11 HOMILÍAS PARA LA FIESTA DE LA EXALTACIÓN DE LA SANTA CRUZ
(9-11)

9. DOMINICOS 2003

“La cruz, a secas, ni se ama ni se puede amar. Lo que sucede es que nadie habla de la cruz a secas, sino de la cruz del Crucificado”, según Moltmann. Tampoco nosotros celebramos la exaltación de cruz alguna a secas, pero, por el Crucificado, celebramos el misterio de su cruz y, por él y por ella, reflexionamos sobre las nuestras.

Desde entonces, el misterio de la cruz del Crucificado es nuestra señal, la señal del cristiano, que nuestros mayores nos enseñaron a usar con frecuencia. Lo aprendimos de san Pedro, cuando, en la mañana de Pentecostés, entendió y proclamó quién era  el que había estado con ellos, su vida, su muerte y su resurrección. Y comprendió también por qué la muerte no había triunfado sobre él, y, desde aquel mismo día, empezó a predicar por todas partes, junto con sus compañeros, el nombre de Jesús y, como testimonio, la señal de la cruz.

Dicen que en alguna de las últimas guerras se “peinaron“las informaciones y las fotografías de las mismas. No es que no fueran verdaderas, sino que no eran toda la verdad. Se decía también que una guerra sin muertos o con pocos muertos o sin que se vieran los muertos, era más vendible. Esta puede ser la gran tentación de nuestros días: que por aquello de la desacralización y el empeño de convertir en “light” todas las bebidas fuertes, suavicemos la cruz, la despojemos de sangre, la hagamos inteligible y hasta un tanto aceptable para el mundo que nos rodea y, sin darnos cuenta, para nosotros mismos.

Porque, desde que “la cruz fue escándalo para los judíos y locura para los gentiles” (Cor 1,23), no nos puede extrañar el rechazo a la cruz, por antiestética, indigna e inhumana. San Pablo en Atenas no se atrevió a nombrar la cruz porque sabía lo escandalosa que resultaría para ellos. Un Dios muerto en la cruz iba hasta contra las buenas costumbres; en la cruz sólo morían los esclavos.

No obstante, nosotros celebramos la cruz, la exaltamos y, al hacerlo, celebramos, exaltamos y adoramos al Crucificado. Y lo hacemos desconcertados por el misterio, pero sin escandalizarnos, porque la sombra de la cruz se proyecta no sólo sobre su muerte sino también, y sobre todo, sobre su resurrección.

Árbol del amor consumado

Así se narra la tradición de esta fiesta cristiana: recuerda la recuperación de la cruz en que murió Jesús de Nazaret. Había sido trasladada a Persia por el rey Cosroes, como botín de guerra después de apoderarse de Jerusalén (a. 600) y matar en ella a muchos miles de cristianos. Catorce años después Heraclio, rey de Constantinopla, persiguió y venció a Cosroes y entró victorioso en Jerusalén, portando la cruz que había recuperado. Pero avisado por el patriarca Zacarías de que esa marcha triunfal y lujosa no era aceptable a los ojos de Dios, Heraclio se despojó de sus ricas vestiduras y descalzo llevó en su hombro el sagrado madero y lo repuso en el monte Calvario. Este hecho ocurrió el 14 de septiembre del año 614, y desde entonces el pueblo cristiano celebra con toda solemnidad la fiesta de la Exaltación de la Cruz.

Comentario bíblico:

Iª  Lectura: Números (21,4b-9): De paso por el desierto

I.1. Este texto del libro de los Números nos resulta hoy una verdadera leyenda religiosa, casi pagana, propia de un pueblo del desierto que tiene que defenderse contra los adversarios más naturales de ese hábitat. No podía ser de otra manera y no merecería la pena entrar en una interpretación historicista del relato (como sería el pensar que esta tradición habría nacido en contacto con las minas de cobre en la Arabá, en Timna, cuando el pueblo pasa por allí). Sabemos que a la religión se le ha dotado de tradiciones y leyendas que a veces pueden resultar demasiado culturalistas. Eso es lo que sucede en este caso. Los hombres siempre han recurrido a artes extrañas e incluso las han plasmado en ritos religiosos con los que quiere expresar que solamente es posible que Dios nos defienda. 

