38 HOMILÍAS MÁS PARA EL DOMINGO II DE CUARESMA
20-34

 

20. «ESCUCHADLE»  LA SALVACIÓN NOS ENTRA POR EL OÍDO 

En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, Santiago y a Juan y se los llevó aparte a  una montaña alta. Se transfiguró delante de ellos y su rostro resplandecía como el sol y sus  vestidos se volvieron blancos como la luz. 

En la cultura judía la «montaña» es el lugar idóneo para el encuentro del hombre con  Dios.  Habrá que decir en este caso que cuando los hombres se encaminan al lugar del  encuentro con Dios pueden ver claro a Jesús en toda su compleja realidad.  Jesús y su doctrina son conocidos y comprendidos desde la experiencia religiosa. De él se  puede hacer una lectura correcta sólo desde una clave religiosa; por eso el cristianismo no  es un humanismo, ni una ideología, es algo más. 

La transfiguración es una experiencia extraordinaria de Jesús, del amor de Dios a unos  hombres, (Pedro, Santiago y Juan).  Como toda experiencia extraordinaria del amor no puede ser permanente, no puede  durar, es emoción de un instante que avala y da fuerzas para vivir el futuro. La  transfiguración dura un tiempo y de él se vuelve a la realidad, a la normalidad, a la brega  cotidiana. La transfiguración, como toda emoción fruto del amor, no puede ni durar ni  repetirse. 

Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él. Pedro entonces tomó la palabra  y dijo a Jesús: «Señor: ¡Qué hermoso es estar aquí! Si quieres, haré tres chozas: una para  ti, otra para Moisés y otra para Elías». 

Quien quiere eternizar el presente, como repetir el pasado, acaba estropeando la historia,  pues ni se pueden parar ni retrasar las agujas del reloj.  Toda experiencia extraordinaria del amor es necesaria e imprescindible para vivir con  intensidad el hoy y para proyectar con esperanza el futuro, es el sostén de la vida; sin ellas  con facilidad desfalleceríamos en nuestras relaciones interpersonales y nuestros  compromisos de lealtad, fidelidad y servicio desaparecerían, se esfumarían. Todos  necesitamos además de querer y que nos quieran que nos lo digan con gestos o palabras.  Toda experiencia extraordinaria del amor debe conducirnos al crecimiento personal y aquí  hay que aplicarlo a la transfiguración, que es concretamente la experiencia extraordinaria de  Jesús que nos da fuerzas para mantener en pie la vocación cristiana a la que fuimos  llamados. 

El hombre inmaduro, el egoísta o infantil se conforma a ella, goza de lo que en ella  encuentra y llora o añora cuando pasa y sólo queda el recuerdo. El hombre maduro en vías  de crecimiento adivina más allá de lo que en ese momento se da, se ve, y proyecta un futuro  fuera de lo extraordinario, en lo cotidiano, en lo vulgar de la existencia.  El primero quiere hacer tres chozas, confunde el amor por el enamoramiento de un  instante. El segundo baja de la montaña, se enfrenta al futuro con el aval del pasado. El  enamoramiento es un medio para el amor, no es un fin en sí mismo. 

Todavía estaban hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una  voz desde la nube decía: «Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadle». 

Desde la experiencia religiosa Dios/Padre manifiesta a Jesús como Dios/Hijo. Jesús es así,  a la vez, revelador y revelado; nos dice cómo es Dios al mostrarnos cómo es él y por él  sabemos que Dios es amor.  El consejo/mandato «escuchadle» es la nueva y definitiva ley de Dios a los hombres. Si le  «escuchamos» acabaremos siendo de él, él nos poseerá, hipotecará nuestra existencia, nos  dirigirá y exigirá que bajemos de la montaña, de las nubes, a pisar la tierra.  Si le escuchas, Cristo no será patrimonio tuyo, sino todo lo contrario, serás de él, él te  poseerá. La Revelación no es un precioso regalo que guardo para mí, sino que ella es la  que me posee y dirige como creyente. 

Al oírlo, los discípulos, cayeron de bruces, llenos de espanto. Jesús se acercó y  tocándolos dijo: «Levantaos, no temáis». Al alzar los ojos no vieron a nadie más que a Jesús  solo. Cuando bajaron de la montaña, Jesús les mandó: «No contéis a nadie la visión hasta  que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos». 

La Transfiguración es el medio para la madurez apostólica de Pedro, Santiago y Juan, de  ahí el «no se lo digáis a nadie» para que no confundan los medios con los fines. No había  llegado el momento oportuno, aún el auditorio, (discípulos y apóstoles), no estaban  suficientemente maduros. 

Hay que bajar del Tabor, no podemos dormir sobre los laureles de un «estado de gracia».  Nos desvivimos por conocer el verdadero rostros de Jesús y cuando lo conseguimos nos  hace ir al hermano para contárselo en el momento oportuno, sin prisas.  A nuestro mundo le podemos mostrar una trasfiguración o una desfiguración de Cristo.  Desfiguración si proyectamos nuestra propia luz. Trasfiguración si proyectamos la luz que de  Dios nos viene. 

El fragmento de Mateo 17, 1-9 es una típica teofanía. En él Dios se da a conocer, se nos  muestra. Es un lugar paralelo al del bautismo en el Jordán y un eco del relato  veterotestamentario del Sinaí. La intención es clara: pretende manifestar a Jesús como la  culminación de toda ley y de toda profecía. En Jesús ambas se cumplen, es Dios y hombre  verdadero. 

BENJAMIN OLTRA COLOMER
SER COMO DIOS MANDA
Una lectura pragmática de San Mateo
EDICEP. VALENCIA-1995.Págs. 94-96


21.

La experiencia luminosa y gozosa del Tabor es una nueva epifanía del Señor. Hubo  epifanías en el ciclo de Navidad y las hay en el ciclo pascual. «En una montaña alta» el cielo  y la tierra se tocan. Aquí está el cielo, dice Dios. Este es el cielo, mi Hijo amado. Acercaos a  el, porque os llenará de Espíritu. Escuchad sus palabras, que son de vida.  No sólo Jesús, también los discípulos fueron transfigurados. Les envolvió una nube  dichosa, les deslumbró una luz maravillosa, les penetró una palabra divina, vieron a Moisés  y Elías, los más grandes, pudieron casi tocar a Dios. 

Lo importante no es el espectáculo de luz y sonido, que puede maravillar, pero olvidarse.  La transfiguración externa es poca cosa. Lo importante es la transfiguración interior, o la  renovación íntima, los efectos profundos que este acontecimiento produjo en los discípulos y  en el mismo Jesús. 

Frutos de la transfiguración 

Son experiencias que marcan en línea de credibilidad, de certeza, de esperanza y  confianza, de fortaleza interior, siempre de amor. Para los discípulos era como si se grabara  interiormente la palabra escuchada, y como si todo aquel reverbero de luz consiguiera  traspasarles y encender una luz por dentro. Falta les iba a hacer, cuando llegara la noche  oscura y cuando el silencio de Dios pesara como una losa. No dejarían de recordarlo en  tiempos de crisis para la fe y la esperanza. «Nosotros mismos escuchamos esta voz, venida  del cielo, estando con El en el monte santo, y así se nos hace más firme la palabra de los  profetas» (/2P/01/18-19). Más firmeza, más luz, es lo que aporta el Tabor, «hasta que se  levante en vuestros corazones el lucero de la mañana», hasta que interioricéis  definitivamente a Cristo-Luz. 

También para Cristo era necesaria esta experiencia de Tabor. No es que Jesús necesitara  la fe, pero necesitaba el consuelo, la fuerza, el sentido de todo aquello que se manifestaba  cada vez más cercano. Lucas nos recoge el objeto de conversación con Moisés y Elías:  «Hablaban de su partida, que estaba para cumplirse en Jerusalén» (Lc 9, 31); y poco  después: «Cómo se iban cumpliendo los días de su Asunción» (Lc 9, 51). El tema de su  muerte, ya próxima, turbaba a Jesús y le angustiaba. Por eso, esta experiencia de Tabor le  hizo bien. 

Una montaña alta 

La transfiguración es, sin duda, don de Dios. No se da por el hecho de subir a un monte,  por alto que sea, o por rezar mucho. Dios puede favorecer con una experiencia de luz y  alegría en cualquier lugar y en cualquier momento de la vida. Pero el Tabor tiene su  dinámica y sus exigencias. 

La montaña significa esfuerzo superador. Significa elevación, limpieza, silencio. Significa  distancia de las personas, las cosas y los problemas. Significa claridad en la visión del  horizonte. Y supone, naturalmente, dejar la comodidad y el apego, escapar de la corrupción,  luchar por otros ideales, no rehuir el esfuerzo y el riesgo necesarios. 

Estamos tan metidos en el mundo, es decir, en la corrupción, que necesitamos un poco de  aire puro. Y estamos tan atrapados por las preocupaciones, que no sabemos ni somos  capaces de salir de ellas. Y estamos tan preocupados con nuestros problemas, que los  agrandamos enormemente, perdiendo la visión del conjunto. Escuchamos tantas palabras,  tantos ruidos, tantas «canciones», que necesitamos con urgencia un poco de silencio. Por  otra parte, vivimos tan confortablemente, tan divinamente en nuestro bienestar, que no  estamos dispuestos a hacer el más mínimo esfuerzo por salir a la búsqueda de Dios. ¿Por  qué subir a la montaña si se está tan bien en el valle? ¿Para qué buscar teofanías si me va  estupendamente con mis pequeños dioses? 

Sal de tu tierra 

El caso de Abraham es parecido al de los discípulos que suben al Tabor, y ambos serán  paradigmas de cuantos quieran encontrar a Dios. Subir a la montaña es lo mismo que salir  de la tierra y de la casa. O lo mismo que seguir la estrella. Para manifestarse a nosotros,  Dios quiere que le busquemos. Y la búsqueda no siempre es fácil. Para buscarle hay que  dejar el calor de la casa y la seguridad de la tierra conocida. Hay que ponerse en camino,  sin saber exactamente hacia dónde. Hay que quedarse a la intemperie. Hay que pedir luz y  consejo, como hicieron los Magos. Hay que orar, como hicieron los discípulos con Jesús en  el Tabor. Si quieres encontrar a Dios, tienes que buscarlo, es decir, tienes que desearlo,  pero con fuerza, con sed. Reza y grita. Búscalo en las Escrituras o en la vida, donde sea.  Pero búscalo. 

Para llenarnos, Dios quiere que nos vaciemos. Hay que dejar todas las posesiones, sean  materiales, sean culturales, sean afectivas. «Sal de tu tierra y de la casa de tu padre.»  Empobrécete, para que yo te enriquezca. Humíllate, para que yo te haga famoso.  Desapégate, para que yo te dé la libertad. Sacrifícame a tu hijo, lo que más quieres, para  que yo te colme de hijos y de cariños. 

«Como le había dicho el Señor» 

Además del despojo radical, además del esfuerzo superador, además de la oración y el  deseo, se necesita, para encontrar a Dios, la fe, la confianza. Los discípulos siguieron a  Jesús hasta arriba, hasta donde fuera necesario. Abraham «marchó, como le había dicho el  Señor». 

Con una fe así son posibles todas las bendiciones y todas las experiencias de Tabor.  Quien se fía del Señor, quien acoge y secunda su palabra, quien la guarda y cultiva en su  corazón, podrá tener innumerables hijos, innumerables frutos, podrá ver al Hijo, podrá  llenarse de la fuerza de Dios. 

Quien tiene fe, lo verá todo distinto, transfigurado; él mismo quedará transfigurado;  entenderá el sentido de las cosas que suceden, incluso de esas que parece no pueden  comprenderse; todo puede iluminarse, incluso el misterio de la muerte. Es la transfiguración. 

Momentos de Tabor 

E1 Tabor, además de gracia, es el resultado del deseo, de la oración, del vaciamiento y la  subida. Cuando te purificas del todo, brilla en ti la luz de Dios. Cuando te pones en camino,  brilla la estrella. Cuando te esfuerzas por superarte, te trasciendes y transfiguras.  Dios te concede experiencia de Tabor: 

- Cuando pones tu voluntad en las manos de Dios. 
- Cuando te alimentas de la palabra de Dios. 
- Cuando buscas a Dios «día y noche». 
- Cuando encuentras a Dios en el sufrimiento. 
- Cuando sirves a Dios en los hermanos. 
- Cuando compartes el sufrimiento de los pobres. 
- Cuando te libras de un apego. 
- Cuando sacrificas al hijo primogénito. 
- Cuando conquistas una meta. 
- Cuando eres creador. 
- Cuando te gastas por el otro con amor. 
- Cuando te olvidas de tu Tabor para que otros lo tengan. 

CARITAS 1996-1.Pág. 54-57


22.

1. Dios nos llama a la vida 

Las lecturas bíblicas de hoy nos presentan el reverso de la problemática del domingo  pasado. En efecto, si las tentaciones del hombre se reducen a una sola: la tentación de la muerte,  la voz de Dios, en cambio, es una «tentación» o llamada a la vida. El texto de Pablo en la segunda lectura lo afirma con toda claridad: Dios nos salvó y nos  llamó a la vida santa, o sea, a la vida nueva, simplemente porque ésa es su voluntad, más  allá de que lo merezcamos o no.

El hombre tiene una vocación esencial a vivir plenamente, pues Jesús, el prototipo de  hombre nuevo, «destruyó la muerte y sacó a la luz la vida inmortal». Con Jesús, la  humanidad gesta en doloroso parto su más preciado hijo: el hombre de la vida. El apóstol  Pablo es radical en su pensamiento: Dios nos llamó a vivir «desde antes de la creación del  mundo»; como si dijésemos: más allá de las actuales estructuras y contingencias que  conforman nuestro mundo contemporáneo.

