53 homilías para la fiesta de la Asunción de Nuestra Señora
37-
53

 

37.

1. CLARETIANOS 2003

El 1º de enero celebrábamos a Santa María, Madre de Dios.
El 25 de Marzo la Anunciación de Ntra. Señora, y hoy, 15 de Agosto, celebramos a María Asunta en Cuerpo y alma al cielo.
La historia humana es una historia de exilio. Nos encontramos desterrados en la tierra donde luchan el bien y el mal, la solidaridad y el egoísmo, la justicia y la mentira, es decir, la lucha entre los valores de la muerte y los valores de la vida. María supo salir victoriosa.

La fiesta de hoy nos invita a contemplar la historia humana como historia de salvación.

Desde el siglo II los Santos Padres presentan a la Virgen María como la mujer asociada a Cristo en la lucha contra el mal que ha de desembocar en la victoria del bien. "Convenía que aquella que había sido conservada intacta en su virginidad conservara intacto su cuerpo de la muerte. Convenía que aquella que había llevado en su seno al creador del universo como un niño tuviera después su mansión en el cielo. Convenía que aquella que vio morir a su Hijo en la cruz lo viera ahora sentado en su gloria. Convenía que la madre de Dios poseyera lo mismo que su Hijo y que fuera venerada por todas las criaturas como Madre de Dios".

María, la mujer llena de gracia, la virgen y madre es la primera mujer resucitada después de Cristo: su vida de gracia es para nosotros puerta de la gracia; su maternidad nos devuelve en Cristo la dignidad de hijos queridos; su resurrección es la prueba de que también nosotros estamos llamados a participar plenamente de la vida de Dios en la fraternidad de la Iglesia.
Con María, Dios convierte las promesas en realidad. Dios sale de las sombras para realizar junto a los hombres una nueva historia basada en la gracia y la providencia, animándonos a salir del doble juego de apostar por Dios a la vez que por las cosas del mundo.

María nos recuerda que la última palabra en nuestra historia la tiene Dios y merece la pena apostar por todo lo que conduce a la vida.

La lectura del libro del Apocalipsis nos recuerda la bendición de Dios a su pueblo a través de la entrega de una tierra donde edificar el templo, el lugar donde el pueblo ofrece a Dios sus sacrificios y oraciones.

La primera carta a los Corintios es un canto a la esperanza en la resurrección: "¿Dónde está muerte tu victoria? ¡Demos gracias a Dios que nos da la victoria por Jesucristo!".

Y el Evangelio nos recuerda que María es honrada en la Iglesia por ser Madre de Dios, pero también por ser la primera mujer en escuchar y vivir la palabra de Dios. ¡Dichosos quienes cumplen la Palabra de Dios!.

Con la gloria de María, hay futuro para todos si como Ella también nosotros asimilamos la Palabra de Dios, la guardamos en nuestro corazón con cuidado y dejamos que nos lleve al destino que Dios nos tiene preparado.

Hoy celebramos que también nosotros, como ella, saldremos de este destierro de dolor y lágrimas y contemplaremos a María Virgen y Madre, asunta al cielo junto a todos los que se mantenido en la amistad de Dios. Para que sea posible, hoy le pedimos a Dios que nos ayude por intercesión de María a vivir en fe y gracia decididos por Dios, máximo bien.

Miguel Niño, cmf. (cormariam@planalfa.es)


38.

MARIA ENTONA UN CANTICO DE LIBERACION

(1,39-56)

EL SERVICIO SOLÍCITO
DEJA UNA ESTELA DE ALEGRIA

Por estos mismos días María se puso en camino y fue a toda prisa a la sierra, en dirección a un pueblo de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel (1,39-40). El nexo temporal que une esta nueva escena con la anterior es de los más estrechos, imbricándolas íntimamente. María se olvida de sí misma y acude con presteza en ayuda de su pariente, tomando el camino más breve, el que atravesaba los montes de Samaría. Lucas subraya su prontitud para el servicio: el Israel fiel que vive fuera del influjo de la capital (Nazaret de Galilea) va en ayuda del judaísmo oficial (Isabel; «Judá», nombre de la tribu en cuyo territorio estaba Jerusalén). Al igual que el ángel «entró» en su casa y la «saludó» con el saludo divino, María «entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel». De mujer a mujer, de mujer embarazada a mujer embarazada, de la que va a ser Madre de Dios a la que será madre del Precursor.

Al oír Isabel el saludo de María, la criatura dio un salto en su vientre e Isabel se llenó de Espíritu Santo (1,41). El saludo de María comunica el Espíritu a Isabel y al niño. La presencia del Espíritu Santo en Isabel se traduce en un grito poderoso y profético: ¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! Y ¿quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? Mira, en cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. ¡Dichosa la que ha creído que llegará a cumplirse lo que le han dicho de parte del Señor! (1,42-45).

Isabel habla como profetisa: se siente pequeña e indigna ante la visita de la que lleva en su seno el Señor del universo. Sobran las palabras y explicaciones cuando uno ha entrado en la sintonía del Espíritu. La que lleva en su seno al que va a ser el más grande de los nacidos de mujer declara bendita entre todas las mujeres a la que va a ser Madre del Hombre nuevo, nacido de Dios. La expresión «mira» concentra, como siempre, la atención en el suceso principal: el saludo de María ha servido de vehículo para que Isabel se llenase de Espíritu Santo y saltase de alegría el niño que llevaba en su seno. La sintonía que se ha establecido entre las dos mujeres ha puesto en comunicación al Precursor con el Mesías. La alegría del niño, fruto del Espíritu, señala el momento en que éste se ha llenado de Espíritu Santo, como había profetizado el ángel. A diferencia de Zacarías, María ha creído en el mensaje del Señor y ha pasado a encabezar la amplia lista de los que serán objeto de bienaventuranza.


LA EXPERIENCIA DE LIBERACIÓN
DE LOS HUMILLADOS Y OPRIMIDOS

En el cántico de María resuena el clamor de los humillados y oprimidos de todos los tiempos, de los sometidos y desheredados de la tierra, pero al mismo tiempo se hace eco del cambio profundo que va a producirse en el seno de la sociedad opresora y arrogante: Dios ha intervenido ya personalmente en la historia del hombre y ha apostado a favor de los pobres. En boca de María pone Lucas los grandes temas de la teología liberadora que Dios ha llevado a cabo en Israel y que se propone extender a toda la humanidad oprimida. En la primera estrofa del cántico María proclama el cambio personal que ha experimentado en su persona:


Proclama mi alma la grandeza del Señor
y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador,
porque se ha fijado en la humillación de su sierva.

Pues mira, desde ahora me llamarán dichosa todas las generaciones,
porque el Potente ha hecho grandes cosas a mi favor
-Santo es su nombre-
y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación (1,46-50).


Por boca de María pronuncia su cántico el Israel fiel a Dios y a su alianza, el resto de Israel que ha creído en las promesas. Alaba a Dios por su cumplimiento, que ve inminente por el hecho de la concepción del Mesías y siente ya realizado en su persona.

«Dios mi Salvador» (cf. Sal 24,1; 25,5; Miq 7,7, etc.) es el título clave del cántico, cuyo tema dominante va a ser la salvación que Dios realiza en Israel. Dios ha puesto su mirada en la opresión que se abate sobre su pueblo y lo ha liberado en la persona de su representante, su «sierva» (cf. Dt 26,7; Sal 136,23; Neh 9,9).

Los grandes hitos de la liberación de Israel están compendia­dos en las «grandes cosas» que Dios ha hecho en favor de María. Esta expresión se decía en particular de la salida de Egipto (Dt 10,21, primer éxodo). En el compromiso activo de Dios a favor de su pueblo, éste reconoce que su nombre es Santo; en el compromiso de los cristianos a favor de los pobres y marginados, éstos reconocerán que el nombre de Dios es Santo y dejarán de blasfemar contra un sistema religioso que, a sus ojos, se ha pres­tado con demasiada frecuencia a lo largo de la historia a defender los intereses de los poderosos o, por lo menos, se ha inhibido de sostener la causa de los pobres con el pretexto de que alcanzarán la salvación del alma en la otra vida.

En la segunda estrofa se contempla proféticamente el futuro de la humanidad desheredada -tema de las bienaventuranzas- como realización efectuada e infalible de una decisión divina ya tomada de antemano:


Su brazo ha intervenido con fuerza,
ha desbaratado los planes de los arrogantes:
derriba del trono a los poderosos y encumbra a los humillados;
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide de vacío (1,51-53).


Dios no ha dado el brazo a torcer frente al orden injusto que, con la arrogancia que le es proverbial, ha pretendido con sus planes mezquinos e interesados borrar del mapa el plan del Dios Creador. Dios «ha intervenido» ya (aoristo profético) para defender los intereses de los pobres desbaratando los planes de los ricos y poderosos. La acción liberadora va a consistir en una subversión del orden social: exaltación de los humillados y caída de los opresores; sacia a los hambrientos y se desentiende de los ricos. El cántico de María es el de los débiles, de los marginados y desheredados, de las madres que lloran a sus hijos desapareci­dos, de los sin voz, de los niños de la «intifada», de los muchachos que sirven de carnaza en las trincheras, en una palabra: de la escoria de la sociedad de consumo, que dilapida los bienes de la creación dejando una estela de hambre que abraza dos terceras partes de la humanidad.

Finalmente, en la tercera estrofa pone como ejemplo concreto de la salvación, cuyo destinatario será un día no lejano la entera humanidad, la realización de su compromiso para con Israel:


Ha auxiliado a Israel, su servidor,
acordándose -como lo había prometido a nuestros padres-
de la misericordia en favor de Abrahán
y su descendencia, por siempre (1,54-55).



Dios no ha olvidado su misericordia/amor (Sal 98,3), como podía haber sospechado Israel ante los numerosos desastres que han jalonado su historia. La fidelidad de Dios hecha a los «pa­dres», los patriarcas de Israel, queda confinada de momento, en el horizonte concreto de María, el Israel fiel, su pueblo. Sólo en la estrofa central hay atisbos de una futura ampliación de la promesa a toda la humanidad.

María permaneció con ella como tres meses y regresó a su casa (1,56). Lucas hace hincapié en la prolongada permanencia de María al servicio de su pariente, aludiendo al último período de su gestación. Silencia, en cambio, intencionadamente su pre­sencia activa en el momento del parto, cuando lo más lógico es que la asistiera en esta difícil situación. No tiene interés en los datos de crónica, sino en el valor teológico del servicio prestado. La vuelta «a su casa» sirve para recordar que en la gestación de su hijo, José no ha tenido arte ni parte. La mención de las dos «casas», la de Zacarías al principio y la de María al final, establece un neto contraste entre las respectivas situaciones familiares.


39. COMENTARIO 2

El texto de la fiesta de la Asunción forma parte del evangelio de la infancia en Lucas (1-2).

En la primera parte, Lucas hace referencia al largo viaje a las montañas de Judá realizado por María, para resaltar su actitud itinerante y para presentarla como modelo de disponibilidad. El encuentro de las dos madres es, de alguna manera, el encuentro entre los dos hijos, que ya en el seno materno se diferencian el uno del otro: Juan, fiel a su vocación de precursor, señala la presencia de Jesús con una conmoción de alegría. Por su parte, María aparece en este primer relato no sólo como modelo de discípula (se pone en camino) y de creyente (acoge con fe la Palabra de Dios), sino también como arca de la nueva alianza, que ya no contiene una frías tablas de piedra, sino un niño que traerá al mundo la salvación de Dios.

En la segunda parte del relato, encontramos que la respuesta de María a la alabanza de Isabel es un cántico de acción de gracias, de gozo y alegría. El cántico de María está compuesto a partir del canto que entonó Ana, otra mujer creyente del AT, a la que Dios escuchó por su gran fe (1 Sam. 2, 1-10), y contiene numerosas referencias a la intervención de Dios en el pueblo de Israel. Literariamente es un himno, que canta las maravillas realizadas por Dios y puede dividirse en tres estrofas. La primera (1, 48-50) proclama las maravillas realizadas por Dios en María, la cual, llena de alegría, reconoce y agradece la grandeza y la santidad de Dios. La segunda estrofa (1, 51-53) es una enumeración de las acciones salvíficas de Dios en la historia del pueblo de Israel: Dios en lugar de apostar por los soberbios, los poderosos, toma partido por los humildes y por los que no tienen nada. De esta manera la manifestación de su poder es mucho más evidente y su actuación aparece como gracia para los que son fieles. Finalmente, la tercera estrofa (1, 54-55) proclama que la acción de Dios en María es el cumplimiento de una promesa hecha a los antepasados del pueblo de Israel.

La fiesta de la Asunción de María debe ser para todos nosotros la posibilidad de pedirle al Padre que no perdamos la esperanza ni la ilusión de caminar por la vida, como María, en búsqueda del Reino, para llegar a él y alcanzar la plenitud a la que nos tiene destinados.

1. Josep Rius-Camps, El Éxodo del Hombre libre. Catequesis sobre el Evangelio de Lucas, Ediciones El Almendro, Córdoba 1991

2. Diario Bíblico. Cicla (Confederación Internacional Claretiana de Latinoamérica)


40. 2002

A la mitad del mes de agosto estalla la alegría en la liturgia de la Iglesia. La alegría de la Pascua, la alegría por la resurrección de Jesús, se renueva ahora al celebrar la Asunción de la Virgen María. Ella, la madre de Jesús, es la primera de entre nosotros que sube al cielo con Jesús. Ella es la confirmación definitiva de que nuestra esperanza tiene sentido. De que esta vida, aunque nos parezca que está enferma de muerte, está en realidad preñada de vida, de la vida del Resucitado, que se manifiesta ya en nosotros. Y en primer lugar, en María, Madre de Jesús y Madre nuestra.

El canto de alegría de María que se proclama en el Evangelio se hace nuestro canto. Tenemos pocos datos sobre María en los Evangelios. Los estudiosos de la Biblia nos dirán que, casi seguro, este cántico, el Magníficat, no fue pronunciado por María, sino que es una composición del autor del Evangelio de Lucas. Pero no hay duda de que ese cántico recoge el auténtico sentir de María, sus sentimientos más profundos ante la presencia salvadora de Dios en su vida. Es un cántico de alabanza. Esa es la respuesta de María ante la acción de Dios. Alabar y dar gracias. No se siente grande ni importante por ella misma, sino por lo que Dios está haciendo a través de ella.

"Proclama mi alma la grandeza del Señor". La vida nueva que Jesús nos regala en la resurrección es auténtica vida para nosotros. María goza de esa vida en plenitud. Su fe la hizo vivir ya en su vida la vida nueva de Dios. Hay un detalle importante. Lo que nos cuenta el Evangelio no sucede en los últimos días de la vida de María, cuando ya suponemos que había experimentado la resurrección de Jesús, sino antes del nacimiento de su Hijo. Ya entonces María estaba tan llena de fe que confiaba totalmente en la promesa de Dios. María tenía la certeza de que algo nuevo estaba naciendo. La vida que ella llevaba en su seno, aún en embrión, era el signo de que Dios se había puesto en marcha y había empezado actuar en favor de su pueblo.

Más de una vez, en alguna dictadura, este canto de María se ha considerado como revolucionario y subversivo. Y ha sido censurado. Ciertamente es revolucionario, y su mensaje tiende a poner patas arriba el orden establecido, el orden que los poderosos intentan mantener a toda costa. María, llena de confianza en Dios, anuncia que Él se ha puesto a favor de los pobres y desheredados de este mundo. La acción de Dios cambia totalmente el orden social de nuestro mundo: derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes. No es eso lo que estamos acostumbrados a ver en nuestra sociedad. Tampoco en tiempos de María. La vida de Dios se ofrece a todos, pero sólo los humildes, los que saben que la salvación sólo viene de Dios, están dispuestos a acogerla. Los que se sienten seguros con lo que tienen, esos lo pierden todo. María supo confiar y estar abierta a la promesa de Dios, confiando y creyendo más allá de toda esperanza.

Hoy María anima nuestra esperanza y nuestro compromiso para transformar este mundo, para hacerlo más como Dios quiere: un lugar de fraternidad, donde todos tengamos un puesto en la mesa que nos ha preparado Dios. Pero en este día María anima sobre todo nuestra alabanza y acción de gracias. María nos invita a mirar a la realidad con ojos nuevos y descubrir la presencia de Dios, quizá en embrión, pero ya presente, a nuestro alrededor. María nos invita a cantar con gozo y proclamar, con ella, las grandezas del Señor.

Diario Bíblico. Cicla (Confederación Internacional Claretiana de Latinoamérica).


41. DOMINICOS 2004

A mitad del mes de agosto, los pueblos se visten de fiesta para celebrar lo que muchas veces llaman la fiesta de la Virgen de agosto. A lo largo del año, los cristianos vamos recorriendo los grandes momentos del caminar de María como madre de Dios y discípula fiel del Señor. Llegamos hoy a la última etapa: su triunfo definitivo sobre la muerte y la participación en cuerpo y alma de la gloria de la resurrección a la que Dios nos llama en Cristo.

Pablo afirma en le segunda lectura que “por Cristo todos volverán a la vida. Pero cada uno en su puesto”. María, la mujer escogida por Dios para ser madre del Salvador de la humanidad, goza, la primera, de la gloria junto al Hijo de sus entrañas, como preanuncio de la felicidad que los seres humanos anhelamos con esperanza.

