46
HOMILÍAS MÁS PARA LA FIESTA DE TODOS LOS SANTOS
(19-28)

19.

Frase evangélica: «Vuestra recompensa será grande» 

Tema de predicación: LA SANTIDAD 

1. «Santos», por antonomasia, son Dios, tres veces Santo, Jesucristo, el Santo de Dios, y  el Espíritu de Dios, «Espíritu Santo». Pero Dios comunica su santidad al pueblo. En el  Antiguo Testamento son santos los justos, y en el Nuevo Testamento lo son los testigos.  Denominamos «santa» a la persona admirable, ejemplar y generosa (da lo que tiene), que  sabe perdonar (reconcilia), que obra con justicia y libertad (el reino es su causa), que vive la  cercanía de Dios (dialoga con El) y que siempre reacciona evangélicamente ante la vida y  ante la muerte (sus valores son los de Jesús). En plural, los santos son modelos propuestos  por la Iglesia como intercesores entre el pueblo y Dios, a los cuales se venera y que son  capaces de ayudar o conceder favores. Nunca deberían, sin embargo, desplazar a  Jesucristo.

2. La fiesta de hoy no es propiamente de los santos «oficiales», sino de aquellos que, sin  corona ni altar, son dichosos según las bienaventuranzas, porque son pobres, sufridos,  pacientes, misericordiosos, honestos, pacíficos e incomprendidos. Por esta razón se  proclaman las bienaventuranzas en la festividad de los santos.

3. Las bienaventuranzas son siempre admiradas y paradójicas, deseadas y difíciles de  cumplir. Constituyen la quintaesencia del evangelio: son la verdadera buena noticia. Causan  estupor e irritación en los ricos, apegados al dinero, al poder y al prestigio. En cambio, en los  pobres de humilde corazón despiertan admiración y alegría. Según esta fiesta, para ser  santo hay que ser bienaventurado de acuerdo con la proclamación de Jesús.

REFLEXIÓN CRISTIANA:

¿Está pasada de moda la santidad o discurre por otra vía? 

¿Nos creemos de verdad las bienaventuranzas? 

CASIANO FLORISTAN
DE DOMINGO A DOMINGO
EL EVANGELIO EN LOS TRES CICLOS LITÚRGICOS
SAL TERRAE.SANTANDER 1993.Pág. 318


20. SANTOS/QUIENES-SON:

FIESTA DE FAMILIA 

"Los santos, nuestros hermanos"... "los mejores hijos de la Iglesia"... "en ellos encontramos  ejemplo y ayuda para nuestra debilidad"... son tres frases del prefacio de hoy.

Toda la celebración tendría que invitar a la alegría de una fiesta de familia. Hermanos  nuestros, hermanas nuestras, de nuestra raza. Personas como nosotros, que han tenido los  mismos oficios y las mismas dificultades y que han seguido a Cristo, han intentado vivir  según su Evangelio y ahora gozan de la plenitud de la vida en Dios, con un gozo inefable del  que ni nos podemos hacer idea.

Sería bueno que en algún momento se hiciera alusión a los santos de la propia parroquia  o capilla, empezando por la Virgen, los apóstoles, el patrono, la patrona, algún santo  señalado por su cercanía histórica o geográfica, o por la especial devoción que goza en el  lugar.

También se podría valorar hoy el buen sentido que tiene el que los cristianos llevemos el  nombre de un Santo o Santa; es un símbolo de pertenencia a la misma familia y de unidad de  camino y destino.

ÉXITO DE CRISTO Y DE SU ESPÍRITU, GLORIA DE LA IGLESIA 

En un mundo como el nuestro, en que no abundan ni las noticias positivas ni los ejemplos  de valentía ni los modelos de vida coherente, vale la pena subrayar lo que representan los  santos. La visión optimista del Apocalipsis -144.000: personas de toda raza y condición, de  toda nación y edad- nos llena de orgullo y estímulo. Ellos sí que nos proporcionan motivo  evidente de fiesta.

Los santos no han sido ángeles o héroes de otro planeta: son personas que han vivido en  este nuestro mundo, en tiempos nunca fáciles, con dificultades iguales o mayores que las  nuestras ("vienen de la gran tribulación"), poco ayudados generalmente -como nosotros- por  el ambiente. Pero son personas que han querido realizar en su vida el plan de Cristo, en  medio de sus defectos y dudas. Han amado. Han vivido. Han trabajado.

Todos ellos son un regalo del Espíritu a la Iglesia, o incluso a la humanidad. Hayan sido o  no importantes, hayan dejado grandes obras o fundado familias religiosas, o hayan vivido  sencillamente, desconocidos de todos menos de Dios. Porque hoy celebramos a los santos  canonizados y a los innumerables no canonizados, pero que gozan de Dios. Todos ellos son  el éxito de Cristo: cada uno a su modo han realizado el proyecto pascual de Cristo y ahora  gozan de su plena Vida.

LAS BIENAVENTURANZAS Y LA LLAMADA A LA SANTIDAD 

Cada uno en sus circunstancias concretas, como mártires o como papas, como niños,  jóvenes o mayores, como monjes o nuestros, como laicos o como obispos, como reinas o  como amas de casa, doctores de la Iglesia o legos campesinos, los santos han tomado en  serio eso que nos propone el evangelio y que el mundo no acaba de creer: las  bienaventuranzas: la humildad, la apertura a Dios, la pureza de corazón, los sentimientos de  misericordia, el trabajo por la paz, la entereza ante las dificultades...

La Virgen y los santos nos demuestran que es posible el Evangelio en todos los ambientes  y tiempos imaginables. Por ello esta fiesta nos anima a seguir también nosotros el camino  que conduce a la plenitud. No hace falta hacer milagros ni dejar escritos tratados admirables. 

La mayoría de los que hoy celebramos no hicieron nada de esto, fueron "normales", y  seguramente débiles: pero dijeron "sí' a Dios y mantuvieron ese "sí" en la vida de cada día,  con una opción fundamental de amor que no se interrumpía ni siquiera con los defectos y  caídas. Y hoy son la mejor gloria de la comunidad cristiana y participan ya de la felicidad  plena de Cristo. Son un ejemplo cercano y una ayuda fraterna para nosotros en nuestro camino cristiano. 

Lo que faltan no son ideas, sino personas que las encarnen y se presenten como modelos.  Por eso los recordamos cada vez en nuestra Eucaristía: son de nuestra misma familia. Ellos y  nosotros formamos la Iglesia que peregrina por este mundo hacia la existencia definitiva:  ellos nos están señalando ya el destino, con un tono de esperanza, después de habernos  dado ejemplo de cómo hay que recorrer el camino.

J. ALDAZABAL
MISA DOMINICAL 1991, 15


21. FT/ORIGEN

El origen de la solemnidad de Todos los Santos 

El origen de la celebración colectiva de todos los santos hay que buscarlo tanto en la  piedad popular hacia los mártires como en la reflexión teológica posterior a la celebración de  los natalicios de los mismos. A partir de la segunda mitad del siglo lV, el calendario de Nicomedia señalaba para el  viernes de la octava de Pascua la fiesta de "todos los santos confesores".

En Roma, el emperador Focas entregó el Panteón, templo pagano de la ciudad dedicado a  los dioses, al papa Bonifacio lV, el cual trasladó allí numerosas reliquias de mártires y, a  principios del siglo Vll, lo dedicó a "santa María, y a los Mártires". Más tarde, se amplió el título dedicatorio: "A la Virgen y a todos los santos". Así se fue  extendiendo paulatinamente esta solemnidad a toda la Iglesia y, finalmente, el papa Gregorio  IV dispuso que se celebrara el primero de noviembre.

Celebramos en una sola festividad los méritos de todos los santos 

A lo largo del año litúrgico vamos celebrando solemnidades, fiestas y memorias de  aquellos hermanos nuestros que la Iglesia reconoce como modelos de perfección cristiana y  que llama "santos".

