetas. Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha ido realizando las edades del mundo» (Hb/01/01-02).

El acontecimiento Cristo no fue el resultado del tiempo y de la urgencia de la expectativa mesiánica. Fue, en cambio, la encarnación del Hijo de Dios, como don gratuito de Dios Trinidad, la que dio al tiempo su auténtica «plenitud» salvífica. Sólo con la encarnación del Hijo de Dios, la historia entra en una fase de salvación global y universal, y todas las gentes, dispersadas en Babel, están llamadas a la participación del Espíritu de Cristo resucitado, en Pentecostés.

La encarnación es la novedad del cristianismo. Jesús, de hecho, no es un profeta que habla en nombre de Dios, sino que es Dios mismo que habla y salva: «Es Dios quien viene en persona a hablar de sí al hombre y a mostrarle el camino por el cual es posible alcanzarlo».

IV. LA ENCARNACIÓN COMO DEVENIR DE DIOS

Es oportuno meditar aún sobre el hecho paradójico del acontecer de Dios: «En Jesucristo, Verbo encarnado, el tiempo llega a ser una dimensión de Dios, que en sí mismo es eterno». Se trata de una afirmación propia del cristianismo. Mediante la encarnación del Hijo de Dios, el tiempo es asumido por la segunda persona de la Santísima Trinidad, que, aun siendo Dios, se hace también perfecto hombre, como reza el Concilio de Calcedonia: Jesucristo es «perfecto en su divinidad y perfecto en su humanidad, verdadero Dios y verdadero hombre (...), consustancial al Padre por la divinidad y consustancial a nosotros por la humanidad (...), engendrado por el Padre antes de los siglos según la divinidad y, en los últimos tiempos, por nosotros y por nuestra salvación, de María Virgen y Madre de Dios según la humanidad».

Si es verdadera la eternidad de Dios, es también verdadero su acaecer de hombre, y, por tanto, espacio, tiempo, historia. Por lo cual la historia del hombre es también historia de Dios y la muerte del hombre entra también en la experiencia del Hijo de Dios encarnado.

Para comprender mejor el devenir de Dios es necesario esclarecer su significado. Dios, el viviente por excelencia, explica su sobreabundante vitalidad, tanto en la creación como en la redención, sin perder en perfección por eso. Dios en su infinita exuberancia de vida puede irrumpir libremente en el tiempo y en el espacio de su creación. Las creaturas están en devenir porque son en sí mismas devenir. En cambio, el devenir de Dios es gratuidad y libertad absoluta y fluye en su libre elección de amor. Por esto, no sólo no implica imperfección, sino que viene a ser principio supremo de novedad y de recreación de la humanidad.

La encarnación del verbo constituye este cumplimiento sumo de la humanidad. La humanidad del Verbo, en su llenumbre creatural, arriba en Dios alcanzando su plena realización.

«Con la venida de Cristo comienza la «etapa final» (cf. Heb 1,2), la «última hora» (cf. Jn 2,18), se inicia el tiempo de la Iglesia que durará hasta la parusía». La Iglesia continúa en el tiempo la pedagogía de revelación y de comunicación de la »proexistencia» (existencia «por nosotros») de Jesús.

V. CRISTO «CENTRO» DEL TIEMPO

En el Nuevo Testamento el tiempo es contemplado siempre en referencia a Cristo como su centro. Por esto la historia queda dividida en dos troncos: antes y después de Cristo. El hecho de la encarnación es el que constituye el centro de la historia: desde este acontecimiento se remonta tanto hacia el pasado como hacia el futuro. La venida de Cristo es el centro temporal de todos los acontecimientos.

El tiempo vive de esta centralidad cristológica y llega a ser la línea de Cristo, quien ha muerto en Palestina ayer, vive hoy como resucitado y retornará como juez al fin de los tiempos. Los tiempos de la historia —pasado, presente, futuro— son tiempos referidos a Jesús: Él es «el mismo de ayer, hoy y siempre» (cf. Heb 13,8). El fondo histórico-cronológico del Nuevo Testamento es, por tanto, esencialmente cristológico. Mateo, de hecho, presenta la vida terrena de Jesús como el cumplimiento de la historia de Israel. Para Lucas, Jesús es el centro del tiempo y de la historia de la salvación. En el Apocalipsis Jesús es el principio y el fin, el alfa y la omega (cf. Ap 21,6)

En concreto, la historia del Nuevo Testamento está articulada en un doble movimiento. El primero, de contracción, parte de la creación de la humanidad y llega, mediante el pueblo elegido, a Cristo, el salvador único. El segundo, de expansión, parte de Cristo y, mediante la Iglesia, se extiende a toda la humanidad.

Nuestra historia vive en este movimiento de expansión, que se extiende a todos los pueblos salvados por Cristo y en Cristo. Es el tiempo de la Iglesia, que va desde la resurrección a la parusía.

La Iglesia, como centro de la tierra, hace visible la soberanía de Cristo en la historia de la humanidad. Con la celebración eucarística, síntesis y vértice de su acción sacramental, y con la predicación del evangelio, la Iglesia da al período presente todo su significado histórico-salvífico.

