6 HOMILÍAS PARA EL CICLO A

 

1.

1. La manifestación del amor divino 

Muchos se preguntarán qué sentido tiene celebrar hoy la fiesta del Sagrado Corazón cuando, en realidad, ya lo hemos hecho el Viernes Santo. Quizá esta fiesta, relativamente reciente en la liturgia, nos diga de qué manera el culto pudo ser algo muerto que necesitó una fiesta especial para poner de relieve lo que no éramos capaces de descubrir en la rica liturgia de la Semana Santa.

Lo cierto es que hoy celebramos esta festividad y tenemos la ocasión, una vez más, de puntualizar ciertos aspectos que quizá han quedado aún en la penumbra. En primer lugar, debemos cuidarnos de creer que el centro de esta fiesta es un órgano fisiológico, el corazón. Hoy celebramos a Cristo, pero -de acuerdo con el concepto simbólico occidental del corazón- trataremos de ver a Cristo desde el ángulo que parece ser el más culminante: su amor. También debemos cuidarnos de caer en un barato sentimentalismo -del que no siempre estuvo exenta esta devoción- manoseando una vez más el concepto de amor y de corazón, para concluir en una especie de condolencia por los dolores que soportó Jesús.

Esta perspectiva enfermiza nada tiene que ver con el relato evangélico que nos presenta a Jesús totalmente consciente y libre en su entrega. Cuando las mujeres, camino del calvario, lloran por su dolor, Jesús rechaza discretamente este gesto haciéndoles descubrir que tenemos otras cosas muy nuestras y de todos los días por las cuales llorar. Hay que llorar más por el asesino que por el asesinado.

O dicho de otra forma: lo que realmente debe preocuparnos es el mal que, naciendo del corazón, entreteje la negra historia de la humanidad. En una perspectiva de fe, el verdadero muerto es siempre el pecador, y a él sí le caben las lágrimas del arrepentimiento. Basta recordar el caso de Pedro que, después de su negación, llora amargamente su pecado. ¿Por qué, entonces, celebramos hoy esta festividad del Sagrado Corazón? Para que comprendamos, si aún fuese necesario, que «en esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que mandó al mundo a su Hijo único, para que vivamos por medio de él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados... Si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros» (segunda lectura).

Desde la perspectiva evangélica, la muerte de Jesús no fue una muerte más ni un hecho puramente biológico, sino que fue la manifestación del amor divino que se abría así como una nueva perspectiva de vida para todos los hombres.

No se trata, por lo tanto, de que hagamos hoy un análisis psicológico del amor de Cristo, sino de que comprendamos el alcance religioso de ese acontecimiento.

2. Lo que vio Juan: a Cristo muerto

El Evangelio de Juan puede ayudarnos en esta tarea de sondear el misterio del amor de Cristo, «escondido a los sabios y entendidos» y «revelado a la gente sencilla» (Evangelio).

Juan relata con cierta minuciosidad algo que «él vio y por eso su testimonio es verdadero» y «él sabe que dice la verdad para que también vosotros creáis» (Jn 19,31s). Llama la atención esta insistencia de Juan en la veracidad de su testimonio, como si detrás de él se ocultara algo fundamental para el cristiano.

¿Qué es lo que vio Juan y que hoy tenemos que ver nosotros, es decir, comprender? En primer lugar que, cuando los soldados se acercaron a Jesús para quebrar sus rodillas «vieron que estaba muerto».

Alguien dirá: Esto ya lo sabemos y no nos queda ninguna duda. ¿Es esto lo que vio Juan? ¿Qué quiere decirnos con eso de que estaba muerto?... No solamente que había concluido su vida, tal como sucede con todo hombre que muere. Hay algo más: Que en él había muerto todo el hombre; no solamente el aspecto biológico sino todo un sistema de vida.

Era el fin, para Jesús, de un modo de existencia; el fin de su vida afectiva, de sus sentimientos y deseos más íntimos, el fin de su voluntad... Por eso murió desnudo: porque allí se despojó totalmente de todo su ser, sobre todo de ese yo íntimo que nunca quiere entregarse.

Cuando una persona cualquiera va a morir, o cuando nosotros mismos nos imaginamos próximos a la muerte, no por eso «todo» muere en nosotros. Seguimos aferrados al orgullo, a una vana ilusión, a una pequeña venganza, a cierto impulso egoísta, y por encima de todas las cosas seguimos aferrados a nosotros mismos y nos resistimos a entregar ese Yo tan querido. Podremos morir, sí, pero forzados a abandonar la nave que no queremos dejar.