El pueblo creyente, guiado por el sensus fidei, el sentido de la fe, intuyó, desde antiguo, la exaltación de la Virgen María en la Asunción, como queda patente en las obras de arte de las iglesias más recónditas. La declaración del dogma llegaría más tarde, en 1950: “la inmaculada y siempre virgen María, madre de Dios, acabado el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial”. Ella ha alcanzado la meta; los discípulos y discípulas de su Hijo seguimos recorriendo el camino. Confiando en su protección maternal y su ayuda, pidamos a María que guíe nuestros pasos en la vida: “Vuelve a nosotros tus ojos misericordiosos” y después de nuestra peregrinación “muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre”, como rezamos en la Salve.

Comentario Bíblico

1ª Lectura: Apocalipsis 11,19a;12,1-6.10: ¡El cielo siempre nos espera!
I.1. Se ha querido comenzar esta lectura poniendo la manifestación celestial del Arca de la Alianza, que ya había desaparecido del Santuario de Jerusalén, probablemente con la conquista de los babilonios. ¡Es imposible encontrarla en alguna parte, a pesar de que se alimente la leyenda de mil maneras! Y ni siquiera será necesaria en un cielo nuevo, porque entonces habrá perdido su sentido. En nuestro texto es todo un símbolo de una nueva época escatológica que revela las nuevas relaciones entre Dios y la humanidad.

I.2. Y si de signos se trata, el de la mujer encinta ha sido identificado en María durante mucho tiempo. Esta lectura ya no tiene sentido, aunque se haya escogido este texto para la fiesta de la Asunción. No es posible que el niño que ha de nacer se identifique con Jesús que sería arrebatado al cielo para evitar que sea destrozado por el dragón. Si fuera así, toda la historia de Jesús de Nazaret, el Señor encarnado que vivió como nosotros y fue crucificado, perdería todo su sentido. La transposición no sería muy acertada.

I.3. El símbolo del cielo, apocalíptico desde luego, es el de la nueva comunidad, la Iglesia liberada y redimida por Dios que engendra hijos a los que les espera una vida nueva más allá de la historia. También María es “hija” de esa Iglesia liberada y salvada que vive como nosotros, siente con nosotros y es "resucitada" como nosotros, aunque sea madre de nuestro Salvador. Y por eso es también “madre” nuestra. La asunción de María, pues, es su resurrección.


2ª Lectura: Primera a los Corintios 15,20-26: En Cristo, todos tendremos una vida nueva
II.1. Cuando Pablo se enfrenta a los que niegan la resurrección de entre los muertos, se apoya en la resurrección de Cristo que ha proclamado como kerygma en los primeros versos de esta carta (1Cor 15,1-5). En el v. 20 el apóstol da un grito de victoria, con una afirmación desafiante frente a los que afirman que tras la muerte no hay nada. Si Cristo ha resucitado, hay una vida nueva. De lo contrario, Cristo que es hombre como nosotros, tampoco habría resucitado.

II.2. Podríamos decir muchas más cosas que Pablo sugiere en este momento. Él le llama “primicia” (aparchê), no en el sentido temporal, sino de plenitud. En Cristo es en quien Dios ha manifestado de verdad lo que nos espera a sus hijos. Él es el nuevo Adán, en él se resuelve el drama de la humanidad; por eso es desde aquí desde donde debe arrancar la verdadera teología de la Asunción, es decir, de la resurrección de María. Porque la Asunción no es otra cosa que la resurrección, que tiene en la de Cristo su eficiencia y su modelo; lo mismo que sucederá con nosotros.


Evangelio según san Lucas 1,39-56: Un canto de "enamorada" de Dios
III.1. La visitación da paso a un desahogo espiritual de María por lo que ha vivido en Nazaret ¡había sido demasiado!. El Magnificat es un canto sobre Dios y a Dios. No sería adecuado ahora desentrañar la originalidad literaria del mismo, ni lo que pudiera ser un “problema” de copistas que ha llevado a algunos intérpretes a opinar que, en realidad, es un canto de Isabel, tomado del de Ana, la madre de Samuel (1Sam2,1-10) casi por los mismos beneficios de un hijo que llena la esterilidad materna. En realidad existen indicios de que podía ser así, pero la mayoría piensa que Lucas se lo atribuye a María a causa de la bendición, como respuesta a las palabras de Isabel. Así quedará para siempre, sin que ello signifique que es un canto propio de María en aquel momento y para esa ocasión que hoy se nos relata. Es un canto de la comunidad posterior que alaba a Dios con María y por María.

III.2. Se dice que el canto puede leerse en cuatro estrofas con unos temas muy ideales, tanto desde el punto de vista teológico como espiritual; con gran sabor bíblico, que se actualiza en la nueva intervención de Dios en la historia de la humanidad, por medio de María, quien acepta, con fe, el proyecto salvífico de Dios. Ella le presta a Dios su seno, su maternidad, su amor, su persona. No se trata de una madre de “alquilé”, sino plenamente entregada a la causa de Dios. Deberíamos tener muy presente, se mire desde donde se mire, que Lucas ha querido mostrarnos con este canto (no sabemos si antes lo copistas lo habían transmitido de otra forma o de otra manera) a una joven que, después de lo que “ha pasado” en la Anunciación, es una joven “enamorada de Dios”. Esa es su fuerza.

III.3. Los temas, pues, podrían exponerse así: (1) la gozosa exaltación, gratitud y alabanza de María por su bendición personal; (2) el carácter y la misericordiosa disposición de Dios hacia todos los que le aceptan; (3) su soberanía y su amor especial por los humildes en el mundo de los hombres y mujeres; y (4) su especial misericordia para con Israel, que no ha de entenderse de un Israel nacionalista. La causa del canto de María es que Dios se ha dignado elegirla, doncella campesina, de condición social humilde, para cumplir la esperanza de toda doncella judía, pero representando a todas las madres del mundo de cualquier raza y religión. Y si en el judaísmo la maternidad gozosa y esperanzada era expectativa del Mesías, en María su maternidad es en expectativa de un Liberador.

III.4. Este canto liberador (no precisamente libertario) es para mostrar que, si se cuenta con Dios en la vida, todo es posible. Dios es la fuerza de los que no son nada, de los que no tienen nada, de los que no pertenecen a los poderosos. Es un canto de “mujer” y como tal, fuerte, penetrante, acertado, espiritual y teológico. Es un canto para saber que la muerte no tiene las últimas cartas en la mano. Es un canto a Dios, y eso se nota. No se trata de una plegaria egocéntrica de María, sino una expansión feminista y de maternidad de la que pueden aprender hombres y mujeres. Es, desde luego, un canto de libertad e incluso un programa para el mismo Jesús. De alguna manera, también así lo ha concebido Lucas, fuera o no su autor último.

Fray Miguel de Burgos, O.P.
mdburgos.an@dominicos.org


Pautas para la homilía

Una visita...

Las protagonistas son dos mujeres, una joven, María, y otra anciana, Isabel, parientes entre sí, visitadas y agraciadas ambas por Dios con el don de la maternidad. El relato evangélico realza varias actitudes de María: al conocer por el anuncio del ángel que su prima, anciana y estéril, ha concebido un hijo, se pone en camino con presteza, a pesar de su propio embarazo, para ir a un pueblo de la montaña y atender, en los meses previos al parto, a su prima Isabel.

Al llegar a la casa, María saluda con deferencia a la anciana Isabel. La consecuencia de este saludo es que Isabel siente que ella y el hijo de sus entrañas quedan llenos del Espíritu: la criatura salta de gozo en su vientre y la madre alaba a la joven encinta, a causa de su elección por Dios y de su fe.

Este afectuoso encuentro nos invita a revisar las muchas visitas que hacemos en la vida y preguntarnos qué es lo que nos mueve cuando salimos al encuentro de otra persona, y cuáles son las actitudes con las que nos acercamos a ella. ¿Nuestros saludos manifiestan a los demás el amor que Dios los tiene? ¿Somos portadores de buenas noticias para tantas personas que necesitan una palabra de aliento, una ayuda, un momento de compañía, un gesto de cercanía...? ¿Sabemos permanecer como María allí donde nos necesitan?


Alabanza de María

Al saludo de alabanza que Isabel dirige a María, ésta responde con un canto de alabanza a Dios. La joven de Nazaret es consciente de la obra de Dios en ella y, por ello, las afirmaciones que hace de sí misma se orientan a proclamar la grandeza de Dios en su vida: “Él ha mirado la pequeñez de su sierva; cosas grandes ha hecho en mí el Poderoso”. María, en la línea espiritual de los “pobres de Yahvé”, reconoce en la acción divina el cumplimiento de las promesas hechas a Israel. Su único mérito radica en la disponibilidad para dejar hacer a Dios, en la acogida sin obstáculos a la gracia recibida para la misión de ser la madre del Mesías y cauce para preparar el camino de la salvación del pueblo. Con María podemos rezar y cantar hoy el Magnificat, dando gracias por la misericordia de Dios, que se expresa en la acción liberadora en favor de los humildes, los pobres, los hambrientos, frente a las fuerzas del poder, la soberbia y la riqueza. La Asunción de María, su exaltación, contrasta con tanta afrenta diaria a las mujeres, servida como noticia por los medios de comunicación a través de maltratos, ultrajes, humillaciones y asesinatos, y de otras mujeres cuyos sufrimientos son ignorados. La fiesta que celebramos nos impulsa a ir ensalzando a todas las personas, especialmente mujeres, que necesitan que su dignidad sea reconocida y sus derechos respetados.


¡Feliz, tú, que has creído!

María acoge con humildad esta bienaventuranza que brota de los labios de su prima Isabel. El Magnificat muestra la dimensión eclesial de su dicha: “Muy dichosa me dirán todos los pueblos”. En esta fiesta se cumple este anuncio hecho por María. Tras recorrer, a lo largo del año litúrgico, el misterio de la salvación en Cristo, al que está íntimamente unido la presencia de la madre de Dios, hoy la Iglesia celebra el triunfo definitivo de la gran creyente que nos ha precedido ya allí donde los discípulos y discípulas de su hijo esperamos llegar. María es la primera que participa de la victoria de su Hijo, viviendo ya la unión definitiva con Dios. La asunción de María es un estímulo para avivar nuestra esperanza porque la gloria que ella recibe, junto a Cristo, nosotros esperamos recibirla un día, al final del camino recorrido en la fe, escuchando también esta bienaventuranza: “Feliz, tú, que has creído”.

Carmina Pardo OP
Congregación Romana de Santo Domingo


42. I.V.E. 2004

Comentarios Generales

Apocalipsis 11, 19; 12, 1- 6. 10:

En el estilo apocalíptico de símbolos y visiones, San Juan nos propone sublimes enseñanzas teológicas. En las que hoy leemos, los mariólogos y eclesiólogos, profundizarán sin cesar:

- El “Arca de la Alianza” era el símbolo de la presencia de Dios. En el N.T. el Arca de la Alianza es María (19). En María es plenitud lo que en el “Arca” era sólo figura. Sólo a María se le dice: “El Hijo que concebirás en tu seno es el Hijo del Altísimo” (Lc 2, 22). El Trono de Dios es el Corazón de María. Es ese Trono Dios se nos hace visible y adorable. Por María tenemos los cielos abiertos. Y tenemos a Dios- con- nosotros: al Emmanuel: Corruptionem sepulcri eam videre merito noluisti, quae Filium tuum vitae omnis auctorem, ineffabiliter de se genuit incarnatum (Praef.).

-El otro símbolo o “Signo” de la visión: La “Mujer” y el “Dragón” (1- 6), corresponden a la “Mujer” y la “Serpiente” de Gn 3, 15. El Apocalipsis quiere enseñarnos que la profecía Mesiánica del Génesis tiene pleno cumplimiento en María Madre de Cristo. En María, ala que el Sol viste de luz y la Luna sirve de peana; en María, cuya frente ciñan doce estrellas. Son símbolos que indican en María converge toda la gloria de los Patriarcas, y que Ella personifica todas las esperanzas y promesas de Israel. Como igualmente personifica, por ser Madre de Cristo y de la Iglesia, toda la gloria de la Iglesia. La victoria sobre el dragón que consigue el Hijo de la Mujer (8- 10) es igualmente victoria de la Mujer, su Madre. María, la vencedora del Dragón; María Inmaculada, Madre de Cristo, Corredentora, Asumpta.

- El v 10 nos indica cómo la victoria de Cristo y su Madre es también nuestra victoria. Ya por siempre, tras la Pasión y Resurrección de Cristo, el Dragón queda vencido, el pecado anulado, nuestra salvación asegurada. Salvación que para que sea definitiva y plena debe también alcanzar a nuestro cuerpo. Debemos ser partícipes de la Resurrección y Glorificación de Cristo y María: In caelos hodie Deipara est assumpta, Ecclesiae tuae consummandae initum et imago (Praef.). La Iglesia tiene en la Asumpta las primicias y el molde de su propia glorificación.

1 Corintios 15, 20- 26:

Por ley de analogía los mariólogos aplican a María cuanto aquí nos dice al Apóstol acerca de la Resurrección de Cristo. A María le cumple en cuanto Asociada a Cristo y a Él subordinada:

- María Asociada a Cristo en la Pasión lo es también en la Resurrección. Las “Primicias” de la Resurrección son Cristo y su Madre, resucitados antes de la resurrección final universal. Ahora en cada celebración eucarística nos asociamos al misterio Redentor: Pasión y glorificación de Cristo. Es decir, se nos aplican mayores tesoros de su Pasión y se nos prepara mayor participación en su Gloria. En la del Redentor y en la de la Corredentora.

- Igualmente podemos aplicar a María el v 21: Por un hombre (y una mujer) vino la muerta; también por un Hombre (y una Mujer), la Resurrección. María aporta a esta Resurrección universal los méritos de Asociada a Cristo; y se nos presenta como el modelo según el cual se realizará la glorificación de la Iglesia y de cada uno de los fieles: “Entre tanto, la Madre de Jesús, de la misma manera que ya glorificada en los cielos en cuerpo y alma es la imagen y principio de la Iglesia que ha de ser consumada en el futuro siglo, así en esta tierra, hasta que llegue el Día del Señor, antecede con su luz al Pueblo de Dios peregrinante, como signo de esperanza segura y de consuelo” (L. G. 68). Nos antecede. Y su luz nos guía. Y su amor nos guarda. Y su gloria es la que nosotros con ella gozaremos en cuerpo y alma; como Ella, la Madre: Hodie Assumpta... ac populo peregrinanti certae spei et solatti documentum (Praef.).

- Por el misterio de su Resurrección y Asunción, María tiene ya la victoria plena: Reina con Cristo y cumple sus oficios maternales para cuantos esperamos aún la consumación (24- 26). El Concilio, tras proclamar esta victoria de María, nos da esta exhortación: “Mientras que la Iglesia en la Beatísima Virgen ya llegó a la perfección, los fieles, en cambio, aún se esfuerzan en crecer en la santidad venciendo al pecado; y por eso levantan los ojos hacia maría, que brilla en la comunidad de los elegidos como modelo de virtudes. Cierto; María, mientras es predicada y honrada, atrae a los creyentes hacia su Hijo y su sacrificio y hacia el amor del Padre” (L. G. 64). Inmediatamente nos sentimos atraídos por Ella a la santidad, conducidos a Cristo y al Padre: Beatissima V. M. in coelum assumpta intercedente, corda nostra, caritatis ignes succensa, ad te, Domine, jugiter aspirent (Super oblata)

Lucas 1, 39- 56:

El Evangelista nos expone el hecho que es raíz y fuente de la glorificación única de María:

- Ella, Madre del Hijo de Dios, es la verdadera “Arca” de Dios (Jn 1, 14). Ante esta “Arca”, Isabel exclama como David al trasladar el “arca” a Jerusalén: “¿Cómo viene a mí el Arca de Yahvé?” (Lc 1, 43 y 2 Sam 6, 9). El salmista hace saltar al paso del “Arca” montes y collados (Sl 113, 4). En el relato de la Visitación, el Bautista salta de gozo a presencia de María, Arca de Dios (v 41).

- En los vv 46- 55 María canta su agradecimiento por las maravillas obradas en Ella por Dios (47- 49); e igualmente por las que, mediante Ella, realizará en todos los hombres (vv 50- 55). Son las maravillas de la Redención. En ese misterio de la Redención, Ella por ser Madre del Redentor, tiene privilegios que la encumbran por encima de todos los redimidos; ya que por Ella nos llegará a todos el Redentor y la Redención. Por eso nos antecede y supera también en la Glorificación.

-Debemos unir nuestras voces filiales a su Magnificat y cantar al Señor que tanto honró y glorificó a la que es su Madre y la nuestra. En la Fiesta de hoy, sobre todo, honramos hasta su máxima glorificación: “Finalmente, la Virgen Inmaculada, terminando el curso de la vida terrena, en alma y cuerpo fue asunta a la gloria celestial; y enaltecida por el Señor como Reina del universo, para que se asemejara más plenamente a su Hijo, vencedor del pecado y de la muerte” (L. G. 59).

