31
HOMILÍAS PARA LA CONMEMORACIÓN DE TODOS LOS FIELES DIFUNTOS
17-31

 

17. CLARETIANOS 2002

Para muchas personas, el mes de noviembre, y no sólo el día de hoy, es un tiempo dedicado a la conmemoración de todos los fieles difuntos. En el hemisferio norte estamos en el corazón del otoño. La naturaleza vive su propia muerte. Todo (la luz solar, las hojas de los árboles) va muriendo lentamente. Podríamos decir que el otoño es una metáfora de ese morir lento que nos acompaña a todos. Desde que nacemos estamos ya listos para morir.

Cada año, cuando llega esta fecha, se abre otra vez el arcón de los recuerdos. De él sacamos los rostros y los nombres de todos aquellos seres humanos que han estado vinculados a nosotros. Algunas personas viven este momento con gran tristeza. Si pudieran, evitarían toda conmemoración. No pueden soportar el recuerdo o el dolor de la separación. Otras, por el contrario, superada la fase de desgarro, viven estos momentos con mucha serenidad, como un ejercicio de comunión espiritual con los que han desaparecido físicamente pero "viven en el Señor".

Más allá de nuestra manera personal de evocar a los seres queridos que ya han muerto, ¿cuál es el sentido cristiano de este día? ¿Qué luz nos viene de la Palabra de Dios? Creo que podríamos vivirlo como un día de acción de gracias y de petición.
Damos gracias a Dios por los hombres y mujeres que ha puesto en nuestro camino y que nos han ayudado a ser lo que somos. Cada persona muerta es un germen de vida. Con el paso del tiempo tomamos conciencia de lo que tal vez no comprendimos cuando se estaba produciendo: tantos detalles de amor, de cercanía. La gratitud es el fruto maduro de la gracia. Al mismo tiempo, le pedimos a Dios por nuestros hermanos y hermanas.

¿Qué podemos pedir? En este terreno, tan propicio a las elucubraciones o a las opiniones personales, yo siempre he preferido dejarme guiar por la liturgia. Me parece que la súplica más simple y profunda es pedirle a Dios que "así como (nuestros hermanos y hermanas) han compartido ya la muerte de Cristo, compartan también con él la gloria de la resurrección". Le pedimos que se haga realidad en ellos el sueño de Dios, que Él, por tanto, purifique, perdone, complete las existencias de nuestros seres queridos y de todos los que han muerto en la esperanza de la resurrección.

Me conmueven las palabras de Jesús en el evangelio de Juan: "Voy a prepararos un lugar". No es que nosotros tengamos que asegurarnos nuestro "retiro celestial" a base de cotizar a un extraño sistema de "seguridad social celeste". Para cada ser humano Jesús ha preparado un lugar junto a Dios. La muerte no es, por tanto, el ocaso de la vida, sino la puerta de acceso al encuentro definitivo con Dios, a la vida plena.

Gonzalo (gonzalo@claret.org)


18. 2001

EVANGELIO
Mateo 25, 31-46
(trad. Juan Mateos, Nuevo Testamento, Ediciones Cristiandad 2ª Ed., Madrid, 1987)

31Cuando el Hijo del hombre llegue en su gloria acompañado de todos sus ángeles, se sentará en su trono real 32y reuni­rán ante él a todas las naciones. El separará a unos de otros, como un pastor separa las ovejas de las cabras, 33y pondrá a las ovejas a su derecha y a las cabras a su iz­quierda. 34Entonces dirá el rey a los de su derecha:

-Venid, benditos de mi Padre; heredad el reino prepa­rado para vosotros desde la creación del mundo. 35Porque, tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me recogisteis, 36estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, estuve en la cár­cel y fuisteis a verme.

37Entonces los justos replicarán:

-Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te dimos de comer o con sed y te dimos de beber? 38¿Cuándo llegaste como forastero y te recogimos o desnudo y te vestimos? 39¿Cuándo estuviste enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?

40Y el rey les contestará:

-Os lo aseguro: Cada vez que lo hicisteis con uno de esos hermanos míos tan insignificantes, lo hicisteis con­migo.

41Después dirá a los de su izquierda:

-Apartaos de mí, malditos, id al fuego perenne prepa­rado para el diablo y sus ángeles. 42Porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber, 43fui forastero y no me recogisteis, estuve desnudo y no me vestisteis, enfermo y en la cárcel y no me visitasteis.

44Entonces también éstos replicarán:

-Señor, ¿cuándo te vimos con hambre o con sed, o forastero o desnudo, o enfermo o en la cárcel y no te asis­timos?

45Y él les contestará:

-Os lo aseguro: Cada vez que dejasteis de hacerlo con uno de ésos tan insignificantes dejasteis de hacerlo con­migo.

46Éstos irán al castigo definitivo y los justos a la vida definitiva.

 

COMENTARIO 1

Esta grandiosa escena es complementaria de la «venida» descrita en 24,30s. Allí se había presentado la venida del Hombre en el aspecto de salvación para los suyos; aquí, Mt afronta el problema de la suerte de los paganos. «Todas las tribus de la tierra» (24,30) corresponden a «todas las naciones» (25,32). En ambos casos es «el Hombre» el que llega, con gloria, y acompañado de sus ángeles o mensajeros. Se trata de la época histórica después de la destruc­ción de Jerusalén, como se ha visto en 24,29. Por eso no es el jui­cio de los judíos, ya encomendado al Israel mesiánico en 19,28, sino únicamente de los paganos. La denominación «el rey» (34) corresponde a la época del reinado del Hombre (cf. 13,41), el rey de la historia, que se inaugura con la destrucción de Jerusalén (cf. 16,28) y dura hasta el fin de esta edad.

La suerte de los paganos depende de cuál haya sido su actitud ante «el Hombre»; si han estado de su parte, tendrán vida eterna (34-36), que equivale a la posesión del reino. La mención del Padre (34: «Benditos de mi Padre») indica que heredan el reino del Padre, la etapa poshistórica del reinado de Dios.

Ante la pregunta asombrada de los beneficiados (37-39), el Hom­bre-rey se identifica con «uno (cualquiera) de estos hermanos míos tan pequeños/mínimos» (40). Los hermanos de Jesús son los que cumplen el designio del Padre (12,50), es decir, sus seguidores; és­tos, que perpetúan la figura de Jesús en la historia, son los que deben representar los valores del Hombre, cuyo destino y vocación comparten.

Se trata aquí, en primer lugar, de la gran reivindicación de los discípulos perseguidos por la sociedad (cf. 16,27); en segundo lu­gar, dado que los discípulos perpetúan en el mundo los valores del Hombre, y toda su labor es el servicio al hombre (cf. 5,7.9), el principio enunciado por Jesús significa más en general que el cri­terio para obtener el reino definitivo, que equivale a la vida eter­na, es la actitud de ayuda al hombre y de solidaridad con los que necesitan ayuda. Es el mismo que había expresado al joven rico con ocasión de su pregunta (19,16-19).

Como aparece por el v. 42, en aquel tiempo no se pensaba que «el diablo» estuviese en el fuego eterno, sino que éste estaba pre­parado para él. «El diablo», la figura que bajo diversos nombres ha ido apareciendo en el evangelio («Diablo, Satanás, el Malo»), es siempre el símbolo del poder opresor.

«Sus ángeles/mensajeros» son sus agentes. La supresión de todo poder opresor será la obra del Hombre en la historia (cf. 24,29-31). La frase final (46) puede estar inspirada en Dn 12,2, donde se des­cribe la suerte final con una oposición semejante. Sin embargo, en todo este episodio Mt omite la mención de la resurrección, como corresponde a un juicio sucesivo en la historia y no a la descrip­ción de una escena final. La vida eterna es vida definitiva; su con­trario es castigo definitivo. El adjetivo gr. aionios no denota en primer plano la duración, sino la calidad. El castigo definitivo es la muerte para siempre.


COMENTARIO 2

Hay párrafos del Evangelio que son una verdadera canción de denuncia de nuestro insolidario mundo. El que leemos hoy, conmemoración de todos los difuntos, trata de remediar la situación caótica de una humanidad formada por clases enfrentadas y versa sobre cómo también los paganos llegarán a obtener el Reino definitivo, que equivale a la vida eterna.

Ovejas y cabras eran dos animales contrapuestos. La oveja era modelo depurado de virtud para los antiguos: afectuosa, no agresiva, relativamente indefensa, sumisa y tiene constante necesidad de cuidado... La relación entre pastor y oveja aparece en el ATestamento como modelo de relación entre Dios y el pueblo. La cabra, por el contrario, es hosca, desconfiada, brusca, agresiva y desobediente.

Las ovejas heredarán el reino de Dios, las cabras irán al castigo eterno.

Curiosamente la razón de uno u otro destino es la relación mantenida con el prójimo, con quien Jesús se identifica: "Señor, le dirán unos, ¿cuándo te vimos con hambre o con sed, o extranjero o desnudo, o enfermo o en la cárcel y no te asistimos?" Y él les contestará: "Les aseguro: Cada vez que dejaron de hacerlo con uno de esos más humildes, dejaron de hacerlo conmigo". El criterio para obtener el Reino definitivo, que equivale a la vida eterna, es la actitud de ayuda al hombre y de solidaridad con los que necesitan ayuda.

El evangelista enumera necesidades que el prójimo sufre y que pertenecen a la vida real: tener hambre o sed, ser extranjero sin derechos, estar desnudo, enfermo o encarcelado, situaciones todas que hacen inhumana e inviable la vida. Jesús, como pastor, se identifica con cada uno de estos pacientes. Quien actúa favorablemente con ellos, lo hace con él.

En una palabra, llegar a obtener la vida definitiva no depende de cumplir o no un código de leyes, estar afiliado o no a una religión, saber de teología o de iglesia; depende más bien del amor que se practique hacia cada uno de estos seres que sufren en la encrucijada de la vida. Quien ama, está salvado, aunque no confiese expresamente a Jesús, ni lo haga por él. Al fin y al cabo, se nos examinará de "amor".

1. J. Mateos-F. Camacho, Marcos. Texto y Comentario. Ediciones El Almendro. Córdoba

2. Diario Bíblico. Cicla (Confederación Internacional Claretiana de Latinoamérica)


19. 2002

EVANGELIO
Juan 17, 24-26
(trad. Juan Mateos , Nuevo Testamento , Ediciones El almendro, Córdoba)

24Padre, quiero que también ellos - eso que me has entregado - estén conmigo donde estoy yo, para que contemplen mi propia gloria, la que tú me has dado, porque me has amado antes que existiera el mundo.
25Padre justo, el mundo no te ha reconocido; yo en cambio, te he reconocido, y éstos han reconocido que tú me enviaste.
26Ya les he dado a conocer tu persona, pero aún se la daré a conocer, para que ese amor con el que tú me has amado esté en ellos y así esté yo identificado con ellos.


COMENTARIO 1

v. 24: "Padre, quiero que también ellos, eso que me has entregado, estén conmigo donde estoy yo".
La expresión neutra eso que me has entregado, que denota al grupo de Jesús trabado por la unidad que crea su presencia, pone a este verso en paralelo con 17,2: que les dé a ellos vida definitiva, a todo lo que le has entregado. Lo que Jesús quiere para los suyos, expresado aquí como "estar donde está él", equivale, por tanto, a tener la vida definitiva.
El término que usa Jesús: "quiero", muestra su libertad de Hijo (13,3: Consciente de que el Padre lo había puesto todo en sus manos); expresa su designio, que es el mismo del Padre (4,34; 5,30; 6,38-40).
Es designio de Jesús que donde está él estén también sus discípulos. Esta frase recoge varios dichos suyos anteriores (14,3: Os acogeré conmigo; así, donde yo estoy, también vosotros estaréis; cf. 12,26). Como se desprende de 14,2-3, denota la condición de hijos, correspondiente a la de Jesús. Incluye la intimidad con el Padre y la unión con él descritas en 17,21: que también ellos estén identificados con nosotros, y que se hará realidad con el don del Espíritu. Este designio de Jesús abarca a los dos grupos: su comunidad presente y la del futuro.

v. 24b: "para que contemplen mi propia gloria, la que tú me has dado, porque me has amado antes que existiera el mundo".
Contemplar la gloria-amor es correlativo de su manifestación (17, 1.4.5). Al participar de la condición de Jesús, los discípulos, como la comunidad de Jn afirmaba de sí misma en el prólogo (1,14), podrán contemplar su gloria, es decir, experimentar su amor y responder a él, gracias al Espíritu recibido (1,16: un amor que responde a su amor).
La gran manifestación de la gloria se verificará en la cruz, y allí el testigo la verá personalmente y dejará testimonio (19,35). El amor allí manifestado, que continúa, como sigue abierto el costado de Jesús (20, 25.27), es el que la comunidad experimenta. El grupo de Jesús goza continuamente de su presencia y de su amor, sabe que se construye en torno a él, y que en esa experiencia se funda su unidad. Su mirada converge en Jesús, el Hombre levantado en alto, señal y fuente de vida (3,14s).
Jesús recibió la gloria-amor porque el Padre lo amaba antes que existiera el mundo. Esta frase pone de nuevo en paralelo este párrafo con el primero (17,5: La gloria que tenía antes que el mundo existiera en tu presencia). Jesús ha realizado el proyecto de Dios (1,1), que el Padre había concebido como expresión total de su amor, y cuya realización en Jesús preveía desde el principio. Nótese que Jn omite la escena del bautismo de Jesús; mientras en los sinópticos el bautismo significa su compromiso hasta la muerte, siendo el Espíritu la respuesta del Padre, en Jn la comunicación del Espíritu equivale a la realización del proyecto creador en él y a la misión de realizarlo en los hombres.

v. 25: "Padre justo, el mundo no te ha reconocido; yo, en cambio, te he reconocido, y éstos han reconocido que tú me enviaste".
En este verso expone Jesús la razón del deseo expresado en el verso anterior. El adjetivo "justo", raro en Jn (5,30: sentencia de Jesús; 7,24: sentencia justa), aplicado aquí al Padre, está en relación con la diferencia entre Jesús y los suyos, que lo reconocen, y el mundo, que se niega a reconocerlo. Recoge lo dicho en 12,26: El que quiera ayudarme, que me siga, y así, allí donde yo estoy estará también el que me ayuda. A quien me ayude lo honrará el Padre. Jesús recuerda al Padre la respuesta y fidelidad de sus discípulos, en contraste con la incredulidad del mundo, para que el Padre los honre concediéndoles estar donde está él, es decir, gozar también de la condición de hijos. De ahí el apelativo: Padre justo.
El reconocimiento de que habla Jesús se ha expresado antes como convencimiento y fe (17,8b) y no se limitaba a la aceptación de principio, sino que se basaba en la práctica del amor mutuo (17,6.8a). Esta es la fidelidad a que Jesús se refiere, contraria a la conducta perversa del mundo opresor (17,6a), que niega a Dios con su modo de obrar.