Cuando, en cambio, el Evangelio dice que Jesús murió, lo hace con un sentido muy especial: «Nadie me arranca la vida, soy yo quien la entrego... Nadie ama tanto a un amigo como quien da la vida por él.» Dicho y pensado de otro modo: podríamos decir que, aunque Jesús hubiese muerto biológicamente, en realidad ya había muerto a sí mismo; ya no se pertenecía. Todo el Evangelio nos muestra esta trayectoria de Jesús hacia su Hora, la hora de darse totalmente. Lo hizo a través de un duro aprendizaje, por un camino humillante; lo hizo a costa de sudor de sangre, violentándose a sí mismo porque sintió, igual que nosotros, la resistencia de la carne.

Bien recuerda Juan que «no le quebraron ninguno de sus huesos», aludiendo a la muerte del cordero pascual al que tampoco la ley permitía quebrarle los huesos (Ex 12,46). Jesús tomó plena conciencia en la cruz de lo tremendo del pecado humano, de la devastadora fuerza del egoísmo, de los crímenes que hacemos o pensamos, y asumió la responsabilidad de morir a ese hombre criminal (¡y hay muchas formas de matar al otro!) para lavar en un gesto absolutamente puro la historia del crimen de los hombres, de ese egoísmo humano que no quiere morir ni más allá de la muerte.

Murió como el cordero de Pascua, sin mancha alguna, habiendo purificado en sí mismo hasta la nada total todo rastro de egoísmo. Esto es lo que vio Juan... Ya vemos, entonces, qué lejos estamos de todo sentimentalismo; y cómo celebrar hoy ese amor total de Cristo es verlo no sólo muerto en sí mismo, sino verlo también muerto en cada uno de nosotros.

3. Un amor que da vida

Mas no termina aquí lo que vio Juan. Vio también cómo aquel soldado misterioso clavó su lanza en su corazón y de ese corazón surgió un chorro de sangre y agua. Bien había dicho el mismo Jesús: «Si el grano de trigo no muere, no puede dar fruto.» Jesús murió totalmente a un estilo de vida para renacer a otro estilo que con tanto dolor había conquistado. Murió al hombre del egoísmo, para renacer al hombre del amor. Murió para que este hombre nuevo sea la imagen viviente de un Dios que «por puro amor os sacó de la esclavitud con mano fuerte» (primera lectura).

Es el hombre nuevo que abre su corazón para que de él surja como de una fuente de vida -el brote de la vida nueva por el Agua y el Espíritu. De ese Cristo surge la nueva humanidad que necesita morir a sí misma para beber el agua de la vida y para ofrecer a otros esa misma vida.

Ya no nos quedan dudas de que el barato sentimentalismo poco tiene que ver con esta festividad. Lo que parecía imposible, morir para renacer a una vida nueva -objeción que Nicodemo le hiciera a Jesús- se torna posible por la única fuerza del amor que el Espíritu derrama en nosotros.

De esta forma, toda la existencia cristiana está diseñada como un lento proceso de muerte y de vida, de clavarse en la cruz y de abrir el propio corazón para dar vida. El corazón es símbolo del amor, pero de un amor que da vida. No del amor que goza exclusivamente en la posesión de un bien adquirido, sino de un amor que se despoja a sí mismo y se complace en el gozo de la entrega.

Y mirando las cosas desde la cruz o desde el corazón abierto de Cristo, vemos que hay dos formas de amor el amor que se busca a sí mismo en la posesión deI otro, y el amor que se desprende de sí mismo para que el otro viva.

Jesús muere -y muere totalmente- para que nosotros seamos personas, seres libres, conscientes, colmados de la serena paz de una vida auténtica. Seguramente que en el Evangelio no encontraremos alta filosofía sobre el hombre, pero sí esta conclusión tan serena como dura: «Si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud» (segunda lectura).

SANTOS BENETTI
CRUZAR LA FRONTERA. Ciclo A.3º
EDICIONES PAULINAS.MADRID 1977.Págs. 50 ss.


2.

Se podría pensar que después de la solemnidad de la Santísima Trinidad, en la que culmina todo el Año Litúrgico, las celebraciones restantes sólo podrían significar un declive. Pero esto sería desconocer que el misterio trinitario de Dios sólo se nos revela mediante la entrega perfecta de Jesús. Tanto la solemnidad del Corpus Christi como la del Sagrado Corazón de Jesús son concreciones últimas del modo como se nos revela el Dios trinitario: el Padre nos da al Hijo en la Eucaristía realizada por el Espíritu; el corazón traspasado del Hijo nos da acceso al corazón del Padre; y el Espíritu de ambos brota de la herida para el mundo.

