41 HOMILÍAS MÁS PARA EL DOMINGO V DE CUARESMA
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38. INSTITUTO DEL VERBO ENCARNADO

Comentarios Generales


Ezequiel 37, 12-14:


Es una de las más impresionantes visiones de Ezequiel, el Profeta que las tiene más lozanas y que las describe en estilo más crudo y audaz. Sus visiones no son sueños de poeta. Son mensajes de Profeta. Y por tanto debemos buscar en ellas el sentido teológico:


— El mensaje de la visión que hoy leemos es altamente consolador. La nación de Israel derrotada, depauperada, desterrada, es ya solamente una nación de espectros: un cementerio. Carece de vitalidad: “Estos huesos son la Casa toda de Israel. He aquí que dicen: Se han secado nuestros huesos; nuestra esperanza se ha desvanecido; ha llegado para nosotros el fin” (11). En lo humano así es. Pero el Señor Omnipotente ha mostrado en visión a Ezequiel (vv 1-10) lo que se propone realizar con el Pueblo Elegido.


— La Obra de Redención del cautiverio, de Repatriación, de Restauración de Israel, equivale a una “Resurrección”; “Mirad; así dice Yahvé: Abriré vuestros sepulcros y os haré salir de vuestras tumbas, Pueblo mío; y os introduciré en la Tierra de Israel” (12). Israel reconocerá que sólo Dios ha podido obrar tal maravilla de poder y de amor: “Y sabréis que YO SOY YAHVE” (13).


— A la Promesa de Restauración nacional (Resurrección) va unida otra: Dios infundirá en el Pueblo redimido un nuevo espíritu: su Espíritu: “Infundiré en vosotros mi Espíritu y reviviréis” (14). Los acontecimientos posteriores a la repatriación orientarán a Israel a entender estas grandes Promesas de Dios en el único sentido digno de Él: en sentido del todo espiritual. No se trata de valores terrenos. En este plano los ingentes Imperios que rodean al minúsculo Israel le superarán siempre con creces. Se trata de valores celestiales: los del Espíritu de Dios: Emitte Spiritum tuum et crabuntur; et renovabis faciem terrae. El día de Pentecostés, cuando la Pasión y Resurrección de Cristo hagan descender sobre el “Nuevo Pueblo” de Dios el Espíritu Santo, comprendemos mejor el sentido teológico de esta Visión-Profecía de Ezequiel.


Romanos 8, 8-11:


San Pablo nos va a dar la teología que encierra el mensaje de Ezequiel:


— Sin Cristo quedan los hombres en la zona del pecado. Y por tanto de la muerte. Pero por Cristo, tan luego como la fe y el Bautismo nos insertan en Él, llega a nosotros el “Espíritu”, la Vida de Dios. Esta Vida de Dios es ya una verdadera “Resurrección” espiritual. Y es asimismo participación de la Inmortalidad de Dios: “Si en vosotros está Cristo, vuestro espíritu vive a causa de la justicia” (10). Es la nueva vida de hijos de Dios. La vivimos en Cristo-Hijo de Dios; en Él y por Él. Esta vida, que es la Gracia (justificación), nada tiene que temer de la muerte física o corporal. Esta vida física, la que heredamos de Adán, debe acabar. Pero tras ella prosigue la Vida Espiritual.


— Con todo, el Espíritu de Cristo que habita en nosotros debe llevar su obra vivificante hasta resucitar nuestros cuerpos: “Y si el Espíritu de Dios que resucitó a Jesús de entre los muertos mora en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales, por obra de su Espíritu que habita en vosotros” (11). La Resurrección de Cristo implica la nuestra. Será completa nuestra Redención cuando el Espíritu de Cristo vivifique de Vida inmortal todos los cuerpos de los redimidos.


— Es una de las constantes en la doctrina de Pablo la relación entre la Resurrección de Cristo y la nuestra. La de Cristo es causa eficiente y ejemplar de la nuestra. La eficiencia de la Resurrección de Cristo obra ya actualmente en nosotros; la Nueva Vida, Vida del Espíritu de Cristo, que nos hace hijos de Dios y nos dispone ya a la Resurrección; y la exige: Herederos con Cristo nos pertenece en derecho su Gloria y, por ende, la Resurrección. La Vida Eterna es, cierto, un bien escatológico, pero ya a los peregrinos, el Sacramento de la Vida, la Eucaristía, nos da su promesa, su pregusto, su garantía.


Juan 11, 1-45:


Lo que el Profeta Ezequiel previó y anunció queda superada por lo que Jesús-Mesías va a realizar: Cristo vivifica con Vida Divina a todos los redimidos. Ya no mera resurrección nacional (Ezequiel); ya no mera revivificación de un cadáver (Lázaro): Es diluvio de Vida-Divina-Eterna:


— Jesús se esfuerza en elevar a Marta, a María y a los Apóstoles a un Mesianismo superior al del tiempo. El que cree en Cristo tiene la Vida; Vida que vence a la muerte. La muerte física es un fenómeno que no afecta a esta Vida. Incluso, el dinamismo de esta Vida exige, a su hora, la Resurrección, a fin de que la Gloria de Cristo Resucitado la gocemos en alma y cuerpo.


— Como “signo” de la “Vivificación” que nos trae Cristo, Este resucita a Lázaro. Con este milagro se muestra el poder de Cristo sobre la muerte. Pero es sólo un “signo” de la Victoria definitiva. Lázaro redivivo tornará a morir. Mas la Vida que nos trae Cristo es Vida de Dios. Y una vez pagada la deuda del pecado que es la muerte, nos Resucitará Inmortales.


— Pero para alcanzar esta Vida debemos “creer” en Cristo (25). Lastimosamente era débil la fe de los discípulos y también la de las hermanas de Lázaro. Y los fariseos no sólo se negaban a creer en Él, sino que precisamente aquel gran milagro de resucitar a Lázaro será el detonador que hará estallar el odio de los escribas y fariseos, sacerdotes y saduceos. Odio que no se saciará sino con la muerte de Jesús. Jesús que todo eso ve y sabe, siente en aquel momento pena tan honda que nos dice el Evangelista: “Jesús se sintió agitado de indignación y se perturbó” (33). Pena y perturbación que estalla en lágrimas (35); como en Lucas 19, 41. La falta de fe hace llorar a Jesús. Rindámonos con fe y amor al amor del Crucificado: Quia per Filii tui salutiferam passionem totus mundus sensum confitendae tuae majestatis accepit, dum ineffabili crucis potentia judicium mundi et potestas emicat Crucifixi (Pref. de Pasión I).


— Cristo es la “RESURRECCIÓN Y LA VIDA”: Vida eterna y divina; Resurrección que anegará nuestra carne mortal en la gloria de Dios. Para quien cree en Cristo la muerte es sólo un episodio, una dormición (v 11-14). Hay que pagar esta deuda del pecado; pero el Redentor, Cristo-Vida, nos vivificará plenamente, gloriosamente y eternamente. Y ya desde ahora, por la fe y el amor en Cristo, gozamos esta Vida eterna. Se llama: Gracia de Dios.

(José Ma. Solé Roma (O.M.F.),"Ministros de la Palabra", ciclo "A", Herder, Barcelona 1979.)


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Dr. D. Isidro Gomá y Tomás


Jesús resucita a Lázaro


Explicación. — Del Mesías había dicho Oseas: « ¡Oh, muerte, seré tu muerte!» (13, 14); Jesús va a triunfar de ella solemnemente:


Mas Jesús, gimiendo otra vez en sí mismo, disponiéndose con indignación santa a la grande obra, como guerrero que va a librar un gran combate; quizás estimulado por la frase dubitativa de los que le acompañaban, fue al sepulcro. Era una gruta: acostumbraban los judíos enterrar sus muertos en cavernas, naturales o artificiales, cuya entrada se cerraba con una piedra de gran peso, para evitar que penetraran en las tumbas los malhechores o las fieras: Y habían puesto una piedra sobre ella, lo cual da a entender que la tumba de Lázaro era subterránea y que debía bajarse para llegar a ella. Señálase todavía en una de las pobres calles de Betania la entrada al sepulcro de Lázaro, adonde se baja por una escalera de veinticuatro peldaños muy desgastados; el descenso, que se hace a la luz de candelillas individuales, resulta incómodo y peligroso; al extremo inferior de la escalera está el vestíbulo, pieza de tres metros de lado, en que hay un pequeño altar donde se celebra misa alguna vez, y desde donde llamaría Jesús a Lázaro; y bajando tres peldaños más se entra en el sepulcro propiamente dicho: por la parte del vestíbulo estaría la piedra que lo cerraba.


