Art. 2. El Medioevo: devoción privada al Sagrado Corazón

 

Mi resumen de este largo período se basa principalmente en tres libros importantes, los de Josef Stierli, Jordan Aumann, y Giacometti-Sessa, con algunas referencias a otras fuentes[8].

 

 

1.      El período de transición, 1100-1250

 

 

No hubo un descubrimiento repentino del Sagrado Cora­zón en el medioevo, sino una transición gradual e inconscien­te de la teología principalmente objetiva de los Padres hacia una devoción calurosa y subjetiva al Corazón herido de Jesús y a sus disposiciones personales. Lo que resultó fue una fe­cunda síntesis de los aspectos objetivos y subjetivos: los te­soros de salvación del traspasado Corazón del Crucificado se vieron como los regalos del amor personal del Redentor.

El primer nombre que es digno de ser mencionado es San Anselmo de Canterbury (+1109), no como el padre del esco­lasticismo, sino como el místico, que sintetizó las dos signifi­caciones bíblicas del Sagrado Corazón:

 

La abertura del costado de Cristo nos reveló las riquezas de su bondad, es decir, la caridad de su Corazón hacia nosotros. (Me­dit. PL 68,761)

 

A su lado se halla San Bernardo de Claravalle (1090-1153:

 

El acero ha entrado en su alma. Llegó a su Corazón, así que de aquí en adelante puede llevar nuestra debilidad. Por la herida del cuerpo se descubre el secreto del Corazón, por ella aparece ese gran sacramento de su bondad, las entrañas de misericor­dia de nuestro Dios... ¿Quién puede ver otra cosa en estas he­ridas? ¿Cómo, oh Señor, podríamos ver más claramente que por tus heridas, estás lleno de bondad y suavidad, abundante de misericordia? (Sermo in Canticum Canticorum LXI, 34; PL 182, 1071-72)

 

 

La influencia de esos dos teólogos se extendió a otros mu­chos, especialmente a los Victorinos, como Hugo y Ricardo de San Víctor. A este período pertenece también el himno

verdaderamente clásico al Sagrado Corazón, "Summi Regis Cor, aveto," escrito por San Herman Joseph[9], Premonstraten­se de Steinfeld en el Eifel. Este himno no sólo junta la imagen del Corazón herido de Jesús y su Corazón en el sentido bí­blico profundo, herido por sufrimientos de amor, sino pasa también a menudo del Corazón de Jesús a nuestros corazones.

Corresponde a ese himno clásico la primera visión regis­trada del Sagrado Corazón en el medioevo, la que fue recibi­da por Santa Lutgarda de Brabante en Bélgica (1182-1246). Aunque inculta recibió el regalo de la comprensión de los Sal­mos latinos. Pero cuando se preguntó cuál fue la utilidad de ese regalo, nuestro Señor le preguntó:

-¿Después, qué quieres? Ella contestó:

-Lo que quiero es vuestro Corazón. Dijo Jesús:

-Y yo quiero aún más poseer el tuyo. Y se hizo el cam­bio de corazones[10].

Cuando los autores de este período hablan del corazón humano, en general usan el término en el mismo sentido que los Padres, es decir, en el sentido bíblico profundo. La vida espiritual en general se hizo más afectiva, y la devoción a la sagrada humanidad de Cristo se desarrolló. Este es el período en el cual San Francisco de Asís introdujo el Belén. San An­selmo y San Bernardo hablan de la custodia del corazón; los Victorinos de la purificación del corazón. Un ejemplo de Hugo de San Víctor (1100-1141):

 

Nuestro corazón carnal... es como madera verde, todavía no secada de la humanidad de la concupiscencia carnal; cuando recibe una chispa del temor de Dios o del amor divino, inme­diatamente asciende el humo de los deseos malos y de las pa­siones rebeldes. Después, el alma se hace más fuerte, la llama del amor se hace más ardiente y más clara, y pronto el humo de las pasiones desaparece, y el espíritu asciende a la contem­plación de la verdad con una mente pura. Cuando, finalmen­te, por esa contemplación asidua, el corazón se ha llenado de verdad y, con todo ardor, ha ganado la misma fuente de verdad suprema, se ha inflamado por eso y se ha transformado en un fuego de amor divino, ya no siente ni disturbio ni agitación. Ha hallado tranquilidad y paz. (In Ecclesiasten Hom. 1, PL 175, 117-118)