Similar es el pensamiento de la primera lectura: Abraham es llamado por Dios a salir de su  casa y de su país, a morir a su pasado, pero para vivir como un pueblo nuevo. Dios lo llama  y lo bendice para la vida y la felicidad de su pueblo y la de todos los pueblos del mundo. Ambos textos, por lo tanto, parecen insistir en mostrarnos el verdadero rostro de Dios, el  Dios de la vida, si bien, como comentábamos el domingo pasado, ese rostro puede tener  apariencia de muerte, de la misma forma que la muerte puede asumir la máscara de la  vida.

Podemos así remontarnos nuevamente al Génesis cuando Dios crea al primer hombre:  sopla su espíritu de vida para que ese muñeco de barro tenga semejanza con el Señor de la  vida. El hombre ha sido hecho a semejanza de Dios y como imagen suya en la tierra,  simplemente porque, al igual que Dios, su esencia y su vocación fundamental es sólo vivir y  nada más que vivir. O si se prefiere: vivir y engendrar para la vida.

Si, después de la tentación de Adán, éste tuvo vergüenza de su sexo desnudo porque lo  sentía bajo el influjo de la muerte, no fue así la idea de Dios: creó a la pareja varón-mujer  como portadores de la vida y como padres de la humanidad. Dios, al darle al hombre la  sexualidad y al bendecir esa sexualidad, no hace más que sellar su vocación: ha de vivir en  función del amor y de la vida de la comunidad, fruto de ese amor.

Es posible que, al escuchar todo esto, tengamos un gesto de extrañeza. El masoquismo  espiritual que se ha infiltrado demoníacamente en nuestro cristianismo nos impide quizá, por  el momento, entender a Dios y a la religión, como una forma gozosa de vivir. El afán  perfeccionista, individualista y moralista de los últimos siglos nos ha llevado a una actitud  casi opuesta a la bíblica. Bien dice Pablo que Dios nos llamó a la vida nueva «no por  nuestros méritos, sino porque antes de la creación del mundo, desde el tiempo inmemorial,  Dios dispuso darnos su gracia por medio de Jesucristo», el vencedor de la muerte. Hemos construido un cristianismo triste y trágico, tan triste que muchas veces a mucha  gente le da pena vivirlo.

Nos referimos a ese cristianismo de las leyes frías y de las sanciones inexorables, del Dios  que exige el cumplimiento de sus mandatos y que amenaza con horrendos castigos; el  cristianismo saturado de ritos y plegarias para librarse de la condenación eterna, como si el  Evangelio de las bienaventuranzas nunca hubiera sido anunciado.

Un cristianismo "serio", en el que hasta se tiene miedo de hablar, de cantar y de bailar;  donde todo está meticulosamente establecido, como si la espontaneidad fuese un pecado y  la originalidad una herejía.

En fin, un cristianismo que cierra sus ojos para buscar la perfección del individuo,  concebida generalmente como un simple evitar el pecado, como si el individuo pudiera llegar  a la perfección cerrando los ojos a la comunidad que lo rodea y que le reclama ojos  abiertos, sonrisa franca, brazos extendidos y un beso de paz.

Hemos sido tentados para vivir en la muerte y hemos caído en la tentación, olvidándonos  de que antes de que aparecieran los profetas del maniqueísmo y del masoquismo, ya Dios  nos había llamado a vivir en total plenitud.

Comprendo que todo esto puede extrañarnos, porque también es paradójico: es cierto  que a menudo la vida tiene rostro de muerte, pero... sigue teniendo siempre gusto de vida.  Es cierto que amar implica renunciar al egoísmo (esa es su cara de muerte), pero mucho  más cierto aún es que amar es gozar por el simple hecho de compartir todo con los demás.  Sin gozo no hay amor, como tampoco hay amor sin renuncia. Pero si es renuncia por amor,  también es renuncia gozosa. Esa es la paradoja.

Podemos también poner el ejemplo de la misa: por ser un acto comunitario, supone el  abandono del egoísmo individualista y de ciertas posturas y actitudes que no conducen con  el encuentro con los hermanos (ese es su rostro de muerte), pero si la misa no es  participada y vivida en el gozo de estar juntos, si realmente no nos produce felicidad y  alegría auténticas, es decir, verdaderamente sentidas, esa misa no sirve para nada. Si  vamos sólo por obligación o para librarnos de un pecado mortal, es mejor que nos  quedemos en casa. Pues si la misa es la comida de los hermanos que participan del gozo de  la Pascua, ¿qué sentido tiene venir con la cara larga o por una simple preocupación  jurídico-legal? En síntesis: también Dios tienta al hombre. Su tentación, su eterna tentación,  es una llamada a salir de la muerte de uno mismo para vivir cada vez con más plenitud, tanto  como persona individual como también en cuanto pueblo o comunidad. A primera vista  parece innecesaria esta tentación a vivir, mas la experiencia nos dice que nos hemos  acostumbrado demasiado a vivir con formas de muerte, hasta el punto de que muchos  pueden considerar la llamada de Dios como una peligrosa tentación.

2. Jesús nos llama a transformarnos 

Para comprender cabalmente el sentido del evangelio de hoy, llamado comúnmente «de la  transfiguración», es preciso, por un lado, precisar su género literario y, por otro, situarlo en  su contexto. El relato de la transfiguración de Jesús se presenta como una epifanía o manifestación de  lo divino en la humanidad de Jesús. Por lo tanto, se adapta a este género literario de la  Biblia a través de símbolos muy característicos, tales como: la luminosidad que rodea al  personaje central; la nube que representa la presencia protectora de Dios; la voz llegada de  lo alto, expresión del designio divino; el temor de algunos que presencian la epifanía,  verdadero estupor ante lo arcano, etc.

Con estos elementos ya podemos darnos cuenta de que no se trata de una crónica de la  vida de Jesús ni hace falta buscar en Palestina la montaña alta a la que alude el texto.  También la montaña tiene su simbolismo: por emerger de la tierra y elevarse hacia el cielo,  en una ascensión cada vez más escarpada y difícil, es la gráfica expresión de la vocación  humana: permanente ascensión desde la chatedad de ciertos esquemas mundanos hacia la  sublimidad de un nuevo estilo de vida. La montaña es como el punto de encuentro, la  encrucijada entre lo divino y lo humano, de la misma forma que lo fue la elevación del  calvario y, sobre ella, la cruz.

En conclusión: con este texto los evangelistas quieren, a través de los conocidos símbolos  de toda epifanía, comunicarnos un importante mensaje de fe. La actitud de los tres  apóstoles que por el momento, como dice Marcos, no entendían nada, alude muy bien a la  situación del hombre creyente que no debe quedarse con la materialidad del relato, sino  más bien penetrar en su rico simbolismo para captar la hondura del mensaje.

Ahora bien, como sucede tantas otras veces con los textos litúrgicos, es muy difícil  abarcar ese sentido si no situamos el texto dentro del contexto general en el que se halla  situado. O sea: no podemos comprender todo el rico sentido de la transfiguración, si no  tenemos en cuenta las páginas anteriores del Evangelio.

Bien declara Mateo que la transfiguración tuvo lugar «seis días después» de otro  acontecimiento importante que dejó profundamente impresionados a los apóstoles. Este acontecimiento tuvo Iugar casi en los confines de Palestina, en la región de Cesarea  de Filipo, allí mismo donde el Jordán, recibiendo las aguas de deshielo del monte Hermón,  inicia su carrera hacia el Mar Muerto.

Fue allí donde Pedro, en nombre de toda la comunidad, confesó a Jesús como Mesías e  Hijo de Dios (Mt 16,13s).

Jesús, en respuesta a este acto de fe, consagra a Pedro como la roca sobre la que  edificaría su Iglesia. Sin embargo, conociendo Jesús que los apóstoles aún le consideraban como un Mesías  político que los libraría de la opresión romana, «comenzó a explicarles que debía ir a  Jerusalén y que las autoridades judías le iban a hacer sufrir mucho. Les dijo también que iba  a ser condenado a muerte y que resucitaría al tercer día».

La reacción de Pedro fue inmediata y, a tenor del texto evangélico, diabólica. Lo tomó  aparte y lo reprendió severamente: «¡Dios te libre, Señor! No, no pueden sucederte estas  cosas." La réplica de Jesús nos recuerda el texto de las tentaciones del domingo pasado:  «Apártate, Satanás; tú eres una tentación para mí, ya que no piensas como Dios sino como  los hombres.» Acto seguido se volvió a todos y los invitó a seguirlo, renunciando a sí mismos  y cargando con la cruz.

El argumento de Jesús tiene gran importancia. En efecto, les dijo: «¿De qué le sirve al  hombre ganar el mundo si se pierde a sí mismo? ¿Y qué rescate dará para salvar su propia  vida?» (Mt 16,26).

Con los elementos aportados por las reflexiones anteriores y las del domingo pasado, bien  podemos comprender el alcance de estas palabras: Pedro lo tienta para que muera a sí  mismo como hombre y como Jesús, es decir, como Mesías al modo de Dios. Aceptar esa  tentación es, aparentemente, ganar el mundo, pero es también ganar la propia muerte. Es la vieja paradoja: la muerte se reviste de vida, y la vida de muerte. Jesús opta por la  vida y por ella arriesga todo..., aun su propia vida. La paradoja queda en pie y el escándalo  y la desazón de los apóstoles llegó a su colmo.

En este contexto de incomprensión del misterio de la vida, el evangelista sitúa el texto que  hoy nos ocupa. Sin poder contener la impaciencia y para que el escándalo no llegue más allá de lo  necesario, se nos corre por un instante el velo como para que descubramos que, si bien a  través del trance duro de la muerte, el objetivo final es la vida nueva. Tal es el sentido del relato.

Efectivamente, después de subir la escarpada montaña de la cruz, la montaña de la  oscuridad y de la paradoja vida-muerte, la luz invadió el rostro y los vestidos de Jesús,  mientras aparecía la nube luminosa desde la que se oyó la significativa frase del Padre:  «Este es mi hijo, el amado... Escuchadlo.» Cuando el tentador propuso a Jesús las tres  conocidas tentaciones, también le dijo: "Si eres hijo de Dios..." Sin embargo, sugirió, al igual  que Pedro, un camino de rebeldía a la voluntad del Padre. Ahora el Padre, al sentir toda la  fuerza generosa de la entrega de Jesús a la cruz por dar la vida a los hombres, lo proclama  su «Hijo»: hijo porque vive el amor y porque, por amor, se entrega a la muerte para cruzar  su dolorosa frontera hasta llegar a la nueva vida.

Entretanto Pedro, el prototipo del creyente que no logra zafarse de las artimañas de la  muerte, sigue sin entender y le propone a Jesús continuar en ese estado de transfiguración,  dejando a un lado el camino que lo conducía a la frontera de la muerte. Pedro no  comprende que la vida tiene rostro de muerte, y que sólo se llega a ella a través de un  proceso de purificación y de transformación.

En efecto la transfiguración de Jesús es el símbolo de la transformación a la que el  hombre ahora es llamado si "escucha" a este Jesús que lleva en sí mismo todas las  contradicciones de la existencia humana.

Antes de extraer las conclusiones para nuestra vida de hoy, será bueno que nos  preguntemos por la presencia misteriosa de Moisés y Elías en el relato evangélico. Moisés y Elías representan el profetismo del Antiguo Testamento, pues fueron dos  hombres totalmente entregados a la causa del pueblo oprimido, en un caso por los faraones  (Moisés), y en otro por un impío rey que gobernaba el estado de Israel (Elías). Moisés y  Elías se transformaron en los prototipos del futuro Mesías, hasta el punto de que el  Deuteronomio (18,15) habla de un nuevo Moisés que vendría al final de los tiempos como  Profeta de Dios. También se creía popularmente que para esa ocasión aparecería Elías,  preparando el camino del Profeta. Sabemos cómo en la mentalidad de Jesús, tal Elías ya  había aparecido en la persona de Juan el Bautista.

Así, pues, los evangelistas, para hacer resaltar el carácter profético y mesiánico de Jesús,  lo sitúan en la alta montaña (el nuevo Sinaí) en medio de Moisés y Elías que atestiguan a la  comunidad del Nuevo Testamento que efectivamente es de él de quien hablan las antiguas  profecías. Es a Jesús a quien hoy se debe escuchar, pues él trae la sabiduría de la vida. ¿En qué consiste esta sabiduría de la vida? 

3. El proceso de la transformación del hombre 

Basándonos en los elementos anteriores, tratemos ahora de extraer algunas importantes  conclusiones que se refieren a este proceso del hombre hacia la vida, a la que no se puede  llegar sin atravesar previamente la frontera de la muerte.

a) Existen en el Evangelio muchas palabras, de por sí simbólicas o metafóricas, cuyo  sentido es preciso concretar para no quedarnos con la simple expresión oral de los  términos. En efecto, con qué frecuencia hablamos de la encarnación de Jesús, de la  liberación, de la vida nueva, como asimismo, sobre todo en este tiempo de Cuaresma, de la  transfiguración o de la resurrección.

Decimos que se trata de palabras metafóricas, pues aluden a una realidad profunda y  misteriosa que sólo se puede expresar a través de los símbolos. Quien no comprende esto  se queda con la materialidad del relato, como si la transfiguración hubiera consistido  básicamente en una especie de milagro psico-físico de mutación luminosa de rostro y  vestidos, o la resurrección hubiese consistido en un salir de un muerto de la tumba, como se  narra de Lázaro.