1. El evangelio designa a Jesús como «humilde de corazón", pero en un contexto eminentemente trinitario: la afirmación de que al conocimiento recíproco del Padre y del Hijo sólo tienen acceso aquellos a los que el Hijo se lo quiera revelar, y éstos son precisamente los pequeños, «la gente sencilla» o, en el sentido de Jesús, los «humildes»; aquellos, por tanto, que tienen ya sentimientos afines a los del Hijo. Pero el Hijo no tiene estos sentimientos únicamente a partir de su encarnación, sino que los tiene, como «Hijo» que es, desde toda la eternidad: su actitud frente al Padre, al que, como origen de la divinidad, designa como «más grande» que él mismo, su actitud de perfecta obediencia y disponibilidad, no es más que la respuesta a la actitud del Padre, que no oculta nada a su Hijo, sino que le da y le revela todo lo que Dios tiene y es, hasta lo último, hasta lo más profundo e íntimo de sí mismo. Es casi como si la «herida del costado» más original, de la que brota lo último, fuese la herida de amor del propio Padre, de la que hace brotar lo último que tiene. Cuando el Hijo encarnado invita a los que están cansados y agobiados a encontrar su alivio en él, está siendo en el mundo la imagen perfecta del Padre: su Espíritu es el mismo.

2. La primera lectura es de la Antigua Alianza, que todavía no conoce el misterio de la Trinidad de Dios, pero sabe ya, por la alianza pactada entre Dios e Israel, que en Dios hay un misterio de amor insondable. Aquí se prescinde de todas las razones lógicas que podrían explicar por qué debía elegirse precisamente a Israel y únicamente queda el amor como motivación de semejante condescendencia y elección divinas. Se recuerda ciertamente que con ello Dios se mantiene fiel al juramento hecho a los padres, pero de este modo la elección amorosa de Dios simplemente se traslada al tiempo de estos padres, en el que en el fondo Dios tenía aún menos motivos para preferir de una manera tan particular a unos pocos hombres, los patriarcas. Con la mirada puesta en el amor insondable de Dios, Israel pudo formular el «mandamiento principal», la respuesta de amor incondicional del pueblo a Dios.

3. Con la mirada puesta en el amor del Dios unitrino, manifestado en Jesucristo y demostrado en su pasión, puede Juan, en la segunda lectura, designar a Dios simplemente como «amor». Juan es ciertamente el testigo privilegiado que ha visto el corazón traspasado de Cristo en la cruz, confirmando el hecho de una manera triple y solemne; y en su carta repite una vez más el acontecimiento en el que ha leído su afirmación de que Dios es amor: «Nosotros hemos visto y damos testimonio», dice Juan como testigo ocular, que puede decir enseguida con la comunidad: «Y nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él». En la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús celebramos la prueba última y definitiva de que el Dios trinitario no es sino amor: en un sentido absoluto e inconcebible que nos supera infinitamente.

HANS URS von BALTHASAR
LUZ DE LA PALABRA
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 76 ss.


3.

Deut 7, 6-11: Ustedes son para Dios
Sal 102, 1-4.8-9.11-12
1 Jn 4, 7-16: El amor viene de Dios

No se sabe de algún arqueólogo que haya descubierto, grabado en piedra allá por los comienzos del mundo, la figura de un corazón atravesado por una flecha. Los hombres primitivos debieron manifestar con otros signos ese sentimiento colosal y único que se llama enamoramiento. Pero en nuestra cultura, ya como seres erguidos y absolutamente pensantes, el signo de un corazón viene a ser como el desquite de la naturaleza humana ante un mundo cada vez más mecanizado. ¿Por qué la Iglesia no iba a señalar también en el corazón su propio signo de ternura para manifestar el amor de Dios a la humanidad? Es necesario ahora más que nunca en esta sociedad de máquinas y robots. Tenemos un mundo huérfano de cariño. Muchas veces también una Iglesia demasiado acartonada y rígida, como avergonzada de haber sido convocada nada más que por el amor. Porque eso es lo que representa el Corazón de Jesús: el amor derramado, regalado, comprometido con esta humanidad arisca, un amor dispuesto al sacrificio con tal de producir vida. Poco favor nos hacen esas figuras dulzonas del Corazón de Jesús y algunas devociones erráticas que buscan conjugar las matemáticas con la fe: nueve viernes, siete sábados, tres Avemarías...

El Corazón de Jesús nos muestra un amor inclaudicable por las causas del ser humano: por su valoración, su dignidad y su vida. Amor que llega hasta la cruz. Amor que no cuenta números sino que se entrega sin condiciones. Amor eficaz porque contagia vida.

SERVICIO BIBLICO LATINOAMERICANO


4.