 

2.      El período de los grandes místicos, 1250-1350

 

En el siglo 12, los teólogos transmitieron la tradición de la teología del Corazón de Cristo; en los siglos 13 y 14, esta planta se volvió un árbol. Ese desarrollo fue preparado por una grande devoción a la Pasión de Jesús, por un amor espe­cial de San Juan Apóstol, y por el gran número de comenta­rios del Cantar de los Cantares. La fuerza motriz de este de­sarrollo fueron los Franciscanos, las religiosas de Helfta, y los Dominicos.

 

a.       Los Franciscanos

 

En el medioevo temprano, los Benedictinos y los Cister­cienses desempeñaron el papel más importante en el desarrollo de la devoción; ahora los frailes se hacen importantes. En la historia de San Francisco de Asís se relata que recibió del Crucifijo de San Damiano la comisión de restaurar la casa de Dios; después el texto continúa: "Desde aquella hora su co­razón fue herido y se fundió en la memoria de la pasión del Señor." La herida del Corazón físico, se dice a menudo en el medioevo, revela la herida de su amor. La pasión del Co­razón de Jesús en el sentido profundo conmovió el corazón de Francisco, que recibió las estigmas en 1224. Conforme a la espiritualidad de su fundador, los primeros Franciscanos tuvieron una gran devoción a las cinco heridas de Cristo, es­pecialmente a la herida de su Costado.

Eso es muy claro en San Buenaventura (1217-1274>, que, en su devoción profunda de la Pasión, se hizo, aún para nues­tros días, un heraldo del misterio del Sagrado Corazón. Su Itinerarium Mentis in Deum, verdaderamente una 'Guía del corazón del Peregrino en su itinerario hacia Dios', muestra cómo la única vía al Padre es un amor ardiente del crucificado, y este amor se perfecciona en una comunión sincera de corazones. Muchos textos de sus obras, especialmente su librito Lignum Vitae, predican el misterio del Sagrado Co­razón. En su Vitis Mystica se lee:

 

El Corazón de nuestro Señor fue traspasado por una lanza para que por la herida visible veamos la invisible herida de amor. La herida exterior del Corazón muestra la herida de amor de su alma.

 

El Corazón físico de Jesús y su Corazón en el sentido bí­blico profundo se unen. El corazón herido se hace el símbo­lo del amor herido de Jesús. Se vuelve a sentir este espíritu franciscano en la piedad de Santa Ángela de Foligno (1248-1309> y en el afán de Santa Margarita de Cortona (1247-1297) de vivir profundamente en el Corazón de Cristo.

 

b.       Las religiosas de Helfta

 

 

Bajo la dirección de la abadesa Gertrudis de Hackeborn, hermana de Santa Matilde de Hackeborn, el monasterio de las Cistercienses de Helfta en Sajonia logró el nivel más alto de cultura femenina conocida en el medioevo. Se hizo tam­bién un centro de noble aspiración a la santidad y a la ora­ción. Entre las muchas mujeres notables de este convento, tres merecen mención especial.

Matilde de Magdeburgo (+1285> entró en el monasterio de Helfta tarde en su vida, después de haber vivido como Be­guina en Magdeburgo. Por mandato de su confesor, escribió sus revelaciones en un libro La Luz fluida de la Divinidad en el alma, que relata su intimidad con el Señor en el ministerio de su Corazón. Una citación:

 

El Hijo de Dios apareció delante de mí, y en sus manos tuve su Corazón. Era más brillante que el sol, y difundió rayos lumi­nosos de luz por todos lados. Entonces, mi Maestro amado me hizo comprender que todas las gracias que Dios de continuo derrama sobre la humanidad, fluyen de este mismo Corazón. (citado en Aumann, Devotion p. 61)

 

En el Sagrado Corazón, Matilde ve sobre todo la vida inte­rior del Señor, ardiente de amor, al cual los hombres respon­den con insultos. Entrando en Helfta en 1270, halló dos mon­jas jóvenes que llegaron a ser muy importantes en la historia de la devoción: Santa Matilde de Hackeborn y Santa Gertru­dis la Grande.

