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HOMILÍAS PARA EL DOMINGO II DE CUARESMA
11-20
11.
La huida para aislarse en un pequeño paraíso individual, en una choza en cualquier sitio, al aire libre en el campo... o en la celda de un convento. Con sólo lo necesario para vivir. Sin lujos, sin ambiciones..., pero sin problemas. Casi no parece una tentación, pero lo es. Y muy peligrosa.
EL CANSANCIO DEL CAMINO
Como le sucedió a Jesús, no nos va a resultar fácil mantener hasta el final nuestro compromiso de lucha por convertir este mundo en un mundo de hermanos. Y, además del resto de las tentaciones, en algún momento de la marcha aparecerán el cansancio, la desilusión y el deseo de construirnos un paraíso pequeño, a nuestra medida, para pararse a descansar... definitivamente. No se trata de renunciar a la meta; es una tentación mucho más fina: es pretender adelantar la meta para uno solo, o sólo para unos pocos, y abandonar la tarea de ofrecer a otros la posibilidad de fijarse esa misma meta. "Si nadie nos hace caso, ¿por qué no nos retiramos a algún sitio tranquilo en el campo y allí, sin ambiciones, pero sin hacernos más ilusiones, descansamos y ponemos en práctica nuestro ideal cristiano de vivir como hermanos?" Así se podría presentar esta tentación.
"Jesús se llevó consigo a Pedro, Santiago y Juan y los hizo subir a un monte alto, aparte, a ellos solos. Allí se transfiguró delante de ellos: sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como ningún batanero en la tierra es capaz de blanquear". Los discípulos de Jesús acababan de sufrir el impacto de un anuncio para ellos preocupante: Jesús les acababa de decir que iba a morir asesinado por los poderosos de su tierra y que todos sus seguidores debían estar dispuestos a correr la misma suerte; pero que ni su muerte ni la de los suyos serían definitivas, sino que al final vencería la vida (Mc 8, 34-38). Probablemente se dio cuenta de que sus discípulos no quedaban demasiado convencidos y quiso ofrecer a tres de ellos un anticipo de esa victoria. Es lo que nos cuenta el evangelio de este domingo: Jesús ofrece a Pedro, Santiago y Juan, los tres discípulos más preocupados por el triunfo de Jesús o por su propio éxito, la oportunidad de gozar de una experiencia que les hará comprender que lo que a los ojos de este mundo es una derrota, la muerte, no lo es en realidad. La transfiguración, como tradicionalmente se ha llamado a este pasaje, es la experiencia anticipada de la victoria de Jesús sobre la muerte. Jesús va a morir, sí; pero su muerte no será para siempre. El vive con la vida de Dios y esa vida es definitiva. Su fracaso no será un fracaso.
LA TENTACIÓN DE LA HUIDA
En apoyo de lo que allí está sucediendo aparecen Moisés y Elías, que simbolizan el conjunto de la antigua religión de Israel. Para Pedro, Santiago y Juan no hay que buscar más; su esperanza está realizada: el Mesías ha triunfado. Este era el objetivo y ya se ha cumplido. Y propone que todo se detenga allí: "Rabbí, viene muy bien que estemos aquí nosotros; podríamos hacer tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías". Dos peligros acechan escondidos en la propuesta de Pedro. Por un lado, la pretensión de parar la historia de la liberación de la humanidad poniendo al mismo nivel la Ley y los Profetas y el mensaje de Jesús de Nazaret. Para él, en este momento, Jesús no aporta nada nuevo a la Ley y a la liberación de la esclavitud de Egipto (Moisés) ni a los mensajes de los profetas (Elías) que urgían a su pueblo a realizar en profundidad aquella liberación; por eso quiere colocar a la par a Jesús y a Moisés y Elías: "Podríamos hacer tres chozas...".
Por otro lado, Pedro olvida que el mundo no se acaba en aquel monte y que allá abajo queda todavía mucho trabajo que realizar, muchos hombres y mujeres que aún no han llegado ni siquiera al nivel de libertad que Dios hizo posible para su pueblo por medio de Moisés. De esta manera, Pedro está proponiendo a Jesús que deje sin efecto el compromiso que asumió en su bautismo. Y eludiendo la exigencia que Jesús había planteado a todos sus discípulos: seguir, también ellos, hasta el final su camino.
UNA OFERTA NUEVA
La voz de Dios devuelve a Pedro a la situación presente: "Este es mi Hijo, el que yo quiero: escuchadlo a él". Moisés y Elías ya no tienen nada que decir a los discípulos (de hecho no hablan con ellos); sólo a él, a Jesús, a quien Dios llama Hijo suyo, hay que escuchar; la Ley y los Profetas ya están cumplidos. Para el momento presente Dios tiene una oferta nueva que presenta por medio de Jesús: convertir este mundo en un mundo de hermanos en el que todos los hombres puedan vivir felices. Esa posibilidad sólo se ofrece por medio de Jesús, "y de pronto, al mirar alrededor, ya no vieron a nadie más que a Jesús sólo con ellos", y el camino para lograr que se realice pasa por la entrega sin condiciones, hasta la muerte, si es preciso. No porque Dios exija sangre, sino porque los responsables de la injusticia y del sufrimiento que padece la mayoría de la humanidad van a utilizar toda la violencia de que dispongan para que ese mundo de hermanos nunca se haga realidad; y porque esa violencia sólo podrá ser vencida con el amor llevado hasta la entrega de la propia vida superando la tentación de huir ante las dificultades o ante el fracaso, manteniendo firme la confianza en Dios, que hará que la vida venza a la muerte.
RAFAEL J. GARCIA
AVILES
LLAMADOS A SER LIBRES. CICLO B
EDIC. EL ALMENDRO/MADRID 1990.
Pág. 60ss.
12. MONTE/MISION MONTE/TENTACION:
TEMA: LA MONTAÑA, UN SÍMBOLO.
FIN: Descubrir en la Transfiguración la llamada a vivir con realismo y a afrontar la realidad con esperanza, a pesar de su crudeza.
DESARROLLO:
1.
El símbolo de la montaña.
2. La montaña como tentación.
3. La montaña como aliento.
--
Sin escaparse de la realidad;
--es un quehacer;
--es una conquista;
--supone la fe.
TEXTO:
1. El símbolo de la montaña.
La montaña es un símbolo muy sugerente, que no ha pasado desapercibido para los hombres de la Biblia. Está cerca del cielo, confundiéndose con la misma luz y respirando el aire más puro. Subir a la montaña evoca la imagen de la superación, la constancia, la liberación de la pesadumbre del valle. Desde allí todo se contempla con otra perspectiva: el hombre se siente más ágil, dominador. Lo alto, la cumbre, la cima más allá de la cual no hay otra, un horizonte sin barreras, el final de lo tangible... Grandes manifestaciones de Dios han ocurrido en la montaña; basta recordar el Sinaí (Ex 19, 16 ss.). El gran acto de la fe de Abraham y el cumplimiento de la Promesa por parte de Dios, se realizan también en la montaña (Gen 22, 1 ss.). El Evangelio de hoy nos dice que Jesús «subió con ellos a una montaña alta y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador... Se le aparecieron Moisés y Elías». Todos estos rasgos son los símbolos de la transfiguración humana según el modelo de la condición divina.