SOLEMNIDAD DEL SAGRADO CORAZON DE JESÚS.
VIERNES POSTERIOR AL II DOMINGO DE PENTECOSTES.
3 de junio de 2005

UN CORAZÓN TRASPASADO

1. Deuteronomio significa erróneamente Segunda Ley, pero en realidad, es el libro que recoge compilados los últimos discursos de Moisés antes de despedirse de su pueblo, viendo cercana la muerte. Viene a ser como la última actividad de Moisés, realizada, en las  desiertas estepas de Moab, desde donde veía la tierra prometida a la que sabía que no tenía que entrar. El gran luchador por la tierra, sólo podrá verla con sus ojos, pro no entrará en ella, ni la poseerá. ¡Les ha pasado a tantos!... La estructura del Deuteronomio está formada por las últimas palabras, exhortaciones y advertencias de Moisés al pueblo que ha dirigido cuarenta años y con el que ha pasado de todo: Dolores y glorias. Críticas, fracasos y desconcierto. Pero, sobre todo, esperanza. Como cualquier jefe espiritual que ama a su pueblo con fuerza y desea enderezar sus caminos, ha tenido que llorar sus extravíos, su furia, su crítica y su malediciencia. Este libro viene pues a ser como el colofón que culmina la obra de Moisés, pero debe ser leido como fruto y condensación de un devenir que sobrepasa su obra, en la que los mejores de sus teólogos y sabios han reflexionado y dado testimonio de la madurez de un pueblo, lo que lo constituye en la predicación de un mensaje para su futuro. San Padre Pedro Poveda, que eligió para dirigir la Institución Teresiana, en tiempos aciagos, a Josefa Segovia, trazó un retrato muy elogioso de su persona, pero opino que, como buen pedagogo que era, aunque destacó las virtudes de la Primera Directora, lo que pretendió es dejar a las futuras teresianas, el espejo y el modelo en que debían mirarse. Algo semejante ocurre con el Deuteronomio. Moisés ha querido dejar un espejo donde ha de mirarse el pueblo del Señor.

2. “El Señor se enamoró de vosotros, por puro amor de él” Deuteronomio 7,6. Ni eran los más poderosos ni los más numerosos de la tierra conocida. No tenían ningún motivo que alegar para probar la predilección de Dios y su elección. Dios ama porque ama. Dios crea el amor. Porque sabe que puede romper el cántaro, reconstruirlo, embellecerlo. Dios es como un maestro que tiene sabiduría de sobra para enseñar a su pueblo y suplir sus ignorancias y elevarle de nivel de sabiduría, hasta por ósmosis, por la acción del Espíritu Santo. Dios por Jesús, amó a su pueblo, ¿no lloró antes de morir, a la vista del Templo de Jerusalén, símbolo de su identidad? (Lc 19,41). Principalmente lloraba por su ciudad, pero también por todos los pueblos de la tierra, a quienes tenía que alcanzar la Redención.

3. Pero a la vez que les manifiesta esta declaración de amor, eleva con ella al pueblo. Sí, ya se que el pueblo zafio y primitivo no va a apreciar esa elección y se va a prostituir con otros ídolos, pero al menos, alguien comprenderá y será agradecido. Diez justos pudieron salvar a Sodoma. Y desde luego, para todos es un estímulo saber que Dios le ha preferido, le ha amado, le sigue amando. Esa fidelidad seguramente le llenará más y le reconducirá a Dios, más que la recriminación y el castigo.

4. Y para que entre por los ojos de sus hijos, Dios actúa como cualquier muchacho enamorado. En los jardines y en los árboles más gruesos, hemos visto cientos de veces dos iniciales dentro de un corazón roto por una flecha. ¿Quién puede medir la tensión apasionada con que fueron taladrados aquel corazón y aquellas iniciales y aquella flecha? Allí se encerraba toda una vida, toda una ilusión, todo un enamoramiento, que después de haber sido dicho y manifestado con ardientes palabras, no se ha saciado y lo graba, lo esculpe, lo deja allí a la vista de todo el mundo. El muchacho o la muchacha han escrito allí con sangre su amor.

5. Cuando el mundo se había enfriado, Dios llamó a una mujer visitandina en Paray-le- Monial y le enseñó un corazón, como aquel del árbol, pero éste vivo, y con una llaga ancha y profunda, chorreando sangre y coronado de espinas y en el terminal de la aorta una hoguera llameante. Y a la vista de ese corazón salido de su pecho, le dijo estas palabras: “Mira el corazón que tanto ha amado a los hombres y que a cambio sólo recibe de ellos, ofensas, injurias y pecados. ¿Quieres consolarlo tú?”. Estas fueron las palabras del Corazón de Jesús a Santa Margarita María de Alacoque. El Vicario de Cristo encargó a la Compañía de Jesús con el Padre Claudio de La Colombiere, director espiritual de la Santa, predicar y extender la devoción al Sagrado Corazón.

