6 HOMILÍAS MÁS PARA EL CICLO B

 

1. El tema del designio de Dios

Los cristianos son depositarios de un secreto, pero la mayoría de las veces se comportan como si lo ignoraran. Tienen acceso al misterio "escondido desde los siglos, en Dios" (Ef 3, 9): Jesucristo es el Salvador de la humanidad, y su intervención en este mundo debe ser considerada como el acontecimiento decisivo de la Historia humana. Esta afirmación central de la fe, ¿la llevan los cristianos en el corazón de su existencia? ¿Es de verdad la luz que ilumina su camino? Muchas veces parece que no.

Esta situación se explica si nos referimos a los siglos de cristiandad. Todos los hombres del mundo occidental estaban bautizados y eran considerados cristianos. Pero cuando los cristianos no tienen medios concretos para comprender que su condición normal es la de "estar dispersos" entre los demás hombres, no se ven empujados por las circunstancias a percibir en su interior aquello que es lo específico del cristianismo. Muchas veces, sin darse cuenta, reducen fácilmente esto a algunas exigencias evangélicas, perdiendo de vista que el Evangelio es ante todo una Persona, Alguien. Y entonces se imaginan que el cristiano se distingue del no cristiano por diversas actitudes que le son propias, tales como el desinterés, el amor a los más pobres, etc. Esto, evidentemente, no es falso, pero es incompleto.

Hoy, que la Iglesia está un poco por todas partes en estado de misión, cristianos y no cristianos se codean a diario. Este contacto revela a menudo al cristiano que, teniendo todo en cuenta, él no es mejor que los demás, y, suponiendo que la sabiduría en la que se inspira sea superior a cualquier otra, el testimonio que de ella da a los demás no llega nunca hasta donde podría llegar. ¿Dónde está entonces la originalidad del testimonio cristiano en el mundo actual? El Concilio Vaticano II, en la Constitución dogmática sobre la Iglesia, entre otras cosas nos recuerda que todos los hombres, de una manera o de otra, pertenecen al Pueblo de Dios. Pero entonces, ¿por qué se necesita la misión y cuáles son las tareas que dicha misión requiere?

En verdad, la única realidad propia del cristianismo tiene un nombre: Jesucristo. En El y solo en El tienen consistencia los designios divinos de salvación. El formulario de la fiesta del Sagrado Corazón nos invita a profundizar en este dato fundamental para ver lo que se deduce de él para la vida cristiana y el contenido del testimonio de la fe.

El misterio oculto desde la eternidad en Dios (Ef 3, 9)

Desde toda la eternidad, Dios tuvo el designio de crear por amor y de llamar a los hombres a la filiación adoptiva en unión de vida con el Verbo encarnado, con Cristo recapitulador, a fin de que por su don mutuo, que es el don del Espíritu Santo, se edifique la Familia del Padre. Este designio es, en primer lugar, un designio de salvación, puesto que el hombre no puede dar por sí mismo una respuesta a Dios que tenga la cualidad de ser una respuesta "filial", y el amor divino que le anima es lo suficientemente grande como para alcanzar al hombre, incluso cuando le rechaza e incluso en su pecado.

¿En qué sentido ha permanecido este misterio oculto hasta el momento de la Encarnación del Hijo de Dios? O también, lo que viene a ser lo mismo, ¿por qué Jesús de Nazaret ha intervenido tan tarde en la historia de la humanidad? ¿Qué significado hay que dar a este largo caminar de los hombres, que hay que calcular en un mínimo de quinientos mil años, que es tanto como decir doscientas cincuenta veces el tiempo que nos separa hoy de Jesús?

En primer lugar, que el misterio de la salvación haya permanecido oculto en Dios no significa de ninguna manera el que hasta la Encarnación haya sido solamente un puro proyecto sin ninguna realidad. Por el contrario, hay que afirmar que por parte de Dios todo se ha cumplido desde el principio: la iniciativa divina de la salvación, que tiene lugar en la creación, es la misma que se manifestará en Jesús de Nazaret. La creación del hombre a imagen y semejanza de Dios no es extraña a la acción del Verbo eterno, imagen perfecta del Padre, y la Historia de la humanidad no se puede comprender sin la acción del Espíritu Santo, que es el que reúne a los hombres y da unidad en el amor, porque El es el don mutuo del Padre y del Hijo.

Si el misterio de la salvación, que tiene toda su consistencia en Dios, ha permanecido, sin embargo, oculto a los ojos de los hombres durante tanto tiempo, esto no ha podido ser más que por una razón esencial, relativa a la naturaleza misma de este misterio. La explicación de que la Encarnación tardara tanto tiempo se basa en lo siguiente: la salvación de la humanidad es un misterio de amor y, por consiguiente, un misterio de reciprocidad. A la iniciativa de Dios debe corresponder la respuesta del hombre. Inspirado por el amor, el gesto creador de Dios es infinitamente respetuoso para con el hombre. Este no sale ya completamente fabricado de las manos de Dios, sino que recibe el poder de construirse a sí mismo, de irse elaborando lentamente a través de los años. ¡Cuánto tiempo ha sido necesario para que la humanidad aprenda a hablar y después a escribir! ¡Cuánto tiempo ha sido necesario para que un pueblo llegue al descubrimiento del Dios Todo-Otro, a través de los acontecimientos de su propia historia! Sin duda alguna, el pecado del hombre ha frenado la marcha de la humanidad, invitándola sin cesar a seguir unos caminos que no tenían salida. Pero, de todos modos, se necesitaba mucho tiempo para que la historia humana desembocara en esta mujer humilde, la Virgen María, que es la que ha vivido con toda verdad y con toda lucidez la religión de la Espera o del Adviento. María es la mujer en quien la libertad espiritual del hombre ha producido los más abundantes frutos; la que nos ha manifestado, en el más alto grado, hasta dónde el gesto creador del Amor ha querido manifestar el respeto por el hombre, su criatura. Desde ahora en adelante, la religión de la Espera puede dar lugar a la religión de la Realización. La Encarnación del Hijo de Dios no entrañará para la humanidad ninguna secreta alienación. Jesús, en cuanto hombre, ha sido engendrado por una mujer y preparado por ella para su misión de mediador de la salvación.

El designio eterno engendrado en Cristo Jesús nuestro Señor (Ef 3, 11)

La iniciativa divina de gracia en los designios de salvación, que ha estado obrando constantemente durante el período de la historia humana anterior a la venida del Hijo, desemboca en el misterio de la Encarnación. Esta iniciativa divina nos descubre el significado final de la larga marcha de la humanidad hasta llegar a Cristo. Ya desde el principio el llamamiento divino a la filiación adoptiva está grabado, en cierta manera, en el corazón de la libertad humana, impidiendo al hombre el contentarse definitivamente con la posesión de los bienes creados, haciéndole acceder con Israel al plano de la fe, embarcándole en esta extraordinaria aventura espiritual que es la esperanza mesiánica, esta esperanza humana que va a salvar al hombre, ajustándole perfectamente a la iniciativa divina. Pero este plan de Dios desemboca necesariamente en la Encarnación, porque solo el Hombre-Dios puede dar a Dios una respuesta verdaderamente filial, sin dejar por eso un solo momento de ser criatura. Solo el Hombre-Dios puede cerrar de una manera adecuada el lazo de reciprocidad perfecta entre Dios y la humanidad. O, dicho de otro modo: el momento preciso en que la humanidad ha alcanzado en uno de sus miembros su propia cima, es también el momento en que Dios le ha dado el testimonio supremo de su amor: el envío de su Hijo eterno.