2. La montaña como tentación.
La montaña, la meta, el final de todo esfuerzo, el triunfo o la victoria, pueden ser una tentación. Los Apóstoles se dieron cuenta, por un momento, de que estaban arriba y se apresuraron a decir: «Maestro, qué bien se está aquí. Haremos tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías» (Mc 9, 5).
Los cristianos tenemos el peligro de refugiarnos en la montaña, cobardemente. En el fondo, para muchos, la oración es una huida. Nos refugiamos en un ámbito ideal, imaginado; no sabemos ni con quién. Sólo que en ese gesto nos encontramos a gusto, lejos de la pesadumbre cotidiana. Lo mismo puede pasar con la comunidad, el grupo. Todo ello nos puede llevar a un falso espiritualismo, a los espacios verdes creados por el espejismo de deseos sin alcanzar. A veces caemos en la tentación de quedarnos sentados en el camino, esperando que el Reino venga a nosotros. Pero no vendrá. No hay cielo ni tierra prometida para los que se sientan, para los que suspiran por el cielo despreciando la tierra, para los que quieren alcanzar el cielo sin transformar el mundo, para los que cuelgan las cítaras en los sauces del río y comienzan a lamentarse y a recordar a Jerusalén (Sal 136). Cuántos confundimos aún la transfiguración cristiana con estar fuera del mundo, en la altura, sin el ruido, sin el equívoco normal de toda situación; encarnados en la posesión de la verdad, como un pedestal; amparados en la contemplación de la verdad pura, contemplándonos en el bruñido dogma, más allá del bien y del mal, por encima de la zozobra, la angustia, la contaminación y el agobio de la existencia.
«Miramos al cielo y contamos las estrellas» (Gen 15, 5). Pero hoy no se puede estar sólo mirando al cielo. Tendremos que escuchar de nuevo la increpación de los ángeles a la comunidad primitiva, que había puesto toda su ilusión en las alturas: «Galileos, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo? El que habéis visto subir volverá» (Act 1, 11). A la tierra es necesario volver, en donde encontraremos al Señor Jesús.
3 La montaña entrevista, la transfiguración, es como un alto en el camino, como una fuerza, un coraje para seguir hacia adelante.
--En la montaña, en la oración, en la liturgia, en la reunión de la comunidad, en el grupo cristiano, no se sale y se escapa el hombre del mundo. El tema de conversación, el objeto de celebración es la vida diaria. «Se habla del Éxodo» (Lc 9, 31), del acontecimiento diario, de su complejidad y de su exigencia, del fracaso, la debilidad y el compromiso. La oración sólo puede ser verdad cuando es un encuentro con lo cotidiano en profundidad, en actitud de revisión (Ex 3, 7 ss.).
--Descubrir la montaña, intuir la tierra prometida, es un compromiso y un quehacer. «Este es mi Hijo, mi programa, escuchadle» (Mc 9, 7). En El se ha realizado la posesión de la tierra prometida a la descendencia (Gen 22, 15 ss.). Para que nosotros podamos llegar a las metas del hombre nuevo, ha sido sellada una alianza en la Sangre de Jesús de Nazaret.
Moisés en la montaña escuchó una misión. El prefería quedarse contemplando el santo resplandor de la zarza ardiendo (Ex 3, 155). Alegaba que era tartamudo, como Abraham viejo. Pero la voz imperiosa seguía clamando desde la montaña: baja al valle, a la calle de la ciudad, despierta todas las opresiones, injusticias, egoísmos y esclavitudes de Egipto, de Jerusalén y de todos los poderes; convoca un éxodo: haz salir al pueblo hacia la liberación, de la tierra extraña a una tierra propia; escala el calvario de la desesperanza, para llegar a la otra colina de la Ascensión, de la liberación, superando el vado -como un mar Rojo- de la muerte.
La montaña, la Promesa, la ciudadanía que esperamos es una fuente de energía, de poder. Son las primicias o las arras de nuestro porvenir. La garantía que nos permite lanzarnos al negocio. Tomar contacto con la promesa es como un trampolín, una rampa de lanzamiento, un cohete propulsor.
-- La transfiguración nos avisa que la montaña es una conquista: Jesús, como Abraham (Gen 22, 1-2), está abocado al fracaso; ve que la muerte se le viene encima, se le traga y le aplasta como en el derrumbamiento de un edificio. Sin embargo, espera; tiene presente la montaña, la conquista, el deseo de superación, la victoria. En el camino de Jerusalén, para morir, entrevé la vida; en la fatiga de la lucha, la posesión del descanso; en el fracaso de su obra, un triunfo. Jesús acepta, que la historia de los creyentes, Moisés y Elías, la ley y los profetas, le iluminen el camino, le descubran su sentido, le revelen su éxodo y la Pascua
-- La montaña de la transfiguración es como una esperanza; pero en la vida «Jesús se encontró sólo» (Mc 9, 8). Es la experiencia humana. Abraham comienza también su grave aventura «sin descendencia». «¿Por qué me has desamparado?» (Mc 15, 34.) Estamos angustiosamente solos. Y no lo resistimos. Pedimos pruebas, buscamos la tierra ya, queremos descendencia inmediata. Solos, pero con la fe. Fe en la promesa y en la Alianza. Solos, pero sobre la Realidad total, acogedora, que nos da fuerzas, que nos ayuda a andar, que germina todas nuestras posibilidades. Solos, pero con la firme experiencia "de que una antorcha ardiente ha pasado entre los trozos de nuestra existencia y nos hemos estremecido de fuerza y confianza" (Gen 15, 17). Solos, sin montaña, sin cielo, con oposición, abocados al fracaso, impotentes ante la obra de la liberación. Solos ante el mundo, ante nosotros, mirando de soslayo al cielo, pero abocados irremediablemente a construir la tierra, a hacer el éxodo del pueblo, a transformar nuestra humilde condición humana, a consumar nuestra obra por medio de la muerte.
Solos, con la fe, que es la victoria que vence al mundo. Ella es la garantía de lo que se espera (Hech 11, 1.8; 12, 2-4).
JESUS
BURGALETA
HOMILIAS DOMINICALES CICLO B
PPC/MADRID 1972.Pág.
54 ss.
13.
Frase evangélica: «Se transfiguró delante de ellos»
Tema de predicación: LA CONFIRMACIÓN DE LA FE
1. La transfiguración de Jesús se sitúa evangélicamente en un momento crucial de su ministerio, a saber, después de la confesión mesiánica de Pedro en Cesárea de Filipo. Incomprendido por el pueblo (que lo desea político) y rechazado por las autoridades (que no lo quieren politizado), Jesús se dedica en la segunda parte de su vida a revelar su persona al grupo de sus discípulos para confirmarlos en la fe. En la transfiguración se descubren las dos facetas básicas de la personalidad de Jesús: una, dolorosa: la marcha hacia Jerusalén en forma de subida, que para los discípulos es entrega incomprensible a la muerte; la otra, gloriosa: Jesús muestra en su transfiguración un anticipo de la gloria futura.