Dijo Jesús: «Quitad la piedra». Resístese respetuosamente Marta, por el natural pudor que engendra el pensamiento de que pueda ser repugnante a los circunstantes el hedor de persona tan querida: Marta, que era hermana del difunto, y lo repite el Evangelista para explicar este natural sentimiento, le dice: «Señor, ya hiede, porque está de cuatro días»: así todos los sentidos podrán atestiguar la certeza de la muerte. Jesús, atajando el pensamiento de Marta, que no piensa ahora sino en la inmediata presencia de un cadáver en corrupción, le dijo: « ¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?» Cede Marta al recordársele las altísimas palabras que le había dicho Jesús: Quitaron, pues, la piedra. El momento es emocionante: la presencia de un cadáver, la calidad del difunto, el mandato del Taumaturgo, el acompañamiento numeroso: todo da solemnidad al acto. Y Jesús, adoptando asimismo una actitud solemne, alzando los ojos a lo alto, gesto frecuente en quienes se disponen a orar, dijo, en alta voz: Padre, gracias te doy, porque me has oído: quiere probar con un milagro su divina misión para llevar a aquellos hombres a la fe; Jesús da gracias al Padre, porque le place este deseo. Yo bien sabía que siempre me oyes: podían los circunstantes pensar que Jesús ignoraba fuese en aquel caso oído; como podían creer que obraba en aquel momento Jesús por una delegación circunstancial; ambos errores quedan desvanecidos con la aserción del Señor: él ya lo sabía, el Padre le oye siempre. Y señala en seguida la finalidad apologética del milagro: lo hace para demostrar su íntima unión cοn el Padre, y para que el pueblo crea que es el enviado de Dios, como Hijo de Dios, tal cual les había dicho pocos días antes (Ioh. 10, 30). Mas, por el pueblo, que está alrededor, lo dije: para que crean que tú me has enviado. Si nο creen no tendrán excusa. Y habiendo dicho esto, es fácil imaginar la solemnidad del momento, gritó en alta voz, para que todos le oyesen y fuesen testigos de su poder sobre la muerte, diciendo: «¡Lázaro, ven afuera!», ven acá donde estamos nosotros los vivos: Y en el mismo punto, porque Dios habla y son hechas las cosas, salió el que había estado muerto, a dar con su obediencia testimonio de que Jesús es la resurrección y la vida, atados los pies y las manos con vendas, con cintas de lienzo, como solían hacerlo los judíos, colocando aromas en polvo entre el cuerpo y la envoltura, y cubierto el rostro con un sudario, que se ataba también alrededor de la cabeza y cara. Y para que no sólo le vieran vivo, sino hacer lo que los vivos hacen, Jesús les dijo: «Desatadle, y dejadle ir»; habían quedado pasmados ante el prodigio, y no ayudaban al resucitado para desfajarle.

Con ello acaba la narración del estupendo prodigio. Ni una palabra de lo que hizo entonces Lázaro, de su vida posterior, del gozo de las hermanas, de los sentimientos de la concurrencia: sublime concisión, que es una marca de la absoluta verdad de un relato que escribió un testigo presencial del hecho estupendo.


Lecciones morales. — A) v. 39. — Señor, ya hiede... — Son palabras quizá de desconfianza, según Teofilacto, porque es cosa nunca oído que resurja un cadáver corrupto; o son de admirar, dice San Beda, porque revelan el contraste entre el estado del difunto y el milagro que Marta espera. O mejor, dice el Crisóstomo, son palabras de confusión para los incrédulos: porque así atestiguan el milagro las manos, que quitan la losa; el oído, que escucha la voz de Cristo; la vista, que se fija en Lázaro que sale de la tumba; y el olfato, que percibe el hedor de la corrupción.


B) v. 41.- Padre, gracias te doy, porque me has oído. — Esto es, dice el Crisóstomo nada hay en mí contrario a ti; no dice que él no puede, o que es inferior al Padre. Jesús no necesita orar para alcanzar la gracia de hacer milagros, como lo hicieron todos los taumaturgos del Antiguo y del Nuevo Testamento. Ora como hombre y obra como Dios. Como hombre puede rogar, para que recibamos nosotros ejemplo; pero como Dios, puede autonómicamente hacer cuanto le place. ¡Cómo debiera descansar en este pensamiento nuestro espíritu cuándo nos dirigimos con nuestras oraciones al Omnipotente Jesús, Padre Hermano y Amigo nuestro!


C) v. 42. —Por el pueblo, que está alrededor... — Oró Jesús, dice San Hilario no porque le faltara poder, sino porque el pueblo estaba necesitado de doctrina. A Jesús le oye siempre el Padre por su consubstancialidad con El como Dios, y porque como hombre no le pedía jamás nada que el Padre le pudiese negar: tal era la conformidad y conveniencia entre la voluntad de Jesús y la del Padre; Pidamos a Dios lo que nos convenga, y pidámosle nos ilumine ρara saber lo que nos conviene, y nuestra oración tendrá eficacia, porque está empeñada la palabra del mismo Jesús: «Pedid y recibiréis: (Ioh. 16, 24).


D) v. 43. — ¡Lázaro, ven afuera!— Le llama con su nombre, dice San Agustín, para que sea el que vuelva a la vida; no le dice: «Resucita», dice el Crisóstomo, para demostrar que habla a los vivos como a los muertos; y no le dice, ven en nombre del Padre, para que se vea la plenitud de su poder. Y Lázaro, al punto, salió: es la criatura que ha oído la voz de su Criador; es la muerte que ha soltado la presa al oír la palabra del que es Vida substancial; es el espíritu que ha oído el mandato del Espíritu, y ha vuelto a informar aquel cuerpo, y ambos han acudido, de la oscuridad del sepulcro a la plena luz del sol, a rendir pleitesía al que hizo al cuerpo y al espíritu e hizo de ello un ser humano.


E) v. 44. — Desatadle, y dejadle ir. — Se lo dice, según el Crisóstomo, para que le palpen, y vean que es el mismo; y dice que le dejen ir, por la humildad de Jesús, que no le acompaña, ni le manda que vaya con él para su ostentación. ¡Con qué justeza hace Jesús las obras, aun las más maravillosas! Jamás pierde la serenidad. Se manifiesta cuánto deba hacerlo para lograr sus fines; se oculta cuando no es preciso se manifieste más. Ni el más pequeño asomo de vanidad; ni la más pequeña falta de plenitud en lo que debe hacer: ni más, ni menos. Y siempre las altas conveniencias del espíritu dominando y prevaleciendo sobre toda aparente conveniencia del momento.

(Dr. D. Isidro Gomá y Tomás, El Evangelio Explicado, Vol. I, Ed. Acervo, 6ª ed., Barcelona, 1966)


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Mons. Fulton J. Sheen


La resurrección que preparó su muerte


Muchos fueron los intentos que se hicieron contra la vida de Jesucristo, sobre todo cuando declaró ser el Hijo de Dios. Pero su muerte quedó formalmente decidida cuando manifestó el poder que poseía sobre la muerte al resucitar a Lázaro.


Así que desde aquel día tomaron el acuerdo de hacerle morir.

