19 HOMILÍAS MÁS PARA LA FIESTA DE LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR
(14-19)

 

14. COMENTARIO 1

JESÚS, JUDÍO POR LOS CUATRO COSTADOS

«Al cumplirse los días de su purificación conforme a la Ley de Moisés, llevaron al niño a la ciudad de Jerusalén para presentarlo al Señor (tal como está prescrito en la Ley del Señor: Todo primogénito varón será consagrado al Señor) y ofrecer un sacrificio (conforme a lo mandado en la Ley del Señor: Un par de tórtolas o dos pichones)» (2,22-24). José y María siguen integrando a Jesús en la cultura y religión judías. Pretenden cumplir con él todos los requisitos que manda la Ley, a la par que purificarse la madre de su impureza legal (nótese la triple mención de la Ley).

La madre, después de dar a luz, quedaba legalmente impura: debía permanecer en casa otros treinta y tres días. El día cuarenta debía ofrecer un sacrificio en la puerta de Nicanor, al este del Atrio de las Mujeres. Por otro lado, todo primogénito varón debía ser consagrado a Dios (Ex 13,2.12.15) para el servicio del santuario y rescatado mediante el pago de una suma (Nm 18,15-16). Lucas no menciona rescate alguno. Habla, en cambio, del sacrificio expiatorio de los pobres (Lv 12,8) ofrecido para la purificación.



EL PUEBLO ACUDE AL TEMPLO EN ESPERA DE LA LIBERACION DE ISRAEL

Para un buen judío, el templo era el lugar más apropiado para las manifestaciones divinas. Lucas, sin embargo, ya nos ha dejado dicho que la aparición del ángel Gabriel a Zacarías en el recinto más sagrado del templo, el santuario, a la hora de la oración matutina, en lugar de asentimiento había suscitado incre­dulidad; por el contrario, la gran noticia de que fue portador el mismo Gabriel a una muchacha del pueblo, cuando ésta se ha­llaba en su casa, sin que se diga que estaba orando, había encon­trado plena acogida.

Mediante la primera pareja, Zacarías/Isabel, Lucas ha queri­do describir la situación religiosa de Israel, vista desde la perspec­tiva de los responsables de mantener la alianza que Dios había hecho con Abrahán y que había renovado por medio de los profetas (Judea/sacerdote/santuario). A pesar de la completa y humanamente insalvable esterilidad de la religión judía, Dios, fiel a sus compromisos, ha intervenido en la historia de su pueblo para que diera un fruto, el fruto más preciado que podía dar la religiosidad judía: Juan, asceta y profeta.

Lucas se ha servido de una segunda pareja todavía no plena­mente constituida, María/José, para enmarcar el nacimiento del Hijo de Dios en la historia de la humanidad. A pesar de que María estaba sólo desposada con José y de que todavía no con­vivían juntos, fruto de la íntima colaboración entre Dios y una muchacha del pueblo, en representación ésta del Israel fiel, pron­to para el servicio solícito hacia los demás, pero sin gran arraigo religioso (Nazaret/Galilea), ha tenido un hijo: Jesús, el Mesías de Israel y Señor de toda la humanidad.

Ahora Lucas quiere completar la descripción con una tercera pareja, Simeón/Ana, cuyo único lazo de unión es el hecho de confluir en el templo en el preciso instante en que van a presentar a Jesús; ambos son profundamente religiosos, pero a pesar de su edad avanzada mantienen viva la esperanza de una inminente liberación de Israel: representan al pueblo que, a pesar de la incredulidad de sus dirigentes (representados por la primera pareja), sigue acudiendo al templo con la esperanza de ver rea­lizado su sueño de liberación (cf 1,10.21). A través de estos dos personajes, presentados ambos como profetas, Lucas reúne en el momento de la presentación de Jesús en el templo las dos líneas que había trazado en los cánticos de Zacarías y de María.



DICHOSOS LOS DE MIRADA TRANSPARENTE PORQUE VERAN SU LIBERACION

«Pués mira, había en Jerusalén un hombre llamado Simeón -un hombre por cierto justo y piadoso- que aguardaba el consuelo de Israel, y el Espíritu Santo descansaba sobre él» (2,25). El foco («mira») se ha fijado en un nuevo personaje, representativo esta vez de la humanidad profundamente religiosa que procede con rectitud hacia los demás («un hombre», «hom­bre por cierto [lit. "y este hombre"] justo y piadoso»), real («Simeón», nombre propio muy común en el judaísmo), confiado en que el consuelo de Israel -su liberación- estaba en manos de la institución judía («en Jerusalén», en sentido sacral), al tiempo que contaba con la asistencia permanente («descansaba [lit. "estaba"] sobre él») del Espíritu Santo y había sido informa­do por éste de la inminente presentación del Mesías en el templo: «El Espíritu Santo le había avisado que no moriría sin ver al Mesías del Señor» (2,26).

«Impulsado por el Espíritu fue al templo. En el momento en que introducían los padres al niño Jesús para cumplir con él lo que era costumbre según la Ley, también él lo cogió en brazos y bendijo a Dios diciendo:


"Ahora, mi Dueño, puedes dejar a tu siervo
irse en paz, según tu promesa,
porque mis ojos han visto la salvación
que has puesto a disposición de todos los pueblos:
una luz que es revelación para las naciones paganas
y gloria para tu pueblo, Israel"» (2,27-32).


A diferencia de Zacarías, quien, inspirado por el Espíritu Santo en un momento puntual, entonó un cántico de liberación, aunque circunscrito al pueblo de Israel (cf. 1,67), Simeón actúa permanentemente movido por el Espíritu. Acude al templo, no para celebrar un rito (Zacarías 1,9) o para cumplir un precepto (los padres de Jesús, 2,27 [por cuarta vez se menciona su entera sumisión a la Ley: cf. 2,22.23.24]), sino movido por una inspira­ción divina.

Como en otro tiempo Abrahán (Gn 15,15), Jacob (46,30) y Tobías (Tob 11,9), «también él» podrá «irse en paz» porque ha visto realizado lo que esperaba. «Ahora» se corresponde con el «hoy» del ángel a los pastores (cf. 2,11): ya se ha inaugurado la etapa final de la historia humana. «Siervo/Dueño», mentalidad veterotestamentaria de respeto y sumisión a Dios; falta todavía un buen trecho hasta que este niño nos revele la nueva relación «Hijo/Padre». Simeón tiene los ojos tan aguzados, gracias a la permanencia en él del Espíritu Santo, que ha logrado penetrar en lo más hondo del plan de Dios: con su mirada profética ha logrado traspasar los limites estrechos de Israel e intuir que la salvación que traerá el Mesías será «luz» en forma de «revela­ción» para los paganos, liberándolos de la tiniebla/opresión que los envuelve (Is 42,6-7; 49,6.9; 52,10, etc.), y de «gloria» para el pueblo de Israel (46,13; 45,13).