Los santos son aquellos cristianos que han sobresalido de una manera extraordinaria por  su virtud o que se han configurado plenamente a Cristo por el sacrificio martirial. Cuando celebramos un santo, celebramos esta configuración plena con Cristo que acaece  por la donación generosa de la vida por el Evangelio y alcanza su perfección en la  resurrección futura, cuando se manifieste plenamente nuestra filiación divina.

En las celebraciones de los santos celebramos sobre todo la santidad de nuestro Señor  Jesucristo que se ha realizado en grado extraordinario -heroico- en estos hermanos nuestros  que ya han llegado al término de su peregrinaje por este mundo. Pero, con esta afirmación,  no negamos que, en el transcurso de la historia, haya habido muchos otros hombres y  mujeres merecedores del mismo reconocimiento, pero que la Iglesia no ha proclamado  públicamente ni ha propuesto de una manera oficial como modelos de perfección cristiana.

Es cierto que la santidad es esencialmente una: la que nos comunica la gracia de Dios que  actúa en nosotros. Ahora bien, nuestra correspondencia a la gracia hace que ésta se  desarrolle en cada uno de nosotros de una manera diferente. Esto es lo que nos describe  con toda la plasticidad, el colorido, la luz y la vida de un retablo la primera lectura que  acabamos de escuchar. ¡Regocijémonos, hermanos! La fiesta de Todos los Santos, que hoy celebramos, llena de  gozo a toda la Iglesia. Esta muchedumbre inmensa de hermanos nuestros que, pasando por  una vida llena de dificultades, como la nuestra, han sabido abandonarse en las manos de  Cristo Jesús, ahora, gracias a El mismo, gozan ya de la misma vida divina, ven a Dios tal cual  es y cantan con voz potente por toda la eternidad las alabanzas del Dios que es Vida.

Y las palabras de Jesús que concluyen el evangelio nos dan también el tono de la fiesta  que celebramos: "Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa sera grande en el  cielo". Este es,pues, el ambiente que debe caracterizar nuestra celebración: un ambiente de  fiesta, de gozo, de fraternidad, de plegaria, de acción de gracias y, en definitiva, un ambiente  de fiesta grande familiar, porque sabemos que ya están con Dios aquellos hermanos  nuestros que son para nosotros ejemplo y ayuda certísima.

La primera lectura terminaba planteándonos un interrogante: "¿Quiénes son, y de dónde  han venido?"  El evangelio nos da la respuesta: son aquellos que, sintiéndose pobres, han acogido la  Buena Nueva con el corazón limpio. Los bienaventurados de que nos habla Jesús son todos aquellos que ya no esperan nada  de este mundo y que, en cambio, se abren totalmente al Dios que "derriba del trono a los  poderosos y enaltece a los humildes", que "a los hambrientos los colma de bienes".

Estas palabras de Jesús y, sobre todo, la actitud que reclama suponen una inversión de  los valores que el mundo tiene como principales. Esta es la fiesta de hoy: celebrar la santidad humana recibida de Jesús. Y esta celebración  nos exige individual y comunitariamente el compromiso con el Evangelio, dirigido a todos los  hijos del Reino. Que por la intercesión de todos los santos, hermanos nuestros, podamos llegar también  nosotros a la santidad, que es la plenitud del amor de Dios, la manifestación plena de la  filiación divina.

ALVAR PÉREZ
MISA DOMINICAL 1991, 15


22.

Hoy las tres lecturas iluminan la realidad que celebramos: el misterio de esa multitud  innumerable de personas que ya gozan de Dios y siguen en comunion con nosotros. 

Ya que la fiesta cae este año en domingo, la deberíamos celebrar con mayor expresividad.  Toda la celebración -desde el canto de entrada- debe rezumar alegría y optimismo. En algún  momento cabría aludir a los santos más cercanos: por ejemplo los que vemos cada día en  los altares o en las vidrieras de nuestra iglesia. Aunque sea más amplia la intención de la  fiesta: celebramos también a los no canonizados.  Estaría bien que, en torno a esta fiesta, leyéramos las páginas que dedica el Catecismo al  artículo del Credo "Creo en la comunión de los Santos": CIC 946-962. 

lNVITACIÓN AL OPTIMISMO

En un mundo como el nuestro, en que hay tanto déficit de alegría y optimismo, en que a  veces incluso uno llega a pensar si la vida tiene sentido, la fiesta de hoy nos invita a tener  ánimos. La visión poética del Apocalipsis nos asegura que este camino que seguimos,  creyendo y viviendo como Cristo, tiene razón de ser. 

Nos habla de una muchedumbre incontable de personas que, a lo largo de la historia, han  dicho "sí" a Dios. El número 144.000 es simbólico: 12 por 12 por 1000, la plenitud de las  doce tribus de Israel; y además, una multitud inmensa de toda raza y condición. Todos han  llegado a su madurez y al triunfo definitivo. Lo que empezó ya aquí abajo (vida, amor,  felicidad) lo experimentan ahora en su verdad última. Como nos dice san Juan, ahora lo ven  todo tal como es: sobre todo su destino de hijos. 

El horizonte está teñido de esperanza. Somos invitados a mirar hacia delante y alegrarnos  porque los planes de Dios se cumplen en muchos. Nuestra contabilidad -que tal vez peca de  raquítica y tímida- no coincide, por lo que se ve, con la de Dios. Hoy celebramos a los santos  canonizados, conocidos y venerados en la Iglesia, pero también a los no canonizados, los  que no constan en nuestras listas, pero sí en las de Dios. Personas que, en medio de  dificultades, han sabido ser fieles a Dios y vivir como nos enseñó Cristo: hombres y mujeres,  sacerdotes y casados, niños y mayores, obispos y obreros, misioneros y madres de familia,  familiares nuestros y personas para nosotros totalmente desconocidas. 

EL CAMINO DE LAS BIENAVENTURANZAS

Lo común de todos ellos lo señala el evangelio: han seguido, cada uno en su siglo y en su  ambiente, el camino de las bienaventuranzas: la humildad, la disponibilidad, la pureza de  corazón, la misericordia, los sentimientos de paz, el hambre de verdad y justicia, la entereza  ante las tentaciones. El ejemplo de la Virgen María -hoy, cómo no, al frente de todos los  Santos- es transparente: "He aquí la sierva del Señor: hágase en mí según tu palabra". 

Este camino de las bienaventuranzas, el camino de la felicidad que nos propone Jesús -en  muchas ocasiones contrario al que nos propone el mundo- lo han seguido millones y millones  de personas: esos hermanos nuestros a quienes hoy festejamos. No porque todos hicieron  milagros ni escribieron obras maravillosas, sino porque vivieron con sencillez y generosidad  su vida cristiana de cada día. Son de nuestra familia. No fueron necesariamente héroes, sino  personas normales, y no les resultaría fácil vivir en cristiano. El Apocalipsis dice que "han  venido de la gran tribulación", porque seguramente les costaría lo mismo que a nosotros,  pero ahora están en la plena fiesta y comunión con Dios, porque fueron fieles. 

ÉXITO DE CRISTO Y DE SU ESPÍRITU

Si es fiesta para la Iglesia la existencia de estas personas que han triunfado en lo  fundamental, también lo es para Cristo. ¿No es su mayor éxito que a lo largo de los siglos  tantos millones de personas hayan creído en él y hayan aceptado hasta las últimas  consecuencias su plan de vida? Los santos son el mejor fruto de la Pascua, y su felicidad es  la felicidad del mismo Cristo, del "Cristo total". 

Además, ahora que estamos terminando "el año del Espíritu" en nuestro camino al Jubileo,  está bien recordar que los Santos -conocidos o no- son un don del Espíritu a su Iglesia y a la  Humanidad: personas que nos han enriquecido con su ciencia, o con su entrega generosa, o  con su vida honrada en medio de la corrupción del mundo, o con el ejemplo callado y  meritorio de su amor. 