PARA REFLEXIONAR EN GRUPO

a)- Leer Jn. 1,1-18 y comentar cómo vivimos el mensaje de la Navidad misionera.

b)- Leer Jn 3,16-19; 3,31-36; I Jn 4,9-10; I Tim 2,5-ó; Col 1,26; Ef 1,910; 3,3-5) ¿Por qué decimos que Cristo es el "centro" del tiempo?


21.

1. Lo que revela la palabra

El evangelio de hoy presenta a Jesucristo como la «Palabra» del Padre... Es posible que a nosotros, como occidentales que somos, esta imagen bíblica no nos diga mucho. En efecto, si se dijese, por ejemplo, que el Papa es palabra, o que el presidente del gobierno o tal obispo o líder político son palabra, más bien tenderíamos a pensar que se trata de un concepto peyorativo, como si dicha persona no fuese capaz de hacer cosas sino solamente de dedicarse a hablar, hablar y hablar...

¿Por qué, entonces, el Evangelio de Juan insiste tanto en que Jesús es Palabra? ¿Por qué al definirlo así pretende abarcar como en una síntesis toda la misión de Jesucristo como enviado del Padre? Tratemos de entenderlo...

Una de las grandes constantes de toda la Historia de la Salvación es que Dios «habla». Hablando crea el mundo, con su palabra llama a la liberación al pueblo hebreo, con esa misma palabra da esperanza a los exiliados en Babilonia, y es esa misma palabra la que orienta el camino del hombre haciéndose sabiduría de la vida.

En efecto, hablar es sacar algo de sí hacia fuera. Hablar es la expresión de la persona. Así un jefe habla como jefe y su palabra es una orden; el artista, al hablar, se expresa en una obra literaria, en un cuadro o en una estatua de mármol; el profesor habla y su palabra educa e ilustra. El amante habla y con su voz se une a otra persona, y con esa misma palabra llama al hijo a la vida.

Existe, pues, una palabra que solamente es sonido, conjunto de voces, desprovistas de por sí de significado. Es la palabra que rellena los tiempos libres o que encubre nuestra incapacidad de hacer.

Pero está la otra palabra, la que pone al hombre en contacto con el mundo y con las demás personas; por lo tanto, palabra que revela una interioridad, que investiga, que crea, que produce el cambio.

Es ésta una palabra que puede expresarse tanto por voces como por gestos, por vocablos como con el mismo silencio. Palabra que es la puesta del hombre en acción. Y más todavía: mediante el lenguaje el hombre es capaz de encontrar el significado de las cosas; por medio de la palabra simboliza la vida, capta lo que está más allá de las apariencias, sale de lo particular para acceder a lo universal; sale de sí mismo para encontrarse con el gran mundo de la humanidad.

Es por medio de la palabra como el hombre puede unir su cuerpo con su espíritu, su yo con otros yo, su interioridad con la exterioridad del mundo.

Cuando visitamos un país extranjero, aunque no comprendamos la lengua de ese pueblo, tenemos, sin embargo, muchas palabras que nos dicen quién es ese pueblo, qué hace, cómo vive, cuáles son sus problemas y sus conquistas, etc. Campos sembrados, ciudades, universidades, museos, salas de espectáculos, arte, política, guerra, costumbres... todo es palabra del hombre. Todo eso que ha salido del hombre es su palabra. Todo eso dice referencia a su mundo interior, a su esquema de valores, a su ritmo de vida, a su manera de enfocar la existencia.

Reflexionando este tema con las reflexiones de los domingos anteriores, podríamos decir que el hombre, gracias a la palabra, adquiere su identidad.

Un hombre llega a ser tal, «un hombre», cuando es capaz de simbolizar, de expresarse, de relacionarse y de reflexionar sobre lo que simboliza, expresa o relaciona.

Cuando un hombre o un pueblo no puede usar esa palabra suya, o cuando no tiene palabra alguna, es que ha perdido su identidad. Puede estar lleno de palabras de los otros, pero si él no tiene la propia, no es nadie. Es simplemente un objeto más de una sociedad de consumo.

Tener la palabra es vivir en libertad, es construir y recrear el mundo que nos legaron las generaciones pasadas, es plantear ante los demás quiénes somos y cómo queremos vivir. Así, pues, podemos observar que cuando los evangelios hablan de Jesús como Palabra, están en realidad diciendo que es mucho más que una simple palabra...

Por ser Palabra de Dios, Jesús es precisamente lo que es: la total expresión de la fuerza creadora de Dios. Por medio de Jesús Dios ama al mundo, Io regenera, lo salva, lo ilumina, le da la nueva vida.

Desde esta perspectiva podemos entender, entonces, lo que nos quiere decir el prólogo del Evangelio de Juan.

Pero logramos una mejor comprensión del mismo, si nos detenemos un instante en los párrafos de la Carta a los Efesios, la segunda lectura de hoy.

En el prólogo de esta carta descubrimos, en efecto, a Dios Padre que vuelca el cúmulo de sus bendiciones sobre los hombres por medio de Jesucristo. Todo lo que Dios ama al mundo se revela en la vida y en el proyecto realizado por Jesús.