EL ESTANDARTE IZADO EN LO ALTO COMO SIGNO DE CONTRADICCION

Ante la incomprensión de los padres del niño en todo lo que hace referencia a su futura función mesiánica (se anticipa la incomprensión de que será objeto Jesús entre los suyos), Simeón, dirigiéndose a la madre y usando el mismo lenguaje de María en el cántico, revela que Jesús será un signo de contradicción y que esto lo llevará a la cruz: «Mira, éste está puesto para caída de unos y alzamiento de otros en Israel, y como bandera discutida -también a ti, empero, tus aspiraciones las truncará una espa­da-; así quedarán al descubierto los razonamientos de muchos» (2,34-35).

El foco, ahora, trata de atraer la atención de María, «la madre» (se excluye José, dejando entrever que éste habría ya muerto antes de que se produjeran estos hechos), sobre el gran revuelo que levantará en Israel la aparición de Jesús, su rechazo por parte de unos, para quienes se convertirá en tropiezo (Is 8,14), y su aceptación por parte de otros, para quienes se conver­tirá en cimiento o piedra angular (cf. Lc 20,17-18; Is 28,16), o -dicho con otra imagen (muy querida del evangelista Juan ([Jn 3,14; 8,28; 12,32.34])- el Mesías será izado en forma de señal o estandarte, al que unos darán la adhesión y otros rechazarán de plano (Is 11,12).

La idea del rechazo del hijo inclina a Lucas a proyectar, a modo de inciso parentético, el efecto de dicho rechazo sobre la madre, por personificar ésta el Israel fiel a la promesa: «tus aspiraciones (lit. "tu psyche [griego] / nephesh" [hebreo]) las truncará una espada», entendiendo por «espada» la muerte de su hijo (cf. Jn 19,25-27), con el fracaso de la salvación que de él se esperaba y la destrucción de Jerusalén por el ejército roma­no, que echará abajo para siempre la esperanza de una restaura­ción gloriosa. La cruz pondrá de manifiesto las perversas inten­ciones de muchos en Israel. Ya desde un principio se apunta que la misión de este niño no estará coronada de éxito, sino que representará un gran fracaso a los ojos de su pueblo.



VIRGEN, CASADA Y VIUDA: LA HISTORIA DE ISRAEL EN FASCÍCULOS

La figura femenina de Ana se corresponde con la masculina de Simeón, formando una pareja ideal (ambos son profetas): «Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Esta era de edad muy avanzada: después de su virgini­dad había vivido siete años con su marido y luego, de viuda, hasta los ochenta y cuatro años. No se apartaba del templo, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones noche y día» (2,36-37). La descripción es muy minuciosa, como corresponde a un per­sonaje representativo, al igual que lo era la de Simeón.

La cifra 84 es un múltiplo de 12 (12x7), alusión a las 12 tribus de Israel, mientras que el número 7 tiene, entre otros, valor de globalidad; asumiendo, además, que el período de vir­ginidad hubiese durado catorce años (dos septenarios), momento en que solía darse una hija en matrimonio, y que había vivido de casada siete años (otro septenario), su viudez habría durado sesenta y tres años (llenando los nueve septenarios restantes), es decir, tres cuartas partes de su existencia.

Mediante las tres etapas de la larga vida de Ana, traza Lucas los períodos más importantes (tres es marca de totalidad) de la vida del pueblo de Israel representada por ella: «virginidad», cuando Dios pactó con ella una alianza y la tomó por esposa; «casada con su marido», período de buenas relaciones de Dios con su pueblo; «viuda», por la ruptura de la alianza.

La alusión a la tribu de Aser, una de las diez tribus del norte, confirma el alcance de su representatividad. La mención de la «edad muy avanzada», situada ya en el límite, contrasta con la doble mención de la «edad avanzada» de Zacarías e Isabel (cf. 1,7.18). De una parte, Ana está muy arraigada al pasado (genea­logía) y a la institución judía (templo); de otro, por su calidad de «viuda», dice relación con el pueblo de Israel, que ha enviu­dado de su Dios, mientras que como «profetisa» lanza un grito de esperanza ante semejante desastre nacional.



¿LIBERACION NACIONAL O LIBERACION DE LOS OPRIMIDOS?

«Presentándose en aquel instante, se puso a dar gracias a Dios y a hablar del niño a todos los que aguardaban la liberación de Israel» (2,38). Tanto Simeón como Ana convergen en el pre­ciso momento en que Jesús es presentado a Dios en el templo. Simeón continúa la línea del cántico de María: «caída» de los opresores y «alzamiento» de los oprimidos por ellos; Ana, la de Zacarías: «la liberación de Israel» de los enemigos externos. Lucas logra así que se entrecrucen los contenidos de los himnos de María (Madre por la venida del Espíritu Santo sobre ella) y Simeón (hombre sobre el que reposa el Espíritu Santo) con los de Zacarías (inspirado por el Espíritu Santo) y Ana (profetisa). María-Simeón hablan del «auxilio» (1,54) / «consue­lo» (2,25) que Dios viene a traer a los pobres y humillados de Israel frente a los ricos y poderosos que lo oprimen; Zacarías-Ana, de la «liberación de Israel» (1,68) / «de Jerusalén» (2,38) por obra de Dios frente a los enemigos de fuera. Las dos tenden­cias están muy enraizadas en Israel y ambas cuentan con el respaldo del Espíritu Santo.

En su calidad de Salvador/Liberador, Jesús irá más allá: su muerte dejará perplejos a los que aguardaban la liberación/res­tauración de Israel (cf. 24,21; Hch 1,6; 3,21); su mensaje no se limitará a proclamar la liberación de los oprimidos frente a los opresores ni se circunscribirá a Israel, sino que creará una comu­nidad de hombres y mujeres libres que, siguiendo su ejemplo, se pongan al servicio de los demás. De momento, el Espíritu profético sigue la línea de los profetas del Antiguo Testamento. Será en Jesús donde el Espíritu Santo podrá desplegar plenamen­te toda su fuerza y dinamismo, sin las limitaciones inherentes a todo profeta, condicionado por la tradición patria.



