COMENTARIOS A LA PRIMERA LECTURA
Is 49, 1-6

 

1.

La figura austera del Bautista, vestido con pelo de camello y comiendo saltamontes, realmente, como aún hoy día los comen algunas tribus, resulta siempre atractiva. Él es el precursor, con él comienza "la buena nueva de Jesús" (Mc 1. 1). Así no resulta nada extraño que la liturgia nos proponga como lectura del AT el segundo poema del Siervo, cántico que ya ha sido comentado muchas veces (para una exégesis detallada, cf. Ciclo A, Segundo Domingo Ordinario). Aquí sólo propongo unas reflexiones.

-Toda misión -ya sea la del profeta como la del siervo o la del precursor o cualquier otro) va íntimamente unida a un encuentro o llamada. Por eso en el v. 1b el siervo presenta sus credenciales: él es llamado por el Señor desde el seno materno. El evangelista nos recuerda cómo, en el encuentro de María, portadora de Jesús, con su prima Isabel, Juan salta de alegría en el seno de ésta (Lc 1. 41/44). Pero por muy hermoso y confortante que pueda resultar el encuentro del precursor con el salvador no puede ser ésta la etapa final de la misión ya que ésta siempre está orientada hacia un tercer polo: el hombre, el mundo. El encuentro con Dios que no sea capaz de llevarnos hacia los demás no puede ser auténtico.

Esa piedad seudomística que sólo busca su propio solaz y consuelo está reñida con la fe bíblica, como también lo está esa actitud de los viejos y nuevos señores feudales que siempre apelan a esos encuentros para defender su postura privilegiada y muy particular. Sus encuentros, ¿son reales o imaginarios? Más fácil que sea lo segundo.

Tras el encuentro con la divinidad, Juan, el siervo, cualquier discípulo verdadero..., continúan siendo humanos, seres de carne y de hueso, pero con una fuerza especial, ya que se sienten portadores de la palabra divina. Ninguna fuerza, por muy hostil que sea, les aterroriza. Su palabra es penetrante, como la espada, y de gran alcance, como la flecha (v. 2; Jr 1. 9ss; 23. 29; Hb 4. 12). Así podemos escuchar la voz de Juan que atruena en las orillas del Jordán llamando "camada de víboras" a muchos hombres que se tenían y se sentían muy piadosos. Estos siempre son los seres más rastreros y peligrosos, y el Bautista les recuerda la única salida que tienen: el arrepentimiento, el cambio total de actitudes y de sentimientos. Y como expresión de este cambio de vida, el reparto de sus bienes. ¡Casi nada!

-El encuentro de Juan, del profeta... con el Señor le lleva al anuncio de la palabra, y no a la reforma del culto o a la celebración de actos litúrgicos. Hay que distinguir con claridad los dones y carismas. El mensajero de la palabra y el administrador de los sacramentos, el profeta y el hombre del culto... pueden ser seres muy diversos. En caso contrario crearemos sólo funcionarios, aunque sean del culto. Dirijamos la mirada al gran Isaías: cuando recibe su misión profética (cap. 5) no se le invita a unirse a la liturgia celeste mediante un acto litúrgico terreno, sino que sólo se le encomienda el anuncio de la palabra.

-Y a pesar de su gran esfuerzo, el siervo cree que su misión ha fracasado..., y el desaliento se apodera de él (v. 4). También Jeremías se lamentaba amargamente al Señor porque sus paisanos se reían de su palabra. El testimonio de esta etapa tan dura ha quedado reflejada en las "Confesiones de Jeremías" (cf. 15. 10ss; 15. 17ss) para consuelo y meditación de todo apóstol a quien siempre le toca vivir momentos amargos. También la vida del Bautista tiene un fin trágico: muere a manos de Herodes por denunciar sus pecados. Pero el autor de este poema nos recuerda en el v. 4 que este fracaso sólo lo es a los ojos humanos, ya que el Señor se siente orgulloso de su siervo (v. 3) y acepta gustoso su trabajo (v. 4b). Y por eso le encomienda una nueva tarea: no sólo debe convertir a los de Israel (vv. 5-6a), sino que su luz debe proyectarse sobre todas las naciones de la tierra (v. 6b; cf. Gn 12. 3; Lc 2. 32; Hch 13. 47; 18. 6) -Con Juan comenzó la buena nueva de Jesús, y Jesús la prolongará a todos los confines del mundo, sintiéndose orgulloso de su primo y precursor.

A. GIL MODREGO
DABAR 1990, 34