v. 26: "Ya les he dado a conocer tu persona, pero aún se la daré a conocer, para que ese amor con el que tú me has amado esté en ellos y así esté yo identificado con ellos".
En sus últimas palabras resume Jesús el contenido de su oración. Alude a su actividad pasada (cf. 17,4: Yo he manifestado tu gloria en la tierra; 17,6: He manifestado tu persona a los hombres que me entregaste) y afirma su propósito para el futuro: y se la daré a conocer, que equivale a la futura manifestación de la gloria (17,1: Manifiesta la gloria de tu Hijo para que el Hijo manifieste la tuya; 17,5: Manifiesta tú mi gloria a tu lado). La frase de Jesús está en paralelo con la voz del cielo de 12,28: Como la manifesté, volveré a manifestarla, en respuesta a la petición de Jesús: Manifiesta la gloria de tu persona (12,28). La manifestación futura se refería a la muerte de Jesús, culminación de su hora (12,23.32). Allí era promesa del Padre; aquí, propósito de Jesús. Su cruz será la revelación plena y definitiva de la persona del Padre, manifestando todo el alcance de su amor. La afirmación de Jesús: y se la daré a conocer, es un grito ante la muerte próxima, que será su victoria definitiva sobre el mundo (16,33).
El fruto de su muerte será que el Espíritu que se comunicó a Jesús se comunique también a los discípulos; éste es el don del amor del Padre que recibirán de la plenitud de Jesús (1,16; 19,34: el agua del costado).
Como ya se ha podido observar, la realidad divina que se comunica al hombre recibe nombres diversos. Se llama Espíritu, en cuanto que es fuerza, principio vital que se recibe; vida, en cuanto fuerza que se posee; amor, en cuanto actividad de la vida que tiende al don de sí mismo para comunicar vida; gloria, en cuanto la vida y el amor son visibles.
Conocer al Padre es la vida definitiva (17,3); por eso Jesús va a dar a conocer su persona, para que el hombre pueda conocerlo experimentando su amor.
Jesús quiere que, ante el Padre, los discípulos sean iguales a él, que gocen del mismo amor del Padre que él ha gozado y que así formen una unidad con él. No dice en esta ocasión que ellos estén identificados con él, sino él con ellos; Jesús está presente en la comunidad, es uno con ella, por el amor que el Padre comunica a ésta, el mismo Espíritu que le comunicó a él.
Jesús no absorbe ni acapara a los suyos. En medio del mundo donde han de estar presentes (17,11.15), él los acompaña en la tarea (14,23), actúa con ellos y por ellos. Los discípulos perpetúan así su presencia y la del Padre, su mensaje y actividad en medio de la humanidad que espera ser liberada de la tiniebla.
Jesús pide por los suyos teniendo presente a la humanidad entera. Es el final de la actividad de Jesús. Llega el momento en que no podrá seguir actuando, porque va a darse totalmente. Lo pone todo en manos del Padre, cuya presencia se hace más visible en este momento. El grano de trigo va a caer en tierra y morir; quiere dar mucho fruto.


COMENTARIO 2

Ayer hacíamos memoria de todos los santos y santas cuyas vidas testimonian el amor y la generosidad del único que es absolutamente santo y perfecto: Dios nuestro Señor. Hoy, siguiendo una costumbre de la Edad Media, la Iglesia conmemora a todos los fieles difuntos, es decir, a los cristianos que a lo largo de los siglos han creído y vivido según las enseñanzas de Jesús, han confiado en la bondad misericordiosa de Dios, y han esperado confiadamente en la resurrección de los muertos.
La 1ª lectura, tomada del profeta Isaías, es un texto lleno de esperanza y de belleza poética. El vidente avizora un banquete en el monte santo, preparado y servido por el mismo Dios. Los manjares más exquisitos, los vinos más deliciosos y preciados, representan los dones que Dios tiene reservados a sus hijos, a sus fieles. Al banquete son invitados todos los pueblos, porque Dios, Padre amoroso, quiere revelarse a los seres humanos de todo el mundo y quiere brindarles, sin distinción alguna, la salvación. El banquete escatológico, del final de los tiempos, es un motivo muy frecuente en toda la Biblia. Llega a su culmen cuando Jesús se sienta a la mesa con los pecadores, ofreciéndoles el perdón y la misericordia divinas. Algunas parábolas del Señor emplean también la imagen del banquete, a veces el banquete de bodas. Porque cuando los seres humanos estamos más felices, cuando queremos celebrar las más queridas ocasiones de la existencia, preparamos la comida, los manjares, las mejores bebidas, y celebramos un banquete con las personas que más queremos. El momento central de nuestra vida cristiana es también, aunque a veces no lo parezca, un hermoso banquete, el de la Eucaristía.
En la lectura de Isaías se hace también una afirmación audaz, algo que nadie se esperaba: la muerte, esa cifra de todos los males y dolores que afligen desde siempre a la humanidad, será aniquilada definitivamente, lo que significa que Dios nos concederá la plenitud de su propia existencia, no condicionada ni sometida a ningún límite. La muerte que es dolorosa por sus circunstancias, por la incertidumbre a que nos arroja sobre nuestra propia existencia y la de nuestros seres queridos, por las dolorosas separaciones que nos impone, ya no dominará sobre nosotros. Dios mismo, dice el profeta, enjugará nuestras lágrimas. Él nos hará partícipes de su eterna y perfecta bienaventuranza.
La 1ª lectura nos hablaba de inmortalidad, de la victoria de Dios sobre la muerte. La 2ª lectura, tomada de la carta de san Pablo a los cristianos de Roma, nos habla de cómo ha realizado Dios esas promesas, por medio de la muerte de Cristo. San Pablo argumenta que si estando nosotros todavía en el pecado, cargados con nuestras injusticias e impiedades, Cristo llegó hasta a dar su vida por nosotros, con cuánta más razón, ahora que ya hemos sido reconciliados y purificados por su sangre, nos dará Dios la salvación. Como cristianos no podemos vivir en la zozobra y el temor. Estamos seguros del amor que Dios nos tiene. Esa seguridad nos llena de santo orgullo, de esperanza, nos da energía y ánimos para enfrentar las dificultades de la vida y para entregarla a causas nobles y justas, al servicio de los hermanos, en la búsqueda y construcción de un mundo justo y pacífico. Hacemos memoria de los que nos han precedido en la fe, seguros de que Dios no habrá dejado en las tinieblas de la muerte a quienes le amaron y sirvieron, a quienes se confiaron en su bondad paternal.
El evangelio que leemos en esta conmemoración de los fieles difuntos, de los cristianos que nos han precedido en la fe, está tomado del evangelio de San Juan, de un pasaje llamado "oración sacerdotal" de Jesucristo, pronunciada, en el conjunto del evangelio, después de los discursos de despedida de los capítulos 13 al 17, con ocasión de la última cena que el Señor celebró con sus discípulos.
Jesús pide al Padre que le conceda estar con los que El le confió, es decir, con sus discípulos, sus fieles, sus seguidores. Para que ellos puedan alegrarse y participar de la gloria que el Padre ha dado a su Hijo, amándolo desde antes de la fundación o creación del mundo. ¡Estar con Cristo! Es una aspiración de todo cristiano, fundada en la fe en la resurrección de Jesús, y en la esperanza de la propia resurrección. Estar con Cristo y con todos los demás hermanos con los que se ha compartido la fe. Esto gracias a que, por Él, hemos conocido al Padre. No con un conocimiento puramente racional y objetivo. Sino con el conocimiento del amor, entrañable, sentido y vivido. Como se conocen los amigos, los que se aman. El conocimiento del amor.
Esta es la esperanza que brilla en este día, cuando recordamos a los seres queridos que ya han partido. Esperamos que sigan existiendo, que sus vidas no hayan sido inútiles, que de algún modo hayan colmado los mejores anhelos de su alma. Esperamos encontrarlos de nuevo, en un mundo sin guerras ni injusticias, sin odios ni violencia, sin hambres ni necesidades. Donde no haya más separaciones dolorosas y donde no se llore más, si no es acaso de alegría.

Hoy es también la fiesta de los fieles difuntos. Es continuación y complemento de la de ayer. Junto a todos los santos ya gloriosos, queremos celebrar la memoria de nuestros difuntos. Muchos de ellos formarán parte, sin duda, de ese "inmenso gentío" que celebrábamos ayer. Pero hoy no queremos rememorar su memoria en cuanto "santos" sino en cuanto difuntos.
Es un día para presentar ante el Señor la memoria de todos nuestros familiares y amigos o conocidos difuntos, que quizá durante la vida diaria no podemos estar recordando. El verso del poeta "¡Qué solos se quedan los muertos!" puede expresar no tanto quizá un defecto cuanto una simple limitación humana: no podemos vivir centrados exhaustivamente en un recuerdo, por más que seamos fieles a la memoria de nuestros seres queridos. Acabamos olvidando a nuestros difuntos, al menos en el curso de la vida ordinaria. Ellos son los que no se olvidan de nosotros, porque al entrar en la vida eterna entran en el modo de conocer de Dios mismo, para quien todo está presente, y lo está bajo una luz nueva, incomprensible para nosotros.
Por eso, este día es una ocasión propicia para cumplir con el deber de nuestro recuerdo agradecido. Es una obra de solidaridad el orar por los difuntos.
Puede ser buena ocasión para hacer una catequesis sobre el sentido de la oración de petición respecto a los difuntos, para lo que sugerimos esquemáticamente unos puntos:
-el juicio de Dios sobre cada uno de nosotros es sobre la base de nuestra responsabilidad personal, no en base a influencias externas ("argollas, enchufes, recomendaciones, padrinos, coimas");
-Dios no necesita de nuestra oración para ser misericordioso con nuestros hermanos;
-no rezamos para cambiar a Dios, sino para cambiarnos a nosotros mismos;
-no imaginemos la vida eterna como una simple prolongación de este mundo.

1. Juan Mateos, El evangelio de Juan. Texto y comentario. Ediciones El almendro, Córdoba 2002 (en prensa).

2. Diario Bíblico. Cicla (Confederación Internacional Claretiana de Latinoamérica).


20.

Nexo entre las lecturas

La liturgia en la conmemoración de los fieles difuntos canta la victoria de Cristo y del cristiano sobre la muerte. En efecto, en la segunda lectura san Pablo dice a los romanos que Cristo murió por nosotros y de esa manera, justificados ahora por su sangre, seremos por él salvos de la ira, es decir, venceremos con Cristo el pecado y la muerte. A esta victoria alude Isaías (primera lectura) cuando enseña que el mismo Dios: "Vencerá la muerte definitivamente, y enjugará las lágrimas y el llanto". El cristiano recibe de su Señor y Maestro el alimento que ya en esta tierra es alimento de vida eterna: la eucaristía pan de vida, anticipación de la vida con Dios después de la muerte (evangelio).


Mensaje doctrinal

1. La muerte ha sido vencida. La realidad más dramática de la existencia humana es tener que morir, teniendo en el alma sed de inmortalidad. Esa muerte no es sólo dramática, es también en no pocas ocasiones absurda, cuando viene segada una vida joven y prometedora, cuando a pagar el salario a la muerte es una vida inocente, cuando la muerte llega inesperada, cuando troncha un porvenir magnífico, cuando crea un agudo problema en la familia, cuando... El dramatismo y la absurdez aumentan cuando se carece de fe o ésta es mortecina, casi completamente apagada. En este caso, todo se derrumba, porque se vive como quien no tiene esperanza. En ese caso, la muerte lleva en su mano la palma de la victoria y la vida termina bajo la losa de un sepulcro, dejando a los vivos en la desesperación y en la angustia sin sentido. La fe cristiana, en cambio, nos dice que la muerte es un túnel negro que termina en un nuevo mundo de luz y de vida esplendorosas. Nos dice que la muerte es ciertamente una pérdida, por parte de quien se va (pierde su relación con el mundo) y por parte de quien se queda (pierde un ser querido), pero una pérdida que Dios es capaz de transformar, de forma a nosotros desconocida, en ganancia, porque la muerte del hombre como en el caso de la crisálida desemboca en vida. En Cristo resucitado, vencedor de la muerte, todos hemos ya comenzado, en cierta manera, a vencer la muerte mediante la participación en su resurrección.

2. Eucaristía y vida. El cristiano, como cualquier otro ser humano, siente día a día el paso del tiempo sobre su cuerpo, el acercarse del encuentro definitivo con la realidad de la muerte, la llamada constante de la tierra. El cristiano no está exento de todo lo que eso significa existencialmente para todo hombre, en su unidad psicosomática. Mientras se va acercando al atardecer de la vida, el cristiano experimenta, sin embargo, a un nivel profundo la llamada de la vida divina, la voz del Padre que le dice: ¡Ven! Esta experiencia se hace, sin lugar a duda, en la oración personal en que cada uno habla de corazón a corazón con el Padre que llama, con el Hijo que salva, con el Espíritu que vivifica. Esta experiencia se profundiza en la recepción del Cuerpo y la Sangre de Jesucristo en la Eucaristía. Porque el cristiano, cuando come del pan y bebe del cáliz, recibe a Cristo vivo, en su humanidad y en su divinidad, prenda y anticipación de la gloria del cielo. Y porque, cada vez que se celebra la Eucaristía se realiza la obra de nuestra redención y "partimos un mismo pan que es remedio de inmortalidad, antídoto no para morir, sino para vivir en Jesucristo para siempre"(S. Ignacio de Antioquía, Eph 20, 2), como nos recuerda el Catecismo (CIC 1405). El ansia de inmortalidad y de vida eterna que anida en cada uno de los hombres y mujeres del planeta viene satisfecha, lenta pero de modo continuo y eficaz, por la extraordinaria experiencia de vida nueva que va apoderándose del hombre al contacto frecuente con la Eucaristía. Con la Eucaristía bien recibida va creciendo en el hombre la vida, la vida nueva de Cristo resucitado y glorioso en el cielo.