2. En el evangelio de la transfiguración hay una serie de imágenes escatológicas (choza, acampada, Moisés y Elías). cristológicas (Hijo de Dios, entronización mesiánica) y epifánicas (montaña, transfiguración, nube, voz) que describen la personalidad de Jesús como Kyrios, con un señorío eminentemente pascual. La «montaña» es lugar de retiro y de oración; la «transfiguración» es una transformación profunda a partir de la desfiguración; «Moisés y Elías» son las Escrituras; la «tienda» es signo de la visita de Dios, unas veces oscura, otras luminosa, como lo indica la «nube». En definitiva, es relato de una teofanía o de una experiencia mística. Si nos fijamos en el itinerario del relato, vemos que tiene cuatro momentos: 1) la subida, que entraña una decisión; 2) la manifestación de Dios, que simboliza el encuentro personal; 3) la misión confiada, que es la vocación apostólica; y 4) el retorno a la tierra, que equivale a la misión en la sociedad.
3. La llamada de Dios a formar parte de una comunidad exige una conversión respecto del modelo único e irrepetible del creyente por antonomasia, Jesucristo. Discípulos de Jesús son quienes aceptan la llamada de una voz o la palabra de Dios decisiva y personal que incide en lo más profundo del ser humano. Escuchar a Jesús es una característica esencial del discípulo cristiano. Esto entraña «encarnarse», es decir, aceptar con seriedad la vida misma, con ráfagas de "visión" y torbellinos de «espanto», con la esperanza de salir victoriosos del combate de la misma vida, seguros de la fe en el Transfigurado. Jesús se hace prójimo de todos los hombres mediante la entrega de su propia vida.
REFLEXIÓN CRISTIANA:
¿Tenemos experiencia personal de Dios?
CASIANO
FLORISTAN
DE DOMINGO A DOMINGO
EL EVANGELIO EN LOS TRES CICLOS LITURGICOS
SAL TERRAE.SANTANDER 1993.Pág.
183 s.
14.
EL OTRO LADO DEL TAPIZ
La luz no nos puede llegar toda de golpe; nos cegaría. Cuando se trata de una luz muy fuerte, el ojo debe irse acostumbrando poco a poco, progresivamente a ella. Va a ser muy fuerte la carga de luz, muy intensas las verdades que viviremos los cristianos en la celebración de la Pascua. La pasión, la muerte, la resurrección de Jesús nos van a asomar a un panorama de realidades tan hondas, a un mundo tan extraordinario de valores, que nuestra sensibilidad necesita irse ambientando. Para que tanta luz no nos ciegue. Para que la profundidad del misterio no nos lleve a confundirlo con el absurdo. Las lecturas de hoy van orientadas a preparar los ojos de nuestra fe para que capten, en lo posible, el sentido de la Pascua. Nos van dando las claves, las coordenadas, para que no nos resulte absurdo lo que en esos días veremos, para que no lo rechacemos de plano como simplemente disparatado.
Dios pide a Abrahán algo inconcebible: que le sacrifique a su único hijo, al hijo de la promesa: «Toma a tu hijo único, al que quieres, y vete al país de Moria y ofrécemelo allí en sacrificio sobre uno de los montes que yo te indicaré». Está poniendo a prueba, aquilatando al fuego la fe de un hombre que ha decidido fiarse de Él. Y al final, pasada ya la tormenta, superada la prueba, vista la firmeza de su fe, Dios bendice a Abrahán: "Por haber hecho esto, por no haberte reservado a tu hijo, a tu único hijo, te bendeciré".
La brecha está abierta. Ya tenemos la clave para comprender un poco el "disparate" que supone la muerte redentora de Jesús. Pablo lo comprende, y en esa clave interpreta la entrega de Cristo: «El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte por nosotros, ¿cómo no nos dará todo en él?». Estamos en clave de amor; que es como decir en clave de disparate, de locura. Debe ser mucho el amor que Dios nos tiene, cuando deja que llegue hasta el final, sin mover un dedo para impedirlo, el proceso que llevará a su Hijo hasta la muerte.
También los apóstoles, precisamente aquellos que iban a estar más cerca de Jesús a la hora de la crisis, necesitaban una ayuda que preparase su corazón para un impacto tan fuerte. "Jesús se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos a solas a una montaña alta, y se transfiguró delante de ellos". Es como levantarles un poco el velo, para que puedan atisbar por dónde va la trama del misterio. Es como mostrarles el reverso del tapiz. Es como insinuarles, para que se acaben de fiar, para que no se escandalicen, que hay unos hilos muy fuertes urdiendo, en la sombra, la trama de una entrega hasta la muerte que podrá parecerles estúpida, absurda. Que hay unas realidades ocultas que convertirán, en su día, el fracaso más estrepitoso en la más definitiva de las victorias. "Éste es mi Hijo amado, escuchadle». Éste que sufre, éste que muere, éste que grita: Dios mío, ¿por qué me has abandonado? ... es mi Hijo. Sí, ya sé que ahora no lo comprendéis. No importa. Pero escuchadle, que vale la pena...
Nosotros, por nuestra parte, sigamos caminando por el desierto de la Cuaresma, con los ojos de la fe bien abiertos. Acostumbrándonos a leer entre líneas. Haciéndonos, poco a poco, a la luz que nos va llegando desde la Palabra. Tomando buena nota de todo, ahora que hay tiempo y silencio. Para que después, cuando estalle la tormenta, no nos llamemos a engaño.
JORGE GUILLEN
GARCIA
AL HILO DE LA PALABRA
Comentario a las lecturas de domingos y fiestas, ciclo
B GRANADA 1993.Pág.
41 s.
15.
LA CRUZ, POR DENTRO
Nuestros sentimientos se quedan, normalmente, en la corteza de las cosas. A lo más, consiguen, ayudados por artilugios, adentrarse un poco en ciertos objetos opacos o logran, con mañas, coger desprevenida a la mente para que diga algo de lo que piensa y siente. Muy poco, en realidad. Nos quedamos frenados en la apariencia de la vida y nos perdemos el fondo: todo un universo mil veces más rico, y más verdadero, que la superficie.
La fe potencia nuestros ojos; o, mejor, nos da unos ojos nuevos para ver la vida. Con la fe descubrimos el verdadero rostro de las cosas, encontramos sentido a hechos y situaciones que parecían carecer de él, logramos colocar cada valor en su sitio. Vista a la luz de la fe, la vida tiene otra cara.
Para quien no tenga esa luz, esta orden que da Dios a Abrahán para que le sacrifique a su hijo no tiene pies ni cabeza, es completamente absurda. Como absurdo nos parece, sin la fe, ese camino de la cruz en el que el Padre ha colocado a su Hijo Jesús. Como absurda nos resulta tantas veces la vida, cuando la miramos sólo desde fuera.