Estamos celebrando la fiesta de nuestros hermanos. Vale la pena que nos dejemos  iluminar y llenar de ánimos por su ejemplo. Y que le demos gracias a Dios porque nos sigue  regalando personas que nos devuelven la fe en la Iglesia y en la familia humana. El papa  Juan Pablo II se ha distinguido por el número de las beatificaciones y canonizaciones que ha  realizado: su intención -lo ha dicho más de una vez- es recordarnos cuántas personas han  seguido el evangelio y proponerlas, sobre todo a las iglesias más cercanas a ellas, como  modelos e intercesores. Y darnos así ánimos para que también nosotros sigamos el mismo  camino. Ellos nos señalan la meta, nos ayudan con su intercesión, nos demuestran que es  posible seguir el evangelio de Cristo, y nos dan ánimos en nuestra debilidad. 

J. ALDAZÁBAL
MISA DOMINICAL 1998, 14 5-6


23.

- "Una muchedumbre inmensa... " 

"Vi una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y  lengua, ...". Cada año, el día de Todos los Santos, leemos en la primera lectura estas  palabras del libro del Apocalipsis. Y a buen seguro que nos hace ilusión.  Nos hace ilusión darnos cuenta de que el camino de Jesús, el camino de Dios, no es cosa  de unos cuantos, más bien pocos, excepcionales. Sino que es cosa de un gran gentío, de  hombres y mujeres, de niños y ancianos, como cada uno de nosotros, como cada uno de  nuestros parientes y amigos. Gente de una época concreta, de un país pequeño o grande,  con o sin estudios, de una manera de vivir parecida a la nuestra o que no se le parece en  nada, de una manera de entender el mundo, de una manera de hablar... 

Los mayores quizás recordáis de antes que, a veces, la predicación consistía en decirnos  que había muchos que se condenaban, y que debíamos vigilar para no ser de estos, que  nos debíamos esforzar mucho para escaparnos de la condenación eterna. Y, en cambio,  resulta que las lecturas de hoy nos lo plantean completamente al revés: nos dicen que hay  muchos que están para siempre delante de Jesús y delante de Dios, compartiendo su  felicidad. Y Jesús, en el evangelio, hoy nos recuerda, una vez más, que su mensaje es  precisamente esto: una llamada a la felicidad que se dirige a todo el mundo, un anuncio que  afirma que podemos ser felices, y que todos pueden serlo, y que la manera de serlo es  querer caminar por su camino. 

- Los santos, el fruto de la salvación de Jesús 

Si ahora tuviésemos la ocasión de mirar por un momento por el ojo de la cerradura del  cielo (dejádmelo decir así) podríamos ver, realmente, esta gran diversidad de salvados.  Veríamos algunos muy conocidos (canonizados o no), hombres y mujeres que han seguido  a Jesús de una manera que nos resulta especialmente admirable y que nos estimula en  nuestro propio seguimiento; veríamos también a otros que no conocemos, pero que si nos  explicasen su vida nos darían una gran sorpresa, viendo la fidelidad con que han seguido a  Jesús en el anonimato; también encontraríamos gente quizás no tan admirable, pero que en  su camino sencillo y pecador han sabido responder en cada ocasión a las llamadas de  salvación que Jesús les hacia; igualmente encontraríamos a los que no tuvieron la suerte de  conocer el Evangelio o de sentirse atraídos hacia él, pero que en cambio también fueron  fieles al amor que el Espíritu derrama en el corazón de todo el mundo; y encontraríamos  también, aunque quizá algo avergonzados, a los salvados de última hora, los que el dueño  de la viña no quiso dejar fuera de su campo y los llamó a trabajar, aunque fuese sólo un  poco, al final de todo, tomando el último tren. 

Si mirásemos por el ojo de la cerradura del cielo nos encontraríamos con todos estos y  muchos más. Todos estos son el fruto de la salvación de Jesús, el resultado de la fuerza del  amor y de la vida que él ha sembrado en nuestro mundo. Todos estos son los que hoy  celebramos. Y, celebrándolos a ellos, celebramos esta obra maravillosa que Jesús ha  realizado en nuestro mundo, esta obra maravillosa que es el designio amoroso de Dios,  desde antes de los siglos, sobre la humanidad entera. 

- Vivir nosotros este mismo camino 

Así pues, lo primero que hoy debemos hacer es celebrar la vida y el amor de Dios que se  ha derramado en nuestro mundo. Y la segunda, desear ser también dignos receptores de  esta vida y de este amor. Desear, en definitiva, seguir el camino de tantos hermanos y  hermanas nuestros que ahora están para siempre delante de Dios. Desear vivir su misma  santidad.  El camino nos lo señala el mismo Jesús en el evangelio: los pobres, los que lloran, los  sufridos, los que tienen hambre y sed de la justicia, los misericordiosos, los limpios de  corazón, los que trabajan por la paz, los perseguidos por causa de la justicia y por causa de  Jesús. Este es el camino de la santidad, este es el camino para ser feliz. Y hoy todos  deberíamos preguntarnos: ¿dónde tengo el corazón? ¿es por este camino que busco la  felicidad, o es por otros? 

Ahora celebraremos la Eucaristía. Ahora nos alimentaremos de Jesús, nos alimentaremos  con aquel alimento que es la fuerza de todos los que queremos seguirle. Que él nos haga  tener el corazón siempre abierto a Dios y a los hermanos, para poder vivir siempre su  felicidad. 

EQUIPO-MD
MISA DOMINICAL 1998, 14 9-10


24.

Apocalipsis 7, 2-4.9-14:

El Apocalipsis o “Revelación" se escribió hacia los años 90 a l00  d.C. Se redactó con el fin de dar animo y avivar la esperanza de las comunidades cristianas  de Asia Menor, sometidas a cruel persecución bajo el gobierno del emperador Domiciano. La  Liturgia de hoy, fiesta de Todos los Santos, quiere ver en ese "gentío inmenso, imposible de  ser contado, vestidos de blanco y con palmas en las manos", a la multitud de hombres y  mujeres que a través de los siglos han seguido con fidelidad a Jesucristo y a quienes  podemos llamar verdaderamente "santos". 

I Juan 3, 1-3:

Juan recuerda a la Iglesia primitiva el principio fundamental de la vida  cristiana: "Dios es nuestro Padre común, todos somos sus hijos y, por tanto, todos somos  hermanos unos de otros". Dios ha tomado la iniciativa en el camino del amor: Él nos amó  primero.

Mateo 5, 1-12a:

Por lo común se ha pensado que el sermón de la montaña se reduce a la  enumeración de las ocho bienaventuranzas o "macarismos". Pero no es así. El sermón de la  montaña es la promulgación de la nueva Ley, la Ley del Amor, y abarca los capítulos quinto,  sexto y séptimo del evangelio de Mateo. Jesús, después de enumerar las bienaventuranzas,  va tomando cada mandamiento de la antigua ley, ley mosaica, y lo reformula llevándolo a la  perfección y al compromiso integral. Jesús no es un simple reformador; viene a dar a la Ley  su verdadero sentido y a perfeccionarla: "no vine a suprimir la ley, sino a darle su forma  definitiva" (Mt 5,17)

Es evidente en este texto el paralelismo y el contraste con la promulgación de la antigua  Ley en el éxodo (Ex 19 y 20). Ambas alianzas se realizan en un monte, lugar sagrado  conforme a la cultura judía. Éxodo coloca la promulgación en el monte Sinaí; Mt en un monte  in-nominado: "Jesús, al ver a toda esa muchedumbre, subió al monte" (Mt 5, 1). (Lucas sitúa  la promulgación en un llano). 

La promulgación del Sinaí acontece rubricada con signos espectaculares que infunden  terror: nubes, fuego, relámpagos, truenos y temblor de tierra. El pueblo no debe acercarse al  monte so pena de morir. En cambio, en Mateo, Jesús "sube a la montaña con sus discípulos  y mucha gente", se sienta en medio de ellos y comienza a hablar. No hay temor alguno, todo  es serenidad; es la era de la Nueva Alianza, basada en el amor. 

