43 HOMILÍAS MÁS PARA LA FIESTA DE LA INMACULADA CONCEPCIÓN
17-23

 

17. ICONO DAMASCENO-Juan-SAN

La Virgen de las tres manos

Las Iglesias orientales tienen múltiples y muy bellas representaciones de María. Una de ellas, muy peculiar, es la de «la Virgen de las tres manos». La historia de este curioso icono parece remontarse al siglo Vlll, época en que en el Imperio de Constantinopla hubo una fuerte polémica entre los defensores y los detractores de los iconos.

En esta lucha se distinguió un gran defensor de los iconos, Juan, natural de Damasco. El emperador León Isáurico, que se oponía a los iconos, le cortó la mano derecha y la expuso en público. Cuenta la leyenda que Juan, durante la noche oró ante un icono de María, prometiendo que usaría siempre la mano derecha en servicio de la Virgen si la recuperaba.

Así sucedió y, en agradecimiento, aquel Juan Damasceno, además de componer muchos himnos y homilías en honor de María, hizo colgar como exvoto sobre el icono ante el que había orado, una mano de plata. De ahí surgió ese peculiar icono que se conserva en el monte Athos y del que existen numerosas copias.

La historia es bonita, como tantas otras leyendas y tradiciones del pasado que muestran la devoción del pueblo cristiano hacia la madre de Dios. Como ya sabéis, los dos últimos dogmas marianos: el de la Inmaculada y el de la Asunción de María, han brotado, de una forma muy importante, de la fe del pueblo cristiano.

INMA/DOGMA:Incluso en el dogma de la Inmaculada concepción, hubo grandes santos que consideraban que la Virgen María no necesitaba este título. Especialmente representativo es san Bernardo, un hombre que se distinguió por su gran fervor mariano y que insistía en que María no necesitaba de este título que los fieles querían atribuirle. La gran dificultad de los teólogos medievales para admitir la concepción inmaculada de María era la necesidad universal de la redención de Cristo: todos los hombres, también María, necesitaba esa redención.

Fue la piedad popular la que intuyó que esa mujer, a la que el libro del Génesis presentaba estableciendo hostilidades con la serpiente, era un protoevangelio, una primera buena noticia, de la que iba a ser madre de Dios y, también, inmaculada. El pueblo cristiano intuyó aquello que luego formularía académicamente la teología: "Potuit, decuit, ergo fecit»

(«Dios tenía poder para hacerla inmaculada; era conveniente que así lo fuese la que iba a ser madre de Dios y, por tanto, así lo hizo Dios". Es un argumento, que parece frío e intelectual en su formulación, pero que expresa la valoración del pueblo sencillo hacia la madre en general y, en concreto, hacia la destinada a ser madre de Dios.

La liturgia elige para la fiesta de hoy, con todo acierto, un fragmento de la Carta a los efesios en el que se presenta el destino final al que están llamados los cristianos. Hay un término que se repite hasta tres veces: "En la persona de Cristo". Porque es "en la persona de Cristo" en la que los cristianos nos sentimos llamados, elegidos y destinados a la plenitud de los hijos de Dios.

Vendrá un día en que todo seguidor de Cristo llegará a esa plenitud. Mientras tanto, proclamar a María Inmaculada es afirmar que, «en la persona de Cristo», ella fue bendecida plenamente con toda clase de bienes espirituales y celestiales; fue elegida para ser santa e irreprochable por el amor; fue destinada a la plenitud de la gracia. Por eso es, sin esperar al fin de los tiempos y desde su concepción, inmaculada, la sin pecado. Y todo ello, «en la persona de Cristo», por los méritos de Cristo, por el que nos viene la redención universal. Lo que Dios podía hacer -potuit-; lo que era oportuno que hiciese -decuit-; realmente lo hizo en María -fecit- «en la persona de Cristo».

La iconografía de la Iglesia occidental no es menos bella que la oriental en la representación de María. Y uno tiene que pensar en las maravillosas Anunciaciones -el relato del evangelio de hoy- de aquel fraile dominico, el beato Angelico de Fiesole, que según la tradición pintaba de rodillas. No son representaciones de la Inmaculada -como las famosas Purísimas de nuestro Murillo-, pero están reflejando la pureza, la inocencia de María.

