Nuestra
ceguera.
Porque
no vemos nada. Vemos escasamente la superficie de las personas, de las cosas y
de los acontecimientos, pero no vemos su verdadera y profunda realidad, o dicho
bíblicamente: «el hombre mira las apariencias, pero el Señor mira el
corazón». El corazón de la vida se nos escapa siempre. Nos creemos muy
lúcidos, pero somos ciegos y esta es la peor ceguera; no saber que estamos
ciegos.
Somos
ciegos para ver los acontecimientos. Los contemplamos como algo rutinario o
fortuito. O quizá nos admiramos o sorprendemos, pero de forma pasajera, sin que
nos deje huella alguna.
¿Quién
descubre el sentido de cada hecho, de cada historia? ¿Quién se deja interpelar
por los acontecimientos de cada día, sean grandes o pequeños? ¿Qué veo
detrás de cada lágrima? ¿Cuántas acciones de gracias pronuncio?
Las
cosas.
Nos
rodean y nos fascinan. Las necesitamos y las adoramos. Nuestros ídolos
personales. Somos insaciables. Hacemos un fin de lo que es un medio. No vemos en
ellas el secreto que encierran. Porque las cosas no son solamente algo para
usar, consumir o almacenar. Las cosas, para el que sabe ver, son una especie de
sacramento. «Hay más de Dios que de agua en cada gota de agua» decía Pascal.
Se convierten en memorial y signo de presencia: el regalo de un amigo o la
prenda de un ser amado.
Las
personas.
Las
vemos y las tratamos tan superficialmente que las convertimos en cosas. Otras
veces la persona un número o un voto. Un ser anónimo. Otras veces es un rival
a vencer o un enemigo que aplastar.
Hay
un ciego de nacimiento. Oscuridad total. Sólo de oídas conoce la luz. Sólo
por el tacto conoce las cosas. Sólo por la palabra conoce a las personas.
«Al
pasar Jesús vio a un hombre ciego». Ese
paso no era casual; estaba ya preparado desde toda la eternidad. La iniciativa
de la salvación parte de Jesús. El ciego no podía ver a Jesús. No es el
ciego el que pide la luz. Es la luz la que se ofrece al ciego. La luz que se
acerca a las tinieblas.
«Le
untó en los ojos con barro». Nos pone
delante de nosotros nuestros pecados. Extraña medicina. Para curar la ceguera
le embarra los ojos; al que está en la tiniebla una nueva dosis de oscuridad.
Dios actúa salvíficamente en el culmen de la crisis: más dolor al enfermo,
más fracaso al humillado, más oscuridad al problematizado.
Cuando
se llega al limite de la desesperación, ahí actúa Dios: cuando Abrahám lo da
todo por perdido, cuando Magdalena llora desesperada ante el «hortelano»,
cuando Pablo da coces contra el aguijón, cuando Agustín se echa en tierra y se
tira impotente y rabioso de los pelos, cuando alguien palpa el límite de la
incapacidad, entonces Dios dice su palabra.
«Lávate
en la piscina de Siloé». No es un
agua cualquiera. Es el agua del Enviado. Es el agua que brotará del corazón de
Cristo. Es el agua del Espíritu y la piscina es la iglesia. Lavarse en la
piscina de Siloé, es sumergirse en Cristo en el seno de la comunidad. Lo que
llamamos bautismo. Esta piscina (el Enviado, la piscina de la Gracia) contrasta
con la de Jn 5, 2-7, la piscina de los cinco pórticos (la Torá, piscina de la
Ley) donde era muy difícil obtener la curación.
En
clave simbólica el autor nos dice lo siguiente: Jesús es la luz, la Ley es la
oscuridad. El ciego ve porque acude a Jesús. En cambio, 38 años llevaba
inválido el que acudía a la Ley y además sin esperanza de curación.
La
curación del ciego es progresiva. Primero ve a los hombres, después verá a
Jesús. Luego reconocerá a Jesús como profeta. A continuación lo verá como
Mesías y finalmente dará testimonio de Jesús sufriendo persecución por él.
¿Este
evangelio no es el relato de un milagro? No, Juan despacha el milagro en un par
de versículos de los 41 que tiene el relato. Juan va narrando muy despacio el
proceso de la fe. Al principio, todos ciegos. Al final, uno curado y muchos
ciegos. El ciego sale de la noche: «¡Creo en ti Señor!». Los judíos se
sumerjen en la noche: «Ese Jesús es un pecador».
¡Un
ciego maravilloso! Patrono de los que buscan la luz. Sube obstinadamente hacia
el misterio de Jesús, sin dejarse asustar por los que «saben», y bromeando
con ellos cuando los demás tiemblan. Podemos leer una y mil veces el evangelio
sin ver a Jesús. Desde el comienzo, Juan no deja de repetirlo: «La luz brilla
en la noche, pero la noche no capta la luz» (Jn 1, 5). Ante el ciego que lo
«ve» y los fariseos que lo miran sin verlo, Jesús se siente obligado a
constatar lo que ocurre cuando él aparece: «Los ciegos ven y los que ven se
hacen ciegos».
¡Pero
yo sé! ¡Yo veo! No; «intentamos» ver. En cada página, día tras día. Somos
ese ciego a quien Jesús da ojos para verlo. Hasta el último momento de nuestra
vida, no dejemos de repetir la misma oración: «Jesús, que yo pueda verte».
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