En el éxodo Moisés no puede mirar el rostro de Dios: "...porque no puede verme un ser  humano y seguir viviendo" (Ex 35,20 ). En Mateo, Jesús habla al pueblo "cara a cara".  Los Mandamientos de la Ley Antigua tienen formulaciones negativas:" No matarás, no  robarás, no jurarás en falso...". Los mandamientos de la nueva Alianza tienen en cambio  formulaciones positivas: porque son el ejercicio del amor. Frente al "no matarás" Jesús dice:  "Amen a sus enemigos, oren por sus perseguidores" (Mt 5, 44). Frente al "no robarás", Jesús  dice :"Al que te pide la túnica entrégale el manto" (Mt 5, 40), "Da al que te pida algo" (Mt 5,  42). Frente al "no jurarás", Jesús dice: "Digan sí cuando es sí, y no cuando es no" (Mt 5, 37). 

El mismo Jesús introduce la formulación de cada uno de sus mandamientos con estas  palabras que indican la diferencia y el contraste: "Ustedes han oído que se dijo a los  antepasados... ahora yo les digo..." (Mt 5, 21.27.31.35.38.43.44, etc.). Nos ha sucedido que aprendimos de memoria en el catecismo los mandamientos de la Ley  Antigua, Ley Mosaica, pero nadie nos enseñó ni nosotros hemos aprendido los  mandamientos de Jesús. Aquellos eran los preceptos de la Ley Judía; los de Jesús son los  mandamientos de la Ley cristiana, cuyo centro y razón es el amor. 

A la luz de todo el capítulo quinto de Mateo podemos entender mejor y con más claridad la  Bienaventuranza : "Felices los que tienen espíritu de pobre, porque de ellos es el Reino..."  Respecto de los bienes materiales la ley antigua nos dice :"No robarás", es decir: respeta los  bienes ajenos. Pero la Ley Nueva, la ley de Jesús, nos manda "compartir con los demás lo  que tenemos". "Al que te pide la túnica, dale el manto" (Mt 5, 40). "Den y se les dará" (Lucas  6, 38). Es la ley de la fraternidad que relativiza las categorías de "lo mío" y "lo tuyo", e  implanta la práctica de "lo nuestro". El compartir, la comunitariedad de bienes es el primer  signo del Reino. Por eso puede afirmarse: "Felices los pobres porque de ellos es el Reino".

Las bienaventuranzas, por ser la expresión de la vivencia de los valores del Reino, no se  pueden entender de forma individualista y pietista, o en una práctica intimista: yo solito con  mi Dios. Al contrario, es en el ámbito de lo comunitario donde tienen verdadera razón de ser. 

Así, por ejemplo, "Bienaventurados los que lloran", no tiene sentido si se pretende darle un  valor individual. Son felices aquellos que compadecen, es decir: que padecen con el otro,  que acompañan y comparten el sufrimiento del otro, no los que simplemente le tienen  lástima. Es en ese compartir el dolor donde se encuentra la presencia de Dios, actuante en  la comunidad. 

Tampoco podemos situar las recompensas y premios que se anuncian en las  bienaventuranzas para realizarse sólo en un más allá después de la muerte. El Reino tendrá  ciertamente su plenitud más allá, pero comienza aquí, en este mundo; es para construirse  acá, y ya se realiza acá. Y es acá, en una sociedad fraterna, en un mundo de hermanos,  donde seremos consolados, donde poseeremos la tierra comunitaria, donde seremos  reconocidos como hijos de Dios, donde experimentamos ya realmente el Reinado de Dios,  aunque no sea total, claro está. 

Cuando se introduce la causa de beatificación de algún cristiano es indispensable  comenzar por la declaración de “heroicidad de las virtudes". Esta declaración pretende  demostrar que dicho cristiano ha practicado la caridad, es decir, el amor cristiano, en grado  heroico. La santidad se estima tal si está garantizada por la práctica del amor auténtico. Dice  la Madre Teresa de Calcuta: "Si quieres aprender a amar tienes que dar hasta que duela". El  Amor, es decir, la entrega no de cosas sino de la persona, no se puede obtener sino con  sacrificio. Amor y dolor siempre van juntos. 

Hoy, fiesta de todos los Santos, se lee y se proclama este texto de la Bienaventuranzas  para enseñarnos que solamente viven la fe cristiana auténtica aquellos que acogen en  plenitud el proyecto de Jesús, que es el Reino de Dios. Reino que implica vivir en caridad  fraterna, en justicia, en igualdad, tratándonos como hermanos, porque somos hijos de un  mismo Padre, luchando porque este Padre sea universalmente reconocido en una efectiva  fraternidad universal.

Así vamos construyendo el Reino, la Nueva Sociedad que Dios espera de nosotros. La  santidad cristiana no es fruto de una ascética humana (aunque sea muy religiosa); la  santidad cristiana (la que reveló Jesús) es siempre una "santidad-por-el-Reino". El santo es  un "consagrado" al Reino. El que lo dejó todo por entregarse a Dios y a su Proyecto. 

SOMOS EN ULTIMA INSTANCIA

Somos, en última instancia,
el Reino que nos es dado
y que hacemos cada día
y hacia el que, anhelantes, vamos.

(Pedro Casaldáliga, El tiempo y la espera)

Para la conversión personal

-Mi deseo de santidad, ¿me cierra en mí mismo o me abre a los demás?

-¿Es mi concepto de santidad una "santidad-por-el-Reino"?

Para la reunión de comunidad o grupo bíblico.

-¿Cómo entendemos en la actualidad la primera bienaventuranza “Bienaventurados los  pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos?

-¿Cómo pueden ser felices los que sufren, lloran o padecen la injusticia? 

-¿Qué sentido tienen las bienaventuranzas en un mundo que espontáneamente busca los  valores contrarios?

-¿Qué relación tienen las ocho Bienaventuranzas con el resto del “sermón del monte” (Mt  5-7)

-La espiritualidad clásica acentuaba hasta la saciedad que al final "el que se salva sabe, y  el que no, no sabe nada"; es decir, que lo absolutamente principal era "salvarse" objetivo al  que debían tender todos los seres humanos; luego, una vez asegurado ese mínimo, venía un  objetivo al alcance de los cristianos más selectos, que era la consecución de la santidad...  Pronunciarse sobre estos planteamientos. 

Para la oración de los fieles

-Por todos los hombres y mujeres, de todas las religiones del mundo, que se sienten  poderosamente atraídos por Dios y deciden consagrar su vida enteramente a su búsqueda y  a su amor: para que Dios, que se deja invocar más allá de cualquier nombre o rostro  concreto, se les haga accesible y colme sus deseos de santidad, roguemos al Señor.

-Por todos los que buscan la santidad por caminos esotéricos, hechos de "preceptos  humanos" que poco tienen que ver con la voluntad revelada de Dios; para que ajustemos  todos nuestros criterios de santidad al criterio del evangelio, expresado en las  bienaventuranzas y la construcción del Reino anunciado por Jesús...

-Para que la comunidad cristiana viva las bienaventuranzas proclamadas por Jesús en este  mundo que en muchos casos busca los valores contrarios, y para que se sienta con ello  verdaderamente feliz, bienaventurada... 

-Para que los seguidores de Jesús superemos nuestra fijación a la ley mosaica, y  examinemos también nuestra conciencia por las bienaventuranzas, verdaderos  "mandamientos" del nuevo Moisés, Jesús...

Oración comunitaria Oh Dios, Padre y Madre de todos los hombres y mujeres del mundo, que nos llamas a ser  santos como sólo Tú eres santo; danos tu Espíritu, para que nos ayude a buscar la santidad  por ese camino concreto que nos has revelado: Jesús, tu Hijo, anunciador y luchador del  Reino, que vivió en plenitud las bienaventuranzas que proclamó, bienaventuranzas que  también a nosotros nos han de hacer santos y bienaventurados. Por el mismo Jesucristo N. 