Es evidente que estas palabras aluden a una experiencia humana mucho más profunda y  trascendente, experiencia que si bien aparece en Jesús como en su prototipo más acabado,  es también una exigencia para todo hombre que se diga cristiano.

Desde este punto de vista, parece que la transfiguración de Jesús alude a esa profunda e  interior transformación que se debe obrar en la vida del creyente. Si es cierto que, a nivel  individual y social, vivimos un estado de muerte, también es cierto que estamos llamados a  superar esa situación para transformarnos en auténticos hombres de vida.

Alguno podrá preguntar: ¿Y a qué vida se refiere este proceso? El hacer esta pregunta ya  nos habla de cómo los occidentales tendemos a parcelar y dicotomizar la realidad, sin  darnos cuenta de que Dios desea para el hombre toda la vida, absolutamente toda. Vida del  cuerpo y vida del espíritu, si se parte de un esquema de filosofía griega. Vida integral del hombre todo entero, si partimos de la antropología bíblica y de los  conceptos de la moderna psicología. Muy a menudo el ideal de perfección cristiana se ha presentado en Occidente como un  proceso espiritual, entendiéndose por esto la salvación del alma y la adquisición laboriosa  de ciertas virtudes ascéticas, tales como la obediencia, la castidad, etc. Este esquema  adolece de dos defectos importantes: El primero, que sólo tiene en cuenta un aspecto de la  vida humana, como si Dios hubiese tolerado la corporeidad del hombre y la corporeidad de  Jesús. El segundo: que está en una perspectiva eminentemente individualista, como si la  perfección del individuo fuese posible sin el progreso de toda la humanidad humana con la  que debe comprometerse.

El relato de la transfiguración nos hace abrir los ojos: Por un lado, se transfigura el cuerpo y hasta los vestidos de Jesús. Es el hombre,  integralmente asumido, el que avanza hacia un estado de mayor perfección. Por otro, este Jesús es visto en relación con toda la comunidad humana a quien debe  dirigirse con su palabra, y por quien, finalmente, deberá dar su vida. Es así como podemos preguntarnos: ¿Para qué hubiera servido la perfección de Jesús si  se hubiera desentendido de su misión en el mundo y con los hombres? ¿Y qué sentido  hubiera tenido su mensaje liberador y su ideal de perfección, si no hubiera abocado a la  tarea de sanar a los enfermos, dar la vista a los ciegos o dar de comer a los hambrientos? Y  ahora podemos continuar con otras preguntas: ¿No será que los cristianos de Occidente,  con un gran ideal de perfección individualista y meramente "espiritual", hemos sabido  conciliar dicha perfección con la trata de esclavos, con el hambre de las clases sociales  oprimidas o con la negación de muchos derechos humanos a los pueblos colonizados en  nombre de nuestra cultura superior? Y el formidable avance del hombre moderno hacia  formas más dignas, hacia una concepción más humana y universal de la perfección, hacia  una antropología más integral, ¿ha partido siempre de los grupos o personas cristianas, o  más bien de aquellos que sin llamarse cristianos "escucharon" mucho mejor que nosotros al  Jesús transfigurado? Volvamos, como los apóstoles, a la realidad; pongamos los pies en la  tierra, y desde la tierra, miremos hacia arriba. Caminando como hombres llegaremos a la  cumbre; puede ser arriesgado y ridículo pretender volar...

b) Sobre la segunda conclusión, ya casi es innecesario insistir: para llegar a esa vida  nueva hace falta cruzar la frontera de la muerte. Expliquémonos brevemente: una sociedad  o una Iglesia que agoniza en estructuras opresoras o alienantes que, en lugar de estar al  servicio del crecimiento integral del hombre, sólo están al servicio de sí mismas y de la  conservación (es lo opuesto a transfiguración) del sistema..., decimos que esa sociedad  debe necesariamente romper el cerco de la muerte, frontera cerrada con alambradas de  púas que aterrorizan al osado viajero que se acerque a ellas para cruzar]as, con el objetivo  de gustar una experiencia de vivir.

Algunos ejemplos pueden aclarar este concepto: Si el actual sistema familiar o  educativo-escolar es excesivamente verticalista y rígido, si no permite la libre expresión del  educando y su camino hacia la libertad interior, no hay más remedio que morir a una  concepción antigua de la educación, cruzar su frontera cerrada y amenazante, y lanzarse  por los nuevos derroteros. ¿Que es más fácil y cómodo seguir como antes? De acuerdo.  También a los muertos les resulta fácil seguir en sus tumbas.

Si la actual estructura política de un país no coincide con los ideales de la democracia y  de la libertad, o con los legítimos derechos humanos, el hombre debe arriesgar el paso por  la frontera, aunque deje entre sus alambradas algunos jirones de vestido o de carne... Si la estructura actual de la Iglesia no responde del todo a los ideales evangélicos de  autoridad servicial, de comunidad liberadora, de compromiso con la justicia, etc., hay que  tener coraje para enfrentarse con la frontera de ciertas tradiciones que, como le dijo Jesús a  Pedro, responden más al pensamiento de los hombres que a los de Dios. Cruzar esa  frontera es un trance doloroso que puede provocar sobresaltos y angustias, pero  absolutamente necesario si se quiere crecer como cristiano y como Iglesia. En síntesis: no hay transfiguración sin cruz; no hay pascua sin viernes santo; no hay  salvación sin derramamiento de sangre..., la nuestra, por supuesto. La cara de la vida está detrás de la frontera de la muerte..., por eso la vemos con rostro  de muerte. Esa es la paradoja.

SANTOS BENETTI
CRUZAR LA FRONTERA. Ciclo A.2º
EDICIONES PAULINAS.MADRID 1977.Págs. 28 ss.


23.

1. Si el relato de la transfiguración se encuentra tradicionalmente en el tiempo de  Cuaresma, es para recordarnos que esta manifestación de la gloria de Jesús tiene lugar  después de haber dicho a sus discípulos que estaba dispuesto a subir a Jerusalén para  padecer y morir allí; en Lucas se añade además que la conversación del Transfigurado con  Moisés y Elías giró en torno a este final en Jerusalén. Los discípulos, Pedro el primero,  tendrán miedo y huirán cuando Jesús sea arrestado; pero también aquí, ante la teofanía  sobrenatural, "cayeron de bruces, llenos de espanto". Mas ambas veces su miedo no podrá  impedirles comprender lo esencial del acontecimiento. Sobre la montaña verán el cielo  abierto y serán testigos de una epifanía del Dios trinitario: el Padre les muestra a su Hijo  predilecto, al que han de oír, y el Espíritu Santo, en la forma de una nube luminosa que les  cubre con su sombra, los introduce en la órbita del misterio. Pero sólo después de Pascua  podrán realmente oír y comprender todo. Sólo la triple pregunta del Resucitado liberará a  Pedro del miedo de la pasión, un miedo semejante al que experimenta ahora en la  transfiguración, pues es él el que quiere construir las tres chozas. En sus cartas se  convertirá en el testigo de ambos acontecimientos y de su relación íntima (2 P 1,16ss; 1 P  2,21ss).

2. Renuncia y fecundidad. 

La primera lectura nos muestra en el destino de Abrahán como un primer anuncio velado  de la transfiguración y de la pasión. En la perfecta obediencia del patriarca, que abandona  todo lo que posee -patria, casa paterna, parientes- se concreta la promesa de una  bendición universal que procede de su fidelidad a Dios. Semejante bendición de Dios sólo  puede irradiar de un hombre que por amor a Dios y siguiendo sus instrucciones ha dejado  todo cuanto tiene; de lo contrario, la bendición de Dios permanecería, por así decirlo, ligada  a su persona y a sus bienes. Estos bienes, como sucede a menudo en el Antiguo  Testamento y en la bendición de Israel, quedarían garantizados y aumentados. Pero de  Abrahán se dice: «Tu nombre será una bendición». En la renuncia total se encuentra la  fecundidad ilimitada. Tal es la idea y, por así decirlo, el título que Israel pone sobre toda su  historia y que tendrá su pleno cumplimiento en su Mesías.

3. «Sufre conmigo por el evangelio», dice Pablo a su «hijo» Timoteo en la segunda  lectura. Ahora se trata del sufrimiento y la renuncia ocasionados por el seguimiento  consciente de Cristo, que ha sufrido y resucitado. En este seguimiento la transfiguración y  la pasión forman una unidad. El designio de Dios de destruir la muerte por la resurrección  de Jesús, de «sacar a la luz la vida inmortal» en las tinieblas del abandono de Dios, se ha  hecho comprensible para la Iglesia gracias al Espíritu Santo, y Pablo ha tenido ocasión de  comprender exactamente esta unidad desde su conversión (el Transfigurado dice: «Yo le  enseñaré lo que tiene que sufrir por mi nombre» (Hch 9,16). Toda la Iglesia lo ha  comprendido ya en los Hechos de los Apóstoles; y ahora debe comprenderlo también la  generación siguiente, a la que pertenece Timoteo, y todas las generaciones que vengan  después, por tanto también nosotros. La transfiguración aparece en medio de la Cuaresma,  y en medio de la transfiguración, la pasión. 

HANS URS von BALTHASAR
LUZ DE LA PALABRA
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 46 s.


24.

«¡QUE BIEN ESTAMOS AQUÍ!»  Cuando Pedro contempló la «transfiguración» del Señor --su rostro resplandecía como el  sol y sus vestidos como la nieve-- no pudo contener su entusiasmo y exclamó: «¡Qué bien  estamos aquí!».

Nosotros, los hombres de final del siglo XX, hemos asistido a las grandes  «transfiguraciones» del mundo: la de la ciencia, con sus adelantos increíbles; la de la  cultura, que va llegando a estratos y ambientes a los que antes no llegaba; la de la invasión  del confort que, en nuestra área occidental, al menos publicitariamente, ofrece todas las  posibilidades de una «dolce vita»; la de la progresiva subida del nivel de vida, la de los  medios de comunicación, la de las diversiones...

Ahora bien, ante estas «transfiguraciones» de nuestro «modus vivendi», ¿podemos decir  como Pedro: «¡Qué bien estamos aquí!»?  Tengo la impresión de que hoy las gentes, al menos en grandes sectores, dicen lo  contrario: «¡Qué mal estamos aquí!» Sí, amigos. El hastío, el descontento, la tristeza, la  incomunicación, la angustiosa soledad son enfermedades galopantes que aquejan a  muchísimas gentes. De tal manera que podría decirse: «A mayor escala de confort y de  adelantos va correspondiendo irremediablemente una mayor carga de desilusiones».

¿Qué es lo que está pasando? ¿Dónde está el fallo?  Se me antoja, que todo es cuestión de planteamiento. Todo parte de una metodología «a  la inversa». A la sociedad le ha parecido que la «transfiguración del mundo» hay que  hacerla «de fuera hacia dentro»:

--Vamos a embellecer las fachadas, a crear barriadas con torres suntuosas y casas  confortables. Hagamos proliferar parques, gimnasios, piscinas e instalaciones deportivas.  Fomentemos el turismo y el intercambio cultural. Seamos abiertos al frenesí del sexo y de  todos los placeres. En una palabra, implantemos la filosofía del «tener». Y todo ello nos  llevará a «un mundo feliz», mejor que el que pintó Aldous Huxley.

Pero la «transfiguración» del Señor fue al revés: «de dentro para fuera». No fue una  demostración de lo que Jesús «tenía», sino de lo que Jesús «era». Ocurrió «por ser Vos  quien sois». La «divinidad» que El «era» se le salió fuera rebasando su «humanidad». Su  filiación divina se le desparramó por encima de su naturaleza humana.

Y creo que esa es la transfiguración a la que se nos llama: la de nuestro «yo». Ya en el  terreno de nuestra «personalidad», ésa es la aventura. Eymieu tituló el primer libro de su  trilogía así: «El gobierno de sí mismo». Y señalaba tres pistas: una, por las ideas, gobernar  los actos; dos, por los actos, gobernar los sentimientos; tres, por los sentimientos, gobernar  las ideas y los actos. En el terreno de «lo religioso», ídem. Nuestro seguimiento de Jesús  ha de consistir en una «metanoia» o transfiguración interior, en una «conversión» --«Dejaos  reconciliar con Dios» nos ha recomendado la Conferencia episcopal--, en un «abandonar el  hombre viejo y revestirnos del nuevo», como decía Pablo, para poder ser «no yo, sino  Cristo viviendo en mí». ¡Sublime y posible transfiguración! 

Y, metidos ya en estas alquimias interiores, que tienen su manantial en la gracia y en los  sacramentos, «desde dentro hacia fuera», como el fruto sale de la flor, como el racimo de la  vid, irá surgiendo una sociedad también «transfigurada». Desde nuestro «tabor» luminoso,  «iremos transformando en oro todo lo que toquemos. ¡Para admiración del Rey Midas!» ¡Y  en alabanza de Dios!

ELVIRA-1.Págs. 23 s.


25.

Abraham, nuestro padre en la fe, asume, con la salida de su tierra, el inicio de un proceso  que lo llevará a hacer suyos los planes de Dios, a colaborar con Dios. Siempre hay que  contar con el riesgo de la empresa, porque en esa tarea el ser humano no es simple  espectador; es un actor principal de reparto y le corresponde hacer su propio aporte. La  fragilidad humana es un elemento a tener en cuenta, pero en contraste está la presencia de  Dios que promete una bendición, o mejor unas bendiciones...

Por eso hoy clamamos en la experiencia del salmista:

Que tu misericordia, Señor,
venga sobre nosotros, 
como lo esperamos de Ti.