Sugerencias pastorales

1. La virtud de la esperanza. Esperar es desear aquello que todavía no se posee. Y está pidiendo entregarse con toda el alma a conseguirlo lo antes posible. Existe la esperanza humana con un horizonte puramente temporal. El estudiante espera obtener buenas calificaciones en los exámenes; el joven espera casarse y formar una hermosa familia; el enfermo espera recuperarse prontamente, mientras el sano espera no enfermar; el marinero espera llegar a casa y abrazar a su esposa y a sus hijos; el misionero espera poder construir una iglesia para sus fieles desprovistos de ella; el sacerdote espera que se llene su parroquia en todas las misas del domingo, etcétera. Estas esperanzas humanas, buenas y perfectamente legítimas, Dios las completa en los cristianos concediéndonos la virtud teologal de la esperanza. Esta esperanza cristiana tiene su meta principal y definitiva en el cielo, a donde todos esperamos llegar con la ayuda de Dios, al terminar nuestra vida terrena. Pero la esperanza cristiana tiene también sus metas parciales, más pequeñas, y que están ordenadas a la última meta. Por ejemplo, la esperanza del niño de hacer la primera comunión o la de la joven novicia por hacer la profesión religiosa; el esfuerzo y la esperanza de un párroco para que sus parroquianos vayan a misa los domingos, o la esperanza de una catequista de que sus alumnos asimilen bien la fe y la vida cristiana, etcétera. Tengamos por seguro que la esperanza, cuando es auténtica, cuando Dios nos la infunde, no engaña jamás ni decepciona a quien en ella pone su confianza.

2. La muerte no es lo peor. Quien no tiene fe puede fácilmente pensar que la muerte es el mayor mal, porque con ella se vuelve a la nada, al mundo del no ser. El buen cristiano mira a la muerte con otros ojos, porque la muerte no es el aniquilamiento del ser sino la puerta para un nuevo modo de ser y de vivir para siempre. Los cementerios cristianos no son sólo lugares del recuerdo, son sobre todo lugares de esperanza, lugares desde los que sube hasta Dios el anhelo de eternidad de los hombres. Por eso la muerte no es el peor de los males, ni mucho menos el mal absoluto. El mayor mal del hombre es el pecado, es el mal uso de la libertad, es la voluntad de rechazar a Dios ahora en el tiempo y luego para siempre en el más allá. Los mártires son esos hombres que con su vida y su muerte nos están diciendo que vale la pena morir para no pecar, para no ofender a Dios y a nuestra vocación cristiana. Por eso, los mártires tienen que tener un lugar mayor en la educación cristiana de los niños y de los jóvenes. Ellos con su muerte por la fe nos están gritando que la muerte no es lo peor ni tiene la última palabra. Cristo, el Viviente, nos espera con los brazos abiertos del otro lado de la frontera.

P. Antonio Izquierdo


21.  DOMINICOS 2003

La experiencia de la hermana muerte

La conmemoración de Todos los Fieles difuntos fue instituida por San Odilón en  Cluny, en el año 998. Se fijó el 2 de noviembre, al día siguiente de la solemnidad de Todos los Santos. Los monjes cluniacenses  tuvieron gran interés en difundirla, de manera especial a lo largo del siglo XI. En Roma se celebra solamente a partir del siglo XIV. (Calendario Romano. Edición latina. Año 1969). Aunque esta conmemoración sea de origen medieval, la oración por los difuntos nace con la iglesia misma y la precede. En el libro de los Macabeos 12, 43-46,  además de la fe en la resurrección de los muertos, idea central, se recomienda orar por los difuntos.

Etimológicamente la palabra difunto  procede del latín defunctus y significa que “ha cumplido su función”.  Sin embargo, por la fe, los cristianos creemos que esa persona que ha concluido su tránsito en la tierra, está viva en un estadio superior ¿Cuál es el fundamento de nuestra fe?.

Tomamos a Jesús como paradigma. Él es el “primogénito” (protótokos) y “pionero” (arkhegós) de los difuntos. Jesús vivió una existencia humana plena, en solidaridad con la condición humana. Reveló y potenció sus posibilidades para conducirla por caminos de plenitud. “Su exaltación como resucitado lo introduce en la plenitud divina, haciéndolo “espíritu” (2 Cor 3, 17) que nos habita y anima. Seguirlo y amarlo equivale así a identificarse con él, a entrar en su mismo movimiento, viviendo ya con una “vida eterna” que a través de la muerte se reencontrará así misma en la resurrección” (A. Torres Queiruga, Repensar la resurrección, p. 287).

Lo que afirmamos sobre Jesús muerto y resucitado, salvando las debidas distancias, es válido para el resto de los difuntos.  A  Jesús no le vemos, pero le sentimos vivo y actuante en nuestra historia. Experimentamos su presencia y nos sentimos envueltos(as) en su amor. Nuestra relación personal con él, aunque única, es genuina. Así sucede con los fieles difuntos. Dado su carácter transcendente, no son accesibles a nuestros sentidos, pero podemos establecer una relación interpersonal con ellos a través del peculiar lenguaje de una fe orante. Desde su estado de bienaventurados, se hacen presentes en nuestras vidas con el amor más grande que podemos imaginar. “La unión de la Iglesia peregrina con los hermanos que durmieron en la paz de Cristo de ninguna manera se interrumpe. Más aún, según la constante de la fe de la Iglesia, se refuerza con la comunicación de los bienes espirituales”. (CIC, n. 955).

La  celebración eucarística es el espacio privilegiado de comunión con Cristo y de los que con él murieron y resucitaron. Allí se dan cita muerte y vida, cielo y tierra, entrega y plenitud. Una  Acción de Gracias que abraza la universalidad del cosmos, del hombre y de la mujer,  de la historia humana.

Comentario bíblico:

La experiencia de la hermana muerte

Hoy la liturgia del domingo, el día del Señor, se reviste con la esperanza escatológica a la que nos enfrenta la muerte, la de nuestros antepasados y la nuestra. La escatología de la vida es una dimensión esencial de nuestra fe cristiana.

Iª Lectura: Lamentaciones (3,17-26): ¡Que bueno (tob) esperar en Dios!

I.1. Muy probablemente las Lamentaciones no fueron escritas lágrima a lágrima por Jeremías. El tema del templo destruido y de la nación subyugada, hizo nacer este pequeño libro de origen litúrgico, compuesto de cinco lamentaciones (en “acrósticos”, con las letras del alfabeto hebreo), con el tema central de la caída de Jerusalén en el año 587 a.C. Después de la ruina de Jerusalén y de las cosas tristes que sucedieron con esta ocasión, los judíos trataron de comprender el significado religioso de la catástrofe. Ven las ruinas como un merecido castigo de Dios, y reafirman el amor a Yahvé para con su pueblo. Cuando los desterrados volvieron a su patria, en el año 530 a.C. muy posiblemente, se reunían para orar en común con estos lamentos. Después siguieron rezándolos cada año en la fecha que recordaba la catástrofe, y más tarde la Iglesia se acostumbró a proclamarlos en la Semana Santa, para recordar la muerte de Jesús. La tradición judía atribuía a Jeremías este poema, no tanto porque sean de él, sino porque el espíritu y el sentimiento de las lamentaciones son muy parecidos al estilo del profeta.

I.2. En tema del c. 3, del que se toma esta primera lectura, es de carácter personal. Sobresalen la expresiones que ponen de manifiesto el lamento que expresa la derrota personal del ser humano; para un creyente en Dios, en Yahvé, el silencio que se siente cuando las cosas no salen como uno esperaba. El diálogo con el “alma”, con uno mismo, le lleva a recordar. Este recordar y hacer memoria es en Israel la clave teológica para recuperar lo perdido. Sin el recuerdo no se hace historia humana, ni la religión tendría sentido. Recordar (zkr) en la Biblia es todo un mundo de posibilidades por lo que el hombre vuelve a Dios, enumera sus gestas y sus intervenciones y espera que de nuevo Dios venga y actúe. El hombre que no recuerda no solamente es una persona sin historia, sino sin futuro. El recuerdo atrae el pasado y lo actualiza.

I.3. ¿Qué recuerda el poeta-lamentador y orante?: “que el amor de Dios no acaba”.  El hesed (amor) y la ternura o compasión (raham, que es como el seno materno) de Dios no pasan, no terminan. Por consiguiente ante la catástrofe, ante la muerte, tenemos que estar nosotros para experimentar que Dios ama y es tierno como una madre. Si la muerte nos llevara a la nada, entonces no tendría sentido el amor y la ternura de Dios. El poeta y orante, es posible que todavía no pudiera asomarse a una vida tras la muerte, porque Israel tardó tiempo en descubrirlo, pero aquí la “inspiración divina” de la oración va revelando la escatología de que no hemos nacido simplemente para morir. Porque morir es pasar a sentir, de verdad, el hesed y el raham de Dios. Por eso debemos “buscar” a Dios siempre, hasta en la muerte, porque quien lo busca encontrará lo que más ha anhelado en la vida: amar y ser amado. Todo eso lo trae a la memoria (zkr) el orante para esperar.

IIª Lectura: Romanos (6,3-9): La vida nueva en Cristo

II.1. Se ha dicho que no hay teología más extraordinaria sobre el sentido y el significado del bautismo que este c. 6 de Romanos, aunque no todo sino 6,1-14. El texto de hoy sí está centrado en la experiencia de muerte que simboliza el bautismo. Morir, por el bautismo, el morir al hombre viejo, al hombre bajo la ley y el pecado, al hombre heredero de un antropología cultural y religiosa que le ha cegado el corazón y el alma; al hombre que ni siquiera la religión lo ha liberado de verdad de la muerte del pecado. Este hombre, en realidad todos los hombres, están llamados a una nueva vida en Cristo. Mientras caminamos en esta vida, el bautismo es el “sacramento” que nos adelanta este misterio escatológico. Porque se muere para resucitar. Se muere para ser “criatura nueva”.

II.2. La primera destrucción del pecado es la muerte. Cuando se muere el “poder” del pecado, que en Pablo es toda una magnitud mítica, deja de tener eficacia. Y es verdad, el pecado no cuenta ya en la muerte. Es como la magia encontrada por Dios para liberar a los suyos de esta potencia que los destruye. A partir de ese momento, de la muerte, todo es nuevo: el hombre es nuevo, la vida es nueva, la conciencia es nueva y el pecado ya no puede actuar. El pecado está unido al tiempo, y sin tiempo no es nada. Por eso la vida nueva es una vida eterna. La resurrección, pues, no es la victoria sobre la muerte, sino sobre el pecado que nos persigue y nos deshumaniza. La muerte es más humana de lo que pensamos y vivimos. La muerte es un parto que nos liberada del tiempo y consiguientemente del poder dinámico del pecado en todos sus formas.

II.3. En el bautismo, el cristiano se muere para vivir resucitado; como todavía estamos en el tiempo, estaremos también bajo el pecado; pero en esperanza real apuntamos a la meta escatológica de la vida nueva, de la resurrección de Jesús, que se nos adelanta en nuestra propia existencia para experimentar lo que nos aguarda. El bautismo, en esa dimensión cristológica en que lo presenta Pablo, es estar bajo la fuerza de su muerte y de su resurrección. La muerte de Jesús es una victoria descomunal sobre el poder de este mundo. Morir “entregándose” es morir para vivir la vida nueva de la resurrección. Hay que saber morir así, todo lo demás no tendría sentido.

Evangelio: Juan (Jn 14,1-6): Yo soy el camino, la verdad y la vida

III.1. El evangelio de hoy de Juan, es uno de los discursos de revelación más densos de su obra. Está inserto en el testamento de Jesús a los discípulos en la última cena, que es un relato muy particular de este evangelista. Es un discurso de despedida. Aquella noche, entiende Juan, Jesús comunicó a los suyos las verdades más profundas de su vida, de su existencia y de su proexistencia (existir para los otros). Jesús se propone, se autorevela, como el camino que lleva a Dios; se presenta igual a Dios, igual al Dios que es Padre. El centro del mismo es la afirmación de Jesús como «camino, verdad y vida». Nos encontramos en uno de los momentos culminantes de la teología joánica a todos los efectos. Sabemos que Jesús de Nazaret no habló exactamente así; lo hizo de otra manera más sencilla o más directa. Pero la “escuela joánica” reinterpreta, de forma nueva, la experiencia fundamental de Jesús: yo os llevaré a Dios, os llevaré a la vida.

III.2. Ya sabemos que el camino es para andar y llegar a una meta; la vida es para vivirla, gustarla y disfrutarla; la verdad es para experimentarla como bondad frente a la mentira, que engendra desazón e infelicidad. En el mundo bíblico la verdad (emet) no es una idea, sino una realidad que se hace, se realiza, se lleva a la práctica. En el mundo de la filosofía helenista puede que la verdad sea algo más ideológico. Camino, verdad y vida, pues, son formas concretas que se viven, que se hacen, que se realizan. Estas son cosas que todos buscamos en nuestra historia: queremos caminos que nos lleven a la felicidad; amamos la verdad, porque la mentira es la negación del ser y de lo bueno; queremos vivir, no morir, vivir siempre, eternamente. No nos es suficiente tener una “biografía” del pasado y de nuestros hechos del pasado, por muy importante que haya sido ésta. La propuesta del Jesús joánica de ir y preparar una existencia nueva (las moradas) ponen estas afirmaciones teológicas en su auténtica clave escatológica. Es un aspecto decisivo de la religión cristiana.

III.3. Nadie puede llegar al Padre sino por Jesús (“por mi”). Los hombres buscan a Dios, necesitan a Dios; pero no a cualquier dios, sino el Padre. Jesús lo ha revelado de esa forma y en ello ha empeñado su palabra y su vida: esta es su verdad. San Juan, pues, está afirmando que no es posible experimentar a Dios sino por medio de Jesús. Este absolutismo joánico se explica porque en este momento de la cena, de la despedida, del testamento o última voluntad, Jesús está revelando todo en beneficio nuestro, en beneficio de los que “son de la verdad” (Jn 18,37), como dirá a Pilato en el momento de ser juzgado. Escuchar su voz, es confiar en su palabra de vida.

III.4. A Jesús, lo propone el evangelio de Juan, con estos conceptos tan consistentes, como el que puede liberarnos en nuestra existencia agobiada, esquizofrénica. Podemos decir que esta alta teología joánica sobre quién es Jesús para la comunidad cristiana, es una propuesta de fe (“creed en mí”); pero no una propuesta de experiencias abstractas, sino de las realidades que buscamos siempre y en todas partes. El es el camino que nos lleva a Dios como Padre, porque de otro forma hubiera seguido siendo un dios desconocido para nosotros. Jesús se atrevió más que nadie, y precisamente por ello es la verdad de nuestra existencia cristiana y la vida de nuestra experiencia de fe.

Miguel de Burgos, OP
mdburgos.an@dominicos.org

Pautas para la homilía

“Dios es amor” (1 Jn 4,8), y en el amor está la plenitud de la vida. Esta vitalidad irresistible, es una fuerza totalmente interior, ardor que devora y hace vivir a la vez, es la santidad. Dios es santo. ( Is 6,3).  Y su gran desvelo, como onda expansiva, alcanza a toda la creación, de manera especial, a sus hijos e hijas. Por eso pienso que un amor tan desmesurado, no puede  dejar morir, para siempre, a las criaturas que tanto ama. “Dios no es un Dios de muertos sino de vivos” (Mc 12, 27). Evoco países en los que la vida no vale nada, personas en situaciones-límite que acaban con su vida o con la de los demás, aborto, eutanasia, etc.