El misterio oculto desde todos los siglos ha sido, por fin, revelado. La historia de la salvación comienza verdaderamente en Cristo nuestro Señor. Esto, que es revelado, no es una doctrina, sino la salvación que se ha hecho efectiva. Es el reencuentro del hombre con Dios, que se ha realizado al fin. La iniciativa gratuita del Padre encuentra en Jesús una respuesta perfecta, y la historia de la salvación se manifiesta como una empresa convergente de Dios y el hombre. El Hombre-Dios, el Hombre de entre los hombres que supera con éxito la aventura humana, concilia en su Persona la paradoja esencial de la vocación del hombre: su obediencia de criatura hasta morir en la Cruz es una obediencia filial: la del Unigénito del Padre. En Cristo, la adopción filial se ofrece a todos los hombres, cuya aspiración más íntima ha sido colmada así por encima de toda medida. Todos podrán decir al Padre común un "sí" verdaderamente filial, siendo únicamente, pero de una manera total, fieles a su condición de criatura. Finalmente, el envío del Hijo entraña el envío del Espíritu Santo, que es común al Padre y al Hijo; el Espíritu de amor que sella la unidad de sus relaciones personales. Porque habiéndose asociado en Cristo la humanidad en estas relaciones inefables, el mismo Espíritu que está obrando en la creación desde sus orígenes, también puede ser enviado desde ahora a toda la humanidad, para significar con ello que ha adquirido la adopción filial en el Hijo unigénito y, al mismo tiempo, para sellar en la unidad del amor el reencuentro efectivo de Dios y el hombre.

La sabiduría de Dios en su diversidad inmensa, revelada por medio de la Iglesia (Ef 3, 10)

La resurrección de Cristo marca el final del primer acto de la historia de la salvación. Se ha edificado el Templo del reencuentro perfecto de Dios y del hombre. Sus sólidos cimientos se han colocado ya de una manera definitiva. El Cuerpo resucitado de Cristo es ya para siempre el "sacramento" primordial del diálogo de amor entre Dios y la humanidad.

Pero habiéndose dado ya el primer paso, todavía continúa la historia de la salvación. La piedra angular ha sido colocada ya de una manera sólida, y el templo del diálogo de Dios y el hombre va adquiriendo forma de una manera progresiva, hasta que todas las piedras hayan sido colocadas en su sitio. La historia de la salvación es la historia de la Iglesia. Familia del Padre y Cuerpo de Cristo.

La tradición ha esclarecido rápidamente la catolicidad de la Iglesia, es decir, la diversidad infinitamente variada de su rostro, como resultado de la variedad de sitios en que ha sido implantada entre los hombres y los pueblos. Esta catolicidad no es una dimensión "superficial" del ser de la Iglesia. No quiere decir solamente que la Iglesia no excluye a nadie en su llamada a la salvación, sino que dice de una manera positiva que todos los hombres y todos los pueblos están llamados -con todo lo que dichos pueblos son, humanamente hablando- a ser, unidos a Cristo, los aliados irreemplazables de Dios en la edificación de su Reino; que todos y cada uno de ellos son una piedra original que deben aportar a la construcción, piedra que todos y cada uno de ellos tiene que descubrir. Toda la riqueza de la creación de Dios, libre de la hipoteca del pecado, es la que debemos volver a encontrar transfigurada, en el Reino, desplegando para ello toda la sabiduría divina en su rica diversidad.

El origen de esta dinámica salvadora es el Espíritu Santo. Sus dones son infinitamente variados y se manifiestan en la medida en que los hombres trabajan en la edificación del Reino, siguiendo a Cristo. La condición previa para que se produzca este dinamismo es la de estar arraigados en la caridad de Cristo. Es preciso amar como Cristo ha amado, sin que nos detenga ninguna frontera, amar hasta el don total de sí mismo, hasta el don de la vida. Tal amor es siempre un brote imprevisto, una novedad. Es la conducta de los hijos del Padre, una conducta que es auténticamente humana, en la que el hombre moviliza, en Cristo, todas sus energías; una conducta que no cesa de apoyarse en la iniciativa concreta de Dios, de la que revela su fecundidad inagotable. En este reencuentro siempre renovado de Dios y el hombre, la presencia personal del Espíritu y los dones multiformes que El distribuye dan testimonio de que la edificación del Reino continúa y que es la obra conjunta del Dios del Amor y de los hombres a los que ha introducido, de una manera gratuita, en su propia Familia. ¡Oh misterio insondable de la historia de la salvación!

Anunciar a los paganos la incomparable riqueza de Cristo (Ef 3, 8)

Los miembros del Cuerpo de Cristo, esos hombres que han tenido acceso a la revelación del misterio oculto en Dios desde los siglos, se ven empujados por el dinamismo irresistible de su fe a anunciar a sus hermanos la Buena Nueva de la salvación, que de una vez para siempre nos ganó Jesucristo. San Pablo expresa el objeto de la Buena Nueva con estas palabras: es la incomparable riqueza de Cristo.

Si el misterio de la salvación es lo que acabamos de decir, misionar es ofrecer en participación una riqueza que no se posee y de la que no tenemos ni la exclusividad ni el monopolio. El misterio de Cristo trasciende toda expresión particular. Cualquiera que sea la diversidad y la profundidad, los caminos espirituales de todos los hombres y de todas las culturas encuentran en El, y solo en El, su punto de cumplimiento y de convergencia. Cristo es verdaderamente la Luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. Por tanto, anunciar a Cristo a todos los que no le conocen es estar uno mismo esperando también un nuevo descubrimiento de su misterio en el corazón de los hombres y de los pueblos que se han de convertir a El; es hacer posible el que la acción del Espíritu, que está obrando en el mundo pagano, fructifique en Iglesia y adquiera una expresión inédita hasta entonces. Misionar es vaciarse de sí, hacerse más pobre que nunca, acompañar a los paganos en su propio camino, participar en su búsqueda y, en esta participación fraterna, hacer aparecer a Cristo como el único que puede dar sentido a esta búsqueda y llevarla hasta su meta.

Además, anunciar a los paganos la incomparable riqueza de Cristo es no solamente llamarlos a reforzar las filas de los constructores del Reino, sino, al mismo tiempo, ayudarles también a reconocer y a promover la verdad del hombre en su condición de criatura en este mundo. Existe una relación indisoluble entre la riqueza del Reino, que es la obra común del Padre y de sus hijos, y la riqueza de la creación restituida a su realidad humana. Lejos de conducirlos a la evasión, el anuncio de la Buena Nueva invita a los hombres a poner manos a la obra, a explotar sus recursos, a hacer que la tierra sea cada vez mas habitable para el hombre, a dar todo su valor a la riqueza de la creación de Dios. El amor que edifica el Reino es inseparable del amor que hace que progresivamente la humanidad acceda a su verdad definitiva, y lo mismo el cosmos todo entero. Esta verdad no se consigue sino más allá de la muerte, pero se va construyendo en este mundo sobre un terreno en el que sin cesar encontramos a la cizaña mezclada con el buen trigo. La separación no se hace hasta después de haber pasado por la muerte.

«Salió sangre y agua» (Jn 19, 34)

San Juan concede gran importancia a la lanzada que siguió a la muerte de Cristo en la Cruz: "Llegados a Jesús (los soldados), le encontraron muerto, y no le rompieron las piernas. Pero uno de los soldados le abrió el costado con su lanza, y al instante salió sangre y agua" (Jn 19, 33-34). Para el evangelista, toda la economía sacramental de la Iglesia ha brotado, en cierta manera, de Cristo en el momento de su muerte en la cruz, y se funda ante todo en los sacramentos del bautismo y de la Eucaristía.