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SAN BERNARDO

La Asunción de María

A) Alegría de la fiesta

“Al subir hoy al cielo la Virgen gloriosa, colmó con copiosos aumentos el gozo de los ciudadanos celestiales…Si el alma de un párvulo, no nacido aún, se derritió en castos afectos, luego que habló María, ¿cuál pensamos que sería el gozo de los ejércitos celestiales, cuando merecieron oír su voz, ver su rostro y gozar de su dichosa presencia? Mas nosotros, carísimos, ¿qué ocasión de solemnidad tenemos en su Asunción, qué causa de alegría, qué materia de gozo? Con la presencia de María se ilustraba todo el orbe, de suerte que aun la misma patria celestial brilla más lucidamente, iluminada con el resplandor de la antorcha virginal. Por eso resuenan con razón en las alturas la acción de gracias y la voz de alabanza; pero para nosotros más parece materia de llanto que de aplauso. Porque ¿no es lógico que cuanto se alegra el cielo de su presencia, otro tanto este mundo inferior llore su ausencia? Cesen, sin embargo, nuestras quejas; porque tampoco nosotros tenemos aquí ciudad permanente, sino que buscamos la misma a la que llega hoy la bendita María. Y si estamos señalados como ciudadanos suyos, es razón, ciertamente, aun en el destierro, aun a orillas del río de Babilonia, acordarnos de Ella, tomar parte en sus gozos y participar de su alegría; especialmente de aquella alegría que con ímpetu tan copioso baña hoy la ciudad de Dios, para que percibamos también las gotas que destilan sobre la tierra. Nos ha precedido nuestra Reina, y tan gloriosamente fue recibida, que los siervecillos siguen confiadamente a su Señora, clamando: Tráenos en pos de ti; al olor de tus ungüentos correremos (Cant, 1, 4). Nuestra peregrinación envió delante a su abogada, que, como Madre del Juez y de misericordia, tratará devota y eficazmente los negocios de nuestra salvación.”

B) Bienes nuestros y gloria de María

“Hoy envió nuestra tierra al cielo un precioso regalo, para que dando y recibiendo, se unan en trato feliz de amistades lo humano y lo divino, lo terreno y lo celestial, lo ínfimo y lo sumo. Porque allá subió el fruto sublime de la tierra, de donde descienden las preciosísimas dádivas y los dones perfectos. Subiendo, pues, a lo alto de la Virgen bienaventurada, Ella misma dará también dones a los hombres. Y ¿cómo no? Ni le falta poder, ni voluntad. Reina de los cielos es, misericordiosa es, Madre es, en fin, del unigénito Hijo de Dios…

Y digo esto por nosotros, hermanos míos, sabiendo que es dificultoso que en pobreza tanta se pueda hallar aquella caridad perfecta que no busca la conveniencia propia. Mas con todo, sin hablar ahora de los beneficios que conseguimos por su glorificación, si la amamos, nos alegraremos sin duda, porque va al Hijo. La felicitaremos, a no ser que –lo que Dios no quiera- nos mostremos del todo ingratos a la inventora de la gracia. Hoy, al entrar en la santa ciudad, es recibida por aquel Señor a quien Ella recibió primero, cuando entró en el castillo de este mundo. Pero ¡con cuánto honor, con cuánta gloria! Ni en la tierra hubo lugar más digno que el templo de su seno virginal, en el que María recibió al Hijo de dios, ni le hay en los cielos más digno que el solio real, al que sublimó hoy a María el Hijo de María. Felices uno y otro recibimiento; inefables el uno y el otro; porque uno y otro son superiores a nuestra inteligencia…”

C) Premio a la maternidad

“¿Quién podrá pensar siquiera cuán gloriosa iría hoy la reina del mundo, y con cuánto afecto de devoción saldría a su encuentro toda la multitud de los ejércitos celestiales? ¿Con qué cánticos sería acompañada hasta el trono de la gloria; con qué semblante tan plácido; con qué alegres abrazos sería recibida del Hijo y ensalzada sobre toda criatura…, con aquel amor que madre tan grande merecía…, con aquella gloria que era digna de tan gran Hijo?... ¡Felices aquellos besos que imprimiría en sus labios cuando le alimentaba y cuando le acariciaba la madre en su virginal regazo!...

¿Quién referirá la generación de Cristo y la Asunción de María? Porque cuanta mayor gracia alcanzó en la tierra sobre todos los demás, tanta más alcanza en los cielos en singular gloria. Y si el ojo no vio, ni oyó el oído, ni cupo en el corazón del hombre lo que Dios tiene preparado para los que le aman, ¿quién contará lo que preparó para aquella que le engendró, y a quién, como es cierto para todos, amó más que a todos?

Dichosa, pues, María y mil veces dichosa, ya recibiendo al Salvador, ya siendo por Él recibida. En lo uno y en lo otro es admirable la dignidad de la Virgen Madre; en lo uno y en lo otro es admirable la dignidad de la Majestad…”

(Verbum Vitae, t. X, B.A.C., Madrid, 1955, p. 328-330)

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Jacobo BOSSUET

A) Tres virtudes de María

a) Conexión de los misterios cristianos

Los misterios cristianos se enlazan unos con tros, y este de la Asunción tiene una especial conexión con el de la Encarnación del Verbo. Si María recibió a Jesús en su seno, Jesús debe recibir en el suyo a María; si el uno bajó, la otra debe subir; y como Dios ha de superar en magnificencia a los hombres, el que no dio sino una vida mortal debe recibir en medio de magnífica pompa una vida inmortal.

b) Solemnidades del cielo

El cielo tiene sus solemnidades como la tierra, o mejor dicho, ésta ha copiado el nombre para disfrazar su nada. Pudiera intentar describir aquella con que fue recibida María, pero prefiero hablar del cortejo de virtudes que la acompañaron.

c) La muerte, la virginidad y la humildad

Para que María entrase en la gloria debía ser despojada de todo el terreno, y la muerte se encarga de esta labor preparatoria. María muere de amor.

Debía ser revestida como de un manto glorioso de inmortalidad. La virginidad cumplió con esta obra de esplendor.

La perfección de su triunfo consistía en que ocupara un trono superior al de los querubines y serafines. La humildad se lo consiguió.

B) María muere de amor

La naturaleza pide que muramos. La gracia lo exige, porque Cristo destruyó la muerte muriendo, y por medio de la muerte alcanzamos la vida. Pero en María hasta la muerte fue sobrenatural. Muere de amor.

a) Dos amores

“Dos amores se reunieron en María para formar uno solo. María amaba a su Hijo con el amor que debía a Dios, y amaba a Dios con el amor que debía a su Hijo”. No hay amores más fuertes que los que la naturaleza da para los hijos y el que la gracia da para Dios. Ambos se sumaron en María.

b) Busquemos la fuente de este amor en el mismo seno del Padre

María tiene de común con el Padre la generación del Hijo. El Padre lo es de la divinidad, y Ella de la humanidad. “Esta generación sólo le es común con el Padre”.

Su fecundidad natural no le basta para engendrar al Hijo de Dios. Era necesaria otra cosa (Lc 1, 35).

Para completar su obra decorosamente convenía que el Padre enviase al corazón de María una chispa de su amor divino para que pudiese amar a su Hijo-Dios. El amor natural de una madre era también insuficiente. Debió existir una efusión del corazón de Dios en el de María, y el amor que Ella tiene a su Hijo procede de la misma fuente de que procede el Hijo. ¿Podremos imaginarlo?

Si el amar a Jesús y ser amado por Él atrae las gracias, ¿qué abismo de ellas no inundaría el alma de María? ¡Oh amor, al que concurre cuanto la naturaleza tiene de tierno y la gracia de eficaz!

c) La vida de María a partir del Calvario fue un morir de amor

Si Jesús ansió vivir con los hombres, ¿qué no ansiaría María vivir con Jesús? Si San Pablo deseaba que se deshiciera su cuerpo…, no busquemos otra causa en María. Dejemos obrar al amor.

“Pero ¿podré yo deciros cómo concluyó este milagro y de qué modo pudo el amor dar el golpe mortal a María? ¿Fue, acaso, algún deseo más inflamado, algún movimiento más activo, algún transporte más violento que vino a separar el alma de María? Si me es lícito, cristianos, deciros lo que pienso, yo atribuyo a este último efecto no a movimientos extraordinarios, sino a la sola perfección del amor de la Santísima Virgen. Ve, hijo mío, decía Filipo a Alejandro, extiende bien lejos tus conquistas; mi reino es demasiado pequeño para contenerte. ¡Oh amor de la Santísima Virgen! Tu perfección es demasiado eminente; tú no puedes permanecer por más tiempo en un cuerpo mortal; tu fuego despide rayos demasiado vivos para poder estar cubierto por esa ceniza.

Ve a brillar en la eternidad; ve a abrazarte ante la faz de Dios; ve a perderte en su inmenso seno, que es el único capaz de contenerte; y entonces la divina Virgen entregó sin pena y sin violencia su santa y dichosa alma en manos de su Hijo. No fue necesario que su amor se esforzase por movimientos extraordinarios. Como la más ligera sacudida desprende del árbol el fruto ya maduro, como una llama se eleva y vuela por sí misma al lugar de su centro, del mismo modo fue arrebatada aquella bendita alma para ser de una vez transportada al cielo; así murió la divina Virgen por un deseo de amor divino, y he aquí por qué los santos ángeles dicen: ¿Quién es aquella que se eleva como el humo odorífero de una mezcla de la mirra y el incienso? (Cant. 3, 6).

Así es como el alma de la Santísima Virgen fue separada de su cuerpo. No se quebrantaron sus lazos por una sacudida violenta; un divino calor la desunió dulcemente del cuerpo y la elevó al seno del Amado de su corazón, sobre una nube de santos deseos. Éste fue su carro triunfal, carro que, como veis, construyó el amor mismo de sus propias manos.”

Poco nos parecemos a María, y prueba de lo escaso de nuestro amor es el apego que tenemos a los bienes de la tierra.

C) La virginidad la reviste de inmortalidad

a) Su pureza la preserva de corrupción

Estando Jesús tan unido, según la carne, a María Santísima, quiso acompañar esta unión con una perfecta conformidad, y así el Esposo de las vírgenes buscó una Madre virgen y volcó sobre ella una gracia que no sólo templara, sino extinguiera el fuego de la concupiscencia, esto es, no sólo de las obras, que son el ardor que excita, ni de los deseos, que son la llama que aviva, ni de las malas inclinaciones, que son el ardor que mantiene, sino del mismo foco, del fomes peccati.

Esta inimaginable pureza exigía la incorrupción. La carne se corrompe no precisamente, como dice la ciencia, por ser algo compuesto, sino, como dice la teología, por ser un atractivo para el mal y una fuente de deseos, una carne de pecado (Rom. 8, 3). Es preciso, para que viva, que cambie su primitivo ser, y del mismo modo que un muro ruinoso se va derribando a golpes de pica, del mismo modo nuestro cuerpo va muriendo poco a poco hasta llegar al sepulcro. Pero María purísima debió ser incorruptible.

b) La pureza de María exige su resurrección

El sol produce frutos cuando el árbol llega a su sazón; pero hay árboles y terrenos en los que el efecto del sol es más eficaz. María estaba forjada de una materia demasiado bien preparada para que tuviera que esperar. María pudo muy bien traer la eficacia de Cristo, puesto que atrajo a Cristo mismo “hasta echar raíces en su seno”.

Esta preparación tan rápida diósela la virginidad. En efecto, el Señor, refiriéndose al cuerpo de los resucitados, dice que serán como ángeles de Dios (Mt. 32, 30). Tertuliano llama a sus cuerpos “carne angelical”. Ahora bien, la virtud que más nos asemeja a los ángeles es la virtud angélica, la pureza. Lo que hace ángeles en la tierra, buen derecho tiene a hacerlos en el cielo. Y la pureza de María fue tanta que exigió que la resurrección de su cuerpo no esperase el fin de los siglos.

D) La humildad, corona a María

La humildad parece que rebaja y en realidad ensalza. (2 Cor. 11, 10)

La humildad de María consistió en que, disfrutando de la más alta dignidad, renunció a ella, apareciendo como sierva; gozando de la más exquisita pureza, apareció en la purificación como pecadora, y poseyendo sobre todo a su Hijo, lo perdió en la cruz y aceptó se le trocara por San Juan.

En cambio, con esta humildad mereció que el día de la Asunción se la colocara en el solio más alto y digno, que los ángeles puros la recibieran como súbditos, y que su Hijo se le reintegrara para siempre.

(Verbum Vitae, t. X, B.A.C., Madrid, 1955, p. 332-336)


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San Agustín de Hipona


La Asunción.


A) La Solemnidad

“Es el día de hoy, amadísimos hermanos, de suma veneración. Día cuya solemnidad aventaja a las solemnidades de todos los santos. Día, digo, célebre, esclarecido; día en el que salió de este mundo la Virgen María. Entonces la tierra entera con grande júbilo, entonó las alabanzas, por la hermosa partida de tan ilustre Virgen; porque sería indigno en extremo que pasase inadvertido el recuerdo de esta solemnidad, por la que merecimos recibir el acto de la vida. Si celebramos las victorias de los Santos Mártires, ¿hemos de pasar por alto la solemnidad de aquella que dio a luz al Príncipe de los Mártires? En este día celestial, la bienaventurada Virgen María dice a su Esposo: Cogiste mis manos con la tuya, me llevaste de buena voluntad y me recibiste con gloria. Hoy el esposo, Hijo y Señor, dice a María; Ya pasó el invierno, nevó e hizo frío; levántate, amiga mía, esposa mía, paloma mía, y ven. (Cant. 2, 10-11”)

B) Loa a Nuestra Señora.

Digamos algo en alabanza de la Sacratísima Virgen. Pero ¿qué somos nosotros, qué acciones las nuestras, para que la alabemos, cuando, aunque todas las partes de nuestro cuerpo se convirtiesen en lenguas, no seríamos suficientes para ensalzarla? Es más alta que el cielo aquella de quien hablamos, y más bajos que el abismo los que intentamos alabarla. Ella llevó encerrado en su seno a al Dios que no puede comprender criatura alguna.

Ésta es la única que mereció ser llamada a la vez Madre y Esposa; la que reparó los daños de la primera madre; la que ofreció la redención al hombre perdido. La madre primera trajo al mundo la pena del género humano; la Madre de Nuestro Señor trajo al mundo la salvación. Eva pecadora; María llena de mérito. Eva entró matando. María se presentó dando vida. María dio a luz al Salvador de todas las cosas, de un modo admirable y digno de nuestro culto. ¿Quién es pues, esta Virgen tan Santa a la que se dignara venir el Espíritu Santo? ¿Quién es ésta tan grande para que Dios la tome por Esposa? ¿Quién es esta tan casta que puede permanecer virgen después del parto? Es el templo de Dios, la fuente sellada, la puerta cerrada en la casa del Señor. A su alma bajó el Espíritu Santo y el Altísimo la llenó de su virtud. Ella es la Inmaculada en su concepción, fecunda en el parto, Virgen que sustenta y provee de manjar a los ángeles y a los hombres. La que, bienaventurada, preparó al mundo tan extraordinaria victoria, con razón sale de nosotros coronada de laureles.

¡Oh dichosa María dignísima de toda alabanza! ¡Oh Madre gloriosa! ¡Oh Madre en cuyas entrañas se aloja el Creador de cielo y tierra! ¡Oh felices ósculos los de esta Madre, cuando le dirigía Jesús las primeras caricias infantiles, como verdadero Hijo suyo, mientras imperaba como verdadero Dios unigénito del Padre! Pues en tu concepción, ¡Oh María!, diste a luz, en el tiempo, un niño que era Creador desde la eternidad. ¡Oh feliz nacimiento, alegría de los ángeles, deseado por los santos! Recibió injurias, fue cruelmente azotado, bebió hiel y fue sujeto a un patíbulo para demostrar padeciendo que era verdadero hombre y, por lo tanto, que eras tú su verdadera Madre. Pobre de ingenio, ¿Qué puedo yo decir, cuando todo lo que dijese de ti sería alabanza menguada, siendo tal alta tu dignidad? ¿Te llamaré cielo? Eres tú más elevada que el cielo. ¿Te llamaré madre de las gentes? Es poco,. ¿Figura de Dios?... Lo eres muy digna. ¿Señora de los ángeles?... ¡oh, lo demuestras suficientemente en todas las cosas! ¿Qué diré, pues, digno de ti, qué referiré, siendo la lengua humana incapaz de narrar tus virtudes? No, la lengua no puede expresar lo que el ánimo profiere fervorosamente en el interior. Imploremos, con todo el afecto del corazón, la intercesión de la bienaventurada Virgen, e invoquemos con todo empeño su patrocinio, para que mientras nosotros, suplicantes, imploramos su protección en la tierra, Ella se digne interceder por nosotros en el cielo. Pues no hay duda de que la que mereció ofrecer tan alto precio para salvarnos, podrá mejor dar un sufragio a todos los santos libertados”.

(Cf. De Assump. B.V. M. : PL 40, 1145. )

Tomado de Verbum Vitae, La Palabra de Cristo, T. X, Madrid. 1959. Ed. BAC, 320-322

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Juan Pablo II

La Asunción de María, verdad de fe

Catequesis de S.S. Juan Pablo II en la audiencia general de los miércoles 2 de julio de 1997

1. En la línea de la bula Munificentissimus Deus, de mi venerado predecesor Pío XII, el concilio Vaticano II afirma que la Virgen Inmaculada «terminada el curso de su vida en la tierra fue llevada en cuerpo y alma a la gloria del cielo» (Lumen gentium, 59).