6. “Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón” Mateo 11,25. Como los semitas, sitúa Jesús la fuente de la vida emotiva, afectiva y sentimental en el corazón. Y en el suyo vive la mansedumbre, contraria a la cólera y al frenesí y a la aspereza. Ha querido describir una antítesis entre la persona y actitud de los jefes religiosos de Israel y la suya propia, tan humana y humilde y misericordiosa. Vive también la humildad, contraria igualmente al modo de proceder altanero y soberbio de los fariseos que, se las sabían todas, y que juzgaban al pueblo, no ya como un menor de edad, sino como unos malditos: “Esos malditos que no conocen la ley” (Jn 7,49). Y su magisterio estaba lleno de soberbia, y no buscaba otra cosa que “la vanagloria de su sabiduría unos de otros” (Jn 5,44); de donde nacía el despotismo y las palabras ásperas e iracundas con que trataban a las gentes que no admitían sus mandatos y que iban por otros caminos, como Jesús, a quien odiaban porque no se sometía a sus interpretaciones y a su visión religiosa, que ellos creían infalible. Junto a este defectos pecaban de pormenizadores y minuciosos. “Que no es nada quisquilloso mi Dios”, decía la Santa de Avila. “Colaban el mosquito y se tragaban el camello”. Era un contrasentido su magisterio: “Están sentados en la cátedra de Moisés, pero no hagáis lo que ellos hacen” (Mt 23,3). Orgullosos y autosatisfechos de su ciencia, su rabinismo secaba el alma, quedaba en obras exteriores, era incapaz de entusiasmar. Por el contrario, aceptando el yugo del Señor, se hace ligera la carga y suave el yugo, porque el evangelio, promovido por el Espíritu Santo, es descanso del alma. Lo duro se ablanda, lo tieso se enternece, el amor todo lo allana. “Donde se ama, no se trabaja y si se trabaja, se ama el trabajo”. El Espíritu de Jesús y del Padre lava lo que está manchado, pone paz donde hay guerra, hace humilde al soberbio, en fin llena a la persona del Espíritu de Cristo. Hay personas que piensan ser de Cristo, pero no tienen sus sentimientos de reconciliación y misericordia, amor y dulzura, paciencia y maganimidad, rechazan cualquier corrección y guardan resentimientos contra los encargados de enderezarles por el camino de la virtud, dándose de espirituales. A los tales, les dice San Pablo: “El que no tiene el Espíritu de Cristo no es de él” (Rm 8,9).

7. Creo que es oportuno que nos preguntemos, si nuestra práctica religiosa, no ha decaído en el rabinismo, porque entonces tendríamos la explicación de la esterilidad de la comunidad cristiana, sobre todo, en cuanto a vocaciones de consagrados. Me da la impresión de que se ha hecho una religión tan lif, que ha perdido su mordiente y atractivo. Se ha relegado al Espíritu Santo a la sombra. La doctrina del Concilio y las Encíclicas de los Papas, sobre todo de Juan Pablo II, yacen empolvadas en los archivos y la doctrina primorosa, se predica en muy limitados círculos eclesiales. La delicadeza del amor de Cristo, la herida de su costado, las filigranas del amor, están demodés, y a todo lo que se aspira es a tener un neófito más: ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que recorréís mares y tierras para hacr un prosélito y,cuando llega a serlo, lo hacéis hijo de la gehena dos veces más que vosotros” (Mt 23,15).

8. No podía ser de otra manera. Si Dios es amor, y Jesús es la encarnación del amor movido por el Espíritu Santo, que es el Amor personal de ambos, que los textos de la liturgia del Corazón de Jesús, no respirasen amor que dilata el corazón, y nos ambienta en el Espíritu y en su Ley de amor, que es la única que nos engrandece, y no las vanidades y los títulos. La dureza no cabe en el amor de Cristo, ni el espíritu de revancha, ni la llamada “placer de dioses”, la venganza, la represalia, el desamor, la envidia, el odio, y el espíritu de carne del amor propio y del resentimiento. Claro que hay que luchar porque en nuestro interior hay dos fuerzas antagónicas que guerrean: la de la carne y la del Espíritu, como señala San Pablo: “La carne lucha contra el espíritu, y el espíritu contra la carne...Y las obras de la carne son manifiestas: fornicación, impureza, lujuria, idolatría, hechicería, enemistades, disputas, celos, iras, disensiones, divisiones, herejías, envidias, homicidios, embriagueces y otras cosas semejantes” (Gal 5,17).