Ioh 11, 53


Antes solía hablar primero de su muerte y luego de su resurrección. Esta vez habló primero de su resurrección cuando sus enemigos aludieron a su muerte. La tumba vacía de Lázaro suscitó la resolución de dar una cruz a Jesús; pero Él, a su vez, daría la cruz a cambio de la tumba vacía.

No era la primera vez que hablaba de su resurrección. En 1os primeros días de su vida pública, cuando dio alimento a las multitudes y se prometió a sí mismo como el Pan de Vida, dijo que daría resurrección a otros:


Esta es la voluntad de aquel que me envió, que de cuanto me ha dado, yo no pierda nada, sino que lo resucite en el día postrero.

Pues que ésta es la voluntad de mi Padre, que todo aquel que ve al Hijo y cree en Él, tenga vida eterna y yo le resucitaré en el día postrero...

El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna; y yo le resucitaré en el día postrero…

Ioh 6, 39 s 54


Estas palabras trascendían las predicciones de su propia resurrección; era una afirmación de que todos los que creyeran en El y vivieran por medio de una vida resucitada gozarían de la resurrección por medio de su poder.

Anteriormente había resucitado ya a otras personas de entre los muertos. Una fue la hija de Jairo, la otra fue el hijo de la viuda de Naím. La primera acababa de morir; el segundo estaba ya en su ataúd; pero la resurrección más sorprendente fue la de Lázaro.

Nuestro Señor se hallaba en aquella ocasión predicando al este del río Jordán, en la Perea. A cierta distancia se encontraba la ciudad de Betania, que distaba unas dos millas de Jerusalén. En aquella ciudad vivían dos hermanas, Marta y María, con su hermano Lázaro, y en su casa recibía nuestro Señor muchas veces hospitalidad. Cuando Lázaro cayó enfermo, Marta y María enviaron un mensajero a Jesús para que le dijera:


Señor, el que amas está enfermo.

Ioh 11, 3


Las hermanas le llamaban «Señor», indicando así que reconocían su divinidad y autoridad. Tampoco ponían la fuente del amor en Lázaro, sino que más bien la ponían en Cristo. Las hermanas invocaban precisamente este amor y dejaban a su decisión hacer lo que Él creyera mejor. Lo mismo que su Madre santísima en las bodas de Caná, donde se limitó a observar: «no tienen vino».

Al recibir el mensaje, dijo nuestro Señor:


Esta enfermedad no es de muerte, sino para gloria de Dios, para que sea glorificado el Hijo de Dios.

Ioh 11, 4


En la mente de Jesús debieron de estar presentes en un mismo instante la muerte de Lázaro y su propia resurrección, puesto que más adelante, cuando visitó Betania y resucitó a Lázaro de entre los muertos, dijo a Marta:


¿No te dije yo que, si creyeras, verías la gloria de Dios?

Ioh 11, 40


Asocia consigo mismo el honor y la gloria no como Mesías, sino como el Hijo de Dios, el que está unido al Padre. Cuando nuestro Señor dijo que la enfermedad de Lázaro no era de muerte, no quería con ello significar que Lázaro no moriría, sino más bien que la finalidad y el propósito de su muerte eran la glorificación de Jesucristo mismo, como Hijo de Dios.

Es muy probable que las dos hermanas pensaran que tan pronto como nuestro Señor recibiera su mensaje se apresuraría a ir a ver a Lázaro, pero Jesús permaneció dos días en el lugar en que se hallaba cuando fueron a llevarle la noticia. Si no se hubiera escrito el último capítulo de la muerte de Lázaro, parecería que nuestro Señor tenía poco interés en la salud de su amigo. Sucedió que éste fue uno de los raros ejemplos acerca de muerte, enfermedad y desgracia en que se escribió el último capítulo, y en que los propósitos de Dios pueden verse incluso en su demora.

La distancia entre el lugar donde se hallaba nuestro Señor y la ciudad en que vivía Lázaro era algo así como un día de camino. Por lo tanto, sí permaneció dos días más en Perea y añadimos otro día para el viaje, en total tendremos cuatro días transcurridos desde aquel en que recibió la noticia. Las demoras de Dios son misteriosas; a veces nos prolonga las penas por la misma razón por la cual nos las envía. Se abstiene a veces de curar, no porque el Amor no ame, sino porque el Amor nunca cesa de amar, y porque de la desgracia se espera un bien mayor. El horario del cielo es distinto del nuestro. El amor humano, siempre impaciente, no soporta la demora. La misma tardanza manifestó Jesús cuando se dirigía a la casa de Jairo, cuya hija fue también resucitada por Él. En este caso, en vez de apresurarse, nuestro Señor empleó unos momentos preciosos para sanar a una mujer que padecía de un flujo de sangre, a la cual curó cuando ella tocó el vestido de Jesús en medio de la multitud. Las obras del mal se efectúan a veces en momentos de prisa. Nuestro Señor dijo a Judas que fuera «rápidamente» a realizar su obra de iniquidad.

Al cabo de dos días, nuestro Señor volvió a hablar de la familia que tanto amaba. No dijo:


«vayamos a casa de Lázaro», o «a Betania», sino más bien: «volvamos a Judea», cuya capital era Jerusalén, donde se concentraba la oposición que contra Él se había desatado. Al oír tales palabras, los discípulos temieron en seguida por la vida del Maestro, y dijeron, refiriéndose a los fariseos y a los guías del pueblo:

Hace poco que los judíos quisieron apedrearte, ¿y vas allá otra vez?

Ioh 11, 8


Nuestro Señor los estaba probando. Unas semanas antes, Juan decía así de los enemigos de Jesús:

Por tanto, procuraban otra vez prenderle:
pero se salió de sus manos.

Ioh 10, 39


Ahora sugería a sus apóstoles que volvían al centro de la oposición. Su hora estaba cerca. Los apóstoles no podían entender que hubiera prudencia o sentido común en lo que iban a emprender. Temían tanto por su propia seguridad como por la de su Maestro, aunque no dijeron que estuvieran asustados; más bien hablaron solamente de los enemigos que trataban de apedrear al Señor. La respuesta que Jesús les dio entonces era otra indicación de que su vida estaba dispuesta según un orden divino que ningún hombre Podía modificar.


¿No tiene doce horas el día? No tropezará el que anduviere de día, porque verá la luz de este mundo. Pero sí alguno anduviere de noche, tropezará, porque la luz no está en él.

Ioh 11, 9-10


Como era su costumbre, declaraba una verdad sencilla con doble sentido, uno literal, otro espiritual. El sentido literal era el siguiente: existe la luz natural del sol; durante unas doce horas el hombre trabaja o viaja; durante estas horas de luz diurna el sol ilumina su senda. Si, en cambio, un hombre viaja o trabaja de noche, tropieza o hace mal su trabajo. El sentido espiritual era que El se había llamado a sí mismo la Luz del mundo. De la misma manera que nadie puede impedir al sol que siga iluminando durante las horas señaladas del día, así tampoco podía nadie interrumpir a Jesús en su misión. Aun cuando fueran a Judea, ningún mal podía sobrevenirle hasta que El consintiera en ello. En tanto su luz siguiera brillando sobre los apóstoles, éstos no tenían que temer nada, incluso en la ciudad de los perseguidores. Era ésta la misma idea que Jesús había expresado en su respuesta a Herodes, cuando llamó zorra a éste. Llegaría un momento en que permitiría que la luz fuese apagada, y en que diría a Judas y a sus enemigos en el huerto: «Esta es vuestra hora y el poder de las tinieblas.» Pero, hasta que El lo permitiera, nada podían hacer sus enemigos. El día existe hasta el momento de la pasión; la pasión es la noche:


Es menester que haga las obras de aquel que me envió, en tanto de día la noche viene cuando nadie puede hacer sus obras. Mientras estoy en el mundo, soy luz del mundo.

Ioh 9, 4-5


Nadie podía quitarle ni un segundo de las doce horas de luz que tenía señaladas para enseñar su doctrina; ni tampoco podía nadie acelerar un segundo de la hora de las tinieblas cuando fuera inminente su muerte. Cuando finalmente anunció a sus discípulos que era preciso ponerse en marcha, el melancólico y pesimista Tomás dijo a sus compañeros:


Vamos también nosotros, para que muramos juntamente con El.