Los padres conciliares quisieron reafirmar que María, a diferencia de los demás cristianos que mueren en gracia de Dios, fue elevada a la gloria del Paraíso también con su cuerpo. Se trata de una creencia milenaria, expresada también en una larga tradición iconográfica, que representa a María cuando «entra» con su cuerpo en el cielo.

El dogma de la Asunción afirma que el cuerpo de María fue glorificado después de su muerte. En efecto, mientras para los demás hombres la resurrección de los cuerpos tendrá lugar al fin del mundo, para María la glorificación de su cuerpo se anticipó por singular privilegio.

2. El 1 de noviembre de 1950, al definir el dogma de la Asunción, Pío XII no quiso usar el término «resurrección» y tomar posición con respecto a la cuestión de la muerte de la Virgen como verdad de fe. La bula Munificentissimus Deus se limita a afirmar la elevación del cuerpo de María a la gloria celeste, declarando esa verdad «dogma divinamente revelado».

¿Cómo no notar aquí que la Asunción de la Virgen forma parte, desde siempre, de la fe del pueblo cristiano, el cual, afirmando el ingreso de María en la gloria celeste, ha querido proclamar la glorificación de su cuerpo?

El primer testimonio de la fe en la Asunción de la Virgen aparece en los relatos apócrifos, titulados «Transitus Mariae», cuyo núcleo originario se remonta a los siglos II-III. Se trata de representaciones populares, a veces noveladas, pero que en este caso reflejan una intuición de fe del pueblo de Dios.

A continuación se fue desarrollando una larga reflexión con respecto al destino de María en el más allá. Esto, poco a poco, llevó a los creyentes a la fe en la elevación gloriosa de la Madre de Jesús en alma y cuerpo, y a la institución en Oriente de las fiestas litúrgicas de la Dormición y de la Asunción de María.

La fe en el destino glorioso del alma y del cuerpo de la Madre del Señor, después de su muerte, desde Oriente se difundió a Occidente con gran rapidez y a partir del siglo XIV, se generalizó. En nuestro siglo, en vísperas de la definición del dogma, constituía una verdad casi universalmente aceptada y profesada por la comunidad cristiana en todo el mundo.

3. Así, en mayo de 1946, con la encíclica Deiparae Virginis Mariae, Pío XII promovió una amplia consulta, interpelando a los obispos y, a través de ellos a los sacerdotes y al pueblo de Dios, sobre la posibilidad y la oportunidad de definir la asunción corporal de María como dogma de fe. El recuento fue ampliamente positivo: sólo seis respuestas, entre 1.181, manifestaban alguna reserva sobre el carácter revelado de esa verdad.

Citando este dato, la bula Munificentissimus Deus afirma: «El consentimiento universal del Magisterio ordinario de la Iglesia proporciona un argumento cierto y sólido para probar que la asunción corporal de la santísima Virgen María al cielo (...) es una verdad revelada por Dios y por tanto, debe ser creída firme y fielmente por todos los hijos de la Iglesia» (AAS 42 [1950], 757).

La definición del dogma, de acuerdo con la fe universal del pueblo de Dios, excluye definitivamente toda duda y exige la adhesión expresa de todos los cristianos.

Después de haber subrayado la fe actual de la Iglesia en la Asunción, la bula recuerda la base escriturística de esa verdad.

El Nuevo Testamento, aun sin afirmar explícitamente la Asunción de María, ofrece su fundamento, porque pone muy bien de relieve la unión perfecta de la santísima Virgen con el destino de Jesús. Esta unión, que se manifiesta ya desde la prodigiosa concepción del Salvador, en la participación de la Madre en la misión de su Hijo y, sobre todo en su asociación al sacrificio redentor no puede por menos de exigir una continuación después de la muerte. María, perfectamente unida a la vida y a la obra salvífica de Jesús, compartió su destino celeste en alma y cuerpo.

4. La citada bula Munificentissimus Deus, refiriéndose a la participación de la mujer del Protoevangelio en la lucha contra la serpiente y reconociendo en María a la nueva Eva, presenta la Asunción como consecuencia de la unión de María a la obra redentora de Cristo. Al respecto afirma: «Por eso, de la misma manera que la gloriosa resurrección de Cristo fue parte esencial y último trofeo de esta victoria, así la lucha de la bienaventurada Virgen, común con su Hijo, había de concluir con la glorificación de su cuerpo virginal» (AAS 42 [1950], 768).

La Asunción es, por consiguiente, el punto de llegada de la lucha que comprometió el amor generoso de María en la redención de la humanidad y es fruto de su participación única en la victoria de la cruz.

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La Asunción de María

Audiencia General del Santo Padre. 9 de julio, 1997

La tradición de la Iglesia muestra que este misterio "forma parte del plan divino, y está enraizado en la singular participación de María en la misión de su Hijo".

"La misma tradición eclesial ve en la maternidad divina la razón fundamental de la Asunción. (...) Se puede afirmar, por tanto, que la maternidad divina, que hizo del cuerpo de María la residencia inmaculada del Señor, funda su destino glorioso".

Juan Pablo II destacó que "según algunos Padres de la Iglesia, otro argumento que fundamenta el privilegio de la Asunción se deduce de la participación de María en la obra de la Redención".

"El Concilio Vaticano II, recordando el misterio de la Asunción en la Constitución Dogmática sobre la Iglesia (Lumen Gentium), hace hincapié en el privilegio de la Inmaculada Concepción: precisamente porque ha sido 'preservada libre de toda mancha de pecado original', María no podía permanecer, como los otros hombres, en el estado de muerte hasta el fin del mundo. La ausencia de pecado original y la santidad, perfecta desde el primer momento de su existencia, exigían para la Madre de Dios la plena glorificación de su alma y de su cuerpo".

El Papa señaló que "en la Asunción de la Virgen podemos ver también la voluntad divina de promover a la mujer. De manera análoga con lo que había sucedido en el origen del género humano y de la historia de la salvación, en el proyecto de Dios el ideal escatológico debía revelarse no en un individuo, sino en una pareja. Por eso, en la gloria celeste, junto a Cristo resucitado hay una mujer resucitada, María: el nuevo Adán y la nueva Eva".

Para concluir, el Papa aseguró que "ante las profanaciones y el envilecimiento al que la sociedad moderna somete a menudo al cuerpo, especialmente al femenino, el misterio de la Asunción proclama el destino sobrenatural y la dignidad de todo cuerpo humano".

Adaptado de: Vatican Information Services VIS 970709 (350)


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Catecismo de la Iglesia Católica

... también en su Asunción...

966 "Finalmente, la Virgen Inmaculada, preservada libre de toda mancha de pecado original, terminado el curso de su vida en la tierra, fue llevada a la gloria del cielo y elevada al trono por el Señor como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los Señores y vencedor del pecado y de la muerte" (LG 59; cf. la proclamación del dogma de la Asunción de la Bienaventurada Virgen María por el Papa Pío XII en 1950: DS 3903). La Asunción de la Santísima Virgen constituye una participación singular en la Resurrección de su Hijo y una anticipación de la resurrección de los demás cristianos:

En tu parto has conservado la virginidad, en tu dormición no has abandonado el mundo, oh Madre de Dios: tú te has reunido con la fuente de la Vida, tú que concebiste al Dios vivo y que, con tus oraciones, librarás nuestras almas de la muerte (Liturgia bizantina, Tropario de la fiesta de la Dormición [15 de agosto]).


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EJEMPLOS PREDICABLES

El tránsito

Según estos mismos apócrifos, todos los Apóstoles fueron avisados por el Espíritu Santo, y sobre una nube luminosa fueron trasladados a Jerusalén, donde rodearon el lecho de la Virgen. El escrito pone en labios de San Juan esta descripción refiriéndose a María: “Sus lágrimas corrieron y las enjugué con mi vestido, y yo lloraba y las tres vírgenes lloraban también muy afligidas. Y le dije: ¿Por qué temes salir de este mundo, Tú que has engendrado al Cristo? ¿Qué harán, pues, los que están en tu torno y que ignoran cuál será su suerte al dejar este mundo? Porque recibirás de tu Hijo corona brillante y las pondrás en las cabezas de los hombres justos, y un castigo eterno caerá sobre los que lo hayan merecido. No te entregues, pues, a la tristeza y al dolor, ¡oh bienaventurada María!, porque el Espíritu Santo me ha dicho en Efeso que los demás compañeros míos se reunirán a tu lado para solicitar tu bendición, como ha dicho David”.

Y, efectivamente, llegaron los Apóstoles sobre las nubes, y se acercaron a María y la saludaron, y Ella se regocijó. Y Juan los saludaba, y sobre sus coronas se alzaba la magnífica aureola de Cristo. María se incorporó en su lecho y los bendijo y alabó a Dios diciendo: “Confío en mi Señor, en que vendrá del cielo para que Yo lo vea como os veo a vosotros.”

La Asunción

El viernes por la mañana, por disposición del Espíritu Santo, llevaron a María a una caverna que había en el camino de Getsemaní, y allí quedaron en oración en torno a su lecho. No son para contar aquí los innumerables prodigios y curaciones de que estos escritos rodean tales episodios. Por allí desfilaron todos los Patriarcas del Antiguo Testamento, empezando por Adán y Eva. Por último, apareció Jesucristo rodeado de majestad. Las artes plásticas los representan junto al lecho mortuorio de su Madre teniendo en sus brazos una niña. Es el alma de la Virgen.

El rostro de María- escribe el apócrifo- resplandeció con una claridad maravillosa, y extendiendo las manos los bendijo a todos. Y el Señor tendió su santa mano y tomó su alma pura, que fue llevada a los tesoros del Padre. Y se produjo una luz y una aroma suave que en el mundo no se conocen, y he aquí que una voz vino del cielo diciendo: “Yo te saludo, dichosa María, bendita y honrada eres entre todas las mujeres”. Y Juan, discípulo, extendió la mano de la Virgen, y Pedro cerró sus ojos, y Pablo extendió sus pies, y Nuestro Señor subió a su reino eterno escoltado por los ángeles y en medio de alabanzas.”

El ceñidor de Tomás

Los Apóstoles cubrieron la entrada de la caverna con una gran piedra, y quedaron en oración durante tres días, en que estuvieron oyendo siempre el Cantar de los Cantares. Una gran luz los envolvió de manera que no podían ver nada, y entre tanto, la Virgen sin mancha fue llevada en triunfo al Paraíso.

Allí estaban los Apóstoles en oración cuando llegó sobre una nube el apóstol Tomás. Cuando venía, había visto el cortejo de los ángeles que llevaban en hombros el cuerpo de la gloriosa Virgen María, y los mandó parar para obtener su bendición.

Al verle acercarse, Pedro le reconvino por no haber llegado a tiempo. Pero Tomás se justificó diciendo que, cuando recibió el aviso, estaba bautizando aun sobrino del rey de la India. Ahora deseaba ver el cuerpo de la Virgen. Le dijeron que estaba encerrado en la caverna, pero él no quería creer mientras no lo viese. En vano le recordaron su incredulidad del día de la Resurrección del Señor. Tomás insistía, hasta que irritado Pedro, retiró Pedro al piedra de la boca de la caverna ayudado por sus compañeros, y comprobó con sorpresa que la caverna estaba vacía.

Tomás les dijo: “No os aflijáis, hermanos, porque al venir yo de la India vi en una nube el santo cuerpo acompañado de multitud de ángeles con gran gloria, y pedí que mee bendijese, y me dio este ceñidor.”

La entrada en el cielo

La entrada de María en el cielo es uno de los temas que más se prestan al ejercicio de la imaginación. El recibimiento que le dispensan los bienaventurados, su paso junto a los tesoros donde se guarda la nieve, el granizo, el rocío y el trueno, y otras cosas semejantes, el homenaje prestado por todos los ángeles y santos son otros tantos asuntos de innegable colorido. Fue pasando a través de doce puertas, y al pasar la duodécima encontró a la Santísima Trinidad.

Una vez allí, María no olvida que es la Madre de lo pecadores, y se dedica a pedir por ellos. Con esto comienza una serie de milagros debidos a la intercesión de María”.

(Verbum Vitae, t. X, B.A.C., Madrid, 1955, p. 345-346)


43.

Reflexión:

La mirada de nuestro Dios

En este gran día de la Solemnidad de la Asunción de Santa María en cuerpo y alma a los Cielos, es preciso hacer justicia –lo intentamos al menos, aunque sabemos de sobra que será imposible con Dios– por todos los beneficios que hemos recibido en nuestra condición de hombres. El Señor del mundo pensó en cada uno de nosotros de modo singular. Creándonos a su imagen y semejanza, fuimos constituidos muy por encima de todo lo demás que existe en este mundo. Sin embargo, aún le pareció poco a Dios. Su corazón, infinitamente amoroso, quiso amarnos sin medida, sin matices que pudieran hacer su cariño menos intenso, como sucede cuando se estima algo pero no es razonable, sin embargo, poner en aquello todo el corazón. Nos quiere Dios como hijos: somos hijos de Dios, y un buen padre a nada ni nadie quiere tanto como a sus hijos. Pues a los hombres nos quiere además un Padre que es Dios, infinitamente perfecto en su amor.

La Asunción de nuestra Madre al Cielo glorifica su vida de servicio rendido como Esclava del Señor. Viene a ser como la guinda que culmina una vida entera entregada a Dios, sin ningún obstáculo en ningún momento a lo que esperaba de Ella y, por eso mismo, una vida inmensamente feliz: no es posible separar la verdadera felicidad y la verdadera alegría del cumplimiento de la voluntad de Dios. Que poderoso es nuestro Padre para llenarnos te contento, por mucho sacrificio que soportemos, si es por agradarle.

Nos imaginamos a la Virgen, mientras es asunta al Cielo –no sabemos cómo–, al Reino de los ángeles y de los santos, absolutamente dichosa: rebosante de un amor agradecido a la Santísima Trinidad que la escogió para ser Madre de Jesucristo, del Verbo encarnado. ¡Cómo se goza el Apóstol recordando a sus gálatas esta incuestionable verdad de fe!: al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, les asegura. Así, pues, la Madre del Hijo de Dios es María, porque el Hijo, la Segunda Persona de la Trinidad, es la única persona de Jesús: el Hijo de María. Verdad que, por otra parte, ya Isabel había proclamado nada más contemplar a María tras el anunio del ángel: Bendita tú entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre. ¿De dónde a mí tanto bien, que venga la Madre de mi Señor a visitarme? Pues, sólo si María es la Madre de Dios –la Madre del Señor, dice Isabel– tenía sentido tan incomparable alabanza.

Su figura elevándose triunfal y sencilla a la vez; Señora y al mismo tiempo Esclava; Hija pequeña y Madre poderosa a un tiempo; gozando ya de la Visión Beatífica mientras anhela lo mismo para sus hijos los hombres; viene a ser el último verso de un gozoso poema que quiso Dios escribir con María para toda la humanidad. Ella, en cada estrofa, en cada palabra incluso, repetía: hágase en mí según tu palabra. No quería saber otra respuesta para Dios que aquella que dio al arcángel Gabriel, el día en que se supo escogida para el proyecto más ambicioso y difícil de la historia. Un proyecto que sería realidad por el poder de Dios y su humilde cooperación.

María en modo alguno era una niña ingenua, que se vio involucrada en un proyecto ininteligible para Ella. Manifiesta, por el contrario, desde los primeros momentos de su camino en este mundo –fiel ya al querer querer de Dios– una inteligencia excepcionalmente clara de su destino y de la presencia del Creador en su vida. Se sabe responsable de una gran misión, la más grande que puede ser pensada para un ser humano –aparte de la de su propio Hijo–, y está llena de optimismo apoyada en Dios. Vocación, Entrega y Optimismo: he aquí tres realidades sobre las que se vertebra la vida entera de María. Cada instante de su existencia terrena fue la respuesta generosa y alegre de su vida entregada a Dios que la llamaba. A cada paso se goza de sentirse elegida por el Creador –ha puesto los ojos en la humildad de su esclava– y no se plantea, por tanto, la posibilidad de perder tan gran privilegio con una entrega menor que la que Dios espera.

María, bien consiente de los dones recibidos y de la misión encomendada, haciendo honor a la verdad y justicia a Dios, de quien es criatura y de quien procede cuanto ha recibido: lo que la hace ser la bienaventurada entre todas las generaciones, exsulta gozosa. No es, ciertamente, una expansión personal de entusiasmo la suya, una especie de autosatisfacción, sin más, como nos sucede con frecuencia a los demás humanos al considerar méritos, triunfos, públicos reconocimientos... Proclama mi alma las grandezas del Señor, y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador. Así se expresa nuestra Madre. Cada expresión de su Magníficat subraya el amor divino generoso con su criatura humana.

Pero María, siendo extraordinaria por ser la llena de Gracia, en previsión a su maternidad divina, no es, sin embargo, la única persona a la que Dios ama. Todo hombre es amado por Dios de modo singular, muy por encima del resto de la creación que contemplamos, y los bautizados somos verdaderos hijos suyos: recibimos su amor de Padre. ¿Con qué hondura y detenimiento consideramos esta decisiva verdad de nuestra fe, que nos transporta fuera de este mundo, en cierta medida, para vivir ya, como María, saboreando que ha hecho en mí –en cada uno– cosas grandes el Todopoderoso, cuyo nombre es Santo?