Aun cuando nuestra libertad nos empuja, en ocasiones, por caminos de muerte,  Dios, en su infinita misericordia, como un buen amigo, nos espera, nos busca, llama a nuestra puerta: “mira que estoy llamando a tu puerta: si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo”, dice de manera poética y misteriosa el Apocalipsis (3, 20). Él se adelanta a nuestras necesidades, antes de que se lo pidamos.

En la eucaristía de difuntos,  celebramos al Dios que nos salva. Que nos regala la vida eterna. Por eso le glorificamos a la vez que experimentamos la alegría de ver derrotada a la muerte, “el último enemigo” (1 Cor 15,26). Esta vivencia pascual nos envuelve y fusiona  a Dios, (los difuntos) y a nosotros.

Jesús, que es el primero de muchos hermanos y hermanas, es también el primero en vencer a la muerte. De esta manera, Dios lo exaltó y lo introdujo en una  plenitud divina, que nos alcanza a todos (as). Él es la “primicia ( aparkhé) de los que duermen” (1Cor 15, 20), o,  como expresa bellamente el Apocalipsis,  “el primogénito de los difuntos”. Por tanto, hay una relación profunda entre el destino de Cristo y el nuestro (1Cor 15, 12-21). Destino de una vida gloriosa.

En Jesús está la vida. Necesitamos acrecentar nuestra fe en Jesús, muerto y resucitado. Como a Marta, ante el desgarramiento de su hermano Lázaro difunto, Jesús nos sigue recordando: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mi, aunque muera, vivirá” (Jn 11, 25). A cada uno (a) de nosotros (as) Jesús nos regala una vida en abundancia (Jn 10,10), Porque él es “el príncipe de la vida” (Act 3,15). Como miembros vivos de la Iglesia, tenemos la misión de “anunciar osadamente al pueblo... esta vida (Act 5, 20). Es una de las primeras y profundas experiencias cristianas.

¿Cómo ahondar en el misterio de la muerte y nuestra relación con los que ya pasaron el umbral de esta vida? El Vaticano II afirma, lúcidamente, que “el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo Encarnado” (Gaudium et Spes, n. 22). A Jesús nos acercamos en una doble perspectiva: rememorando su historia y comunicándonos con él de manera íntima, viva y directa. Con nuestros hermanos(as) difuntos(as) ya identificados con Dios,  también podemos vivir estas dimensiones.

¿Qué concepto tenemos de muerte? ¿Cómo concebimos la resurrección? Cuando hablamos de la vida eterna en Dios ¿afirmamos que morir es resucitar? ¿Entendemos la resurrección como vida actual ya en Dios? Estas interpelaciones encierran la hondura del misterio de nuestra salvación. Necesitamos confesar nuestra fe en la resurrección y vivenciar la alegría de nuestra esperanza.

En la celebración eucarística  recordamos la muerte y afirmamos la fe en la resurrección. Es lo que proclamamos en su momento central: “anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección...”. Estas palabras van dirigidas a Jesús.  Cuando la eucaristía se asocia a un difunto(a), siendo consecuentes, ¿estamos diciendo lo mismo? Precisando algo más ¿ en cada celebración funeraria, unidas a las de Jesús, “anunciamos la muerte y proclamamos la resurrección” de nuestro hermano o de nuestra hermana N. N. Este es el gran núcleo eucarístico: celebrar al Dios que Salva.

La persona difunta no es un mero recuerdo, sino presencia viva, transfigurada, espejo donde se reflejan los diversos atributos del amor divino. Por tanto, en las celebraciones litúrgicas funerarias deberíamos cuidar más el lenguaje y precisar más la semántica de la celebración. A. Torres Queiruga  propone como terminología adecuada:  Celebrar “con” el difunto, no “por” el difunto. (ob. cit. p. 298).

Cultivar la solidaridad con las personas más afectadas por la partida de un ser querido,  es otro aspecto importante de la celebración litúrgica por los difuntos. Acompañar el dolor, sentirse en común-unión, proclamar juntos la fe: “por tanto, consolaos unos a otros con estas palabras” (Tes 4,18).  Por otra parte, la solidaridad con los difuntos  nos invita a ser gestadores (as) de una historia de salvación, mientras peregrinamos en la tierra. Que cuando la gente nos pregunte: “¿Hacia dónde se abren las hojas de esta puerta?”  ( cuando acabe el tránsito terrestre)  podamos responder: “¿No lo sabes? A la vida” (Franz Rosenzweig) . Porque nuestros horizonte definitivo es la VIDA.

María Teresa Sancho, O.P.
dmsfpg@terra.es


22.

Ayer, hermanos, celebramos el triunfo de todos nuestros familiares, que ya son santos: la fiesta de Todos los Santos, de los triunfadores, de los campeones. Felices ya, dichosos, bienaventurados con el Amor de los Amores, la plenitud del Amor o Espíritu Santo, y esto, para siempre.

      Hoy recordamos a todos los seres humanos que ya partieron de este mundo, familiares nuestros también, que al no haber alcanzado en este mundo la plenitud de sus vidas, al no haber llegado a realizar aquí, en esta vida, el proyecto maravilloso que Dios tenía y tiene para su existencia, ahora el mismo Dios ha tenido con ellos la misericordia de que por la purificación en el amor y por el amor, lleguen a realizar la plenitud de tal proyecto, que aquí no lograron realizar, para que puedan también, triunfadores por esta purificación, gozar y ser felices para siempre con Dios, meta de la Humanidad y de toda la creación. El punto omega, que dicen.

      Hoy nosotros les ayudamos con nuestras plegarias y buenas obras a purificarse, para que mañana sean nuestros protectores e intercesores en nuestro caminar.

      ¿Qué sentido tiene la vida? ¿para qué vivir y por qué vivir? La antigua visión del mundo ya no nos vale y por ello nos sentimos cada vez que tenemos la osadía y atrevimiento de pensar, cada vez con más desesperanza, porque, en realidad de verdad, no sabemos por qué vivimos, ni para qué estamos “aquí”.

 Esto es lo mismo que preguntarse ¿Qué sentido tiene la muerte? ¿Por qué morimos, si no queremos? ¿Para qué morimos, si no lo sabemos? No será, quizás, la muerte la última manifestación del "sin sentido" de la vida, como se expresan existencialistas y ateos?

      Carácter absurdo y misterioso de la muerte, cuando a ella nos acercamos con la sola razón humana. Si la aproximación la hacemos, en cambio, a la luz de la fe, la relectura de la muerte se convierte en el triunfo de la vida, como Jesús nos lo revela de manera evidente: "si el grano de trigo que cae en tierra no muere, permanece solo, pero si muere da mucho fruto", se llena de granos; se llena de vida: forma una espiga".

En el domingo de Pascua, las mujeres que buscaban el cuerpo de Jesús, encontraron el sepulcro vacío. "¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?” Aquel que murió y fue sepultado recibe ahora el título significativo de "El que vive" el Viviente; denominación, que el A. T. reservaba sólo para Dios, que es la Vida.

Y hoy, le hemos escuchado decir, antes de dejar su presencia humana terrenal: “En la casa de mi Padre hay muchas estancias... Cuando vaya y os prepare sitio, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo, estéis también vosotros... Y yo soy el CAMINO, y la VERDAD, y la VIDA”.

La oración del prefacio de la misa de difuntos nos lo aclara más: Dios no nos arranca la vida, no la aniquila: "vita mutatur, non tollitur". Dios transforma nuestra manera o modo de vivir humano, en divino y de nuestra morada terrena, hace una morada celeste.

Nuestros seres queridos, que ya partieron de este mundo, siguen, no solamente presentes en nuestro recuerdo, sino vivos con vida sin fin, como la vida de Dios, sin fin, porque se esforzaron por ser generosos y desprendidos, sufridos, mortificados y puros, justos y misericordiosos, “a su manera y como pudieron”.

Por eso hoy, en medio de nuestros sentimientos doloridos por la separación, despertamos en nosotros la esperanza y hasta la alegría, como Teresa de Jesús, que decía: "Aquella vida de arriba, es la vida verdadera -hasta que esta vida muera -no se goza estando viva. -Muerte, no me seas esquiva; -viva muriendo primero -que muero, porque no muero"

Y pensando en esa bienaventuranza, en esa felicidad y gloria de los que partieron, y que San Pablo nos dice sobre esa gloria y felicidad: "que ni ojo vio, ni oído alguno oyó, ni lengua humana podrá narrarnos, lo que Dios nos tiene reservado", que podamos también decir con Calderón de la Barca: "Ven muerte tan escondida, -que no te sienta venir, -porque el placer de morir -no me vuela a dar la vida”. Y que Martín Descalzo, ese sacerdote ejemplar, que tanto bien ha hecho y hace con sus escritos, lo expresaba así poco antes de su muerte: "Morir sólo es morir, -morir  se acaba. -Morir es una hoguera fugitiva. Es cruzar una puerta a la deriva -y encontrar lo que tanto se buscaba".

No debemos hacer, pues, “de esta morada terrenal, mansión eterna”, como nos dice el poeta Jorge Manrique, “que eso es locura”. Nosotros también partiremos, como ellos partieron: "No gastemos tiempo ya -en esta vida mezquina -por tal modo, que mi voluntad está conforme con la divina -para todo; y consiento en mi morir -con voluntad placentera, -clara, pura, -que querer hombre vivir -cuando Dios quiere que muera -es locura".

      Hoy, hagámosle al Señor esta oración de cordura,  para que con su perdón lleguemos a la gloria, al triunfo, a la felicidad, que deseamos también para los que ya partieron, cuyo recuerdo nos dice y grita: "no llores por mi, sino háblale al Señor de mí".

Y en este atardecer, al Señor Jesús le oramos y le decimos:

“Tú, que por nuestra maldad -tomaste forma civil -y bajo nombre, tú que en tu divinidad -juntaste cosa tan vil -como el hombre, -tú, que tan grandes tormentos -sufriste sin resistencia -en tu persona, -no por mis merecimientos, -mas por tu sola clemencia -les perdonas”. –“Así con tal entender -dieron el alma a quien se la dio -(el cual las ponga en el cielo -y en su gloria -y aunque la vida murió -nos dejaron harto consuelo su memoria”.

Que esta Eucaristía, queridos hermanos, sea ahora nuestro consuelo y nuestra alegre esperanza y para ellos, todos nuestros hermanos difuntos, que hoy los sentimos más hermanos, les sirva de purificación, de descanso, de gozo y de victoria.

                           AMEN

P.Eduardo MTNZ.ABAD, escolapio


23. 

Evangelio Jn 14, 1-6
No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios, creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas. De lo contrario, ¿os hubiera dicho que voy a prepararos un lugar? Cuando me haya marchado y os haya preparado un lugar, de nuevo vendré y os llevaré junto a mí, para que, donde yo estoy, estéis también vosotros. Y adonde yo voy, ya sabéis el camino.

Tomás le dijo:

—Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podremos saber el camino?

—Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida —le respondió Jesús—; nadie va al Padre si no es a través de mí.

Oraciones por los fieles difuntos

La Iglesia Católica, que quiere ser Madres de todos los hombres, anima en este día a sus hijos a rezar por los difuntos. Los fieles difuntos son asimismo miembros del Cuerpo Místico de Cristo y forman parte de la Iglesia. Constituyen la Iglesia Purgante que viven en solidaridad con los demás miembros –los de la Iglesia Militante en la tierra y los de la Iglesia Triunfante en el Paraíso– y en comunión con Dios, aunque de diverso modo. Así como las almas de los fieles que alcanzaron ya su meta definitiva en el Cielo, viven en una perfecta intimidad con la Trinidad Beatísima, y los que aún vivimos en el mundo nos sentimos y somos hijos de Dios, y batallamos contra nuestras pasiones por ser fieles al creador, mientras nos dura el tiempo de merecer, las almas del Purgatorio pasaron ya por el mundo, pero todavía no gozan de Dios.

Nos enseña la Iglesia, por el Catecismo de la Iglesia Católica, que los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo. Estos son los fieles difuntos y forman parte de la misma Iglesia de Jesucristo, como los santos del cielo y como los hijos de Dios todavía en la tierra, que anhelamos la misma salvación que ellos ya tienen garantizada. La Iglesia llama Purgatorio a esta purificación final de los elegidos que es completamente distinta del castigo de los condenados, continúa el Catecismo.

Afirmó Jesús, según recoge san Mateo en su Evangelio, que a quien comete cierto tipo pecados, el pecado contra el Espíritu Santo, no se le perdonará ni en este mundo ni en el venidero. Algunos Padres de la Iglesia, como san Gregorio, han entendido, a partir de esa frase del Señor, que algunas faltas pueden ser personadas mientras vivimos en la tierra, o bien después, en un momento posterior. Con razón, aparece ya en el Antiguo Testamento, la práctica de ofrecer oraciones y sacrificios en expiación por los pecados de los muertos. En el segundo libro de los Macabeos se recuerda la colecta recaudada entre los fieles para ofrecer un sacrificio expiatorio en favor de los muertos para que quedaran liberados del pecado.

En el día de hoy se nos recuerda la práctica multisecular de los sufragios. Ese modo de vivir la caridad con los que nos han precedido en el camino hacia la santidad, tal vez sea una de las manifestaciones más delicadas de amor entre nosotros. En efecto, quienes ofrecen esos sufragios –oraciones y sacrificios por los difuntos– ejercitan de modo admirable, no solamente la fe en la eficacia de la oración, sino que hacen asimismo actos espléndidos de amor generoso y desprendido, para ayudar a quienes sufren, pues se ven aún detenidos en su tránsito a la Bienaventuranza Eterna de intimidad con Dios. También son los sufragios actos de esperanza heroica, pues por la fe conocemos que nada de esa plegaria se pierde, que redunda en eternidad gozosa para los que han muerto encaminados hacia Dios. ¿Acaso podrán olvidarnos, estando tan cerca de Dios, con tanta fuerza intercesora, a quienes desde aquí les impulsamos al Cielo? ¿Acaso no serán nuestros entusiastas valedores cuando finalmente alcancen la morada celestial?

Es admirable con cuánta vehemencia de san Juan Crisóstomo hablaba a sus fieles de los que murieron, leales a Jesucristo, necesitados todavía, sin embargo, de alguna purificación: llevémosles socorros y hagamos su conmemoración. Si los hijos de Job fueron purificados por el sacrificio de su padre, ¿por qué habríamos de dudar de que nuestras ofrendas por los muertos les lleven un cierto consuelo? No dudemos, pues, en socorrer a los que han partido y en ofrecer nuestras plegarias por ellos. La Santa Misa, sacrificio de Jesucristo en el Calvario, sacrificio por antonomasia, es sin duda el mejor de los sufragios ofrecido por los fieles difuntos. Desde los primeros tiempos, nos recuerda en Catecismo de la Iglesia Católica, la Iglesia ha honrado la memoria de los difuntos y ha ofrecido sufragios en su favor, en particular el sufragio eucarístico, para que, una vez purificados, puedan llegar a la visión beatífica de Dios.