Ioh 11, 16


Conociendo la tremenda oposición que se les hacía en Jerusalén, Tomás insinuaba ahora que tal vez perecerían todos juntos en la ciudad santa. Dígase lo que se quiera acerca de Tomás, hay que admitir que se adelantó a todos sus compañeros en reconocer que en la ciudad la muerte esperaba a nuestro Señor, aunque fue el último en reconocer su resurrección. Si nuestro Señor deseaba morir, Tοmás quería morir junto con É1. Cada vez que se habla de Tomás en el evangelio aparece en esta actitud sombría y pesimista. Y, sin embargo, si el único medio para seguir estando en compañía del Maestro era morir junto con Él, Tomás estaba dispuesto a ello.

Cuando nuestro Señor llegó a Betania, ya hacia cuatro días que Lázaro estaba enterrado. Como Betania distaba menos de dos horas de camino de Jerusalén y desde ella se divisaba el Templo, había mucha gente allí, sobre todo enemigos de Jesús, cuando se anunció su llegada. También habían llegado muchas personas a la casa mortuoria para dar el pésame a las dos hermanas. Al saber la llegada de Jesús, Marta, la activa, se levantó y corrió presurosa a su encuentro, mientras permanecía María en la casa. Marta había confiado un poco en el poder de Jesús, pero solamente un poco, puesto que le habló así:


Si hubieras estado aquí, no hubiese muerto mi hermano.

Ioh 11, 22


Al decirle nuestro Señor que su hermano resucitaría, Marta convino en que así sería, en efecto, en la resurrección general del último día. Resultaba extraño que Marta no hubiera oído o no recordara lo que anteriormente había dicho Jesús en el templo:


No os maravilléis de esto porque viene tiempo en que todos los que están en los sepulcros oirán su voz y saldrán.

Ioh 11, 28


La fe que Marta expresaba en la resurrección era la de la mayor parte de los judíos, con excepción de los saduceos. Del mismo modo que la mujer del pozo sabía que el Mesías había de venir, pero no se daba cuenta de que ya estaba hablando con ella, así Marta, aunque creía en la resurrección, no sabía que la Resurrección estaba delante de ella. Tal como nuestro Señor dijo a la mujer del pozo que El era el Mesías, así ahora dijo a Marta:


Yo soy la resurrección y la vida.

Ioh 11,25


Si Cristo hubiese dicho: «Yo soy la resurrección», sin prometer la vida espiritual y eterna, sólo habría significado que prometía sucesivas reencarnaciones en una vida miserable. Si hubiera dicho: « Yo soy la vida», sin decir también: « Yo soy la resurrección», no tendríamos más que la promesa de nuestro perpetuo descontento. Pero, al combinar ambas cosas, afirmó que en Él hay una vida que, al morir, se eleva a la perfección; por lo tanto, la muerte no era el fin, sino el preludio de una resurrección a una vida nueva y cabal. Era otra manera de combinar la cruz y la gloria, que corría como una antífona a través del salmo de su vida. En el momento en que decía esto emprendía deliberadamente su viaje hacía la Judea, donde se hallaban sus enemigos. Nuestro Señor nο gustaba de usar la palabra «muerte», lo cual demostraba que toda su vida estaba destinada a vencer la muerte. Usó la misma palabra acerca de la hija de Jairo que respecto a Lázaro: dijo que estaban «dormidos». Es la misma palabra que usarían los seguidores de Jesucristo al hablar de Esteban, pues dijeron que «se había dormido».

Cuando nuestro Señor preguntó a Marta sí creía que cualquiera que creyera en Él nο moriría, ella le respondió:


Sí, Señor; yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, que había de venir a este mundo.

Ioh 11, 27


Aquella fe en la encarnación era la preparación al milagro que dentro de poco había de obrarse. María aparece entonces, llorando. Al ver las lágrimas de ella y de sus amigos,


Jesús se sintió conmovido en su espíritu y se turbó.

Ioh 11, 33

De una manera más bien activa que pasiva, se compenetró con la muerte y el dolor, dos de los principales efectos del pecado, estaba triste porque quería, y moriría porque así lo quería también. La larga procesión de gente enlutada a través de los siglos, el lúgubre efecto de la muerte que Él mismo iba a tomar sobre sí, le inducía a apurar hasta las heces el cáliz amargo de la cruz. No hubiese podido llegar a ser sumo sacerdote sin tener compasión de nuestras penas. De la misma manera que era débil en nuestra debilidad, pobre en nuestra pobreza, así estaba triste también en nuestra tristeza. Este participar deliberadamente de las penas de aquellos a quienes iba a redimir le hacía derramar lágrimas. La palabra griega empleada en el texto para indicar que lloraba da la idea de verter lágrimas serenamente. En las Escrituras se nos describe tres veces a nuestro Señor llorando: una vez, por una nación, cuando lloró sobre Jerusalén; otra, en el huerto de Getsemaní, cuando lloró por los pecados del mundo; y en el momento de que estamos hablando, cuando Lázaro estaba muerto, lloró por el efecto del pecado, que es la muerte. Ninguna de estas lágrimas era para El mismo, sino para la naturaleza humana que había asumido. En cada uno de los tres ejemplos su corazón humano podía distinguir entre el fruto y la raíz, entre los males que afligen al mundo y la causa de los mismos, que es el pecado. Realmente, Él era la «Palabra hecha carne».

Muchos de los que se hallaban junto a la tumba de Lázaro dijeron:

He aquí cómo le amaba.

Pero otros, que también lloraban apesadumbrados, enseñaron los dientes al preguntar:


¿No podía este hombre, que abrió los ojos de aquel que era ciego, hacer que éste no muriese?

Ioh 11, 36 s


Se trataba, evidentemente, de una fe a medías en que Él era el Mesías, debida a los milagros que había hecho. Cuando estuviera en la cruz, admitirían también todos sus milagros, salvo que aparentemente no pudiera bajar de la cruz. Ahora también estaban dispuestos a admitir cualquier milagro; pero, ciertamente, si fuera el Mesías y el Hijo de Dios, habría evitado que Lázaro muriera. Puesto que no lo había evitado, no era el Cristo. Sin hacer caso de lo que pudieran estar murmurando, Jesús insinuó que se retirase la piedra que tapaba la entrada del sepulcro. Marta confirmó la muerte de Lázaro con estas palabras:

Señor, hiede ya;

porque hace cuatro días que está muerto.

Ioh 11, 39

Cοn estas palabras advertía al Señor que la condición del difunto era como para abandonar toda esperanza en su resurrección hasta el último día. Pero una vez fue quitada la piedra, según Jesús había ordenado, éste elevó una oración a su Padre celestial. El contenido de esta plegaría era que por medio de aquel milagro todo el que lo viera pudiera creer que el Padre y Él eran uno mismo, y que el Padre era quien le había enviado al mundo. Entonces

Clamó a gran voz:

¡Lázaro, sal afuera!

Ioh 11, 44

Lázaro salió de la tumba envuelto con vendas y el rostro cubierto con un sudario; las manos amorosas de sus hermanas le despojaron de tales trabas, y el que había estado cautivo por la muerte fue restablecido a la vida. Allí, a la plena luz del día, en presencia de testigos hostiles a Jesús, fue resucitado un hombre que había estado muerto por espacio de cuatro días.