SERVICIO BIBLICO LATINOAMERICANO


25.

Somos hijos de Dios, por lo tanto, seremos semejantes a Dios.  Llamada a la santidad.  Los pobres son bienaventurados no porque Dios quiera la pobreza, sino porque tienen a  Dios por garante. 

1. Apenas comenzaron los cristianos a extenderse se precipitó la persecución del Imperio  Romano contra ellos. Necesitaban ánimo y consuelo y Juan, en su Apocalipsis, se lo  proporciona. Los que han seguido a Jesús, llegados de todas las partes del universo,  triunfan, porque han vencido en la prueba: "Ví una muchedumbre inmensa. Oí el número de  los marcados: ciento cuarenta y cuatro mil, de todas las tribus de Israel... Estos son los que  vienen de la gran tribulación, que han lavado y blanqueado sus mantos en la sangre del  Cordero" Apocalipsis 7,2. 

2. Juan describe poéticamente el mundo de los creyentes en número simbólico de plenitud  total: doce mil, correspondiente a la multiplicación por mil del número de las doce tribus de  Israel. Allí "las hermosas flores blancas de la vírgenes, las resplandecientes flores de los  doctores, los encarnados claveles de los mártires", en expresión de San Juan de la Cruz. 

3. "Mirad qué amor nos ha tenido el Padre, para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!"  1 Juan 3,1. Somos la obra excelsa de su amor. No sólo nos ha creado, sino que también nos  ha recreado, nos ha engendrado. Nos ha adoptado como hijos suyos, por su Hijo, por su  Sangre, hemos recibido la redención, el perdón de los pecados. Trataré de explicarlo con  sencillez: Un hombre es escultor. Y esculpe una imagen de niño. Es el creador de ese niño,  que se convierte en una criatura suya. El escultor quiere esa imagen. La la hecho él. A él le  debe la existencia. Ese mismo hombre otra vez, engendra a un hijo. Los dos son suyos, obra  suya. Aquella imagen del niño, obra hermosa, pero muerta. Este niño, persona viva. ¡Qué  diferencia! ¿A cuál de los dos niños amará más ese hombre: al niño imagen, o al hijo  persona viviente?. Pero sigamos: Un hombre puede engendrar hijos, que tendrán su misma  naturaleza, serán hombres. Pero Jesús nos ha dicho que Dios es nuestro PADRE. Y ahora  viene lo inefable. Engendrar es el origen de un viviente procedente de otro viviente de la  misma naturaleza. El padre que ha engendrado a un hijo, no lo ha hecho en virtud de la  técnica del escultor que ha fabricado la imagen de un niño, sino en fuerza de su poder vivo..  La imagen en madera de un niño no es de la misma naturaleza humana del escultor. Pero el  hijo vivo, sí es un hombre. Al decirnos el Hijo de Dios, que Dios es nuestro Padre, nos está  diciendo que somos dioses, porque el Padre es el que engendra. Pero Dios es DIOS y  nosotros somos hombres. No podemos ser hijos naturales de Dios. Sólo podemos ser hijos  por adopción. Pero, ¡alto! Porque el sentido de adopción jurídico de atribución gratuita de los  derechos de hijo a un extraño, es puramente exterior, y la adopción divina es un cambio  interior esencial y real, que nos hace partícipes de la misma naturaleza de Dios, y hermanos  del Hijo Natural de Dios, Jesucristo. Y herederos con El de su gloria eterna. En el rosal  silvestre, o escaramujo, de nuestra naturaleza humana, el Espíritu Santo ha hecho un injerto  de su divinidad. Este es el misterio, pero real, que deberíamos tener más presente. ¡Somos  hijos de Dios. "¡Insolente! -dijo la princesa hija del rey francés a su doncella: -¿no sabes que  soy la hija del rey?- Y vuestra Alteza, ¿no sabe que yo soy hija de Dios?". Si somos hijos,  somos amados, por Dios, que ama, incondicionalmente y sin límites. "Este es mi hijo muy  amado, en quien me complazco" (Mt 3,17). El Padre nos ama. Lo que han experimentado los  místicos, no es exclusivo de ellos. La diferencia entre los místicos y los que no lo son, no está  en la realidad, sino en la experiencia. Cada cristiano puede vivir la dulzura de la vivencia de  San Juan de la Cruz: "¡Dios ocupado en halagar, acriciar y causarle deleite al alma como si  fuera una madre que amamanta a sus hijos dándoles vida de su misma vida, mientras los  besa y los llena de ternuras". Aquí se cumple lo de Isaías: "Llevarán en brazos a sus  criaturas y sobre las rodillas las acariciarán; como un niño a quien su madre consuela, así os  consolaré yo" (Is 66,12) (Cántico espiritual leído hoy). Si somos hijos de Dios, estamos  llamados a abrirnos a su amor. El mundo no nos conoce, no percibe esta realidad, pero  nosotros, viviendo las bienaventuranzas, les convenceremos de que nuestras actitudes  vitales no tienen sentido si Dios no es nuestro Padre. Por ser hijos suyos, debemos ser  santos como El, que es bueno y cuida y mima a todos los seres que ha creado. Los hijos  tienen los rasgos de sus padres. En eso consiste la santidad, que siendo obra de Dios,  implica una unión muy íntima con El que nos hace vivir según el retrato suyo, que nos ha  entregado en las bienaventuranzas y que de antemano ha vivido Jesucristo, nuestro  Hermano Mayor (Mateo 5,1). Y que viviremos en la patria definitiva con Todos los Santos,  donde viviremos en la vida de la Trinidad, amaremos en el amor de la Divinidad, veremos las  maravillas de la Santidad, y gozaremos de los consuelos, alegrías y júbilos de Dios. 

4. Al enseñar Jesús las Bienaventuranzas da un cambio al Antiguo Testamento, y proclama  el espíritu nuevo que debe regir la conducta de los creyentes. Y aunque anuncian la felicidad  futura, su desarrollo y cumplimiento transforma las personas y sanea ya el ambiente del  mundo y lo va haciendo más humano. En el Antiguo Testamento la riqueza era la bendición  de Dios, y la pobreza, el dolor y las lágrimas, eran el castigo de Dios. Es la línea que recorre  todo el libro de Job, contra la que el mismo Job se subleva, por que se considera inocente, y  por tanto, no merecedor de los males que le han sobrevenido. Pero Jesús proclama la dicha  de la pobreza de los anawim, confiada y abandonada a Yahve, la dicha de la mansedumbre  de los pobres de Yahve; la alegría de los que lloran, de los que tienen hambre de santidad,  de los misericordiosos y los perseguidos por el Reino, a quienes El enjugará todas las  lágrimas y aliviará todos sus cansancios. La bienaventuranza de los pobres, no es un  imperativo duro de presente, sino una esperanza gloriosa de futuro: "No temas, Abraham; yo  soy tu escudo, y tu paga será abundante"(Gn 15,1). La bienaventuranza de los pobres en  todos los sentidos, viene garantizada porque Dios está de su parte, que no va a permitir que  triunfen los tiranos sobre las víctimas, el mal sobre el bien, el pecado sobre la santidad. Por  esta bienaventuranza, Dios se ha comprometido a compensar el dolor y la  humillación de todos los hombres fracasados, machacados, derrotados, que vivieron sin ver  el fruto de su dolor y agonía,lucha y desamparo, como su Hijo Jesucristo. 