O, dicho de otro modo, el desarrollo de la historia de la salvación va unido al desarrollo de la sacramentalidad. El templo del reencuentro perfecto de Dios y de la humanidad debe crecer, y los momentos privilegiados de este crecimiento están marcados por la celebración del bautismo y de la Eucaristía. Pero, tanto el significado del bautismo como el de la Eucaristía se refieren al sacrificio de la cruz. Es decir, que hay que conceder gran importancia en cada uno de ellos a la proclamación de la Palabra de Dios. Ella es la que, poco a poco, va labrando el corazón y el espíritu de los creyentes, para que se conviertan en compañeros de Cristo en el cumplimiento de los designios de la salvación. Ella es la que los prepara para el descubrimiento de las incomparables riquezas de Cristo.

Maertens-Frisque


2. D/ESPOSO D/PADRE:

Este año celebramos en domingo una fiesta que habitualmente se celebra en viernes. Una fiesta que -después de ser durante años una de las preferidas por bastantes cristianos, después de ser una "devoción" a la que se daba mucha importancia- actualmente ocupa un lugar secundario en la consideración de muchos. Quizá esta predilección de hace unos años y este descenso de ahora, se expliquen en buena parte por una cierta manera de presentar (en las imágenes, en los cantos, en el modo de hablar) lo que significa el Sagrado Corazón Jesús. Quizá sería útil, por tanto, buscar en las lecturas de hoy qué sentido tiene para nosotros, para la realidad de nuestra vida cristiana.

En la primera lectura hemos escuchado palabras del A.T. Palabras que nos hablan del amor de Dios por su pueblo. Y es importante que digamos que estas palabras del profeta Oseas que hemos leído, no son una excepción en el A.T.

A menudo, bastantes cristianos, tienen una concepción muy pobre del A.T. No es difícil oír o leer que el Dios del A.T. es un Dios duro, severo, lejano, que manda e impone. Es verdad que a veces el pueblo judío (parte del pueblo, en ciertos momentos especialmente) se imagina así a su Dios. Pero a la vez es verdad que también hallamos en el A.T. (y precisamente en los momentos o en los hombres de su historia que más se abren a esta realidad que llamamos "Dios") una imagen llena de amor. No olvidemos que a menudo el A.T. habla de Dios como de un esposo que ama entrañablemente, como de un padre que se preocupa infatigablemente. Con un amor que no es fofo, sino exigente como cualquier amor verdadero, con un amor celoso pero también compasivo, abierto al perdón y que nunca deja de esperar en el hombre.

Todo ello nos revela que, en la historia del progresivo descubrimiento de lo que Dios es, el hombre no halla realidad suya que mejor hable de Dios que la realidad humana del amor, del amor entre los esposos, del amor de los padres, del amor entre verdaderos amigos. El hombre habla humanamente de Dios porque no tiene otro modo de hablar sino el de las realidades que conoce.

Pero para que este lenguaje tenga auténtico sentido es preciso que viva en su existencia personal qué significa amar, que lo viva en profundidad y exigencia. Si no es así, no sabe cómo hablar de Dios, y lo convierte en un ídolo vacío, en un personaje lejano, lo identifica con las imágenes del hombre poderoso, del juez implacable, del rey imperturbable ante la suerte de sus súbditos. Si el hombre no sabe amar, tampoco sabe hablar de Dios, del Dios que es amor.

En la segunda lectura, san Pablo nos habla de la humanización de este amor que es Dios. Para los creyentes en JC, hablar de Dios ya no es proyectar una experiencia nuestra, porque Dios ha amado realmente como un hombre, es hombre, ha vivido el camino humano de Jesús de Nazaret. El amor de Dios se ha manifestado en el corazón humano de JC. Esta es la suprema revelación de Dios: su manifestación en el amor de JC. "Por JC -dice Pablo- tenemos libre y confiado acceso a Dios". Pero fijémonos cómo Pablo dice también que para que "Cristo habite por la fe en nuestros corazones" es preciso "que el amor sea nuestra raíz y nuestro cimiento" y que sólo así "lograremos abarcar lo ancho, lo largo, lo alto y lo profundo, comprendiendo lo que trasciende toda filosofía: el amor cristiano".

Es decir, no hay otro camino de conocimiento de JC que el camino del amor. Si escogemos otro camino no conoceremos al verdadero JC, también lo falsearemos. Finalmente, en la tercera lectura, hallamos dos aspectos decisivos para entender este amor de JC. Se nos habla de un amor que se da hasta el extremo, que lucha hasta la muerte. No es, por tanto, el amor de JC un sentimentalismo rosa, sino una entrega que se lo juega todo. No son palabras, sino hechos y hechos que comprometen absolutamente. Su mejor imagen es la del Cristo crucificado, que muere desnudo en el patíbulo.

Y se nos habla también de la fecundidad de este amor. Es lo que significa el lenguaje simbólico del evangelio de Juan al hablarnos "de la sangre y del agua" que manan de su costado.

Sangre y agua, dos símbolos de vida (en el lenguaje judío), dos imágenes de fecundidad. Porque el amor de JC no queda infecundo, sino que comunica vida (podríamos decir que esto es amar: comunicar vida).

El agua del sacramento del bautismo y el cáliz de la sangre del Señor en la eucaristía, son para nosotros los símbolos de un amor que sigue siendo fecundo. De un amor que hemos de vivir nosotros, de un amor que nos hace realmente hijos de Dios.

J. GOMIS
MISA DOMINICAL 1973/05)


3.

-Mirar al que atravesaron y creer (Jn 19, 31-37)

En este capítulo 19 de san Juan, y particularmente en los versículos 34-35, alusivos a la sangre y al agua que brotaron del costado de Cristo atravesado por la lanza, se ha visto una referencia a los capítulos 6 y 7. En el capítulo 6 se trata del don de su cuerpo y de su sangre, que Cristo quiere hacer a los suyos, pero los versículos 51 y siguientes dejan entrever cómo se verificará esto. Por esta sangre brotada del costado de Cristo muerto y ofrendado, vemos ahora cómo este aliento guarda estrecha dependencia con la muerte de Cristo, quien se ofreció en sacrificio en cumplimiento de la voluntad de su Padre. El capitulo 7 -"De sus entrañas manará torrentes de agua viva"- también encuentra ahora su significación. De esta manera caemos en la cuenta de que, en este relato de la Pasión, la totalidad de los detalles son signos precisos. En realidad, todos los hechos de la vida de Cristo tienen sus consecuencias eternas.

Lo que ha de considerarse "no es el acontecimiento en sí, sino la realidad eterna por él significada". Sin embargo, aquí el acontecimiento hace época en la historia. "Si la Cruz es un signo, también es lo significado por ella". Del cuerpo de Jesús brota agua; es la vida que se da a los que creen en él (Jn 7, 38-39); el que bebe de esta agua no volverá a tener sed jamás (Jn 4, 14); la sangre es verdadera bebida (Jn 6, 5S).

En resumen, importa bastante poco que este hecho referido por Juan sea histórico o que sea un modo de presentar simbólicamente las cosas relacionadas con las profecías. Sin embargo, san Juan apela a lo que el vio con sus propios ojos. Sería una imprudencia negarle todo crédito.

Nos hallamos, por lo tanto, ante un signo del amor de Cristo y del amor del Padre que recibe su sacrificio ofrecido en nombre nuestro, y este signo es el que da la gracia del agua y del Espíritu, a la vez que nuestra sed queda verdaderamente saciada. El Padre quiere reconstruir el mundo, el Hijo se ofrece y nos comunica la vida que brota de su muerte-resurrección como de un manantial. De este modo encontramos el amor y la reconciliación en Jesús, que se inmoló por nosotros; así lo canta el aleluya.