VUELTA A LA REALIDAD COTIDIANA DE NAZARET

«Cuando dieron término a todo lo que prescribía la Ley del Señor, regresaron a Galilea, a su pueblo de Nazaret» (2,39). Se cierra así, mediante una inclusión (Galilea-Nazaret: 2,4 // 2,39), la prolongada –teológicamente hablando- estancia de Jesús y de sus padres en Judea (Belén-Jerusalén), durante un período de «cuarenta días» contando a partir del nacimiento del niño hasta su presentación en el templo, habida cuenta que «cuarenta» connota un período relativamente largo, completo y cerrado; en años, el de una generación. Por quinta y última vez se menciona el cumplimiento efectivo de la Ley por parte de los padres de Jesús. Un decreto del César ha puesto en marcha todo ese pro­ceso. Una vez terminado, regresan a Nazaret de Galilea, como quien cierra un largo paréntesis destinado a encuadrar el naci­miento de Jesús en las coordenadas nacionales y religiosas del judaísmo.



PRIMER COLOFON: INFANCIA DE JESUS RODEADA DEL FAVOR DIVINO

«El niño crecía y se robustecía, llenándose de sabiduría, y el favor de Dios descansaba sobre él» (2,40). Durante los primeros años de su vida (antes de alcanzar los doce años, momento de su presentación a Israel), Lucas subraya el crecimiento y afianza­miento del niño, en paralelo con el de Juan Bautista (cf. 1,80), pero acentuando su superioridad respecto al precursor. La sabi­duría va dando a Jesús una visión profunda sobre el plan de Dios. La presencia continua del favor divino indica una limpidez sin obstáculos. Jesús, que había nacido en la más completa mar­ginación, no se separa de su entorno familiar, mientras que Juan, que había visto la luz rodeado de sus familiares, parientes y vecinos, aguardó en el desierto el momento de su presentación a Israel.



COMENTARIO 2

El proyecto liberador de Dios presentado en la persona de Jesús de Nazaret, tiene como primeros receptores a la clase excluida y marginada de la sociedad israelita. Los pobres, los que no contaban, los que estorbaban, son los primeros a los que se les revela el misterio de Dios en su hijo Jesús. Simeón y Ana personifican, con su vida y con los ministerios que realizaban, a la sociedad judía que esperaba la redención y liberación del pueblo. Ellos son el ejemplo más vivo del Israel que esperó hasta el último momento la intervención de Dios en esta historia humana para hacerla más vivible, más justa, más equilibrada. La edad de Simeón y de Ana es testimonio también de la ancianidad en la que ha caído el pueblo de Israel en sus estructuras y en sus prácticas, en su religión y en su ley. Todo el modelo social y religioso judío necesitaba ser diseñado de forma diferente y por eso para los dos personajes de este relato evangélico -hombre y mujer- para estos dos ancianos, era necesario que alguien llegara a instaurar un tiempo nuevo y definitivo. Alguien que llegara a inaugurar el tiempo de Dios.

Ver a Jesús, encontrarse con él, tener contacto con su persona, con su palabra y con su obra nos debe llevar a comportarnos como Simeón. Encontrarnos con Jesús debe hacer de nosotros hombres y mujeres capaces de pronunciarnos frente a la injusta realidad que padece nuestro pueblo, debe capacitarnos a proclamar con la palabra y, sobre todo, con nuestro comportamiento, el tiempo de Dios que Jesús nos ha regalado.

La Iglesia también está llamada a dar testimonio por el tiempo de Dios. Tenemos que hacer posible que ese tiempo llegue a nuestro pueblo con todas sus consecuencias. Tenemos que comprometernos con este tiempo nuevo y hacer posible, vivible y creíble en medio de nuestras comunidades el amor de Dios regalado en plenitud a través de la encarnación de Jesús en nuestra historia humana.

1. Josep Rius-Camps, El Éxodo del Hombre libre. Catequesis sobre el Evangelio de Lucas, Ediciones El Almendro, Córdoba 1991

2. Diario Bíblico. Cicla (Confederación Internacional Claretiana de Latinoamérica)


15. Sin obstáculos para Dios

—¿Te fijas? Ella –¡la Inmaculada!– se somete a la Ley como si estuviera inmunda.
¿Aprenderás con este ejemplo, niño tonto, a cumplir, a pesar de todos los sacrificios personales, la Santa Ley de Dios?
¡Purificarse! ¡Tú y yo sí que necesitamos purificación! Expiar, y, por encima de la expiación, el Amor. Un amor que sea cauterio, que abrase la roña de nuestra alma, y fuego, que encienda con llamas divinas la miseria de nuestro corazón.

Así comenta san Josemaría, en Santo Rosario, la Purificación de María, que hoy celebramos junto a la Presentación de Jesús en el Templo: dos ritos de la antigua ley de Israel que María, José y el Niño cumplieron como los demás.

¿Te fijas?, se nos sugiere. Meditemos la escena. Con el Espíritu Santo, Luz de los corazones que nos ilumina, nos fijamos en nosotros mismos, mientras notamos que Dios nos contempla: nos quiere, nos exige, nos reprocha y nos comprende, nos agradece y nos ayuda. Miramos asimismo a nuestro alrededor, a los demás, que nos esperan de diversas formas. De una parte deseamos ser más gratos a nuestro Dios y queremos, para ello, purificarnos hasta ser cada uno esa persona ideal que está en la mente divina. Por otro lado, comprendemos fácilmente que le serviremos mejor, siendo una ayuda más eficaz para cuantos nos rodean, sin esos defectos que tampoco Dios quiere.

¡La Inmaculada! no necesita purificación, pero nosotros sí. Ella, en todo caso, se somete a la Ley. Fijémonos en cómo actúa María no teniendo, en verdad, de qué purificarse. Aprendamos a amar la Ley de Dios: esas normas o criterios de actuación que se nos imponen, en ocasiones con independencia de nuestra decisión. Quizá no haya mejor purificación, que la de librarnos de nuestros apegos de soberbia obedeciendo, con un reconocimiento reverente de la Majestad de Nuestro Dios, a quien nos sometemos obedeciendo a su Iglesia.

Necesitamos purificación, si queremos ser instrumentos adecuados, que se dejan llevar sin rémoras por el Espíritu Santo. El Paráclito actúa muy fácilmente en las almas que se purifican obedeciendo por la humildad y rectificando por la penitencia. De otro modo, tal vez nos saldríamos con la nuestra, pero también acumularíamos imperfecciones que son obstáculos a la acción del Paráclito. No podría nuestra vida agradar a Dios y quedaría infecunda.