Por medio de Jesús, Dios nos elige para ser discípulos de Cristo e hijos del Padre, el que desde siempre nos llamó a la vida y a la filiación divina.

Por medio de Jesús fuimos convocados para constituir la comunidad eclesial, para participar en la gesta liberadora de los hombres.

Así Jesús, como Palabra total y plena del Padre, logra y consigue su propia identidad: la de Hijo, la de enviado, la de salvador, la de pastor del nuevo pueblo.

Por medio de Jesús, como insinúa el Evangelio de Juan, toda la fuerza de Dios se vuelca sobre la humanidad; la misma fuerza que engendró la tierra y los cielos es ahora la que ilumina a los hombres y los engendra a una vida nueva.

Por medio de Jesús Dios se comunica con los hombres y revela cuáles son sus criterios, cuál es su esquema de valores, cuál su interpretación de la existencia humana.

Desde esta perspectiva, pues, toda la vida de Jesús -palabras, actos, pensamientos, sentimientos es una inmensa palabra que llena la tierra como un sol que irradia sus rayos destruyendo las tinieblas.

En Jesús la palabra es auténtica porque los pensamientos se concilian con los actos, los actos con los sentimientos, y los sentimientos brotan de lo más profundo de su ser.

Cuando Jesús dice que perdona, efectivamente el perdón es otorgado; cuando proclama la justicia, él mismo es la evidencia de esa justicia. Cuando habla de amar, siente que ama, y ama -como dice el mismo Juan- hasta el extremo. Vive en la pobreza y por eso increpa a los ricos; vive en la sinceridad y por eso acusa a los hipócritas.

Todo él es palabra de Dios. En su vida la Palabra de Dios se hace carne y vive entre los hombres...

«Y la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria; gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad.»

2. Palabra: silencio y experiencia

También los cristianos hablan; toda la Iglesia habla. Pero este hablar, ¿es auténtica palabra? Nuestras bibliotecas y librerías están llenas de libros y discursos, nuestra liturgia es un hablar constante; se habla en la catequesis, en las escuelas, en los sacramentos. Hablamos día y noche, inundamos el mundo de palabras...

Sin embargo, a la luz de cuanto vamos reflexionando hoy, bien podemos preguntarnos no tanto si hablamos o si tenemos palabras, sino si somos palabra. ¿De qué somos signo? ¿Qué expresamos? ¿Qué engendra nuestra palabra? Con razón se nos invita hoy al silencio, porque muchas veces el silencio sería nuestra mejor palabra. Ese silencio por medio del cual nos volcamos hacia dentro y nos preguntamos qué hay dentro de nosotros. Es triste que muchas veces, para no encontrarnos con ese interior, hablemos, rellenando nuestra nada con sonidos huecos. Es la primera forma que tenemos de prostituir la palabra que se transforma en simple ruido.

Nuestra vida moderna está llena de palabras-ruido. La palabra no nace de lo que hay dentro sino que cubre el vacío de dentro.

Cuando el cristiano teme encontrarse con su mundo interior, con lo que hay de auténticamente evangélico en él, entonces suele hablar. Y su palabra suena a mentira, a mascarada. Y esa palabra se vuelve contra el cristiano, lo acusa y lo aísla de la caravana de hombres que buscan la verdad.

Por eso el cristiano moderno duda de su identidad: ya no sabe quién es ni para qué está en el mundo. Estamos llenos de mentiras: la fachada es grande y hermosa, pero el interior puede estar vacío o corrompido.

La verdadera palabra brota del silencio. Cuarenta días y cuarenta noches pasó Jesús en el desierto antes de hablar; treinta años de silencio en Nazaret fueron necesarios para que pudiera expresarse en tres años de vida pública. Al fin y al cabo Jesús no dijo tantas palabras.

El conjunto de sus discursos no cubren más que unas cuantas páginas; ni siquiera escribió libros, y sin embargo... su palabra llenó el mundo, cambió la historia y millones de seres humanos encontraron en ella el horizonte de sus vidas.

No hace falta hablar mucho, no hace falta hacer muchas cosas.

Basta que todo el hombre sea una sola palabra y que nada deje de ser palabra.

Ese es el camino de la sabiduría de Dios: ser uno mismo, sentirse uno mismo, vivir lo que se es y lo que se siente.

A medida que el hombre camina por el desierto de la existencia se va haciendo palabra, y sus palabras se hacen huella. Nuestro cuerpo que crece es palabra, nuestros sentimientos hacia los demás son palabra, nuestros actos concretos expresan esa única palabra que es nuestra experiencia de vida.

En efecto, si la palabra brota del silencio, también es cierto que la palabra surge de la experiencia. Vivir plenamente nuestra existencia es nuestra mejor palabra. Vivir la justicia es predicarla, vivir el amor es anunciarlo, vivir en la paz es hablar a los hombres.

Cuando no existe la experiencia, entonces la palabra sólo sale del cerebro; es una simple racionalización. El hombre que no tiene experiencia desde donde hablar, habla para justificar su inautenticidad. Y todo puede justificarse con la palabra.