-Creer en el amor que perdona (Os 11, 1...9) Dios no viene a exterminar. Si en otro tiempo se vio "forzado" a castigar duramente a Israel, se arrepiente de haberlo hecho. No se puede dudar que por su pueblo lo había hecho todo: le había salvado de Egipto, le había llamado hijo suyo, le había enseñado a caminar... Sin embargo, Dios no obrará movido por el ardor de su cólera; es el Dios santo que no viene a exterminar. Nos lo muestra el relato evangélico: la sangre y el agua brotados del costado de Cristo en la cruz son signos tangibles de su amor y de su perdón. El canto responsorial, tomado de Isaías 12, nos remite a Cristo en la cruz: "Sacaréis aguas con gozo de las fuentes de la salvación", o también a Juan 7: "EI que tenga sed que venga a mi y beba".

-Conoceréis el amor de Cristo (Ef 3, 8... 19) Si no se está enraizado en el amor, establecido en el amor, es imposible comprender la anchura, la longitud, la altura, la profundidad... del amor de Cristo que supera todo conocimiento. Tal es el grito entusiástico de san Pablo cuando escribe a los Efesios. En realidad, lo que podemos alcanzar de la cruz de Cristo, la sed que podemos aplacar bebiendo su sangre y después de haber sido lavados por el agua que brota de su costado y de haber llegado a ser un solo cuerpo en la Iglesia, todo ello supera cuanto podemos imaginar.

Este plan de amor, escondido en Dios desde el principio de los siglos, ha sido revelado por su Hijo y todos nosotros tenemos el encargo de anunciarlo y de hacer que todos lleguen a alcanzarlo. Tenemos que hacer comprender a todos, que tenemos la audacia de ir hacia Dios porque tenemos fe en Cristo, en ese Cristo traspasado hacia el que dirigimos la mirada y que es manantial y fuente de nuestra vida.

La religión que tenemos que anunciar no es ante todo una institución, no tiene otras características relevantes, salvo la de ser una religión de amor en la que Dios y el hombre están estrechamente unidos, y en la que la comunidad ocupa el primer puesto entre las preocupaciones por ser signo del triunfo del amor. De esta manera alcanzamos nuestra plenitud y nos es posible entrar en la plenitud de Dios.

ADRIEN NOCENT
EL AÑO LITURGICO: CELEBRAR A JC 5
TIEMPO ORDINARIO: DOMINGOS 22-34
SAL TERRAE SANTANDER 1982.Pág. 87-89


4. EL CORAZON DE CRISTO, PAZ DE LOS CRISTIANOS

Homilía pronunciada por monseñor Escrivá el 17-VI-1966, fiesta del Sagrado Corazón de Jesús.
Se contiene en el volumen Es Cristo que pasa.

         Dios Padre se ha dignado concedernos, en el Corazón de su Hijo, infinitos dilectionis thesauros [479] , tesoros inagotables de amor, de misericordia, de cariño. Si queremos descubrir la evidencia de que Dios nos ama –de que no sólo escucha nuestras oraciones, sino que se nos adelanta–, nos basta seguir el mismo razonamiento de San Pablo: El que ni a su propio Hijo perdonó, sino que le entregó a la muerte por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con El todas las cosas? [480] .

         La gracia renueva al hombre desde dentro, y le convierte –de pecador y rebelde– en siervo bueno y fiel [481] . Y la fuente de todas las gracias es el amor que Dios nos tiene y que nos ha revelado, no exclusivamente con las palabras: también con los hechos. El amor divino hace que la segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Verbo, el Hijo de Dios Padre, tome nuestra carne, es decir, nuestra condición humana, menos el pecado. Y el Verbo, la Palabra de Dios es Verbum spirans amorem, la Palabra de la que procede el Amor [482] .

         El amor se nos revela en la Encarnación, en ese andar redentor de Jesucristo por nuestra tierra, hasta el sacrificio supremo de la Cruz. Y, en la Cruz, se manifiesta con un nuevo signo: uno de los soldados abrió a Jesús el costado con una lanza, y al instante salió sangre y agua [483] . Agua y sangre de Jesús que nos hablan de una entrega realizada hasta el último extremo, hasta el consummatum est [484] , el todo está consumado, por amor.

         En la fiesta de hoy, al considerar una vez más los misterios centrales de nuestra fe, nos maravillamos de cómo las realidades más hondas –ese amor de Dios Padre que entrega a su Hijo, y ese amor del Hijo que le lleva a caminar sereno hacia el Gólgota– se traducen en gestos muy cercanos a los hombres. Dios no se dirige a nosotros con actitud de poder y de dominio, se acerca a nosotros, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres [485] . Jesús jamás se muestra lejano o altanero, aunque en sus años de predicación le veremos a veces disgustado, porque le duele la maldad humana. Pero, si nos fijamos un poco, advertiremos en seguida que su enfado y su ira nacen del amor: son una invitación más para sacarnos de la infidelidad y del pecado. ¿Quiero yo acaso la muerte del impío, dice el Señor, Yavé, y no más bien que se convierta de su mal camino y viva? [486] . Esas palabras nos explican toda la vida de Cristo, y nos hacen comprender por qué se ha presentado ante nosotros con un Corazón de carne, con un Corazón como el nuestro, que es prueba fehaciente de amor y testimonio constante del misterio inenarrable de la caridad divina.

         Conocer el Corazón de Cristo Jesús

         No puedo dejar de confiaros algo, que constituye para mí motivo de pena y de estímulo para la acción: pensar en los hombres que aún no conocen a Cristo, que no barruntan todavía la profundidad de la dicha que nos espera en los cielos, y que van por la tierra como ciegos persiguiendo una alegría de la que ignoran su verdadero nombre, o perdiéndose por caminos que les alejan de la auténtica felicidad. Qué bien se entiende lo que debió sentir el Apóstol Pablo aquella noche en la ciudad de Tróade cuando, entre sueños, tuvo una visión: un varón macedonio se le puso delante, rogándole: pasa a Macedonia y ayúdanos. Acabada la visión, al instante buscaron –Pablo y Timoteo– cómo pasar a Macedonia, seguros de que Dios los llamada para predicar el Evangelio a aquellas gentes [487] .

         ¿No sentís también vosotros que Dios nos llama, que –a través de todo lo que sucede a nuestro alrededor– nos empuja a proclamar la buena nueva de la venida de Jesús? Pero a veces los cristianos empequeñecemos nuestra vocación, caemos en la superficialidad, perdemos el tiempo en disputas y rencillas. O, lo que es peor aún, no faltan quienes se escandalizan falsamente ante el modo empleado por otros para vivir ciertos aspectos de la fe o determinadas devociones y, en lugar de abrir ellos camino esforzándose por vivirlas de la manera que consideran recta, se dedican a destruir y a criticar. Ciertamente puede surgir, y surgen de hecho, deficiencias en la vida de los cristianos. Pero lo importante no somos nosotros y nuestras miserias: el único que vale es El, Jesús. Es de Cristo de quien hemos de hablar, y no de nosotros mismos.

         Las reflexiones que acabo de hacer, están provocadas por algunos comentarios sobre una supuesta crisis en la devoción al Sagrado Corazón de Jesús. No hay tal crisis; la verdadera devoción ha sido y es actualmente una actitud viva, llena de sentido humano y de sentido sobrenatural. Sus frutos han sido y siguen siendo frutos sabrosos de conversión, de entrega, de cumplimiento de la voluntad de Dios, de penetración amorosa en los misterios de la Redención.