Limpiarse a fondo, en ocasiones puede costar. A veces resulta verdaderamente doloroso desprenderse de algunas imperfecciones a las que hemos podido habituarnos. No será nunca, en todo caso, una tarea negativa de exclusiva renuncia, como si lo primordial fuera la negación de lo propio. Siempre será el amor la razón de toda posible renuncia. Un amor que da por bien perdidas las bajezas, por bien empleado el esfuerzo por quitarlas y por bien sufrido el dolor que podamos sentir al no tener ya más el consuelo de aquellas miserias. Porque lo que impulsa al alma enamorada es el bien de su amor, y por él nada le parece excesivo.

La fe y la esperanza cristianas nos aseguran que Dios no se deja ganar en generosidad, y la experiencia nos demuestra enseguida que valió la pena aquel sacrificio. Animémonos, como nos aconseja Camino:

Entierra con la penitencia, en el hoyo profundo que abra tu humildad, tus negligencias, ofensas y pecados. —Así entierra el labrador, al pie del árbol que los produjo, frutos podridos, ramillas secas y hojas caducas. —Y lo que era estéril, mejor, lo que era perjudicial, contribuye eficazmente a una nueva fecundidad.

Aprende a sacar, de las caídas, impulso: de la muerte, vida.

Pensemos asimismo en las deficiencias que notamos en ocasiones en los que nos rodean. Pudiera ser que, en un primer impulso, tendiéramos a rechazar, tal vez con desaire, a quien nos disgusta. Es preciso acoger a todos comprendiendo que, al igual que nosotros, los demás también deben mejorar ante Dios. Recemos por los que nos molestan, por aquellos a quienes nos sale criticar. Nada positivo hacemos con la sola crítica. Ofrezcamos sacrificios en expiación por los pecados de los demás y por los nuestros. Así reparamos las ofensas a Dios y el Espíritu Santo nos inundará de su luz, para que contemplemos esos defectos como lo que son: algo corriente por la debilidad humana y siempre ocasión de mejorar ante el Señor.

No dejemos de mirar a María, y de aprender a complacer a Dios, aunque nos cueste.

fluvium [redaccion@fluvium.org]


16. DOMINICOS 2004

Hoy es fiesta de luz. Jesús, presentado al Padre en el templo, aparece como lo que es: luz que alumbra a toda la huma­nidad. Esa es la expresión que utiliza el anciano Simeón: "Jesús será luz para revelar la verdad a todas las naciones y gloria de tu pueblo Israel".

En la celebración litúrgica, esa Luz se nos presenta bajo muchas expresiones: lámpara o candela en manos de José y María; ofrenda en los corazones agradecidos; estrella en el corazón del Niño que se ofrenda a sí mismo y que es ofrendado por sus padres y por los sacerdotes.

¡Cristo es nuestra Luz, y María es como antorcha que nos guía hacía él!

Siguiendo el Prefacio de la misa, hagamos nuestras las palabras de la Iglesia:

Hoy el Hijo de Dios es presentado en el templo, y proclamado por el Espíritu ‘Gloria de Israel y luz de las naciones’. Salgamos, pues, a su encuentro, llenos de alegría, buscando su luz.

La luz de la Palabra de Dios
Lectura del profeta Malaquías 3, 1‑4:
"Así dice el Señor: Mirad, yo envío mi mensajero, para que prepare el camino ante mí. De pronto entrará en el santuario el Señor a quien vosotros buscáis, el mensajero de la alian­za que vosotros deseáis: miradlo entrar ‑dice el Señor de los Ejércitos­- ¿Quién podrá resistir el día de su venida? ¿Quién quedará de pie cuando aparezca...? Entonces agradará al Señor la ofrenda de Judá y de Jerusalén, como en los días pasados, como en los años antiguos”.

Carta de los Hebreos 2, 14‑18:
"Los hijos de una familia son todos de la misma carne y sangre, y de nuestra carne y sangre participó tam­bién Jesús.

Por eso tenía que parecerse en todo a sus hermanos, para ser compasivo y pontífice fiel en lo que a Dios se refiere; y expiar así los pecados del pueblo".

Evangelio según san Lucas 2, 22‑40:
"Cuando llegó el tiempo de la purificación de María, según la ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarlo al Señor (de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: "todo primogénito varón será consagrado al Señor"). . .

Cuando entraban con el Niño Jesús sus padres, Simeón lo tomó en sus brazos y bendijo a Dios diciendo: Ahora Señor, según tu promesa puedes dejar a tu siervo irse en paz; porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo, Israel”.

Reflexión para este día
En las palomas, la sencillez y pobreza; en su mirada, la luz.
Jesús, María y José acuden a cumplir la ley como miembros de una familia israelita. En ello no hay nada raro, nada extraño. Todo es correcto, como acontece en hogares creyentes y humildes. De forma aparentemente anónima, Jesús, María y José van al encuentro con Dios, con el Templo, con el Pueblo, con la Vida, con el futuro esperanzado. Y nadie se sorprende. Sin embargo, el acontecimiento es muy importante en la historia de la salvación. Nadie lo percibe, excepto un alma privilegiada: el anciano-sacerdote Simeón, a través de una experiencia de luz y amor.

Simeón es la persona creyente, el pobre de Yhavé que representa a todos los hombres buenos que, de una u otra forma, vivimos en la esperanza de que Dios se nos descubra en forma de Maestro, Luz, Salvación.

Pidámoselo a María que está inundada por doble sentimiento: el de ofrendar a su Hijo amado y el de sentir en su carne y espíritu la herida de siete espadas de dolor, por nosotros.

Y cuando lo alcancemos, repitamos con el anciano: “Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han visto tu salvación....”


17.

LECTURAS: HEB 2, 14-18; SAL 23; LC 2, 22-40

Heb. 2, 14-18. El Hijo de Dios compartió nuestra carne y nuestra sangre; se hizo uno de nosotros; en todo semejante a nosotros, menos en el pecado. Él, que no tenía pecado, por nosotros se hizo pecado, pues cargó sobre sí aquello que nos alejaba de Dios. Hecho uno de nosotros se ha convertido en un Sumo Sacerdote, misericordioso y fiel en lo que toca a Dios. El sumo sacerdote cuando ofrece el sacrificio a Dios no es para aplacarlo y hacerlo propicio ante las necesidades que se le presenten. La razón primera de la ofrenda que se sacrifica en honor de Dios es para que seamos purificados y libres de toda culpa; para que seamos santos, como Dios es Santo. Ningún sacrificio pudo lograr esto; sólo Cristo que por nosotros murió y resucitó. Quien crea en Él tiene consigo la salvación. Los sacerdotes de la Nueva Alianza, al ofrecer el Memorial de la Pascua de Cristo, van siendo ocasión de santificación para la Iglesia. Ojalá y tanto el Ministro como el Pueblo siempre hagamos esta ofrenda con un corazón limpio, pues ¿cómo podemos aspirar a hacer que el perdón, la santidad, la vida de Dios llegue a los demás cuando tenemos el corazón destrozado por la maldad?