IIª  Lectura: Filipenses (2,6-11): La solidaridad divina se ha humanizado

II.1. Son muchos los que piensan que Filipenses 2:6-11 es en su esencia un antiguo himno cristiano. Pablo lo tomó, lo adaptó y lo retocó, con objeto de que sirviera para poner ante la comunidad de Filipos el “modelo” de la deidad velada en el misterio de su anonadamiento. Los creyentes alababan al Hijo de Dios: porque “se despojó a sí mismo” (v.7) y escogió dejar de lado sus propios derechos y privilegios para convertirse en hombre. Y no cualquier hombre, sino un siervo humilde, esclavo, con lo que ello significaba en aquél ambiente. Y murió, pero no con una muerte humana, sino inhumana: la “mors turpissima” que se despreciaba en aquella sociedad, como se repudiaba a los esclavos y a los que hambreaban tener la dignidad que su conciencia y su corazón les dictaban.

 II.2. No es determinante que insistamos o pongamos de manifiesto si las dos estrofas del himno tienen el mismo equilibrio; tampoco el trasfondo (background) que las sustenta, aunque resulte erudito. Es una pieza, sin embargo, que quiere cantar antes que nada la kénosis (el vaciamiento, el despojamiento) de lo divino en lo humano. No se trata tampoco de que esto lo entendamos ontológicamente, porque no es la ontología del ser divino y el humano lo que aquí prevalece. Es verdad que antes de que Jesús, el Señor y el Hijo de Dios fuera uno de nosotros, preexiste en una “prehistoria” divina a la que renuncia para llegar a la kénosis. Esa, y no otra, es la razón de la alabanza de este himno que se cantaba en alguna comunidad paulina. Esa prehistoria es importante, porque no se está hablando simplemente de la aparición de un hombre extraordinario, como otros hombres maravillosos han aparecido en la historia.  ¡No! “Apparuit  Deus in humanitatem suam”.

II.3. Entonces ¿qué significa kénosis? Entre las muchas cosas que se pueden decir elegimos ésta: la solidaridad  con los que no son nada en este mundo. Esa es la razón por la que se compuso este himno. Y no se trata de una simple solidaridad social, sino de radicalidad antropológica. Si se hizo esa opción antropológica es porque a Dios le interesa el hombre, la humanidad y, de la humanidad, aquellos que han sido reducidos a lo inhumano. La muerte en la cruz es la máxima expresión de lo inhumano y hasta ahí llegó. Y ello no es una simple representación estética. Por medio está toda una vida y unas opciones proféticas en medio de un pueblo que adora a Dios, pero que le llevan a una condena. No eligiera concretamente la muerte en la cruz en el misterio de su kénosis; eso quedaba a decisiones de los que podían resolver y decidían sobre la vida y la muerte de las personas. Y esos precisamente, emperadores y reyes, querían recorrer un camino opuesto al del Hijo: dejar de ser hombres para ser adorados como dioses. Algunos lo consiguieron con mucha sangre y crueldad, pero su divinidad se ha esfumado. Que Pablo haya añadido “y una muerte de cruz” – como muchos creen-, es para dejar bien asentada esa solidaridad radical.

II.4. Por eso se le dio un nombre nuevo. El nombre es una misión. Su nombre es Jesús, el que tuvo siendo hombre en esta historia, pero desde la cruz ese nombre viene a ser fuente de salvación: Dios es mi salvador, significa. El crucificado, pues, ya no es un maldito, sino el bendito porque ha sabido llegar a “entregarse” por todos. Y al nombre de Jesús… La cruz no es adorada, no puede serlo. La cruz es un patíbulo y sigue siendo un patíbulo para muchos. En la cruz hay que poner un nombre, una persona, una historia real, un Hijo, que es lo que le da sentido. Allí, en la cruz, se resuelve toda una historia de amor de Dios por la humanidad. Y esa historia la realiza Jesús, el crucificado, que por su solidaridad con la humanidad es glorificado.