         Cosa bien diversa, en cambio, son las manifestaciones de ese sentimentalismo ineficaz, ayuno de doctrina, con empacho de pietismo. Tampoco a mí me gustan las imágenes relamidas, esas figuras del Sagrado Corazón que no pueden inspirar devoción ninguna, a personas con sentido común y con sentido sobrenatural de cristiano. Pero no es una muestra de buena lógica convertir unos abusos prácticos, que acaban desapareciendo solos, en un problema doctrinal, teológico.

         Si hay crisis, se trata de crisis en el corazón de los hombres, que no aciertan –por miopía, por egoísmo, por estrechez de miras– a vislumbrar el insondable amor de Cristo Señor Nuestro. La liturgia de la santa Iglesia, desde que se instituyó la fiesta de hoy, ha sabido ofrecer el alimento de la verdadera piedad, recogiendo como lectura para la misa un texto de San Pablo, en el que se nos propone todo un programa de vida contemplativa –conocimiento y amor, oración y vida–, que empieza con esta devoción al Corazón de Jesús. Dios mismo, por boca del Apóstol, nos invita a andar por ese camino: que Cristo habite por la fe en vuestros corazones; y que arraigados y cimentados en la caridad, podáis comprender con todos los santos, cuál sea la anchura y la grandeza, la altura y la profundidad del misterio; y conocer también aquel amor de Cristo, que sobrepuja todo conocimiento, para que os llenéis de toda la plenitud de Dios [488] .

         La plenitud de Dios se nos revela y se nos da en Cristo, en el amor de Cristo, en el Corazón de Cristo. Porque es el Corazón de Aquel en quien habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente [489] . Por eso, si se pierde de vista este gran designio de Dios –la corriente de amor instaurada en el mundo por la Encarnación, por la Redención y por la Pentecostés–, no se comprenderán las delicadezas del Corazón del Señor.

         La verdadera devoción al Corazón de Cristo

         Tengamos presente toda la riqueza que se encierra en estas palabras: Sagrado Corazón de Jesús. Cuando hablamos de corazón humano no nos referimos sólo a los sentimientos, aludimos a toda la persona que quiere, que ama y trata a los demás. Y, en el modo de expresarse los hombres, que han recogido las Sagradas Escrituras para que podamos entender así las cosas divinas, el corazón es considerado como el resumen y la fuente, la expresión y el fondo último de los pensamientos, de las palabras, de las acciones. Un hombre vale lo que vale su corazón, podemos decir con lenguaje nuestro.

         Al corazón pertenecen la alegría: que se alegre mi corazón en tu socorro [490] ; el arrepentimiento: mi corazón es como cera que se derrite dentro de mi pecho [491] ; la alabanza a Dios: de mi corazón brota un canto hermoso [492] ; la decisión para oír al Señor: está dispuesto mi corazón [493] ; la vela amorosa: yo duermo, pero mi corazón vigila [494] . Y también la duda y el temor: no se turbe vuestro corazón, creed en mí [495] .

         El corazón no sólo siente; también sabe y entiende. La ley de Dios es recibida en el corazón [496] , y en él permanece escrita [497] . Añade también la Escritura: de la abundancia del corazón habla la boca [498] . El Señor echó en cara a unos escribas: ¿por qué pensáis mal en vuestros corazones? [499] . Y, para resumir todos los pecados que el hombre puede cometer, dijo: del corazón salen los malos pensamientos, los homicidios, adulterios, fornicaciones, hurtos, falsos testimonios, blasfemias [500] .

         Cuando en la Sagrada Escritura se habla del corazón, no se trata de un sentimiento pasajero, que trae la emoción o las lágrimas. Se habla del corazón para referirse a la persona que, como manifestó el mismo Jesucristo, se dirige toda ella –alma y cuerpo– a lo que considera su bien: porque donde está tu tesoro, allí estará también tu corazón [501] .

         Por eso al tratar ahora del Corazón de Jesús, ponemos de manifiesto la certidumbre del amor de Dios y la verdad de su entrega a nosotros. Al recomendar la devoción a ese Sagrado Corazón, estamos recomendando que debemos dirigirnos íntegramente –con todo lo que somos: nuestra alma, nuestros sentimientos, nuestros pensamientos, nuestras palabras y nuestras acciones, nuestros trabajos y nuestras alegrías– a todo Jesús.

         En esto se concreta la verdadera devoción al Corazón de Jesús: en conocer a Dios y conocernos a nosotros mismos, y en mirar a Jesús y acudir a El, que nos anima, nos enseña, nos guía. No cabe en esta devoción más superficialidad que la del hombre que, no siendo íntegramente humano, no acierta a percibir la realidad de Dios encarnado.

         Jesús en la Cruz, con el corazón traspasado de Amor por los hombres, es una respuesta elocuente –sobran las palabras– a la pregunta por el valor de las cosas y de las personas. Valen tanto los hombres, su vida y su felicidad, que el mismo Hijo de Dios se entrega para redimirlos, para limpiarlos, para elevarlos. ¿Quién no amará su Corazón tan herido?, preguntaba ante eso un alma contemplativa. Y seguía preguntando: ¿quién no devolverá amor por amor? ¿Quién no abrazará un Corazón tan puro? Nosotros, que somos de carne, pagaremos amor por amor, abrazaremos a nuestro herido, al que los impíos atravesaron manos y pies, el costado y el Corazón. Pidamos que se digne ligar nuestro corazón con el vínculo de su amor y herirlo con una lanza, porque es aún duro e impenitente [502] .

         Son pensamientos, afectos, conversaciones que las almas enamoradas han dedicado a Jesús desde siempre. Pero, para entender ese lenguaje, para saber de verdad lo que es el corazón humano y el Corazón de Cristo y el amor de Dios, hace falta fe y hace falta humildad. Con fe y humildad nos dejó San Agustín unas palabras universalmente famosas: nos has creado, Señor, para ser tuyos, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti [503] .

         Cuando se descuida la humildad, el hombre pretende apropiarse de Dios, pero no de esa manera divina, que el mismo Cristo ha hecho posible, diciendo tomad y comed, porque esto es mi cuerpo [504] : sino intentando reducir la grandeza divina a los limites humanos. La razón, esa razón fría y ciega que no es la inteligencia que procede de la fe, ni tampoco la inteligencia recta de la criatura capaz de gustar y amar las cosas, se convierte en la sinrazón  de quien lo somete todo a sus pobres experiencias habituales, que empequeñecen la verdad sobrehumana, que recubren el corazón del hombre con una costra insensible a las mociones del Espíritu Santo. La pobre inteligencia nuestra estaría perdida, si no fuera por el poder misericordioso de Dios que rompe las fronteras de nuestra miseria: os dará un corazón nuevo y os revestiré de un nuevo espíritu; os quitaré vuestro corazón de piedra y os daré en su lugar un corazón de carne [505] . Y el alma recobra la luz y se llena de gozo, ante las promesas de la Escritura Santa.

         Yo tengo pensamientos de paz y no de aflicción [506] , declaró Dios por boca del profeta Jeremías. La liturgia aplica esas palabras a Jesús, porque en El se nos manifiesta con toda claridad que Dios nos quiere de este modo. No viene a condenarnos, a echarnos en cara nuestra indigencia o nuestra mezquindad: viene a salvarnos, a perdonarnos, a disculparnos, a traernos la paz y la alegría. Si reconocemos esta maravillosa relación del Señor con sus hijos, se cambiarán necesariamente nuestros corazones, y nos haremos cargo de que ante nuestros ojos se abre un panorama absolutamente nuevo, lleno de relieve, de hondura y de luz.