Sal. 23. Una vez cumplida su misión entre nosotros, el Hijo de Dios, Cristo Jesús, sube a los cielos, a la gloria del Padre. ¿Qué quiere decir “subió” sino que antes bajó a las regiones inferiores de la tierra? Aquel que nos guía a la salvación llegó a la perfección mediante el sufrimiento. Efectivamente, era necesario que el Hijo del Hombre padeciera todo esto, para entrar así en su Gloria. La vocación de quienes creemos en Cristo mira a llegar a donde ya llegó Cristo, nuestra Cabeza y Principio. Si tenemos puesta en Él nuestra esperanza nos hemos de dejar purificar por Él, y hemos de tomar nuestra cruz de cada día e ir tras sus huellas. Entonces entraremos en el Templo de sólidos cimientos, que no ha sido construido por manos humanas, pues es el mismo Cristo; y junto con Él participaremos eternamente de la Gloria del Padre.

Lc. 2, 22-40. Consagrado al Señor. Y ofrecen en sacrificio por su rescate un par de tórtolas o dos pichones. Y Jesús vuelve a su casa para vivir como todos los hombres, creciendo y fortaleciéndose en su cuerpo; pero también llenándose de sabiduría. Él se hizo en todo semejante a nosotros, menos en el pecado. Cuando llegue su hora, para purificarnos del pecado y consagrarnos como hijos en honor de su Padre Dios, introduciéndonos en las mansiones eternas, Él mismo será el Cordero inmolado, santo, inmaculado, que se ofrecerá como el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Así como Dios toma posesión de su templo conforme se nos narra en el Antiguo Testamento, así ahora el Señor toma posesión del Templo en el que es presentado de tal forma que quien lo contemple puede decir que ya puede morir en paz, pues ha sido testigo de que Dios es fiel a sus promesas. Y Dios nos ha prometido tomar posesión de nuestra vida, habitar en nosotros; sólo nos pide que creamos en Él y que seamos fieles a sus mandatos; si así lo hacemos entonces Jesucristo y su Padre vendrán a nosotros y harán en nosotros su morada. Si tenemos a Dios con nosotros, si su Espíritu conduce nuestra vida, entonces tenemos la esperanza cierta de que nuestros pasos se encaminan hacia la posesión de las moradas eternas para gozar eternamente de Dios. María, nuestra Madre, nos ayudará con su eficaz intercesión, pues nos lleva en lo más profundo de su corazón maternal.

En la Eucaristía Dios llega a nosotros y realiza la comunión de vida entre Él y nosotros. El Primogénito del Padre es ofrecido a Él como rescate por nosotros, para que nosotros seamos libres, para que seamos hechos hijos de Dios. Por eso la Eucaristía no puede ser sólo un momento de piedad, tal vez muy profundo; ni podemos venir a la Eucaristía sólo para cumplir con alguna costumbre. Dios quiere consagrarnos como hijos suyos. Quienes vivimos unidos a Él no sólo aceptamos al Señor, no sólo entramos en comunión de vida con Él, sino que junto con Él ofrecemos nuestra vida al Padre para que nos envíe como signos suyos a procurar la salvación de todos. Por eso, en la Eucaristía crecemos en nuestra unión con Dios y somos fortalecidos por su Espíritu hasta llegar a la madurez en Cristo y ser capaces de proclamar el Evangelio, no sólo con los labios sino también con las obras, con nuestras actitudes y con nuestra vida misma, aceptando todos los riesgos que se nos vengan por vivir fieles al Señor.

Así como el Hijo de Dios, consagrado a su Padre, se consagra también a nosotros amándonos como nadie lo ha hecho, así quiere que nosotros vivamos consagrados a Él con un amor indivisible y en una Alianza definitiva y eterna. Y Dios nos consagró y envió al mundo para que seamos, no por nosotros, sino porque su presencia permanezca continuamente en nosotros, motivo de salvación para todos. Esa es la Misión que Dios ha confiado a su Iglesia, esposa del Cordero inmaculado. Por eso debemos continuamente vivir amando como hemos sido amados; preocupándonos del bien de todos como Cristo se detuvo ante el dolor y el sufrimiento de los hombres para remediarlos. Quien sienta el cariño, el amor, el perdón, la misericordia de Dios desde la Iglesia podrá decir: Ahora puedo ya morir en Paz porque mis ojos han contemplado, han experimentado, han sentido cercano al Señor que ha salido al encuentro del hombre para salvarlo y conducirlo a las mansiones eternas.

Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda la gracia de poder ser, conforme a la voluntad de Cristo, luz que alumbre las tinieblas de todos los hombres y les ayude a caminar con seguridad hacia la posesión del Santuario de sólidos cimientos, donde no sólo contemplaremos a Dios, sino que gozaremos de Él eternamente. Amén.

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18.HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
DURANTE LA MISA EN LA FIESTA
DE LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR

Jornada de la Vida Consagrada
Jueves 2 de febrero de 2006

La fiesta de la Presentación del Señor en el Templo, cuarenta días después de Su Nacimiento, pone ante nuestros ojos un momento particular de la vida de la Sagrada Familia: según la ley mosaica, María y José llevan al Niño Jesús al Templo de Jerusalén para ofrecerlo al Señor (cf. Lc 2, 22). Simeón y Ana, inspirados por Dios, reconocen en aquel Niño al Mesías tan esperado y profetizan sobre Él. Estamos ante un misterio, sencillo y a la vez solemne, en el que la Santa Iglesia celebra a Cristo, el Consagrado del Padre, Primogénito de la nueva humanidad.

La sugestiva procesión con los cirios al inicio de nuestra celebración nos ha hecho revivir la majestuosa entrada, cantada en el salmo responsorial, de Aquel que es "El Rey de la gloria", "El Señor, fuerte en la guerra" (Sal 23, 7. 8). Pero, ¿quién es ese Dios fuerte que entra en el Templo? Es un niño; es el Niño Jesús, en los brazos de su Madre, la Virgen María. La Sagrada Familia cumple lo que prescribía la Ley: la purificación de la madre, la ofrenda del primogénito a Dios y su rescate mediante un sacrificio. En la primera lectura, la liturgia habla del oráculo del profeta Malaquías: "De pronto entrará en el santuario el Señor" (Ml 3, 1). Estas palabras comunican toda la intensidad del deseo que animó la espera del pueblo judío a lo largo de los siglos. Por fin entra en su casa "El Mensajero de la Alianza" y se somete a la Ley: va a Jerusalén para entrar, en actitud de obediencia, en la Casa de Dios.