Tendríamos que incorporar a nuestra piedad habitual la oración por los fieles del Purgatorio. Así lo recomienda san Josemaría: Las ánimas benditas del purgatorio. —Por caridad, por justicia, y por un egoísmo disculpable —¡pueden tanto delante de Dios!— tenlas muy en cuenta en tus sacrificios y en tu oración.

Ojalá, cuando las nombres, puedas decir: "Mis buenas amigas las almas del purgatorio..."

Por lo demás, como venimos diciendo, el Purgatorio es lugar de padecimiento tras esta vida, si quedan en nuestra alma impurezas del pecado que todavía desdicen de la limpieza absoluta del Paraíso. Por eso, ante el dolor y la persecución, decía un alma con sentido sobrenatural: "¡prefiero que me peguen aquí, a que me peguen en el purgatorio!" Esta consideración, también del Fundador del Opus Dei, puede servirnos para soportar de buena gana algunos momentos –inevitables muchas veces– de cansancio, de dolor, de injusticia, de adversidad en general, con el íntimo pensamiento de que merecemos limpiarnos más profundamente de nuestras faltas y pecados.

Nuestra Madre del Cielo, que no conoció pecado, nos puede aficionar a esa limpieza completa del alma, que podemos conseguir también, con oración y sacrificios, para las almas del Purgatorio.
 


24.

LECTURAS: SAB 3, 1-9; SAL 26; 1JN 3, 14-16; MT 25, 31-46

CUANDO LO HICIERON CON EL MÁS INSIGNIFICANTE DE MIS HERMANOS, CONMIGO LO HICIERON

Comentando la Palabra de Dios

Sab. 3, 1-9. Por envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y sus seguidores tienen que sufrirla. De nada sirve el que la vida se prolongue por muchos años si se queda vacía tanto de Dios como de buenas obras. Dios nos ha llamado para que, al final, participemos eternamente de su Gloria. Dios nos ha comunicado su Vida y su Espíritu para que seamos testigos de su amor entre nuestros hermanos. Es cierto que en el camino de perfección hemos de pasar por muchas pruebas; recordemos lo que se dice de Jesús: Porque era Hijo, aprendió sufriendo a obedecer. Llegado a la perfección se convirtió en causa de salvación eterna para todos lo que le obedecen (Heb 5, 7-8). A pesar de que tuvo que padecer la muerte, Dios lo resucitó y lo Glorificó dándole un Nombre que está por encima de todo nombre. Viendo a Cristo resucitado de entre los muertos y que Reina para siempre sentado a la diestra de su Padre Dios, olvidemos lo que hemos dejado atrás y lancémonos de lleno para conseguir lo que está delante y corramos hacia la meta, hacia el premio al que Dios nos llama desde lo alto por medio de Cristo Jesús. (Flp 3, 13 y ss). Recordemos que sólo vamos como peregrinos por este mundo. Al final no la muerte, sino la vida tendrá la última palabra; entonces comprenderemos que el sufrimiento, la persecución y la muerte nos ayudaron a vivir con mayor lealtad nuestra fe y haremos nuestras aquellas palabras del Resucitado: Era necesario que el Hijo del hombre padeciera todo esto para entrar así en su Gloria (Lc. 24, 26).

Sal. 26. Tenemos la esperanza cierta de llegar a donde Cristo ya nos ha precedido. Él mismo nos ha dicho que se ha ido para prepararnos un lugar. Abramos nuestro corazón a la presencia del Señor, que quiere habitar en nosotros como en un templo. Que con la Fuerza de su Espíritu Santo lo único que busquemos sea vivir en la Casa Eterna del Señor para siempre y disfrutar de las bondades del Señor y estar continuamente en su presencia. Este deseo de Dios nos hará más llevadera la vida aún en medio de grandes dificultades, pues con el Señor a nuestra diestra, jamás temeremos, aun cuando se levanten contra nosotros grandes olas, o nos persiga una jauría de mastines, pues Dios estará siempre a nuestro lado para librarnos de la muerte y dar la vida eterna junto a Él a quienes le seamos fieles hasta el final. Por eso armémonos de valor y fortaleza y confiemos en el Señor de tal forma que, por ningún motivo, dejemos de buscarlo, de escucharlo y de poner, amorosamente, por obra su Palabra.

1Jn. 3, 14-16. Aquel mandato que en la Primera Alianza consistía en amar al prójimo como a nosotros mismos, fue llevado a su perfección en Cristo cuando, antes de padecer nos ordenó: Ámense los unos a los otros como yo los he amado a ustedes. Y el que ama a su hermano no le causa daño, sino que procura su bien en todo. La falta de amor lleva al egoísmo, incluso enfermizo, que hace que la persona se convierta en alguien que destruye de su prójimo, o que, por lo menos, pasa de largo ante su sufrimiento. Amar es abrir los ojos ante el hermano que está frente a nosotros para conocerle a profundidad y ayudarle a superar sus limitaciones; más aún, para ayudarle a dejar sus caminos equivocados y a decidirse a unir su vida a Cristo, a dejarse amar por Él para que su vida tenga un nuevo significado y un nuevo rumbo. Si amamos así a nuestro prójimo, estaremos incluso dispuestos a dar nuestra vida por su bien. Entonces seremos, no sólo alguien que habla de Cristo, sino alguien que es un signo de Cristo lleno de amor por todos, especialmente lo pobres, enfermos y pecadores. Sólo el amor es digno de crédito; y sólo el amor vivido en lo concreto de la vida en comunión con nuestros hermanos, hará que, al final, el Padre Dios, por vernos también en comunión de vida, de misión y de obras con su Hijo, nos diga: Tú eres mi hijo amado; entra a tomar posesión de la Gloria de tu Señor.

Mt. 25, 31-46. Ante ti están la vida y la muerte, la bendición y la maldición. Elige la vida y vivirán tú y tu descendencia (Dt. 30, 19). En la vida hemos de tener un momento de gran seriedad para con nosotros mismos para poder elegir, con la mayor claridad posible, nuestro comportamiento moral, consecuencia de nuestra decisión de fe y de amor a Cristo Jesús. Si nosotros pensamos que nuestra fe y nuestro amor activo hacia Cristo tiene como meta final el culto y no tiene injerencia alguna en la vida ordinaria, en el trato con los demás, nos hemos equivocado. Con una visión así acerca de la fe probablemente seamos muy puntuales en acudir al culto y en orar personalmente; pero al volver a nuestra vida ordinaria llevaremos los ojos y los oídos cerrados para evitar ver el sufrimientos de los pobres y desvalidos, y evitar escuchar los reclamos de quienes viven desprotegidos. Con el Evangelio de este día el Señor nos hace ver que el culto que le tributamos a Él, el amor que decimos tenerle mientras no se concretice en dar de comer al hambriento, de beber al sediento, de vestir al desnudo, de hospedar al forastero, de asistir al enfermo, de visitar al encarcelado, será un amor que le honrará, sí con los labios, mientras nuestro corazón estaría lejos de Él. Ciertamente al final del tiempo seremos juzgados en el amor, en el amor a Dios concretizado en el amor al prójimo; pues quien dice que ama a Dios a quien no ve y desprecia a su prójimo a quien sí ve, es un mentiroso. Que la opción fundamental que le dé sentido a toda nuestra vida, como un canto firme en torno al cual se entreteja toda nuestra existencia, sea el amor a Dios hecho amor concreto hacia nuestro prójimo, de un modo preferencial hacia quienes necesitan de un signo de Cristo Salvador, Misericordioso y Compasivo entre ellos. Que en nuestro amor no actuemos sirviendo por miedo a que si no lo hacemos seríamos condenados, sino porque al poseer la Vida y el Espíritu de Dios en nosotros seamos congruentes con nuestra fe, y dejemos que el Espíritu de Dios transforme nuestra existencia en un testimonio vivo del Señor que, sin importarle nuestras rebeldías, se hizo Dios-con-nosotros para socorrer a los pobres y salvar a los culpables.

La Palabra de Dios y la Eucaristía de este Domingo.

Al ofrecer en este día el Sacrificio por el pecado de nuestros hermanos difuntos, lo hacemos con la fe en que nuestras oraciones les servirán a quienes se nos han adelantado, pues creemos que la celebración del Memorial de la Pascua de Cristo, aprovechará a quienes han muerto en el Señor. Pues si no creemos que los muertos resucitarán, estaríamos haciendo el ridículo y sería superfluo orar por ellos. Desde que Jesús resucitó de entre los muertos, sabemos que la muerte no tiene la última palabra, sino la vida. Y que no podemos hacer nuestro aquel dicho: comamos y bebamos, que mañana moriremos; pues aun cuando tengamos que pasar por la muerte, no nos quedaremos en ella, sino que, por nuestra fe en Cristo, haremos nuestra su victoria sobre el pecado y la muerte y viviremos, eternamente unidos a Él, en la Gloria del Padre. Celebrar la Eucaristía nos hace entrar en comunión de Vida con Aquel que se manifestó en nuestra carne mortal, pero que, por su filial obediencia, ahora vive glorificado a la diestra de su Padre Dios. Ese es también nuestro camino, esa es nuestra esperanza y hacia Cristo, el Hombre Perfecto, encaminamos toda nuestra vida. Por eso, en la Eucaristía contemplamos no sólo a Cristo que nos ama hasta el extremo, sino que contemplamos cuál es la vocación que hemos recibido: amar sirviendo hasta llegar incluso a derramar nuestra sangre amorosamente por el bien de nuestros hermanos. Entonces realmente podremos decir que nos amamos los unos a los otros como Cristo nos ha amado a nosotros.

La Palabra de Dios, la Eucaristía de este Domingo y la vida del creyente.

Unidos a Cristo; estando en comunión de vida con Él no podemos ser causantes de las desgracias del mundo y de nuestros hermanos. Si sólo acudimos al culto para tranquilizar nuestra conciencia, pero continuamos siendo los autores de la pobreza, del hambre, de los desequilibrios que provoca el quitar la paz y la seguridad a los demás, de la persecución de inocentes, del desprecio de los que han sido dominados por las maldades y vicios, ¿Podremos realmente decir que tenemos por Padre a Dios? ¿Tendríamos por Padre a ese Dios que salió al encuentro del hombre desgraciado y pecador, no para condenarlo sino para salvarlo; que salió al encuentro del necesitado para socorrerlo; que salió al encuentro de quienes vivían sin rumbo en su vida y faltos de esperanza para devolverles la paz y las ganas de seguir viviendo, ya no metidos en la maldad, sino como dignos hijos de Dios? ¿Qué hemos hecho de nuestra fe? ¿En verdad amamos a nuestro prójimo como nosotros hemos sido amados por Dios? Si nuestro amor es sincero hacia nuestro prójimo y si en verdad nos inclinamos ante él para remediar sus males, entonces estamos seguros de encaminar nuestro pasos hacia la posesión de los bienes definitivos, pues vamos, cargando nuestra cruz de cada día, tras las huellas de Cristo.

Roguémosle al Señor que nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, la gracia de saber amarlo no sólo mediante el culto, sino también mediante el servicio amoroso, responsable y entregado sin fronteras a nuestro prójimo, especialmente a quienes viven pobres, injustamente tratados, enfermos o desvalidos, sabiendo que lo que hagamos a los demás se lo estaremos haciendo al mismo Cristo, Quien, al final nos dirá: Tomen posesión del Reino preparado para ustedes desde antes de la creación del mundo. Amén.

www.homiliacatolica.com

 


25. SERVICIO BÍBLICO LATINOAMERICANO 2004

Job 19, 1.23-27
Salmo Responsorial 26
Rom 5, 5-11
Jn 6, 37-40

o bien:

2 Mac 12, 43-46
Salmo responsorial: 24, 6-7.17-21
Rom 8, 31-35.37-39
Jn 14, 1-6

Celebramos la memoria de los fieles difuntos y es importante que reflexionemos profundamente el sentido que tiene la muerte dentro de nuestra experiencia de vida cristiana.

Cuando celebramos el día de los difuntos, no debemos pensar solamente en los que han muerto. Demos pensar también en el misterio de nuestra propia muerte para despertar nuestra esperanza en la vida definitiva, que también ha de ser nuestra. Desde nuestra vida terrena debemos aprender a asumir el misterio de la muerte con sentido.

Es triste la realidad de una muerte absurda. A veces nos preguntamos: ¿por qué ha muerto?, ¿por qué tuvo que morir, tal o cual persona? La muerte debe tener sentido. Jesús nos ha enseñado que el sentido de la vida es entregarla, que el sentido de la vida es amar. Quien aprende a morir, es capaz de ver con mirada de esperanza el futuro. Por eso, la fiesta que hoy celebramos debe ser además de una celebración de nuestra fe, con la que miramos el mundo de los que han muerto, una celebración de nuestra esperanza, con la que queremos contemplar el mundo de la salvación que ha de ser nuestro.

Para ganar la vida es preciso perderla. La vida que tenemos ahora no es una morada definitiva, sino una ocasión para que la persona pueda mostrar cuál es su verdadero compromiso; y éste se revela cuando se da la vida por el bien supremo, que es la participación del amor de Dios. Quien hace de su vida en este mundo el objeto último de su compromiso, pierde la vida eterna. Quien gasta su vida para realizar la entrega hasta el fin, está con Jesús, aquí y para siempre.

La resurrección de Jesús nos invita a profundizar en el tema de la victoria de la vida sobre la muerte. La realidad de la muerte está presente en el hombre y en sus relaciones sociales. La muerte física es inevitable, a pesar de todos los progresos de la medicina. La muerte no es sólo el último acontecimiento de nuestra peregrinación en la tierra; es el punto culminante, el momento que no se puede escapar a nuestra mirada; un desafío que al hombre se le impone constantemente. No es el final del camino, sino la puerta que se abre para la liberación definitiva con Cristo resucitado. El cristiano debe encarar la muerte de frente, pues para la fe es el aprendizaje más exigente. En el corazón del cristianismo se encuentra el Misterio Pascual, es decir, la victoria definitiva sobre la muerte, alcanzada una vez por todas en Jesucristo.

El ser humano no es un ser para la muerte, sino para la vida con Cristo resucitado. Nuestro Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos: "Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto" (Jn 12,24). La auto definición de Jesús: "Yo soy la resurrección y la vida", significa que la última palabra de Jesús no es de muerte, sino de Vida.

Cuando pensamos en nuestros muertos, en este día, debemos sentirnos también llamados a valorar el inmenso don de la vida, tan amenazada en nuestro mundo de guerra, violencia y muerte. Nuestra fe nos debe llevar siempre a pensar en la lucha por la justicia, por el amor, por los derechos humanos, por la fraternidad, que debe hacer posible la victoria de la vida sobre la muerte y que debe hacer posible la esperanza bien fundamentada de un futuro de vida.
 