Como quien no quiere la cosa, sin que se note especialmente, porque es algo ordinario como nuestra vida de cristianos, también el Señor del mundo se ha fijado en mí y en cada uno. Le pedimos a Santa María que podamos también decir que nos sentimos muy contentos y alabamos a Dios por eso: porque ha puesto sus ojos en nuestra humildad.

La Palabra de Dios y la Eucaristía de este Domingo.

María, asumpta a los cielos en cuerpo y alma, es un signo de la Victoria de Cristo, de la que disfrutaremos quienes le vivamos fieles. Hoy, reunidos en esta celebración Eucarística, el Señor nos hace entrar en comunión con esa Victoria sobre el pecado y la muerte. Así la Iglesia es convertida en un signo de la Resurrección del Señor y eleva su mirada hacia la posesión definitiva de los bienes eternos, sin olvidar su compromiso temporal, no sólo en cuanto a construir la ciudad terrena, sino también en cuanto a iniciar ya desde ahora entre nosotros el Reino de Dios en el mundo y su historia. El camino del amor fiel, que nos identifica con Cristo, cuyo alimento era hacer la voluntad del Padre, nos hace pronunciar, junto con María, nuestro sí amoroso para que la Palabra de Dios vaya tomando cuerpo en nosotros. Así, no nosotros, sino la gracia de Dios con nosotros hará que la salvación llegue hasta el último rincón de la tierra y todos puedan saltar de gozo por encontrarse con aquellos que, siendo un signo creíble de Cristo, les manifiesten un amor verdadero y sincero, y levanten sus esperanzas para continuar luchando por la vida, dejando atrás los signos de maldad y de muerte. Este es el compromiso que adquirimos cuando entramos en comunión de vida con el Señor.

La Palabra de Dios, la Eucaristía de este Domingo y la vida del creyente.

El Señor quiere que su Iglesia sea dichosa eternamente por haber creído en Dios y por haberse dejado adueñar por su Espíritu para que no seamos estériles, sino una Iglesia fecunda que constantemente da a luz a los hijos de Dios para que nuestro mundo siendo más justo, más recto, más santo, más fraterno; para que sea un signo del amor vivificante de Dios entre nosotros. Por eso, desde la lealtad a nuestra apertura al Espíritu de Dios, y desde nuestra entrada en comunión de Vida con Cristo, hemos de examinar hasta dónde somos motivo de alegría para los demás, no sólo porque les tratemos bien, sino porque luchemos para que recobren la paz y se esfuercen en lograr todo aquello bueno que esperan. Caminar con nuestro prójimo, hacernos cercanos a los pobres, desvalidos y pecadores para ayudarles a volver a contemplar la luz; fortalecerles sus rodillas vacilantes y sus manos cansadas, es una forma concreta de hacer que vuelva la paz a ellos, que recuperen la alegría y el gusto por seguir viviendo y trabajando por el bien unos de otros. Ascender a los cielos no es un acontecimiento de un sólo instante; es un trabajo constante donde no subimos solos, sino con todos aquellos hasta los que nos abajamos, como lo hizo Cristo, para que juntos entremos a las moradas eterna, no con las manos vacías sino llenas del fruto de la gracia que el Señor entrega, por medio de su Iglesia, a la humanidad entera.

Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de llegar a ser conforme a la imagen del Hijo de Dios por obra del Espíritu Santo, de tal manera que podamos continuar la obra de salvación en el mundo, siendo motivo de paz y de alegría para todos conforme al designio salvador de Dios, hasta que, juntos, lleguemos a la posesión de los bienes definitivos. Amén.

Homiliacatolica.com


44. Homilía del Papa en la eucaristía del día de la Asunción María

LOURDES, domingo, 15 agosto 2004 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía que preparó Juan Pablo II para la celebración eucarística de la solemnidad de la Asunción de María en la «Pradera» de Lourdes. El pontífice no leyó algunos de sus pasajes.


1. «Que soy era Inmaculada Councepciou». Las palabras que dirigió María a Bernadette el 25 de marzo de 1858 resuenan con una intensidad particular en este año en el que la Iglesia celebra el 150 aniversario de la definición solemne del dogma proclamado por el beato Pío IX en la Constitución apostólica «Ineffabilis Deus».

He deseado intensamente realizar esta peregrinación a Lourdes para recordar un acontecimiento que sigue dando gloria a la Trinidad una e indivisa. La concepción inmaculada de María es el signo del amor gratuito del Padre, la expresión perfecta de la redención cumplida por el Hijo, el punto de partida de una vida totalmente disponible a la acción del Espíritu.

2. Bajo la mirada materna de la Virgen, os saludo a todos cordialmente, queridos hermanos y hermanas venidos a la gruta de Massabielle para cantar las alabanzas de la mujer a quien todas las generaciones proclaman bienaventurada (Cf. Lucas 1, 48).

Saludo en particular a los peregrinos franceses y a sus obispos, en particular a monseñor Jacques Perrier, obispo de Tarbes y Lourdes, a quien agradezco sus amables palabras que me ha dirigido al inicio de esta celebración.

Saludo al señor ministro del Interior, que representa aquí al gobierno francés, así como a las demás personas que forman parte de las autoridades civiles y militares presentes.

Mi pensamiento afectuoso llega así a todos los peregrinos venidos hasta aquí de diferentes partes de Europa y del mundo, y a todos aquellos que se han unido espiritualmente a nosotros a través de la radio y la televisión. Os saludo con particular afecto, queridos enfermos, que habéis venido a este lugar bendito para buscar consuelo y esperanza. ¡Que la Virgen santa nos permita percibir su presencia y que reconforte nuestros corazones!

3. «En aquellos días, se levantó María y se fue con prontitud a la región montañosa...» (Lucas 1, 39). Las palabras de la narración evangélica nos permiten percibir con los ojos del corazón a la joven muchacha de Nazaret en camino hacia la «ciudad de Judá» en la que vivía su prima para ofrecerle sus servicios. Lo que nos impresiona ante todo de María es su atención llena de ternura hacia su pariente mayor. Es un amor concreto que no se queda en palabras de comprensión, sino que se compromete personalmente en una auténtica asistencia. La Virgen no le da simplemente a su prima algo que le pertenece; se da ella misma, sin pedir nada a cambio. Ha comprendido perfectamente que, más que un privilegio, el don recibido de Dios es un deber, que compromete al servicio de los demás con la gratuidad que es propia del amor.

4. «Engrandece mi alma al Señor...» (Lucas 1, 46). Durante su encuentro con Isabel, los sentimientos de María se reflejan con fuerza en el cántico del «Magnificat». Sus labios expresan la expectativa llena de esperanza de «los pobres del Señor» así como la conciencia del cumplimiento de las promesas, pues Dios «se acordó de su misericordia» (Cf. Lucas 1, 54).

De esta conciencia surge precisamente la alegría de la Virgen María, que se refleja en todo el cántico: alegría de saber que Dios «ha puesto los ojos» en su «humildad» (Cf. Lucas 1, 48); alegría a causa del «servicio» que puede realizar, gracias a las «maravillas» a las que le ha llamado el Todopoderoso (Cf. Lucas 1, 49); alegría por experimentar con antelación las bienaventuranzas escatológicas, reservadas a los «humildes» y a los «hambrientos» (Cf. Lucas 1, 52-53).

Tras el «Magnificat» viene el silencio; no se dice nada de los tres meses de presencia de María junto a su prima Isabel. O quizá se nos dice lo más importante: el bien no hace ruido, la fuerza del amor se expresa en la tranquila discreción del servicio cotidiano.

5. Con sus palabras y con su silencio, la Virgen María se nos presenta como un modelo en nuestro camino. Es un camino que no es fácil: por la falta de sus primeros padres, la humanidad lleva en sí la herida del pecado, cuyas consecuencias siguen experimentando los redimidos. ¡Pero el mal y la muerte no tendrán la última palabra! María lo confirma con toda su existencia, en cuanto testigo viviente de la victoria de Cristo, nuestra Pascua.

Los fieles lo han comprendido. Por este motivo vienen en masa ante la gruta para escuchar las advertencias maternas de la Virgen, reconociendo en ella a «la mujer vestida de sol» (Apocalipsis 12, 1), la Reina que resplandece ante el trono de Dios (Cf. Salmo responsorial) e intercede a su favor.

6. Hoy la Iglesia celebra la gloriosa Asunción al Cielo de María en cuerpo y alma. Los dos dogmas de la Inmaculada Concepción y de la Asunción están íntimamente ligados. Ambos proclaman la gloria de Cristo redentor y la santidad de María, cuyo destino humano ha sido perfecta y definitivamente realizado en Dios.

«Cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros», nos ha dicho Jesús (Juan 14, 3). María es la prenda del cumplimiento de la promesa de Cristo. Su Asunción se convierte para nosotros en «un signo de esperanza segura y de consuelo («Lumen gentium», n. 68).

7. ¡Queridos hermanos y hermanas! De la Gruta de Massabielle, la Virgen Inmaculada nos habla también a nosotros, cristianos del tercer milenio. ¡Escuchémosla!

Escuchadla, ante todo, vosotros, jóvenes, que buscáis una respuesta capaz de dar sentido a vuestra vida. Podéis encontrarla aquí. Es una respuesta exigente, pero es la única respuesta válida. En ella se encuentra el secreto de la auténtica alegría y de la paz.

Desde esta gruta os lanzo un llamamiento especial a vosotras, las mujeres. Al aparecerse en la gruta, María confió un mensaje a una muchacha, subrayando la misión particular que corresponde a la mujer, en nuestra época que siente la tentación del materialismo y la secularización: ser testigo en la sociedad actual de los valores esenciales que sólo se pueden percibir con los ojos del corazón. ¡A vosotras, mujeres, os corresponde ser centinelas del Invisible! A todos vosotros, hermanas y hermanos, os lanzo un apremiante llamamiento para que hagáis todo lo que podáis para que la vida, toda vida, sea respetada desde la concepción hasta su término natural. La vida es un don sagrado del que nadie puede apropiarse.

Por último, la Virgen de Lourdes tiene un mensaje para todos, es éste: ¡sed mujeres y hombres libres! Pero recordad: la libertad humana es una libertad marcada por el pecado. También tiene necesidad de ser liberada. Cristo es el liberador, él que «nos ha liberado para que seamos verdaderamente libres» (Gálatas 5, 1). ¡Defended vuestra libertad!

Queridos amigos, en este objetivo sabemos que podemos contar con la que nunca cedió al pecado, la única criatura perfectamente libre. Os confío a ella. ¡Caminad con María por los caminos de de la plena realización de vuestra humanidad!

[Traducción del original francés realizada por Zenit]


45. Lunes 15 de Agosto de 2005

Temas de las lecturas: Una mujer envuelta por el sol, con la luna bajo sus pies * Resucitó primero Cristo, como primicia; después los que son de Cristo * Ha hecho en mí grandes cosas el que todo lo puede. Exaltó a los humildes.

1. La Asunción de María en la Tradición de la Iglesia
Predicaba Juan Pablo II el 9 de julio de 1997:

1. La perenne y concorde tradición de la Iglesia muestra cómo la Asunción de María forma parte del designio divino y se fundamenta en la singular participación de María en la misión de su Hijo. Ya durante el primer milenio los autores sagrados se expresaban en este sentido.

Algunos testimonios, en verdad apenas esbozados, se encuentran en san Ambrosio, san Epifanio y Timoteo de Jerusalén. San Germán de Constantinopla (+ 733) pone en labios de Jesús, que se prepara para llevar a su Madre al cielo, estas palabras: "Es necesario que donde yo esté, estés también tú, madre inseparable de tu Hijo..." (Hom. 3 in Dormitionem: PG 98, 360).

Además, la misma tradición eclesial ve en la maternidad divina la razón fundamental de la Asunción.

Encontramos un indicio interesante de esta convicción en un relato apócrifo del siglo V, atribuido al pseudo Melitón. El autor imagina que Cristo pregunta a Pedro y a los Apóstoles qué destino merece María, y ellos le dan esta respuesta: "Señor, elegiste a tu esclava, para que se convierta en tu morada inmaculada (...). Por tanto, dado que, después de haber vencido a la muerte, reinas en la gloria, a tus siervos nos ha parecido justo que resucites el cuerpo de tu madre y la lleves contigo, dichosa, al cielo" (De transitu V. Mariae, 16: PG 5, 1.238). Por consiguiente, se puede afirmar que la maternidad divina, que hizo del cuerpo de María la morada inmaculada del Señor, funda su destino glorioso.

2. San Germán, en un texto lleno de poesía, sostiene que el afecto de Jesús a su Madre exige que María se vuelva a unir con su Hijo divino en el cielo: "Como un niño busca y desea la presencia de su madre, y como una madre quiere vivir en compañía de su hijo, así también era conveniente que tú, de cuyo amor materno a tu Hijo y Dios no cabe duda alguna, volvieras a él. ¿Y no era conveniente que, de cualquier modo, este Dios que sentía por ti un amor verdaderamente filial, te tomara consigo?" (Hom. 1 in Dormitionem: PG 98, 347). En otro texto, el venerable autor integró el aspecto privado de la relación entre Cristo y María con la dimensión salvífica de la maternidad, sosteniendo que: "Era necesario que la madre de la Vida compartiera la morada de la Vida" (ib.: PG 98, 348).

3. Según algunos Padres de la Iglesia, otro argumento en que se funda el privilegio de la Asunción se deduce de la participación de María en la obra de la redención. San Juan Damasceno subraya la relación entre la participación en la Pasión y el destino glorioso: "Era necesario que aquella que había visto a su Hijo en la cruz y recibido en pleno corazón la espada del dolor (...) contemplara a ese Hijo suyo sentado a la diestra del Padre" (Hom. 2: PG 96, 741). A la luz del misterio pascual, de modo particularmente claro se ve la oportunidad de que, junto con el Hijo, también la Madre fuera glorificada después de la muerte.

El concilio Vaticano II, recordando en la constitución dogmática sobre la Iglesia el misterio de la Asunción, atrae la atención hacia el privilegio de la Inmaculada Concepción: precisamente porque fue "preservada libre de toda mancha de pecado original" (Lumen gentium, 59), María no podía permanecer como los demás hombres en el estado de muerte hasta el fin del mundo. La ausencia del pecado original y la santidad, perfecta ya desde el primer instante de su existencia, exigían para la Madre de Dios la plena glorificación de su alma y de su cuerpo.

4. Contemplando el misterio de la Asunción de la Virgen, es posible comprender el plan de la Providencia divina con respecto a la humanidad: después de Cristo, Verbo encarnado, María es la primera criatura humana que realiza el ideal escatológico, anticipando la plenitud de la felicidad, prometida a los elegidos mediante la resurrección de los cuerpos.

En la Asunción de la Virgen podemos ver también la voluntad divina de promover a la mujer.

Como había sucedido en el origen del género humano y de la historia de la salvación, en el proyecto de Dios el ideal escatológico no debía revelarse en una persona, sino en una pareja. Por eso, en la gloria celestial, al lado de Cristo resucitado hay una mujer resucitada, María: el nuevo Adán y la nueva Eva, primicias de la resurrección general de los cuerpos de toda la humanidad.

Ciertamente, la condición escatológica de Cristo y la de María no se han de poner en el mismo nivel. María, nueva Eva, recibió de Cristo, nuevo Adán, la plenitud de gracia y de gloria celestial, habiendo sido resucitada mediante el Espíritu Santo por el poder soberano del Hijo.

5. Estas reflexiones, aunque sean breves, nos permiten poner de relieve que la Asunción de María manifiesta la nobleza y la dignidad del cuerpo humano.

Frente a la profanación y al envilecimiento a los que la sociedad moderna somete frecuentemente, en particular, el cuerpo femenino, el misterio de la Asunción proclama el destino sobrenatural y la dignidad de todo cuerpo humano, llamado por el Señor a transformarse en instrumento de santidad y a participar en su gloria.

María entró en la gloria, porque acogió al Hijo de Dios en su seno virginal y en su corazón. Contemplándola, el cristiano aprende a descubrir el valor de su cuerpo y a custodiarlo como templo de Dios, en espera de la resurrección.

La Asunción, privilegio concedido a la Madre de Dios, representa así un inmenso valor para la vida y el destino de la humanidad.

2. ¿Murió María?
Así se pregunta Juan Pablo II, y en predicación del 25 de junio de 1999 nos ofrece esta meditación:

1. Sobre la conclusión de la vida terrena de María, el Concilio cita las palabras de la bula de definición del dogma de la Asunción y afirma: "La Virgen inmaculada, preservada inmune de toda mancha de pecado original, terminado el curso de su vida en la tierra fue llevada en cuerpo y alma a la gloria del cielo" (Lumen gentium, 59). Con esta fórmula, la constitución dogmática Lumen gentium, siguiendo a mi venerado predecesor Pío XII, no se pronuncia sobre la cuestión de la muerte de María. Sin embargo, Pío XII no pretendió negar el hecho de la muerte; solamente no juzgó oportuno afirmar solemnemente, como verdad que todos los creyentes debían admitir, la muerte de la Madre de Dios.