Porque, hacer hoy lo que hizo Abraham en su tiempo: ayudar a Dios, implica un trabajo y  una dificultad; tema que Pablo de Tarso conoce de propia experiencia y del que escribe en  sus cartas pastorales y que él llama "tomar parte en los trabajos del Evangelio".

La pedagogía sinóptica de poner la Transfiguración con los anuncios de la muerte y al  inicio del camino de Jesús, es una clara alusión al trabajo que implica vivir en colaboración  con Dios. La gloria es apenas un momento de anticipación de la gloria final, la que  celebraremos en la Pascua de Resurrección; por ahora hay que bajar de la montaña, volver  a los trabajos del anuncio, que hoy son vencer tentaciones y pruebas, subir a la montaña,  escuchar la palabra, ser profeta y ser ley (presencia de Elías y Moisés), estar con otros y  hasta olvidarse de sí mismo (lo que le pasa a Pedro: "hagamos tres habitaciones, una para  ti, otra para Moisés y otra para Elías").

Lucas coloca el relato de la transfiguración -como Marcos y Mateo- antes de la llegada a  Jerusalén. En el acontecimiento de la transfiguración se muestra clara la gloria plena de  Jesús, el enviado del Padre. El acontecimiento de la transfiguración anima la vida de los  discípulos para que la muerte del Mesías, ya tan de cerca, no acabe con la esperanza del  pueblo de los santos de los elegidos. 

Es importante detenernos en los que aparecen en el relato transfigurados al lado de  Jesús. Nos cuenta el Evangelio que a su lado aparecen Moisés, quien recibió la ley o  decálogo. Y Elías el profeta, de quien se escribió que debía volver antes de que llegara el  día de Dios. Esto le da a Jesús todo el respaldo: Moisés, por el peso que esta figura ejercía  en la tradición judía, y Elías, por representar la realidad que antecede a la llegada del Reino  de Dios.

La gloria del Padre, que en el pasado era bastante nebulosa, a veces no entendida, es  revelada ahora en Jesucristo, y es manifestada plenamente ahora para que todos los que  en él coloquen su esperanza no queden defraudados. Aunque esta manifestación de la  gloria de Jesús es verdadera, será plena y definitiva en la Parusía, en la realidad del Reino  de Dios. Allí "le veremos tal cual es". 

No sabemos cuál sea el contenido materialmente histórico de este realto teológico, ni es  importante conocerlo; este relato del evangelio, en efecto, no está escrito tanto "para que  sepamos" un dato material de la vida de Jesús, cuanto para alimentar nuestra fe, "para que  creamos" de un modo determinado. 

Lo que en el sentido profundo se describe en el texto es una vivencia fundamental para  toda persona humana, y lo fue sin duda para Jesús: la necesidad de transcender la  superficie de las cosas y captar su sentido hondo. En un momento privilegiado de gracia,  los discípulos pudieron acceder a una visión más profunda de lo que significaba aquél  Jesús humilde que les acompañaba. Y eso les dió ánimos y les fortaleció para continuar la  "subida a Jerusalén". 

La fe es la que opera esa "transfiguración"; por ella la vida real, tantas veces chata y sin  relieve, rutinaria o hasta decepcionante, se trasfigura, mostrándonos su sentido, su  trasfondo de dimensiones divinas, hasta revelarnos -como captó Bernanos- que "todo es  gracia"... Ante esa visión uno se extasía y siente el deseo de detenerse a contemplar y  saborear. Pero los momentos privilegiados son excepciones; a lo largo del camino hacia  Jerusalén hay pocos montes Tabor. La fe es la que debe suplir y hacer habitual en el fondo  del corazón la gracia excepcional del monte Tabor, incluso cuando lleguemos al monte  Calvario. 

Transfigurarse implica hoy también exige no desfigurarnos. No desfigurar salidas,  éxodos, no desfigurar trabajos ni vidas...

Para la revisión de vida:

-Estamos en un tiempo sin utopías, donde todo se compra y se vende y se calcula  fríamente... ¿Qué mensaje nos trae el símbolo de la transfiguración a este tiempo de mirada  tan corta?

-Hoy día se insiste en la necesidad que todos tenemos de abundar en pensamientos  positivos, de complacerse en el lado agradable de las situaciones, de tener una sana  autoestima personal... frente a una tradición ascética que interpretaba todo eso como  debilidad o falta de reciedumbre. ¿Podría interpretarse en este sentido la actitud de Pedro  ("hagamos tres tiendas...)? ¿Podría decirse que Dios quiere también que "hagamos nuestra  tienda" para detenernos a saborear contemplativamente el sentido positivo que la fe nos  da? 

Para la reunión de grupo:

Más allá de lo que históricamente pudo ser el "hecho" de la transfiguración, en el  evangelio nos es trasmitido como una afirmación teológica sobre Jesús, y como un alimento  a nuestra fe:

-¿cuál es la afirmación teológica, lo que Mateo está queriendo aludir sobre el mesianismo  de Jesús (las figuras que aparecen acompañándole, y sobre todo las palabras que se  escuchan son muy elocuentes)?, y

-¿qué interpretación o reinterpretación (una o varias) se puede dar al "símbolo" de la  "transfiguración" para hacerlo significante en nuestra vida?

Para la oración de los fieles:

-Para que el Señor nos dé capacidad de mirar la vida con penetración, para ver lo que  hay en el fondo de ella, más allá de las apariencias, roguemos

-para que no nos quedemos en las apariencias que figuran externamente, y descubramos  lo que configura la realidad profunda de las situaciones y las personas…

-para que el Señor nos dé fe, fuerza en la mirada, potencia en el corazón, ojos nuevos y  luz mayor… para ver la realidad transfigurada…

-para que seamos capaces de salir de nuestra tierra, de nosotros mismos, de nuestras  seguridades, de nuestro egoísmo, de los estrechos límites de nuestro pequeño mundo…  para ir la tierra que Dios nos muestra cada día en las necesidades de los hermanos…

Oración comunitaria:

Dios Padre nuestro, que, en Jesús, tu Hijo predilecto, has querido salir de un modo  explícito al encuentro de la humanidad, para mostrarle el Camino, la Verdad y la Vida.  Ayúdanos a escucharLe, a acoger su propuesta. Y concédenos que, con la fuerza que nos  da la fe en El, podamos transfigurar y mirar de un modo nuevo la realidad diaria. Por  N.S.J.

SERVICIO BIBLICO LATINOAMERICANO


26.

En el programa de las lecturas dominicales de Cuaresma, las de hoy nos presentan: a) el  segundo momento de la historia de la salvación, la vocación de Abrahán y el inicio del  pueblo elegido; b) en la línea cristológica de los evangelios, la Transfiguración, contada por  Mateo; c) la lectura de Pablo prepara el mensaje evangélico (la gracia que se nos  manifiesta en Cristo) y a la vez hace eco a la primera lectura (Timoteo, como Abrahán,  encontrará dura su misión). 

Si el domingo pasado se nos presentaba un programa de lucha, hoy, sin olvidar la  seriedad del camino, se nos propone el destino de luz y de vida, de transformación y  Pascua al que estamos llamados. Para ambientarnos en la teología de la Transfiguración,  podríamos leer las amables páginas que el Catecismo le dedica (CCE 554-556) o la  sabrosa meditación que J. Castellano nos ofrece ante el icono de la Transfiguración en el  Dossier CPL "Oración ante los iconos". 

- EL DIFÍCIL CAMINO DE ABRAHÁN

El segundo "capítulo" de la historia de la salvación es el de la vocación de Abrahán. Es el  primer modelo viviente que se nos presenta para nuestra Cuaresma de este año.  Un hombre ya mayor, que vive en una sociedad pagana y politeísta, es llamado por Dios.  Tiene que "salir" (=éxodo), pero sin saber de momento a dónde se dirige. Recibe dos  promesas: que tendrá una tierra propia y una larga descendencia. Pero son promesas  difíciles de realizarse. Abrahán se fía de Dios, sale de su tierra y se pone en camino. Tiene  mérito: con razón es considerado como el modelo y padre de los creyentes. Por su  fidelidad, en él "serán benditas todas las familias de los pueblos" y tendrá su origen el  pueblo elegido de Dios. 

- CRISTO MARCHA A SU PASCUA

Abrahán era el tipo y la figura. La verdad plena está en el auténtico guía del Pueblo de  Dios: Cristo Jesús. El mejor modelo de nuestro camino.  La misión de Jesús es dura. Es subida a Jerusalén en el sentido físico y en el simbólico:  camina a la cruz, a la muerte. Es un camino serio, de dolor y solidaridad hasta las últimas  consecuencias, de recia fidelidad. Cristo condensa en sí todas las "cuaresmas" difíciles del  Antiguo Testamento: Moisés y Elías, que supieron de largos caminos de búsqueda y  esfuerzo por cumplir una misión, están ahora acompañando a Cristo y dialogan con él sobre  lo que va a suceder en Jerusalén. 

Eso sí: la escena de hoy nos asegura la victoria final. La cruz llevará a la nueva Vida. La  Cuaresma, a la Pascua plena. La Transfiguración, que hace entrever a los tres apóstoles la  gloria, es como una garantía del destino pascual. El duro camino se ve animado por una  teofanía y por un testimonio luminoso (en Mateo todo es luminoso: el rostro de Jesús, sus  vestidos, la nube): la palabra autorizada del Padre: "éste es mi Hijo... escuchadle". A  Abrahán, y a Cristo, y a los discípulos, la palabra de Dios les sostiene en la fatiga del  camino. 

- PABLO, TIMOTEO Y NOSOTROS

La vocación de Abrahán fue difícil. Como la de Cristo. Y ambas proyectan su mensaje  sobre la Iglesia y sobre cada uno de nosotros.  Pablo le recuerda a Timoteo: "Toma parte en los duros trabajos del Evangelio". También  la vocación de Timoteo será difícil. Nunca es sencillo, en este mundo, ser cristiano y  trabajar por el Evangelio: su estilo siempre será contra corriente. También para nosotros. El  camino cristiano es, muchas veces, camino de cruz y de éxodo: tendremos que "salir" de  situaciones en las que estamos demasiado cómodamente instalados, para buscar los  caminos de Dios. 

Por eso, la confianza que nos da la gloria entrevista en el monte es fuente de fidelidad y  perseverancia. No nos quedaremos en la montaña, haciendo tres tiendas, entusiasmados  por la dulzura del momento. Bajaremos al valle a seguir trabajando. Pero la experiencia no  habrá sido inútil. Ni para Cristo ni para nosotros. (En cada ambiente, el homileta hará bien  en aludir a aspectos concretos de esta vivencia de la fe cristiana en medio de la sociedad). 

Éste es el camino de la Pascua y su proyecto de transformación. La lucha que se nos  anunciaba el domingo pasado queda completado por el destino que hoy se nos promete.  Todo el camino queda iluminado por la esperanza pascual. Cristo "destruyó la muerte y  sacó a la luz la vida inmortal". 

La Eucaristía que celebramos, en la que "escuchamos a Cristo", como se nos invitaba a  hacer en el evangelio, y en la que se nos comunica la fuerza y la gracia que Pablo prometía  a Timoteo de parte de Dios, es nuestro mejor "viático", alimento para el camino, en nuestra  subida a la Pascua. 

J. ALDAZÁBAL
MISA DOMINICAL 1999/03-47


27.

Génesis 12, 1-4a : Dios llama a Abraham.

"El Señor dijo a Abraham: sal de tu tierra y de la casa de tu padre hacia la tierra que te  mostraré. Haré de ti un gran pueblo, y te bendeciré.... Y Abraham marchó, como le había  dicho el Señor...."

Carta II de san Pablo a Timoteo 1, 8-10 : Dios nos convoca a todos en Cristo.

"Hermano, no te avergüences de dar testimonio de nuestro Señor...; antes bien, sufre  conmigo por el Evangelio. Dios nos ha salvado y nos ha dado una vocación santa, no por  nuestras obras sino por su propia voluntad ..."

Evangelio según san Mateo 17, 1-9 : transfiguración e investidura de Cristo, Señor  único.

"Un día Jesús tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan, y se los llevó a una montaña alta,  y se transfiguró delante de ellos. Su rostro quedó resplandeciente como el sol, y sus  vestidos se volvieron blancos como la luz. En esto, vieron a MOISÉS y ELÍAS que hablaban  con Jesús ...... Entonces una voz desde la nube decía: éste es mi Hijo, el amado...  Escuchadle"

2. De la conciencia de pecado a la de hijos de Dios 

2.1. En el domingo precedente la Palabra de Dios nos invitaba a tomar conciencia de  nuestro pecado. Todos nos hallamos atrapados en sus redes, y sin conciencia de  pecadores no se da arrepentimiento ni cambio de vida. 

A quien no entre por esa vía de conversión de poco le habrá servido una cuaresma  bautismal y penitencial...

2.2. La Palabra de la liturgia de hoy avanza en el mensaje: a quienes ya tienen dolor y  arrepentimiento del pecado, y se disponen al cambio, hay que mostrarles cuál es la  conciencia nueva con que deben vivir: es la conciencia clara de que todos estamos  convocados a vivir la vocación de hijos de Dios, hijos del Amor, en santidad.

2.3. Pero ¿cómo se descubre esa vocación de hijos? Esto no se descubre por agudeza  de ingenio, ni se da con la riqueza de bienes, no es fruto de la audacia en las empresas...  Sólo se descubre en el claroscuro de la fe. La vocación de hijos es un don divino con el que  uno se encuentra. Pero es un don que se hace como el encontradizo, porque Dios, que nos  ama, lo otorga pródigamente.