Fue precisamente al recibir el mensaje del ángel cuando María escuchó una alabanza, que es otra forma de llamarla inmaculada: kecharitomene, la «llena de gracia». Y se dio ese título no a una muchacha vestida como las damas florentinas, ni en los bellos jardines de la Toscana que pintaba Fra Angelico. Fue en una pobre gruta, como la de la cripta de la Basílica de la Anunciación en Nazaret, donde María recibió ese título de «llena de gracia», que es otra forma de llamarla -ahora de manera positiva- inmaculada.

Hoy confesamos a María «Inmaculada», de la misma forma que el pueblo cristiano español la llamó «Purísima». Y ese nombre suscita resonancias profundas en nosotros: nos sentimos atraídos por la limpieza, la frescura, la inocencia y la verdad de aquella mujer en que se hizo realidad plena esa santidad a la que lo mejor del corazón humano se siente elegido y destinado. Cuando hay en nosotros tanta ambigüedad, tanto deseo inconfesado, tanta hipocresía y falsedad, tanto barro y miseria..., sentimos la atracción por la verdad pura de la que fue Inmaculada, Purísima.

Pero María no sólo fue negativamente inmaculada, la sin-mancha, la sin-pecado. María, como dice la Carta a los efesios, fue santa e irreprochable en el amor. María fue mucho más que incontaminación, pureza o inocencia. María fue sobre todo «irreprochable en el amor», y el amor es mucho más que la incontaminación, que la falta de pecado. Amor es entregarse a uno mismo, es volcar la propia vida en los otros. Si Jesús llega a afirmar que a María no le habría valido para nada haberle llevado en su vientre, si no hubiese cumplido la voluntad de Dios, creo que también podemos decir que de nada le hubiese valido haber sido la «sin-mancha», si no hubiese sido irreprochable en el amor, si no hubiese vivido positivamente todo lo que el amor significa. Por eso el mismo evangelio de la anunciación, que la llama «llena de gracia», continúa con el relato del viaje apresurado de María a servir y a dar alegría a su prima Isabel en la montaña de Judea. Eso es ser "irreprochable en el amor".

Es lo que refleja la contemplación de las manos de María: manos cálidas y fuertes de María que acariciaron y sostuvieron a su Hijo..., «pero manos callosas, endurecidas por el voltear de la piedra que muele el trigo, o por el partir de la leña del fuego. Manos ásperas y cortadas del agua fría del río. Manos manchadas de grasa y de hollín. Manos temblorosas cerrando los ojos del esposo querido. Manos que desearon ser de pluma y algodón para recibir el cuerpo llagado del hijo bajado de la cruz». Así fueron también las manos de María y no sólo las que pintaron Murillo o el beato Angelico de Fiesole.

En la fiesta de san Luis Gonzaga la liturgia dice que «si no hemos sabido imitarle en su vida inocente, sigamos al menos fielmente su ejemplo de penitencia». Podríamos hoy decir que, ya que estamos lejos de la inocencia, de la verdad, de la limpieza de María Inmaculada, intentemos luchar para imitarla en el amor; un amor que tendrá ciertamente ambigüedades, incoherencias, miserias. Porque no podemos imitar a las manos inmaculadas y sin mancha que pintaban Murillo o Fra Angelico, pero sí podemos luchar por vivir en el amor con las manos manchadas de grasa y hollín, de ambigüedad e intereses propios, abiertas por nuestras resistencias y luchas interiores ante las exigencias del amor.

Desde ahí adquiere un nuevo símbolo aquel icono de la Virgen de las Tres Manos de Juan de Damasco. Algunos la han interpretado como la mano protectora de la madre de Dios que nos ayuda en nuestras necesidades, como hizo con san Juan Damasceno. Esa mano puede ser hoy también nuestra propia mano; una mano no de plata sino manchada de hollín y grasa, que no es santa e irreprochable en el amor, pero que intenta ser una mano fuerte, una mano amiga, una mano que sirve, una mano que ama.

JAVIER GAFO
DIOS A LA VISTA
Homilías ciclo C. Madris 1994.Pág. 396 ss.


18. MARÍA, RECREACIÓN DE DIOS

Desde muchos ángulos --de la intelectualidad y de la cultura popular-- se ha solido lanzar la idea de que Dios, si existe, es un Dios lejano y displicente, totalmente despreocupado del devenir de la historia y de los hombres. Un Dios embebido en su propia contemplación, impasible el ademán, narciso hasta el infinito.