El significado de este gesto adquiere una perspectiva más amplia en el pasaje de la carta a los Hebreos, proclamado hoy como segunda lectura. Aquí se nos presenta a Cristo, el Mediador que une a Dios y al hombre, superando las distancias, eliminando toda división y derribando todo muro de separación. Cristo viene como nuevo "Sumo Sacerdote compasivo y fiel en lo que a Dios se refiere, y a expiar así los pecados del pueblo" (Hb 2, 17). Así notamos que la mediación con Dios ya no se realiza en la santidad-separación del sacerdocio antiguo, sino en la solidaridad liberadora con los hombres. Siendo todavía niño, comienza a avanzar por el camino de la obediencia, que recorrerá hasta las últimas consecuencias. Lo muestra bien la carta a los Hebreos cuando dice: "Habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas (...) al que podía salvarle de la muerte, (...) y aun siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia; y llegado a la perfección, se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen" (Hb 5, 7-9).

La primera persona que se asocia a Cristo en el camino de la obediencia, de la fe probada y del dolor compartido, es Su Madre, María. El texto evangélico nos la muestra en el acto de ofrecer a su Hijo: una ofrenda incondicional que la implica personalmente: María es Madre de Aquel que es "gloria de su pueblo Israel" y "Luz para alumbrar a las naciones", pero también "signo de contradicción" (cf. Lc 2, 32. 34). Y a Ella misma la espada del dolor le traspasará su alma inmaculada, mostrando así que su papel en la historia de la salvación no termina en el misterio de la Encarnación, sino que se completa con la amorosa y dolorosa participación en la Muerte y Resurrección de Su Hijo. Al llevar a Su Hijo a Jerusalén, la Virgen Madre lo ofrece a Dios como verdadero Cordero que quita el pecado del mundo; lo pone en manos de Simeón y Ana como anuncio de redención; lo presenta a todos como Luz para avanzar por el camino seguro de la verdad y del amor.

Las palabras que en este encuentro afloran a los labios del anciano Simeón —"mis ojos han visto a tu Salvador" (Lc 2, 30)—, encuentran eco en el corazón de la profetisa Ana. Estas personas justas y piadosas, envueltas en la Luz de Cristo, pueden contemplar en el Niño Jesús "el consuelo de Israel" (Lc 2, 25). Así, su espera se transforma en Luz que ilumina la historia.

Simeón es portador de una antigua esperanza, y el Espíritu del Señor habla a su corazón: por eso puede contemplar a Aquel a quien muchos profetas y reyes habían deseado ver, a Cristo, luz que alumbra a las naciones. En aquel Niño reconoce al Salvador, pero intuye en el Espíritu que en torno a Él girará el destino de la humanidad, y que deberá sufrir mucho a causa de los que lo rechazarán; proclama su identidad y su misión de Mesías con las palabras que forman uno de los himnos de la Iglesia naciente, del cual brota todo el gozo comunitario y escatológico de la espera salvífica realizada. El entusiasmo es tan grande, que vivir y morir son lo mismo, y la "luz" y la "gloria" se transforman en una revelación universal. Ana es "profetisa", mujer sabia y piadosa, que interpreta el sentido profundo de los acontecimientos históricos y del mensaje de Dios encerrado en ellos. Por eso puede "alabar a Dios" y hablar "del Niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén" (Lc 2, 38). Su larga viudez, dedicada al culto en el templo, su fidelidad a los ayunos semanales y su participación en la espera de todos los que anhelaban el rescate de Israel concluyen en el encuentro con el Niño Jesús.

Queridos hermanos y hermanas, en esta fiesta de la Presentación del Señor, la Iglesia celebra la Jornada de la vida consagrada. Se trata de una ocasión oportuna para alabar al Señor y darle gracias por el don inestimable que constituye la vida consagrada en sus diferentes formas; al mismo tiempo, es un estímulo a promover en todo el pueblo de Dios el conocimiento y la estima por quienes están totalmente consagrados a Dios.

En efecto, como la vida de Jesús, con su obediencia y su entrega al Padre, es parábola viva del "Dios con nosotros", también la entrega concreta de las personas consagradas a Dios y a los hermanos se convierte en signo elocuente de la presencia del Reino de Dios para el mundo de hoy.

Vuestro modo de vivir y de trabajar puede manifestar sin atenuaciones la plena pertenencia al único Señor; vuestro completo abandono en las manos de Cristo y de la Iglesia es un anuncio fuerte y claro de la presencia de Dios con un lenguaje comprensible para nuestros contemporáneos. Este es el primer servicio que la vida consagrada presta a la Iglesia y al mundo. Dentro del pueblo de Dios, son como centinelas que descubren y anuncian la vida nueva ya presente en nuestra historia.

Me dirijo ahora de modo especial a vosotros, queridos hermanos y hermanas que habéis abrazado la vocación de especial consagración, para saludaros con afecto y daros las gracias de corazón por vuestra presencia. Que el Señor renueve cada día en vosotros y en todas las personas consagradas la respuesta gozosa a su amor gratuito y fiel.

Queridos hermanos y hermanas, como cirios encendidos irradiad siempre y en todo lugar el Amor de Cristo, Luz del mundo. María Santísima, la Mujer consagrada, os ayude a vivir plenamente vuestra especial vocación y misión en la Iglesia, para la salvación del mundo. Amén.


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Benedicto XVI: el consagrado, “puente hacia Dios
La vida religiosa no puede medirse con “criterios funcionales”

CIUDAD DEL VATICANO, martes 2 de febrero de 2010 (ZENIT.org).- La persona consagrada es un “puente hacia Dios para todos aquellos que la encuentran”, declaró hoy martes por la tarde Benedicto XVI en la Basílica de San Pedro.

"Más allá de las valoraciones superficiales de funcionalidad, la vida consagrada es importante precisamente por su ser signo de gratuidad y de amor",afirmó.

En la fiesta de la Presentación del Señor, el Papa ha celebrado la XIV Jornada mundial de la Vida consagrada de forma distinta a los últimos años, presidiendo la celebración de las Vísperas en lugar de encontrar a los participantes tras la tradicional Misa presidida por el prefecto de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, el cardenal Franc Rodé.

En su homilía, el Pontífice ha recordado el texto bíblico del día (Lc 2, 22-40), subrayando que en la Presentación de Jesús en el Templo “es Dios mismo quien presenta a su Hijo Unigénito a los hombres, mediante las palabras del viejo Simeón y de la profetisa Ana”.