De la misma manera que el sol brilla sobre el barro y lo endurece, y brilla sobre la cera y la ablanda, así este gran milagro de nuestro Señor endureció algunos corazones para la incredulidad y ablandó a otros para la fe. Algunos creyeron, pero el efecto general de aquel milagro fue que los judíos decidieron condenar a muerte

(Tomado de su Vida de Cristo, Ed. Herder, Barcelona)


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San Ambrosio

«Vendrá Cristo a tu sepultura y cuando vea llorar por ti a Marta, la mujer del buen servicio, y a María, la que escuchaba atentamente la Palabra de Dios, como la Santa Iglesia que ha escogido para sí la mejor parte, se volverá a misericordia. Cuando a la hora de tu muerte vea las lágrimas de tantas gentes, preguntará: ¿Dónde lo habéis puesto? Es decir, ¿ en qué lugar de los reos está? ¿en qué orden de los penitentes? Veré al que lloráis, para moverme por su sus propias lágrimas, veré si está muerto al pecado aquel cuyo perdón pedís. Así, pues, viendo el Señor Jesús el agobio del pecador no puede menos de derramar lágrimas; no puede soportar que llore sola la Iglesia. Se compadece de su Amada y dice al difunto: Sal fuera... Manifiesta tu propio pecado y serás justificado» (La penitencia 2,7,54-57

(Tomado de MANUEL GARRIDO BONAÑO, O.S.B. Año litúrgico patrístico)

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Juan Pablo II

Significado salvífico de los milagros

1. Un texto de San Agustín nos ofrece la clave interpretativa de los milagros de Cristo como señales de su poder salvífico. "El haberse hecho hombre por nosotros ha contribuido más a nuestra salvación que los milagros que ha realizado en medio de nosotros; el haber curado las enfermedades del alma es más importante que el haber curado las enfermedades del cuerpo destinado a morir" (San Agustín, In Io. Ev. Tr., 17, 1). En orden a esta salvación del alma y a la redención del mundo entero Jesús cumplió también milagros de orden corporal. Por tanto, el tema de la presente catequesis es el siguiente: mediante los "milagros, prodigios y señales" que ha realizado, Jesucristo ha manifestado su poder de salvar al hombre del mal que amenaza al alma inmortal y su vocación a la unión con Dios.

2. Es lo que se revela en modo particular en la curación del paralítico de Cafarnaum. Las personas que lo llevaban, no logrando entrar por la puerta en la casa donde Jesús estaba enseñando, bajaron al enfermo a través de un agujero abierto en el techo, de manera que el pobrecillo vino a encontrase a los pies del Maestro. "Viendo Jesús la fe de ellos, dijo al paralítico: !Hijo, tus pecados te son perdonados!". Estas palabras suscitan en algunos de los presentes la sospecha de blasfemia: "Blasfemia. ¿Quién puede perdonar pecados sino sólo Dios?". Casi en respuesta a los que habían pensado así, Jesús se dirige a los presentes con estas palabras: "¿Qué es más fácil, decir al paralítico: tus pecados te son perdonados, o decirle: levántate, toma tu camilla y vete? Pues para que veáis que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar los pecados )se dirige al paralítico) , yo te digo: levántate, toma tu camilla y vete a tu casa. El se levantó y, tomando luego la camilla, salió a la vista de todo" (Cfr. Mc 2, 1)12; análogamente, Mt 9, 1-8; Lc 5, 18-26: "Se marchó a casa glorificando a Dios" 5, 25).

Jesús mismo explica en este caso que el milagro de la curación del paralítico es signo del poder salvífico por el cual El perdona los pecados. Jesús realiza esta señal para manifestar que ha venido como salvador del mundo, que tiene como misión principal librar al hombre del mal espiritual, el mal que separa al hombre de Dios e impide la salvación en Dios, como es precisamente el pecado.

3. Con la misma clave se puede explicar esta categoría especial de los milagros de Cristo que es "arrojar los demonios". "Sal, espíritu inmundo, de ese hombre", conmina Jesús, según el Evangelio de Marcos, cuando encontró a un endemoniado en la región de los gerasenos (Mc 5, 8). En esta ocasión asistimos a un coloquio insólito. Cuando aquel "espíritu inmundo" se siente amenazado por Cristo, grita contra El. "¿Qué hay entre ti y mí, Jesús, Hijo del Dios Altísimo? Por Dios te conjuro que no me atormentes". A su vez, Jesús "le preguntó: !¿Cuál es tu nombre?!. El le dijo: Legión es mi nombre, porque somos muchos" (Cfr. Mc 5, 7-9). Estamos, pues, a orillas de un mundo oscuro, donde entran en juego factores físicos y psíquicos que, sin duda, tienen su peso en causar condiciones patológicas en las que se inserta esta realidad demoníaca, representada y descrita de manera variada en el lenguaje humano, pero radicalmente hostil a Dios y, por consiguiente, al hombre y a Cristo que ha venido para librarlo de este poder maligno. Pero, muy a su pesar, también el "espíritu inmundo", en el choque con la otra presencia, prorrumpe en esta admisión que proviene de una mente perversa, pero, al mismo tiempo, lúcida: "Hijo del Dios Altísimo".

4. En el Evangelio de Marcos encontramos también la descripción del acontecimiento denominado habitualmente como la curación del epiléptico. En efecto, los síntomas referidos por el Evangelista son característicos también de esta enfermedad ("espumarajos, rechinar de dientes, quedarse rígido"). Sin embargo, el padre del epiléptico presenta a Jesús a su Hijo como poseído por un espíritu maligno, el cual lo agita con convulsiones, lo hace caer por tierra y se revuelve echando espumarajos. Y es muy posible que en un estado de enfermedad como éste se infiltre y obre el maligno, pero, admitiendo que se trate de un caso de epilepsia, de la que Jesús cura al muchacho considerado endemoniado por su padre, es sin embargo, significativo que El realice esta curación ordenando al "espíritu mudo y sordo": "Sal de él y no vuelvas a entrar más el" (Cfr. Mc 9, 17-27). Es una reafirmación de su misión y de su poder de librar al hombre del mal del alma desde las raíces.

5. Jesús da a conocer claramente esta misión suya de librar al hombre del mal y, antes que nada del pecado, mal espiritual. Es una misión que comporta y explica su lucha con el espíritu maligno que es el primer autor del mal en la historia del hombre. Como leemos en los Evangelios, Jesús repetidamente declara que tal es el sentido de su obra y de la de sus Apóstoles. Así, en Lucas: "Veía yo a Satanás caer del cielo como un rayo. Yo os he dado poder para andar... sobre todo poder enemigo y nada os dañará" (Lc 10, 18-19). Y según Marcos, Jesús, después de haber constituido a los Doce, les manda "a predicar, con poder de expulsar a los demonios" (Mc 3, 14-15). Según Lucas, también los setenta y dos discípulos, después de su regreso de la primera misión, refieren a Jesús: "Señor, hasta los demonios se nos sometían en tu nombre" (Lc 10, 17).

Así se manifiesta el poder del Hijo del hombre sobre el pecado y sobre el autor del pecado. El nombre de Jesús, que somete también a los demonios, significa Salvador. Sin embargo, esta potencia salvífica alcanzará su cumplimiento definitivo en el sacrificio de la cruz. La cruz sellará la victoria total sobre Satanás y sobre el pecado, porque éste es el designio del Padre, que su Hijo unigénito realiza haciéndose hombre: vencer en la debilidad, y alcanzar la gloria de la resurrección y de la vida a través de la humillación de la cruz. También en este hecho paradójico resplandece su poder divino, que puede justamente llamarse la "potencia de la cruz".

6. Forma parte también de esta potencia y pertenece a la misión del Salvador del mundo manifestada en los "milagros, prodigios y señales", la victoria sobre la muerte, dramática consecuencia del pecado. La victoria sobre el pecado y sobre la muerte marca el camino de la misión mesiánica de Jesús desde Nazaret hasta el Calvario. Entre las "señales" que indican particularmente el camino hacia la victoria sobre la muerte, están sobre todo las resurrecciones: "los muertos resucitan" (Mt 11, 5), responde, en efecto, Jesús a la pregunta acerca de su mesianidad que le hacen los mensajeros de Juan el Bautista (Cfr. Mt 11, 3). Y entre los varios "muertos", resucitados por Jesús, merece especial atención Lázaro de Betania, porque su resurrección es como un "preludio" de la cruz y de la resurrección de Cristo, en el que se cumple la victoria definitiva sobre el pecado y la muerte.