Nuestro mundo contemporáneo es testigo de esta falsificación de la verdad. No hay fraude ni crimen que no se haya justificado con palabras. Aun los regímenes más dictatoriales encuentran razones para la sinrazón del menosprecio de los pueblos. Muchas palabras justificaron, por ejemplo, las guerras de exterminio y las guerras de religión, la esclavitud de los negros, la humillación de los pobres, el exterminio de tantas minorías que molestaban a los que abusaban del poder absoluto.

Y cuántas palabras dentro de la Iglesia para justificar la opulencia, la falta de diálogo, la no participación de los laicos en la gestión eclesiástica, el autoritarismo de los superiores, la censura de las ideas, el cercenamiento de mínimas libertades, etc., etc.

No hay duda de que el espíritu del evangelio de hoy puede ser la ocasión para una profunda revisión de todo nuestro estilo cristiano de ser y de vivir. Decir menos palabras y ser más palabra: por ahí comenzó Jesús y por ahí debemos comenzar los cristianos.

Hoy podemos revisar el lenguaje de nuestra comunidad: en qué medida expresa la verdad de la experiencia que vivimos o en qué medida oculta, tapa, disimula, justifica, distorsiona, encubre lo que está dentro y nos avergüenza.

Revisar el lenguaje de la educación cristiana: educación liberadora, comunidad educativa, diálogo, crecimiento del educando, obediencia, respeto... son todas palabras que necesitan ser pronunciadas desde una sincera y profunda revisión del quehacer educativo.

Revisar las palabras de la familia..., las palabras que pronunciamos en nuestra profesión. Revisar las palabras democráticas con las que pretendemos construir esta sociedad... Todo puede ser revisado desde el evangelio de hoy.

Se nos invita a ser palabra de vida, a ser palabra que ilumina, a ser palabra que engendra vida.

Y también en esta eucaristía hablamos. ¿No hablamos demasiado? ¿Hay suficiente silencio en nuestra eucaristía? ¿Está sustentado sobre la experiencia evangélica cuanto decimos, rezamos y cantamos?

Cristo dijo: «Comed este pan y bebed este vino que es mi sangre derramada por vosotros.» Su cuerpo entregado en la cruz por todos fue palabra y se hace palabra cada vez que los cristianos nos acercamos para ser pan de todos. Al comulgar, nuestra palabra se une a la palabra de Cristo. Y así nos hacemos palabra del Padre, una palabra viva que es la luz de los hombres.

SANTOS BENETTI
CAMINANDO POR EL DESIERTO. Ciclo C.1º
Tres tomos EDICIONES PAULINAS
MADRID 1985.Págs. 121 ss.


22.

El Dios solidario y débil

San Ignacio de Loyola, en el libro de los Ejercicios espirituales, insiste en la importancia de las «repeticiones»; es decir en la necesidad de que el ejercitante repita, incluso varias veces al día, la misma meditación. Como buen pedagogo conocía la importancia de repetir aquello que se intenta asimilar. Algo semejante puede decirse hoy de la liturgia de la Iglesia: nos vuelve a presentar en este domingo el mismo evangelio que escuchamos en la misa del día de Navidad: el prólogo del evangelio de Juan.

«A Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer». La primera Carta de Juan repite esa misma afirmación de que nadie ha visto jamás a Dios (1Jn 4,12). Por otra parte, el evangelio de Juan presenta la respuesta de Jesús a Felipe, que pedía al Maestro que le mostrase al Padre: «Llevo tanto tiempo con vosotros, ¿y no me has conocido, Felipe? El que me ha visto, ha visto al Padre» (Jn 14,9). Estamos ante un mensaje fundamental del evangelio de Juan: Cristo es la manifestación del Padre, es la Palabra que nos revela quién es Dios, es en él en quien podemos conocer el misterio de Dios.

Uno de los cambios más importantes que se han dado en la reciente teología católica está precisamente aquí. Hace veinticinco o treinta años, al acercarse a la persona de Cristo, le aplicábamos los conceptos de Dios y de hombre que conocíamos de antemano y que debían aplicarse al que fue verdadero Dios y verdadero hombre. Pero esto no es así, sino al revés: es precisamente Jesús quien nos revela quién es el hombre y quién es Dios.

El proceso que hacíamos anteriormente tomaba como punto de partida la convicción de que Dios es eterno, la suma bondad, la absoluta perfección, el principio y fin de todas las cosas -conceptos todos ellos de gran sabor filosófico- y los aplicábamos tanto a Dios como a Cristo, del que nuestra fe decía que era verdaderamente Dios.

J/REVELADOR-DE-D: Hoy esa forma de hacer teología está cuestionada, porque todas las crisis religiosas de los últimos años nos han mostrado que no sabemos muy bien quién es Dios. Ciertamente todos tenemos una cierta idea previa de lo divino, ¿pero corresponde esa idea a la realidad de Dios? El hecho de que las ideas sobre Dios no coincidan en los diversos pueblos y culturas nos está indicando que esa idea común sobre Dios no es tan clara ni nítida.

Hay que volver, por ello, al proceso que hicieron los que conocieron a Jesús y fueron testigos de su resurrección. Nuestros intentos de balbucear el misterio de Dios -porque todo intento humano de hablar sobre Dios es eso, un pobre balbuceo- debe tomar como punto de partida lo que Jesús nos ha dicho sobre Dios.