2.4. Los textos litúrgicos nos invitan a vivenciar esa vocación de hijos santos a través de  tres encuentros: vocación de Abraham, vocación de Cristo, vocación de cada uno de  nosotros. 

3. Elogio de Abraham, como hombre de fe e hijo de Dios 

3.1. La primera comunicación de Dios con Abraham sucede en Mesopotamia, en el  segundo milenio antes de Cristo, quizá cuando Teraj , su padre, estaba pensando en salir  de Ur Casdim, llevándose con él a su familia y sus rebaños.... Tal vez, el Señor, sirviéndose  del cambio geográfico y de negocio, decidió que había llegado el momento de inspirar una  nueva época en la Historia de Salvación. En esa línea salvífica aparece la vocación de  Abraham.

3.2. La comunicación de Dios a Abraham se presenta en forma dialogal, amigable: 

Primero, hay una elección gratuita de Abraham por parte de Dios, con sorpresa para el  elegido. La elección es de amor, es don. 

Después, se hace una propuesta de ruptura o cambio en la forma y rumbo de vida que  se venía manteniendo, y se pide al elegido que se arriesgue y recorra mundos  desconocidos. 

Al final, aceptado el reto por Abraham, le promete acompañamiento providencial en forma  de "bendiciones" que pueden ir sucediéndose.

3.3. Abraham escucha la Palabra, acepta el Mensaje y se pone en camino. Su alabanza  en la Historia de salvación se fundamenta en esa actitud de disponibilidad, puesta la  confianza en Dios, pues no entiende cómo él pueda ser padre de muchos hijos. Esa fe  profunda le convierte en el primer eslabón de una cadena de bendiciones divinas que  concluirá en el Mesías, Jesús de Nazaret. 

3.4. En la Carta a los hebreos, el autor valora esa actitud de Abraham como heroica,  pues cree y confía casi con desmedida y espera contra toda esperanza aparente (6,15;  11,8).

4. También nosotros somos llamados a ser hijos 

4.1.La común vocación de todos a ser hijos de Dios es tema predilecto de san Pablo en  su Cartas. Pablo llegó a comprenderlo muy bien, por su experiencia de cambio desde  "enemigo que persigue" a "amigo que se identifica" con Cristo. Identificarse con Cristo es  realizar la vocación cristiana que conlleva santidad. 

4.2. La claridad de esta vocación de hijos excede muy mucho las cotas de luz alcanzadas  por la revelación hecha a Abraham. Pablo lo sabe y lo enseña. Ese es su evangelio. Y  como nuestra redención en Cristo y por Cristo excede en grandeza cualquier comparación,  reclama que Timoteo y sus fieles no escatimen esfuerzo por proclamarlo.

4.3. Justo es, en efecto, que en respuesta a la gracia del Señor que nos libera, todos  asumamos la parte que nos corresponde "en los trabajos del Evangelio" y en su servicio  "con todas las fuerzas que Dios nos dé ". Ser cristiano y avergonzarse del Evangelio es  contradictorio.

5. Transfiguración, vocación e investidura de Cristo 

5.1. La lectura que exegetas y teólogos hacen de la "transfiguración de Cristo" en el  monte Tabor es sumamente interesante en la línea vocacional que vamos apuntando. En  efecto, Cristo está muy por encima de todos los demás "llamados": por su calidad de  Mesías, Hijo de Dios e Hijo del hombre. Llamado a su misión salvífica desde las entrañas  de su madre, por voluntad del Padre, sólo él pudo decir : "El Espíritu de Dios está sobre mí,  porque me ungió para evangelizar a los pobres.. Y enrollando el libro.., comenzó a decirles:  hoy se cumple esta escritura ..."(Lc 4, 18ss).

5.2. Asumida plenamente por Jesús la vocación y misión que le había sido conferida, por  la unción del Espíritu, hoy, en la escena de la transfiguración, podemos y debemos  contemplar algo así como la investidura oficial de Cristo Mesías, Salvador y Señor, ante  testigos:

En la cumbre del monte, trono de gloria, Elías, en representación del profetismo que  anunció el advenimiento de Cristo, da fe de que se han cumplido en él las profecías.

En la cumbre también Moisés, voz de la Ley dada por Dios al pueblo elegido, acredita  que la Ley antigua queda a los pies de la Ley Nueva, la Ley de Cristo. Todo es nuevo en el  amor del Padre, en la sangre del Hijo, en la gracia del Espíritu. Da fe.

En el monte, cubierto por una nube misteriosa, está asimismo el Padre, cuya voz  retumba: "Este es mi Hijo, en el que me complazco; ¡escuchadlo!". En la Voz, el Padre se  acredita y confirma: Jesús es el llamado a salvarnos.

A su vez, envuelto en el resplandor de luz, aparece Cristo vestido de majestad, ungido  como rey salvador, fuente de vida, de amor y de gracia en el Reino nuevo.....Rey y Señor.

5.3. ¿Y dónde quedaron los apóstoles, Pedro, Juan, Santiago..? Están allí,  representándonos a los redimidos, a los creyentes. Y están, como nosotros, aturdidos, pero  llenos de gozo; fascinados por la grandeza del Maestro; pero sin darse cuenta de que ese  Tabor es antesala del Calvario que a Jesús y a todos nos espera, salpicando de dolor la  vida de fe y esperanza .. Jesús, Rey y Señor, dará la vida por nosotros y creará el Reino  nuevo.

6. Oración

¿Qué podemos concluir ante este cuadro de vida? Pidamos al Señor que nos enseñe a  vivir en fidelidad a nuestra vocación de hijos en el Hijo. 

DOMINICOS
Convento de San Gregorio
Valladolid


28. 

1. Había cesado el diluvio y Yahvé había bendecido a Noé y a sus hijos por su  fidelidad, y les había ordenado, como a Adán, que crecieran y se multiplicaran y llenaran la  tierra, pero los hombres, llenos de orgullo, decidieron construir una torre muy alta para  alcanzar el cielo, al margen de la voluntad de Dios. El Señor confundió su lengua por eso la  torre se llamó Babel (Gn 11,1), les dispersó por toda la tierra, y se fueron multiplicando y  alejando de Dios, relegado ya al olvido, el diluvio. Desaparecida, pues, la generación de  Noé, se hace necesaria una nueva elección que prolongue, su obediencia en la tierra.  "Cuando fueron confundidas las naciones unánimes en su perversidad, la Sabiduría puso  sus ojos en el justo y lo conservó irreprochable ante Dios y lo sostuvo fuerte contra el  entrañable amor a su hijo" (Sab 10,5). 

2. En Ur de Caldea, al sur de Mesopotamia, y a orillas del Eufrates, vive un pastor  nómada, hijo de Teraj: Abraham. El Señor le llamó, y le dijo: "Sal de tu tierra, de tu  parentela, de la casa de tu padre, hacia la tierra que yo te indicaré. Haré de tí un gran  pueblo. Con tu nombre se bendecirán los pueblos de la tierra". Abraham y su familia adoran  al dios Sin y a otros dioses falsos: "Al otro lado del río habitaban antaño vuestros padres,  Teraj, padre de Abraham y de Najor, y servían a otros dioses" (Jos 24,2). Abraham es hijo  de un ambiente religioso enfermo, corrompido, ecléctico, politeista, adorador de los astros,  por algo cuando el Señor le predice su futuro le habla de la descendencia numerosa como  las estrellas del cielo (Gn 15,5). "El Dios verdadero comienza por separarle de la mentira.  ¿Cómo habría podido conocer a Yavé, si todo el ambiente idólatray los lazos de la carne y  de la sangre los tenía en contra? Cuando el hombre llega a la madurez del discernimiento,  es capaz de ofrecer resistencia a todas las contrariedades que se le opongan , pero cuando  es débil en la fe, o está comenzando a vivir una vida nueva tan distinta, necesita  aislamiento del error y protección. Cuando todavía han de pasar dieciocho siglos para que  llegue Cristo, Abraham sale de una tierra, la suya, el Irán actual, a 200 kilómetros del mar  Pérsico, y va a entrar en otra, Canaán. En un acontecimiento, no pequeño, le ha facilitado  la Providencia, su salida: Teraj, su padre, ha muerto ya en Jarán. Señal de que aún se le  trata como a niño. Las pruebas vendrán después. Llega a Canaán y sólo la recorre, porque  aún no la posee. Al Señor le gusta hacer desear, porque cuanto más se desea más se  alcanza. Hacer desear porque cuanto más se desea más se valora lo que se desea. Lo  hace ahora con Abraham. Lo hará después con Moisés desde el monte Nebo, enseñándole  la tierra prometida: "Te la hago ver con tus ojos, pero no entrarás en ella" (Dt 34,5). Es una  manera de decirle que la paga la va a recibir en la otra tierra figurada por ésta. Abraham  sale de la tierra de la humanidad dispersa, y entra en la tierra, posesión de un pueblo  futuro, que va a nacer otra vez del Creador. Así es como hemos salido nosotros de la tierra  de la dispersión y hemos entrado en el pueblo nuevo de Dios por el Bautismo. La  humanidad de Babel quiere realizarse sin Dios; pero la verdadera grandeza sólo se  construye con Dios y por Dios. 

2. El mundo actual que quiere construir la ciudad sin Dios, está consiguiendo confusión,  ruina y muerte. "Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles" (Sal  126,1). Pero falta discernimiento para verlo. Abraham, dejando su propia instalación, ha  salido de una ciudad, de la humanidad confusa y embrollada, para originar el pueblo nuevo  que retorne a la ciudad, a la humanidad, como fermento y como sal, capacitado y con  misión de incorporar a toda la humanidad en el pueblo nuevo. Es un trasplante, un vivero,  un seminario, lo que Dios piensa hacer con Abraham. El pueblo nuevo que engendre  Abraham, tendrá como principio la confianza en Dios y la obediencia a sus mandatos, y esto  es lo que le distingue de Babel. Génesis 12,1. 

3. Pero Abraham tiene que pagar un alto precio por ese pueblo: emigrar de su tierra, el  destierro. Y no es fácil romper con las propias raices. Dejar en Jarán a su hermano Najor  (Gn 12, 4) y en Betel a su sobrino Lot, (Gn 13,11) y abandonar a Agar y a Ismael, hijo de  ambos: "Abraham se levantó muy de mañana, tomó pan y un odre de agua y se lo dio a  Agar: Se lo puso sobre su hombro, le entregó también al niño y la despidió" (Gn 21,14).Y su  corazón quedó bramando en el desierto, como el de una leona que le arrebatan su  cachorro. Por último se le pidió el sacrificio supremo: sacrificar a su hijo Isaac (Gn  22,1).¿Era crueldad? No. Era pedagogía. Necesidad. A Abraham se le pide que viva en otra  dimensión, la de Dios, para que sea el fulgor de la fe.Los ojos y las mentes terrenas esto no  lo pueden entender. No lo entenderán nunca, porque la sabiduría de la cruz es locura para  los hombres (1 Cor 1,24). 

4. Pero estas pruebas son las que hicieron de Abraham el amigo de Dios (Is 41,8). El  hombre moldeado en la prueba, macerado en el dolor interior, el hombre fino de oración  profunda. Maduro, comprometido y responsable, sobre quien pesan todos los problemas  sociales y morales. Está claro, Abraham es un hombre que siente su responsabilidad y que  la afronta; que cataloga unas prioridades; que atiende, antes que nada y por encima de  todo, a la formación de su familia; que habla poco, pero no trabaja para la galería en busca  de éxitos y se pone en mano de asesores de imagen. Sus conflictos familiares no  pequeños, y las separaciones afectivas y reales ilustran nuestra propia vida, que no es un  caminar de horizontes azules, gaviotas al viento y jardines florecidos de rosas. No son  pocos los que han tenido que enfrentarse a sus problemas familiares e incomprensiones,  para seguir la llamada del Señor. En la prosa de la vida ordinaria y en medio de un mundo  que ha perdido la sensibilidad y el discernimiento de los valores humanos y cristianos, el  discípulo del Señor está llamado a vivir de una manera digna de la elegancia y finura de  Dios. En una sociedad tan poco refinada y tan ruda, tan "ordinaria", ¿cómo encarnar las  virtudes cristianas y las bienaventuranzas? No son pocos, sino muchos los que viven una  vida superficial y rutinaria. El virus de la época es la tibieza. A este respecto recuerdo que el  Cardenal de Milán, Carlo M. Martini, refiere lo siguiente: Un sacerdote había asistido a una  reunión neocatecumenal y, todo impresionado, fue a decirle a su obispo: "¡Por fin he  comprendido el kerigma!". ¿Será posible? ¡Si usted lo está predicando largos años en su  parroquia y en el seminario! Se puede vivir en una actuación religiosa habitual sin haber  llegado nunca al fondo de la cuestión, quedándose casi como un ateo celebrando los ritos y  guardando las ceremonias.. Y termina el mismo Cardenal, lleno de experiencia: Y me  parece que esto es más frecuente de lo que se piensa. Hay mucho infantilismo y poquísima  madurez. Muchos principiantes y pocos perfectos. Mucha ascética y poca mística, es decir,  mucho ejercicio de virtudes a fuerza de brazos, y poca actividad de los dones del Espíritu  Santo, que connaturalizan la santidad. "Gran multitud de cristianos y aun de religiosos,  nunca salen de esta fase de la niñez espiritual, que es la propia de ascetas y principiantes"  (Arintero). Que esto ocurre en las personas apostólicas es grave, porque la acción debe ser  el fruto de la contemplación, como dice Santo Tomás. Que por eso San Gregorio ha dicho:  "Sea el obispo el primero en la acción y el más alto en la contemplación". 