         Llevar a los demás el amor de Cristo

         Pero fijaos en que Dios no nos declara: en lugar del corazón, os daré una voluntad de puro espíritu. No: nos da un corazón, y un corazón de carne, como el de Cristo. Yo no cuento con un corazón para amar a Dios, y con otro para amar a las personas de la tierra. Con el mismo corazón con el que he querido a mis padres y quiero a mis amigos, con ese mismo corazón amo yo a Cristo, y al Padre, y el Espíritu Santo y a Santa María. No me cansaré de repetirlo: tenemos que ser muy humanos; porque, de otro modo, tampoco podremos ser divinos.

         El amor humano, el amor de aquí abajo en la tierra cuando es verdadero, nos ayuda a saborear el amor divino. Así entrevemos el amor con que gozaremos de Dios y el que mediará entre nosotros, allá en el cielo, cuando el Señor sea todo en todas las cosas [507] . Ese comenzar a entender lo que es el amor divino nos empujará a manifestarnos habitualmente más compasivos, más generosos, más entregados.

         Hemos de dar lo que recibimos, enseñar lo que aprendemos; hacer partícipes a los demás –sin engreimiento, con sencillez– de ese conocimiento del amor de Cristo. Al realizar cada uno vuestro trabajo, al ejercer vuestra profesión en la sociedad, podéis y debéis convertir vuestra ocupación en una tarea de servicio. El trabajo bien acabado, que progresa y hace progresar, que tiene en cuenta los adelantos de la cultura y de la técnica, realiza una gran función, útil siempre a la humanidad entera, si nos mueve la generosidad, no el egoísmo, el bien de todos, no el provecho propio: si está lleno de sentido cristiano de la vida.

         Con ocasión de esa labor, en la misma trama de las relaciones humanas, habéis de mostrar la caridad de Cristo y sus resultados concretos de amistad, de comprensión, de cariño humano, de paz. Como Cristo pasó haciendo el bien [508] por todos los caminos de Palestina, vosotros en los caminos humanos de la familia, de la sociedad civil, de las relaciones del quehacer profesional ordinario, de la cultura y del descanso, tenéis que desarrollar también una gran siembra de paz. Será la mejor prueba de que a vuestro corazón ha llegado el reino de Dios: nosotros conocemos haber sido trasladados de la muerte a la vida –escribe el Apóstol San Juan– en que amamos a los hermanos [509] .

         Pero nadie vive ese amor, si no se forma en la escuela del Corazón de Jesús. Sólo si miramos y contemplamos el Corazón de Cristo, conseguiremos que el nuestro se libere del odio y de la indiferencia; solamente así sabremos reaccionar de modo cristiano ante los sufrimientos ajenos, ante el dolor.

         Recordad la escena que nos cuenta San Lucas, cuando Cristo andaba cerca de la ciudad de Naím [510] . Jesús ve la congoja de aquellas personas, con las que se cruzaba ocasionalmente. Podía haber pasado de largo, o esperar una llamada, una petición. Pero ni se va ni espera. Toma la iniciativa, movido por la aflicción de una mujer viuda, que había perdido lo único que le quedaba, su hijo.

         El evangelista explica que Jesús se compadeció: quizá se conmovería también exteriormente, como en la muerte de Lázaro. No era, no es Jesucristo insensible ante el padecimiento, que nace del amor, ni se goza en separar a los hijos de los padres: supera la muerte para dar la vida, para que estén cerca los se quieren, exigiendo antes y a la vez la preeminencia del Amor divino que ha de informar la auténtica existencia cristiana.

         Cristo conoce que le rodea una multitud, que permanecerá pasmada ante el milagro e irá pregonando el suceso por toda la comarca. Pero el Señor no actúa artificialmente, para realizar un gesto: se siente sencillamente afectado por el sufrimiento de aquella mujer, y no puede dejar de consolarla. En efecto, se acercó a ella y le dijo: no llores [511] . Que es como darle a entender: no quiero verte en lágrimas, porque yo he venido a traer a la tierra el gozo y la paz. Luego tiene lugar el milagro, manifestación del poder de Cristo Dios. Pero antes fue la conmoción de su alma, manifestación evidente de la ternura del Corazón de Cristo Hombre.

         Si no aprendemos de Jesús, no amaremos nunca. Si pensásemos, como algunos, que conservar un corazón limpio, digno de Dios, significa no mezclarlo, no contaminarlo con afectos humanos, entonces el resultado lógico sería hacernos insensibles ante el dolor de los demás. Seríamos capaces sólo de una caridad oficial, seca y sin alma, no de la verdadera caridad de Jesucristo, que es cariño, calor humano. Con esto no doy pie a falsas teorías, que son tristes excusas para desviar los corazónes –apartándolos de Dios–, y llevarlos a malas ocasiones y a la perdición.

         En la fiesta de hoy hemos de pedir al Señor que nos conceda un corazón bueno, capaz de compadecerse de las penas de las criaturas, capaz de comprender que, para remediar los tormentos que acompañan y no pocas veces angustian las almas en este mundo, el verdadero bálsamo es el amor, la caridad: todos los demás consuelos apenas sirven para distraer un momento, y dejar más tarde amargura y desesperación.

         Si queremos ayudar a los demás, hemos de amarles, insisto, con un amor que sea comprensión y entrega, afecto y voluntaria humildad. Así entenderemos por qué el Señor decidió resumir toda la Ley en ese doble mandamiento, que es en realidad un mandamiento solo: el amor a Dios y el amor al prójimo, con todo nuestro corazón [512] .

         Quizá penséis ahora que a veces los cristianos –no los otros: tú y yo– nos olvidamos de las aplicaciones más elementales de ese deber. Quizá penséis en tantas injusticias que no se remedian, en los abusos que no son corregidos, en situaciones de discriminación que se trasmiten de una generación a otra, sin que se ponga en camino una solución desde la raíz.

         No puedo, ni tengo por qué, proponeros la forma concreta de resolver esos problemas. Pero, como sacerdote de Cristo, es deber mío recordaros lo que la Escritura Santa dice. Meditad en la escena del juicio, que el mismo Jesús ha descrito: apartaos de mí, malditos, e id al fuego eterno, que ha sido preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer; tuve sed y no me disteis de beber; fui peregrino y no me recibisteis; desnudo, y no me cubristeis; enfermo y encarcelado, y no me visitasteis [513] .

         Un hombre o una sociedad que no reaccione ante las tribulaciones o las injusticias, y que no se esfuerce por aliviarlas, no son un hombre o una sociedad a la medida del amor del Corazón de Cristo. Los cristianos –conservando siempre la más amplia libertad a la hora de estudiar y de llevar a la práctica las diversas soluciones y, por tanto, con un lógico pluralismo–, han de coincidir en el idéntico afán de servir a la humanidad. De otro modo, su cristianismo no será la Palabra y la Vida de Jesús: será un disfraz, un engaño de cara a Dios y de cara a los hombres.

         La paz de Cristo

         Pero he de proponeros además otra consideración: que hemos de luchar sin desmayo por obrar el bien, precisamente porque sabemos que es difícil que los hombres nos decidamos seriamente a ejercitar la justicia, y es mucho lo que falta para que la convivencia terrena esté inspirada por el amor, y no por el odio o la indiferencia. No se nos oculta tampoco que, aunque consigamos llegar a una razonable distribución de los bienes y a una armoniosa organización de la sociedad, no desaparecerá el dolor de la enfermedad, el de la incomprensión o el de la soledad, el de la muerte de las personas que amamos, el de la experiencia de la propia limitación.