7. El Evangelista Juan nos ha dejado una descripción pormenorizada del acontecimiento. Bástenos referir el momento conclusivo. Jesús pide que se quite la losa que cierra la tumba ("Quitad la piedra"). Marta, la hermana de Lázaro, indica que su hermano está desde hace ya cuatro días en el sepulcro y el cuerpo ha comenzado ya, sin duda, a descomponerse. Sin embargo, Jesús, gritó con fuerte voz: ¡Lázaro, sal fuera!. "Salió el muerto", atestigua el Evangelista (Cfr. Jn 11, 38-43). EL hecho suscita la fe en muchos de los presentes. Otros, por, el contrario, van a los representantes del Sanedrín para denunciar lo sucedido. Los sumos sacerdotes y los fariseos se quedan preocupados, piensan en una posible reacción del ocupante romano ("vendrán los romanos y destruirán nuestro lugar santo y nuestra nación": cfr. Jn 11, 45-48). Precisamente entonces se dirigen al Sanedrín las famosas palabras de Caifás: "Vosotros no sabéis nada; ¿no comprendéis que conviene que muera un hombre por todo el pueblo y no que perezca todo el pueblo?". Y el Evangelista anota: "No dijo esto de sí mismo, sino que, como era pontífice aquel año, profetizó". ¿De qué profecía se trata? He aquí que Juan nos da la lectura cristiana de aquellas palabras, que son de una dimensión inmensa: "Jesús había de morir por el pueblo y no sólo por el pueblo, sino para reunir en uno todos los hijos de Dios que estaban dispersos" (Cfr. Jn 11, 49-52).

8. Como se ve, la descripción joánica de la resurrección Lázaro contiene también indicaciones esenciales referentes al significado salvífico de este milagro. Son indicaciones definitivas, precisamente porque entonces tomó el Sanedrín la decisión sobre la muerte de Jesús (Cfr. Jn 11, 53). Y será la muerte redentora "por el pueblo" y "para reunir en uno todos los hijos de Dios que estaban dispersos" para la salvación del mundo. Pero Jesús dijo ya que aquella muerte llegaría a ser también la victoria definitiva sobre la muerte. Con motivo de la resurrección de Lázaro, dijo a Marta: "Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera vivirá, y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre" (Jn 11, 25-26)

9. Al final de nuestra catequesis volvemos una vez más al texto de San Agustín: "Si consideramos ahora los hechos realizados por el Señor y Salvador nuestro, Jesucristo, vemos que los ojos de los ciegos, abiertos milagrosamente, fueron cerrados por la muerte, y los miembros de los paralíticos, liberados del maligno, fueron nuevamente inmovilizados por la muerte: todo lo que temporalmente fue sanado en el cuerpo mortal, al final, fue deshecho; pero el alma que creyó, pasó a la vida eterna. Con este enfermo, el Señor ha querido dar un gran signo al alma que habría creído, para cuya remisión de los pecados había venido, y para sanar sus debilidades El se había humillado" (San Agustín, In Io Ev. Tr., 17, 1).

Sí, todos los "milagros, prodigios y señales" de Cristo están en función de la revelación de El como Mesías, de El como Hijo de Dios: de El, que, solo, tiene el poder de liberar al hombre del pecado y de la muerte, de El que verdaderamente es el Salvador del mundo.

(Tomado de su catequesis del 25 - XI - 1987)

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Catecismo de la Iglesia Católica

Los signos del Reino de Dios

547 Jesús acompaña sus palabras con numerosos "milagros, prodigios y signos" (Hch 2, 22) que manifiestan que el Reino está presente en El. Ellos atestiguan que Jesús es el Mesías anunciado (cf, Lc 7, 18-23).

548 Los signos que lleva a cabo Jesús testimonian que el Padre le ha enviado (cf. Jn 5, 36; 10, 25). Invitan a creer en Jesús (cf. Jn 10, 38). Concede lo que le piden a los que acuden a él con fe (cf. Mc 5, 25-34; 10, 52; etc.). Por tanto, los milagros fortalecen la fe en Aquél que hace las obras de su Padre: éstas testimonian que él es Hijo de Dios (cf. Jn 10, 31-38). Pero también pueden ser "ocasión de escándalo" (Mt 11, 6). No pretenden satisfacer la curiosidad ni los deseos mágicos. A pesar de tan evidentes milagros, Jesús es rechazado por algunos (cf. Jn 11, 47-48); incluso se le acusa de obrar movido por los demonios (cf. Mc 3, 22).

549 Al liberar a algunos hombres de los males terrenos del hambre (cf. Jn 6, 5-15), de la injusticia (cf. Lc 19, 8), de la enfermedad y de la muerte (cf. Mt 11,5), Jesús realizó unos signos mesiánicos; no obstante, no vino para abolir todos los males aquí abajo (cf. LC 12, 13. 14; Jn 18, 36), sino a liberar a los hombres de la esclavitud más grave, la del pecado (cf. Jn 8, 34-36), que es el obstáculo en su vocación de hijos de Dios y causa de todas sus servidumbres humanas.

550 La venida del Reino de Dios es la derrota del reino de Satanás (cf. Mt 12, 26): "Pero si por el Espíritu de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios" (Mt 12, 28). Los exorcismos de Jesús liberan a los hombres del dominio de los demonios (cf Lc 8, 26-39). Anticipan la gran victoria de Jesús sobre "el príncipe de este mundo" (Jn 12, 31). Por la Cruz de Cristo será definitivamente establecido el Reino de Dios: "Regnavit a ligno Deus" ("Dios reinó desde el madero de la Cruz", himno "Vexilla Regis").


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EJEMPLOS PREDICABLES

Haz como Jesucristo

Cuentan que, estando reciente la revolución francesa, Reveillère Lépaux, uno de los jefes de la república, que había asistido al saqueo de iglesias y a la matanza de sacerdotes, se dijo a sí mismo: "Ha llegado la hora de reemplazar a Cristo. Voy a fundar una religión enteramente nueva y de acuerdo con el progreso". Pero no funcionó. Al cabo de unos meses, el «inventor» acudió desconsolado a Bonaparte, ya primer cónsul, y le dijo: –¿Lo creeréis, señor? Mi religión es preciosa, pero no arraiga entre el pueblo. Respondió Bonaparte: –Ciudadano colega, ¿tenéis seriamente la intención de hacer la competencia a Jesucristo? No hay más que un medio; haced lo que Él: haceos crucificar un viernes, y tratad de resucitar el domingo. (Cfr. A. Hillaire, "La religión demostrada").


39.

En la última etapa de su vida Jesús conoció la clandestinidad. Tuvo que esconderse como medida de precaución ante el creciente odio de las autoridades (Jn 10,39-40; 11,54). De Perea, al otro lado del Jordán, iría a Betania, al conocer la enfermedad de Lázaro. Betania es una pequeña aldea situada a unos 6 km al este de Jerusalén. Actualmente se puede visitar en Betania una tumba que la tradición venera como la de Lázaro. Por unas escaleras profundas y estrechas se baja a un reducido espacio en donde hay una mesa de piedra. En ella habría estado el cadáver del hermano de Marta y María. En una de las húmedas paredes están escritas las palabras de Jesús según el evangelio de Juan: "Yo soy la resurrección y la vida..."

El relato de la resurrección de Lázaro sólo aparece narrado en el evangelio de Juan. Lo mismo que sucede con otras escenas que sólo cuenta este evangelista, estamos ante una densa y cuidada elaboración teológica en forma de narración con la que, por medio de numerosos detalles, se nos quiere dejar grabada una importante idea. La comunidad de los discípulos de Jesús ha estado escuchando su mensaje de liberación y comprobándola también en gestos, en actividades, en signos. Pero aún ve en la muerte la interrupción de la vida, el fracaso invencible de todo proyecto de liberación. En esta narración teológica, Juan quiere dar una respuesta de fe a esta angustia: La muerte no es la frontera. Para quien cree en Jesús no es nunca el final definitivo.