Evangelio Juan (3,13-17): El amor crucificado es glorificado

III.1. El diálogo con Nicodemo es una de las estampas más significativas del evangelio de Juan. Nicodemo, desde “su noche”, viene –según el evangelista- a encontrarse con Jesús ¿por qué? Habría que pensar en el trasfondo de la comunidad joánica, así como en el acercamiento de algunos judíos a los cristianos, para poder entender esta escena. Hubo enfrentamientos muy fuertes entre judíos y cristianos, y esto se refleja en este evangelio. Pero también hubo judíos que con toda su carga religiosa y su tradición querían buscar la verdad, la luz, el agua viva, el nuevo maná. Los israelitas en el desierto protestaban contra el maná y vinieron serpientes. Estos conceptos teológicos son muy propios del evangelio de Juan.

III.2. En concreto, los vv. 13-17 corresponden a una reflexión teológica, sobre palabras de Jesús, que tienen una carga soteriológica de envergadura. Aquí se ha querido ir más allá de lo que el mismo Jesús pudo decir en su vida histórica. Porque no podemos olvidar que este evangelio se construye con una ideología soteriológica que se pone de manifiesto desde la misma presencia de Jesús en la “encarnación”. Jesús es el “revelador” de la salvación y quien se encuentra con él y cree en él, se encuentra con la vida. El texto, además, intenta superar la escena religiosa-culturalista de la primera lectura (Núm 21,8). Ahora los hombres no tienen que mirar a una serpiente en su “abrasador” (saraf: cf Is 30,6), sino al trono de la cruz, donde ha sido elevado, el Hijo del hombre. Ahora la salvación no queda en mirar a un animal venenoso, por mucho simbolismo que tuviera en la antigüedad y en la Biblia.

III.3. En la cruz esta el “hijo del Hombre”. El “abrasador” es una cruz que los hombres han levantado para quien revelaba a Dios de una forma nueva e inaudita. Y esto lo explica la teología joánica como “amor” de Padre al mundo. Es, probablemente, la afirmación soteriológica más decisiva de estas palabras del evangelio. El Hijo de Dios ha venido entregado por el Padre “para salvar” al mundo. El mundo en San Juan son los hombres que no aceptan el proyecto salvífico de Dios. Bien, pues ese Dios no odia al mundo, sino que lo ama y lo muestra en el misterio de la entrega del Hijo. Podríamos atrevernos a decir que el texto evangélico de hoy es una “versión” joánica del himno de la carta a los Filipenses, ni más, ni menos. Con un trasfondo distinto, pero que viene a sostener la misma verdad.

III.4. Se ha dicho que este es también un texto de profundo calado escatológico, muy propio de la teología joánica. ¡Es verdad! El juicio de nuestra salvación futura no es una decisión jurídica y enrevesada de última hora ante un ficticio tribunal divino. Esa es una imagen apocalíptica poco feliz. Es en el presente donde se está decidiendo nuestro porvenir salvífico. Ello es posible al aceptar por la fe al que ha sido “elevado a lo alto”, en la cruz, donde se inicia su gloria. En la teología del cuarto evangelio la elevación en la cruz es la glorificación; por eso se permite proclamar: “y yo cuando sea levando de la tierra, atraeré a todos hacia mí. Decía esto para significar de qué muerte iba a morir.” (Jn 12,32-33). Todo con una garantía que teológicamente es irrenunciable: el Dios de nuestra salvación es un Dios que ama al mundo que lo rechaza. No es un dios perverso o rencoroso. Es un Dios que quiere ser aceptado, que quiere ser amado, desde el amor que Él mismo ha mostrado en su Hijo entregado hasta la muerte en la cruz. Esa es su gloria y esa es nuestra garantía.