Y, sin embargo, a nada que uno profundice en eso que llaman «ópera Dei ad extra», tiene que ir reconociendo a un Dios «preocupado», que «empleó mucho tiempo» --perdonad todos los antropomorfismos-- en la tarea de «enriquecer al hombre». Un Dios perfeccionista que primero «pensó» las cosas muy bien y, después, las llevó a la práctica mejor. Y digo estas cosas pensando en María Inmaculada, a la que hay que contemplar en tres momentos.

SU PREHISTORIA.--«Dios vio que todo era bueno». Eso va diciendo el Génesis, al hablar de Dios-creador. Buenos eran el firmamento y la luz. Buenos los mares y la tierra. Buenos los animales y plantas. Bueno el hombre «creado a su imagen». Y buena la libertad, ya que, con ella, podría también el hombre hacer cosas buenas. Pero ahí estuvo precisamente el problema, ya que el hombre, acostumbrado a tanta bondad, dejó caer, sobre la blancura de la historia, la mancha de su suficiencia, contaminándolo todo. Pues, bien. Pudo ahí haberse roto la baraja. Pero fue justamente al revés. Ya que, entonces, surgió en Dios --¿Dios displicente?-- la idea de una nueva creación. Pensó en un nuevo firmamento --¡María!-- en el que pudiera «poner su morada» el mismísimo Hijo de Dios, la luz indeficiente. Eso quieren decir aquellas palabras: «Pondré enemistades entre ti y la Mujer...». Ahí comenzó el Adviento. Y luego, «En la plenitud de los tiempos...».

SU HISTORIA.--La conocéis. Bajó el Angel a Nazaret y pronunció el piropo de la historia: «Dios te salve, llena de gracia». Es decir, la Inmaculada. Es decir, la re-creación de Dios. Es decir, la «digna morada» para Aquel que nos traía la «salvación». María, ya lo sabéis, dio su consentimiento. Y, al hacerlo, además de hacer realidad al Enmanuel, dio ocasión al P. Astete para que escribiera aquel asombroso párrafo que siempre se nos atrangantaba: «En las entrañas de la Virgen María formó el Espíritu...».

LA POST-HISTORIA.--Somos tú y yo, amigo. La poshistoria es darnos cuenta de que también a nosotros, por ese Enmanuel que ella nos trajo, se nos ha dado la posibilidad de «ser santos e inmaculados», de «borrar nuestras culpas en la sangre del cordero», de poder aspirar a «ser perfectos como el Padre celestial», de «no solamente llamarnos, sino ser de verdad hijos de Dios», de tener, en fin, la suerte de pertenecer a «un pueblo santo, a una nación consagrada, a un pueblo sacerdotaL.. ».

¿Dios lejano y distraído, embebido en su propia contemplación? Basta mirar a la Inmaculada para tener certeza de todo lo contrario. Era conveniente --decuit-- que fuera así de «inmaculada» y «llena de gracia» la que iba a ser la madre del «autor de la gracia». Como era omnipotente, podía hacerla: «potuit». Luego, «la hizo». ¡Sólo faltaba! ¡Fecit!

Pero que me perdone San Anselmo, porque quiero aplicarme los tres históricos verbos del silogismo a mí. Era conveniente que Dios perdonara al hombre su pecado. ¿Qué es el hombre para que Dios se acuerde de él? Podía hacerlo, ya que es «dives in misericordia». Luego, se inventó la Inmaculada.

Admirad y contemplad, por favor, en este día, alguna bella imagen de la Señora. Y, al hacerlo, considerad por qué bello camino de blancuras nos llegó la Salvación. Eso es la post-historia.

ELVIRA-1.Págs. 112 s.


19.

Frase evangélica: «Hágase en mí según tu palabra»

Tema de predicación: LA MUJER NUEVA

1. La escena de la anunciación tiene lugar en una casa humilde, en un pueblo ignorado. El saludo del ángel va dirigido a «una virgen» totalmente fiel a Dios y perteneciente al pueblo de los pobres de Israel. El ángel le llama «llena de gracia», porque goza del favor de Dios. Será la madre de Jesús, que significa «Dios salva». Su fecundidad será obra del Espíritu de Dios. Es la «sierva del Señor».

2. Para nuestro pueblo, María es la Madre (con el niño) que concibe y fructifica; la Dolorosa (viuda a la que le matan el hijo), llena de dolores injustamente infligidos, y la Purísima (sin mancha), inmune a todo pecado por una gracia singular de Dios. Por el contrario, todos los seres humanos están dañados en su raíz. La contemplación de una mujer inmaculada, purísima, revela la decisión de Dios de hacer una nueva creación. La Inmaculada es «el orgullo de nuestra naturaleza corrompida», la creación nueva sin pecado.