7. También la 1ª carta de San Juan, que tras la afirmación maravillosa de “Dios es amor”, que se manifestó en enviar a la cruz a su Hijo, y que el que ama es de Dios, y el que no ama, no ha conocido a Dios deduce de ese principio fundamental que nos debemos amar unos a otros. Cuando San Pablo le advierte a su discípulo Timoteo: “No impongas a nadie las manos sin la debida consideración, para no hacerte partícipe de los pecados ajenos” (1 Tim 5,23), se refería a que la predicación de la palabra y el gobierno de las almas necesita madurez, más que años, de experiencia de Cristo y de su amor, y larga labor y asídua del Espíritu Santo. En consonancia con estas experiencias, el P. Garrigou Lagrange aporta este refrán: “Los novicios, parecen santos, y no lo son. Los padres jóvenes, ni lo parecen, ni lo son”. Refiriéndose a la visión plena del misterio de Cristo y a la maduración bajo la cción de su Dones y la donación de sus frutos. Y termina San Pablo diciendo en otro lugar: “Que no sea neófito, no sea que dominado por el orgullo venga a caer en la condenación del diablo” (1 Tim 3,5). ¡Cuántos se habrán apartado de la Iglesia por la poca preparación y madurez de los cristianos! ¡Y cuántos no han dado todo el rendimiento a la comunidad eclesial por la escasa humildad de los que se colocaron en primera línea, cuando debieron quedarse en la penumbra de la oración de principantes, y se colocaron como Nicodemo como maestros de Israel, sirviendo sólo como herreros o debastadores y se metieron a tallistas sin tener preparación ni experiencia para ello, como dice San Juan de la Cruz en su Llama de amor viva!!

8. Del Dios poderoso del Sinaí al Dios debil y humillado de la Cruz. Pero he ahí que el Dios que los judíos nunca pudieron comprender que tuviera un Hijo, Jesús, se convierte en un Dios débil y humillado, anonadado. Vendido por Judas, negado por Pedro, juzgado por el Sanedrín, por Herodes y Pilato, preferido por los judíos a Barrabás, un bandido, abofeteado, azotado, escupido por los soldados, coronado de espinas, abochornado y burlado con un manto escarnio de púrpura, mofado como rey de burla, pedido para ser crucificado. Condenado a muerte, escarnecido en la Cruz, insultado por los ladrones y por los Sumos Sacerdotes: "Si eres hijo de Dios, sálvate y baja de la Cruz". Movían la cabeza. Ha salvado a otros y a sí mismo no se puede salvar. El Dios Jesús callaba. Ofrecía su mejilla a los que le golpeaban y soportaba que se mofasen de él. Y Dios muere, no con una muerte heroica y grande, sino humillante y dolorosa, escandalosa. Muere crucificado, tormento horrible, condena de esclavos. 

9. La inspiración del gran poeta ha intuído la inmensa e infinita angustia del hombre Jesús:

            "El subía bajo el follaje gris, - todo gris y confundido con el olivar, - y metió su frente llena de polvo - muy dentro de lo polvoriento de sus manos calientes”. (Rilke).  El velo del Templo se rasgó. Ante la debilidad espantosa de Dios, debe rasgarse también nuestro concepto del Dios del Antiguo Testamento. Debemos aceptar a un Dios humillado, que se encarna en la debilidad humana y que quiere ser el servidor de todos y el que está en los pequeños, en los sin cultura, en los marginados y en los torturados de todas las sociedades: "lo que hacéis a uno de mis pequeños, a mí me lo hacéis". Si no se penetra en la mística terrible del Mysterium iniquitatis se comprende un poco que se admita la muerte de Jesucristo como consecuencia sola de la voluntad perversa de los que no le admitieron, y hasta lo crucificaron, lo que considerarían como una circunstancia malhadada o un accidente laboral, un desentonar con la corriente, pero en ese caso, no sé qué exégesis correcta podrán hacer del texto revelado de la carta a los Hebreos 10,1-18:  “Porque no teniendo la ley más que la sombra de los bienes futuros, y no la realidad misma de las cosas, no puede jamás por medio de las mismas víctimas, que no cesan de ofrecerse todos los años, justificar a los que llegan al altar y sacrifican; si  justificaran hubieran cesado ya de ofrecerlas, pues, purificados una vez, no tendrán ya pecado; pero todos los años al ofrecerlas se hace conmemoración de los pecados; porque es imposible que con sangre de toros y de machos cabríos se borren los pecados. Por eso el Hijo de Dios al entrar en el mundo dice a su Padre: Tú no has querido sacrificio, ni ofrendas; mas a mí me has dado un cuerpo mortal; holocaustos por el pecado no te han agradado.Entonces dije: Heme aquí que vengo, según está escrito de mí al principio del libro para cumplir, ¡oh Dios!, tu voluntad. Al decir: Tú no has querido, sacrificios, ofrendas y holocaustos por el pecado, y añadiendo: Heme aquí que vengo, ¡oh mi Dios!, para hacer tu voluntad; está claro que abolió estos últimos sacrificios, para establecer otro, que es el de su cuerpo. Por esta voluntad, pues, somos santificados por la oblación del cuerpo de Jesucristo hecha una vez sola. Y ya nunca jamás me acordaré de sus pecados, ni de sus maldades. Cuando quedan perdonados los pecados, ya no es necesario la oblación por el pecado. Teniendo la firme esperanza de entrar en el lugar santísimo del cielo, por la sangre de Cristo, con la cual nos abrió camino nuevo de vida para entrar por su carne; teniendo el gran sacerdote, Jesucristo, acerquémonos a él con sincero corazón”.