5. Por otra parte, algunos nuevos conversos que, habiendo necesitado salir del ambiente  religioso mediocre, ateo e indiferente en que vivían, como han tenido que adoptar un  cambio de rumbo se sienten tentados a pensar que es su personalidad la que lo ha hecho,  y su conversión se convierte en fanatismo, y sólo ven por ella, como si todo hubiera  comenzado con ellos y lo demás no valiera nada. Sucede así en movimientos,  asociaciones, instituciones, con una carencia del don de piedad, propia del engreimiento,  que conduce a la dureza de corazón. Dan importancia suprema al número, a los talentos  naturales y a los éxitos apostólicos y pastorales, y fomentan sin cesar y sin enmienda,  porque ni siquiera lo ven, el orgullo y la arrogancia. Su intrumento de trabajo es la brocha  gorda, cuando la vida interior, enraizada en la fe, es principalmente labor de filigrana y de  pincel fino, motivos e intención rectas y amorosas, que son los que dejan obras que duran y  enriquecen a la Iglesia y a la comunidad humana. "Sin mí no podéis hacer nada"(Jn 15,5).  Se olvida esto o por falta de fe no se cree, y se cae en la herejía de las obras lo que León  XIII llamó el americanismo 

6. Han sido años difíciles, los pasados. En los años cuarenta salían del seminario los  nuevos sacerdotes con la conciencia y el hábito de la meditación. Digo el hábito de la  meditación por cuanto en el seminario formaba parte del horario de cada día, que no  propiciaba mucho el hábito, al menos interior y de profunda convicción. En realidad no se  había hecho una pastoral pedagógica y eficaz de la oración, en todos los niveles. Fuera de  una plática dedicada al tema en los ejercicios espirituales anuales, ya no se trataba más.  Se consideraba tema sabido. Se le suponía el valor como en la ficha de la mili. Era asunto  supuesto. Los jueves y los domingos, el Director Espiritual hacía sus pláticas en las que iba  vertiendo sus ideas. Pero nada de ejercicio personal de oración. Hablo en general; siempre,  en todos los campos, hay alguna excepción que confirma la regla. De todos modos opino  que se salía del seminario con la conciencia de que había que hacer meditación. Quizá en  los años cincuenta se mantiene, pero a la baja, esta conciencia. Y ya en los sesenta se  invierten los términos: en vez de ir al sagrario, hay que ir al hermano, es mejor tomarse  unas cervezas en el bar con unos muchachos, que estar un rato de rodillas ante el Señor. Y  entonces comienza el rumor y la sospecha sobre la oración: es una evasión, urge el  compromiso, hay que actuar ya. Se retrasaron un poco. En España siempre se retrasan los  movimientos, sean del orden que sean. Ese movimiento del «activismo» hacía ya años que  se había iniciado y desarrollado en los Estados Unidos de América, a finales del siglo XIX.  Lo descalificó León XIII en una carta al Arzobispo de Baltimore, Testem benevolentiae del  22 de enero de 1899. El Papa en esa carta condena el «activismo» y acuña un nombre  para designarlo: el «americanismo», y que posteriormente Pío XII convertiría en la «herejía  de la acción». Aún en el año 1945 publica un libro el cardenal Speellman, Arzobispo de  New-York, con el significativo título de «Acción ahora mismo». Vemos que por aquellas  fechas España aún andaba bastante regular. En el año sesenta y dos comenzó el Concilio  y, lo que se esperaba una bocanada de aire fresco en la Iglesia que vivía con las ventanas  cerradas, se convirtió en un huracán, que se llevó tras de sí aquellas conciencias, ya poco  sólidas, de los años cuarenta. Se ridiculizó el rezo de oraciones tan venerables y arraigadas  como el Rosario, se desmantelaron trisagios, adoraciones eucarísticas, triduos de cuarenta  horas, novenas, ejercicios del mes del rosario, de las almas y de mayo, todo en nombre del  Concilio, que no había dicho eso, sino todo lo contrario. Había rutinas y polvo de siglos que  sacudir y poner al día, pero, de ninguna manera, extinguir. Al pueblo se le quitó lo que  tenía, sin darle ninguna sustitución. Comenzaron a cerrarse los templos por la mañana y  abrirlos sólo por la noche para la misa vespertina, y se condenó a muerte la piedad popular.  Ya Pablo VI se lamentaba y decía: «Un célebre escritor de nuestro tiempo hace decir a uno  de sus personajes, un cultísimo e infeliz sacerdote: "Yo había creído con demasiada  facilidad que podemos dispensarnos de esta vigilancia del alma, en una palabra, de esta  inspección fuerte y sutil, a la que nuestros antiguos maestros dan el bello nombre de  oración"» (Bernanos, L´impost). 

7. El Espíritu Santo que vela por la Iglesia va a intervenir. Ha escrito Oscar Cullman,  teólogo protestante, que cuando la Iglesia deja la oración, el Espíritu Santo la deja a ella.  Quizá la expresión no es muy acertada, pero es gráfica e indica una situación psicológica,  más que teológica, porque en realidad lo que hace el Espíritu Santo es corregir la dirección  y curar el desvío. Y lo hará allí mismo donde comenzó el error. El americanismo, herejía de  la acción y escape de la oración, comenzó en Estados Unidos, aún recuerdo la película  Siguiendo mi camino, protagonizada por Bing Crosby, que encarna a un sacerdote joven  que llega a una parroquia americana, y que responde con una sonrisa irónica a la pregunta  del sacerdote mayor sobre si hace oración. Pues allí, en Estados Unidos, entre los  universitarios, nacerá la Renovación Carismática, que es la revalorización de la oración.  Entre los laicos. Es tan vital la oración que, cuando las vocaciones de consagrados están  pasando su invierno, el Espíritu Santo hace germinar la primavera en el pueblo llano, para  que vengan a ser como los primeros cristianos, de quienes los paganos decían que eran  «hombres que oran, y hombres que aman». 

8. En la oración mental alimentamos las ideas, que son necesarias para vivir con  coherencia el evangelio. Hemos de esforzarnos por razonar, juzgar actitudes, discernir y  decidir. Es verdad que las ideas, siendo motores como son, mens agitat molem, a fuer de  humanas, no tienen capacidad de hacer mucha hacienda, en frase de san Juan de la Cruz.  Por eso viene el Espíritu en nuestro auxilio a orar al Padre con gemidos inefables, por  medio de la oración contemplativa infusa, por pura gracia cuando Él quiere. Y no sólo  puede infundir esta gracia a quienes hacen meditación, sino también a los que rezan  vocalmente. Y santa Teresa dice que el Maestro divino les está enseñando, sin ruido de  palabras, suspendiendo las potencias mientras rezan. Pero sabemos también que el soplo  de Dios puede llegar mientras se están realizando los trabajos dispuestos por la obediencia.  Basta recordar al beato Rafael, saltando de júbilo de Dios en la cocina mientras está  pelando nabos, a la misma santa Teresa en éxtasis con la sartén en la mano y, más cerca  de nosotros, a Carlo Carretto, que le gustaba vestirse con ropas viejas para ir a la oración  en el desierto para, cuando llegara el gozo de Dios, poder revolcarse en la arena. 

9. Como a hijos de Abraham ,"Dios nos ha llamado a una vida santa" 2 Timoteo 1,8. La  santidad de vida también tiene un precio. El cristiano tiene que separarse de muchas cosas.  "El amor de Dios consiste en desprenderse de todo lo que no es Dios, por Dios" (San Juan  de la Cruz.). Hemos sido llamados a morar en una tierra santa, la ciudad del cielo. En esta  tierra nuestra somos peregrinos, nómadas como Abrahán y hemos de vivir como  desterrados, anhelando la patria verdadera, "la ciudad del Dios viviente, la Jerusalén  celeste, la asamblea festiva" (He 12,22). Lo impotante es tener claros los principios y no  enseñar sólo la ley de mínimos. (Mt 11,11). 

10. Jesucristo transfigurado es la imagen de nuestra vocación a la luz de la vida inmortal,  a "la reunión solemne y asamblea de los primogénitos inscritos en el cielo" (He ib). Jesús ha  ido anunciando a sus discípulos que ha de fracasar y que le han de matar. Pero, como esa  sólo es la parte negativa de la Pascua, en la Transfiguración les anticipa la parte positiva,  su Resurrección, a la que nos llama a participar como hijos de Dios, adquiridos por su  sangre..  Como Jesús, antes de nuestra resurrección y participación de su vida incorruptible,  hemos de pasar por el Calvario de nuestra vida y el Gólgota de nuestra muerte. 

11. Jesús en el monte se transfigura entre Moisés y Elías. Las pruebas de Abraham  ,vistas al fulgor de la esplendorosa transfiguración se nos aparecen diáfanas, por eso  Pedro quiere quedarse allí: "Señor, ¡qué hermoso es estar aquí!" Mateo 17,1. ¡Qué  diferente esta expresión de Pedro de la que ha pronunciado poco antes, cuando Jesús les  ha anunciado su pasión y su muerte! La contemplación de la gloria de Cristo ha cambiado  su corazón y su cabeza, porque la cruz sólo se entiende desde la transfiguración. Y sólo  desde ella y con su fulgor se tienen ánimos para aceptar la oscuridad de la cruz. "Muchos  siguen a Jesús hasta partir el pan, pocos hasta beber el cáliz" (T de Kempis). 

12. Pero hemos de bajar del monte. Hemos de pasar por Getsemaní y subir al Calvario:  Pedro tiene que pasar también por la experiencia humillante y amarga de su negación. En  el Calvario Jesús, en vez de Elías y Moisés, tendrá a cada lado dos ladrones. Pero al tercer  día resucitará. Creo, Señor, pero aumenta mi fe. 

13. "El Señor tiene puestos sus ojos sobre sus fieles para librar sus vidas de la muerte"  Salmo 32.  Eso es lo que acrecienta nuestra confianza, saber que él nos cuida y nos salva, que está  actuando en nosotros y en la historia siempre, por cerrado que se nos presente el  horizonte, y aunque el misterio sea oscuro como la noche oscura y como el túnel tenebroso.  Sabemos que al final del túnel y al término de la noche, nos aguardas tú, Señor, iluminando  el horizonte con luces claras de amanecer radiante de eternidad dichosa. Saber que nos  esperas tú para "enjugar nuestras últimas lágrimas y para hacernos entrar al banquete de tu  Reino, donde no hay luto ni llanto ni dolor, porque el primer mundo ha pasado" (Ap 21,5).  "Porque Jesucristo ha destruído en la Pascua la muerte y ha sacado a la luz la vida  inmortal" . 

14. Vida que vamos a pregustar en el sacramento de la Vida y de la caridad de nuestro  Dios, que viene a trabajar en nuestra alma como hábil ingeniero de virtudes y santidad. A  quien ayuda María, la Madre y Corredentora, que suple todas nuestras deficiencias e  imperfecciones. 

J. MARTI BALLESTER


30.

Nexo entre las lecturas

Nuestra mirada se dirige hoy al tema de "la llamada de Dios" como elemento que unifica la liturgia. La llamada se dirige primero a Abraham. Lo invita a salir de su tierra, a dejar a la espalda las apoyaturas humanas y a confiarse entera y filialmente en el Señor y en su promesa: "en ti bendeciré todas las familias del mundo" (1L). La llamada se dirige también a Timoteo por medio de Pablo: "toma parte en los duros trabajos del evangelio con la fuerza que Dios te dé". Es esencial en la vida del cristiano "tomar parte en la vida de Cristo", especialmente en su misterio pascual: muerte y resurrección (2L). Pero esta llamada de Dios en Cristo se hace más evidente en el evangelio: Cristo llama a Pedro, Santiago y Juan a subir a una montaña alta y los invita a "tomar parte" en la transfiguración. Poco después los llama a descender del monte y a emprender decididos el camino de Jerusalén, camino de la Pasión (EV).


Mensaje doctrinal

La iniciativa de Dios. La historia de Abraham muestra claramente que es Dios quien toma la iniciativa en relación con la vocación de los hombres. El Señor le sale al paso y le muestra un plan sorprendente, inesperado y desproporcionado a sus posibilidades. "Sal de tu tierra...". "Haré de ti un gran pueblo". "En ti bendeciré todas las familias de la tierra". Abraham sale de su tierra, se encamina por un sendero dejando atrás planes personales, posesiones, y la seguridad de su tierra y de su parentela para emprender un camino que lo conducirá a una nueva tierra, una nueva historia, una nueva descendencia. Abraham es un personaje importante en la teología de la historia. Es el hombre de la promesa, el hombre dócil a la iniciativa de Dios. El hombre que se deja guiar por la Voluntad salvífica de Dios por encima de sus proyectos personales. Sale de su tierra confiando sólo en la promesa de Dios. Su actitud es de una obediencia y confianza absolutas y nos enseña que a Dios que se revela se le debe el obsequio del entendimiento y el asentimiento de la voluntad. Así Abraham se orienta hacia una grandeza que es la grandeza de Dios.

Por su fidelidad Abraham se convierte en sí mismo en una bendición de Dios. Se hace de algún modo don de sí mismo para los demás. Será él el eslabón de una cadena que llevará la bendición de Dios para los pueblos. En realidad todo aquel que se abandona a la llamada de Dios se convierte en una bendición. En Abraham comprendemos que el sacrificio que implica la obediencia fiel al plan de Dios es fuente de fecundidad espiritual, de gracia y de bendición. Quien se confía sinceramente a Dios no queda defraudado en nada. Dios es fiel.