5. No es que Dios quiera que seamos pobres. Se ha entendido mal el sentido de esta  bienaventuranza y se sigue sin comprender. La dicha de los pobres consiste en que Dios se  hace garante de la misma. Por la limitación de un mundo finito donde existe el mal y el  pecado, el mismo pecado de los hombres y la limitación de la materia, producirá pobres,  esclavos, sujetos que padecerán la injusticia y que serán humillados y maltratados:  "Atropellemos al justo que es pobre, no nos apiademos de la viuda ni respetemos las canas  venerables del anciano; que se nuestra fuerza la norma del derecho, pues lo débil no sirve  para nada. Acechemos al justo que nos resulta incómodo..., nos echa en cara nuestros  pecados, nos reprende nuestra educación errada"... (Sab 1,16). Como Dios es Padre de  todos, queriendo que todos sus hijos sean felices, no aplaude las desigualdades humanas,  como unos padres que tienen varios hijos, y unos son pobres y otros gozan de buena  posición, quieren que aproximadamente sean todos iguales, pero si no lo consiguen por la  maldad de los hijos, ellos se comprometen a ayudar a los más necesitados. "Siempre habrá  pobres entre vosotros", dijo Jesús. Porque entre vosotros reina el mal. El mal, el pecado, es  la causa de la pobreza y de la injusticia. Pero los que lo padecen, y Dios no quiere que lo  padezcan, serán defendidos, apoyados, auxiliados y compadecidos por Dios. Ese es el  sentido de la bienaventuranza de la pobreza. La voluntad de Dios es que haya un  aproximada igualdad entre todos sus hijos, porque a todos ama. Lo que no quiere Dios es  que unos pocos sean muy ricos, mientras muchísimos sean pobres. Pero sin Cristo, los ricos  serán cada vez más ricos, y los pobres cada vez más pobres. Por eso, dichosos , no sólo los  pobres de dinero, sino todos aquellos incomprendidos, los aparcados incluso por la misma  institución; los que soportáis las consecuencias de la envidia; los que os habéis tenido que  abrir puertas nuevas cuando todas se cerraban a vuestra generosidad creativa, y, cuando  con vuestro esfuerzo en solitario veis crecer vuestra viña joven, suscitáis los celos de los que  por un afán compulsivo necesitan destruir lo que ellos no han sabido ni conseguido, y sufrís  tristes y abatidos y solos y apartados, devorando sinsabores y tragándoos las lágrimas en  vuestra soledad, porque Dios está a vuestro lado y se ha comprometido a enjugar vuestras  lágrimas. Santa Teresa que decía de sí misma: ¡qué mala suerte tengo!, vivía en la  protección de Dios, que la hacía madre fecunda y de maltratada pasó a ser maestra y  doctora. 

6. El Concilio ha dicho con claridad: "Todos los cristianos de cualquier condición y  estado...son llamados por el Señor a la santidad" (LG 11), plenitud de la vida cristiana,  perfecta unión con Cristo, fuente de toda gracia y santificación, e iniciador y consumador de  la santidad: "Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto" (Mt 5,48). Sed limpios  de corazón, sin doblez, sinceros, veraces y leales, sin mentiras ni trampas. No abandonéis a  vuestros vecinos en la desgracia; preferid pasar por ingenuos, antes que pasar por encima  de los demás para obtener éxito. Dios no nos injerta en él para que nos quedemos "enanos",  sino para que consigamos el pleno desarrollo y demos mucho fruto. No ha depositado en el  surco de nuestra persona por el sacramento del bautismo una semilla para que quede  infecunda , sino para que crezca, se desarrolle y madure. 

7. Quienes han gastado su vida encaminando a los demás hacia el Reino; los que han  tenido misericordia y han hecho el bien a todos, sin distinción de clases, ni de colores, ni de  asociaciones, ni de instituciones, esos son los santos, que se diferencian de los paganos en  que éstos hacen el bien y encumbran a los suyos, a los que les pueden corresponder  pagándoles los favores. "Tu, cuando invites, invita a los pobres que no te pueden invitar a  tí"...(Lc 14,13). 

8 "Estos son los que han buscado al Señor, y lo han encontrado. Los que tenían manos  inocentes y puro corazón; por eso han recibido la bendición del Señor y les ha hecho justicia  el Dios de salvación" (Salmo 23)4 . En ellos "se ha manifestado ya que son hijos de Dios y  son semejantes a Dios, porque le ven tal cual es" (1 Juan 3, 1). "En ellos Dios manifiesta al  vivo ante los hombres su presencia y su rostro, y nos habla y nos ofrece un signo de su  reino, hacia el cual somos atraídos poderosamente con tan gran nube de testigos que nos  envuelve (Heb 12,1) y con tan gran testimonio de la verdad del evangelio" (LG 50). 

9. Hoy damos gracias a Dios por sus santos. Por formar parte de esa inmensa familia que  afirmamos en el Credo: Creo en la comunión de los santos. A ellos estamos unidos y ellos  son nuestros modelos e intercesores que hoy nos miran felices, radiantes y misericordiosos,  con una mirada activa y creativa. 

10. Al honrarles hoy, adoramos la santidad de Dios que les ha hecho santos, "la salvación  es de nuestro Dios y del Cordero", y nos los da como testigos que nos ayudan en la lucha  por la mansedumbre, la humildad, la generosidad, la aceptación de la voluntad de Dios. 

11. Así como la sangre que circula por nuestros miembros físicos nos unifica, el Espíritu  Santo que vive en todos los miembros de la Iglesia nos une a todos. En la comunión de la  eucaristía nos encontraremos con ellos, porque ellos viven con Cristo, y la Cabeza no se  puede separar de los miembros. Unidos a ellos, alabemos a Dios por Cristo, corona de todos  los santos, y pidámosles, porque somos débiles, que nos socorran con sus oraciones para  que lleguemos a gozar de su compañía en el cielo, cuando seamos semejantes a Dios. A Él  la gloria y el honor por los siglos de los siglos. Amén. 

J. MARTI BALLESTER


26.

- Roma, el testimonio de los mártires Ya se acerca el año del Jubileo y será ocasión de muchas peregrinaciones a Roma. Por  eso la fiesta de hoy nos puede ayudar a recordar y a celebrar lo que Roma tiene de más  grande.

La fuerza, la grandeza, el intenso valor cristiano que tiene esa ciudad no nace,  ciertamente, de sus monumentos y de su belleza, aunque es mucha. Ni nace de sus iglesias,  que los cristianos visitamos con fe y con gozo. Ni nace, tampoco, del hecho de que allí resida  el papa, que es su obispo y a la vez punto de referencia para toda la Iglesia.

La fuerza, la grandeza, el valor de Roma para los creyentes viene del hecho de que, en los  inicios de la predicación evangélica, allí, en esa ciudad que entonces era la capital del  imperio que dominaba el mundo, un buen grupo de hombres y mujeres vivieron su fe y la  transmitieron en condiciones muy dificiles. Y allí, por fidelidad a Jesucristo, entregaron su  vida.

Muchos de sus nombres son conocidos. Los primeros, los dos grandes apóstoles, Pedro y  Pablo. Y después, muchos otros que podemos recordar y de quienes quizás llevamos el  nombre: Inés, Lorenzo, Sebastián, Cornelio, Clemente... Y aún muchos más que no  conocemos, anónimos, y que murieron igualmente porque creían firmemente en Jesucristo, y  eso superaba en valor cualquier otra cosa.

- Los santos, estimulo de fidelidad cristiana Hoy, fiesta de Todos los Santos, aprovechamos para recordar aquellos primeros mártires.  Aquellos hombres y mujeres que el imperio romano se quiso quitar de en medio porque  hablaban de un Dios que no quería que ningún hombre dominara sobre los demás hombres,  que decía que tenemos la misma dignidad de hijos, que reclamaba amor y entrega  personal...

En aquel imperio donde el emperador exigía sumisión absoluta como si de un dios se  tratara, en aquel imperio donde dominaba la ley del más fuerte y donde con frecuencia se  consideraba la compasión como un comportamiento propio de gente de pocas luces y  espíritu débil, el Dios de los cristianos era un estorbo, y la predicación del Evangelio de  Jesucristo un peligro público. Y muchos murieron por mantenerse fieles a ese Evangelio. En  Roma -y si vamos allíl sin duda dedicaremos un tiempo a rezar recordando su testimonio-, y  también aquí, entre nosotros: el obispo Fructuoso, el diácono Vicente, la joven Eulalia...