11. Tanto dolor soportado por el Corazón de Jesús, corresponde a a tanto amor ¿Por qué tanto dolor, Señor? ¿Por qué tanta humillación? Tantas palabras, tanta formación, tantos desvelos, tanto amor malbaratado, tanta angustia y zozobra, pobreza y sufrimiento, cobardía y mediocridad, ¿Por qué tanta tibieza en defender lo que sabes que es la verdad, cuando tienes tantas energías, oh cristiano,  para ponerte, como dices, en tu sitio cuando tu amor propio te empuja? ¿Por que tanta sangre, Señor? ¡Qué gran amor el tuyo y el de tu Padre, que te entrega para que participemos de vuestra vida trinitaria y feliz por siempre! Te adoramos, Cristo y te bendecimos porque por tu santa Cruz has redimido al mundo.

12. Y, como colofón de la doctrina del amor, que nos llena de esperanza filial, leemos hoy el salmo 102: “La misericordia del Señor dura siempre, no es voluble, hoy te quiero, ya no te quiero, porque es compasivo y misericordioso”. Corazón de Jesús en Vos confío. En tu amor eterno. Amén.

JESÚS MARTÍ BALLESTER

 


 

5. COMENTARIO 1 CICLO A

v.25: En aquella ocasión exclamó Jesús: -Bendito seas, Padre, Señor de cielo y tierra, porque, has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, se las has revelado a la gente sencilla; 26sí, Padre, bendito seas, por haberte parecido eso bien.

La expresión introductoria «por aquel entonces» enlaza de algún modo esta perícopa con la anterior. Después de la recriminación a las ciudades que no responden aparece la respuesta favorable de la gente sencilla. Por contraste con la invectiva anterior, en esta perícopa Jesús alaba al Padre por lo que está sucediendo. Aparece el Padre como el Señor del universo.

Jesús bendice al Padre por una decisión: los intelectuales no van a entender esas cosas; los sencillos, sí. «Esas cosas» puede referirse a «las obras» del Mesías (11,2.19). La revelación de que habla Jesús respecto a los sencillos tiene un paralelo en la que recibe Simón Pedro para reconocer en Jesús al Mesías, después de los episodios de los panes (16,17). Se trata, pues, de comprender el sentido de las obras de Jesús, de ver en ellas la actividad del Mesías. La revelación del Mesías podía haberse hecho de manera deslumbradora y autoritaria. Sin embargo, el Padre ha querido ha­cerla depender de la disposición del hombre. Es la limpieza de corazón, la ausencia de todo interés torcido, la que permite discernir en las obras que realiza Jesús la mano de Dios.

Precisamente, la denominación «los sabios y entendidos» alude a Is 29,14. En el texto profético, Dios recrimina al pueblo su hipocresía en la relación con él: lo honra con los labios, pero su corazón está lejos (cf. Mt 15,8s). A eso se debe que fracase la sabi­duría de los sabios y se eclipse el entender de los entendidos. En el trasfondo del dicho de Jesús se encuentra, por tanto, esta reali­dad: los sabios y entendidos no captan el sentido de las obras de Jesús porque su insinceridad inutiliza su ciencia, impidiéndoles aceptar las conclusiones a las que su saber debería llevarlos. Los «sencillos» no tienen ese obstáculo y pueden entender lo que Dios les revela. El hecho de que Dios «oculta» ese saber no se debe a su designio, sino al obstáculo humano; se atribuye a Dios lo que es culpa del hombre. De hecho, la realidad de Jesús está patente a todos, viene para ser conocido de todos. El pasaje está en relación con el aserto de Jesús en 9,13: «No he venido a llamar justos, sino pecadores.» El «justo» es el que se cierra a la llamada por estar conforme con la situación en que vive. No es culpa de Jesús, sino del hombre. El que se tiene por «justo», sin reconocer su necesidad de salvación, se cierra a la llamada de Jesús. Lo mismo el «sabio y entendido», cuyo corazón está lejos de Dios, está cerrado a la re­velación del Padre (25s).

v. 27: Mi Padre me lo ha entregado todo; al Hijo lo conoce sólo el Padre y al Padre lo conoce sólo el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.