Nuestro Dios no es el Dios de los filósofos, no es primariamente el Dios del que han hablado los grandes pensadores; nuestro Dios es el Dios que nos ha manifestado Jesús. Es en él en quien se nos ha dado la revelación suprema del rostro de ese Dios a quien nadie ha visto jamás. Sin duda tienen valor las tentativas humanas, desde la filosofía o las religiones, para intentar explicar el misterio de Dios, y el Vaticano II ha afirmado que también se ha revelado Dios a otros hombres y en otros ámbitos religiosos. Pero hay que repetir, con el comienzo de la Carta a los hebreos: el Dios que se ha manifestado en distintas ocasiones y maneras, «ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo» (/Hb/01/02).

Jesús es la Palabra definitiva. No es sólo la Palabra que estaba junto a Dios y era Dios, en la que todo fue creado; él es la Palabra que se ha hecho carne y ha acampado entre nosotros.

Desde entonces, desde ese bendito momento en el que él plantó su tienda de campaña entre las nuestras, podemos decir que mirándole a él estamos mirando a Dios, que conociéndole a él estamos conociendo a Dios. Porque si es verdad que nadie ha visto jamás a Dios, también es verdad que entre nosotros ha vivido un hombre que nos le ha dado a conocer. Hay que mirarle a él.

Jesús no nos va a presentar grandes lucubraciones ni complejas teorías sobre Dios; en varias ocasiones va a recurrir a un género literario, el de las parábolas, que parece estar en las antípodas de un tratado filosófico sobre Dios. Pero a través de su mensaje, de sus actitudes, de su vida, vamos a poder ir sabiendo algo de ese Dios que Jesús nos ha manifestado. Es lo que no comprendía aún Felipe en la última Cena: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre». En Jesús, en el que Dios y el hombre se hacen uno, podemos comenzar a comprender el misterio del hombre y podemos comenzar a balbucear el misterio de Dios. No hay que partir de conceptos filosóficos para acercarse a Dios; hay que partir de Jesús para acercarse al misterio del hombre y al misterio de Dios.

Dentro de este marco, ¿qué podemos subrayar acerca del misterio de Dios que se nos ha manifestado en Jesús a través de la navidad? Nos podemos centrar en dos consideraciones:

1) El Dios manifestado en Jesús es solidario con el hombre. El espléndido prólogo de Juan, con sus grandes reflexiones sobre la Palabra que estaba junto a Dios -donde se sintetizan las reflexiones del Antiguo Testamento sobre la sabiduría y las de la filosofía griega sobre el Logos-, se concentran en ese momento en que se afirma: «Y la Palabra se hizo carne, y habitó entre nosotros». SOLIDARIDAD/NV: ¿Qué filosofía hubiera podido llegar a afirmar que Dios se ha hecho uno de nosotros? «A Dios nadie lo ha visto jamás»: nadie se hubiera podido imaginar que Dios se iba a hacer solidario de nuestro destino. Es Jesús quien nos ha dado a conocer a ese Dios que se ha hecho uno de nosotros. Boff-LEONARDO escribía que «ya no estamos solitarios, sino solidarios». Es verdad: desde la navidad, desde que Dios entró en nuestra historia, no podemos nunca sentirnos solos, ya que Dios mismo se ha hecho compañero de nuestros caminos. Dios ya no es el motor inmóvil o la causa sin causa de los filósofos, ni la energía última de los físicos: Dios se nos ha dado a conocer, a través de Jesús, no como el solitario artífice del universo, sino como el Dios solidario con el hombre.

2) D/DEBIL: El Dios manifestado en Jesús es, por así decirlo, el Dios débil. Porque es verdad que el mensaje del Nuevo Testamento recoge lo que afirmaba el Antiguo sobre el Dios todopoderoso, eterno, creador... También lo es que, en la resurrección de Jesús, Dios se manifiesta como el que todo lo puede. Pero, como afirma J. R. Busto, «quien cree tan sólo que Dios es eterno y todopoderoso será un hombre religioso, sí, pero no será cristiano. El cristiano, además de pensar a Dios como eterno y todopoderoso, piensa a Dios como débil».

El Dios, manifestado en Jesús, es un Dios que se pone a merced de los hombres en la cruz, en Belén... Estamos ante una imagen de Dios "en tensión": el Dios todopoderoso, convertido en impotente. El Dios eterno hecho hombre mortal; el Dios infinito, llorando, necesitando que le cuiden, afectado por el sufrimiento y el dolor.

Nosotros, como los contemporáneos de Jesús, hubiéramos deseado un Dios poderoso, que respondiese automáticamente a nuestros deseos. Pero Jesús nos ha revelado, por así decirlo, un Dios débil: no es un Dios que convierte las piedras en panes, ni se deja caer aparatosamente sobre el alero del templo; es un Dios que «actúa en nosotros, los hombres, y en la creación, por el Espíritu Santo, pero respetando al propio tiempo la autonomía de la creación y de sus leyes». No es Dios el que tiene que evitar el dolor del hombre en la historia; es el hombre el que tiene que luchar contra el mal y el dolor, que afectaron a Jesús, al mismo Dios débil.