Después de ellos, muchos otros hombres y mujeres han vivido la misma fidelidad. Algunos,  también hasta el martirio. Otros, con una vida cristiana entregada, dedicada totalmente a  Dios y a los demás. Y hoy, en este día solemne, los recordamos de una manera especial.  Los recordamos todos a la vez, porque todos ellos son signo de que la obra de Cristo  continúa, de que la fidelidad de Jesucristo hasta la muerte ha dado fruto, y fruto abundante.  Y también los recordamos porque son un estimulo para todos nosotros: nos va bien, nos  anima, ver cómo tantos hombres y mujeres han sido capaces de vivir tan a fondo el  Evangelio.

- Recordemos a los santos, en la oración y la acción de gracias Ahora, después de estas palabras mías, y antes de empezar la liturgia de la Eucaristía,  haremos como siempre unos momentos de reflexión y de silencio. Aprovechémoslos, cada  cual, para recordar el testimonio de los santos. Fijémonos por ejemplo, si nos sirve, en el  santo de quien llevamos el nombre. O en este o aquel otro santo o santa que nos resulta  especialmente atractivo por lo que hizo, por la manera como vivió la vida cristiana. Y  pidámosle que nos ayude a vivirla también intensamente, muy de veras, en nuestras propias  circunstancias.

Y después, cuando pongamos encima de la mesa el pan y el vino, y empecemos la  plegaria eucarística, unámonos de todo corazón a la acción de gracias a Dios porque por  medio de Jesucristo ha abierto entre nosotros un camino de vida, de amor, de fidelidad, de  alegría para siempre. Unámonos como comunidad cristiana, y unámonos con todos los  santos y santas. Para caminar, como ellos, hacia la vida de Dios.

EQUIPO-MD
MISA DOMINICAL 1999, 14 11-12


27.Nexo entre las lecturas

La solemnidad de todos los santos nos ofrece una liturgia rica en contenido, en simbolismo y en profundidad doctrinal. El libro del Apocalipsis presenta uno de los pasos más consoladores de la Escritura. Se nos habla del tiempo presente como el tiempo del perdón, el tiempo que hay que "imprimir el sello de Dios en la frente de todos sus siervos", el tiempo de la predicación evangélica, de la misión. En un segundo momento el apóstol contempla el cielo, ve una multitud inmensa que "ha lavado sus vestiduras en la sangre del cordero", han pasado por la "gran tribulación". Son los santos que, después de su gesta terrena, adoran eternamente a Dios en el cielo (1L). El evangelio nos muestra el camino de la santidad: las bienaventuranzas. Quien practica la doctrina de Cristo y sigue sus huellas, es bienaventurado: es puro de corazón, es manso, sabe sufrir por la justicia, llora, es pobre de espíritu. Este es el camino de la felicidad verdadera. Es el camino para dar Gloria a Dios y para salvar a las almas (Ev). Podemos tener esperanza, a pesar de las apariencias tristes de este mundo, porque el Señor nos ha amado y nos ha llamado a ser sus hijos. Nos ha llamado con una vocación santa para darle gloria y vivir eternamente con Él en el cielo (2L).


Mensaje doctrinal

1. La visión de la Apocalipsis. Es preciso que nos detengamos a considerar brevemente las características de la visión de los últimos tiempos que nos ofrece el apóstol. Juan presenta al Ángel venido de Oriente, lugar de donde llega la salvación, que, llevando el sello de Dios, grita con voz potente a otros cuatro ángeles para que no dañen la tierra. Se trata de dar tiempo para que todos los "siervos de nuestro Dios reciban el sello sobre su frente". En realidad, se trata de una visión teológica del tiempo presente. Del tiempo de la espera de Dios, del tiempo del perdón, del tiempo en el que es necesario extender el Reino de Cristo hasta los confines de la tierra; es el tiempo para poner sobre la frente de los siervos de Dios el sello que los distingue. Así, nuestro tiempo terreno es el tiempo para evangelizar, para anunciar la buena nueva, para bautizar, para llamar a todos a la convocación de nuestro Dios y Señor. La vida de cada uno de nosotros tiene un tiempo determinado y cada uno de los momentos de la misma tiene un valor específico. Cada momento me propone un rasgo concreto de mi donación. A través de esos momentos voy yo construyendo mi poción en la historia de la salvación. Así, el tiempo terreno revela todo su valor: es la preparación de la liturgia celeste, de los coros angélicos y de los santos que alaban al Señor día y noche. Recorramos, pues, el tiempo presente con la conciencia de los tiempos futuros.


Ciertamente el tiempo presente es considerado también como "la gran tribulación". Desde el inicio de su evangelio, el apóstol Juan nos presenta la venida del Hijo de Dios hecho hombre como el inicio de un combate decisivo entre las tinieblas y la luz (la luz luce en las tinieblas). La vida terrena de Jesús es una vida de entrega a la voluntad del Padre para dar testimonio de la verdad. Él es una bandera de contradicción. Él será juzgado en los acontecimientos de la pasión por defender el amor y la verdad. Es la "gran tribulación". Sus discípulos no seguirán una senda diversa. También ellos serán juzgados y llevados a tribunales a causa del nombre de Jesús. Pero todos son purificados por la sangre del Cordero, la sangre de Cristo derramada en la cruz por nuestra redención.

Es muy instructivo contemplar las escenas del cielo que nos ofrecen pintores como el Giotto en la Capilla de los Scrovegni en Padua, o de Giusto de' Menabuoi, o del Beato Angélico. En ellas se distinguen, en orden jerárquico, todas las esferas de los santos que alaban a Dios. En primer lugar María Santísima, reina de los santos. A continuación los apóstoles, los mártires, los confesores etc. En todos ellos se descubre la alegría, danzan, cantan, se felicitan. Parece que tocan con sus manos la luz que emana del cielo. En sus rostros hay paz, alegría, serenidad. Muchos de ellos tienen instrumentos y parece que entonan himnos y cánticos inspirados (Cf. Ef 5,19). Ciertamente son pinturas, pero nos ayudan a penetrar con la fe esa realidad que supera todo lo que podemos esperar y que llamamos cielo, vida eterna, encuentro definitivo con Dios que es amor.

2. El amor con el que nos ha amado el Padre. El amor con el que Dios nos ama es una de las constantes en el pensamiento de san Juan. El apóstol hace memoria frecuentemente de este amor, para que los cristianos sientan el deseo de corresponder a tan grande amor... Y nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él. Dios es Amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él. (1 Jn 4, 16). Se trata, pues, de considerar el amor con el que el Padre nos ha amado, de forma que nos ha llamado Hijos de Dios y los somos en realidad. Por ello, el Verbo se encarnó, para manifestar el amor del Padre.

En un mundo transido por conflictos sociales, políticos, económicos; un mundo que ha visto el sucederse de genocidios en el siglo pasado; un mundo que se asoma temeroso al tercer milenio por el riesgo del terrorismo y la ruina de la civilización; en un mundo así, parece especialmente importante la predicación del amor del Padre; la predicación del triunfo del bien sobre el mal; la predicación de la necesidad de amar porque Dios nos ha amado y nos ha enviado a su Hijo en rescate de todos. En su último mensaje mundial de la paz, el 1 de enero de 2002, el Papa escribía:

"Ante estos estados de ánimo, la Iglesia desea dar testimonio de su esperanza, fundada en la convicción de que el mal, el mysterium iniquitatis, no tiene la última palabra en los avatares humanos. La historia de la salvación descrita en la Sagrada Escritura proyecta una gran luz sobre toda la historia del mundo, mostrando que está siempre acompañada por la solicitud diligente y misericordiosa de Dios, que conoce el modo de llegar a los corazones más endurecidos y sacar también buenos frutos de un terreno árido y estéril".
Juan Pablo II Mensaje para la jornada mundial de la paz 1 de enero de 2002.