Hay que dar un paso muy grande, para comprender que un hombre puede fiarse tanto de Dios que esté dispuesto a darle todo lo que le pida, hasta a su único hijo. Es necesario haber entrado algo en el misterio de Dios para descubrir cuánto nos ama a los humanos. Y, una vez descubierto ese amor, ya no parecerá tan absurdo que no perdone a su propio Hijo, sino que lo entregue a la muerte por nosotros. Si vemos la vida desde dentro, en la profundidad que nos descubre la fe, veremos que el sufrimiento, el fracaso y la muerte no son males absolutos: pueden convertirse en valores cuando el amor entra en juego.
Por eso deja Jesús que tres de los suyos se asomen a su misterio Precisamente porque estarán muy cerca de Él a la hora terrible de la agonía, quiere que hoy vean, un poco siquiera, lo que hay dentro de ese Jesús al que van conociendo; que vislumbren su gloria, que descubran su coherencia total con lo que venían anunciando la Ley y los Profetas. Así estarán preparados para que el mazazo de la cruz no los coja desprevenidos. Es necesario que sepan, de una vez por todas, que el sufrimiento y la muerte, presentes siempre en la vida de Jesús, no son un fallo en el plan del Padre, sino una manera suprema de amar a los hombres. Para eso levanta hoy Jesús, un poco, el velo de su misterio ante estos tres amigos: para que, cuando llegue la hora, entiendan.
Es bueno, pues, entrar dentro de las cosas. Con la lámpara de la fe bien encendida, es bueno meterse a fondo en la vida: en cada problema, en cada proyecto, en cada dolor. Descubriremos el tesoro inmenso que se esconde, tantas veces, en el detalle más sencillo. No nos extrañará que nazcan flores en el desierto, o que brote la vida desde el corazón mismo de la muerte. Comprenderemos qué es eso de hacerse pobre, de ponerse el último. Cambiarán de signo valores que antes nos parecían indiscutibles.
Llegará la cruz, ciertamente; no vamos a ser más que nuestro Maestro Pero al mirarla desde la fe, veremos que trae dentro, vivo y esperanzador, el germen de ese cielo nuevo y esa tierra nueva por los que tanto hemos orado y luchado.
JORGE GUILLEN
GARCIA
AL HILO DE LA PALABRA
Comentario a las lecturas de domingos y fiestas, ciclo
B GRANADA 1993.Pág.
42 s.
16.
DEL TABOR A LA REALIDAD
Muchos ingredientes conforman este domingo. Un domingo alucinante. Tres personas han tenido una experiencia religiosa impresionante: vieron los cielos abiertos. Había que parar el reloj, este momento, y hacerlo posesión para siempre. Un momento de oro para siempre. ¡Que la montaña quedara eternizada en este momento de Dios! ¿Para qué bajar a la tierra? Ciudadanos del cielo para siempre en un gran momento de suerte. Un penoso despertar. Había que volver a la realidad, a aquella realidad que empezaba a llamarse Reino de Dios. Reino de Dios que se encarna y realiza en medio de los hombres.
¿Cómo volver a la realidad? Estamos en la realidad, sin sentir la realidad. A veces, inconscientemente, dejándonos llevar. La voz de Dios devuelve a Pedro a la situación presente, que es el acicate para seguir luchando en el camino: "Este es mi Hijo, al que yo quiero, escuchadle". Jesús se convierte en un eterno presente para la realidad humana. Para este momento, para todos los momentos, Dios tiene una oferta nueva que presenta por medio de Jesús: convertir este mundo en un mundo de hermanos en el que todos los hombres puedan vivir felices.
La montaña había sido un sueño, una tentación de huida, el querer alargar un momento hermoso. Después de todo aquello, una instantánea de cielo, se habían quedado con la realidad de cada día y con algo más, Jesús, que traía un mensaje de esperanza. Desde aquella montaña habían descubierto que solamente puede creer en el Reino de Dios quien ama a la tierra y a Dios "en un mismo aliento"; había que seguir, seguir indefinidamente hasta que se cumpliera en la carne de la historia el proyecto de Dios para los hombres.
Desde el resplandor del Cielo, lo único que puede animarnos es adquirir un compromiso mayor de vida. ¿Cómo tomar parte en la victoria pascual de Cristo que salva al mundo sin tomar parte en favor de su obra y sin luchar con El por la liberación de los hombres? Cada cristiano es, a la vez, mensajero, testigo y socio de la justicia, la verdad y el amor de Cristo.
Aquel momento fugaz ya pasó y se engarzó con un fuerte compromiso para llevar a los hombres a la gran fraternidad: un remedio a las injusticias, a la ignorancia, a la perversidad, a los sufrimientos. Es hacer puntual el mensaje del Concilio: "Lejos de desinteresarnos de nuestros deberes terrenos, nuestra adhesión a Cristo en la fe, la esperanza y el amor, nos compromete plenamente al servicio de nuestros hermanos".
La Cuaresma es un esfuerzo personal de los cristianos para aproximarnos más a Jesucristo. La Resurrección es el final del camino, no un descanso en el camino. Abraham no podía sentarse cómodamente, aburguesadamente, en medio de su pequeña felicidad. ¡Qué difícil es en todos los caminos avanzar hacia la plenitud! Si Abraham se hubiera abarcado en su hijo, si los discípulos se hubieran quedado en el Tabor, esta historia de hoy se hubiera quedado instalada en un pequeño gozo para unos pocos sin proyección de futuro para la humanidad. El futuro de Dios.
¡Qué bien se está aquí! Una permanente crisis para los que creemos en Jesús, porque el Reino de Dios no es el objetivo de los instalados, de los acomodados, de los aburguesados, de los que están bien así y no quieren líos, de los que ejercen en la vida de una gran pasividad.
El Tabor es una fuerte experiencia religiosa. ¿Qué pueden ofrecernos estos textos de la liturgia de hoy para esta Cuaresma nuestra de 1994? Nos remontamos a nuestros felices momentos de experiencia religiosa. También nosotros necesitamos en nuestra vida de una experiencia de fe, viva y personal, de Dios; no podemos permitirnos el lujo de una religiosidad convencional y sociológica, acomodaticia. Creer en Jesús es crear un movimiento de vida que es capaz de iluminar todos los momentos de nuestra existencia. Creer en Jesús es todo lo contrario de un estado parasitario y anacrónico. Creer en Jesús es vida que se realiza en nosotros. Necesitamos buscar en nuestra vida esas pequeñas o grandes teofanías o manifestaciones del Dios que se nos ha mostrado en Jesús. Es el fondo y lo último del misterio del Tabor: «Jesucristo, escuchadle».
Es pesado este caminar. Hoy sí y mañana también. Es duro el amor fraterno. Aquellos discípulos vieron en medio del túnel el resplandor de una gran luz. ¿Cuál es el final del dolor y el sufrimiento? ¿Cuál es la respuesta a esta larga oscuridad de hombre?