San Pablo pedía hoy «los ojos iluminados del corazón». Es lo que pedimos también nosotros: luz y afecto para sentir internamente -un término frecuentemente usado por san Ignacio- qué significa la navidad: quién es el Dios que se ha hecho hombre como nosotros. Hay que mirar a Jesús: es en él en quien podemos balbucear el misterio de ese Dios, a quien nadie ha visto jamás.

JAVIER GAFO
DIOS A LA VISTA
Homilías ciclo C
Madrid 1994.Pág. 59 ss.


23.

Una vez más, como para profundizar en la liturgia de la Navidad, textos sumamente importantes de la Sagrada Escritura que giran en torno al milagro de la encarnación y lo explican en profundidad.

1. La sabiduría habita en Israel.

La sabiduría de Dios, esto es, su plan de salvación con toda la creación, abarca siempre a la totalidad del mundo y de su historia; pero Dios realiza siempre esta salvación universal desde un particular. De este modo Dios da a su sabiduría, que primero está extendida sobre la creación entera, la orden de «establecer su morada» en Israel y en su tienda sagrada. Pero la sabiduría de Dios derramada según el libro de la Sabiduría sobre toda la creación, por lo que no es extraño que muchos hombres piadosos que han buscado a Dios, hayan intentado primero venerarla en el maravilloso orden y en la belleza del mundo, en la gloria de los cuerpos celestes (Sb 13,1-6) sólo se convirtió en automanifestación definitiva de Dios a partir de Israel, que encuentra su plenitud en Cristo y en su Iglesia. Sólo la religión bíblica conoce una encarnación de Dios, que saca a la luz de una manera única lo más profundo y escondido de la sabiduría de Dios. Las encarnaciones de las religiones paganas (Grecia, India) son siempre relativas: cada una de ellas esclarece la esencia de lo absoluto sólo en parte y puede complementarse con otros «avatares».

2. "Por medio de la Palabra se hizo todo".

En el evangelio la Palabra creadora de Dios se hace «carne» en Jesucristo, es decir, en un hombre como nosotros. Todas las cosas deben lo que son a esta Palabra; pero lo que ésta es realmente no se revela al mundo más que cuando este universal supremo se convierte en un hombre absolutamente particular y concreto. Este hombre ha tenido la fuerza de revelar a sus semejantes con toda su existencia, no solamente que es la Palabra de Dios que crea todo, sino que se manifiesta como el Verbo salido eternamente de Dios, su origen y su Padre. Un ángel no hubiese sido capaz de ello, porque los ángeles no pueden morir; era necesaria la «palabra de la cruz» (1 Co 1,18) para desvelar el misterio último y definitivo de Dios: que El es amor, un amor que llega hasta la muerte, hasta el abandono en la muerte de su Amado por excelencia, por amor al mundo (Jn 3,16). Ninguna religión ha sido capaz de integrar, ni siquiera de lejos, esta Palabra que se expresó en forma humana. La verdadera religión no es ni el intento de convertirse uno mismo en Dios (mística), ni el de mantenerse en la distancia creatural con respecto a Dios (judaísmo, islam), sino el de conseguir la suprema unión con Dios precisamente sobre la base de la distinción permanente entre creador y criatura.

3. La segunda lectura resume esto muy claramente en una única "alabanza de la gloria de la gracia de Dios". La creación en la Palabra de Dios era desde toda la eternidad un plan de salvación para integrarnos, a nosotros los hombres, y con nosotros al mundo entero, en la filiación del Hijo eterno, aunque esto tuviera que realizarse mediante la encarnación y la cruz (Ef 1,7). Resulta en cierto modo inconcebible que el apóstol pida para nosotros el Espíritu Santo, a fin de que podamos comprender «cuál es la esperanza» a la que somos llamados por el Hijo; pues ningún hombre podría vislumbrar para sí un destino tan desmesurado. Sólo el Espíritu de Dios, que ha sido derramado en nuestros corazones, nos hace capaces de tal osadía: la de considerarnos «herederos» de toda la «riqueza de gloria» de Dios. Todo pensamiento debe convertirse aquí en un himno de acción de gracias.

HANS URS von BALTHASAR
LUZ DE LA PALABRA
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 28 s.


24.

Frase evangélica: En el principio ya existía la palabra»

Tema de predicación: EL PROYECTO DE DIOS

1. Según el prólogo de Juan, el proyecto creador de Dios es comunicar luz y vida, y para dar testimonio de ellas es enviado Juan Bautista, el mensajero de Dios. A la luz se opone la mentira, y a la vida la muerte. Frente a una parte de la humanidad que acoge este proyecto, se sitúa otra que lo rechaza de plano, dominada por las tinieblas y la muerte.

2. El mismo Dios que crea el mundo se manifiesta en Jesús. La obra de Jesús es coronación de la actividad creadora de Dios. A Dios no se le descubre en la ley, sino en la creación y en la vida, ya que comunica vida por amor. Por consiguiente, es bueno lo que favorece la vida.