En realidad, algunos teólogos han sostenido que la Virgen fue liberada de la muerte y pasó directamente de la vida terrena a la gloria celeste. Sin embargo esta opinión era desconocida hasta el siglo XVII, mientras que, en realidad existe una tradición común que ve en la muerte de María su introducción en la gloria celeste.

2. ¿Es posible que María de Nazaret haya experimentado en su carne el drama de la muerte? Reflexionando en el destino de María y en su relación con su Hijo divino, parece legítimo responder afirmativamente: dado que Cristo murió, sería difícil sostener lo contrario por lo que se refiere a su Madre.

En este sentido razonaron los Padres de la Iglesia, que no tuvieron dudas al respecto. Basta citar a Santiago de Sarug (+ 521), según el cual "el coro de los doce Apóstoles", cuando a María le llegó "el tiempo de caminar por la senda de todas las generaciones", es decir, la senda de la muerte, se reunió para enterrar "el cuerpo virginal de la Bienaventurada" (Discurso sobre el entierro de la santa Madre de Dios, 87-99 en C. Vona, Lateranum 19 [1953], 188). San Modesto de Jerusalén (+ 634), después de hablar largamente de la "santísima dormición de la gloriosísima Madre de Dios", concluye su "encomio", exaltando la intervención prodigiosa de Cristo que "la resucitó de la tumba" para tomarla consigo en la gloria (Enc. in dormitionem Deiparae semperque Virginis Mariae, nn. 7 y 14: PG 86 bis, 3.293 3.311). San Juan Damasceno (+ 704), por su parte, se pregunta: "¿Cómo es posible que aquella que en el parto superó todos los límites de la naturaleza, se pliegue ahora a sus leyes y su cue rpo inmaculado se someta a la muerte?". Y responde: "Ciertamente, era necesario que se despojara de la parte mortal para revestirse de inmortalidad, puesto que el Señor de la naturaleza tampoco evitó la experiencia de la muerte. En efecto, él muere según la carne y con su muerte destruye la muerte, transforma la corrupción en incorruptibilidad y la muerte en fuente de resurrección" (Panegírico sobre la dormición de la Madre de Dios, 10: SC 80, 107).

3. Es verdad que en la Revelación la muerte se presenta como castigo del pecado. Sin embargo, el hecho de que la Iglesia proclame a María liberada del pecado original por singular privilegio divino no lleva a concluir que recibió también la inmortalidad corporal. La Madre no es superior al Hijo, que aceptó la muerte, dándole nuevo significado y transformándola en instrumento de salvación.

María, implicada en la obra redentora y asociada a la ofrenda salvadora de Cristo, pudo compartir el sufrimiento y la muerte con vistas a la redención de la humanidad. También para ella vale lo que Severo de Antioquía afirma a propósito de Cristo: "Si no se ha producido antes la muerte, ¿cómo podría tener lugar la resurrección?" (Antijuliánica, Beirut 1931, 194 s.). Para participar en la resurrección de Cristo, María debía compartir, ante todo, la muerte.

4. El Nuevo Testamento no da ninguna información sobre las circunstancias de la muerte de María. Este silencio induce a suponer que se produjo normalmente, sin ningún hecho digno de mención. Si no hubiera sido así, ¿cómo habría podido pasar desapercibida esa noticia a sus contemporáneos, sin que llegara, de alguna manera, hasta nosotros?

Por lo que respecta a las causas de la muerte de María, no parecen fundadas las opiniones que quieren excluir las causas naturales. Más importante es investigar la actitud espiritual de la Virgen en el momento de dejar este mundo. A este propósito, san Francisco de Sales considera que la muerte de María se produjo como efecto de un ímpetu de amor. Habla de una muerte "en el amor, a causa del amor y por amor" y por eso llega a afirmar que la Madre de Dios murió de amor por su hijo Jesús (Traité de l'Amour de Dieu, Lib. 7, cc. XIII-XIV).

Cualquiera que haya sido el hecho orgánico y biológico que, desde el punto de vista físico, le haya producido la muerte, puede decirse que el tránsito de esta vida a la otra fue para María una maduración de la gracia en la gloria, de modo que nunca mejor que en ese caso la muerte pudo concebirse como una "dormición".

5. Algunos Padres de la Iglesia describen a Jesús mismo que va a recibir a su Madre en el momento de la muerte, para introducirla en la gloria celeste. Así, presentan la muerte de María como un acontecimiento de amor que la llevó a reunirse con su Hijo divino, para compartir con él la vida inmortal. Al final de su existencia terrena habrá experimentado, como san Pablo y más que él, el deseo de liberarse del cuerpo para estar con Cristo para siempre (cf. Flp 1, 23).

La experiencia de la muerte enriqueció a la Virgen: habiendo pasado por el destino común a todos los hombres, es capaz de ejercer con más eficacia su maternidad espiritual con respecto a quienes llegan a la hora suprema de la vida.


46.

María pasa su cielo haciendo el bien en la tierra, recuerda el predicador del Papa
Comentario del padre Cantalamessa a la liturgia de la solemnidad de la Asunción

ROMA, martes, 14 agosto 2007 (ZENIT.org).- Publicamos el comentario del padre Raniero Cantalamessa, ofmcap. -predicador de la Casa Pontificia- a la liturgia de la solemnidad de la Asunción de la Virgen María, el 15 de agosto.

* * *

15 de agosto: Asunción de María Virgen al cielo
Apocalipsis 11, 19.12,1-6.10; I Corintios 15, 20-26; Lucas 1, 39-56


Se alegra mi espíritu en Dios

El 15 de agosto la Iglesia celebra la glorificación en cuerpo y alma al cielo de la Virgen. Según la doctrina de la Iglesia católica, que se basa en una tradición acogida también por la Iglesia ortodoxa (si bien por ésta no definida dogmáticamente), María entró en la gloria no sólo con su espíritu, sino íntegramente con toda su persona, como primicia –detrás de Cristo- de la resurrección futura.

La «Lumen gentium» del Concilio Vaticano II dice: «La Madre de Jesús, de la misma manera que ya glorificada en los cielos en cuerpo y alma es la imagen y principio de la Iglesia que ha de ser consumada en el futuro, así en esta tierra, hasta que llegue el día del Señor, antecede con su luz al Pueblo de Dios peregrinante como signo de esperanza y de consuelo».

El pasaje del Evangelio elegido para esta fiesta es el episodio de la Visitación de María a Santa Isabel, que se cierra con el sublime canto del Magnificat. El Magnificat puede definirse como un nuevo modo de contemplar a Dios y un nuevo modo de contemplar el mundo y la historia. Dios es visto como Señor, omnipotente, santo, y al mismo tiempo como «mi Salvador»; como excelso, trascendente, y al mismo tiempo como lleno de premura y de amor por sus criaturas. Del mundo se pone en evidencia la triste división en poderosos y humildes, ricos y pobres, saciados y hambrientos, pero se anuncia también el derrocamiento que Dios ha decidido obrar en Cristo entre estas categorías: «Ha derribado a los poderosos...». El cántico de María es una especie de preludio al Evangelio. Como en el preludio de ciertas obras líricas, en él se apuntan los motivos y las arias importantes cuyo destino es su desarrollo, después, en el curso de la ópera. Las bienaventuranzas evangélicas se contienen ahí como en un germen y en un primer esbozo: «Bienaventurados los pobres, bienaventurados los que tienen hambre...».

En el Magnificat María nos habla también de sí, de su glorificación ante todas las generaciones futuras: «Ha puesto sus ojos en la humildad de su sierva. Por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada. Porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí». De esta glorificación de María nosotros mismos somos testigos «oculares». ¿Qué criatura humana ha sido más amada e invocada, en la alegría, en el dolor y en el llanto, qué nombre ha aflorado con más frecuencia que el suyo en labios de los hombres? ¿Y esto no es gloria? ¿A qué criatura, después de Cristo, han elevado los hombres más oraciones, más himnos, más catedrales? ¿Qué rostro, más que el suyo, han buscado reproducir en el arte? «Todas las generaciones me llamarán bienaventurada», dijo de sí María en el Magnificat (o mejor, había dicho de ella el Espíritu Santo); y ahí están veinte siglos para demostrar que no se ha equivocado.

¿Qué parte tenemos nosotros en el corazón y en los pensamientos de María? ¿Tal vez nos ha olvidado en su gloria? Como Ester, introducida en el palacio del rey, ella no se ha olvidado de su pueblo amenazado, sino que intercede por él. «Siento que mi misión está a punto de empezar: mi misión de hacer amar al Señor como yo le amo, y dar a las almas mi caminito. Si Dios misericordioso escucha mis deseos, mi paraíso transcurrirá en la tierra hasta el fin del mundo. Sí; quiero pasar mi cielo haciendo el bien en la tierra». Con estas palabras Teresa del Niño Jesús descubrió e hizo suya, sin saberlo, la vocación de María. Ella pasa su cielo haciendo el bien en la tierra, y nosotros somos testigos de ello.

[Traducción del original italiano realizada por Zenit]


47. HOMILÍA DEL PAPA BENEDICTO XVI EN EL AÑO 2005 PARA LA SOLEMNIDAD DE LA ASUNCIÓN
Parroquia Pontificia de Santo Tomás de Villanueva,
Castelgandolfo, Lunes 15 de agosto de 2005
Ante todo, os saludo cordialmente a todos. Para mí es una gran alegría celebrar la misa en el día de la Asunción de la Virgen María en esta hermosa iglesia parroquial. Saludo al cardenal Sodano, al obispo de Albano, a todos los sacerdotes, al alcalde y a todos vosotros. Gracias por vuestra presencia. La fiesta de la Asunción es un día de alegría. Dios ha vencido. El amor ha vencido. Ha vencido la vida. Se ha puesto de manifiesto que el amor es más fuerte que la muerte, que Dios tiene la verdadera fuerza, y su fuerza es bondad y amor.
María fue elevada al cielo en cuerpo y alma: en Dios también hay lugar para el cuerpo. El cielo ya no es para nosotros una esfera muy lejana y desconocida. En el cielo tenemos una madre. Y la Madre de Dios, la Madre del Hijo de Dios, es nuestra madre. Él mismo lo dijo. La hizo madre nuestra cuando dijo al discípulo y a todos nosotros: "He aquí a tu madre". En el cielo tenemos una madre. El cielo está abierto; el cielo tiene un corazón.
En el evangelio de hoy hemos escuchado el Magníficat, esta gran poesía que brotó de los labios, o mejor, del corazón de María, inspirada por el Espíritu Santo. En este canto maravilloso se refleja toda el alma, toda la personalidad de María. Podemos decir que este canto es un retrato, un verdadero icono de María, en el que podemos verla tal cual es.
Quisiera destacar sólo dos puntos de este gran canto. Comienza con la palabra Magníficat: mi alma "engrandece" al Señor, es decir, proclama que el Señor es grande. María desea que Dios sea grande en el mundo, que sea grande en su vida, que esté presente en todos nosotros. No tiene miedo de que Dios sea un "competidor" en nuestra vida, de que con su grandeza pueda quitarnos algo de nuestra libertad, de nuestro espacio vital. Ella sabe que, si Dios es grande, también nosotros somos grandes. No oprime nuestra vida, sino que la eleva y la hace grande: precisamente entonces se hace grande con el esplendor de Dios.
El hecho de que nuestros primeros padres pensaran lo contrario fue el núcleo del pecado original. Temían que, si Dios era demasiado grande, quitara algo a su vida. Pensaban que debían apartar a Dios a fin de tener espacio para ellos mismos. Esta ha sido también la gran tentación de la época moderna, de los últimos tres o cuatro siglos. Cada vez más se ha pensado y dicho: "Este Dios no nos deja libertad, nos limita el espacio de nuestra vida con todos sus mandamientos. Por tanto, Dios debe desaparecer; queremos ser autónomos, independientes. Sin este Dios nosotros seremos dioses, y haremos lo que nos plazca".
Este era también el pensamiento del hijo pródigo, el cual no entendió que, precisamente por el hecho de estar en la casa del padre, era "libre". Se marchó a un país lejano, donde malgastó su vida. Al final comprendió que, en vez de ser libre, se había hecho esclavo, precisamente por haberse alejado de su padre; comprendió que sólo volviendo a la casa de su padre podría ser libre de verdad, con toda la belleza de la vida.
Lo mismo sucede en la época moderna. Antes se pensaba y se creía que, apartando a Dios y siendo nosotros autónomos, siguiendo nuestras ideas, nuestra voluntad, llegaríamos a ser realmente libres, para poder hacer lo que nos apetezca sin tener que obedecer a nadie. Pero cuando Dios desaparece, el hombre no llega a ser más grande; al contrario, pierde la dignidad divina, pierde el esplendor de Dios en su rostro. Al final se convierte sólo en el producto de una evolución ciega, del que se puede usar y abusar. Eso es precisamente lo que ha confirmado la experiencia de nuestra época.
El hombre es grande, sólo si Dios es grande. Con María debemos comenzar a comprender que es así. No debemos alejarnos de Dios, sino hacer que Dios esté presente, hacer que Dios sea grande en nuestra vida; así también nosotros seremos divinos: tendremos todo el esplendor de la dignidad divina.