         Ante esas pesadumbres, el cristiano sólo tiene una respuesta auténtica, una respuesta que es definitiva: Cristo en la Cruz, Dios que sufre y que muere, Dios que nos entrega su Corazón, que una lanza abrió por amor a todos. Nuestro Señor abomina de las injusticias, y condena al que las comete. Pero, como respeta la libertad de cada individuo, permite que las haya. Dios Nuestro Señor no causa el dolor de las criaturas, pero lo tolera porque –después del pecado original– forma parte de la condición humana. Sin embargo, su Corazón lleno de Amor por los hombres le hizo cargar sobre sí, con la Cruz, todas esas torturas: nuestro sufrimiento, nuestra tristeza, nuestra angustia, nuestra hambre y sed de justicia.

         La enseñanza cristiana sobre el dolor no es un programa de consuelos fáciles. Es, en primer término, una doctrina de aceptación de ese padecimiento, que es de hecho inseparable de toda vida humana. No os puedo ocultar –con alegría, porque siempre he predicado y he procurado vivir que, donde está la Cruz, está Cristo, el Amor– que el dolor ha aparecido frecuentemente en mi vida; y más de una vez he tenido ganas de llorar. En otras ocasiones, he sentido que crecía mi disgusto ante la injusticia y el mal. Y he paladeado la desazón de ver que no podía hacer nada, que –a pesar de mis deseos y de mis esfuerzos– no conseguía mejorar aquellas inicuas situaciones.

         Cuando os hablo de dolor, no os hablo sólo de teorías, ni me limito tampoco a recoger una experiencia de otros, al confirmaros que, si –ante la realidad del sufrimiento– sentís alguna vez que vacila vuestra alma, el remedio es mirar a Cristo. La escena del Calvario proclama a todos que las aflicciones han de ser santificadas, si vivimos unidos a la Cruz.

         Porque las tribulaciones nuestras, cristianamente vividas, se convierten en reparación, en desagravio, en participación en el destino y en la vida de Jesús, que voluntariamente experimentó por Amor a los hombres toda la gama del dolor, todo tipo de tormentos. Nació, vivió y murió pobre; fue atacado, insultado, difamado, calumniado y condenado injustamente; conoció la traición y el abandono de los discípulos; experimentó la soledad y las amarguras del castigo y de la muerte. Ahora mismo Cristo sigue sufriendo en sus miembros, en la humanidad entera que puebla la tierra, y de la que el es Cabeza, y Primogénito, y Redentor.

         El dolor entra en los planes de Dios. Esa es la realidad, aunque nos cueste entenderla. También, como Hombre, le costó a Jesucristo soportarla: Padre, si quieres, aleja de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya [514] . En esta tensión de suplicio y de aceptación de la voluntad del Padre, Jesús va a la muerte serenamente, perdonando a los que le crucifican.

         Precisamente, esa admisión sobrenatural del dolor supone, al mismo tiempo, la mayor conquista. Jesús, muriendo en la Cruz, ha vencido la muerte; Dios saca, de la muerte, vida. La actitud de un hijo de Dios no es la de quien se resigna a su trágica desventura, es la satisfacción de quien pregusta ya la victoria. En nombre de ese amor victorioso de Cristo, los cristianos debemos lanzarnos por todos los caminos de la tierra, para ser sembradores de paz y de alegría con nuestra palabra y con nuestras obras. Hemos de luchar –lucha de paz– contra el mal, contra la injusticia, contra el pecado, para proclamar así que la actual condición humana no es la definitiva; que el amor de Dios, manifestado en el Corazón de Cristo, alcanzará el glorioso triunfo espiritual de los hombres.

         Evocábamos antes los sucesos de Naím. Podríamos citar ahora otros, porque los Evangelios están llenos de escenas semejantes. Esos relatos han removido y seguirán removiendo siempre los corazones de las criaturas: ya que no entrañan sólo el gesto sincero de un hombre que se compadece de sus semejantes, porque presentan esencialmente la revelación de la caridad inmensa del Señor. El Corazón de Jesús es el Corazón de Dios encarnado, del Emmanuel, Dios con nosotros.

         La Iglesia, unida a Cristo, nace de un Corazón herido [515] . De ese Corazón, abierto de par en par, se nos trasmite la vida. ¡Cómo no recordar aquí, aunque sea de pasada, los sacramentos, a través de los cuales Dios obra en nosotros y nos hace participes de la fuerza redentora de Cristo? ¿Cómo no recordar con agradecimiento particular el Santísimo Sacramento de la Eucaristía, el Santo Sacrificio del Calvario y su constante renovación incruenta en nuestra Misa? Jesús que se nos entrega como alimento: porque Jesucristo viene a nosotros, todo ha cambiado, y en nuestro ser se manifiestan fuerzas –la ayuda del Espíritu Santo– que llenan el alma, que informan nuestras acciones, nuestro modo de pensar y de sentir. El Corazón de Cristo es paz para el cristiano.

         El fundamento de la entrega que el Señor nos pide, no se concreta sólo en nuestros deseos ni en nuestras fuerzas, tantas veces cortos o impotentes: primeramente se apoya en las gracias que nos ha logrado el Amor del Corazón de Dios hecho Hombre. Por eso podemos y debemos perseverar en nuestra vida interior de hijos del Padre Nuestro que está en los cielos, sin dar cabida al desánimo ni al desaliento. Me gusta hacer considerar cómo el cristiano, en su existencia ordinaria y corriente, en los detalles más sencillos, en las circunstancias normales de su jornada habitual, pone en ejercicio la fe, la esperanza y la caridad, porque allí reposa la esencia de la conducta de un alma que cuenta con el auxilio divino; y que, en la práctica de esas virtudes teologales, encuentra la alegría, la fuerza y la serenidad.

         Estos son los frutos de la paz de Cristo, de la paz que nos trae su Corazón Sacratísimo. Porque –digámoslo una vez más– el amor de Jesús a los hombres es un aspecto insondable del misterio divino, del amor del Hijo al Padre y al Espíritu Santo. El Espíritu Santo, el lazo de amor entre el Padre y el Hijo, encuentra en el Verbo un Corazón humano.

         No es posible hablar de estas realidades centrales de nuestra fe, sin advertir la limitación de nuestra inteligencia y las grandezas de la Revelación. Pero, aunque no podamos abarcar esas verdades, aunque nuestra razón se pasme ante ellas, humilde y firmemente las creemos: sabemos, apoyados en el testimonio de Cristo, que son así. Que el Amor, en el seno la Trinidad, se derrama sobre todos los hombres por el amor del Corazón de Jesús.

         Vivir en el Corazón de Jesús, unirse a él estrechamente es, por tanto, convertirnos en morada de Dios. El que me ama será amado por mi Padre [516] , nos anunció el Señor. Y Cristo y el Padre, en el Espíritu Santo, vienen al alma y hacen en ella su morada [517] .

         Cuando –aunque sea sólo un poco– comprendemos esos fundamentos, nuestra manera de ser cambia. Tenemos hambre de Dios, y hacemos nuestras las palabras del Salmo: Dios mío, te busco solícito, sedienta de ti está mi alma, mi carne te desea, como tierra árida, sin agua [518] . Y Jesús, que ha fomentado nuestras ansias, sale a nuestro encuentro y nos dice: si alguno tiene sed, venga a mí y beba [519] . Nos ofrece su Corazón, para que encontremos allí nuestro descanso y nuestra fortaleza. Si aceptamos su llamada, comprobaremos que sus palabras son verdaderas: y aumentará nuestra hambre y nuestra sed, hasta desear que Dios establezca en nuestro corazón el lugar de su reposo, y que no aparte de nosotros su calor y su luz.