Miguel de Burgos, OP

mdburgos.an@dominicos.org

Pautas para la homilía

Todo comenzó en un día en torno al 7 de abril del año 30, cuando Jesús de Nazaret murió crucificado en Jerusalén. Para los que no tienen fe cristiana, un suceso irrelevante. Entonces y ahora son muchos los que mueren ajusticiados y, a veces, asesinados por sus semejantes. Pero, para los que creen en Jesús, para sus seguidores, Jesús era Dios. Y, desde entonces, la cruz dejó de ser sólo el suplicio donde morían los esclavos para convertirse en la sangrienta y misteriosa “solución” para quitar Dios los pecados del mundo.

Primero un problema: en el estado de bienestar en el que nos toca vivir, ¿cómo imitar hoy a san Pedro, a los apóstoles, y anunciar algo tan contradictorio como la cruz a una sociedad que parece buscar sólo la comodidad? ¿Cómo explicar hoy el mensaje de la cruz a una civilización tan hedonista que identifica felicidad con placer? ¿Y, sin pensar en los demás, cómo vivirlo nosotros, creyentes y practicantes, imbuidos como estamos de esta cultura de bienestar? Hoy las iglesias y los conventos han dejado de tener los fuertes muros protectores de antaño; la intercomunicación y la globalización son un hecho, y todos participamos de la misma cultura y de similares intereses.

En este contexto celebramos la exaltación de la cruz de Jesús, constatando, de entrada, que Jesús mismo vivió y sintió esta misma dificultad de aceptación de la cruz cuando sus mismos discípulos no entendían que él tenía que subir a Jerusalén y morir. Nosotros, que ya sabemos todo lo que pasó y cómo pasó, aceptamos más fácilmente su pasión y su muerte, su cruz, pensando en su resurrección. Hasta tal punto aceptamos la cruz que la hemos colocado en las torres de nuestros templos, en las cimas de las montañas, y en nuestros hogares y mesas de trabajo. La hemos repujado de oro, plata y piedras preciosas y la usamos como adorno personal. E, inconscientemente, surge la pregunta, ¿es ésta la cruz de Jesús o es, más bien, una cruz descrucificada que no tiene gran cosa que ver con la original?

Porque la cruz de Jesús, según el Evangelio, no tiene adornos, está desnuda y no es atrayente. Pero, es el centro de todo el Evangelio. Los apóstoles, mientras vivió Jesús, no lo entendieron así, pero, una vez que murió y resucitó, la descubrieron en toda su grandeza y omnipresencia y la convirtieron en el centro de su predicación.

Si nuestras cruces tienen valor es porque, de alguna forma, estaban ya presentes en el monte Calvario junto a la suya y, misteriosa pero realmente, son su prolongación. Sólo por aquélla tienen valor éstas que, por otra parte, gozan de ventajas sobre aquélla, como bellamente nos dice Bernanos: “Jesús ha tenido miedo a la muerte. Muchos mártires no han tenido miedo a la muerte. Los mártires eran sostenidos por Jesús, pero Jesús no tenía la ayuda de nadie, porque toda ayuda y toda misericordia proceden de él. Ningún ser vivo entró en la muerte tan solo y tan desarmado”.

Pero, a pesar de estas ventajas, las cruces existen. Existen no sólo en las cumbres de las montañas y en las bendiciones de los sacerdotes. Si los ricos pudieran vender sus cruces, habría menos pobres. Todos, pero particularmente los sacerdotes, la hemos visto donde menos se esperaba que se pudiera encontrar: hospitales, hogares, ancianos y niños, solteros, casados, célibes y consagrados. Ni siquiera la iglesia o los conventos se libran de ella. Al final, la última cruz, como en el caso de Jesús, es aquélla sobre la que morimos.