Cuando Jesús decide volver a Betania, tan cerca de Jerusalén, los apóstoles se oponen. Tienen miedo. Las autoridades buscan ya a Jesús para matarlo. Pero él los va a desafiar, arriesgándose al peligro por estar cerca de su amigo Lázaro, que lo necesita. También Juan quiere decir algo importante en este detalle del relato: Para que la vida resplandezca en su plenitud hay que superar el miedo a morir.

En la mentalidad popular se pensaba que la muerte era del todo definitiva a partir del tercer día, cuando la descomposición empezaba a borrar los rasgos personales del difunto. Cuando Jesús llega a Betania, Lázaro lleva muerto "cuatro días". Es decir, está definitivamente muerto, no hay duda sobre ello. Con estos detalles, Juan quiere explicar que la fe en Jesús no prolonga indefinidamente la vida física del ser humano. Jesús no es ni un médico ni un mago que pueda impedir la muerte. Pero la fe en él le da al hombre una vida definitiva, que se prolongará más allá de la muerte física. Para el justo, la muerte no es más que "paso", como dirá Jesús. Como el paso del Mar Rojo que llevó a los israelitas de una tierra de esclavitud a la tierra de la libertad. Jesús con su vida y sus palabras han venido a revelar al hombre cuál es el proyecto de Dios: No hizo al ser humano para que muriera definitivamente, su destino no es la muerte sino una vida plena y definitiva. De ahí la solemnidad de este relato del evangelio de Juan. Pocos días antes de su propia muerte, Jesús revela en Lázaro la totalidad del evangelio: Dios nos liberará también de la muerte.

En tiempos de Jesús las tumbas se construían excavándolas en rocas naturales, en forma de cuevas. A la entrada, para taparla, se colocaba generalmente una piedra redonda que podía girar como una enorme rueda. Ante la tumba de su amigo, Jesús llora. Quería a Lázaro y siente profundamente su muerte y el sufrimiento de sus hermanas. Dios, a quien vemos en Jesús, llora ante el dolor humano, es solidario de nuestras tristezas. Ante la tumba, Jesús también invoca al Dios de la vida y lo hace con las palabras del profeta Ezequiel (Ez 37,1-14), en las que se anunciaban para los tiempos mesiánicos la superación de todos los dolores, también de la muerte. En ellas proclamaba el profeta la solemne resurrección de los "huesos secos" del pueblo oprimido de Israel.

La losa que cierra la entrada de la tumba es un símbolo de la desesperanza. Establece una frontera definitiva entre la vida y la muerte. Pero Dios es capaz de romper esta frontera. Por eso Jesús descorre la piedra. Y así puede entrar el "viento", símbolo bíblico por excelencia del Espíritu de Dios. Es un momento de extraordinaria solemnidad, pues lo que esta narración quiere decir es quizá la palabra última de todo el mensaje de Jesús, lo que es la más profunda convicción de la fe cristiana. La muerte como final de nuestra vida es el punto máximo de la debilidad humana. Si todo acabara con ella, se oscurece el sentido de toda nuestra existencia. Y esto no sólo desde un punto de vista individual, de "mi" vida, sino desde un punto de vista colectivo. Cómo podrá haber plena alegría en esa tierra nueva "donde habitará la justicia" (1 Pe 3, 13) que esperamos, si a los muertos que la hicieron posible con su esfuerzo se los tragó la tierra... De ahí que la fe en la vida después de la muerte sea esencial incluso para ahora, para la historia.


40.

Fuente: buzoncatolico.com
Autor: Padre Mario Santana Bueno, diòcesis de
Canarias.

Evangelio: Juan 11, 1-45: "Yo soy la resurrección y la
vida."

Hoy la Palabra nos lleva a ver un Jesús humano y
divino a la vez. Sus lágrimas y su cercanía a la
familia en la muerte de un amigo ya nos dice la
categoría humana del Señor. Sus Palabras se vuelven
presencia de Dios entre nosotros.

Hay personas que cuando se acercan al tema de la
muerte lo hacen para desesperanzarse, para destrozarse
o para sumergirse en una fuerte depresión. Jesús se
acerca para darnos la respuesta sobre cómo debemos de
situarnos ante la separación física definitiva.

Jesús manda a sus apóstoles a que "resuciten muertos".
Cada cristiano es en Jesús un resucitador de otras
personas abatidas por la muerte. Bien fácil es
comprender que Jesús se está refiriendo no sólo a la
muerte física. Se refiere a esas muertes presentes en
la fragilidad humana y que lleva a las personas a
perder cualquier ilusión por seguir adelante.

¿Quiénes están muertos?

Los muertos son aquellas personas que han dejado de
crecer y de tener esperanza. Los que viven llenos de
temores cuando una y otra vez el Evangelio nos dice:
"¡No tengan miedo!" Las personas que han tirado la
toalla con suma facilidad cuando Dios nos invita a la
lucha. Estar muertos es no ser feliz, es dejar que el
amor muera y que gane la batalla la soledad, la
cobardía, la indiferencia...

Son muchas las razones que hacen que una persona
pierda las ganas de vivir. Hay gente que ante los
graves problemas que viven lo que quieren es morirse.
Siempre me he dicho ante las dificultades que lo que
tengo que hacer es luchar para superarlas.

Me llama mucho la atención el ver personas presas de
la soledad, del desánimo y del desaliento, el ver cómo
sufren día tras días. Se estancan, no se mueven ni
exterior ni interiormente, y se quejan porque no son
felices...

Tenemos que leer este Evangelio recordando la parábola
del hijo pródigo (Lucas 11) ya que el hijo menor
"estaba muerto y ha vuelto a la vida..." Volvió a la
vida porque fue capaz de animarse, de volver sobre sus
pasos, de moverse. De nada sirve (es anticristiano) el
quedarse estancado sin hacer nada sino estar todo el
día lamentándose. Hay que luchar por lo que se quiere,
hay que sacrificarse por lo que uno desea.

El sufrimiento de muchas personas se podría evitar o
aminorar si tuviesen la capacidad de cambiar, de
levantarse y volver de nuevo a la casa del Padre. Pero
no, están lamentándose constantemente de su pasado,
presente y futuro... Morir es dejar que las distintas
formas de muerte (pecados) presentes en el mundo nos
ganen terreno interior. Resucitar es "levantarse" y
volver a la casa del Padre.

Para estar con Dios no es necesario la muerte física.
En el camino físico de la vida Dios está con nosotros.
Jesús se hizo uno de los nuestros para demostrarnos
que en la vida podemos realizar el magnífico proyecto
que Dios trazó desde el paraíso terrenal para el ser
humano. Morir es caer en la tentación.

Entre Dios y las personas se establece una muy honda complicidad amistosa que sólo rompe el pecado. Seguir a Cristo es ser amigo de Dios. La amistad con Dios ni siquiera la muerte física la rompe ya que el amor es más fuerte que la muerte. Resucitar es establecer en esta y en la otra vida esa intimidad con Dios que nace de un corazón bueno.

La resurrección comienza ya aquí en esta tierra en las
personas que son valientes, en los que son capaces de
ver sus errores y miserias, en los que saben que el
amor tiene el poder inmenso de cicatrizar el pasado y
restaurar las limitaciones del presente.

Tengo un conocido que me dice que no me fío de él; y
en parte es verdad. Le digo que cómo me voy a fiar de
una persona que es partidario de que una madre pueda
abortar (matar) al hijo que lleva en sus entrañas.
Cómo voy a confiar en una persona que es capaz de
aconsejar el divorcio más que la lucha y el esfuerzo
para superar los problemas matrimoniales... Cómo voy a
confiar en una persona que es partidaria de que los
enfermos más graves y los viejos sean exterminados...
Cómo me voy a fiar de una persona que dentro de sus
planes entra incluso la autoeliminación suicida como
expresión de su libertad... No, no me fío de los que
hacen de la muerte, la ruptura y la división la
solución de sus problemas. Ahora está de moda la
denominada "cultura de la muerte". La cultura que nos
trae Jesús es la cultura de la vida; de la física y de
la eterna.