Santa Matilde de Hackeborn (1241-1298), noble de naci­miento y artística de temperamento, había recibido una edu­cación esmerada y la encargaron de las niñas que se educaban en el convento. Nuestro Señor la colmó de sus gracias, pero por muchos años las tuvo secretas. Sus únicas confidentes eran Santa Gertrudis y otra hermana. Por mandato de su nue­va abadesa, estas dos escribieron una relación de las experien­cias espirituales de Matilde, sin saberlo ella hasta el final, y así resultó el Liber Specialis Gratiae.

Para Matilde, Cristo no es tanto el Hombre de Dolores, sino el Señor glorificado, subido al trono en la gloria del cie­lo. Aunque sufrió mucho, halló un refugio y paz en el Cora­zón del Señor glorificado. Una citación del primer capítulo del Libro de la Gracia Especial:

 

El Señor abrió la herida de su dulce Corazón y dijo: 'He aquí la grandeza de mi amor'... Unió su dulce Corazón con el corazón del alma, y le dio todas las prácticas de contemplación, devoción y amor, y la hizo rica en todo bien... Después de la Santa Comu­nión anhelaba sólo la alabanza de Dios. Entonces el Señor le dio su Corazón divino en la forma de un ornamento de oro ricamen­te decorado, y le dijo: 'Por mi Corazón divino siempre me ala­barás.'

 

En el período patrístico, pocos textos sobre el corazón humano se relacionan explícitamente al Corazón de Cristo; pero en el medioevo las dos tradiciones se unen íntimamente. Los místicos abren su corazón para el Señor como el Señor abre el suyo para ellos. No he hallado textos de este período que refieren esta experiencia a la promesa de Jeremías y de Ezequiel acerca del corazón nuevo.

Santa Matilde legó también una colección de oraciones. En toda su vida, esas fueron las favoritas de San Pedro Canisio, que copió algunas en un librito que siempre llevó consigo, hasta en su lecho de muerte.

Santa Gertrudis la Grande (1256-1302>, que entró en Helfta a los cinco años y allí creció, primero como estudiante y después como monja, resultó la más grande de esas mujeres grandes del convento. Su vida interior fue caracterizada por una abundancia de las gracias más sublimes de oración. Los tratados que escribió en alemán se han perdido, pero toda­vía tenemos sus dos obras latinas, El Heraldo de la Divina Piedad, y Los Ejercicios de Piedad. Más tarde, esas obras fue­ron muy divulgadas, y ejercieron una influencia profunda. Su devoción al Sagrado Corazón está caracterizada por amor, confianza, y santa alegría, todo ello penetrado del espíritu de la liturgia. El Corazón de Jesús siempre fue para ella una escuela de virtud y una fuente de gracia. El espíritu de su de­voción difiere mucho del de Santa Margarita María. Una de sus oraciones nos recuerda San Francisco de Asís:

 

Oh amantísimo Jesús, por su Corazón traspasado de oro, hiere mi corazón con esa flecha de amor, así que nada de esta tierra quede en eso, sino que se llene sólo con tu amor ardiente por siempre. (citado en Richstätter, o.c. p. 105)

 

c.       Los Dominicos

 

Los Dominicos hicieron muchísimo para propagar el cul­to del Sagrado Corazón en el medioevo, especialmente en Alemania, donde tuvieron 40 monasterios de hombres y más de 70 conventos de Dominicas. Del misticismo de la Pasión, combinado con una devoción profunda de la Eucaristía, los Dominicos formaron toda una doctrina ascética centrada en el misterio del Sagrado Corazón.