Apliquemos esto a nuestra vida. Es importante que Dios sea grande entre nosotros, en la vida pública y en la vida privada. En la vida pública, es importante que Dios esté presente, por ejemplo, mediante la cruz en los edificios públicos; que Dios esté presente en nuestra vida común, porque sólo si Dios está presente tenemos una orientación, un camino común; de lo contrario, los contrastes se hacen inconciliables, pues ya no se reconoce la dignidad común. Engrandezcamos a Dios en la vida pública y en la vida privada. Eso significa hacer espacio a Dios cada día en nuestra vida, comenzando desde la mañana con la oración y luego dando tiempo a Dios, dando el domingo a Dios. No perdemos nuestro tiempo libre si se lo ofrecemos a Dios. Si Dios entra en nuestro tiempo, todo el tiempo se hace más grande, más amplio, más rico.
Una segunda reflexión. Esta poesía de María -el Magníficat- es totalmente original; sin embargo, al mismo tiempo, es un "tejido" hecho completamente con "hilos" del Antiguo Testamento, hecho de palabra de Dios. Se puede ver que María, por decirlo así, "se sentía como en su casa" en la palabra de Dios, vivía de la palabra de Dios, estaba penetrada de la palabra de Dios. En efecto, hablaba con palabras de Dios, pensaba con palabras de Dios; sus pensamientos eran los pensamientos de Dios; sus palabras eran las palabras de Dios. Estaba penetrada de la luz divina; por eso era tan espléndida, tan buena; por eso irradiaba amor y bondad. María vivía de la palabra de Dios; estaba impregnada de la palabra de Dios. Al estar inmersa en la palabra de Dios, al tener tanta familiaridad con la palabra de Dios, recibía también la luz interior de la sabiduría.
Quien piensa con Dios, piensa bien; y quien habla con Dios, habla bien, tiene criterios de juicio válidos para todas las cosas del mundo, se hace sabio, prudente y, al mismo tiempo, bueno; también se hace fuerte y valiente, con la fuerza de Dios, que resiste al mal y promueve el bien en el mundo.
Así, María habla con nosotros, nos habla a nosotros, nos invita a conocer la palabra de Dios, a amar la palabra de Dios, a vivir con la palabra de Dios, a pensar con la palabra de Dios. Y podemos hacerlo de muy diversas maneras: leyendo la sagrada Escritura, sobre todo participando en la liturgia, en la que a lo largo del año la santa Iglesia nos abre todo el libro de la sagrada Escritura. Lo abre a nuestra vida y lo hace presente en nuestra vida.
Pero pienso también en el Compendio del Catecismo de la Iglesia católica, que hemos publicado recientemente, en el que la palabra de Dios se aplica a nuestra vida, interpreta la realidad de nuestra vida, nos ayuda a entrar en el gran "templo" de la palabra de Dios, a aprender a amarla y a impregnarnos, como María, de esta palabra. Así la vida resulta luminosa y tenemos el criterio para juzgar, recibimos bondad y fuerza al mismo tiempo.
María fue elevada en cuerpo y alma a la gloria del cielo, y con Dios es reina del cielo y de la tierra. ¿Acaso así está alejada de nosotros? Al contrario. Precisamente al estar con Dios y en Dios, está muy cerca de cada uno de nosotros. Cuando estaba en la tierra, sólo podía estar cerca de algunas personas. Al estar en Dios, que está cerca de nosotros, más aún, que está "dentro" de todos nosotros, María participa de esta cercanía de Dios. Al estar en Dios y con Dios, María está cerca de cada uno de nosotros, conoce nuestro corazón, puede escuchar nuestras oraciones, puede ayudarnos con su bondad materna. Nos ha sido dada como "madre" -así lo dijo el Señor-, a la que podemos dirigirnos en cada momento. Ella nos escucha siempre, siempre está cerca de nosotros; y, siendo Madre del Hijo, participa del poder del Hijo, de su bondad. Podemos poner siempre toda nuestra vida en manos de esta Madre, que siempre está cerca de cada uno de nosotros. En este día de fiesta demos gracias al Señor por el don de esta Madre y pidamos a María que nos ayude a encontrar el buen camino cada día. Amén.
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48.-HOMILÍA DEL PAPA BENEDICTO XVI EN EL AÑO 2006 PARA LA SOLEMNIDAD DE LA ASUNCIÓN
Parroquia Pontificia de Santo Tomás de Villanueva,
Castelgandolfo, Martes 15 de agosto de 2006
En el Magníficat, el gran canto de la Virgen que acabamos de escuchar en el evangelio, encontramos unas palabras sorprendentes. María dice: "Desde ahora me felicitarán todas las generaciones". La Madre del Señor profetiza las alabanzas marianas de la Iglesia para todo el futuro, la devoción mariana del pueblo de Dios hasta el fin de los tiempos. Al alabar a María, la Iglesia no ha inventado algo "ajeno" a la Escritura: ha respondido a esta profecía hecha por María en aquella hora de gracia.
Y estas palabras de María no eran sólo palabras personales, tal vez arbitrarias. Como dice san Lucas, Isabel había exclamado, llena de Espíritu Santo: "Dichosa la que ha creído". Y María, también llena de Espíritu Santo, continúa y completa lo que dijo Isabel, afirmando: "Me felicitarán todas las generaciones". Es una auténtica profecía, inspirada por el Espíritu Santo, y la Iglesia, al venerar a María, responde a un mandato del Espíritu Santo, cumple un deber.
Nosotros no alabamos suficientemente a Dios si no alabamos a sus santos, sobre todo a la "Santa" que se convirtió en su morada en la tierra, María. La luz sencilla y multiforme de Dios sólo se nos manifiesta en su variedad y riqueza en el rostro de los santos, que son el verdadero espejo de su luz. Y precisamente viendo el rostro de María podemos ver mejor que de otras maneras la belleza de Dios, su bondad, su misericordia. En este rostro podemos percibir realmente la luz divina.
"Me felicitarán todas las generaciones". Nosotros podemos alabar a María, venerar a María, porque es "feliz", feliz para siempre. Y este es el contenido de esta fiesta. Feliz porque está unida a Dios, porque vive con Dios y en Dios. El Señor, en la víspera de su Pasión, al despedirse de los suyos, dijo: "Voy a prepararos una morada en la gran casa del Padre. Porque en la casa de mi Padre hay muchas moradas" (cf. Jn 14, 2). María, al decir: "He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra", preparó aquí en la tierra la morada para Dios; con cuerpo y alma se transformó en su morada, y así abrió la tierra al cielo.
San Lucas, en el pasaje evangélico que acabamos de escuchar, nos da a entender de diversas maneras que María es la verdadera Arca de la alianza, que el misterio del templo —la morada de Dios aquí en la tierra— se realizó en María. En María Dios habita realmente, está presente aquí en la tierra. María se convierte en su tienda. Lo que desean todas las culturas, es decir, que Dios habite entre nosotros, se realiza aquí. San Agustín dice: "Antes de concebir al Señor en su cuerpo, ya lo había concebido en su alma". Había dado al Señor el espacio de su alma y así se convirtió realmente en el verdadero Templo donde Dios se encarnó, donde Dios se hizo presente en esta tierra.
Así, al ser la morada de Dios en la tierra, ya está preparada en ella su morada eterna, ya está preparada esa morada para siempre. Y este es todo el contenido del dogma de la Asunción de María a la gloria del cielo en cuerpo y alma, expresado aquí en estas palabras. María es "feliz" porque se ha convertido —totalmente, con cuerpo y alma, y para siempre— en la morada del Señor. Si esto es verdad, María no sólo nos invita a la admiración, a la veneración; además, nos guía, nos señala el camino de la vida, nos muestra cómo podemos llegar a ser felices, a encontrar el camino de la felicidad.
Escuchemos una vez más las palabras de Isabel, que se completan en el Magníficat de María: "Dichosa la que ha creído". El acto primero y fundamental para transformarse en morada de Dios y encontrar así la felicidad definitiva es creer, es la fe en Dios, en el Dios que se manifestó en Jesucristo y que se nos revela en la palabra divina de la sagrada Escritura.
Creer no es añadir una opinión a otras. Y la convicción, la fe en que Dios existe, no es una información como otras. Muchas informaciones no nos importa si son verdaderas o falsas, pues no cambian nuestra vida. Pero, si Dios no existe, la vida es vacía, el futuro es vacío. En cambio, si Dios existe, todo cambia, la vida es luz, nuestro futuro es luz y tenemos una orientación para saber cómo vivir.
Por eso, creer constituye la orientación fundamental de nuestra vida. Creer, decir: "Sí, creo que tú eres Dios, creo que en el Hijo encarnado estás presente entre nosotros", orienta mi vida, me impulsa a adherirme a Dios, a unirme a Dios y a encontrar así el lugar donde vivir, y el modo como debo vivir. Y creer no es sólo una forma de pensamiento, una idea; como he dicho, es una acción, una forma de vivir. Creer quiere decir seguir la senda señalada por la palabra de Dios.
María, además de este acto fundamental de la fe, que es un acto existencial, una toma de posición para toda la vida, añade estas palabras: "Su misericordia llega a todos los que le temen de generación en generación". Con toda la Escritura, habla del "temor de Dios". Tal vez conocemos poco esta palabra, o no nos gusta mucho. Pero el "temor de Dios" no es angustia, es algo muy diferente. Como hijos, no tenemos miedo del Padre, pero tenemos temor de Dios, la preocupación por no destruir el amor sobre el que está construida nuestra vida. Temor de Dios es el sentido de responsabilidad que debemos tener; responsabilidad por la porción del mundo que se nos ha encomendado en nuestra vida; responsabilidad de administrar bien esta parte del mundo y de la historia que somos nosotros, contribuyendo así a la auténtica edificación del mundo, a la victoria del bien y de la paz.
"Me felicitarán todas las generaciones": esto quiere decir que el futuro, el porvenir, pertenece a Dios, está en las manos de Dios, es decir, que Dios vence. Y no vence el dragón, tan fuerte, del que habla hoy la primera lectura: el dragón que es la representación de todas las fuerzas de la violencia del mundo. Parecen invencibles, pero María nos dice que no son invencibles. La Mujer, como nos muestran la primera lectura y el evangelio, es más fuerte porque Dios es más fuerte.
Ciertamente, en comparación con el dragón, tan armado, esta Mujer, que es María, que es la Iglesia, parece indefensa, vulnerable. Y realmente Dios es vulnerable en el mundo, porque es el Amor, y el amor es vulnerable. A pesar de ello, él tiene el futuro en la mano; vence el amor y no el odio; al final vence la paz.
Este es el gran consuelo que entraña el dogma de la Asunción de María en cuerpo y alma a la gloria del cielo. Damos gracias al Señor por este consuelo, pero también vemos que este consuelo nos compromete a estar del lado del bien, de la paz.
Oremos a María, la Reina de la paz, para que ayude a la victoria de la paz hoy: "Reina de la paz, ¡ruega por nosotros!". Amén.

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49.-HOMILÍA DEL PAPA BENEDICTO XVI EN EL AÑO 2007 PARA LA SOLEMNIDAD DE LA ASUNCIÓN

Parroquia Pontificia de Santo Tomás de Villanueva,
Castelgandolfo, Miércoles 15 de agosto de 2007
En su gran obra "La ciudad de Dios", san Agustín dice una vez que toda la historia humana, la historia del mundo, es una lucha entre dos amores: el amor a Dios hasta la pérdida de sí mismo, hasta la entrega de sí mismo, y el amor a sí mismo hasta el desprecio de Dios, hasta el odio a los demás. Esta misma interpretación de la historia como lucha entre dos amores, entre el amor y el egoísmo, aparece también en la lectura tomada del Apocalipsis, que acabamos de escuchar. Aquí estos dos amores se presentan en dos grandes figuras. Ante todo, está el dragón rojo fortísimo, con una manifestación impresionante e inquietante del poder sin gracia, sin amor, del egoísmo absoluto, del terror, de la violencia.
Cuando san Juan escribió el Apocalipsis, para él este dragón personificaba el poder de los emperadores romanos anticristianos, desde Nerón hasta Domiciano. Este poder parecía ilimitado; el poder militar, político y propagandístico del Imperio romano era tan grande que ante él la fe, la Iglesia, parecía una mujer inerme, sin posibilidad de sobrevivir, y mucho menos de vencer. ¿Quién podía oponerse a este poder omnipresente, que aparentemente era capaz de hacer todo? Y, sin embargo, sabemos que al final venció la mujer inerme; no venció el egoísmo ni el odio, sino el amor de Dios, y el Imperio romano se abrió a la fe cristiana.
Las palabras de la sagrada Escritura trascienden siempre el momento histórico. Así, este dragón no sólo indica el poder anticristiano de los perseguidores de la Iglesia de aquel tiempo, sino también las dictaduras materialistas anticristianas de todos los tiempos. Vemos de nuevo que este poder, esta fuerza del dragón rojo, se personifica en las grandes dictaduras del siglo pasado: la dictadura del nazismo y la dictadura de Stalin tenían todo el poder, penetraban en todos los lugares, hasta los últimos rincones. Parecía imposible que, a largo plazo, la fe pudiera sobrevivir ante ese dragón tan fuerte, que quería devorar al Dios hecho niño y a la mujer, a la Iglesia. Pero en realidad, también en este caso, al final el amor fue más fuerte que el odio.
También hoy el dragón existe con formas nuevas, diversas. Existe en la forma de ideologías materialistas, que nos dicen: es absurdo pensar en Dios; es absurdo cumplir los mandamientos de Dios; es algo del pasado. Lo único que importa es vivir la vida para sí mismo, tomar en este breve momento de la vida todo lo que nos es posible tomar. Sólo importa el consumo, el egoísmo, la diversión. Esta es la vida. Así debemos vivir. Y, de nuevo, parece absurdo, parece imposible oponerse a esta mentalidad dominante, con toda su fuerza mediática, propagandística. Parece imposible aún hoy pensar en un Dios que ha creado al hombre, que se ha hecho niño y que sería el verdadero dominador del mundo.
También ahora este dragón parece invencible, pero también ahora sigue siendo verdad que Dios es más fuerte que el dragón, que triunfa el amor y no el egoísmo. Habiendo considerado así las diversas representaciones históricas del dragón, veamos ahora la otra imagen: la mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies, coronada por doce estrellas. También esta imagen presenta varios aspectos. Sin duda, un primer significado es que se trata de la Virgen María vestida totalmente de sol, es decir, de Dios; es María, que vive totalmente en Dios, rodeada y penetrada por la luz de Dios. Está coronada por doce estrellas, es decir, por las doce tribus de Israel, por todo el pueblo de Dios, por toda la comunión de los santos, y tiene bajo sus pies la luna, imagen de la muerte y de la mortalidad. María superó la muerte; está totalmente vestida de vida, elevada en cuerpo y alma a la gloria de Dios; así, en la gloria, habiendo superado la muerte, nos dice: "¡Ánimo, al final vence el amor! En mi vida dije: "¡He aquí la esclava del Señor!". En mi vida me entregué a Dios y al prójimo. Y esta vida de servicio llega ahora a la vida verdadera. Tened confianza; tened también vosotros la valentía de vivir así contra todas las amenazas del dragón".
Este es el primer significado de la mujer, es decir, María. La "mujer vestida de sol" es el gran signo de la victoria del amor, de la victoria del bien, de la victoria de Dios. Un gran signo de consolación. Pero esta mujer que sufre, que debe huir, que da a luz con gritos de dolor, también es la Iglesia, la Iglesia peregrina de todos los tiempos. En todas las generaciones debe dar a luz de nuevo a Cristo, darlo al mundo con gran dolor, con gran sufrimiento. Perseguida en todos los tiempos, vive casi en el desierto perseguida por el dragón. Pero en todos los tiempos la Iglesia, el pueblo de Dios, también vive de la luz de Dios y —como dice el Evangelio— se alimenta de Dios, se alimenta con el pan de la sagrada Eucaristía. Así, la Iglesia, sufriendo, en todas las tribulaciones, en todas las situaciones de las diversas épocas, en las diferentes partes del mundo, vence. Es la presencia, la garantía del amor de Dios contra todas las ideologías del odio y del egoísmo.
Ciertamente, vemos cómo también hoy el dragón quiere devorar al Dios que se hizo niño. No temáis por este Dios aparentemente débil. La lucha es algo ya superado. También hoy este Dios débil es fuerte: es la verdadera fuerza. Así, la fiesta de la Asunción de María es una invitación a tener confianza en Dios y también una invitación a imitar a María en lo que ella misma dijo: "¡He aquí la esclava del Señor!, me pongo a disposición del Señor". Esta es la lección: seguir su camino; dar nuestra vida y no tomar la vida. Precisamente así estamos en el camino del amor, que consiste en perderse, pero en realidad este perderse es el único camino para encontrarse verdaderamente, para encontrar la verdadera vida.
Contemplemos a María elevada al cielo. Renovemos nuestra fe y celebremos la fiesta de la alegría: Dios vence. La fe, aparentemente débil, es la verdadera fuerza del mundo. El amor es más fuerte que el odio. Y digamos con Isabel: "Bendita tú eres entre todas las mujeres". Te invocamos con toda la Iglesia: Santa María, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.
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50.-HOMILÍA DEL PAPA BENEDICTO XVI EN EL AÑO 2008 PARA LA SOLEMNIDAD DE LA ASUNCIÓN

Parroquia Pontificia de Santo Tomás de Villanueva,
Castelgandolfo, Viernes 15 de agosto de 2008


En el corazón del verano, como cada año, vuelve la solemnidad de la Asunción de la bienaventurada Virgen María, la fiesta mariana más antigua. Es una ocasión para ascender con María a las alturas del espíritu, donde se respira el aire puro de la vida sobrenatural y se contempla la belleza más auténtica, la de la santidad. El clima de la celebración de hoy está todo él penetrado de alegría pascual. "Hoy —canta la antífona del Magníficat— la Virgen María sube a los cielos; porque reina con Cristo para siempre. Aleluya". Este anuncio nos habla de un acontecimiento totalmente único y extraordinario, pero destinado a colmar de esperanza y felicidad el corazón de todo ser humano. María es, en efecto, la primicia de la humanidad nueva, la criatura en la cual el misterio de Cristo —encarnación, muerte, resurrección y ascensión al cielo— ha tenido ya pleno efecto, rescatándola de la muerte y trasladándola en alma y cuerpo al reino de la vida inmortal. Por eso la Virgen María, como recuerda el concilio Vaticano II, constituye para nosotros un signo de segura esperanza y de consolación (cf. Lumen gentium, 68). La fiesta de hoy nos impulsa a elevar la mirada hacia el cielo. No un cielo hecho de ideas abstractas, ni tampoco un cielo imaginario creado por el arte, sino el cielo de la verdadera realidad, que es Dios mismo: Dios es el cielo. Y él es nuestra meta, la meta y la morada eterna, de la que provenimos y a la que tendemos.

San Germán, obispo de Constantinopla en el siglo VIII, en un discurso pronunciado en la fiesta de la Asunción, dirigiéndose a la celestial Madre de Dios, se expresaba así: "Tú eres la que, por medio de tu carne inmaculada, uniste a Cristo al pueblo cristiano... Como todo sediento corre a la fuente, así toda alma corre a ti, fuente de amor; y como cada hombre aspira a vivir, a ver la luz que no tramonta, así cada cristiano suspira por entrar en la luz de la Santísima Trinidad, donde tú ya has entrado". Estos mismos sentimientos nos animan hoy mientras contemplamos a María en la gloria de Dios. Cuando ella se durmió en este mundo para despertarse en el cielo, siguió simplemente por última vez al Hijo Jesús en su viaje más largo y decisivo, en su paso "de este mundo al Padre" (cf. Jn 13, 1).

Como él, junto con él, partió de este mundo para volver "a la casa del Padre" (cf. Jn 14, 2). Y todo esto no está lejos de nosotros, como quizá podría parecer en un primer momento, porque todos somos hijos del Padre, de Dios, todos somos hermanos de Jesús y todos somos también hijos de María, nuestra Madre. Todos tendemos a la felicidad. Y la felicidad a la que todos tendemos es Dios, así todos estamos en camino hacia esa felicidad que llamamos cielo, que en realidad es Dios. Que María nos ayude, nos anime, a hacer que todo momento de nuestra existencia sea un paso en este éxodo, en este camino hacia Dios. Que nos ayude a hacer así presente también la realidad del cielo, la grandeza de Dios en la vida de nuestro mundo. En el fondo, ¿no es éste el dinamismo pascual del hombre, de todo hombre, que quiere llegar a ser celestial, totalmente feliz, en virtud de la resurrección de Cristo? ¿Y no es tal vez este el comienzo y anticipación de un movimiento que se refiere a todo ser humano y al cosmos entero? Aquella de la que Dios había tomado su carne y cuya alma había sido traspasada por una espada en el Calvario fue la primera en ser asociada, y de modo singular, al misterio de esta transformación, a la que todos tendemos, traspasados a menudo también nosotros por la espada del sufrimiento en este mundo.

La nueva Eva siguió al nuevo Adán en el sufrimiento, en la pasión, así como en el gozo definitivo. Cristo es la primicia, pero su carne resucitada es inseparable de la de su Madre terrena, María, y en ella toda la humanidad está implicada en la Asunción hacia Dios, y con ella toda la creación, cuyos gemidos, cuyos sufrimientos, son —como dice san Pablo— los dolores de parto de la humanidad nueva. Nacen así los nuevos cielos y la nueva tierra, en la que ya no habrá ni llanto ni lamento, porque ya no existirá la muerte (cf. Ap 21, 1-4).