La frase de Jesús «mi Padre me lo ha entregado todo» está en relación con la designación «Dios entre nosotros»: Jesús es la presencia de Dios en la tierra. También con la escena del bautis­mo, donde el Espíritu baja sobre Jesús y el Padre lo declara Hijo suyo. La posesión de la autoridad divina fue afirmada por Jesús en el episodio del paralítico (9,6). La relación íntima entre Jesús y el Padre la establece la comunidad de Espíritu. Por eso nadie pue­de conocer al Padre, sino aquel a quien el Hijo comunique el Espí­ritu, que establecerá una relación con el Padre semejante a la suya. Es decir, el conocimiento de Dios de que se glorían los sabios y entendidos, que se adquiriría a través del estudio de la Ley, no es verdadero conocimiento. Este consiste en conocerlo como Padre, experimentando su amor, y sólo se consigue esta experiencia por la comunicación que hace Jesús del Espíritu que recibió.

De ahí que invite a todos los que están cansados y agobiados por la enseñanza de esos sabios y entendidos. El se presenta como maestro, pero no como los letrados, dominando al discípulo; él no es violento, sino humilde, en contraposi­ción al orgullo de los maestros de Israel. Su enseñanza es el descanso, después de la fatiga del pasado (11,28s).


6. COMENTARIO 2 CICLO A

La festividad del Corazón de Jesús ofrece la oportunidad de comprender la naturaleza y la forma de actuación del designio divino de la salvación. Por ello el pasaje evangélico de la liturgia señala la íntima relación entre Jesús y su Padre y, a partir de allí, la participación de esa intimidad a los sencillos.

Jesús comienza con una exclamación de agradecimiento al Padre a quien se dirige como Señor del cielo y de la tierra. La acción creadora de Dios se prolonga en ciertas “cosas” que, debido al contexto de Mt 11, son las obras que realiza Jesús. Pero esa acción de Dios por medio de Jesús suscita una doble reacción. Para unos es encubrimiento, para otros manifestación reveladora.

La acción de Dios es encubrimiento para todos los orgullosos y autosatisfechos de su ciencia, entre los cuales hay que contar a los letrados de las ciudades del lago de las que precedentemente ha estado hablando Jesús (cf Mt 11, 20-24).

El designio universal de salvación no puede alcanzarlos por el obstáculo que presenta en ellos una ciencia manipulada para defensa de sus propios intereses. Su conocimiento religioso que debería haber sido un camino para acercarse a Dios se ha convertido en defensa de sus propios egoísmos que impiden la actuación de Dios en sus vidas.

Muy distinto es el efecto de las obras de Jesús en la gente sencilla. Ellos han sabido descubrir el verdadero sentido de esas obras. Donde han fracasado la sabiduría de los sabios y el entender de los entendidos, el amor sincero de los sencillos ha logrado éxito.

Ello ha sido posible gracias a la comunión creada entre Jesús y el ser humano sencillo que con su limpieza de corazón está abierto para la comprensión de las acciones realizadas por Dios en la historia humana.

La íntima comunión de Jesús con el Dios Creador, del Hijo con el Padre, hace que solamente pueda descubrirse a Dios a partir de la renuncia de la autosuficiencia propia y en el espíritu de una obediencia filial. La obediencia filial de Jesús crea comunión con el Padre del cielo y esa misma obediencia filial posibilita a todo ser humano el acceso a la intimidad de la vida de esta familia divina.

De allí la invitación que se dirige a todos los que no se encuentran cómodamente instalados en sus egoísmos. Para los rendidos y abrumados, Jesús se presenta como la posibilidad del descanso. Frente a la religiosidad farisea que significaba para los sencillos un peso difícil de soportar y que provocaba la tristeza de una religiosidad de múltiples prescripciones, Jesús propone un nuevo yugo. Este nuevo yugo es , ante todo, la comunión con lo divino en Jesús, y por consiguiente puede ser definido como “llevadero” y como “carga ligera”.

Descubrir la acción de Dios en Jesús supone entonces la creación de un ámbito de alegría que da la posibilidad de enfrentar con entusiasmo los deberes que surgen de la pertenencia a ese ámbito familiar. El compromiso ético con la causa de Jesús y de su Padre transfigura la existencia humana. No hay lugar para una moral agobiante sino que la tarea en este campo se origina del compromiso gozoso de la propia vida con los intereses del Reino deseado.

El Corazón de Jesús muestra la acción liberadora de Dios en la vida de los seres humanos que están dispuestos y disponibles a hacer suyo el estilo de vida de servicio humilde realizado por Jesús, el Dios con nosotros.

1. J. Mateos-F. Camacho, El evangelio de Mateo. Lectura comentada, Ediciones Cristiandad, Madrid

2. Diario Bíblico. Cicla (Confederación Internacional Claretiana de Latinoamérica)