«Nosotros, que tenemos mucho de "pedros", necesitamos pequeños logros, pequeños triunfos y respiros que nos mantengan al pie de la tarea y avalen el triunfo definitivo. Pero ¿cómo provocar la Transfiguración en el momento oportuno? Este es el problema. Quizá podamos insinuar unas pistas de rastreo:
Dentro de uno mismo, en las propias experiencias. Transfiguraciones y epifanías son los momentos de amor y perdón.
Auscultando el ambiente. Bonito ejercicio ese de ir tomando buena nota de que el bien, la justicia y la honradez siguen siendo un valor entre nosotros y que, además, sigue en pie aquello de que en el hombre "hay más cosas dignas de admiración que de desprecio". Las experiencias que otros nos transmiten y cuya trayectoria en la vida convierte su testimonio en Transfiguración» (Dabar, 6 de marzo de 1977).
Transfiguración. Un momento fugaz. La fe, el testimonio de nuestra fe vivida, puede ser una transparencia eficaz para los demás. El resplandor de nuestra vida puede ser una comunicación, desde la fe, para los otros.
(FELIPE
BORAU
DABAR 1994/17
-«Abraham tomó el cuchillo»
Este gesto de Abrahám en la cumbre del monte Moriah es impresionante. Ese cuchillo que estaba dispuesto a hundir en la cara idolatrada de su hijo, lo más deseado, lo más querido y esperanzador, ese cuchillo estaba ya ensangrentado. Ese cuchillo lo había clavado ya en lo más profundo de su alma. Antes de ofrecer el sacrificio del hijo, ya había consumado el sacrificio de su voluntad. No importa la materialidad de las cosas, importa la intencionalidad y el espíritu que se pone en ellas.
Despojo inmisericorde
Abrahám con el cuchillo hizo sobre sí un despojo inmisericorde: cortó ataduras y apegos entrañables, cortó cariños y amores apasionados, cortó ilusiones y esperanzas plenificadoras, se quedó totalmente vacío y como frustrado. Se quedó sin el corazón de su propio corazón. Hasta ahí llegó aquel gran cuchillo sacerdotal.
Padre de los creyentes
En la cumbre del monte Moriah el sacrificio de Abrahám fue gratísimamente aceptado. Allí experimentó que Dios lo plenificaba, lo llenaba el corazón, se lo ensanchaba sin límites. Allí sintió que le crecían hijos innumerables. Allí se ganaría el título de padre de todos los creyentes.
«El encanto de tus ojos»
Padre y paradigma. A todos se nos pide en algún momento subir al monte para sacrificar a nuestro hijo primogénito. Hijo primogénito es aquello con lo que más nos encariñamos, lo que más esperamos, lo que más nos alegra y satisface, «el encanto de tus ojos», que diría Ezequiel; o lo que nos resulta más cómodo, lo que es más rentable, lo que nos proporciona más éxito, lo que, en definitiva, más vale para nosotros.
El ídolo secreto
Y Dios nos puede pedir el sacrificio de ese nuestro encanto, cosas que a veces estimamos más que la misma vida, porque es fruto de muchos trabajos y grandes sacrificios, porque es el don tantas veces acariciado, el ídolo secreto del corazón. Puede ser la salud, el éxito profesional, o la estima o una amistad, tal vez una pasión, o el puesto de trabajo o alguien de tu familia, tantas cosas... Puede que el Señor te pida algo que te contraría en lo más profundo: un cambio, una misión nueva, una vocación de mayor entrega, un fuerte compromiso con los marginados, una lucha más valiente por la justicia, una separación de personas queridas.
A la plenitud por el vacío
Naturalmente que Dios no pide estas cosas por capricho o por crueldad, sino porque quiere prepararnos y capacitarnos para recibir mayores gracias. Sólo se puede llegar a la plenitud por el vacío, al todo por la nada, a la vida por la muerte, a la transfiguración por la crucifixión, al Tabor por Moriah o por el Calvario. La prueba ensancha la capacidad. El que es capaz de dar hasta quedarse vacío se dispone a recibir la plenitud. El que se inmola se hace fecundo.
Dios no es mantequilla
Dios es ternura, pero es también espada. Dios es amor y misericordia, pero no es mantequilla. El amor de Dios exige y duele. Hay que «amar a Dios hasta que nos duela», decía Santa Teresa. «Fuego de fundidor, lejía de lavandero» (Mal. 3,2). Es el amor que poda y purifica y prepara para la fecundidad y la plenitud.
Cuando sientas la llamada para subir al monte del sacrificio, contesta como Abrahám: "Aquí me tienes". Entonces podrás llegar al Tabor, al monte de la transfiguración.
-«No perdonó a su propio Hijo» J/ISAAC:
Isaac, el hijo tan esperado y tan querido, fue perdonado. Pero el Hijo de Dios fue sacrificado. Moriah es el Calvario. Isaac subiendo con la leña del sacrificio sobre sus espaldas y el carnero que le sustituyó son hermosas figuras de Cristo en su pasión. Cristo es el verdadero Isaac, obediente y ofrecido sobre la leña o el madero, el cordero inmolado por nosotros.
Clamó y lloró para que se le ahorrase ese trago, pero, aparentemente, no fue escuchado, abandonado incluso por el Padre: Dios «no perdonó a su propio Hijo».
¿Vértigo de terror?
Si hubiera que interpretar literalmente esta expresión, como si el Padre necesitara la muerte del Hijo para redimirnos, tendríamos que sentir un vértigo de terror. ¿Por qué se necesitaba la muerte, y una muerte tan espantosa, para salvarnos? ¿Cómo puede Dios querer una cosa así?
Pero todos entendemos el sentido. Dios no quería la muerte de su Hijo, sino ciertos jefes religiosos y políticos. Es verdad que Dios podía haber librado a su Hijo, podía haber mandado legiones de ángeles, o uno sólo de ellos, o podía haber cambiado las voluntades de los enemigos. Algo así hubiera deseado Jesús en algún momento. Pero eso era una tentación. Jesús nunca haría un milagro en beneficio propio. Dios no libraría a su Hijo de los sufrimientos. Dios permitiría el libre curso de los acontecimientos.
Estará con El
Sólo que el Padre no le abandonará. Estará con El y hará que esos sucesos dolorosos se conviertan en liberadores y pascuales. Le amará, por eso, más si cabe, y a través de él nos manifestará victoriosamente la fuerza de su amor.
Dios podía habernos perdonado y salvado de una manera más fácil. O podría habernos matado a todos. Al permitir la muerte del Hijo nos manifiesta claramente hasta qué punto nos lo ha entregado, hasta qué punto el Hijo se entrega, hasta dónde llega el exceso de su amor.
La clave secreta
He aquí la clave de esta lectura. Si Dios no ha librado a su Hijo, es que nos ama casi tanto como al Hijo, o como una prolongación del amor al Hijo. Y si Jesús ha muerto por nosotros, es que nos ama casi tanto como al Padre, o como un complemento del amor al Padre. Puestos en una balanza ambos extremos parece como si se equilibraran.