¡Qué gran misterio de amor se nos propone hoy a nuestra contemplación! Cristo venció la muerte con la omnipotencia de su amor. Sólo el amor es omnipotente. Ese amor impulsó a Cristo a morir por nosotros y así a vencer la muerte. Sí, ¡sólo el amor hace entrar en el reino de la vida! Y María entró detrás de su Hijo, asociada a su gloria, después de haber sido asociada a su pasión. Entró allí con ímpetu incontenible, manteniendo abierto detrás de sí el camino a todos nosotros. Por eso hoy la invocamos: "Puerta del cielo", "Reina de los ángeles" y "Refugio de los pecadores". Ciertamente, no son los razonamientos los que nos hacen comprender estas realidades tan sublimes, sino la fe sencilla, pura, y el silencio de la oración los que nos ponen en contacto con el misterio que nos supera infinitamente. La oración nos ayuda a hablar con Dios y a escuchar cómo el Señor habla a nuestro corazón.

Pidamos a María que nos haga hoy el don de su fe, la fe que nos hace vivir ya en esta dimensión entre finito e infinito, la fe que transforma incluso el sentimiento del tiempo y del paso de nuestra existencia, la fe en la que sentimos íntimamente que nuestra vida no está encerrada en el pasado, sino atraída hacia el futuro, hacia Dios, allí donde Cristo nos ha precedido y detrás de él, María.
Mirando a la Virgen elevada al cielo comprendemos mejor que nuestra vida de cada día, aunque marcada por pruebas y dificultades, corre como un río hacia el océano divino, hacia la plenitud de la alegría y de la paz. Comprendemos que nuestro morir no es el final, sino el ingreso en la vida que no conoce la muerte. Nuestro ocaso en el horizonte de este mundo es un resurgir a la aurora del mundo nuevo, del día eterno.

"María, mientras nos acompañas en la fatiga de nuestro vivir y morir diario, mantennos constantemente orientados hacia la verdadera patria de las bienaventuranzas. Ayúdanos a hacer como tú has hecho".

Queridos hermanos y hermanas, queridos amigos que esta mañana participáis en esta celebración, hagamos juntos esta plegaria a María. Ante el triste espectáculo de tanta falsa alegría y, a la vez, de tanta angustia y dolor que se difunde en el mundo, debemos aprender de ella a ser signos de esperanza y de consolación, debemos anunciar con nuestra vida la resurrección de Cristo.

"Ayúdanos tú, oh Madre, fúlgida Puerta del cielo, Madre de la Misericordia, fuente a través de la cual ha brotado nuestra vida y nuestra alegría, Jesucristo. Amén".



51. HOMILÍA DEL PAPA BENEDICTO XVI EN EL AÑO 2009 PARA LA SOLEMNIDAD DE LA ASUNCIÓN

Parroquia Pontificia de Santo Tomás de Villanueva,
Castelgandolfo, Sábado 15 de agosto de 2009


Con la solemnidad de hoy culmina el ciclo de las grandes celebraciones litúrgicas en las que estamos llamados a contemplar el papel de la santísima Virgen María en la historia de la salvación. En efecto, la Inmaculada Concepción, la Anunciación, la Maternidad divina y la Asunción son etapas fundamentales, íntimamente relacionadas entre sí, con las que la Iglesia exalta y canta el glorioso destino de la Madre de Dios, pero en las que podemos leer también nuestra historia.

El misterio de la concepción de María evoca la primera página de la historia humana, indicándonos que, en el designio divino de la creación, el hombre habría debido tener la pureza y la belleza de la Inmaculada. Aquel designio comprometido, pero no destruido por el pecado, mediante la Encarnación del Hijo de Dios, anunciada y realizada en María, fue recompuesto y restituido a la libre aceptación del hombre en la fe. Por último, en la Asunción de María contemplamos lo que estamos llamados a alcanzar en el seguimiento de Cristo Señor y en la obediencia a su Palabra, al final de nuestro camino en la tierra.

La última etapa de la peregrinación terrena de la Madre de Dios nos invita a mirar el modo como ella recorrió su camino hacia la meta de la eternidad gloriosa.

En el pasaje del Evangelio que acabamos de proclamar, san Lucas narra que María, después del anuncio del ángel, "se puso en camino y fue aprisa a la montaña" para visitar a Isabel (Lc 1, 39). El evangelista, al decir esto, quiere destacar que para María seguir su vocación, dócil al Espíritu de Dios, que ha realizado en ella la encarnación del Verbo, significa recorrer una nueva senda y emprender en seguida un camino fuera de su casa, dejándose conducir solamente por Dios. San Ambrosio, comentando la "prisa" de María, afirma: "La gracia del Espíritu Santo no admite lentitud" (Expos. Evang. sec. Lucam, II, 19: pl 15, 1560). La vida de la Virgen es dirigida por Otro —"He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra" (Lc 1, 38)—, está modelada por el Espíritu Santo, está marcada por acontecimientos y encuentros, como el de Isabel, pero sobre todo por la especialísima relación con su hijo Jesús. Es un camino en el que María, conservando y meditando en el corazón los acontecimientos de su existencia, descubre en ellos de modo cada vez más profundo el misterioso designio de Dios Padre para la salvación del mundo.

Además, siguiendo a Jesús desde Belén hasta el destierro en Egipto, en la vida oculta y en la pública, hasta el pie de la cruz, María vive su constante ascensión hacia Dios en el espíritu del Magníficat, aceptando plenamente, incluso en el momento de la oscuridad y del sufrimiento, el proyecto de amor de Dios y alimentando en su corazón el abandono total en las manos del Señor, de forma que es paradigma para la fe de la Iglesia (cf. Lumen gentium, 64-65).

Toda la vida es una ascensión, toda la vida es meditación, obediencia, confianza y esperanza, incluso en medio de la oscuridad; y toda la vida es esa "sagrada prisa", que sabe que Dios es siempre la prioridad y ninguna otra cosa debe crear prisa en nuestra existencia.

Y, por último, la Asunción nos recuerda que la vida de María, como la de todo cristiano, es un camino de seguimiento, de seguimiento de Jesús, un camino que tiene una meta bien precisa, un futuro ya trazado: la victoria definitiva sobre el pecado y sobre la muerte, y la comunión plena con Dios, porque —como dice san Pablo en la carta a los Efesios— el Padre "nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús" (Ef 2, 6). Esto quiere decir que, con el bautismo, fundamentalmente ya hemos resucitado y estamos sentados en los cielos en Cristo Jesús, pero debemos alcanzar corporalmente lo que el bautismo ya ha comenzado y realizado. En nosotros la unión con Cristo, la resurrección, es imperfecta, pero para la Virgen María ya es perfecta, a pesar del camino que también la Virgen tuvo que hacer. Ella ya entró en la plenitud de la unión con Dios, con su Hijo, y nos atrae y nos acompaña en nuestro camino.

Así pues, en María elevada al cielo contemplamos a Aquella que, por singular privilegio, ha sido hecha partícipe con alma y cuerpo de la victoria definitiva de Cristo sobre la muerte. "Terminado el curso de su vida en la tierra —dice el concilio Vaticano II—, fue llevada en cuerpo y alma a la gloria del cielo y elevada al trono por el Señor como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los señores (cf. Ap 19, 16) y vencedor del pecado y de la muerte" (Lumen gentium, 59). En la Virgen elevada al cielo contemplamos la coronación de su fe, del camino de fe que ella indica a la Iglesia y a cada uno de nosotros: Aquella que en todo momento acogió la Palabra de Dios, fue elevada al cielo, es decir, fue acogida ella misma por el Hijo, en la "morada" que nos ha preparado con su muerte y resurrección (cf. Jn 14, 2-3).

La vida del hombre en la tierra —como nos ha recordado la primera lectura— es un camino que se recorre constantemente en la tensión de la lucha entre el dragón y la mujer, entre el bien y el mal. Esta es la situación de la historia humana: es como un viaje en un mar a menudo borrascoso; María es la estrella que nos guía hacia su Hijo Jesús, sol que brilla sobre las tinieblas de la historia (cf. Spe salvi, 49) y nos da la esperanza que necesitamos: la esperanza de que podemos vencer, de que Dios ha vencido y de que, con el bautismo, hemos entrado en esta victoria. No sucumbimos definitivamente: Dios nos ayuda, nos guía. Esta es la esperanza: esta presencia del Señor en nosotros, que se hace visible en María elevada al cielo. "Ella (...) —leeremos dentro de poco en el prefacio de esta solemnidad— es consuelo y esperanza de tu pueblo, todavía peregrino en la tierra".

Con san Bernardo, cantor místico de la santísima Virgen, la invocamos así: "Te rogamos, bienaventurada Virgen María, por la gracia que encontraste, por las prerrogativas que mereciste, por la Misericordia que tú diste a luz, haz que aquel que por ti se dignó hacerse partícipe de nuestra miseria y debilidad, por tu intercesión nos haga partícipes de sus gracias, de su bienaventuranza y gloria eterna, Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestro, que está sobre todas las cosas, Dios bendito por los siglos de los siglos. Amén" (Sermo 2 de Adventu, 5: pl 183, 43).


52.-  HOMILÍA Durante la santa misa celebrada en la solemnidad de la Asunción de María. En la Virgen María, elevada el cielo, resplandece la victoria definitiva de Cristo sobre la muerte


53.-


El triunfo definitivo de María
Lucas 1, 39-56. Solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen María. Que asunta hoy al cielo, sea siempre nuestra Madre, guía y compañera de camino hasta la eternidad.

Autor: P. Sergio Córdova LC | Fuente: Catholic.net

Del santo Evangelio según san Lucas 1, 39-56
En aquellos días, se levantó María y se fue con prontitud a la región montañosa, a una ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y sucedió que, en cuanto oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno, e Isabel quedó llena de Espíritu Santo; y exclamando con gran voz, dijo: Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno; y ¿de dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí? Porque, apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno.¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!Y dijo María: Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava, por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso, Santo es su nombre y su misericordia alcanza de generación en generación a los que le temen. Desplegó la fuerza de su brazo, dispersó a los que son soberbios en su propio corazón. Derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes. A los hambrientos colmó de bienes y despidió a los ricos sin nada. Acogió a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia- como había anunciado a nuestros padres - en favor de Abraham y de su linaje por los siglos. María permaneció con ella unos tres meses, y se volvió a su casa.

Oración introductoria
María, madre de Jesús y madre mía, tú escuchaste siempre a tu Hijo. Tú supiste glorificarlo y te llenaste de júbilo al saber reconocer a Dios. Estrella de la mañana, refugio de los pecadores, háblame de Él y muéstrame el camino para seguir a Cristo por el camino de la fe.

Petición
María, ayúdanos a imitar tu docilidad, tu silencio y escucha. María, háblanos de Jesús.

Meditación del Papa Francisco

Esperanza es la virtud del que experimentando el conflicto, la lucha cotidiana entre la vida y la muerte, entre el bien y el mal, cree en la resurrección de Cristo, en la victoria del amor. El Magnificat es el cántico de la esperanza, el cántico del Pueblo de Dios que camina en la historia. Es el cántico de tantos santos y santas, algunos conocidos, otros, muchísimos, desconocidos, pero que Dios conoce bien: mamás, papás, catequistas, misioneros, sacerdotes, religiosas, jóvenes, también niños, que han afrontado la lucha por la vida llevando en el corazón la esperanza de los pequeños y humildes. "Proclama mi alma la grandeza del Señor”, así canta hoy la Iglesia en todo el mundo. Este cántico es especialmente intenso allí donde el Cuerpo de Cristo sufre hoy la Pasión. Y María está allí, cercana a esas comunidades, a esos hermanos nuestros, camina con ellos, sufre con ellos, y canta con ellos el Magnificat de la esperanza.

Queridos hermanos y hermanas, unámonos también nosotros, con el corazón, a este cántico de paciencia y victoria, de lucha y alegría, que une a la Iglesia triunfante con la peregrinante, que une el cielo y la tierra, la historia y la eternidad. (Cf Homilía de S.S. Francisco, 15 de agosto de 2013).

Reflexión
Hay, en Jerusalén, dos basílicas cristianas dedicadas a la Asunción de la Santísima Virgen. Una, más pequeña y modesta en su fachada, pero muy hermosa por dentro, se encuentra al lado del huerto de Getsemaní. Está en el fondo del torrente Cedrón y muy cerquita de la basílica de la "Agonía" o de "Todas las naciones". La fachada es cruzada, pero el interior es la cripta de la primitiva iglesia bizantina construida a finales del siglo IV, durante el reinado de Teodosio el Grande (379-395). Y se cree que en este santo lugar yació el cuerpo de la Virgen María antes de ser asunta a los cielos.

La otra iglesia, ubicada en el Monte Sión, es una de las iglesias católicas más grandes y más magníficas de Jerusalén, y se le conoce con el nombre de "iglesia de la Dormición", pues en ella se pretende recordar y celebrar el "tránsito" de la Virgen de este mundo al otro. Está ubicada a unos cuantos pasos del Cenáculo, en donde nuestro Señor celebró la Última Cena con sus discípulos y en donde instituyó la Eucaristía.

Otra tradición dice que María murió en Éfeso, bajo el cuidado del apóstol san Juan. Pero no consta, ni parece verosímil que la Virgen se fuera a una ciudad tan lejana, ya anciana, siendo que en Jerusalén tendría a muchos de sus familiares. Además, la antiquísima veneración del sepulcro de la Virgen en Getsemaní y la celebración de la fiesta de la Dormición de María en Jerusalén inclinan la balanza hacia esta afirmación.

Sea como sea, el hecho es que, desde los primerísimos años de la Iglesia, ya se hablaba del "tránsito" de la Santísima Virgen, de su "dormición" temporal y de su "asunción” a los cielos. Y, sin embargo, aunque era una creencia general del pueblo cristiano, la Iglesia no proclamó este dogma sino hasta el año santo de 1950. Ha sido, hasta el presente, el último dogma mariano. La bula declaratoria de Pío XII reza así: "Proclamamos, declaramos y definimos ser dogma divinamente revelado que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrestre, fue elevada en cuerpo y alma a la gloria celestial".

La Asunción de María no se contiene de modo explícito en la Sagrada Escritura, pero sí implicítamente. El texto del Apocalipsis que escuchamos en la primera lectura de la Misa de hoy puede ser un atisbo, aunque no tiene allí su fundamento bíblico. Más bien, los Santos Padres y los teólogos católicos han visto vislumbrada esta verdad en tres elementos incontestables de nuestra fe: la unión estrecha entre el Hijo y la Madre, atestiguada en los Evangelios de la Infancia; la teología de la nueva Eva, imagen de la mujer nueva y madre nuestra en el orden de la gracia; y la maternidad divina y la perfecta redención de María por parte de Cristo. Todo esto "exigía" la proclamación de la Asunción de nuestra santísima Madre al cielo.

En efecto, la persuasión de todo el orbe católico acerca de la excelsa santidad de María, toda pura e inmaculada desde el primer instante de su concepción; el privilegio singularísimo de su divina maternidad y de su virginidad intacta; y su unión íntima e inseparable con Jesucristo, desde el momento de la Encarnación hasta el pie de la cruz y el día de la Ascensión de su Hijo al cielo, han sido siempre, desde los inicios, los argumentos más contundentes para creer que Dios no permitiría que su Madre se corrompiera en la oscuridad del sepulcro. Ella no podía sufrir las consecuencias de un pecado que no había conocido jamás.

"Con razón no quisiste, Señor –rezamos en el prefacio de la Misa de hoy— que conociera la corrupción del sepulcro la mujer que, por obra del Espíritu, concibió en su seno al autor de la vida, Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestro".

La Asunción de nuestra Madre santísima constituye, además, una participación muy singular en la Resurrección de su Hijo y una anticipación de la resurrección y del triunfo definitivo de los demás cristianos, hijos suyos.

Ella, glorificada ya en los cielos en cuerpo y alma, es la imagen y primicia de la Iglesia que llegará a su plenitud en el siglo futuro. Y ya desde ahora, María brilla ante el pueblo de Dios, aún peregrino en este mundo, como faro luminoso, como estrella de la mañana, como señal de esperanza cierta, como causa de nuestra alegría, como auxilio de los cristianos, refugio de los pecadores y consuelo de los afligidos. ¡El triunfo de María es ya nuestro triunfo!

Propósito
¡Acójamos hoy a su regazo maternal y que María santísima, asunta hoy al cielo, sea siempre nuestra Madre, nuestra guía, nuestra protectora y abogada, nuestra reina y nuestra compañera de camino hasta la eternidad!

Diálogo con Cristo
"No se aparte María de tus labios ni de tu corazón; y para conseguir su ayuda intercesora, no te apartes tú de los ejemplos de su virtud. No te descaminarás si la sigues, no desesperarás si la ruegas, no te perderás si la contemplas. Si ella te tiene de su mano, no caerás; si te protege, nada tendrás que temer; si ella es tu guía, no te fatigarás; y si ella te ampara, llegarás felizmente al puerto". Texto de san Bernardo