26. Fray Nelson 2004

Temas de las lecturas: Es bueno esperar en silencio la salvación del Señor * En la casa de mi Padre hay muchas estancias.


1. El amor es más fuerte que la muerte
1.1 El misterio central de nuestra fe es la Resurrección de Cristo (cf. 1 Cor 15,14). Esto hemos de tomarlo en serio: el enemigo más grande de nuestros sueños y esperanzas, es decir, la muerte, ha caído ante uno que es más fuerte: Jesucristo.

1.2 La resurrección del Señor es una obra del amor. Levantado del sepulcro, Cristo manifiesta el sentido de toda su vida, que no fue otra cosa sino una continua ofrenda de amor. Es que el freno para amar, lo que nos detiene de amar más y mejor es la muerte. Sentimos que si amamos demasiado perdemos lo nuestro y nos quedamos sin nada. Pero Cristo ha amado hasta quedarse sin nada, porque se ha "vaciado" de sí mismo en la cruz (cf. Flp 2,7). Cristo ha asumido el riesgo terrible de ofrecerse a las fauces de la muerte, fiado solamente de la voluntad del Padre. La resurrección de Cristo es entonces la respuesta de amor del Padre, que así manifiesta el triunfo de un amor que no se mide, un amor que no se limita porque no se detiene ante la muerte.

2. La comunión de los santos
2.1 Nosotros hemos nacido de ese amor invencible, pues de nosotros fue escrito: "no nacieron de sangre, ni de la voluntad de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino de Dios" (Jn 1,13). El que nos une y nos reúne no es otro que el Espíritu Santo, el Espíritu que resucito a Jesús de entre los muertos. Este es el misterio que llamamos la "comunión de los santos": somos uno en Él, gracias al mismo amor que hizo posible el portento de la Encarnación y el milagro sublime de la Resurrección.

2.2 No cabe pensar entonces que ese amor, que ya venció una vez y para siempre a la muerte, ahora sea inferior a la muerte. El amor que nos hace "uno" en Jesús es el mismo amor que resucitó a Jesús, y por eso estamos ciertos que la Iglesia que peregrina en esta tierra está indisolublemente unida a la Iglesia que ha pasado ya por el umbral de la muerte.

2.3 Semejante lenguaje no podía decirse antes de la resurrección del Señor, y por ello, antes de la predicación de este misterio de misterios, toda invocación de difuntos o toda idea de una comunicación entre los difuntos y nosotros tenía que ser prohibida como espiritismo, según ordena severamente el Antiguo Testamento: "No sea hallado en ti ... quien practique adivinación, ni hechicería, o sea agorero, o hechicero, o encantador, o médium, o espiritista, ni quien consulte a los muertos" (Dt 18,10-11). Esta prohibición era razonable porque el contacto con los difuntos sólo podía tener un objetivo: el intento de asegurar algunos bienes (suerte, dinero, éxitos...) para esta vida. Pero nosotros no miramos así a nuestros difuntos, pues es la luz de la victoria del Resucitado quien nos lleva a considerar el alto destino al que han sido llamados ellos lo mismo que nosotros.

3. Un inmenso acto de amor
3.1 Nuestras oraciones por los fieles difuntos llevan por consiguiente un doble sello: caridad hacia ellos y certeza de la victoria de Cristo. Les amamos, pero no con un amor nostálgico, prisionero de la fantasía o el recuerdo, sino con el amor eficacísimo propio de la victoria del Señor.

3.2 Y por eso desde antiguo la Iglesia ha considerado que es acto precioso de misericordia orar por los difuntos de quienes podemos pensar que necesitan de este sufragio, no para reemplazar la fe, si no la tuvieron, sino para limpiar con la potencia de nuestro amor, fundado en Cristo, cualquier imperfección que pueda impedirles gozar de la visión de Dios.

3.3 Y ofrecemos este acto de amor uniéndonos al amor más grande, es decir, al amor de Cristo en la Eucaristía. Allí precisamente donde se renueva la ofrenda viva de Cristo, allí fundamos nuestro amor y nuestra esperanza mientras rogamos por nuestros hermanos difuntos.
 


27. FLUVIUM 2004

Evangelio Jn 14, 1-6 No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios, creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas. De lo contrario, ¿os hubiera dicho que voy a prepararos un lugar? Cuando me haya marchado y os haya preparado un lugar, de nuevo vendré y os llevaré junto a mí, para que, donde yo estoy, estéis también vosotros. Y adonde yo voy, ya sabéis el camino.
Tomás le dijo:
—Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podremos saber el camino?
—Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida —le respondió Jesús—; nadie va al Padre si no es a través de mí.

Oraciones por los fieles difuntos

La Iglesia Católica, que quiere ser Madre de todos los hombres, anima en este día a sus hijos a rezar por los difuntos. Los fieles difuntos son asimismo miembros del Cuerpo Místico de Cristo y forman parte de la Iglesia. Constituyen la Iglesia Purgante y viven en solidaridad con los demás miembros –los de la Iglesia Militante en la tierra y los de la Iglesia Triunfante en el Paraíso– y en comunión con Dios, aunque de diverso modo. Así como las almas de los fieles que alcanzaron ya su meta definitiva en el Cielo, viven en una perfecta intimidad con la Trinidad Beatísima, y los que aún vivimos en el mundo nos sentimos y somos hijos de Dios, y batallamos contra nuestras pasiones por ser fieles al creador, mientras nos dura el tiempo de merecer, las almas del Purgatorio pasaron ya por el mundo, pero todavía no gozan de Dios.

Nos enseña la Iglesia, por el Catecismo de la Iglesia Católica, que los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo. Estos son los fieles difuntos y forman parte de la misma Iglesia de Jesucristo, como los santos del cielo y como los hijos de Dios todavía en la tierra, que anhelamos la misma salvación que ellos ya tienen garantizada. La Iglesia llama Purgatorio a esta purificación final de los elegidos que es completamente distinta del castigo de los condenados, continúa el Catecismo.

Afirmó Jesús, según recoge san Mateo en su Evangelio, que a quien comete cierto tipo pecados, el pecado contra el Espíritu Santo, no se le perdonará ni en este mundo ni en el venidero. Algunos Padres de la Iglesia, como san Gregorio, han entendido, a partir de esa frase del Señor, que algunas faltas pueden ser perdonadas mientras vivimos en la tierra, o bien después, en un momento posterior. Con razón, aparece ya en el Antiguo Testamento, la práctica de ofrecer oraciones y sacrificios en expiación por los pecados de los muertos. En el segundo libro de los Macabeos se recuerda la colecta recaudada entre los fieles para ofrecer un sacrificio expiatorio en favor de los muertos para que quedaran liberados del pecado.

En el día de hoy se nos recuerda la práctica multisecular de los sufragios. Ese modo de vivir la caridad con los que nos han precedido en el camino hacia la santidad, tal vez sea una de las manifestaciones más delicadas de amor entre nosotros. En efecto, quienes ofrecen esos sufragios –oraciones y sacrificios por los difuntos– ejercitan de modo admirable, no solamente la fe en la eficacia de la oración, sino que hacen asimismo actos espléndidos de amor generoso y desprendido, para ayudar a quienes sufren, viéndose aún detenidos en su tránsito a la Bienaventuranza Eterna de intimidad con Dios. También son los sufragios actos de esperanza, pues conocemos que nada de esa plegaria se pierde, que redunda en eternidad gozosa para los que han muerto encaminados hacia Dios. Y ¿acaso podrán olvidarnos, estando tan cerca de Dios, con tanta fuerza intercesora, a quienes desde aquí les impulsamos al Cielo? ¿Acaso no serán nuestros entusiastas valedores cuando finalmente alcancen la morada celestial?

Es admirable con cuánta vehemencia de san Juan Crisóstomo hablaba a sus fieles de los que murieron, leales a Jesucristo, necesitados todavía, sin embargo, de alguna purificación: llevémosles socorros y hagamos su conmemoración. Si los hijos de Job fueron purificados por el sacrificio de su padre, ¿por qué habríamos de dudar de que nuestras ofrendas por los muertos les lleven un cierto consuelo? No dudemos, pues, en socorrer a los que han partido y en ofrecer nuestras plegarias por ellos. La Santa Misa, sacrificio de Jesucristo en el Calvario, el sacrificio por antonomasia, es sin duda el mejor de los sufragios ofrecido por los fieles difuntos. Desde los primeros tiempos, nos recuerda en Catecismo de la Iglesia Católica, la Iglesia ha honrado la memoria de los difuntos y ha ofrecido sufragios en su favor, en particular el sufragio eucarístico, para que, una vez purificados, puedan llegar a la visión beatífica de Dios.

Tendríamos que incorporar a nuestra piedad habitual la oración por los fieles del Purgatorio. Así lo recomienda san Josemaría: Las ánimas benditas del purgatorio. —Por caridad, por justicia, y por un egoísmo disculpable —¡pueden tanto delante de Dios!— tenlas muy en cuenta en tus sacrificios y en tu oración.

Ojalá, cuando las nombres, puedas decir: "Mis buenas amigas las almas del purgatorio..."

Por lo demás, como venimos diciendo, el Purgatorio es lugar de padecimiento tras esta vida, si quedan en nuestra alma impurezas del pecado que todavía desdicen de la limpieza absoluta del Paraíso. Por eso, ante el dolor y la persecución, decía un alma con sentido sobrenatural: "¡prefiero que me peguen aquí, a que me peguen en el purgatorio!" Esta consideración, también del Fundador del Opus Dei, puede servirnos para soportar de buena gana algunos momentos –inevitables muchas veces– de cansancio, de dolor, de injusticia, de adversidad en general, con el íntimo pensamiento de que merecemos limpiarnos más profundamente de nuestras faltas y pecados.

Nuestra Madre del Cielo, que no conoció pecado, nos puede aficionar a esa limpieza completa del alma, que podemos conseguir también, con oración y sacrificios, para las almas del Purgatorio.


28. 2 DE NOVIEMBRE DE 2004

"Preciosa es a los ojos del Señor, la muerte de sus santos" (Sal 115,15).

"Santo y saludable es el pensamiento de orar por los difuntos para que queden libres de sus pecados" (2 Ma 12, 46).
Una solemne y certera afirmación del Concilio Vaticano II, asegura que "el máximo enemigo de la vida humana es la muerte. El hombre sufre con el dolor y con la disolución progresiva del cuerpo, pero su máximo tormento es el temor de un definitivo aniquilamiento. Juzga con instinto certero, cuando se resiste a aceptar la perspectiva de la ruina total y de la desaparición definitiva de su personalidad. La semilla de eternidad que lleva en sí se subleva contra la muerte" (GS 18).

LA FALTA DE LÓGICA DEL MUNDO.
El mundo secularizado "en el que el pecado ha adquirido carta de ciudadanía y la negación de Dios se ha difundido en las ideologías, en los conceptos y en los programas humanos" (Juan Pablo en Portugal), divide la vida humana en dos realidades biológicas contrarias: la vida y la muerte. En consecuencia pretende extraer de la vida el máximo rendimiento en éxito, poder, dinero y placer, y ante la muerte experimenta horror, espanto, desesperación y angustia. E inconscientemente, adopta la actitud del avestruz, y, silencia la muerte como si no existiera. Luís XIV, el rey Sol francés, sentía tal horror ante la muerte que se construyó el Palacio de Versalles, tratando de escapar de la proximidad del panteón de los Reyes de Saint Donis en San Germain, porque le recordaba la muerte. Un día que el predicador del soberano, exclamó conmocionado en el sermón:

-- Todos mueren, Majestad.
Se levantó furioso el rey del trono, lanzó una mirada fulminante que estremeció al orador, que todo azarado, le hizo corregirse:
--Casi todos, Majestad.

En cada hombre se oculta una protesta y un terror inevitable ante la muerte. Este hecho no puede ser explicado por una antropología metafísica, pues reconociendo que el hombre por ser espiritual es inmortal, sabe también que siendo criatura biológica tiene que morir. Por tanto hemos de deducir que, aunque la muerte está en manos de Dios, la angustia del hombre ante la muerte es consecuencia del pecado y no castigo impuesto por Dios desde fuera sin conexión intrínseca con el delito (Rm 6,23). La verdadera pena del pecado es interior y va unida a la misma culpa, y consiste en la privación de la cercanía de Dios como consecuencia del distanciamiento de la voluntad humana y libre, de él. El hombre, criatura de Dios, se estremece desde la raíz de su ser elevado por la gracia, ante el misterio último de vacío del misterio de iniquidad, porque la gracia que actúa en él, le llama incesantemente y con urgencia.

Como reacción y resultado se absolutiza la vida terrena y se rechaza la muerte, que ha quedado convertida en tabú, por lo que se habla muy poco e ella. Julián Marías en España y Jean Guitton en Francia, han hecho notar esta carencia en la cultura y en la predicación de hoy. Ahora, casi ocurre con la muerte, como antes con el sexo que apenas si se hablaba del tema, y se han invertido los términos.

Pero como "el hombre no puede vivir sin esperanza porque su vida, condenada a la insignificancia, se convertiría en insoportable" (Documento final del Sínodo para Europa, 23 de octubre de 1999), de tal manera que muchos increyentes desearían gozar de esa esperanza, ante esta visión terrena de la vida que se queda en las fronteras de este mundo, los cristianos hemos de tener el coraje de oponer la visión cristiana de la vida y de la muerte, con la fe en la resurrección, que es la gran novedad del evangelio de Jesús. Cristo resucitado, convertido en primicia de los que han muerto, explica nuestra vida terrena y nuestra muerte, y nos garantiza la certeza de nuestra resurrección. A la visión invasora biológica vida-muerte, naturalista y terrena, Cristo añade: RESURRECCIÓN. No hay una separación, sino una continuación y consumación de la misma vida.


NACIDOS POR EL BAUTISMO.
Por el Bautismo hemos penetrado los cristianos en la muerte de Cristo que destruye el pecado y nos deja la semilla de la vida, "para caminar en una vida nueva" (Rm 6,4), a través de la continuada muerte y resurrección que anuncia San Pablo: "Cada día muero" (1 Cor 15,31). Por el bautismo somos crucificados con Cristo, y por la vida cristiana vivida por el hombre bautizado se consuma en nosotros la muerte de Cristo. Cristo, la resurrección y la vida, que ha dicho que "el que crea en Mí, aunque haya muerto, vivirá", es el que derriba el muro entre la vida y la muerte con la fuerza de su RESURRECCIÓN. Cristo ha vencido en su propio terreno a la muerte. En torno de la carita de una niña zurea una avispa. Aterrorizada, grita la niña. Corre su madre y abraza a la niña y la avispa clava su aguijón en el cuerpo de la madre. Así puede Pablo apostrofar con fuerza : "¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿dónde está, muerte, tu aguijón?" (1 Cor 15,55). "Yo los salvaré del poder de la muerte" (Os 13,14).