En Oriente, recordó, esta fiesta se llamaba Hypapante, fiesta del encuentro: “de hecho, Simeón y Ana, que encuentran a Jesús en el Templo y reconocen en Él al Mesías tan esperado, representan a la humanidad que encuentra a su Señor en la Iglesia”.

La fiesta se extendió después también a Occidente, desarrollando sobre todo el símbolo de la luz y la procesión de las candelas, que dio origen al término “Candelaria”.

“Con este signo visible se quiere significar que la Iglesia encuentra en la fe a Aquel que es la luz de los hombres y lo acoge con todo el ímpetu de su fe para llevar esta luz al mundo”, comentó.

San Yves de Chartres y San Anselmo, recuerda a propósito de la “Candelaria” L'Osservatore Romano, subrayaba que “la cera, obra de la abeja virginal, es la carne virginal de Cristo, que naciendo no socavó la integridad de la Madre; la mecha, que está dentro de la cera, es el alma humana de Cristo; la llama, que brilla en la parte superior, es la divinidad de Cristo”.

Cristo mediador

Desde 1997, Juan Pablo II quiso que en relación con la fiesta litúrgica de la Presentación se celebrara en toda la Iglesia una Jornada especial de la Vida Consagrada.

“La oblación del Hijo de Dios simbolizada por su presentación en el Templo”, constató Benedicto XVI, es “modelo para cada hombre y mujer que consagra toda su propia vida al Señor”.

El Papa subrayó que la Jornada tiene un triple objetivo: “alabar y dar gracias al Señor por el don de la vida consagrada”; “promover su conocimiento y estima por parte de todo el Pueblo de Dios”; “invitar a cuantos han dedicado plenamente su propia vida a la causa del Evangelio a que celebren las maravillas que el Señor ha obrado en ellos”.

Es solo a partir de la “profesión de fe en Jesucristo, el Mediador único y definitivo”, prosiguió, que en la Iglesia “tiene sentido una vida consagrada, una vida consagrada a Dios mediante Cristo”.

“Tiene sentido solo si Él es verdaderamente mediador entre Dios y nosotros, de lo contrario se trataría solo de una forma de sublimación o de evasión. Si Cristo no fuese verdaderamente Dios, y no fuese, al mismo tiempo, plenamente hombre, se menoscabaría el fundamento de la vida cristiana en cuanto tal, pero de forma especial, se menoscabaría el fundamento de toda consagración cristiana del hombre y de la mujer”.

Las personas consagradas, además, “tiene viva la experiencia del perdón de Dios, porque tienen la conciencia de ser personas salvadas, de ser grandes cuando se reconocen pequeñas, de sentirse renovadas y envueltas por la santidad de Dios cuando reconocen su propio pecado”.

“Experimentan la gracia, la misericordia y el perdón de Dios no solo para sí, sino también para los hermanos, siendo llamadas a llevar en el corazón y en la oración las angustias y las esperanzas de los hombres, especialmente de aquellos que están lejos de Dios”.

En una sociedad que corre el riesgo de ser “sofocada en la vorágine de lo efímero y de lo útil”, concluyó el Pontífice, la vida consagrada es un importante “signo de gratuidad y de amor”, testimoniando “la sobreabundancia de amor que empuja a 'perder' la propia vida, como respuesta a la sobreabundancia de amor del Señor, que perdió primero su vida por nosotros”.

 

 
Benedicto XVI: La vida consagrada, don precioso para la Iglesia
Homilía en la fiesta de la Presentación del Señor

CIUDAD DEL VATICANO, martes 2 de febrero de 2010 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación la homilía pronunciada hoy por el Papa Benedicto XVI, durante las Vísperas con los Miembros de los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida apostólica, celebradas en la Basílica de San Pedro.

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Queridos hermanos y hermanas

En la fiesta de la Presentación de Jesús en el Templo, celebramos un misterio de la vida de Cristo, ligado al precepto de la ley mosaica que prescribía a los padres, cuarenta días después del nacimiento del primogénito, subir al Templo de Jerusalén para ofrecer a su hijo al Señor y para la purificación ritual de la madre (cfr Ex 13,1-2.11-16; Lv 12,1-8). También María y José cumplieron este rito, ofreciendo – según la ley – una pareja de tórtolas o dos palomas. Leyendo las cosas más en profundidad, comprendemos que en aquel momento es Dios mismo quien presenta a su Hijo Unigénito a los hombres, mediante las palabras del viejo Simeón y de la profetisa Ana. Simeón, de hecho, proclama a Jesús como “salvación” de la humanidad, como “luz” de todos los pueblos y “signo de contradicción”, porque desvelará los pensamientos de los corazones (cfr Lc 2,29-35). En Oriente esta fiesta se llamaba Hypapante, fiesta del encuentro: de hecho, Simeón y Ana, que encuentran a Jesús en el Templo y reconocen en Él al Mesías tan esperado, representan a la humanidad que encuentra a su Señor en la Iglesia. Sucesivamente esta fiesta se extendió también en Occidente, desarrollando sobre todo el símbolo de la luz, y la procesión con las candelas, que dio origen al término “Candelaria”. Con este signo visible se quiere significar que la Iglesia encuentra en la fe a Aquel que es “la luz de los hombres” y lo acoge con todo el empuje de su fe para llevar esta “luz” al mundo.

En concordancia con esta fiesta litúrgica, el Venerable Juan Pablo II, a partir de 1997, quiso que fuese celebrada en toda la Iglesia una especial Jornada de la Vida Consagrada. De hecho, la oblación del Hijo de Dios – simbolizada por su presentación en el Templo – es modelo para todo hombre y mujer que consagra toda su propia vida al Señor. El objetivo de esta Jornada es triple: ante todo alabar y dar gracias al Señor por el don de la vida consagrada; en segundo lugar, promover su conocimiento y estima por parte de todo el Pueblo de Dios; finalmente, invitar a cuantos han dedicado plenamente su propia vida a causa del Evangelio a celebrar las maravillas que el Señor ha obrado en ellos. Al daros las gracias por haber acudido tan numerosos, en esta jornada dedicada particularmente a vosotros, deseo saludar con gran afecto a cada uno de vosotros: religiosos, religiosas y personas consagradas, expresándoos cordial cercanía y vivo aprecio por el bien que realizáis al servicio del Pueblo de Dios.