¿Qué respuesta tener, en cristiano, en religioso, ante las cruces, ante el sufrimiento? ¿Deberá ser de agradecimiento porque nuestras cruces son participación de la suya? ¿Deberá ser de gratitud porque todo, y por tanto también la cruz, es fruto del amor infinito de Dios? ¿O sólo resignación?

Una respuesta la podemos encontrar en María que, después de Jesús, puede que sea quien más sabe de cruces y de dolores. La actitud de María es distinta en el “Magnificat” y en el monte Calvario. En el primer caso, María expresa su regocijo y  agradecimiento por un gran bien y por el mejor de los regalos. En el segundo, “Stabat mater dolorosa, juxta crucen lacrimosa, dum pendebat Filius”. Lo normal, en humano y en cristiano, es alegrarse con los regalos y lamentar las cruces. Lo normal, en humano y en cristiano, es ser agradecidos con Dios, darle las gracias por sus dones y aceptar las cruces porque son inherentes a la naturaleza humana. Y puede que lleguemos al grado heroico de agradecer a Dios y alegrarnos por las cruces por poder compartir la suya.

La otra y definitiva respuesta la encontramos, como siempre, en Jesús y en su Evangelio. Estando en Getsemaní, padeciendo ya el comienzo de su Pasión, nos propone el modelo de todo oración de petición:

1º. “Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz”. Ora y pide al Padre que aparte de él el cáliz de su profundo sufrimiento. Y lo hace con sangre, sudor y lágrimas. Plena sinceridad.

2º. “Pero, no se haga mi voluntad sino la tuya” (Lc 22,42). Lo último siempre la sumisión absoluta, la entrega total a Dios.

Agradecimiento profundo por todos los dones de Dios. Aceptación de las cruces, de los sufrimientos y, al final, de la muerte. Y, como última actitud, “hágase tu voluntad”. Aunque, en circunstancias puntuales, mirándole a él y con sentimientos similares a los suyos, tengamos que decir también: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27,46). 

Fray Hermelindo Fernández,O.P.
hfernandez@dominicos.org


10. CLARETIANOS
Los medios de comunicación cada día nos conducen inconscientemente a "exaltaciones" de signo político, deportivo o social. Hoy, sin embargo, no ocupa la primera página de este lugar diario de encuentro ninguna estrella del deporte ni figura de revista del corazón ni personaje heroico o acontecimiento histórico. Hoy en el centro y bien visible aparece ese símbolo que nos identifica como cristianos: la Cruz. Define nuestro diccionario "Exaltación" como la acción de elevar a alguien o algo a gran auge o dignidad realzando su mérito o circunstancias. ¿Qué dignidad o mérito podemos encontrar en el mayor símbolo de fracaso? ¿Por qué hacer fiesta y exaltar la cruz? ¿En que consiste la cruz para el cristiano? No suceda que nosotros coloquemos la cruz donde Jesús nunca la puso.

La "cruz" representa para la mayoría de nosotros todo aquello que nos hace sufrir, incluso ese sufrimiento que aparece en nuestra vida generado por nuestro propio pecado o manera equivocada de vivir. Cruz es el sufrimiento que se producirá en nuestra vida como consecuencia de seguir a Jesús y los valores del evangelio. Contemplar la cruz y a Dios crucificado en ella puede cambiar de raíz nuestra actitud cuando padecemos la enfermedad, somos víctima de la desgracia, sufrimos la dureza de la vida o las consecuencias de seguir los pasos de Jesús. Y no diremos: "¿Por qué me mandas esto?, ¿qué pecado cometí?", sino que nuestra súplica creyente será: "Dios mío, contemplando tu cruz sé que mi sufrimiento te duele tanto como a mí; sé que también ahora me acompañas y me sostienes, aunque no te sienta. Confío en Ti. No sé cómo ni cuando, pero un día conoceré contigo la paz y la dicha".