La resurrección que nos propone Jesús es la de los
corazones. La persona que está unida a Cristo
colaborará con Él para que el interior de muchos seres
humanos sean transformados y sean, a su vez, capaces
de transformar.

¿Por qué hay tantas personas que no descubren a Jesús
en sus vidas?

Porque la fe es una gracia que Dios da, pero también
porque hay un buen número de seres humanas que viven
más cerca de las muertes cotidianas que las vidas y la
vida que nos ofrece Jesús. ¿Cómo puede dar vida a
otros una persona que está muerta por dentro...?

La cruz y la resurrección de Jesús fue la respuesta de
Dios en su amor a las personas. Con la resurrección
del Señor ya no había que esperar la resurrección en
la otra vida. Ya, aquí y ahora, en las esquinas del
mundo, ha comenzado la resurrección. Ya todos los
corazones pueden mirar el mañana sin temor porque en
ese futuro es Dios quien está. Cuando llegue la hora
de nuestra muerte física, la única diferencia es que
se abrirá la puerta de la eternidad para la vida que
en la temporalidad de la carne hemos entregado a
Cristo.

Tengo más motivos para resucitar que para estar en la
muerte, ¿Y tú...?

* * *

1. ¿Qué es para ti "estar muerto por dentro"?
2. ¿Cómo vives la resurrección que Jesús nos trae?
3. ¿Cómo podemos transmitir la resurrección a
otros?
4. ¿Qué elementos de vida y de muerte están
presentes en tu ambiente diario?
5. ¿Qué hacer para entender y vivir la resurrección
de Jesús?


41. Aquel día en que Jesús lloró

Fuente: Catholic.net
Autor: P Sergio Córdova LC

Reflexión

El pasaje de la resurrección de Lázaro es impresionante. A mí siempre me ha impactado mucho, y creo que deberíamos meditar bastante más para llegar a comprender el misterio que aquí se esconde.

El texto evangélico es riquísimo y me parece imposible tratar de comentarlo en unas cuantas cuartillas. Martín Descalzo, en su libro “Vida y misterio de Jesús de Nazaret” dedica todo un capítulo a este pasaje. Son páginas de una gran intuición humana y penetración espiritual, y su lectura resulta deliciosa y conmovedora.

Me gustaría mucho tratar de profundizar en el binomio muerte-vida, que es tan sobresaliente en el evangelio y en las cartas de san Juan; o en el tema de Cristo, Resurrección y Vida. Pero he preferido detenerme hoy en otro aspecto que, en mi opinión, no es menos importante, en cuanto que es también una revelación del alma de nuestro Señor. Y me refiero a las lágrimas de Jesús.

Podría parecer un tema secundario o “sentimental”. Pero, cuando es Dios mismo el que llora, creo que la cosa es bastante diferente y muy digna de tomarla en gran consideración.

En España y en muchos países de América Latina, se suele decir que “los hombres no lloran”, y se nos ha educado con esta mentalidad. Se nos ha dicho que las lágrimas son una debilidad, más propias de la mujer que del sexo “fuerte”. Pero yo siempre he considerado las lágrimas como un signo de grandeza de alma y no tanto como una debilidad. El mismo Dios no tuvo reparo en llorar ni sintió vergüenza alguna por ello. Y es que las lágrimas –cuando son sinceras— descubren los sentimientos más nobles del ser humano y revelan los misterios más profundos de su corazón. A través de ellas se puede atisbar un poco la intimidad de la persona. Y eso es algo muy sagrado.

¿Por qué llora el ser humano o qué es lo que quiere expresar con las lágrimas? Dolor físico y sufrimiento moral, tristeza, pena, aflicción. Pero también se puede llorar de alegría. Y hay lágrimas de amor, de ternura, de compasión, de piedad, de gratitud, de arrepentimiento. Lloramos cuando experimentamos un sentimiento muy vivo, muy íntimo y profundo, y que no podemos expresar con palabras.

Pues Jesús... ¡también lloró aquel día de la resurrección de Lázaro! “Viéndola Jesús llorar –a María, la hermana de Lázaro— y que lloraban también los judíos que venían con ella –nos dice el evangelista— se conmovió hondamente, y se turbó, y dijo: ‘¿Dónde le habéis puesto?’. Le dijeron: ‘Señor, ven y ve’. Jesús lloró” (Jn 11, 33-35). Es impresionante ese “Jesús lloró”. Es el versículo más breve de todas las Escrituras: dos palabras. ¡Pero de cuán misteriosa profundidad!

Nuestro Señor siempre se caracterizó por el equilibrio de su carácter y por un autocontrol extraordinario. ¿Qué es lo que hay en el corazón de Jesús en estos momentos que no puede contenerse? Si llora ahora, es porque algo muy importante debe de estar sucediendo allá, en el sagrario de su intimidad. Los evangelios sólo nos refieren tres ocasiones en las que Jesús también lloró. Y ésta es una de ellas. ¿Podremos, a través de sus lágrimas, penetrar un poco en el misterio insondable de su Corazón, de su humanidad y de su divinidad?

Recuerdo una anécdota que me contó hace tiempo una señora, aquí en Italia, y que me impresionó mucho. Se refería a un sacerdote. Y me decía, toda conmovida, que nunca iba a olvidar a aquel padre. ¿Por qué? Porque era sumamente humano y bondadoso, un hombre de Dios y un gran sacerdote. Cuando este sacerdote escuchaba los problemas de las personas, se compenetraba y se solidarizaba tanto que ¡lloraba con ellas!

Pues así era el Corazón de Jesús. Pero infinitamente más bueno y misericordioso. Jesús llora porque nos ama y porque hace suyos nuestros dolores y sufrimientos. Llora por amor y por compasión. “¡Mirad cómo le amaba!” –exclaman los judíos impresionados, al ver llorar al Señor (Jn 11, 36)—. Y no se avergüenza por ello. Si no se avergonzó de asumir nuestra naturaleza humana, con todas nuestras miserias, mucho menos se iba a avergonzar de derramar lágrimas. Además, llorar no es pecado, ni delito, ni un motivo de deshonor.

Jesús se ha solidarizado y se ha hecho uno de nosotros en todo para redimirnos y darnos vida eterna. El autor de la carta a los hebreos nos dice que Cristo “quiso asemejarse en todo a sus hermanos, a fin de hacerse Pontífice misericordioso y fiel en las cosas que tocan a Dios, para expiar los pecados del pueblo” (Hb 2, 17). Y, un poco más adelante, añade: “no tenemos un Sumo Sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras flaquezas, pues se hizo en todo semejante a nosotros, menos en el pecado” (Hb 4, 15).

Sí. Jesús llora con nosotros y por nosotros. Sus lágrimas son de un amor infinito, de una ternura y compasión que no somos capaces de comprender suficientemente. Aquí está el motivo más profundo de la Encarnación y de la Redención. Por eso quiso abrazar la cruz, los dolores más amargos y las más crueles torturas de su Pasión: por amor a cada uno de nosotros.

Nos encaminamos ya hacia la Semana Santa. Allí veremos que sus lágrimas y su amor no son un estéril sentimiento, sino la entrega más total de su propia vida, de toda su Sangre, de su Ser entero por cada uno de nosotros: “Nadie tiene un amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15, 13).

Ojalá que valoremos este regalo tan precioso e incomparable de su amor hacia nosotros. Que esta Semana Santa lo acompañemos en los diversos momentos de su Pasión con todo el afecto de nuestra fe y de nuestro amor. Y ojalá que no nos quedemos en un sentimiento vacío e inoperante, sino que, como Él, le demostremos nuestro amor con la propia vida y lo llevemos a la práctica hasta las últimas consecuencias, incluso en las circunstancias más pequeñas de cada día: “Obras son amores, que no buenas razones”.