La breve lectura tomada de la Carta a los Hebreos que se ha proclamado hace poco, une bien los motivos que están en el origen de esta significativa y hermosa celebración y nos ofrece algunos puntos de reflexión. Este texto – se trata de dos versículos, pero muy densos – abre la segunda parte de la Carta a los Hebreos, introduciendo el tema central de Cristo sumo sacerdote. Verdaderamente sería necesario también considerar el versículo inmediatamente precedente, que dice: "Teniendo, pues, tal Sumo Sacerdote que penetró los cielos - Jesús, el Hijo de Dios - mantengamos firmes la fe que profesamos" (Hb 4,14). Este versículo muestra a Jesús que asciende al Padre; el sucesivo lo presenta mientras desciende hacia los hombres, Cristo es presentado como el Mediador: es verdadero Dios y verdadero hombre, y por ello pertenece realmente al mundo divino y al humano.

En realidad, es precisamente y sólo a partir de esta fe, de esta profesión de fe en Jesucristo, el Mediador único y definitivo, que en la Iglesia tiene sentido una vida consagrada a Dios mediante Cristo. Tiene sentido sólo si Él es verdaderamente mediador entre Dios y nosotros, de lo contrario se trataría sólo de una forma de sublimación o de evasión. Si Cristo no fuese verdaderamente Dios, y no fuese, al mismo tiempo, plenamente hombre, vendría a menos un fundamento de la vida cristiana en cuanto tal, sino, de forma particular, menoscabaría el fundamento de toda consagración cristiana del hombre y de la mujer. La vida consagrada, de hecho, testimonia y expresa de modo “fuerte” precisamente la mutua búsqueda de Dios y del hombre, el amor que les atrae; la persona consagrada, por el mismo hecho de existir, representa como un “puente” hacia Dios para todos aquellos que la encuentran, una llamada, un envío. Y todo esto en base a la mediación de Jesucristo, el Consagrado del Padre. ¡El fundamento es Él! Él, que ha compartido nuestra fragilidad, para que nosotros mismos pudiésemos participar de su naturaleza divina.

Nuestro texto insiste, más que sobre la fe, sobre la “confianza” con la que podemos acercarnos al “trono de la gracia”, desde el momento en que el sumo sacerdote fue Él mismo “probado en todo como nosotros”. Podemos acercarnos para “recibir misericordia”, “encontrar gracia”, y para “ser ayudados en el momento oportuno”. Me parece que estas palabras contienen una gran verdad y al mismo tiempo un gran consuelo para nosotros, que hemos recibido el don y el compromiso de una especial consagración en la Iglesia. Pienso en particular en vosotros, queridos hermanas y hermanos. Vosotros os habéis acercado con plena confianza al “trono de la gracia” que es Cristo, a su Cruz, a su Corazón, a su divina presencia en la Eucaristía. Cada uno de vosotros se ha acercado a Él como a la fuente del Amor puro y fiel, un Amor tan grande y bello que merece todo, es más, más que nuestro todo, porque no basta una vida entera para devolver lo que Cristo es y lo que ha hecho por nosotros. Pero vosotros os habéis acercado, y cada día os acercáis a Él, también para ser ayudados en el momento oportuno y en la hora de la prueba.

Las personas consagradas están llamadas de modo particular a ser testigos de esta misericordia del Señor, en la que el hombre encuentra su propia salvación. Estas mantienen viva la experiencia del perdón de Dios, porque tienen conciencia de ser personas salvadas, de ser grandes cuando se reconocen pequeñas, de sentirse renovadas y envueltas por la santidad de Dios cuando reconocen su propio pecado. Por esto, también para el hombre de hoy, la vida consagrada sigue siendo una escuela privilegiada de la “compunción del corazón”, del reconocimiento humilde de la propia miseria, pero al mismo tiempo, sigue siendo una escuela de la confianza en la misericordia de Dios, en su amor que nunca nos abandona. En realidad, más uno se acerca a Dios, más se acerca a él, tanto más se es útil a los demás. Las personas consagradas experimentan la gracia, la misericordia y el perdón de Dios no solo para sí, sino también para los hermanos, siendo llamadas a llevar en el corazón y en la oración las angustias y esperanzas de los hombres, especialmente de los que están lejos de Dios. El particular, las comunidades que viven en la clausura, con su compromiso específico de fidelidad en el “estar con el Señor”, en el “estar bajo la cruz”, llevan a cabo a menudo este papel vicario, unidas al Cristo de la Pasión, tomando sobre sí los sufrimientos y las pruebas de los demás y ofreciendo con alegría todo por la salvación del mundo.

Finalmente, queridos amigos, queremos elevar al Señor un himno de agradecimiento y de alabanza por la misma vida consagrada. Si esta no existiese, ¡cuánto más pobre sería el mundo! Más allá de las valoraciones superficiales de funcionalidad, la vida consagrada es importante precisamente por su ser signo de gratuidad y de amor, y esto tanto más en una sociedad que corre el riesgo de ser sofocada en el torbellino de lo efímero y de lo útil (cfr Exhort. ap. post-sinod. Vita consecrata, 105). La vida consagrada, en cambio, testimonia la sobreabundancia de amor que empuja a “perder” la propia vida, como respuesta a la sobreabundancia de amor del Señor, que “perdió” el primero su vida por nosotros. En este momento pienso en las personas consagradas que sienten el peso del cansancio cotidiano escaso de gratificaciones humanas, pienso en los religiosos y religiosas ancianos, enfermos, a cuantos se sienten en dificultad en su apostolado... Ninguno de ellos es inútil, porque el Señor les asocia al “trono de la gracia". Son en cambio un don precioso para la Iglesia y para el mundo, sediento de Dios y de su Palabra.

Llenos de confianza y de reconocimiento, renovemos por tanto también nosotros el gesto de ofrecimiento total de nosotros mismos presentándonos en el Templo. Que el Año Sacerdotal sea una ulterior ocasión para los religiosos presbíteros, para intensificar el camino de santificación, y para todos los consagrados y las consagradas, un estímulo para acompañar y apoyar su ministerio con oración ferviente. Este año de gracia tendrá un momento culminante en Roma el próximo junio, en el encuentro internacional de los sacerdotes, al que invito a cuantos ejercen el Sagrado Ministerio. Nos acercamos al Dios tres veces santo, para ofrecer nuestra vida y nuestra misión, personal y comunitaria, de hombres y mujeres consagrados al Reino de Dios. Realizamos este gesto interior en íntima comunión espiritual con la Virgen María: mientras la contemplamos en el acto de presentar al Niño Jesús en el Templo, la veneramos como primera y perfecta consagrada, llevada por ese Dios a quien lleva en brazos; Virgen, pobre y obediente, dedicada toda a nosotros, porque es toda de Dios. A su escuela, y con su ayuda maternal, renovamos nuestro “aquí estoy” y nuestro “hágase”. Amén.

[Traducción del italiano por Inma Álvarez

©Libreria Editrice Vaticana]