3. Todas las festividades marianas tienen una connotación de fiesta popular dulce y entrañable. María, el polo femenino de un catolicismo «masculino», lleva a cabo lo imposible: engendrar bajo la sombra del Espíritu de Dios. No vive en sueños, sino muy despierta, siempre receptiva al mensaje de Dios, escuchando y hablando lo justo, constantemente en movimiento, «llevando» o «visitando», y vive la entrega hasta el final, al pie de la cruz. Por ser la Inmaculada, es asunta a los cielos.

4. El Vaticano II recomendó que al hablar de la Virgen se evitase «toda falsa exageración» y una «excesiva estrechez de espíritu». María es una mujer sencilla encarnada en el pueblo, madre de los creyentes por la palabra recibida y cumplida, figura de liberación y modelo de compromiso.

REFLEXIÓN CRISTIANA:

¿Tenemos un justo aprecio de María?

¿Qué rasgos de María debemos ensalzar hoy?

CASIANO FLORISTAN
DE DOMINGO A DOMINGO
EL EVANGELIO EN LOS TRES CICLOS LITÚRGICOS
SAL TERRAE.SANTANDER 1993.Pág. 319


20. Preservaste a la Virgen María de toda mancha de pecado original

El prefacio de la misa de hoy da pie a una serie de comentarios. El primero hace referencia al tema central de la fiesta de hoy. Históricamente costó admitir universalmente el dogma de la Inmaculada Concepción de María, que no fue definido como tal hasta el año 1870. Aunque era venerado desde mucho antes.

La primera lectura de la misa de hoy nos hace escuchar el relato del primer pecado. La narración del Génesis es muy clara: Dios hizo buena toda la creación. El pecado es culpa humana. Buen momento para reflexionar sobre nuestra condición pecadora. Y buena ocasión también para reconocer la bondad de Dios que, en María, nos da prueba de su deseo primordial de salvar a toda la humanidad. María, nos dirá el Concilio Vaticano II, es la primera redimida. Esperamos, confiamos y pedimos ser, también nosotros, admitidos en esta redención.

Para que en la plenitud de la gracia fuese digna madre de tu Hijo La causa de la preservación de María de toda mancha de pecado original es la redención del mundo. Y esta redención es obra de Jesucristo. María es, pues, el instrumento para hacer llegar el Salvador al mundo. Y ella es ya así la primera salvada. "Alégrate, llena de gracia", dirá el mensajero celestial. Expresamos una realidad, de la que se hace también eco el prefacio de la misa de hoy: "en la plenitud de la gracia... ". Esta plenitud de la gracia de Dios, también será expresada por Isabel cuando, al recibir la visita de María, exclamó: "Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre". Así María es preparada por Dios como digna Madre de su Hijo eterno, que se dispone a entrar en el mundo para salvarlo.

Comienzo e imagen de la Iglesia, esposa de Cristo María es figura de la Iglesia. De la misma manera como María ha sido escogida y preparada desde el primer instante para ser una madre digna del Hijo de Dios, la Iglesia ha sido destinada a ser la madre que engendra por el bautismo nuevos hijos de Dios. Por eso este prefacio de hoy la llama "esposa de Cristo, llena de juventud y de limpia hermosura". Ciertamente la Iglesia es santa e inmaculada, pero está a la vez formada por hombres y mujeres pecadores. La solemnidad de hoy nos invita a pedir a Dios la purificación de su Iglesia y el perdón de nuestros pecados. Y, a la vez, el compromiso de llevar una vida santa, ya que todos -como María- hemos sido llamados a la santidad. Ésta podría ser hoy la oración dirigida a Dios por intercesión de María, ya que como dice el mismo prefacio "es abogada de gracia y ejemplo de santidad ".

J. BABURÉS
MISA DOMINICAL 1995, 15


21.

¿Donde estás?

La pregunta del Señor sorprende a Adán fuera de su sitio, lo mismo que Eva. Por eso su respuesta es disparatada. Primero la negación de la evidencia, Adán no quiere reconocer su propia desobediencia y echa las culpas a la compañera. Es el segundo paso, la insolidaridad. Y finalmente, la irresponsabilidad. Tampoco Eva reconoce su desobediencia y echa las culpas a la serpiente. Así es como Adán y Eva, rota la solidaridad, vuelven a unirse en la complicidad, que es todo lo contrario. Porque la complicidad acaba cuando ya no resulta ventajosa para los intereses individuales. La solidaridad, en cambio, que no se basa en el egoísmo sino en el amor y servicio al otro, busca siempre el bien común.