El faro más poderoso
La muerte de Cristo es el faro más poderoso del amor de Dios. Desde ahí ilumina a todo el mundo; un horno gigantesco que irradia calor a todos los hombres. Misterio de amor. No se puede medir, porque siempre quedaremos cortos. Ya no hay nada que temer. Dios está de nuestra parte. Todo se puede esperar. Dios ha muerto por nosotros. ¿Cómo no vamos a confiar? Confiar y cantar eternamente las misericordias del Señor.
Misterio de amor
En el Tabor ya se nos anuncia. El Padre se acerca a nosotros para manifestarnos al Hijo y nos lo entrega: «Este...». Este es mi Hijo, contempladle. Este es mi Hijo, acogedle. Este es mi Hijo, escuchadle. Este es mi Hijo, seguidle. Este es mi Hijo, amadle. Os lo entrego. Es palabra y camino. Os lo entrego como médico y amigo: confiad en él. Os lo entrego como salvador y Dios: entregaos a él.
Compara la presentación del Padre y la de Pilato:
-- «He aquí al Hijo amado».
--"He aquí al hombre" condenado.
Dos tipos muy distintos de transfiguración. Pero las dos transfiguraciones son salvadoras. ¿Cuál te llega más al corazón?
El Padre presenta al Hijo para salvarnos. Pilato presenta al hombre para salvarle. Pero el Padre actúa desde la fuerza del amor; Pilato desde la debilidad y el miedo. Pero tú debes acoger siempre al Hijo amado y al hombre condenado.
CARITAS
UNA CARGA LIGERA
CUARESMA Y PASCUA 19887.Págs. 44-473
18.
1. Por el oscuro camino de la fe
Para comprender cabalmente todo el sentido escondido en las lecturas bíblicas de hoy, debemos tener en cuenta el simbolismo religioso de la montaña.
MONTE/SENTIDO: La montaña, por ser un punto elevado sobre la llana superficie de la tierra o una elevación de la tierra hacia el cielo, siempre fue considerada en todas las antiguas religiones como un símbolo del ascender del hombre hacia Dios, y también como la señal de la manifestación o epifanía divinas.
Dios se manifiesta «en lo alto» -piénsese en el Sinaí y en el Calvario- y el hombre debe subir la cuesta hasta Dios, abandonando el llano mediocre de la vida. Dios es lo inaccesible, lo supremo, lo que «está por encima de nuestros esquemas y modos de vivir».
Subir la montaña significa para el hombre superarse a sí mismo, trascenderse, elevarse un poco más allá de este camino lleno de polvo y rutina. En este sentido, los textos bíblicos de hoy son una llamada a la trascendencia humana; trascendencia que no será conseguida sino a través de un camino sinuoso, largo y oscuro. El domingo pasado considerábamos la primera alianza de Dios con el hombre, realizada por mediación de Noé. Pero en la marcha hacia Cristo, Noé no fue el único eslabón. Allí está Abraham, el padre de la raza semita, el hombre de fe con quien Dios renueva su pacto. Y el signo de este pacto es la montaña, enclavada en la tierra, pero elevándose hacia los cielos. La montaña, clavada en la tierra de los hombres, pero intentando penetrar en el recinto de Dios.
El Dios que habla a Abraham se nos presenta un tanto cruel y totalitario, como contradiciendo lo dicho a Noé de que no pediría más el sacrificio y la sangre del hombre. Ahora Dios pretende quitarle a Abraham a su único hijo, el hijo de la herencia y de la promesa (Gén 17,15-19).
Abraham tiene presente la promesa de Dios: «Tu mujer Sara te dará a luz un hijo a quien llamarás Isaac.
Yo estableceré mi alianza con él y con sus descendientes, una alianza eterna.» Dios conoce el apego de Abraham por su hijo y, sin embargo, se lo exige: "Toma a tu hijo único al que tanto amas".
Abraham acepta el desafío de Dios. En su corazón se entabla una dura lucha: Isaac es el regalo de Dios, y de él depende la descendencia y la alianza... Y, sin embargo, ahora debe sacrificarlo.
Dios tienta a Abraham y lo pone a prueba. Siendo el Dios de la vida se le aparece como el Señor de la muerte. Sin embargo, Abraham se decide a recorrer el oscuro camino que se le traza. Al fin y al cabo, confía en el Señor...
Así se patentiza ese momento crítico de toda fe que de pronto se encuentra con el silencio terrible de Dios.
La fe es subir hasta el pico más alto de la montaña para hacer allí el holocausto total de uno mismo. La fe es el camino de la renuncia y de la muerte.
Tanto la Cuaresma como la Semana Santa están bajo el signo de la muerte, una muerte redentora, por cierto, pero que no deja de ser muerte. Mas no hablamos ahora de la muerte biológica, sino de la necesidad de terminar o morir con algo querido, con una forma de vivir que debe ceder el paso o trascender hacia la novedad del Evangelio de Dios.
Abraham es el prototipo de esta fe, como recuerda Pablo en su Carta a los romanos (cap. 4). Dios anuncia y promete una nueva vida, pero saliendo desde la propia oscuridad, desde la duda, desde la más total inseguridad.
La fe comienza por la muerte de uno mismo, como la alianza comenzó con la muerte del diluvio; como la resurrección de Jesús fue el trascender su situación de crucificado. Esta misma situación la pinta Marcos cuando Jesús, con Pedro, Santiago y Juan, sube a la montaña. Suben en silencio hacia lo desconocido, como más tarde subirán hacia Jerusalén entre oscuros temores. También ahora «están llenos de miedo» y "Pedro no sabía qué decir".
Descubrir toda la hondura del proyecto de Dios exige y supone ese total silencio de nuestras voces; este acallar tanta palabrería religiosa que no trasciende las formas infantiles de vivir la fe.
Subir hasta Dios es morir a nuestro proyecto, morir a uno mismo, a tantos planes, esquemas y cálculos. Morir es abismarse en lo nuevo y desconocido. Allí está Dios... En efecto, en esa muerte Dios manifiesta su gloria salvadora y su eterna misericordia. Si a Noé le dio la vida librándolo de las aguas, ahora «resucita» a Isaac salvándolo del cuchillo levantado.
Dios sigue comprometido con el pacto hecho con Noé, y ahora lo rubrica con los padres de un nuevo pueblo.
Con Abraham Dios vuelve a juramentarse de que lo llenará con toda clase de bendiciones, otorgándole una herencia tan numerosa como las estrellas del cielo. El círculo de la alianza se ha cerrado un poco, ya que ahora se realiza sólo con un pueblo; sin embargo, ese círculo ha de abrirse a toda la humanidad, ya que «por tu descendencia serán bendecidas todas las naciones de la tierra».
Es importante observar, al mismo tiempo, que esta resurrección de Isaac es el fruto de la obediencia de Abraham: «Porque has obrado de esta manera y no me has negado a tu hijo único... ya que has obedecido mi orden.» Estas palabras del Señor revelan a las claras que la obediencia o la escucha fiel de la Palabra de Dios constituyen la muerte del hombre que debe cerrar su oído a su propia palabra, palabra de egoísmo y de muerte -para dejarse invadir y llenar por el esquema propuesto por Dios-, palabra de amor, de entrega y de vida.