Si nos preguntamos, pues, cuál es el camino de santidad que debe recorrer un cristiano, podemos responder: el camino de las bienaventuranza. Allí encontramos como la "carta magna" del cristianismo. En la bienaventuranzas encontramos la respuesta a la pregunta ¿Cómo ser cristiano? ¿Cómo serlo especialmente en este mundo tan conflictivo? El camino es de la pobreza de espíritu, de la mansedumbre, del sufrimiento tolerado por amor, el camino de la justicia y del perdón, el camino de la paz y concordia de corazones. ¡Qué tarea tan enorme y entusiasmante nos espera! ¡Que nada nos detenga en este camino de santidad, en este itinerario del cielo! Ahora es el tiempo de la salvación, ahora es el tiempo del perdón, ahora es el tiempo de la evangelización, no dejemos nuestras manos estériles u ociosas ante tan grande y hermosa tarea.



Sugerencias pastorales

1. La búsqueda de la santidad. La llamada a la santidad es una llamada universal. No se dirige sólo a los sacerdotes o religiosos o religiosas. No. Es una llamada universal que toca a todo cristiano. Toca a todo hombre que, en Cristo, ha sido llamado a formar parte de la Iglesia. La santidad no es el dedicarse a grandes rezos o sacrificios. La santidad es la comunión con Dios. La santidad es la obediencia filial y amorosa al Padre de las misericordias. Y a los santos los encontramos por todas partes. Están ciertamente los santos canonizados solemnemente por el Papa, pero se encuentra también ese ejército innumerable de santos que viven en sus hogares, en su trabajo, en sus familias, haciendo siempre y con amor la voluntad de Dios. Personas que por su humildad transmiten a Dios, llevan a Dios en el corazón, en su palabra y en su testimonio de vida. Sin ellos darse cuenta, difunden a Cristo, predican a Cristo, hablan de Cristo. Pensemos ahora en el caso, no infrecuente -especialmente en Italia-, de madres que prefieren llevar su embarazo adelante, a pesar de que eso pone en riesgo su vida. Pensemos en el caso de médicos que atienden gratis a miles de pacientes que no tienen con qué pagar en zonas rurales o de misión. Pensemos en el caso de maestros y maestras de escuelas primarias que han dado su vida entera a la enseñanza de sus alumnos sacrificando horas de esparcimiento y descanso personal. Todos conocemos casos de esta índole. Es fácil encontrarlos en cualquier latitud, pueblo y nación. Por eso, surge siempre la inquietud: ¿por qué no ser yo también santo? ¿Por qué no dejar paso abierto a Dios en mi vida? ¿Por qué no darle a Él, que es amor, el primer lugar en mi corazón?

Decía Amado Nervo:

Si amas a Dios, en ninguna parte has de sentirte extranjero,
porque Él estará en todas las regiones,
en lo más dulce de todos los países, 
en el límite indeciso de todos los horizontes.

Si amas a Dios, en ninguna parte estarás triste, porque,
a pesar de la diaria tragedia, Él llena de júbilo el universo.

Si amas a Dios, no tendrás miedo de nada ni de nadie,
porque nada puedes perder, y todas las fuerzas del cosmos
serían impotentes para quitarte tu heredad.

Si amas a Dios, ya tienes alta ocupación para todos
los instantes, porque no habrá acto que no ejecutes
en su nombre, ni el más humilde ni el más elevado.

Si amas a Dios, ya no querrás investigar los enigmas,
porque le llevas a Él, que es la clave y resolución de todos.

Si amas a Dios, ya no podrás establecer con angustia
una diferencia entre la vida y la muerte, porque
en Él estás y Él permanece incólume a través de
todos los cambios.


2. La santidad infantil. El 13 de mayo de 2000, el Santo Padre beatificó a Jacinta de Jesús Marto de 10 años de edad y a Francisco Marto de 11 años de edad. Son los niños de las apariciones de la Virgen de Fátima. Esta beatificación puso ante nuestros ojos una realidad estupenda: la santidad de los niños. Puesto que Dios se revela especialmente a los pequeños y a los sencillos de corazón, debemos tener por ellos un santo respeto. Ellos son capaces de un amor muy profundo por Jesús. No debemos, por ello, menospreciar su edad, capacidad de discernimiento y, en consecuencia, no debemos descuidar su formación cristiana; no debemos olvidarnos de la catequesis; Pongamos ante sus ojos modelos de santidad como los de santo Domingo sabio, Maria Goretti, los tres niños mártires de Tlaxcala y tantos otros. Ellos se sentirán animados a hacer grandes cosas por Dios y por los demás.

P. Octavio Ortiz


28. Amadísimos hermanos y hermanas: 

1. Celebramos hoy la solemnidad de Todos los Santos. En la luz de Dios recordamos a todos los que han dado testimonio de Cristo durante su vida terrena, esforzándose por poner en práctica sus enseñanzas. Nos alegramos con estos hermanos y hermanas nuestros que nos han precedido, recorriendo nuestro mismo camino, y que ahora, en la gloria del cielo, gozan del premio merecido.


Estos son los que, según la expresión del Apocalipsis, "vienen de la gran tribulación:  han lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero" (Ap 7, 14). Han sabido ir contra corriente, acogiendo el "sermón de la montaña" como norma inspiradora de su vida:  pobreza de espíritu y sencillez de vida; mansedumbre y no violencia; arrepentimiento de los pecados propios y expiación de los ajenos; hambre y sed de justicia; misericordia y compasión; pureza de corazón; compromiso en favor de la paz; y sacrificio por la justicia (cf. Mt 5, 3-10).

Todo cristiano está llamado a la santidad, es decir, a vivir las bienaventuranzas. Como ejemplo para todos, la Iglesia indica a los hermanos y hermanas que se han distinguido en las virtudes y han sido instrumentos de la gracia divina. Hoy los celebramos a todos juntos, para que con su ayuda crezcamos en el amor a Dios y seamos "sal de la tierra y luz del mundo" (Mt 5, 13-14).

2. La comunión de los santos supera el umbral de la muerte. Es una comunión que tiene su centro en Dios, el Dios de los vivos (cf. Mt 22, 32). "Dichosos los muertos que mueren en el Señor" (Ap 14, 13), leemos en el libro del Apocalipsis. Precisamente la fiesta de Todos los Santos ilumina el significado de la conmemoración de Todos los fieles difuntos, que celebraremos mañana. Esta es una jornada de oración y de profunda reflexión sobre el misterio de la vida y la muerte. "Dios no hizo la muerte" -afirma la Escritura-, sino que "todo lo creó para que subsistiera" (Sb 1, 13-14). "La muerte entró en el mundo por la envidia del diablo, y la experimentan los que le pertenecen" (Sb 2, 24).

El Evangelio revela cómo Jesucristo tenía un poder absoluto sobre la muerte física, que consideraba casi como un sueño (cf. Mt 9, 24-25; Lc 7, 14-15; Jn 11, 11). Jesús sugiere que hay que tener miedo de otra muerte:  la del alma, que a causa del pecado pierde la vida divina de la gracia, quedando excluida definitivamente de la vida y de la felicidad.

3. Por el contrario, Dios quiere que todos los hombres se salven (cf. 1 Tm 2, 4). Por eso envió a la tierra a su Hijo (cf. Jn 3, 16), para que todos los hombres tengan vida "en abundancia" (cf. Jn 10, 10). El Padre celestial no se resigna a perder a ninguno de sus hijos, sino que quiere que todos estén con él, y sean santos e inmaculados en el amor (cf. Ef 1, 4).


Santos e inmaculados como la Virgen María, modelo eminente de la humanidad nueva. Su felicidad es plena, en la gloria de Dios. En ella resplandece la meta a la que todos tendemos. A ella le encomendamos a nuestros hermanos difuntos, en espera de encontrarnos con ellos, en la casa del Padre.

Juan Pablo II
Angelus-Meditación del jueves 1-XI-2001