Aquí está la esclava del Señor.

Pero si Adán y Eva no supieron mantenerse en su sitio, María sí supo y quiso. Ante la visita del ángel y la invitación para ser la madre de Dios, María supo estar en su sitio, en el de la humanidad, reconociéndose como esclava del Señor. Y supo estar también en el sitio de la responsabilidad, aceptando incondicionalmente la propuesta del Señor: Aquí estoy, hágase en mí según tu palabra. E1 sí de Marías es el acto por el que ella se incorpora plenamente a los planes de Dios, y así nos incorpora también a nosotros en la persona de Jesús, el hijo que ha de nacer. Ese «sí» de María es la manifestación de su inocencia. En ese sí podemos ver la mujer libre y responsable, la mujer solidaria con la humanidad entera, la anti-Eva que no nos ofrece la maldición del fruto prohibido, sino el fruto bendito de su vientre, Jesús, el Salvador.

María, la Inmaculada.

La fiesta que hoy celebramos, la inmaculada concepción de María, no es un privilegio que la separe y la encumbre aparte y por encima de todos los hombres y mujeres, sino más bien una gracia por la que el Señor está con ella; y por ella, el Señor está también con nosotros. Libre por la gracia de Dios, libre de cualquier sombra de complicidad y de pecado, es libre y solidaria para decir sí al Padre y ser madre de Jesús, para decir sí a Jesús y ser la madre de todos los hombres. Como dirá Pablo, si por un hombre y una mujer entró la muerte en el mundo, por otro hombre, por otra mujer, entrará en el mundo la vida y la esperanza para todos. Por eso nos unimos al gozo de María, celebrando esta fiesta en su honor. Ella es la bendita de generación en generación.

Una nueva solidaridad.

Dios ha querido restaurar por María, en Cristo, una nueva solidaridad entre los hombres. Esta solidaridad no depende de la carne o de la sangre, de la descendencia de Abraham o de otra cualquier alcurnia, raza o nación, no depende de nada que no sea el mandamiento del amor. Es solidaridad y comunión en lo santo: en la fe y en el bautismo, en la esperanza y en la gracia de Dios, en el cuerpo y en la sangre de Cristo que se entrega por todos los hombres, en la devoción y amor filial a María, la elegida por Dios. Sólo en Cristo, unidos a Cristo, por la gracia de Cristo nos libramos de toda suerte de complicidad y de pecado y recobramos la inocencia original y una nueva llamada a la solidaridad y a la fraternidad.

Éste es el sentido de la fiesta que celebramos, la solidaridad de María con la humanidad entera, al dar su consentimiento a la voluntad salvífica del Padre.

Seamos solidarios, no cómplices.

Podría pensarse que tal vez no somos ni cómplices, ni solidarios. Pero si lo segundo parece más que evidente por los hechos, lo primero habría que demostrarlo. En efecto, abunda la insolidaridad. La gente no está para nadie, cada uno va a lo suyo y no quiere complicarse la vida con los demás. Esta indiferencia ante los demás, esta despreocupación, cuando no discriminación o menosprecio, es un modo de querer lavarse las manos y pasar de largo ante los problemas del prójimo. Y eso es, a todas luces, complicidad, ya que o somos cómplices o solidarios y no hay término medio. Así como Jesús no se lavó las manos, como Pilato, sino que dio su vida; y así como María, no se lavó las manos ante la misiva del ángel, sino que se comprometió por todos; así es como debemos aprender esta nueva forma de solidaridad los cristianos. Sólo así, por la gracia de Dios y con la gracia de Dios, nos veremos libres como María del pecado de origen: la insolidaridad de nuestros primeros padres, aquel primer intento de disculparse, echando la culpa a los demás, en vez de asumir con todas sus consecuencias la propia responsabilidad.

¿Somos cómplices o solidarios? ¿Tenemos intereses de clase, de grupo, de raza o sexo... que nos impidan ser solidarios de los otros? ¿Seguro que no hay nada de racismo, sexismo, clasismo?

Es fácil ser solidario en casos extremos, ¿somos solidarios habitualmente? ¿Somos solidarios no sólo dando cosas, sino dando comprensión, apoyo, compañía? ¿Qué significa para nosotros la Inmaculada Concepión? ¿Tratamos de entender el sentido y alcance de la fiesta? ¿Qué lugar ocupa en nuestra religiosidad la devoción a María?