Por eso exaltamos la cruz y porque no es el último destino de quien sigue a Cristo. Los creyentes no vivimos la cruz como derrotados, sino como portadores de una esperanza final. Si asumimos esa cruz inevitable en todo aquel que se esfuerza por ser él mismo más humano y por construir un mundo más habitable, es porque queremos arrancar para siempre del mundo y de nosotros el mal y el sufrimiento. A la cruz, a una vida crucificada como la de Jesús, sólo le espera resurrección. Por eso hoy nos gozamos y hacemos fiesta contemplando la cruz., por encima de otras exaltaciones efímeras mundanas que nos acompañan cada día.

Teodoro Bahillo (tbahillo@teleline.es)



11. COMENTARIO 1

Frente a las dos reacciones se muestra ahora la verdadera realidad del Mesías. Para los fariseos, la Ley era fuente de vida y norma de conducta; para Juan, la única fuente de vida es el Hombre levantado en alto, el Hijo de Dios, don de Dios a la humanidad para salvarla (13-18).

v. 13: Nadie sube al cielo para quedarse más que el que ha bajado del cielo, el Hijo del hombre...

Haber bajado del cielo señala la calidad divina de Jesús, por poseer la plenitud del Espíritu (cf. 1,32: el Espíritu que bajaba como paloma desde el cielo).

Subir al cielo para quedarse significa victoria, éxito. Sólo el que es capaz de amar hasta entregarse a sí mismo puede obtener y asegurar el triunfo definitivo, instaurar la nueva sociedad humana (el reino de Dios).

vv. 14:16: Lo mismo que en el desierto Moisés levantó en alto la serpiente, así tiene que ser levantado el Hombre, 15para que todo el que lo haga objeto de su adhesión tenga vida definitiva.

16Porque así demostró Dios su amor al mundo, llegando a dar a su Hijo único, para que todo el que le presta su adhesión tenga vida definitiva y ninguno perezca. El Hombre levantado en alto (doble sentido: cruz y exaltación) es señal visible, fuente de vida que libra de la muerte. Dios es puro amor, pretende sólo salvar, comunicar una vida que supera la muerte (16-17).

v. 17: Porque no envió Dios el Hijo al mundo para que dé sentencia contra el mundo, sino para que el mundo por él se salve.

Ausencia de juicio; es la opción del hombre la que determina su suerte.


COMENTARIO 2

El evangelio de Juan, que tanto insiste en la encarnación de Jesús ("El Logos se hizo carne" 1,14), igualmente insiste en la muerte de Jesús como glorificación. Jesús revela en la cruz el amor de Dios a la humanidad ("tanto amó Dios al mundo..."), para que ésta tenga ya ahora vida eterna. La vida que Jesús construye en la cruz, es una vida humana plena que ya no muere. Juan afirma así una escatología realizada: la condición última de la humanidad y del mundo la vivimos ya ahora en el presente. Más adelante lo dice claramente: "el que escucha mi Palabra...tiene vida eterna...y ha pasado de la muerte a la vida". La muerte en cruz era la muerte más temida por todos los oprimidos del imperio romano. Jesús transformó esta cruz en glorificación y medio para poseer una vida eterna. En este sentido la exaltación de la cruz no es la exaltación del sufrimiento y del sacrificio, sino la posibilidad de transformar el sufrimiento en construcción de vida humana plena. Jesús nos enseña cómo pasar de la muerte a la vida. En el himno a Jesús, que nos transmite la carta a los Filipenses (2, 6-11), se nos revela el despojo y la humillación de Dios, que hace posible la exaltación del pobre y del oprimido. Jesús no asume la condición de hombre, sino la de esclavo y de un esclavo que muere en la cruz. La exaltación de Jesús-esclavo como Señor, abre la posibilidad al pueblo oprimido de ser Señor de la historia.

1. Juan Mateos, Nuevo Testamento, Ediciones Cristiandad 2ª Ed., Madrid, 1987 (Adaptado por Jesús Peláez)
2. Diario Bíblico. Cicla (Confederación Internacional Claretiana de Latinoamérica)