¿Y la muerte? ;Dónde está la muerte?. "En lugar de la muerte tenía la luz", escribió un poeta. Y otro de los nuestros: "Morir sólo es morir./ Morir se acaba./ Morir es una hoguera fugitiva./ Es cruzar una puerta a la deriva / y encontrar lo que tanto se buscaba" (Martín Descalzo).


REALIDAD AMBIVALENTE DE LA MUERTE.
Sin embargo la realidad de fe no elimina la sensibilidad humana ante el hecho traumático de la muerte, pero le da un sentido. ¿No lloró Jesús ante el sepulcro de Lázaro, a punto de resucitarlo? (Jn 11,40). Y ¿no se sintió triste hasta la muerte en Getsemaní y pidió al Padre que pasara de El el cáliz? (Mt 26,39).

Nuestra resurrección seguirá el modelo de Cristo viviendo una vida nueva en la que nos encontraremos a nosotros mismos, pero de un modo diverso: "Se siembra en corrupción y resucita en incorrupción; se siembra en vileza y resucita en gloria; se siembra en flaqueza y resucita en fuerza; se siembra cuerpo animal y resucita cuerpo espiritual" (1 Cor 15,42).

Nosotros conocemos la muerte, como una realidad que ha causado en nuestra carne desgarramientos dolorosos. Acuden a nuestra mente nombres de personas, rostros, palabras hermosas, que llenan el recuerdo de los días vividos juntos, o de sufrimientos que nos hacían llorar viendo el dolor de los que hemos amado, que nos dolía casi más que si lo sufriéramos nosotros, impotentes para apagarlo y se nos representan los lugares animados por personas queridas y amadas. San Agustín nos cuenta su tristeza al morir su madre y su llanto copioso. El lenitivo nos lo ofrece la fe. Pensemos que están con nosotros. Si son invisibles, no están ausentes. Nos podemos comunicar con ellos. Están presentes a nosotros con su oración, inspiraciones, el amor, que permanece completamente transfigurado, o en vías de maduración. Por eso ofrecemos nuestra oración y sobre todo la Eucaristía, para que la Sangre de Cristo la acelere.


FECUNDIDAD DEL GRANO QUE MUERE.
"Si el grano no cae en la tierra y muere, queda infecundo, pero si muere, produce mucho fruto" (Jn 12,24). De ese grano muerto en el calvario y enterrado, han brotado tres espigas: la de la vida celeste, la de la vida que se purifica y la que peregrina en este mundo. Las tres están unidas en la caridad. Estamos unidos con nuestros difuntos, pues la familia no se divide, sino que se transfigura en la ciudad celeste y ellos nos ven, como el jardinero ve las rosas en el jardín, aunque las rosas, que viven una vida inferior, no vean al jardinero. Nosotros somos esas rosas visibles para ellos, pero ciegos para verlas.


EL NACIMIENTO TRAUMATICO.
Los que se fueron, ante la muerte se han sentido como el niño que va a nacer: Al tener que salir del seno materno al aire y la luz de este mundo, si el niño tuviera conciencia de su momento, creería que iba a morir. Está sintiendo la pérdida total de su estado de vida que goza, de la seguridad en que se encuentra y de todo lo que ha sido y es el medio ambiente de su vida encerrada, pero que no conoce otra. Al despojarle totalmente de ese medio con la incertidumbre o ignorancia de lo que viene, desconocido e inseguro, aunque después no recordará nada, sufre más él que la madre que lo saca a la luz, porque al perder la respiración que era la propia de la madre, no goza aún de su respiración nueva. De tal manera que nadie nacería, si la naturaleza no le obligara. Si en el seno de la madre quedaran más niños, al ver sufrir tantas angustias al que está naciendo, todos creerían que moría, y nadie que nacía. Pero los que están en este mundo esperando su nacimiento, saben que el niño no muere, sino que nace, y todos lo esperan ansiosos con alegría y de hecho, a la muerte, la Iglesia la llama "dies natalis". La realidad es que va a comenzar una nueva etapa en su vida: va a gozar de una vida más plena, para lo cual era preciso dejar los harapos de la anterior, para comenzar a vivir en el ambiente de Dios infinito, inmenso y tododichoso y en el hogar de su seno. Nunca añorará su vida anterior, que sería añorar la placenta en que vivía. El dolor que le ha costado el nacer es consecuencia del pecado original. Cristo Resucitado ha ganado esta victoria para el hombre, lleno de ansiedad y pobre ante el misterio de la muerte, liberándolo de la muerte con su propia muerte.

La muerte es por tanto un episodio, un paso, una pascua, una transformación. En realidad no hay muerte, sino superación de vida, como el gusano de seda no muere sino que se transforma en mariposa. Habrá dolores, porque el grano de trigo no muere sin destrucción. El despojo que la muerte obra en el hombre para pasar a la vida nueva, se obra con dolor y quebranto. Pero no nos fijemos exclusivamente en esa destrucción olvidando sus consecuencias en el más allá. Iluminados por la fe hemos de contemplar a nuestros difuntos camino de la Pascua de Cristo, que con su muerte destruyó la muerte, y con su Resurrección nos dio la vida. Cristo ha hecho de su muerte el momento más trascendente de su vida, para llevarlos a su seno donde viven y vivirán para siempre unidos a nosotros.


PURGATORIO: TRANSFORMACIÓN, LA DOCTRINA DE LOS CONCILIOS.
El Concilio de Trento, afirma que el purgatorio existe y la Iglesia puede ayudar con su intercesión a cuantos se encuentran en él (D 1580). Y el Vaticano II: "La Iglesia de los viadores, teniendo perfecta conciencia de la comunión que reina en todo el cuerpo místico de Jesucristo, ya desde los primeros tiempos, guardó con gran piedad la memoria de los difuntos y ofreció sufragios por ellos, porque "santo y saludable es el pensamiento de orar por los difuntos para que queden libres de sus pecados" (2 Ma 12, 46).

La fe nos ofrece la posibilidad de una comunión con nuestros hermanos queridos, arrebatados por la muerte, dándonos la esperanza de que poseen ya en Dios la vida verdadera. Sigue el Vaticano II: "Este Concilio recibe la venerable fe de nuestros antepasados sobre el consorcio vital con nuestros hermanos de la gloria celeste, o de los que se purifican después de la muerte y confirma los decretos de los Concilios Niceno II, Florentino y Tridentino". "Nuestra debilidad queda más socorrida por su fraterna solicitud. La iglesia peregrinante, reunida en Concilio, sintió la necesidad de manifestar su conciencia de estar ontológicamente unida a la Iglesia celeste". "Algunos de los discípulos del Señor peregrinan en la tierra, otros, ya difuntos, se purifican, mientras otros son glorificados contemplando claramente al mismo Dios, Uno y Trino, tal cual es; mas todos estamos unidos en fraterna caridad y cantamos el mismo himno de gloria a nuestro Dios (LG 49).


LA FE RAZONADA.
La muerte sorprende al hombre cuando su desarrollo, por sus faltas y negligencias, no ha culminado aún. Pero el deseo de su voluntad profunda es conseguir la talla de la divina voluntad. Y mientras el hombre no esté limpio y refulgente hasta sus raíces, es imperfecto y no puede participar de la visión de Dios, como quien tiene cataratas. Cuando nace un niño prematuro, el cariño de sus padres lo deposita en la incubadora hasta que llegue a su plena maduración. El bautismo nos sembró la semilla de la resurrección. Durante nuestra vida se va desarrollando Cristo por el ejercicio de las virtudes evangélicas y el alimento de los sacramentos, sobre todo de la eucaristía: "Quien come mi carne y bebe mi sangre, vivirá eternamente" (Jn 6,55). Esta vida culmina en la muerte, en la cual el cristiano se asimila a Cristo muerto y resucitado. Si al morir está todavía inmaduro, el mismo cristiano al verse ante Dios, se ve imperfecto y dice como San Pedro: "Apártate de mí, Señor, que soy un pecador, aunque quiero estar contigo".

El Padre Dios coloca a ese cristiano, a ese hijo inacabado, en una incubadora que se llama Purgatorio, negado por los protestantes, pero definido, como hemos probado por la Iglesia Católica, siempre que tomemos las metáforas como tales y no como realidades literales, pues la representación de las llamas crueles ha distorsionado la realidad del purgatorio, y la sensibilidad moderna de las horribles historias oídas sobre los suplicios de las pobres almas, se muestra incrédulo o pasa de la verdadera realidad. El sentido cristiano del purgatorio no es la existencia de una especie de campo de concentración, donde el hombre tiene que purgar penas impuestas de una manera más o menos positivista y justiciera, sacadas de un código voluminoso, aplicado caprichosamente, sino el proceso radicalmente necesario de transformación del hombre para vestirle las galas que corresponden al banquete de bodas del Cordero. No pudiendo merecer, sólo pueden esperar con la llama de un ansia que da pena. De la misma manera cuando nosotros hablamos de la duración del purgatorio en términos de tiempo humano, por la debilidad de nuestra inteligencia, el espíritu adivina que es un tiempo nuevo y espiritual y de fino y puro desarrollo al que el dolor coopera.


LA CARIDAD HACIA LAS ALMAS DEL PURGATORIO EN LA COMUNIÓN DE LOS SANTOS

Santo Tomás enuncia el principio de la doctrina de los sufragios por los difuntos, diciendo: "Todos los fieles en estado de gracia están unidos por la caridad y son miembros de un solo cuerpo, el de la Iglesia. Ahora bien, en un organismo cada miembro es ayudado por los demás (IV Sent 45, q2, a2,4; y Sup q71, a1). Sólo Jesús, cabeza de la humanidad, ha podido merecer en justicia por nosotros, pero todo justo puede ayudar a su prójimo, no con mérito de condigno, sino con mérito de conveniencia, fundado en la caridad, aunque no en la justicia. Por la caridad fraterna, Dios ayuda a los que nosotros amamos, a quienes podemos favorecer con obras satisfactorias y con la oración. Por caridad debemos amar a Dios sobre todas las cosas, y amar como a si mismo a los hijos de Dios, y a los que están llamados a la misma bienaventuranza eterna. Como las almas dolientes del Purgatorio son hijas de Dios y Jesús vive en ellas íntimamente, debemos amarlas como a nuestro prójimo, sobre todo a las que son de nuestra misma familia terrena, con las que tenemos deberes especiales de caridad, tanto más cuanto que esas almas dolientes no pueden hacer nada por sí mismas; no pueden ya ni merecer, ni satisfacer, ni recibir los sacramentos, ni ganar indulgencias; no pueden más que aceptar y ofrecer sus sufrimientos o satispasión. Por eso es muy necesario ayudarlas. La Madre María de la Providencia, fundadora de las Auxiliadoras del Purgatorio (1825-1871), siendo aún una muchacha, decía a sus amigas: «Si una de nosotras estuviese en una prisión de fuego y pudiéramos sacarla de allí diciendo una palabra ¿no es verdad que la diríamos inmediatamente?... Las almas del Purgatorio están en una prisión de fuego, pero Dios no pide más que una oración para librarlas, y nosotros no decimos esa oración». Esta joven llegó poco a poco a iniciar esta intuición: «la liberación de las almas del Purgatorio para mayor gloria de Dios: hay que entregarle esas almas, que El llama a sí». El cura de Ars dijo a esta jovencita: "Hará bien en fundar una Orden para las almas del Purgatorio: es Dios el que la ha inspirado hacer una obra tan sublime..., esta Orden tomará rápido incremento dentro de la Iglesia". Dice el padre Faber, que al ofrecer sufragios por estas almas se obra con seguridad de éxito, porque serán seguramente liberadas; lo que se hace por ellas nunca es en balde. La caridad ejercida con ellas es excelente, porque contribuye a dar a Dios almas que El atrae a sí y a dar a esas almas el mayor de todos los dones: Dios contemplado cara a cara, obteniéndoles más pronto la eterna bienaventuranza. Al mismo tiempo se acrecienta el gozo accidental del Señor; de su Madre y de los Santos.


¿CÓMO EJERCITAR ESTA CARIDAD?

Con sufragios, o sea con nuestros méritos de conveniencia, nuestras oraciones, obras satisfactorias, limosnas, lucrando indulgencias y, sobre todo, mediante el Sacrificio de la Eucaristía. La Iglesia en todas las Misas nos hace orar por ellas y abre ampliamente para ellas el tesoro de los méritos de Cristo y de los Santos con las indulgencias.

Santo Tomás plantea la siguiente pregunta: «¿Los sufragios ofrecidos por un difunto, son más provechosos para él que para los demás difuntos?» Y responde: «La intención en cuanto a la remisión de la pena, los hace más ventajosos para el difunto por quien se ofrecen, pero por caridad, que no debe excluir a nadie, aprovechan más a los difuntos que la tienen más plena y consiguientemente les proporcionan mayor consuelo. Estos reciben más porque están mejor dispuestos. Esa es la distinción entre el fruto especial de la Misa para la persona a quien es especialmente aplicada, y el fruto general, en el que participan todos los fieles difuntos, y que no disminuye por muy grande que sea el número de los que participan de él».

También se pregunta Santo Tomás (IV Sent d 45, q.2, a. 2 y 4.—Su ppl q71, a 13): ¿Los sufragios ofrecidos por varios difuntos a la vez, les son tan provechosos como si fuesen ofrecidos por uno solo? Es decir:¿si una Misa se celebra por veinte o treinta o por muchísimos más?. Y contesta: «A causa de la caridad que los inspira, estos sufragios son tan provechosos para muchos como si fuesen ofrecidos por uno solo, porque la caridad no disminuye con la multiplicidad y así, una sola Misa alivia lo mismo a diez mil almas que a una sola. Pero como satisfacción y remisión de la pena, que se tiene intención de aplicar a los difuntos, son más provechosos para aquel por quien son ofrecidos en concreto».

Este era el pensamiento de Santo Tomás, joven, cuando escribió el Comentario sobre la IX de las Sentencias (d. 45, q2, a 2 y 4), pero hacia el fin de su vida, cuando escribe la Summa (III, q79, a5), matiza: «Aun cuando la oblación de este sacrificio, por su propio valor, baste para satisfacer por toda la pena, sin embargo, es satisfactoria para aquellos por los cuales es ofrecida y para los que la ofrecen según la medida de su devoción, y no para toda la pena». Esa medida de devoción depende, en las almas del Purgatorio, de las disposiciones que han tenido en el momento de la muerte.