EUCARISTÍA 1995, 55


22. LA MUJER Y LA SERPIENTE

La conversación de Dios con Adán y Eva después de su expulsión del paraíso refleja la situación de todos nosotros: el hombre huye de Dios, se oculta ante él y ante los demás. Vive en angustia. La serpiente ante la que el hombre, según la sentencia del versículo 15 debe temer, representa en último extremo la peligrosidad de la tierra, la situación de amenaza en la que vive el hombre, y su abandono. Apunta finalmente al poder de la muerte, el cual nos puede afectar en todas partes; nosotros tratamos de pisotearla, y, sin embargo, no podemos dominarla. Sin embargo, el poder que nos ha dado la ciencia sobre la tierra no ha cambiado desde entonces: precisamente debido a la técnica que trata de asegurarnos ante los peligros de la naturaleza, nos ronda de nuevos modos el estímulo de la muerte para dañarnos. Para el escritor bíblico, la serpiente simboliza asimismo el poder del pecado, que abre la puerta a la muerte. Para este contexto hoy somos bastante sordos: incluso el que cree en Dios, frecuentemente de tal mensaje no saca apenas nada, pues piensa que Dios no puede ser, en fin de cuentas, tan pequeño. Pero los apuros en los que se encuentra la actual sociedad nos podrían enseñar de nuevo la dependencia que existe entre el pecado y la muerte: ¡cuán difícil les es a los hombres el mantenerse a la altura de la humanidad! ¡Cuántos caminos descarriados se ofrecen ante él: el recurso a la bebida, la entrega a la corrupción, a la pereza. Donde se resquebraja la fuerza moral, la humanidad se convierte en algo asqueroso, y la concordia entre los hombres se hace añicos.

El cristianismo ha leído la sentencia del versículo 15 que refleja esta tragedia de la humanidad, a partir de su fe, como una palabra de promesa. Ahí se advierte el cambio de la perspectiva: de la desesperación a la perspectiva de la esperanza, la cual se da siempre que entra en juego la fe cristiana. En el texto veterotestamentario, el futuro no es claro. No se ve claro si existe una victoria en el enfrentamiento entre el acechar y el aplastar. A través de la resurrección de Jesucristo, esas palabras adquirieron otro sentido; de la nebulosa doble luz surgió la aurora: ahora se hizo claro que lo último no es el acechar de la serpiente de la muerte, sino su aplastamiento, y que, en definitiva, lo que queda a flote es la victoria de la vida. La sentencia de muerte sobre el hombre se transforma en el mensaje mesiánico, en el «proto-evangelio». A este primer evangelio pertenece la mujer, pertenece María: ella es efectivamente la «madre de los vivientes». En ella la serpiente no tiene parte.

Así, éstos se convierten en unas auténticas palabras de adviento. Con mucha frecuencia nos vemos inclinados a desconfiar del hombre. Los poetas de hoy lo describen como una sucia cloaca: incluso su bondad, puesta a la luz, sería solamente hipocresía. Lo que se opone a tal desesperación es el ser humano que es puro. Pero, para tal oposición, tenía necesidad del ser humano en el que no tuvo parte alguna el pecado y se convierte así en la puerta a través de la cual puede entrar Dios en el mundo y unirse con el hombre. A partir de María quedó bien establecido que el ser humano no es sólo un egoísta, él es y continúa siendo siempre, de una manera traslúcida y transparente, para Dios. Toda la vida de María consiste en aquellas palabras: «Hágase lo que has dicho o según tu palabra». En esta entrega a la voluntad de Dios, logra el fruto del árbol de la vida y así supera el gesto de Eva, que se dedicó a aquello que era un placer para la vista (o «hermoso a la vista») (versículo 6) y que luego se convirtió en el fruto de la muerte. Entre ambos árboles, entre ambos frutos, entre el ser dominados por el «placer de la vista» y la apertura de la voluntad a la palabra de Dios, nos hallamos nosotros. La fe significa el ponerse en camino en la dirección de adviento del acechar y del aplastar y hacia el «sí» de María, y así hacia aquello donde se da el juicio para la salvación y para la vida eterna.