3. Por medio de la palabra y del Espíritu nace toda criatura. Modelo de todo ser nacido es Jesús, mensaje de Dios a la humanidad. Lo contrario de Dios son las tinieblas y la mentira. La vida precede a la verdad: es la luz que guía e ilumina a todo ser humano. El oficio de la palabra es dar vida, antes que comunicar la verdad. Precisamente Jesús es el dador de la vida y, como consecuencia, revelador de la verdad total.

REFLEXIÓN CRISTIANA:

¿Valoramos acertadamente la vida?

¿Creemos que toda la vida procede de Dios?

CASIANO FLORISTAN
DE DOMINGO A DOMINGO
EL EVANGELIO EN LOS TRES CICLOS LITURGICOS
SAL TERRAE.SANTANDER 1993.Pág. 102 s.


25.

Frase evangélica: «La Palabra era Dios»

Tema de predicación: LA INHABITACIÓN DE DIOS

1. El evangelio de Juan empieza con un prólogo cuya idea central es que Jesús es la revelación de Dios venida en la carne. De ahí que «la Palabra» sea la expresión más adecuada para referirse a ello. Con Jesús comienza la nueva creación. La expresión «acampó» significa que en Jesús ha tenido lugar la presencia de Dios entre nosotros.

2. La inhabitación de Dios en la humanidad se manifiesta a través de una serie de signos: la nube, la gloria, el templo... Pero, al no ser el pueblo judío fiel a la presencia de Dios, queda destruido el templo. Su ruina es signo de una nueva inhabitación, por medio de la conversión, en un corazón nuevo y lleno de justicia. Con el anuncio del ángel a María se hace realidad el nuevo templo de Dios.

3. De acuerdo con la tradición sapiencial, con la revelación llegan al mundo la luz y la vida, es decir, la salvación y la gracia. La luz es transparencia, nitidez, honradez, verdad... La vida es germinación, plenitud, felicidad, justicia...

REFLEXIÓN CRISTIANA:

¿Dónde encuentra el pueblo a Dios?

¿Creemos que Dios habita entre nosotros?

CASIANO FLORISTAN
DE DOMINGO A DOMINGO
EL EVANGELIO EN LOS TRES CICLOS LITURGICOS
SAL TERRAE.SANTANDER 1993.Pág. 250


26.

- SABIDURÍA-PALABRA

Este es el canto de entrada: "Un silencio sereno lo envolvía todo, y, al mediar la noche su carrera, tu Palabra todopoderosa, Señor, vino desde el trono real de los cielos" (Sb 18,14-15). Este fragmento del libro de la Sabiduría nos sitúa en la onda de la celebración de hoy. Continuamos la contemplación del misterio de Navidad. Y lo hacemos desde dos puntos de mira.

Pongamos la atención en la primera lectura. El Sirácida nos ofrece un retrato personificado de la Sabiduría. Creada antes del tiempo, es eterna; "Habita en Jacob, sea Israel tu heredad": en Sión se estableció, entre los hombres. La liturgia hace de la Sabiduría un tipo de Jesucristo, la Palabra hecha carne. La identifica el evangelio, el mismo de la misa del día de Navidad, que es el prólogo del evangelio de Juan: "Y la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria". Esta es la gloria de la humillación del Hijo de Dios que, "dejando el trono real", se ha hecho como nosotros; y, dando su vida en una muerte de cruz, "descendió a los infiernos" (Símbolo de los Apóstoles). La gloria "propia del Hijo único del Padre" (evangelio) que lo resucitó el tercer día de entre los muertos, lo ha subido al cielo y lo ha sentado a su derecha, de donde vendrá a juzgar a vivos y muertos (Credo); esta gloria la hemos contemplado en el misterio de Navidad, en los primeros pasos del Hijo de Dios en nuestro mundo (movidos por el silencio de la noche, el silencio del universo, que es como Dios hace elocuente su hablar). Pedimos esta misma gloria en la oración colecta: "que la tierra se llene de tu gloria". Poco a poco nos acercamos al segundo punto de mira de la celebración de hoy: la Palabra de Dios se ha hecho uno de nosotros para que para Dios seamos hijos en el Hijo, Jesucristo.

- NOS ELIGIÓ ANTES DE LA CREACIÓN DEL MUNDO

Es el plan de salvación. Dios nos eligió para que fuéramos santos, irreprensibles a sus ojos. Es el Espíritu Santo quien nos hace descubrir la Sabiduría de Dios. Él nos conforma a imagen del Hijo. Veamos cómo, por medio de la Encarnación, entramos en el misterio de la Santísima Trinidad. El Padre nos ama desde siempre, y no desfallece en su amor; a pesar de nuestra infidelidad, tanto nos ama que nos envió a su Hijo único; por nosotros, este Hijo se rebajó hasta aceptar la muerte, y una muerte en cruz, y nos redimió; el Espíritu marca en nosotros la imagen del Hijo, de manera que el Padre, al mirarnos, pueda ver en nosotros a su propio Hijo. Esta es la revelación, la esperanza a la que Dios mismo nos ha llamado. Por eso Pablo pide que el Padre "nos dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo, e ilumine los ojos de vuestro corazón" (2a lectura).