Empezaremos con San Alberto Magno (1193-1280). En sus escritos encontramos a San Juan Apóstol que había be­bido los tesoros de sabiduría divina del Corazón de nuestro Señor. Alberto vuelve muchas veces sobre la idea patrística del nacimiento de la Iglesia del Corazón abierto.

Importantes también fueron los místicos renanos, espe­cialmente Maestro Eckhart, Juan Tauler y Enrique Suso. Maestro Eckhart <+1372) es el primer autor que habla del Sagrado Corazón presente en la Eucaristía. En sus instruc­ciones sobre la Santa Comunión dice:

 

Tenemos que transformarnos en Jesús y completamente unirnos con El, así que todo lo suyo sea nuestro, y todo lo nuestro sea suyo, nuestro corazón y el suyo, un solo corazón.

 

Eckhart usó el símbolo del fuego para describir el amor de Jesús para con los hombres, lo que nos recuerda las visiones de Santa Margarita María:

 

En la cruz, su Corazón fue como fuego y un horno de donde surgen llamas por todos lados. Fue completamente consumido por el fuego de su amor para todo el mundo. Por eso atrajo a sí mismo todo el mundo por el calor de su amor. (Rchstátter o.c. p. 123)

 

Juan Tauler (+1361) fue un discípulo de Eckhart y fue uno de los más grandes místicos del mundo. Sobrepasa a su maestro en referencias al Sagrado Corazón, y tuvo gran in­fluencia. Una sola citación:

 

¿Qué más pudo hacer para nosotros que no ha hecho? Abrió su mismo Corazón para nosotros, como el cuarto más secreto donde conduce nuestra alma, su novia elegida. Porque es su gozo estar con nosotros en silencio y paz, para reposarse allí con no­sotros... Nos dio su Corazón herido para que residiéramos allí, completamente purificados y sin mancha, hasta que seamos se­mejantes a su Corazón, hechos capaces y dignos para ser condu­cidos con El en el Corazón divino de su Padre... Nos da su Corazón completamente, para que sea nuestra habitación. Por eso desea nuestro corazón en cambio, para que sea su habitación. (Richstäter, o.c. p. 131-132>

 

El beato Enrique Suso (+1366) también fue un discípulo de Eckhart. Su espiritualidad se concentra en la Pasión de Cristo en la cual participó por austeridades nada comunes. Pero, su amor del Señor, inflamado por su Sagrado Corazón, fue tierno:

 

Ah, Sabiduría eterna, mi corazón te recuerda cómo, después de la última cena, fuiste al monte y fuiste cubierto de sudor san­griento a causa de la ansiedad de tu amantísimo Corazón... Oh Señor, tu Corazón soportó todo con amor tierno. Oh Señor, tu Corazón, ardiente de amor, debe inflamar el mío con amor. (citado en Aumann, Devotion p. 82>

 

Después, deberíamos hablar de Santa Catalina de Siena <+1380), doctor de la Iglesia, eminente por su devoción al Sagrado Corazón. Fue terciaria dominica. Cuando meditaba sobre las palabras: "Crea en mí, oh Dios, un puro corazón, un espíritu firme dentro de mí renueva" (Sal. 51,12), el Señor respondió apareciendo a ella y, abriendo su lado izquierdo, le tomó su corazón. Unos días más tarde, le dio un nuevo corazón diciendo:

 

Ves, querida hija, hace unos días tomé tu corazón; ahora, de la misma manera, te doy mi propio corazón. En el futuro, es por éste que debes vivir[11].

 

Esto, ciertamente, fue una manera privilegiada de experi­mentar el cumplimiento de la promesa del nuevo corazón. Lo que los místicos han experimentado de una manera mística, Dios lo quiere hacer gradualmente con nosotros todos. Nues­tros corazones tienen que renovarse por el Corazón de Cris­to. En este periodo se hallan pocas referencias al Espíritu Santo; el Sagrado Corazón se ve como la fuente 'de gracia'. Cuando comprendemos que el regalo del Corazón de Cristo es el Espíritu Santo, resulta más claro que el Sagrado Co­razón es la fuente de la renovación de toda la humanidad y del mundo.