2. Subir a la vida por el paso de la muerte
En la transfiguración, o para decirlo mejor, en la manifestación gloriosa de Jesús sobre la montaña, la liturgia nos presenta por un lado la réplica de lo acaecido en aquella montaña con Abraham e Isaac; y por otro lado, una anticipación de lo que va a suceder en la montaña del Calvario.
Jesús quiere prevenir a los apóstoles contra el escándalo de un Dios que entrega a su hijo a la muerte -la muerte del justo-, ya que lo que ha de manifestarse en la montaña del Calvario es, por encima de todas las cosas y por la obediencia de Jesús, la resurrección a la nueva vida.
Es un aviso importante de la liturgia de hoy: en el Calvario se manifiesta el Dios de la vida, fiel a su pacto con Noé y Abraham. En la montaña de la cruz Dios se revela como el Padre, y Jesús como el hijo de la obediencia.
En efecto, nos dice Marcos que, estando Jesús radiante por su esplendor glorioso sobre la montaña, «una nube los cubrió con su sombra y salió de ella una voz que decía: Este es mi Hijo muy querido, escuchadlo.» Si Jesús escuchó al Padre -le fue obediente-, a todos nosotros se nos invita al mismo camino: escucharlo con el corazón y con la vida de todos los días.
Sin embargo, y por el momento, los apóstoles no entienden nada, ya que ahora están viviendo -como Abraham cuando subía a la montaña -el tiempo del silencio de Dios y de la oscuridad de la fe. Y esta oscuridad continuará "hasta que resucite el Hijo del Hombre". Así como Abraham comprendió el plan de Dios cuando se reencontró con su hijo vivo, así también los cristianos sólo descubrimos a Dios a través del Cristo resucitado.
En otras palabras: el hombre acepta la alianza de Dios cuando puede descubrirlo, por encima de todas las cosas, como Dios de la vida. Por lo tanto, la fe es un acto de confianza total en que Dios, por caminos misteriosos, llenos de dolor y de renuncia, de sangre y de lágrimas, nos conduce hasta el pico más alto de la vida, allí mismo donde el hombre y Dios se confunden en el mismo gesto de amor.
Ahora podemos dedicar nuestra atención al texto de Pablo. Su mensaje es simple: el misterioso camino de Dios manifiesta a la larga y en forma definitiva que «Dios está con nosotros», que es nuestro aliado fiel, ya que nos dio la vida en la muerte y resurrección de su Hijo.
Para comprender mejor esto, es importante que leamos los versículos que preceden al texto de la misa. En efecto, nos dice Pablo que "sabemos que en todas las cosas interviene Dios para el bien de los que le aman. Pues a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que él fuera el primogénito de entre muchos hermanos; y a todos los que llamó también los justificó y glorificó" (vv. 28-30). Esta idea de Pablo es esencial para comprender nuestra fe: lo que ha sucedido con Jesús, que llegó a la vida por la muerte-renuncia, también les sucede a quienes lo siguen, ya que todos son llamados a ser otros Cristos, los hombres resucitados. Ahora ya nadie puede condenar al hombre: ni Dios que entregó a su Hijo, ni éste que murió por todos. Si así son las cosas, razón tiene Pablo en continuar: «¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, los peligros, la muerte?» Y nos recuerda, acto seguido, que también nosotros «por tu causa somos muertos todo el día y tratados como ovejas destinadas al matadero.
Pero en todo salimos vencedores gracias a aquel que nos amó» (vv. 35 s). Todo esto conforma lo que podemos llamar la "mística cristiana", vale decir, la unión del hombre con Cristo, no sólo a través de la oración de ciertos actos cultuales, sino en esa entrega permanente y total de la propia vida.
Sin embargo, el seguimiento de Cristo, cuyo ideario nos trazan los textos neotestamentarios, es como una brecha que cada uno debe abrir, paso a paso y día a día. Nadie queda eximido, al igual que los apóstoles, de la subida a la montaña, ni del miedo, ni del estupor, ni de esa ignorancia que los hacía «discutir qué querría decir aquello de la resurrección de entre los muertos».
Concluyendo...
A partir de estas lecturas tan ricas en contenido, podemos sacar algunas conclusiones finales acerca de lo que debe ser nuestra fe.
--Cada uno de nosotros tiene su montaña que subir.
«Por tu causa somos muertos todo el día», dice el salmo 44,12 que ha citado Pablo. O dicho de otra manera: cada uno debe revivir y hacer suyo el misterio de la muerte de Cristo, si quiere alcanzar la vida nueva.
Entendemos la vida como una montaña que obliga a un ascenso lento y difícil, pero necesario para superar la trivialidad del llano. El hombre es invitado por la fe a superarse día a día hasta descubrir eso que llamamos «trascendencia», vale decir, significado total de la existencia humana. Ese significado yace por ahora en la oscuridad y en lo alto. Nadie puede arrebatarlo para los otros; cada uno debe hacer su propia búsqueda y su propia ascensión.
No nos bastan veinte siglos de experiencia cristiana para evadirnos de esta tarea, la primera y la fundamental.
Tampoco la Iglesia universal está libre de esta búsqueda.
Dios no ha sido aferrado aún por nadie, y seguir buscándolo entre las nubes de la oscuridad es la tarea que le permite a la Iglesia sentirse humilde servidora de Dios, también ella suspirando por el Reino de Dios, siempre un poco más allá de nuestros fáciles esquemas. («¡Qué bien se está aquí...! Vamos a hacer tres chozas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.») Sin embargo y a pesar de esta real oscuridad de la que todos somos testigos, el cristiano es sostenido y guiado por su confianza plena de que «el amor de Dios se ha manifestado en Jesucristo».
Jesús como prototipo del hombre-nuevo es nuestra única garantía. Buscamos porque él ya ha encontrado la vida. Por eso buscamos en su nombre y tras sus huellas.
--Purificar y madurar nuestro concepto de fe y de religión.
Los textos bíblicos de hoy -como también los del domingo pasado- nos obligan a una seria revisión de toda nuestra concepción religiosa. Una gran pregunta está flotando en el ambiente: ¿En qué consiste la verdadera religión? A la luz de lo reflexionado, puede parecer que la fe es la entrega incondicional a una alianza cimentada en la promesa de Dios. Pero la esencia de esa alianza no es el culto, como tampoco son los mandamientos o ciertas normas de moral. La esencia de la alianza es la Vida, la confianza en la vida. Vivir en la fe es entregarnos día y noche a una alianza de vida con Dios y con los hombres.
La fe es tomar sobre nuestras espaldas -como Isaac- la leña sobre la cual nos ofreceremos en holocausto; o tomar la cruz en la que seremos clavados...
Para Jesús la Alianza significó su entrega por la vida de todos; para cada cristiano esa misma alianza no puede sino significar una dedicación total y exclusiva a sus hermanos. Cualquiera que sea nuestro estado o nuestra profesión, siempre encontraremos ese altar sobre el cual debemos ofrecernos por el bien de la comunidad.