El rostro de Cristo. La carta Nuovo Millennio Ineunte dice en el número 23: "Señor, busco tu rostro" (Sal 2726,8). El antiguo anhelo del Salmista no podía recibir una respuesta mejor y sorprendente más que en la contemplación del rostro de Cristo. En él Dios nos ha bendecido verdaderamente y ha hecho "brillar su rostro sobre nosotros" (Sal 67-66,3). Al mismo tiempo, Cristo, Dios y hombre, nos revela también el auténtico rostro del hombre, "manifiesta plenamente el hombre al propio hombre". Es precisamente este rostro el que contemplamos en el pasaje de la transfiguración. En el rostro de Cristo en el monte resplandece la gloria del Padre, se percibe la profundidad de una amor eterno e infinito que toca las raíces del ser. En este rostro transfigurado el hombre reconoce la profundidad del misterio de Cristo. Los apóstoles descubren con nueva claridad que en Cristo habita la plenitud de la divinidad, que Él es verdadero hombre y verdadero Dios. El concilio de Calcedonia lo expresa en estos términos: "Una sola persona en dos naturalezas. Sus dos naturalezas, sin confusión alguna, pero sin separación alguna posible son la divina y la humana". El hombre está invitado a descubrir en el rostro de Cristo el amor humano-divino del redentor. Está invitado a descubrir, como los apóstoles en el Tabor, que "es muy bueno permanecer junto a Él". Está invitado como San Pablo a hacer experiencia de aquel que "me amó y se entregó a sí mismo por mí". El hombre que desea comprenderse a fondo a sí mismo debe mirar a Cristo (Cfr. Redemptor Hominis 10).


Sugerencias pastorales

El sufrimiento y el dolor son una experiencia humana que toca a todos los hombres. Esta experiencia pone a dura prueba las convicciones profundas de la persona humana. ¿Cómo puede un Dios omnipotente y soberano permitir o querer esta noche de dolor que me oprime? ¿Por qué no interviene? Son preguntas irrenunciables que el hombre debe plantearse y resolver. Es el escándalo de la cruz. La meditación serena y profunda del rostro transfigurado de Cristo nos ayuda a resolver el enigma de nuestra vida con sus penas y sufrimientos y a vivir en la esperanza del encuentro definitivo con Dios. El fruto del Jubileo del Año 2000 decía el Papa debe ser la "contemplación del rostro de Cristo" (Nuovo Millennio Ineunte 15). Y en la carta a los jóvenes añadía: Al hombre le es necesaria esta mirada amorosa de Cristo; le es necesario saberse amado, saberse amado eternamente y haber sido elegido desde la eternidad. Al mismo tiempo, este amor eterno de elección divina acompaña al hombre durante su vida como la mirada de amor de Cristo. Y acaso con mayor fuerza en el momento de la prueba, de la humillación, de la persecución, de la derrota, cuando nuestra humanidad es casi borrada a los ojos de los hombres, es ultrajada y pisoteada; entonces la conciencia de que el Padre nos ha amado siempre en su Hijo, de que Cristo ama a cada uno y siempre, se convierte en un sólido punto de apoyo para toda nuestra existencia humana. Cuando todo hace dudar de sí mismo y del sentido de la propia existencia, entonces esta mirada de Cristo, esto es, la conciencia del amor que en Él se ha mostrado más fuerte que todo mal y que toda destrucción, dicha conciencia nos permite sobrevivir (Dilecti Amici).

En nuestra vida parroquial podemos promover esta contemplación del rostro de Cristo por medio del amor a la Eucaristía. En ella Cristo está real, verdadera y sustancialmente presente. La adoración eucarística en favor de las vocaciones es algo que une a los fieles y les motiva para rogar al dueño de la mies que nos envíe operarios. La promoción entre los niños y los jóvenes de los 15 minutos de visita a Jesús sacramentado. La comunión frecuente y la acción de gracias. La formación del grupo de monaguillos. Las procesiones eucarísticas en las misiones de evangelización. La colaboración en la catequesis de los niños que se preparan a recibir su primera comunión. Todos estos son medios que nos ayudan a contemplar y descubrir el rostro de Cristo.

P. Antonio Izquierdo


31.

La Transfiguración del Señor es particularmente importante para nosotros por lo que viene a significar. Por una parte, significa lo que Cristo es; Cristo que se manifiesta como lo que Él es ante sus discípulos: como Hijo de Dios. Pero, además, tiene para nosotros un significado muy importante, porque viene a indicar lo que somos nosotros, a lo que estamos llamados, cuál es nuestra vocación.

Cuando Pedro ve a Cristo transfigurado, resplandeciente como el sol, con sus vestiduras blancas como la nieve, lo que está viendo no es simplemente a Cristo, sino que, de alguna manera, se está viendo a sí mismo y a todos nosotros. Lo que San Pedro ve es el estado en el cual nosotros gloriosos viviremos por la eternidad.

Es un misterio el hecho de que nosotros vayamos a encontrarnos en la eternidad en cuerpo y alma. Y Cristo, con su verdadera humanidad, viene a darnos la explicación de este misterio. Cristo se convierte, por así decir, en la garantía, en la certeza de que, efectivamente, nuestra persona humana no desaparece, de que nuestro ser, nuestra identidad tal y como somos, no se acaba.
Está muy dentro del corazón del hombre el anhelo de felicidad, el anhelo de plenitud. Muchas de las cosas que hacemos, las hacemos precisamente para ser felices. Yo me pregunto si habremos pensado alguna vez que nuestra felicidad está unida a Jesucristo; más aún, que la Transfiguración de Cristo es una manifestación de la verdadera felicidad.

Si de alguna manera nosotros quisiéramos entender esta unión, podríamos tomar el Evangelio y considerar algunos de los aspectos que nos deja entrever. En primer lugar, la felicidad es tener a Cristo en el corazón como el único que llena el alma, como el único que da explicación a todas las obscuridades, como dice Pedro: "¡Qué bueno es estar aquí contigo!". Pero, al mismo tiempo, tener a Cristo como el único que potencia al máximo nuestra felicidad.

Las personas humanas a veces pretendemos ser felices por nosotros mismos, con nosotros mismos, pero acabamos dándonos cuenta de que eso no se puede. Cuántas veces hay amarguras tremendas en nuestros corazones, cuántas veces hay pozos de tristeza que uno puede tocar cuando va caminando por la vida.

¿Sabemos nosotros llenar esos pozos de tristeza, de amargura o de ceguera con la auténtica felicidad, que es Cristo? Cuando tenemos en nuestra alma una decepción, un problema, una lucha, una inquietud, una frustración, ¿sabemos auténticamente meter a Jesucristo dentro de nuestro corazón diciéndole: «¡Qué bueno es estar aquí!»?

Hay una segunda parte de la felicidad, la cual se ve simbolizada en la presencia de Moisés y de Elías. Moisés y Elías, para la mentalidad judía, no son simplemente dos personaje históricos, sino que representan el primero la Ley, y el segundo a los Profetas. Ellos nos hablan de la plenitud que es Cristo como Palabra de Dios, como manifestación y revelación del Señor a su pueblo. La plenitud es parte de la felicidad. Cuando uno se siente triste es porque algo falta, es porque no tiene algo. Cuando una persona nos entristece, en el fondo, no es por otra cosa sino porque nos quitó algo de nuestro corazón y de nuestra alma. Cuando una persona nos defrauda y nos causa tristeza, es porque no nos dio todo lo que nosotros esperábamos que nos diera. Cuando una situación nos pone tristes o cuando pensamos en alguien y nos entristecemos es porque hay siempre una ausencia; no hay plenitud.

La Transfiguración del Señor nos habla de la plenitud, nos habla de que no existen carencias, de que no existen limitaciones, de que no existen ausencias. Cuántas veces las ausencias de los seres queridos son tremendos motivos de tristeza y de pena. Ausencias físicas unas veces, ausencias espirituales otras; ausencias producidas por una distancia que hay en kilómetros medibles, o ausencias producidas por una distancia afectiva.

Aprendamos a compartir con Cristo todo lo que Él ha venido a hacer a este mundo. El saber ofrecernos, ser capaces de entregarnos a nuestro Señor cada día para resucitar con Él cada día. "Si con Él morimos -dice San Pablo- resucitaremos con Él. Si con Él sufrimos, gozaremos con Él". La Transfiguración viene a significar, de una forma muy particular, nuestra unión con Cristo.

Ojalá que en este día no nos quedemos simplemente a ver la Transfiguración como un milagro más, tal vez un poquito más espectacular por parte de Cristo, sino que, viendo a Cristo Transfigurado, nos demos cuenta de que ésa es nuestra identidad, de que ahí está nuestra felicidad. Una felicidad que vamos a ser capaces de tener sola y únicamente a través de la comunión con los demás, a través de la comunión con Dios. Una felicidad que no va a significar otra cosa sino la plenitud absoluta de Dios y de todo lo que nosotros somos en nuestra vida; una felicidad a la que vamos a llegar a través de ese estar con Cristo todos los días, muriendo con Él, resucitando con Él, identificándonos con Él en todas las cosas que hagamos.

Pidamos para nosotros la gracia de identificarnos con Cristo como fuente de felicidad. Pidámosla también para los que están dentro de nuestro corazón y para aquellas personas que no son capaces de encontrar que estar con Cristo es lo mejor que un hombre o que una mujer pueden tener en su vida.

P. Cipriano Sánchez


32. COMENTARIO 1

DORMIRSE EN LOS LAURELES

Estamos ya acostumbrados a ver cómo personas que estaban dispuestas a comerse el mundo llegan a la cima aunque sólo sea la cima de la colina más insignificante y establecen en ella su residencia definitiva y, desde tan alta cumbre, aca­ban olvidándose de sus anteriores inquietudes sociales, de su ya antiguo ímpetu transformador de esta sociedad o de esta Iglesia, de sus viejas poses revolucionarias... Parece como si, habiendo llegado ellos a la cima y lograda su gloria, el mundo ya estuviera salvado.


EL CAMINO DE LA GLORIA

Jesús acababa de anunciar a sus discípulos que el Mesías tenía que «ir a Jerusalén, padecer mucho a manos de los sena­dores, sumos sacerdotes y letrados, ser ejecutado y resucitar al tercer día»; y se había visto obligado a enfrentarse con du­reza a la actitud de Pedro, que quiso torcer su camino (16, 21-22). Igualmente había anunciado que quienes quisieran seguirlo deberían estar dispuestos a correr una suerte similar: «El que quiera venirse conmigo, que reniegue de sí mismo, cargue con su cruz y me siga» (16,25). Este doble anuncio suponía para los discípulos de Jesús una gran desilusión. Ellos, apoyados en su ley y en sus profecías, esperaban que el día del Mesías sería glorioso para él y sus seguidores, a la vez que te­rrible para sus adversarios. Y Jesús les hablaba de padecer, de ser ejecutado, de perder la vida...

Jesús, para mostrarles adónde conducía su camino, escoge a los tres discípulos más recalcitrantes y los hace participes de una experiencia que demuestra que la entrega por amor hasta la muerte es el sendero que lleva hasta la gloria del Hombre: .... se llevó Jesús a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y subió con ellos a un monte alto y apartado. Allí se transfiguró delante de ellos: su rostro brillaba como el sol y sus vestidos se volvieron esplendentes como la luz».


EN LA CIMA DE UN MONTE ALTO

Jesús los conduce a la cima de un monte alto, el lugar de la presencia y de la manifestación de Dios; y allí les muestra anticipadamente su meta: la entrega hasta la muerte no es el camino del fracaso, sino el del verdadero triunfo. La vida de Jesús y la de sus seguidores se desarrollará en medio de con­flictos y persecuciones; aparentemente, según se entiende en este mundo el éxito y el fracaso, el fruto de sus esfuerzos será la frustración; pero al final «los justos brillarán como el sol en el Reino del Padre», como había dicho Jesús anteriormente (13,43).


LA LEY Y LOS PROFETAS

Mientras están participando de esta experiencia, aparecen en escena dos nuevos personajes: Moisés y Elías. Ellos repre­sentan la antigua religión judía: la ley (Moisés) y los profetas (Elías). Y hablan con Jesús, que va a dar cumplimiento defi­nitivo a las antiguas promesas. El momento parece inmejorable a Pedro -otra vez Pedro- para detener la historia y olvidarse de los problemas y sufrimientos del género humano: «... Si quieres, hago aquí tres chozas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Todo lo que él quería se encontraba en aquel momento allí presente: Moisés y Elías, su pasado, sus tradicio­nes, sus esperanzas, y Jesús, a quien había dado su adhesión, la realización de sus esperanzas. Juntos su pasado, su presente y su futuro. Y todo sin tener que romper con nada. Y todo sin tener que arriesgar nada.


ESCUCHADLO

Ante la actitud de Pedro -muy valiente de palabra, pero dispuesto a dormirse en los laureles en cuanto se le presenta la ocasión-, ni Dios puede permanecer callado. Y hace oír su voz: «Este es mi Hijo, a quien yo quiero, mi predilecto. Escu­chadlo». A él sólo. Si Dios se había dirigido anteriormente a los hombres por medio de Moisés y Elías, eso pertenece a una época ya superada de sus relaciones con la humanidad. Ahora la voz de Dios sólo puede oírse cuando habla Jesús, el Hijo de Dios, en el que reside y se manifiesta el amor del Padre. Todo lo demás es relativo. Todo. Todas las palabras y todas las voces.