 

3.      Expansión entre los laicos,   1350-1700

 

El período de oro del misticismo medieval fue seguido por un tiempo de decadencia, el siglo 14. Pero, gradualmente, el movimiento recibió nueva vida, estimulado esta vez por los cartujos. Ludolfo de Sajonia (1300-1378), dominico hasta 1330, año en que entró en la cartuja de Estrasburgo, escribió la famosísima Vita Christi, que resume toda la espiritualidad de la Edad Media, y que fue uno de los dos libros que contri­buyeron a la conversión de San Ignacio en su lecho de enfer­mo. Dionisio Rijckel ('el Cartujo', 1402-1472), fue inferior sólo a San Alberto Magno entre los teólogos alemanes. Como maestro de novicios les mostró continuamente el camino ha­cia el Corazón de Jesús. Una citación característica de este período:

 

Con humildad y fervor pido, ábreme la puerta de tu misericor­dia, y déjame penetrar en la abertura larga de tu costado ado­rable y sacro, aún hasta el interior de tu Corazón infinitamen­te amante, de modo que mi corazón se una con tu Corazón por un vínculo indisoluble de amor. (de un libro por un Cartujo ig­noto, impreso en Nüremberg en 1480>.

 

En el siglo 16, Colonia se hizo el centro de la vida devocional en Alemania. Fue allí donde Justo Landsberger <'Lansperjio', 1489-1539> escribió el libro Pharetra Divini Amoris, en el cual trata ampliamente de la devoción del Sagrado Co­razón. Gracias a él, que las editó, las revelaciones de Santa Gertrudis fueron conocidas y se extendieron por toda Euro­pa. Por los Cartujos de Colonia fue como San Pedro Canisio, doctor de la Iglesia, se inició en la devoción.

Sigue el tiempo de San Francisco de Sales y de Santa Jua­na Francisca de Chantal <1572-1641>, fundadores de la Visi­tación; y otros muchos. Ha de notarse que, aún antes del tiempo de Santa Margarita María, la reciente Sociedad de Je­sús contribuyó mucho a la extensión de esta devoción. El más importante entre ellos fue San Pedro Canisio, pero hay otros muchos, por ejemplo Diego Álvarez de Paz S. J., que llegó a Lima en 1585. Después de cuatro años fue a Quito en el Ecuador, donde quedó doce años y escribió su obra monu­mental La Vida Espiritual y su Perfección. Se publicó en tres tomos en París el año 1608. Se trata del primer gran tratado teológico escrito en las Américas, donde ya constan precio­sas reflexiones sobre el Corazón de Jesús. En Quito, Padre Diego empezó un movimiento de espiritualidad caracteriza­do por una vigorosa devoción del Sagrado Corazón, y ese mo­vimiento se volvió una verdadera escuela, con muchos ilustres representantes. Padre Juan Díaz Camacho de Sierra, que llegó a Quito el año 1623; el padre José María Maugeri, el primer gran apóstol de esa devoción en América latina, y Santa Ma­riana de Jesús Paredes y Flores, nacida en Quito en 1618, y canonizada en 1950, son unos ejemplos[12].

El misticismo medieval del Sagrado Corazón se expresó en oraciones, poesía, himnos y autos sacramentales. Con esa creciente publicidad están relacionados también los orígenes de un culto litúrgico: la fiesta de la Sagrada Lanza, instituida por el Papa Inocencio VI en 1353; la fiesta de las cinco Llagas, celebrada en los monasterios de los dominicos en Alemania, ya en el medioevo. La escena estaba preparada para la santa de Paray-le-Monial, que tuvo que promover el movimiento para la celebración litúrgica de este misterio en la Iglesia uni­versal.