JOSEPH RATZINGER
EL ROSTRO DE DIOS
SÍGUEME. SALAMANCA-1983.Págs. 114-116


23. INDICACIONES HOMILÉTICAS.

Con la elección de las tres lecturas (Gén 3,9-15.20; Ef 1,3-ó.11-12, Lc 1,26-38), la liturgia intenta suscitar la alabanza de Dios por su plan salvífico, que se realiza plenamente en María. Si a veces se ha imaginado a la Inmaculada como un monte cubierto de nieve, iluminado por el sol pero demasiado distante de nosotros e inalcanzable, la palabra de Dios nos revela que ella forma parte de una historia de salvación en la que también nosotros estamos implicados. La Inmaculada se convierte en una verificación de nuestra condición y de nuestro destino: no alienación, sino concienciación y compromiso personal.

El ambiente opaco sobre el cual destaca la figura de la Inmaculada es el descrito por el Génesis, que se propone de diversas formas en las varias épocas: la condición paradójica del hombre, victima de la mordedura del sufrimiento, desgarrado por las multiformes variaciones del mal, marcado por la culpa como individuo y como miembro de la sociedad.

El eterno problema del dolor encuentra en la meditación sapiencial del hagiógrafo una respuesta etiológica: en su actual configuración, el mundo es fruto de una trágica ruptura del hombre con Dios. Los hombres, tipológicamente representados por la pareja de sus progenitores, pecaron cediendo a la instigación de la serpiente, personificación del poder maléfico hostil a Dios. El pecado de Adán y Eva consiste sustancialmente en una decisión soberbia de autonomía, que suplanta a Dios, considerado como rival del hombre. La meta contemplada por la serpiente —"seréis como Dios" (Gén 3,5)— es en la práctica la muerte de Dios en el corazón del hombre, pues sus imposiciones morales son sentidas como límite de las libres opciones humanas. El pecado es no fiarse de Dios y colocarse fuera de su influjo en un intento de titánica autosuficiencia. Alterada la relación de comunión familiar con Dios, todas las demás armonías quedan alteradas: tendencia instrumentalizadora entre hombre y mujer (Gén 3,7), escisión entre la humanidad y la tierra maldita (Gén 3,17), lucha sangrienta y diaria entre la estirpe humana y la descendencia de la serpiente (Gén 3,15). El pecado de los progenitores se convierte en el pecado del mundo, mostrando lo maléfica y destructora que es su raíz, o sea, el querer prescindir de Dios. La historia se convierte en una sucesión de vana soberbia cerrada al diálogo (torre de Babel: Gén 11,4-9), de violencia homicida (Caín-Abel: Gén 4 811), de corrupción moral (diluvio: Gén 6,5-12). Una trágica letanía de males se desgrana a través de siglos y milenios, llegando hasta nosotros: injusticias, opresiones, guerras fratricidas, terrorismos, contaminación ecológica, enfermedades físicas y psíquicas... Todo esto marca el ocaso del sueño iluminista de una sociedad feliz. No obstante, nada hay más ajeno al texto bíblico que una actitud fatalistamente resignada ante la dramática situación. El hombre está empeñado en una lucha sin cuartel contra las fuerzas del mal, consciente de que debe aplastar la cabeza de aquella serpiente que se arroja contra su calcañar para herirlo mortalmente con su mordedura venenosa. En esta lucha inevitable el veredicto de Dios está en favor del hombre y de la mujer, cuya victoria final se entrevé; en efecto, mientras que Dios deja a la serpiente con su maldición, cuida solícitamente de la primera pareja humana (Gén 3,21) y especifica en el curso de la historia posterior su promesa de salvación en el sentido de una bendición en favor de la humanidad (Set, Noé, Sem) y del pueblo elegido (Abrahán, Isaac, Israel) hasta la llegada de la descendencia de la mujer, a saber: Jesucristo (Gál 3,16; Mt 2,15). Es sabido que la interpretación del protoevangelio ha especificado a la mujer y su estirpe, que en el texto bíblico indican genéticamente a Eva y su descendencia en el sentido del mesías victorioso de Satanás (padres griegos), y por tanto de María asociada a esta victoria (traducción latina). Será la historia la que especifique post eventum el sentido pleno del primer anuncio de salvación.