LEVANTAOS

Nadie puede andar hacia atrás la propia historia. Y tam­poco se puede detener el presente. El presente hay que arries­garlo y así construir el futuro. Jesús acabará triunfando, glo­rioso: pero después de terminar su camino, después de su muerte. Y, ¡atención!, que no es que Dios exija la muerte de su Hijo. Como tampoco exige sufrimientos de nadie. Dios no ofrece vida, su vida, a cambio de dolor. Lo que sucede es que para participar de la gloria de Dios hay que parecerse a él. Y Dios es amor. Y el amor es siempre perseguido por quienes son esclavos del egoísmo, del odio, de la ambición, del deseo de poder. O por quienes en el lugar del corazón tienen un có­digo de piedra.

Levantaos, les dice Jesús. Hay que seguir caminando. Hay que dar a conocer al mundo esta clase de amor. Hay que ense­ñar que el Padre, al que ya no hay que temer, es el verdadero Dios. Hay que explicar a los hombres de todas las razas que, por encima de sus leyes y sus profetas particulares, es posible quererse como hermanos. Y, estando el mundo como está..., no podemos permitirnos el lujo de quedarnos dormidos en nuestros laureles y esconder al mundo esta gran noticia. Hay que seguir, aunque nos cueste la vida. El amor que quede aquí y la vida que conservaremos serán nuestra gloria y nues­tro triunfo: resucitará y renacerá el Hombre.

Y así fue. Y así puede ser todavía.


33. COMENTARIO 2

v. 1. La escena de la transfiguración tiene por objeto demostrar a los tres discípulos más destacados del grupo que el destino del Mesías, enunciado antes por Jesús y que ha encontrado tal oposi­ción por parte de Pedro (16,22), es «la idea de Dios» (16,23), la cul­minación de su reinado, al que tendía todo el AT. Les demuestra la realidad y calidad de la vida que ha superado la muerte.

Como Mc, Mt coloca la escena «seis días después». El sexto día fue el de la creación del hombre: el estado de gloria en el que va a mostrarse Jesús representa el éxito final de la creación, la realiza­ción plena del proyecto de Dios sobre el hombre. Al mismo tiem­po, como en Mc, «los seis días» resultan de la suma de los datos cronológicos de la pasión: «dentro de dos días» (26,2), «el primer día de los ázimos» (26,17) y «al tercer día» en que tendrá lugar la resurrección (16,21). El transfigurado muestra, por tanto, el estado que sigue a la muerte.

Dado el simbolismo del monte como lugar de la presencia y comunicación divina (cf. 5,1), el «monte alto», no determinado, in­dica una manifestación divina, la más importante que los discípu­los van a recibir en el evangelio. «El monte altísimo» al que el tentador llevó a Jesús era el de la manifestación del falso dios a través de la gloria de todos los reinos del mundo; en este «monte alto» se manifestará la verdadera gloria, la que procede de Dios vivo, capaz de infundir una vida que supera la muerte.


v. 2. Mt explica en qué consiste la transfiguración. «Su rostro bri­llaba como el sol» hace visible la gloria de los justos en el reino de su Padre (13,43). Recuerda al mismo tiempo el resplandor del rostro de Moisés (Ex 34,29-35). También los vestidos resplandecen como la luz; el brillo y la blancura son propios de la esfera divina (cf. 17,5: nube luminosa; 28,3).


v. 3. La aparición de Moisés y Elías se hace en beneficio de los discípulos. Representan la Ley y los Profetas, que habían anuncia­do el reino de Dios (11,13) y a los que Jesús viene a dar cumpli­miento (5,17). Ellos hablan con Jesús, no con los discípulos. La Ley y los Profetas están orientados hacia la figura del Mesías. Moi­sés y Elías fueron los dos hombres de quienes se dice que hablaron con Dios en el monte Sinaí (Ex 33,l7ss; 1 Re 19,9-13). Ahora, en este «monte alto», ante los discípulos, hablan con Jesús, el Hombre-Dios. El estado glorioso de éste, que representa la condición definitiva del hombre en el reino de Dios, era el objetivo del AT y el cum­plimiento último de las promesas.


v. 4. Pedro se dirige a Jesús. Su propuesta enlaza la visión con la fiesta de las Chozas, que tenía un fuerte carácter mesiánico y na­cionalista. Pedro propone una síntesis entre Jesús Mesías y el AT. Coloca a Moisés y Elías no subordinados a Jesús, sino en el mis­mo plano que él («una para ti, una para Moisés y una para Elías»). Ha reconocido el mesianismo de Jesús (16,16), pero no quiere que éste se separe de las categorías del AT; no debe haber ruptura, sino continuidad con el pasado. La actividad de Moisés y Elías se ca­racterizó por su violencia contra los enemigos de Dios y de su pueblo. Pedro quiere asegurarse de que Jesús va a realizar su mesia­nismo en la línea de las profecías del AT, que atribuían a la obra del Mesías las ideas de fuerza, poder, desquite y gloria. Con su propuesta, muestra Pedro que sigue pensando en las categorías de «los hombres» (16,23).


v. 5. La nube es símbolo de la presencia divina (cf. Ex 13,21; Nm 9,15; 2 Mac 2,8). Hay una paradoja en el texto: una nube lumi­nosa los cubrió con su sombra; es la gloria (= resplandor) de Dios que cubría el santuario (Ex 40,35); ella revela y oculta a Dios, que sólo es perceptible en su palabra. La voz de la nube repite ante los tres discípulos las palabras que resonaron en el bautismo de Jesús (3,17) y que señalan su unicidad; ningún personaje del AT puede compararse con él. Añade la voz el imperativo: «escuchadlo a él». Jesús sustituye a Moisés, integrando en sí la figura del pro­metido profeta escatológico (cf. Dt 18,15). La única voz que hay que escuchar es la suya. El AT queda relativizado: así como Moisés y Elías no dirigían la palabra a los discípulos, así éstos no deben escuchar más que a Jesús. El AT conserva validez sólo en cuanto sea interpretado desde la realidad Jesús, o sea, compatible con su enseñanza. Jesús es el único legislador, maestro y profeta.


v. 6. La reacción de los discípulos es de profundo miedo, que se expresa en el gesto de caer de bruces a tierra (cf. Dn 8,17); expre­san el miedo a morir por haber recibido un oráculo divino, según la creencia del AT (Is 6,5; Dn 10,15.19). Siguen pensando en las antiguas categorías; son víctimas de la ideología religiosa que han recibido y no conocen a Dios.


v. 7. Jesús, que lleva en sí la presencia divina (1,23), se acerca a ellos y los toca, como tocaba a los enfermos y a los muertos (8,3.15; 9,25-29); los invita a levantarse, como había hecho con la hija de Jairo (9,25). Estos discípulos, miembros del Israel mesiánico, están en la misma situación que el antiguo Israel.


v. 8. «Al Jesús de antes, solo», lit. «a un mismo Jesús, solo». La construcción griega auton Iesoun suele interpretarse como aramea (pronombre proléptico). Los ejemplos que se citan, sin embargo, llevan siempre el nombre articulado, mientras aquí se omite el ar­tículo ante «Jesús». La omisión del articulo ha ocurrido en Mt so­lamente en la presentación de Jesús antes de su nacimiento (1,1. 16.18), siempre calificada por «Mesías» (1,21.25 no cuentan), y en la primera noticia que de él tiene Herodes (14,1), casos perfecta­mente naturales.

La insólita omisión en este texto hace pensar que la aposición tiene otro significado. La traducción literal «a un Jesús mismo» parece significar «a Jesús con su apariencia acostumbrada»; se añade luego que estaba «solo», es decir, no acompañado de Moisés y Elías. La interpretación se confirma por el paralelismo con vv. 2-3; el v. 2 describe el aspecto transfigurado de Jesús, que en v. 8 ha desaparecido ya, mostrándose «el Jesús de antes/de siem­pre»; en el v. 3 aparecen los dos interlocutores, y a su ausencia en v. 8 corresponde el «solo». Mt expone cuidadosamente la vuelta a las condiciones ordinarias.


v. 9. Jesús refiere a «el Hombre» el contenido de la visión mesiá­nica. Esto confirma el significado de la datación inicial «seis días después». Identifica además al Hombre (el Hijo del hombre) con el Hijo de Dios (v. 5).

Comunicarla a otros podría despertar expectativas mesiánicas falsas, como si su muerte se hiciera innecesaria. En cambio, des­pués de su muerte, cuando la calidad de su mesianismo no deje lugar a dudas, el relato de esta visión podrá iluminar a los demás sobre la experiencia de la resurrección de Jesús. Es la única vez que Mt emplea el término «visión», que se usaba para visiones proféticas (Gn 15,1; Ex 3,3; Dn 2,19; 4,10; 7,2; Job 7,14). Estos tres discípulos serán los que presencien la oración de Jesús en Getse­maní (26,37). Lo que han presenciado debería servirles para en­tender la realidad que se oculta bajo la angustia de la muerte.



34. COMENTARIO 3

El segundo domingo de Cuaresma quiere colocar al cristiano ante la necesidad de acompañar a Jesús en el camino de la Cruz y de colocar toda su vida en el marco del Misterio de la Pascua.

El texto de la segunda lectura nos presenta el significado de la actuación histórica de Jesús como manifestación de Dios y de los efectos para la vida cristiana. Estos no son otros que los frutos que el salmo interleccional señala como originados en la misericordia divina y concreción de la promesa a Abrahán del pasaje del libro del Génesis.

Sin embargo, esta intervención salvífica de Dios se realiza en un mundo hostil y está marcada por el sufrimiento del Apóstol y el duro peregrinar del padre de los creyentes en búsqueda de la tierra prometida.

La presencia simultánea de estas dos realidades aparentemente contradictorias se actúan en la vida de Jesús en el episodio de la Transfiguración a fin de clarificar a los discípulos el sentido de su existencia en el mundo.

El relato utiliza elementos clásicos de las teofanías. Con la indicación inicial del tiempo: “Seis días después” el evangelista quiere colocarlo en paralelo con el séptimo día de Ex 24,16 con el que tiene en también en común la aparición divina “en gloria” que habla a Moisés en un lugar apartado de una montaña desde la nube.

La transfiguración de Jesús es acompañada por la aparición de Moisés, el primer profeta y, junto con ella, la de Elías, el último de los profetas, precursor del Mesías. De esa forma se presenta a Jesús como culminación de la historia salvífica de Israel.

Pero la misma culminación recibe una interpretación errónea en la mente de los discípulos. La propuesta de Pedro se origina en ese equívoco. La referencia a las “chozas” entiende la plenitud divina como descanso. La choza o tienda del Encuentro con la divinidad, símbolo de lo provisorio en la marcha por el desierto, había adquirido este último sentido desde Oseas 12,10: “Otra vez te haré habitar en tiendas como en los días de la romería”. En este modo de vida se ve la posibilidad de recuperación de la plenitud de los beneficios gratificantes de la amistad divina destruida por el correr tras los dioses de la tierra.

Sin embargo, otro es el verdadero sentido del acontecimiento. La presencia divina no puede ser entendida como descanso definitivo sino como compañía en el camino según se desprende de la presencia de la nube que había acompañado al pueblo en el desierto. La intervención de la voz celeste va a proporcionar la expresión oral adecuada de lo que está sucediendo. Retomando las palabras del bautismo de Jesús, la voz celeste se remite primeramente a la unción mesiánica del Sal 2,7: “Este es mi Hijo”. Pero inmediatamente tiene cuidado de precisar el sentido de esa unción por medio del recurso a Is 42,1 que relata la misión del Servidor sufriente (cf también una expresión semejante en el texto del sacrificio de Isaac en Gen 22).

De esta manera se cierra el camino de un mesianismo triunfalista para el discípulo y el servicio se inscribe como elemento fundamental de la actuación de Jesús. Ante ella, los discípulos deben asumir en su vida la misma actitud. Tal es el sentido expresado por la tercera parte de la intervención de la voz divina: “Escúchenlo”. El texto parece evocar al profeta semejante a Moisés, prometido en Dt 18,15.

De esa forma el discípulo recibe la exigencia de comprender la vida como acatamiento humilde del designio concreto de Dios que revela la Pasión y muerte de Jesús. Se cierran ante él todos los caminos que conducen al éxito humano.

Este programa de acción espanta a los discípulos pero la palabra de Jesús es capaz de superar su miedo y su desconfianza. Para asumir plenamente las dificultades pueden encontrar en el camino de Jesús la fuerza capaz de superar todos los obstáculos. Jesús solo en su camino a la Pasión da sentido a la historia de la Pasión del discípulo y de la humanidad sufriente.

De esta forma en la dura marcha por el desierto de este mundo, el discípulo debe dirigir constantemente su mirada a los acontecimientos pascuales. Ver la “gloria de Dios” (Mt 16,28) significa para él asociarse íntimamente a la historia de la Pasión de Jesús como único camino posible para experimentar la Resurrección.

La transfiguración confirma al discípulo en la certeza de su fe en el Resucitado, pero coloca esta fe en el marco de la dura experiencia del camino de la Pasión que debe incorporar a su propia vida como única forma de alcanzar aquella realidad última. La solidaridad y la entrega a los demás presente en la práctica Jesús es el único punto de referencia de una auténtica experiencia de Dios. En un mundo de muerte como el que vivimos, el Dios de vida sólo puede ser experimentado en la entrega de la vida propia para que la vida pueda seguir difundiéndose.

1. R. J. García Avilés, Llamados a ser libres, "Seréis dichosos". Ciclo A. Ediciones El Almendro, Córdoba 1991

2. J. Mateos - F. Camacho, El Evangelio de Mateo. Lectura comentada, Ediciones Cristiandad, Madrid.

3. Diario Bíblico. Cicla (Confederación internacional Claretiana de Latinoamérica).

HOMILÍAS 15-20