Aquí, el Santo Doctor no señala más límite al efecto satisfactorio del Santo Sacrificio, que el de la devoción de los que la ofrecen y de aquellos por quienes es ofrecida. Y es generalmente admitido que una sola Misa ofrecida por todos los fieles, aun cuando sean muy numerosos, es tan provechosa para cada uno, según su devoción, como si estos fieles fuesen menos numerosos.

Los grandes comentaristas de Santo Tomás (sobre la III, q79, a5), Cayetano, Juan de Santo Tomás, Gonet, los carmelitanos de Salamanca, escriben sobre el valor infinito de la Misa, por razón de la Víctima inmolada y del sacerdote principal oferente, que una sola Misa ofrecida por muchas personas, puede ser tan provechosa para cada una de ellas como si hubiese sido ofrecida por ella sola, como el sol ilumina lo mismo a diez mil personas que a una sola. El efecto de una causa universal sólo queda limitado por la capacidad de los sujetos que reciben su influencia. Así, una de las tres Misas que se celebran el día de difuntos, celebrada por todos los difuntos, puede ser muy provechosa para las almas del Purgatorio abandonadas, por quienes nadie encarga nunca celebrar una Misa.


FRUTOS DE ESTA CARIDAD

Con el sacrificio de la Misa celebrada por los difuntos podemos hacer descender la sangre redentora sobre las almas del Purgatorio, y apresurar la hora de su liberación. Ahora bien, cada una de esas almas es como un universo espiritual que gravita hacia Dios. Nosotros podemos ayudarlas a unirse más pronto a El. Y si no podemos hacer celebrar el. santo Sacrificio por nuestros difuntos, asistamos a él con esa intención. Hagamos lo posible para ganar para ellos una indulgencia plenaria, puesto que ese tesoro está abierto para sus almas, aprovechémonos por exigencia de caridad. Muchos fieles, convencidos como están por falta de instrucción y por el influjo protestante tan infiltrado de que el cielo es muy barato, creen en la liberación de las almas de sus difuntos, que ni rezan ni ofrecen misas por ellos. Relata Garrigou-Lagrange: Un día, después de una conferencia que dí en Ginebra, un protestante muy culto y de una inteligencia muy despierta vino a mi encuentro. Le pregunté de buenas a primeras: -¿Cómo es que Lutero ha llegado a la conclusión de que la fe en los méritos de Nuestro Señor Jesucristo basta por sí sola para la salvación, y que no es necesario observar los mandamientos, ni siquiera los del amor de Dios y del prójimo? -Me respondió: -Es muy fácil. ¿Cómo muy fácil?

Es diabólico -añadió él-. No me hubiera atrevido a decíroslo -repuse-; pero entonces ¿cómo es que eres luterano? -En mi familia -dijo-lo somos de padres a hijos, pero próximamente yo entraré en la religión católica. Así ha podido escribir el Padre Monsabré: "Para ser consecuente con los principios sobre la justificación, el protestantismo ha negado el dogma del Purgatorio. Al poderse salvar el hombre por la sola fe en los méritos de Jesucristo, sin tener que inquietarse por sus propias obras, evidentemente no tiene nada que ver, después de la muerte, con la Justicia divina, y sólo debe preocuparse de su audaz e imperturbable confianza en la virtud redentora de Aquél, de cuyos méritos disfruta después de haber violado sus preceptos".

Ayudemos a los difuntos con muchos actos de virtud en el transcurso del día, con una señal de la cruz, con una limosna, con una contrariedad aceptada, con una tentación vencida por amor, con sacrificios y obras de de caridad. Pensemos en las almas más abandonadas y, alguna vez, en las más santas que sufren también mucho.

LA COMUNIÓN DE LOS SANTOS

Así penetraremos cada vez más en el misterio de la Comunión de los Santos. Dios acepta todos los actos sobrenaturales que se elevan hacia El; acepta el sufrimiento de estas almas que no pueden ya hacer nada por sí mismas. Y nos recompensa también por nuestra caridad; de esta manera veremos cada vez mejor el valor de la vida presente, el vacío de las cosas terrenas, la gravedad del pecado, la necesidad de reparación, el valor de la cruz y de la Misa. Dios se complace en recompensar nuestros más pequeños servicios. Además, las almas del Purgatorio, beneficiadas por nosotros, tras su liberación, no dejarán, por gratitud, de ayudarnos; más aún, antes de su liberación, ruegan por sus bienhechores. Sienten efectivamente la caridad que no excluye a ninguno, y toman como un deber especial el rogar por aquellos de sus familiares que quedaron en la tierra.


TESTIMONIOS DE MÍSTICOS Y POETAS.
Santa Catalina de Génova, considerada como la mística del Purgatorio, dice que su fuego es sabroso, aunque mortificante, como todo lo que purifica. ¿Qué hace el crisol con el oro? En el purgatorio, las almas, puros espíritus, están abrasadas de amor y, al no tener nada, porque están desnudas, como tenían en este mundo, que les pueda distraer del ansia de ver y unirse a Dios, para lo que fueron creadas, se mueren porque no mueren. Al no estar hechizada ni cegada y deslumbrada por la belleza y poder humano, anhela a Dios con todas sus fuerzas. El insatisfecho anhelo de Verdad y de Amor quema al hombre como fuego. El ansia de Dios lo devora. A medida que se van penetrando más y más de amor su deseo de Dios va creciendo con movimiento uniformemente acelerado. Así pudo escribir Santa Catalina de Génova, ya citada: "Es una pena tan excesiva, que la lengua no sabría expresarla, ni la inteligencia concebir su rigor. Pero no creo que se pueda hallar un contento igual al de las almas del purgatorio, si no es el de los bienaventurados en el cielo. El contento aumenta cada día, a medida que Dios penetra en el alma en pena, y la atraviesa a medida que se desvanecen los obstáculos que a ello se oponían".

A medida que todos sus niveles humanos van siendo invadidos por el amor, se inflama más y más su deseo, y su egoísmo va siendo consumido. Dante en la Divina Comedia, en el canto XXIII del Purgatorio, escribe este verso de profunda dulzura: "Se oyó llorar y cantar: "Domine, labia mea aperies", con tal acento que hacía nacer en nosotros placer y dolor". Cuanto más se ahonda y profundiza el nivel del dolor, tanto más se eleva el júbilo del surco. El desarrollo de la persona avanza con la contribución de su dolor. Así, la frase de M. De Saci al morir, está impregnada bellamente de esperanza y de fe: "¡Oh, bendito purgatorio!". El fuego del purgatorio es un fuego de júbilo, al contrario del sufrimiento del infierno que es un fuego de tormento. En el Purgatorio las almas sin su envoltura biológica, ni la distracción de sus anteriores deberes, son necesariamente contemplativas, todas para Dios. Su fuego es llama que consume y no da pena, como dice San Juan de la Cruz, porque su amor a Dios es inmenso y saben que están salvadas y próximas.

JESÚS MARTÍ BALLESTER


29. CLARETIANOS 2004

Queridos amigos:

Por desgracia no son pocos los creyentes que, al parecer, cuentan más con un Dios de muertos que con un Dios de vivos. A personas de escasa práctica religiosa, parece que su inquietud creyente se les despierta al perder a un ser querido; y, cuando llegan estas fechas, visitan su sepultura, la adornan con flores, y hasta rezan. No es buena esa polarización de la espiritualidad, pero es preciso rescatar lo que tiene de sano.

Nuestra solidaridad de creyentes alcanza a más allá de la muerte. Seguramente no se trata de unos favores comerciales que nos prestamos: pretender nosotros “pagar” al Padre las “deudas” que nuestros difuntos no hayan saldado debidamente con Él. Dios no es eso. Y la salvación nadie la “compra”, ni para sí ni para otros.

Pero ¿en qué consiste propiamente la salvación? Creo que es un concepto a la vez muy simple y algo difícil de entender. Hay Uno que ha sido salvado plena y definitivamente: Cristo glorioso, vencedor de la muerte; y su salvación es “contagiosa”, o “contagiable”, abierta a nosotros. Salvarnos significa participar de su gloria. Es en definitiva un asunto de solidaridad, de despliegue de la salvación de Cristo abarcando a todos los que le aceptan como Salvador. Y en la iglesia todo funciona en forma de solidaridad, término que en cristiano se traduce por “comunión”: el crecimiento de unos en comunión con Cristo redunda en bien de todos, vivos y muertos, en el acrecentamiento de la comunión, compartiendo con ellos nuestra riqueza, nuestra “santidad”. En realidad siempre incluimos a los otros, en nuestra oración, en nuestro progreso espiritual, también a los muertos; y esta fecha nos invita a hacernos más conscientes de ello. Un cristiano orante “dice siempre ‘nosotros’, incluso si dice ‘yo’”. Por lo demás, si nos ponemos a hacer cálculos temporales, nos perdemos; ¿no estarán “ya” en el cielo mis abuelos? Al otro lado –dicen los entendidos- no hay sucesión temporal, todo es simultáneo. Dejemos a Dios que “administre” los bienes salvíficos como Él sabe.

¿Tiene sentido honrar unos sepulcros que, por más nobles que sean, sabemos la miseria que contienen? Hay distintas sensibilidades; pero algo debe estar claro: se trata de los miembros que fueron lavados por el bautismo, ungidos con óleo en la confirmación y en la unción de enfermos, recibieron el signo material eucarístico que vinculaba más sus vidas con la de Jesús; fueron el instrumento que tuvieron esas personas para entrar en comunión con los demás, para manifestar su fe, quizá para engendrarnos a la vida. Fueron “miembros de Cristo” y “templo del Espíritu Santo” (1Cor 6,15.19); una realidad muy digna, y que algo tendrá que ver con la resurrección futura.

La jornada nos invita a contemplar a Cristo como Señor de vivos y muertos, dando vida eterna a unos y otros (1Tes 4); la muerte no tiene capacidad de arrebatarle los que le pertenecen. Igualmente se nos invita a vivir en la responsable esperanza de nuestro encuentro definitivo con el Señor y de sentarnos festivamente a su mesa (Lc 12), mesa de gozo desbordante por ser Jesús el anfitrión-servidor y por estar llena de hermanos:

Tras el vivir
Dame el dormir
Con los que aquí anudaste a mi querer.
Dame, Señor,
Hondo soñar;
hogar dentro de Ti nos has de hacer.

Severiano Blanco
severianoblanco@yahoo.es


30. Predicador del Papa: No «reencarnación», sino «resurrección» profesa la fe cristiana - Comentario del padre Cantalamessa a la conmemoración de todos los fieles difuntos

ROMA, jueves, 1 noviembre 2007 (ZENIT.org).- Publicamos el comentario del padre Raniero Cantalamessa, ofmcap. --predicador de la Casa Pontificia-- a la liturgia de la conmemoración de todos los fieles difuntos, 2 de noviembre.

* * *

Conmemoración de todos los fieles difuntos
Sabiduría 3, 1-9; Apocalipsis 21, 1-5.6-7; Mateo 5, 1-12


Enséñanos a contar nuestros días

La conmemoración de los fieles difuntos es la ocasión para una reflexión existencial sobre la muerte. En la Escritura leemos esta solemne declaración: «No fue Dios quien hizo la muerte ni se recrea en la destrucción de los vivientes... Dios creó al hombre para la inmortalidad; le hizo imagen de su misma naturaleza; mas por envidia del diablo entró la muerte en el mundo» (Sb 1, 13-15. 2, 23-24). Comprendemos de ahí por qué la muerte suscita en nosotros tanta repulsión. El motivo es que ésta no nos es «natural»; así como la experimentamos en el presente orden de las cosas, hay algo ajeno a nuestra naturaleza, fruto de la «envidia del diablo». Por eso luchamos contra ella con todas nuestras fuerzas. Este insuprimible rechazo nuestro hacia la muerte es la mejor prueba de que no hemos sido hechos para ella y de que no puede tener la última palabra. Precisamente sobre esto nos aseguran las palabras de la primera lectura de la Misa: «Las almas de los justos están en las manos de Dios y no les alcanzará tormento alguno».

El temor a la muerte es conflicto en lo más profundo de todo ser humano. Hay quien ha querido reconducir toda actividad humana al instinto sexual y explicar todo con él, también el arte y la religión. Pero más poderoso que el instinto sexual es el del rechazo a la muerte, del que la propia sexualidad no es sino una manifestación. Si se pudiera oír el grito silencioso que brota de la humanidad entera, se oiría un bramido tremendo: «¡No quiero morir!».

¿Por qué, entonces, invitar a los hombres a pensar en la muerte, si ya está tan presente? Es sencillo. Porque nosotros, los hombres, hemos elegido suprimir el pensamiento de la muerte. Fingir que no existe, o que existe sólo para los demás, no para nosotros. Hacemos proyectos, corremos, nos exasperamos por nada, como si en cierto momento no tuviéramos que dejar todo y partir.

Pero el pensamiento de la muerte no se deja arrinconar o suprimir con estas pequeñas tretas. Así que no queda más que reprimirlo o huir de su gravedad con paliativos. Los hombres nunca han dejado de buscar remedios a la muerte. Uno de estos se llama la prole: sobrevivir en los hijos. Otro es la fama. En nuestros días se va difundiendo un pseudo-remedio: la doctrina de la reencarnación. La doctrina de la reencarnación es incompatible con la fe cristiana, que en su lugar profesa la resurrección de la muerte. «Está establecido que los hombres mueran una sola vez, y luego el juicio» (Hb 9,27). La forma en que se propone entre nosotros, en Occidente, la reencarnación es fruto, entre otras cosas, de un gigantesco equívoco. En su origen la reencarnación no significa un suplemento de vida, sino de sufrimiento; no es motivo de consuelo, sino de terror. Con ella se viene a decir al hombre: «¡Ten cuidado, que si haces el mal, tendrás que renacer para expiarlo!». Es como decir a un encarcelado, al final de su detención, que su pena se ha prolongado y todo debe empezar de nuevo.

El cristianismo tiene algo bien distinto que ofrecer sobre el problema de la muerte. Anuncia que «uno ha muerto por todos», que la muerte ha sido vencida; ya no es un abismo que engulle todo, sino un puente que lleva a la otra vida, la de la eternidad. Y, con todo, reflexionar sobre la muerte hace bien también a los creyentes. Ayuda sobre todo a vivir mejor. ¿Estás angustiado por problemas, dificultades, conflictos? Ve hacia delante, contempla estas cosas como te parecerán en el momento de la muerte y verás cómo se redimensionan. No se cae en la resignación ni en la inactividad; al contrario, se hacen más cosas y se hacen mejor, porque se está más sereno y más desprendido. Contando nuestros días, dice un salmo, se llega «a la sabiduría del corazón» (Sal 89, 12).
[Traducción del original italiano realizada por Zenit]


31. Ante el Día de los Difuntos. Artículo de José-Román Flecha Andrés, catedrático de Teología en la UPSA