EI himno cristológico de la carta a los Efesios (13-14) interpreta en el sentido de bendiciones espirituales (o intervenciones salvíficas) los dones destinados a los hombres por el amor del Padre: vocación, vida divina, redención, revelación del misterio de Cristo y de la iglesia (compuesta por judíos y paganos). En particular se subraya la elección por gracia a ser santos, es decir, pertenecientes a Dios y consagrados a su servicio, e inmaculados, o sea, caracterizados por la pureza de las ofertas sacrificiales exigida por el AT (Lev 1,3.10): los cristianos han de llevar una vida irreprochable y alejada del pecado. La bendición, prometida a los padres como dones materiales, se realiza en Cristo, redentor y prototipo de vida filial, y se derrama como "riqueza de gracia" (Ef 1,7) en los cristianos. Pablo no menciona a María como primera beneficiaria de la bendición de Dios en Cristo, como lo hará Lucas (1,28.42); pero anticipa su plenitud de gracia y su camino inmaculado en la descripción de los efectos de la redención sobre los miembros de la iglesia. La victoria les está ya adjudicada mediante "la excelsa grandeza de su poder" (del Padre), que se ejerce en Cristo salvador y en el Espíritu Santo santificador (Ef 1,13.19). Salvando las diferentes modalidades de redención, existe por tanto una real comunicación de destino entre María y los cristianos, los cuales deben sentirse amados por Dios desde la eternidad y estarle agradecidos mediante la alabanza por las bendiciones recibidas.

Si Pablo se limita a hablar de Cristo y de los cristianos en el contexto del plan de amor del Padre, Lucas en su "evangelio áureo" (1 ,26-38) presenta la figura de María como aquella en la cual se realiza la vocación salvífica de la hija de Sión de modo único y ejemplar. María es invitada a la alegría por la venida de Dios en medio de su pueblo, según las profecías veterotestamentarias (Sof 3,14-15; Zac 2,14; 9,9): en su benevolencia gratuita, el Señor la ha elegido para ser la madre del Hijo del Altísimo. El ángel la saluda "llena de gracia", que literalmente significa "tú que has sido y permaneces colmada del favor divino" (Biblia de Jerusalén). La gracia equivale en el AT a favor real (ISam 16,22; 2Sam 14,22; 16,4) o relación de amor (Cant 8,10): aplicado a María, este término —lo mismo que en Ester— une los dos significados e indica el amor real de Dios por ella como persona predilecta. Indudablemente no hay que olvidar que aquí, como en los anuncios veterotestamentarios, el favor divino recae sobre María en cuanto destinataria de una misión salvífica para con el pueblo. Esta perspectiva dinámica no impide, sino que exige, una transformación interior que haga capaz de realizar la obra confiada por Dios. Por eso el favor divino se traduce para María en el envío del Espíritu, que no sólo la habilita para engendrar virginalmente al Hijo de Dios, sino que le hace pronunciar aquel acto de fe total en vano esperado por el pueblo elegido. La perfecta disponibilidad de la "esclava del Señor" (Lc 1,38), que se abandona confiadamente a Dios y arriesga la existencia sobre su palabra, se explica con la nueva creación obrada en ella por el Espíritu. Este retrato lucano de la mujer en positivo es una antítesis —como lo vieron Justino e Ireneo— con la figura de la mujer del Génesis: María es lo contrario de Eva porque en ella no prevalece el pecado, sino la adhesión cordial al querer de Dios.

El plan divino presentado por las lecturas elegidos para la solemnidad de la Inmaculada Concepción se articula en sus dos fases de la caída y de la salvación, del pecado y de la santidad; mas no de modo unívoco, porque permanece la lucha entre el mal y el bien. Con Cristo es introducida en el mundo una fuerza salvífica poderosa, capaz de derrotar definitivamente al mal. Esa fuerza se revela en María, su madre, totalmente envuelta en el amor del Padre y cubierta con la sombra del Espíritu, que da a Dios el consentimiento de la fe. En ella —como lo ha comprendido la iglesia a lo largo de los siglos— el mal no hace presa, porque es objeto permanente del amor de Dios en cuanto madre del Salvador. Por eso la iglesia proclamará a María como "aquella cuya existencia —no obstante el pecado del mundo, por el que ella ha debido también sufrir— está rodeada desde el principio por la gracia victoriosa de Dios, que la ha salvaguardado y ha salvaguardado con suave poder su libertad como inmaculada, y no cederá a una envidia pseudodemocrática, la cual no soporta que no todos tengan en la historia la misma función.

Reconocer a María inmaculada es un acto doxológico de alabanza por las "grandes cosas" obradas en ella (Lc 1,49); un motivo de esperanza, porque indica la marcha de la historia en el sentido del triunfo de la gracia sobre el pecado, un estar involucrado en la actividad salvífica mediante la opción fundamental por Cristo siguiendo la huella de la respuesta de fe de María.

S. DE FIORES
DICC-DE-MARIOLOGIA. Págs. 936-938