Estamos viviendo el tiempo de Cuaresma, tiempo de subida costosa por la cuesta de la existencia hasta la cima donde se encuentran en misterioso abrazo: la muerte de una forma de vivir y la nueva vida que nos abre a horizontes de eternidad.
Subir la montaña de la Cuaresma es aprender a trascender.
Subir esa montaña y ofrecernos, es la síntesis de este domingo.
SANTOS
BENETTI
EL PROYECTO CRISTIANO. Ciclo B.2º
EDICIONES PAULINAS.MADRID 1978.Págs.
25 ss.
19. ESCUCHA/CR
Escuchadlo...
Los hombres ya no tenemos tiempo para escuchar. Nos resulta difícil acercarnos en silencio, con calma y sin prejuicios al corazón del otro para escuchar el mensaje que todo hombre nos puede comunicar.
Encerrados en nuestros propios problemas, pasamos junto a las personas, sin apenas detenernos a escuchar realmente a nadie. Se diría que al hombre contemporáneo se le está olvidando el arte de escuchar.
En este contexto, tampoco resulta tan extraño que a los cristianos se nos haya olvidado que ser creyente es vivir escuchando a Jesús. Y sin embargo, solamente desde esa escucha cobra su verdadero sentido y originalidad la vida cristiana. Más aún. Sólo desde la escucha nace la verdadera fe.
Un famoso médico siquiatra decía en cierta ocasión: «Cuando un enfermo empieza a escucharme o a escuchar de verdad a otros... entonces, está ya curado». Algo semejante se puede decir del creyente. Si comienza a escuchar de verdad a Dios, está salvado. La experiencia de escuchar a Jesús puede ser desconcertante. No es el que nosotros esperábamos o habíamos imaginado. Incluso, puede suceder que, en un primer momento, decepcione nuestras pretensiones o expectativas.
Su persona se nos escapa. No encaja en nuestros esquemas normales. Sentimos que nos arranca de nuestras falsas seguridades e intuimos que nos conduce hacia la verdad última de la vida. Una verdad que no queremos aceptar. Pero si la escucha es sincera y paciente, hay algo que se nos va imponiendo.
Encontrarse con Jesús es descubrir, por fin, a alguien que dice la verdad. Alguien que sabe por qué vivir y por qué morir. Más aún. Alguien que es la Verdad. Entonces empieza a iluminarse nuestra vida con una luz nueva. Comenzamos a descubrir con él y desde él cuál es la manera más humana de enfrentarse a los problemas de la vida y al misterio de la muerte. Nos damos cuenta dónde están las grandes equivocaciones y errores de nuestro vivir diario.
Pero ya no estamos solos. Alguien cercano y único nos libera una y otra vez del desaliento, el desgaste, la desconfianza o la huida. Alguien nos invita a buscar la felicidad de una manera nueva, confiando ilimitadamente en el Padre, a pesar de nuestro pecado. ¿Cómo responder hoy a esa invitación dirigida a los discípulos en la montaña de la transfiguración? "Este es mi Hijo amado. Escuchadlos". Quizás tengamos que empezar por elevar desde el fondo de nuestro corazón esa súplica que repiten los monjes del monte Athos: «Oh Dios, dame un corazón que sepa escuchar».
JOSE ANTONIO
PAGOLA
BUENAS NOTICIAS
NAVARRA 1985.Pág.
155 s.
20.
1. «Toma a tu hijo único, al que quieres».
Al evangelio de la transfiguración le precede, como primera lectura, el relato del sacrifico de Abrahán. Con razón: pues la transfiguración del Señor será la demostración por parte de Dios de lo que es realmente su «Hijo amado», que será «ofrecido en sacrificio» por los hombres y para la salvación de los hombres. Para los judíos el sacrificio de Abrahán es el momento culminante de su relación con Dios, y subrayan que se trata de un doble sacrificio: del padre, que toma el cuchillo para degollar a su hijo, y del hijo, que consiente en su inmolación. Se suele decir que Abrahán es en esto sólo una prefiguración, pues en realidad no tuvo que ofrecer el sacrificio, no le hizo falta sacrificar a Isaac. Pero quizá lo realizó ya en su fuero interno, en su interior, en su corazón cuando tomó el cuchillo con la intención de degollar a su hijo. Se trata en todo caso de algo extremo que Dios podía exigir del hombre que permanece en su alianza como imitación de su propio designio con respecto a su Hijo.
Lo horrendo del caso no está sólo en la orden de matar al propio hijo -en las religiones circundantes e, ilícitamente, también en Israel se practicaban sacrificios humanos-, sino en que este hijo había sido dado expresamente por Dios mediante un milagro y estaba destinado para garantizar con su persona el cumplimiento de las promesas divinas. Pero Dios no se contradice a sí mismo cuando da esta orden. Y a pesar de esta contradicción incomprensible para el hombre, éste debe obedecer, porque Dios es Dios.
2. "No perdonó a su propio Hijo".
La segunda lectura resuelve la aparente paradoja cuando dice que Dios se revela como el que es esencialmente amor, como el que no se contradice cuando entrega a su divino Hijo a la muerte real y precisamente así cumple la promesa de «dar todo» con él, es decir, de conferir la vida eterna. Lo más grande no es aquí la obediencia unilateral del hombre ante una orden incomprensible de Dios, sino la unidad de la obediencia del Hijo, que se entrega a la muerte para la salvación de todos, y de la abnegación del Padre, que nos da todo, sin ahorrar el sacrificio a su propio Hijo. Con ello Dios no solamente está con nosotros (como el «Emmanuel» veterotestamentario), sino que intercede definitivamente «por nosotros», sus elegidos. Y con ello no solamente nos ha dado algo grande, sino todo lo que tiene y es. Ahora Dios está tan de nuestra parte que cualquier acusación (judicial) contra nosotros pierde toda su fuerza. Nadie puede acusarnos ya ante el tribunal de Dios; el Hijo entregado por Dios es un abogado tan irrefutable que toda acusación humana contra nosotros enmudece.
3. Transfiguración.
A partir de aquí resulta comprensible (en el evangelio) en su verdadero sentido la luz trinitaria que irradia desde el Hijo sobre la montaña. En modo alguno se trata de una concentración en sí mismo (como en ciertos yoguis), sino de la esplendente verdad trinitaria de la entrega total y absoluta, que muestra lo que el Padre entrega realmente y «ofrece en sacrificio» por el mundo, lo que el nuevo Isaac consiente que suceda en sí, en pura obediencia amorosa al Padre, lo que la nube deslumbrante «que los cubre» con su espesura oculta en el misterio divino. El miedo y el balbuceo por parte de los hombres es la consecuencia necesaria; pero también lo es la orden de no profanar con habladurías lo que se ha contemplado. Todo se aclarará por sí sólo con la muerte y resurrección del Señor.
HANS URS von
BALTHASAR
LUZ DE LA PALABRA
Comentarios a las lecturas dominicales
A-B-C
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág.
143 s.