Él es la sabiduría, el Verbo encarnado. Dios acampó entre nosotros. Dios con nosotros (Emmanuel) es padre, como el padre de la parábola. Para él, a imagen de su Hijo, somos hijos. Depende de cómo nos situemos como hijos, sabremos qué padre tenemos. Dios ya se ha situado, ahora nos toca a nosotros. "Vino a su casa y los suyos no la recibieron" (evangelio). No se trata sólo de la división entre creyentes y no creyentes. También de la oposición entre los rincones de luz y los de tinieblas que pueden haber en cada uno de nosotros. Aquellos que acogen la Palabra, son palabra para los demás. El Cordero se hace luz (cf. Ap 21,23) porque él es la luz de los creyentes (colecta). Y los creyentes son luz para nuestro mundo: manifiestan la gloria de Dios al mundo entero.

JORDI GUARDIA
MISA DOMINICAL 1998/01 13-14


27.

En medio de las fiestas navideñas, hoy es un día que resulta un poco raro. Después del día de Navidad, el domingo pasado fue la fiesta de la Sagrada Familia; el jueves Año Nuevo y la fiesta de la Madre de Dios; el martes será la Epifanía, el día de los Reyes; y el próximo domingo será el Bautismo del Señor. Pero hoy no, hoy sólo es domingo.

- Cada domingo, convocados por Jesús resucitado

Y como es domingo, estamos aquí reunidos. Como todos los domingos del año. Es el día principal de la semana, el día en que nos reunimos para celebrar lo más grande: que Jesús, muerto por amor, ha resucitado y vive para siempre, y nos convoca como su familia. Todos recordamos aquellas escenas que leemos en el tiempo de Pascua. Jesús que, el domingo de Pascua, se hace presente en medio de los discípulos reunidos y algo atemorizados y les da su paz y su Espíritu. Y el apóstol Tomás que no estaba y no se lo quiso creer. Y el siguiente domingo, que Jesús vuelve a presentarse entre los suyos, invita a Tomás a creer y nos dice a todos nosotros, los cristianos de todos los tiempos, aquella bienaventuranza: "Dichosos los que crean sin haber visto". Desde aquellos dos primeros domingos, los cristianos, la comunidad de los creyentes, la Iglesia, no ha dejado nunca de reunirse. Semana tras semana. Para celebrar la fe y la alegría de seguir a Jesucristo. Para escuchar su Palabra y alimentarnos de su Cuerpo y su Sangre. Por eso hoy, en medio de las fiestas de Navidad, en este domingo que no es ninguna celebración especial, estamos aquí reunidos. Y nuestro encuentro nos ha de servir para entender algo más, y vivir un poco más, nuestra unión con Jesús, aquella proximidad tan intensa que los apóstoles vivieron el día de Pascua.

- Dios hecho hombre: un camino de Belén al Calvario

De hecho, la Navidad -esta Navidad que estamos celebrando con alegría estos días- es el primer paso, el comienzo de un camino. Dios se hace presente en medio de nosotros. Dios viene a vivir nuestra misma vida, pero toda entera: Dios no es sólo la ternura de un niño, es toda una vida humana hecha de entrega, de servicio, de anuncio esperanzado, de fidelidad, de invitación al seguimiento, de amor a los pobres... una vida que acabará en la cruz y que brillará en la resurrección.

Hoy, en este domingo, en el evangelio que acabamos de proclamar, hemos escuchado palabras que nos recordaban esta vida entera de Jesús. Este evangelio nos ha hecho adentrarnos en la profundidad de Dios que es amor, y que quiere llenar el mundo de su Luz y su Vida. Y que por eso, ha venido en medio de nosotros, y se ha hecho hombre, carne de nuestra carne. Se ha hecho hombre y en su camino humano, en el pueblo de Israel, ha habido personas que lo han reconocido y lo han acogido, y, en cambio, otras lo han rechazado hasta matarlo. Pero nosotros -decía el evangelista-, los que hemos tenido la suerte de creer en él, los que hemos aceptado que su camino es el único camino que vale verdaderamente la pena, tenemos el gozo de poder sentirnos hijos de Dios.

- Vida unida a Jesús, vida resucitada

En él, en Jesús, en este hombre como nosotros, carne de nuestra carne, nosotros hemos reconocido la gloria de Dios, hemos encontrado el amor del Padre, la gracia y la verdad del Dios que nos ama. En ningún otro sitio podemos encontrar a Dios. Sólo en Jesús. Sólo en este Jesús que nace como un niño débil en Belén, sólo en este Jesús que anuncia la Buena Noticia por los caminos de Palestina, sólo en este Jesús que muere en la cruz.

Por eso hoy, en este domingo del tiempo de Navidad, nuestra Eucaristía está llena del gozo de Pascua. Y ahora, cuando dentro de unos momentos recibamos el alimento del Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, este alimento que nos une a su muerte y resurrección, experimentaremos profundamente que nuestra vida humana, y toda vida humana que quiera vivir con amor -incluso, aunque no conozca a Jesús o no se sienta atraída por él- es vida de Jesús, vida de Dios. Es vida resucitada. Es vida nueva de Pascua.

EQUIPO-MD
MISA DOMINICAL 1998/01 17-18