         Ignem veni mittere in terram, et quid volo nisi ut accendatur?, fuego he venido a traer a la tierra, y ¿qué he de querer sino que arda? [520] . Nos hemos asomado un poco al fuego del Amor de Dios; dejemos que su impulso mueva nuestras vidas, sintamos la ilusión de llevar el fuego divino de un extremo a otro del mundo, de darlo a conocer a quienes nos rodean: para que también ellos conozcan la paz de Cristo y, con ella, encuentren la felicidad. Un cristiano que viva unido al Corazón de Jesús no puede tener otras metas: la paz en la sociedad, la paz en la Iglesia, la paz en la propia alma, la paz de Dios que se consumará cuando venga a nosotros su reino.

         María, Regina pacis, reina de la paz, porque tuviste fe y creíste que se cumpliría el anuncio del Angel, ayúdanos a crecer en la fe, a ser firmes en la esperanza, a profundizar en el Amor. Porque eso es lo que quiere hoy de nosotros tu Hijo, al mostrarnos su Sacratísimo Corazón.


5.

El evangelio de Juan está lleno de símbolos, que es necesario comprender para entender su mensaje. Jesús había sido crucificado la víspera de la pascua y los judíos, obsesionados por lo puro y lo impuro, no querían que los crucificados permaneciesen vivos hasta el día festivo, pues éste quedaría declarado impuro, ya que en los días festivos no se podían llevar a cabo ejecuciones capitales. Por eso quieren precipitar la muerte de los crucificados antes de que se ponga el sol, esto es, antes de que comience el sábado (entre los judíos los días corren de puesta a puesta de sol). A los dos crucificados con Jesús, condenados tal vez por usar la violencia, los soldados le quiebran las piernas para que se desangren y mueran. A Jesús no pueden quitarle la vida, porque la ha entregado voluntariamente. Cuando llegan a él, lo encuentran muerto. Entonces un soldado con su lanza –símbolo y expresión del odio-, le traspasa el costado y, al punto, sale sangre y agua, símbolos del amor que se entrega hasta la muerte (sangre) y del Espíritu (agua), el amor-vida que se comunica a los seres humanos. Así estaba anunciado con anterioridad en el evangelio de Juan: “Si alguno tiene sed, que se acerque a mí, y que beba quien me da su adhesión. Como dice aquel pasaje: “De su entraña manarán ríos de agua viva”. Esto lo dijo refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que le dieran su adhesión”. Pues bien, ahora que Jesús ha entregado su sangre en la cruz, su espíritu de amor –como río de agua viva- fluye e inunda la tierra frente a la violencia y odio (lanza) del mundo que lo ha llevado a la muerte. Bonito evangelio lleno de símbolos para ser leído el día del Corazón de Jesús, imagen que simboliza en nuestra cultura el amor de Jesús o Jesús como manifestación suprema del amor.

SERVICIO BÍBLICO LATINOAMERICANO


6. LOS LATIDOS DEL CORAZON

El apóstol San Juan fue, como sabéis, testigo de excepción de la muerte de Jesús. Por eso, y por el dulce amor con que correspondió al amor que le tenía el Maestro, cuando escribió la Pasión, anotó detalles enternecedores. Quiero yo detenerme en tres de ellos. Son tres pinceladas magníficas que vienen a ilustrar aquella definición inigualable que él mismo nos dio sobre Dios: «Dios es amor".

PRIMERA PINCELADA.--«Cuando llegaron a Jesús, como lo vieron ya muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados, con su lanza, le atravesó el costado». Al escribir esto, Juan estaba describiendo la escena que presenció, sin duda. Pero, ¿sólo eso? Pienso que, sobre todo, lo que quiso expresar fue: que Jesús, no sabiendo qué más darnos y cómo darse, se dejó «partir el corazón». ¿No habéis oído nunca esta expresión: «se me parte el corazón al verte?» ¿O esta otra: «tengo el corazón herido»? ¿Son meras metáforas? ¿Frases hiperbólicas? ¿Locuras de expresión? Son frases que dicen los enamorados y los poetas. Las dicen «cum fundamento in re». Poniendo, en tono superlativo, la fuerza apasionada de su amor. Todos los grandes amadores sienten que un día u otro «se les parte el corazón». Las monjas de Alba de Tormes muestran en un relicario el corazón de aquella gran amadora que fue Santa Teresa. Y lo muestran transverberado. Y a San Francisco de Asís, aquel juglar de amores contenidos, se le abrieron cinco rosas sangrantes --las llagas de Jesús-- en sus pies, en sus manos y en su corazón.

SEGUNDA PINCELADA.--«De su costado salió sangre y agua». Parece un parte médico. Un parte de urgencia sobre alguien que acaba de morir. Anotación para que los estudiantes de medicina profundicen en las reacciones de los ya cadáveres.

Pues, no. Es la proclamación de la tesis más grande de la Teología. El resumen más completo del «cómo» fuimos redimidos y del «qué» nos aportó la Redención. El «precio» y el «efecto» de la Redención. El precio: la sangre. Dice la carta a los Hebreos: «No fuisteis rescatados con la sangre de toros y machos cabríos, sino con la sangre del cordero inmaculado». «Era sangre divina --dirán los teólogos--; de valor por lo tanto infinito, capaz de borrar un pecado también infinito». Y San Pablo resume contundente: «Fuisteis rescatados con su sangre». Y el efecto: el agua. Ya para siempre ese costado será el «manantial de aguas vivas que llega hasta la vida eterna». El día de nuestro bautismo de ese costado nos llegó el torrente de la gracia. En ella fuimos lavados. Y aunque volvamos a mancharnos, los sacramentos son fuentes que vienen de ese manantial.

PERO HAY UNA TERCERA PINCELADA. La puso Juan empleando una vieja profecía: «Mirarán al que traspasaron». Los hombres sentimos una curiosidad morbosa hacia lo trágico y, así, solemos arracimarnos cuando hay un herido o un muerto en la carretera. Así debieron de mirar a Jesús en la cruz los curiosos de aquel momento. Pero ¿a ellos se refería Juan? Creo que se refería a todos los que, andando el tiempo, por aquel costado abierto, tratáramos de ver la principal: su corazón. El Corazón de Jesús, «el Corazón que tanto ha amado a los hombres».

De eso se trata entonces. De ver y comprender que Jesús, para amar con un amor infinito --amor de Dios--, necesitó un corazón de hombre. Y con ese corazón nos amó. Y desde él fue trazando y siguiendo su plan de Encarnación y de Redención. Paso a paso y día a día. Tic, tac.... tic, tac..., tic, tac... Así sonaron en este mundo, así, durante treinta y tres años, los latidos de aquel corazón. De pronto un día, un mal viernes, pareció que dejaban de sonar... «El sol se ocultó, la tierra tembló, las rocas se abrieron». Pero otra vez, a los tres días, en la madrugada del domingo, volvieron a sonar. Ya no han cesado nunca, ni cesarán. El corazón de Jesús va contabilizando a latidos lo infinito de su amor.

Permitidme que lo diga con cierto énfasis: Del mismo modo que, según dice la Escritura, «el Espíritu Santo gime en nosotros con gemidos inenarrables», del mismo modo el Corazón de Jesús late por nosotros con latidos inconmensurables.

Porque, a ver, decidme: ¿quién es capaz de medir su amor?

ELVIRA-1.Págs. 96 ss.