SAN AGUSTÍN COMENTA EL EVANGELIO

 

Jn 9,1-41: Todos hemos nacido con la ceguera del corazón

Hemos escuchado la lectura acostumbrada del santo evangelio; pero bueno será recordarla y preservar la memoria del sopor del olvido. Esta lectura, además, aunque la conocemos desde hace mucho, nos ha producido el mismo deleite que si la hubiéramos oído por primera vez. Cristo devolvió la vista a un ciego de nacimiento; ¿qué hay en ello de maravilla? Cristo es el médico por excelencia, y con esta merced le dio lo que le había hecho de menos en el seno materno. ¿Fue distracción o inhabilidad éste dejarle sin vista? No ciertamente; lo hizo para dársela milagrosamente más tarde.

Tal vez me diréis: «¿Cómo lo sabes tú?». Se lo he oído a él mismo; lo dijo hace un momento, juntos lo hemos escuchado. Sus discípulos le preguntaron: Señor, el haber nacido este ciego, fue culpa suya o de sus padres? Él les respondió lo que acabáis de oír conmigo: Ni pecó él ni sus padres; nació ciego, para que se manifestaran las obras de Dios en él (Jn 9,2-3). Ya veis por qué difirió el darle, lo que no le dio entonces. No hizo entonces lo que había de hacer más tarde; no hizo lo que sabía que haría cuando convenía. No penséis, hermanos, que sus padres no tuvieron pecado alguno, ni que no hubiese contraído él la culpa original al nacer, para cuya remisión se administra el bautismo a los niños, bautismo que tiene por finalidad el borrar los pecados. Mas aquella ceguera no se debió a la culpa de sus padres ni a culpa personal, sino que existió para que se manifestaran las obras de Dios en él. Porque, aunque todos hemos contraído el pecado original al nacer, no por eso hemos nacido ciegos; aunque bien mirado, también nosotros nacimos ciegos. ¿Quién no ha nacido ciego, en verdad? Ciego de corazón. El Señor que había hecho ambas cosas, los ojos y el corazón, curó igualmente las dos.

Habéis visto al ciego con los ojos de la fe; le visteis pasar de la ceguera a la visión y le oísteis errar. ¿En qué erraba este ciego? Lo diré: Lo primero, en juzgar que Cristo era un simple profeta, ignorando que era el Hijo de Dios; además hemos oído una respuesta suya totalmente falsa. Dijo, en efecto: Sabemos que Dios no oye a los pecadores (Jn 9,31). Si Dios no oye a los pecadores, ¿qué esperanza nos queda a nosotros? Si Dios no oye a los pecadores, ¿para qué oramos y damos golpes de pecho, testimonio de nuestro pecado? Pecador era ciertamente aquel publicano que subió junto con un fariseo al templo, y mientras éste alardeaba y aireaba sus méritos, él, de pie allá lejos, con la vista en el suelo y golpeándose el pecho, confesaba sus pecados. Y salió justificado del templo el que confesaba sus pecados, y no el fariseo.

No existe duda alguna: Dios oye a los pecadores. Mas quien afirmaba esto aún no había lavado su rostro en Siloé. Se le había aplicado a sus ojos el gesto misterioso, pero aún no había actuado en su corazón el beneficio de la gracia. ¿Cuándo lavó este ciego el rostro de su corazón? Cuando, echado de la sinagoga por los judíos, el Señor le abrió los ojos del alma; pues, habiéndole encontrado, le dijo, según hemos oído: ¿Crees tú en el Hijo de Dios? ¿Quién es, Señor, respondió, para que crea en él? (Jn 9,35-36). Ya le veía con los ojos, pero aún no con el corazón. Esperad; ahora le verá. Jesús le respondió: Soy yo, el que habla contigo (Jn 9,37). ¿Acaso lo dudó? Inmediatamente lavó su rostro. En efecto, estaba hablando con aquel Siloé que significa enviado. Luego él era Siloé. El ciego de corazón se le acercó, lo escuchó, lo creyó, lo adoró; lavó su rostro y vio.

Quienes lo arrojaron de la sinagoga continuaron en su ceguera, como se vio en el reproche que dirigieron al Señor de haber violado el sábado por hacer lodo con su saliva y untar los ojos al ciego. Digo en su ceguera, porque reprocharle al Señor las curaciones obradas con su sola palabra no era ceguera, sino calumnia manifiesta. ¿Hacía en efecto algo en sábado, cuando curaba con la palabra? Calumnia manifiesta, porque se le acusaba de mandar, se le acusaba de hablar, como si ellos no hablaran el sábado. Sin embargo, bien puedo decir que no hablaban ni en sábado ni en ningún otro día, porque habían dejado de alabar al verdadero Dios.

Con todo, hermanos, eso era, como dije, calumnia palpable. Decía el Señor a un hombre: Extiende tu mano; él quedaba sano, y ellos le acusaban de curar en día de sábado. ¿Qué hizo? ¿Qué labor ejecutó? ¿Qué peso llevó a cuestas? Pero ahora escupir en el suelo, hacer lodo y untarle al hombre los ojos ya es hacer algo. Nadie lo dude; aquello era obrar. El Señor violaba el sábado, mas no por eso era culpable. ¿Qué significa este decir que violaba el sábado? Él era la luz y disipaba las tinieblas. Porque, si bien el sábado había sido preceptuado por el Señor Dios, fue preceptuado también por el mismo Cristo, dador de la ley en cuanto Dios, aunque preceptuado como vislumbre de lo por venir: Que nadie os juzgue en cuanto al comer y al beber, o en materia de fiestas y novilunios, o sábados, que no eran sino sombra de las cosas que habían de venir (Col 2,16-17). Había llegado ya aquel a quien anunciaban. ¿Qué placer hay en andar a oscuras? Abrid, pues, los ojos, ¡oh judíos!; el sol está presente. -Nosotros sabemos... -¿Qué sabéis, corazones ciegos? ¿Qué sabéis? -Que no viene de Dios este hombre que así viola el sábado (Jn 9,24.16). -¡Desgraciados; pero si el sábado lo ha establecido Cristo de quien decís que no viene de Dios! Observáis tan carnalmente el sábado que no tenéis la saliva de Cristo. Mirad la tierra del sábado a la luz de la saliva de Cristo, y veréis en el sábado un anuncio del Mesías. Mas porque no tenéis sobre vuestros ojos la saliva de Cristo en la tierra, por eso no fuisteis a Siloé, ni lavasteis el rostro y habéis permanecido ciegos. Así se hizo para bien de este ciego, aunque ya no es ciego ni en el cuerpo ni en el corazón. Recibió el lodo hecho con saliva, se le untaron los ojos, fue a Siloé, lavó allí su rostro, creyó en Cristo, lo vio y escapó de aquel terrible juicio: Yo he venido al mundo para un juicio: para que los que no ven vean, y los que ven se vuelvan ciegos (Jn 9,39).

Sermón 136,1-3